El Atlas de Le Monde Diplomatique (II)
Edición Cono Sur
Sumario
1 – El planeta en peligro
Grandes desafíos del medio ambiente
Se acelera el deshielo en ambos polos............................................................................. 3
El recalentamiento en un punto de no retorno.................................................................. 4
El agua se convierte en un bien escaso............................................................................. 6
Los recursos del océano mundial bajo amenaza............................................................. 7
La energía nuclear: entre los usos civiles y militares....................................................... 9
Energías renovables: potenciales y limitaciones............................................................ 10
Armas de rico, armas de pobre........................................................................................... 12
¿Quién causa los accidentes industriales?..................................................................... 13
Residuos, recicladores y reciclados................................................................................... 15
El Sur depende de sus exportaciones.............................................................................. 16
Lucha contra el hambre, un fracaso programado........................................................... 18
Transgénicos: una apuesta con tres incognitas.............................................................. 19
Unidad y diversidad de la urbanización............................................................................ 21
Cada vez más inequidad en el acceso a la salud........................................................... 22
2.- Una nueva geopolítica
El mundo después del 11 de septiembre
Conflictos entre Estados y guerras civiles........................................................................ 24
¿Choque de civilizaciones o choque Norte–Sur?.......................................................... 26
Cuando el progreso acentúa las desigualdades............................................................. 27
Cuestionada hegemonía de Estados Unidos.................................................................. 29
Delitos y tráficos planean sobre la mundialización........................................................ 30
Convertir a los países ricos en fortalezas......................................................................... 32
Arquitectura actual del orden mundial.............................................................................. 33
Instrumentos militares de una dominación...................................................................... 35
Wal-Mart, símbolo de las multinacionales........................................................................ 36
Detrás de las revoluciones de “color”................................................................................ 37
Cómo fue la construcción y ampliación de Europa........................................................ 39
El mundo desde Moscú....................................................................................................... 41
Presión en los márgenes, de Rusia al Sahara................................................................ 42
África, espejo del mundo..................................................................................................... 44
Ola de independencia en América Latina........................................................................ 45
El comercio de armas marcha bien................................................................................... 47
El unilateralismo amenaza a las Naciones Unidas........................................................ 48
ONG: hacia una sociedad civil global............................................................................... 50
Emperadores de medios, de Springer a Murdoch........................................................... 52
Geoeconomía de las corrientes migratorias..................................................................... 53
3. - Mundialización, ganadores y perdedores
La explosión de las desigualdades
¿Sirve el desarrollo sin crecimiento?................................................................................ 55
El costo real del financiamiento privado........................................................................... 56
Deuda: a quiénes aplasta, a quiénes enriquece............................................................ 58
Fondos que especulan con las jubilaciones................................................................... 60
Detrás de los mitos del libre comercio............................................................................... 61
La competencia impone su ley a los servicios................................................................ 63
Deslocalizaciones versus derechos sociales.................................................................. 64
Lavado de dinero, mafias y paraísos fiscales.................................................................. 66
Pulseada internacional por la agricultura......................................................................... 67
Del bloqueo de Cancún al fracaso de Hong Kong......................................................... 69
¡Millonarios de todos los países, uníos!............................................................................ 71
Ilusorios Objetivos del Milenio............................................................................................ 72
Bienes públicos del mundo: un desafío futuro............................................................... 74
¿Guerra a la pobreza o guerra a los pobres?................................................................... 75
Desempleo, precariedad y trabajo forzoso....................................................................... 77
La inseguridad social generalizada................................................................................... 78
Derechos de la mujer, avances y retrocesos................................................................... 80
1. – El planeta en peligro
Grandes desafíos del medio ambiente
Se acelera el deshielo en ambos polos
El recalentamiento no se manifiesta de manera uniforme en todo el planeta. La mayoría de los especialistas estima que será más marcado en el Hemisferio Norte. Un aumento de 2 grados de la temperatura promedio podría ser dos o tres veces mayor en la zona ártica. El Hemisferio Sur estaría menos afectado, pero también registraría perturbaciones.
El polo Norte muestra ya signos evidentes de cambio. Más allá de marcadas variaciones estacionales e interanuales, la capa de hielo polar habría perdido un 10% de su superficie en 30 años. Antes de que termine este siglo podría haber disminuido a la mitad. Hay quienes prefieren ver el lado positivo del asunto; por ejemplo, la apertura de vías para el transporte marítimo, o un acceso más fácil a los yacimientos de hidrocarburos en las regiones del extremo norte de América y de Siberia, que constituyen el 40% de las reservas mundiales. Pero esas ventajas pesan poco comparadas con los problemas. El más grave, a corto plazo, sería, sin duda, la alteración de la Corriente del Golfo. Las primeras investigaciones revelaron que su flujo se habría reducido en un 20% entre 1950 y 2000. Esto podría desencadenar un período de fuerte enfriamiento en Europa.
En términos más estructurales, el deshielo podría acelerar el recalentamiento, al reducir el nivel de refracción de la radiación solar, que es del 80% en el caso del hielo, mientras que alcanza sólo el 30% en el suelo y el 7% en los océanos. Esto ya está induciendo un descongelamiento del permafrost (capas inferiores de la tierra congeladas permanentemente) sobre la cual se han construido edificios y obras de infraestructura, y que contiene grandes cantidades de metano. Ante esos peligros, el Consejo del Ártico –que reúne entre otros países a Estados Unidos, Canadá y Rusia– se reveló incapaz de adoptar medida alguna. El deshielo de la capa polar ártica no producirá, por sí mismo, una elevación del nivel de los océanos, puesto que ese hielo ya flota en el agua. Pero el derretimiento progresivo del casquete de Groenlandia, al igual que el de los glaciares terrestres podría contribuir significativamente a ese fenómeno. Las mediciones realizadas por el satélite Topex-Poseidón indican un aumento actual del nivel de las aguas de 2,4 milímetros por año. Esto llevaría a una elevación de al menos 25 centímetros al acercarse el siglo XXII. Pero cada vez más estudios preveen una elevación de un metro, y hasta de varios metros si se produce el deshielo de ciertas regiones antárticas. Más allá de las incertidumbres, se estima que un tercio del fenómeno obedece a la simple dilatación de los océanos por efecto del calor; otro tercio se debería al deshielo de los glaciares. En cuanto al resto, investigaciones recientes sugieren que el Polo Sur podría ser responsable de un 15%.
LA ELEVACIÓN DE LOS MARES
Hasta no hace mucho, los investigadores pensaban que sólo la península antártica estaba afectada. Su temperatura se incrementó en 3 grados entre 1974 y 2000, y de esa región se desprendió la gran plataforma de Larsen en 2002. Si todo el hielo de la península se derritiera, el nivel de las aguas se elevaría en 45 centímetros. De todas formas, la península no está unida directamente al casquete polar continental, que hasta hace poco era considerado estable y no influenciable por el recalentamiento, al menos por un siglo. Pero en octubre de 2004 la NASA reveló que partes del continente podrían recalentarse en más de 3,6 grados antes de 2050. Y en diciembre de 2004 un equipo del British Antarctic Survey comprobó que la parte occidental de la Antártida perdía 250 kilómetros cúbicos de hielo por año. Se trata de una cantidad limitada, pero si el proceso se acelera, el agua de esa región podría inducir una suba del nivel de los mares de 8 metros. Por ahora, sólo el sector oriental de la Antártida (la parte más densa, que equivale en hielo a una elevación de los mares de 64 metros) parece no verse afectado.
Además de ese serio problema, la reducción de los hielos antárticos podría generar un cambio radical en la fauna acuática. Las existencias de krill –un pequeño camarón que se alimenta de algas que viven bajo esos hielos, y que está en el centro de la cadena alimentaria marítima, pues los calamares, peces y cetáceos se nutren de él– habrían disminuido en un 80% en 30 años. Este fenómeno, sumado a los excesos de la actividad pesquera mundial y a la fragilización de los corales, es sin dudas un motivo más de inquietud.
El recalentamiento en un punto de no retorno
La entrada en vigor del Protocolo de Kioto, el 16 de febrero de 2005, debería haber marcado el comienzo de una nueva era de madurez. La humanidad parece haber tomado mayor conciencia sobre las crecientes presiones que ejerce sobre el medio ambiente. Pero esa actitud aún pertenece más al terreno de los discursos que a la realidad.
Las previsiones sobre el recalentamiento climático se han vuelto más alarmantes en los últimos años. El informe elaborado en 2001 por el Grupo Internacional de Estudio del Clima (GIEC) de Francia confirmó que el efecto invernadero había aumentado considerablemente desde el siglo XIX. Las emisiones de CO2 contribuyeron a aumentar la temperatura terrestre en 0,8ºC entre 1860 y 2000. Ese mismo informe preveía que el recalentamiento podría aumentar de 1,4ºC a 5,8ºC entre 2000 y 2100; un nivel considerable, si se tiene en cuenta que durante el último período glaciar, hace 15.000 años, nuestro planeta tenía, en promedio, una temperatura 5ºC más baja.
Un estudio publicado en 2005 por la Universidad de Oxford, en base a 2.578 ejercicios de simulación, prevé un recalentamiento aún mayor, que iría de 1,9ºC a 11,5ºC. La mayoría de esos resultados se situaba entre 2 y 8ºC. Lo más inquietante es el concepto de “punto sin retorno”. A causa de la inercia climática, incluso si se adoptan hoy mismo medidas drásticas, las perturbaciones persistirían durante años y hasta podrían tornarse irreversibles. Hay cierto consenso alrededor de la idea de que el umbral crítico se situaría en un aumento de la temperatura de 2ºC. Para evitarlo, sería necesario fijar el límite máximo de concentración de CO2 en 550 ppm (partes por millón), en incluso en 400 ppm. Ese nivel de concentración, que alrededor de 1850 era de 270 ppm, pasó a 380 ppm en 2005, un aumento sin antecedentes en 420.000 años de la historia del clima que se pudieron reconstruir, y durante los cuales la concentración de CO2 varió entre 180 y 280 ppm. Con el actual ritmo de aumento de más de 2 ppm por año, se podría llegar al umbral crítico dentro de 10 a 30 años. Por lo tanto sería indispensable plantearse desde ahora el objetivo de reducir a una cuarta parte la emisiones actuales de CO2 en los países industrializados antes del año 2050.
UNA SERIE DE PRESUNCIONES
Sin dudas, esas previsiones no tienen el carácter de incertidumbres, pero la magnitud del peligro y el creciente consenso científico aconsejan aplicar a la brevedad una conducta de precaución e implementar medidas eficaces. Ahora bien, ¿qué ocurriría si el Protocolo de Kioto fuera aplicado íntegramente, es decir, si EE.UU. lo ratifica y los europeos cumplen con los objetivos que se fijaron? Pues bien, sólo se lograría reducir el calentamiento previsto para 2100 en 0,06ºC, es decir, en un 2 a 3%. Para colmo, el Protocolo no impone ningún límite a la emisión de los países del Cono Sur, que ambicionan legítimamente “alcanzar el nivel” de desarrollo de Occidente. El fracaso de las negociaciones de fines de 2005 en la Conferencia de Montreal, que debía preparar el “post-Kioto”, muestra hasta qué punto la situación está bloqueada.
Más allá de que los pronósticos sean inciertos, los signos de perturbación se acumulan. El período 1995-2005 fue la década más caliente registrada desde que comenzaron las mediciones regulares, en el siglo XIX. Además, esos años estuvieron marcados por varios fenómenos extremos: mayor frecuencia e intensidad de la corriente de El Niño; una canícula europea en 2003, que podría volverse cíclica; récord de huracanes tropicales en Estados Unidos y en Asia en 2004 y 2005. ¿Se trata de cuestiones coyunturales?
Por otra parte, se confirman varios fenómenos estructurales, a pesar de que sus consecuencias difícilmente puedan ser previstas con precisión. Además del recalentamiento de las regiones polares, el aumento de la temperatura tiene un efecto destructor sobre los corales, un medio vital de la vida marina, y también podría provocar un incremento en el nivel de las aguas de 25 centímetros a un metro, a raíz de la dilatación de los océanos. Esto, sin contar con eventuales deshielos en los polos. Algunos estudios ya prevén para antes de 2050 la aparición de entre 80 y 400 millones de “refugiados climáticos”. Las perturbaciones en las precipitaciones influirían en la agricultura, en las áreas de propagación de enfermedades, etc. Las consecuencias sobre la biodiversidad también podrían ser gravísimas, a causa de la dificultad que encontrarán muchas especies para adaptarse a cambios tan rápidos. La destrucción y la contaminación causadas sistemáticamente por el ser humano son el origen de la sexta gran era de extinción biológica que registra el planeta.
El agua se convierte en un bien escaso
A pesar de los compromisos asumidos por la “comunidad internacional”, el derecho de acceso al agua no está garantizado para todos los habitantes del planeta. En 30 años más, la mitad de la población mundial podría padecer la escasez de agua.
Algo más de 1.100 millones de personas en todo el mundo carecen de agua potable, y 2.400 millones no cuentan con instalaciones sanitarias adecuadas. El agua, un recurso precioso, aparentemente abunda, pero está distribuida de manera muy desigual. Un puñado de países posee el 60% de las reservas de agua dulce. Asia, donde vive cerca del 60% de la población mundial, sólo dispone del 30%. La escasez de agua es un problema estructural en el triángulo conformado por Túnez, Sudán y Pakistán. Allí, a cada habitante, le corresponde, en promedio, algo menos de 1.000 m3 de agua dulce por año, una situación considerada de “escasez crónica”.
El problema del agua es también cualitativo. Cuando mayor es su consumo, mayores son los volúmenes de aguas servidas. En los países en vías de desarrollo, el 90% de las aguas residuales y el 70% de los desechos industriales se vierten a las aguas de superficie sin tratamiento previo. Como consecuencia de esto, 5 millones de personas mueren cada año por enfermedades vinculadas con el agua: un número diez veces superior al de las víctimas de las guerras.
Ahora bien, la población mundial pasará de los 6.000 millones de personas que se contabilizaban en el año 2000 a 8.000 millones en 2025. Por lo tanto, el promedio de agua dulce disponible por habitante y por año, se reducirá en casi un tercio. La Organización de las Naciones Unidas prevé que, si se mantiene el ritmo actual de extracción de agua, dentro de veintitrés años 1.800 millones de personas padecerán una severa escasez de agua y otros 5.000 millones vivirán en regiones donde será difícil satisfacer plenamente sus necesidades. La situación se agravará también a raíz del continuo éxodo rural y la creciente concentración de la población en las grandes ciudades. En 2020, 27 de las 33 ciudades del mundo con más de 8 millones de habitantes estarán situadas en los países del Sur, lo que producirá un aumento en el consumo doméstico de agua del 40%.
El derroche, por una parte, aumenta junto con el nivel de vida de la población: los equipamientos existentes en los hogares de cierto nivel económico incitan al uso del agua que no logra ser moderado ni por la conciencia de su escasez relativa, ni por su precio (que al ser aumentado por los operadores privados, puede resultar prohibitivo para la población pobre). Actualmente, los europeos utilizan a diario ocho veces más agua que sus abuelos. Un australiano demanda, en promedio, 1.000 litros de agua potable por día, un estadounidense 300 a 400 litros, y un europeo de 100 a 200 litros, mientras que en ciertos países en vías de desarrollo el consumo diario por habitante no supera unos pocos litros.
Las pérdidas, por otro lado, son muy importantes. Sólo el 55% del agua extraída se consume, mientras que el 45% restante se pierde, ya sea por derrame o evaporación durante el riego, o por escapes en las redes de distribución. Ahora bien, dado que para alimentar a la población mundial es necesario un fuerte aumento de la productividad agrícola, el riego que ya insume el 70% del agua captada en todo el mundo, deberá aumentar un 17% en los próximos 20 años. Las soluciones exclusivamente tecnológicas, como la desalinización del agua de mar, tendrán un efecto limitado a causa de su costo. Es necesario aumentar la eficacia de los modos de su utilización, en particular del riego, modernizar las estructuras de producción y de distribución de agua potable, preservar las reservas y luchar contra la contaminación. Todo esto demanda inversiones que las fuentes financieras evalúan en 180.000 millones de dólares anuales para los próximos 25 años, frente a los 75.000 millones actuales.
Las opiniones sobre los remedios a aplicar son divergentes. La “privatización” del agua, promovida por las instituciones financieras internacionales y por algunos gobiernos, por ahora sólo se aplica en el 5% de los recursos mundiales. Numerosos movimientos surgidos de la sociedad civil critican esa visión mercantilista y afirman que el acceso al agua es un “derecho fundamental del ser humano”, y que el agua debe ser gratuita o suministrada a precio de costo. Incluso en esas condiciones, las poblaciones más pobres no podrán pagarla. Por lo tanto, el desafío es doble: garantizar el uso racional del agua, y a la vez asegurar a los pobres el derecho a ese recurso vital.
Los recursos del océano mundial bajo amenaza
El océano mundial –puesto que se trata de uno solo– ocupa 361 millones de kilómetros cuadrados, equivalentes al 71% de la superficie del globo. La explotación de sus recursos, renovables o no, crece sin cesar. Incluso aquellos que son apenas promesas corren el riesgo de agotarse y generan rivalidades.
El océano suministra el 80% de la producción de materias vivas acuáticas (110 millones de toneladas). El resto (28 millones de toneladas) proviene de las aguas continentales. En el mar, esa producción depende en un 80% de la pesca, o sea, la extracción de recursos naturales, y en un 20% de técnicas de cultivo y cría (maricultura).
Durante milenios, la pesca fue poco eficaz, pero la situación cambió radicalmente hace un siglo con el perfeccionamiento de los métodos de captura y de conservación del pescado. En 1950, las capturas sumaban 20 millones de toneladas; en 1970 habían ascendido a 70 millones, y se estabilizaron luego entre 80 y 90 millones. El espectacular crecimiento en el período 1950-1970 se debió, en gran medida, a los nuevos usos “industriales” del pescado: su transformación en subproductos (harina y aceite) utilizados en la fabricación de alimentos para animales. El volumen de pesca que requiere esa industria (llegó a absorber hasta el 40% del producto de la actividad pesquera) condujo a la sobreexplotación de ciertas reservas y a graves crisis, como la caída brutal de la captura de arenque en el Atlántico Norte a partir de 1968 o la merma de la pesca de anchoa en Perú a partir de 1972, entre otras.
Esas crisis llevaron a la creación de Zonas Económicas Exclusivas (ZEE) de 200 millas marítimas en las cuales los Estados costeros disponen del derecho exclusivo de explotación y a la aplicación de políticas de gestión de recursos. Las riquezas ictícolas están situadas principalmente en los márgenes del océano, por lo que, de hecho, estas políticas beneficiaron a los Estados costeros, no sin diverso conflictos, como la “guerra del bacalao” entre Islandia y el Reino Unido en 1975. El establecimiento de límites de pesca aún es objeto de un litigio entre Rusia y Noruega.
La sobreexplotación dio origen, fundamentalmente en Asia, al rápido desarrollo de la maricultura, que en un cuarto de siglo pasó de una producción de 6 a 25 millones de toneladas. La disponibilidad alimentaria del pescado (un promedio mundial de alrededor de 16 kilos por habitante) se mantiene estable. China, que registra un fuerte avance, al igual que los países del Norte, está bien provista, mientras que los países de África o de América Central, que padecen un déficit alimentario crónico, se ven muy desfavorecidos.
Se exploran actualmente otros usos de los recursos marítimos, como el potencial energético de los movimientos hídricos –olas, marejadas, corrientes– o del diferencial térmico entre las aguas de superficie y las aguas frías profundas. Existen enormes posibilidades, pero los proyectos para aprovechar esa energía siguen siendo experimentales y poco difundidos. Están, por ejemplo, las usinas que generan energía a partir de las mareas, como las de Rance, en Francia, instalada en 1966, o la del norte de Rusia, creada en 1968.
Las llamadas energías “fósiles” pertenecen a otra categoría, la de los recursos no renovables. Es el caso de la hulla, cuyos yacimientos son a veces prolongaciones submarinas de las reservas continentales, o las reservas de hidrocarburos, hoy en día muy buscadas, y también los depósitos minerales.
OTRAS RIQUEZAS DISPONIBLES
La mayor parte de los hidrocarburos submarinos se extrae en las plataformas continentales, es decir, a menos de 200 metros de profundidad. Pero el aumento del precio del petróleo alienta la prospección de los yacimientos “profundos”, entre 1.500 y 3.000 metros, aunque siempre sobre los márgenes continentales.
Diversos minerales se hallan también en el fondo de los océanos, pero se los explota muy poco: minerales de hierro y azufre; yacimientos metálicos aluvionales; materiales sedimentarios para la construcción (arena, grava, canto rodado); o sustancias de las que se extraen fosfatos. Los nódulos polimetálicos situados en los fondos profundos habían despertado muchas esperanzas en las décadas de 1970 y 1980, hasta que se determinó que los costos de explotación eran excesivos. Lo mismo puede decirse sobre las boyas metalíferas profundas del Mar Rojo.
Y hasta la propia agua de mar aporta cloruro de sodio en las salinas marinas, además de magnesio y bromo, un elemento cuyo suministro mundial proviene en un 80% de la extracción oceánica… Por otro lado, el mar constituye, cada vez más, una fuente de agua dulce, por medio de la desalinización.
La energía nuclear: entre los usos civiles y militares
Las fuentes nucleares tienen una modesta participación en el panorama energético mundial. Teniendo en cuenta la edad promedio de los reactores en servicio –alrededor de 22 años– y la escasa gravitación de la energía nuclear en las nuevas centrales eléctricas (apenas un 2%), esta situación no parece estar en vías de cambiar. Queda por resolver, sin embargo, una cuestión importante: los residuos y el riesgo de proliferación.
El 26 de abril de 1986, la explosión de la central nuclear de Chernobyl dispersó una nube radioactiva alrededor del mundo. Más de 400.000 personas fueron evacuadas definitivamente. Muchos países tuvieron que imponer restricciones a la producción agrícola, sacrificaron animales y destruyeron cosechas. En 2005, en el Reino Unido, a 2.500 kilómetros del lugar de aquel drama, las restricciones siguen aplicándose en 379 granjas y 74.000 hectáreas de pastoreo.
En el campo de la energía atómica, sorprende el extraordinario poder y los devastadores efectos de pequeñísimas cantidades de materia. La fuga de algo menos de 27 kilos de Cesio-137 en Chernobyl provocó una contaminación planetaria. Las piletas de La Haya donde se almacenan los residuos de combustibles de las centrales contienen unas 300 veces más. En Tokaimura (Japón), la fisión de 1 miligramo de uranio producida durante un accidente en 1999 causó la muerte atroz de dos personas e irradió a varios cientos de habitantes de los alrededores. En Nagasaki, el 9 de agosto de 1945 la fisión de 1 kilo de plutonio a 500 metros de altura mató instantáneamente a 74.000 habitantes y daño por lo menos otros tantos, para no hablar de los efectos a largo plazo.
Si bien la energía nuclear ha suscitado desde el comienzo ambiciones militares, en la actualidad las reservas llamadas “civiles” constituyen la mayor acumulación de materias radioactivas y estratégicas. La posible utilización militar de cualquier instalación nuclear civil, facilitada por la difusión de los conocimientos técnicos, llevó a que se prestara particular atención a las aspiraciones de países como Irán o Corea del Norte a desarrollar programas nucleares.
PROLIFERACIÓN
La importancia de la energía nuclear sigue siendo muy relativa y tiende a disminuir. Si se toman en cuenta las pérdidas provocadas por el proceso de transformación y el transporte, la fuente nuclear apenas cubre el 2% del total de la demanda energética mundial. A comienzos de 2006, unos 443 reactores instalados en 31 países abastecían el 16% de la electricidad. Los seis principales productores –Estados Unidos, Francia, Japón, Alemania, Rusia y Corea del Sur– generan las tres cuartas partes. Francia, donde el 75% de la electricidad es de origen nuclear, produce el 45% del total registrado en la Unión Europea.
Salvo que se produzca un mayor progreso tecnológico, esta situación va a perdurar. Incluso si la vida útil de los reactores se prolonga hasta 40 años, se necesitaría –aunque sólo fuera para mantener la capacidad instalada– poner en servicio unos 80 tramos en los próximos 10 años y 200 en los 10 siguientes (una unidad cada 18 días). Según la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), en enero de 2006 había 23 reactores nucleares en construcción. Sin embargo, Alemania y Suecia decidieron abandonar la fuente nuclear.
Algunos insumos nucleares, en especial el plutonio y el uranio enriquecidos, sirven tanto para uso civil como para construir artefactos explosivos. Por esta razón el intento de distinguir entre civil y militar tiene poco sentido, y a menudo es un pretexto para eludir las normas de control de proliferación. En todos los países que poseen armas nucleares, el desarrollo del armamento se benefició con los adelantos en el sector civil y viceversa. Si bien el uso nuclear civil tiene escasa importancia energética, el potencial estratégico de los materiales involucrados y el riesgo inherente de un ataque militar o terrorista no dejan de aumentar. Las reservas de plutonio llamado civil superan en todo el mundo las 230 toneladas, con tendencia al alza; esto equivale a por lo menos el doble de la cantidad contenida en unas 30.000 cabezas nucleares.
Mientras que el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) incita a los países signatarios poseedores de armas nucleares (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia) a negociar un tratado de “desarme general y completo”, siguen desarrollándose nuevas armas. Si bien Estados Unidos y Rusia redujeron la cantidad de cabezas nucleares instaladas, la mayoría de esas armas eran consideradas obsoletas. Una verdadera iniciativa de desarme debe pasar necesariamente por negociaciones en torno a un tratado de prohibición de la producción de plutonio y uranio enriquecidos.
Energías renovables: potenciales y limitaciones
Las energías renovables (ER) son cada vez más utilizadas. Energía eólica o solar, modernas calderas a leña, calentadores solares, biocombustibles, casas bioclimáticas, todo esto existe ya en el mercado a costos que empiezan a ser competitivos.
Casi todos los especialistas en energía elaboran proyecciones mundiales muy favorables a las ER: estiman que aportarán entre 2.500 y 3.300 Mtep (millones de toneladas equivalentes de petróleo) para 2020, mucho más que lo que se obtiene hoy de los hidrocarburos. Eso dicen las previsiones del International Institute for Applied Systems Analysis (IIASA), una autoridad en la materia. Pero la movilización de los nuevos recursos renovables que proponen en los países en vías de desarrollo para 2020 es tres veces más importante que en los países del Norte (175 Mtep, apenas un 20% de los recursos que podrían movilizar). La asimetría es todavía más notable si se considera que en el Norte las ER son mucho más fáciles de promover que en el Sur. El mundo industrializado puede reemplazar las fuentes fósiles que ya se utilizan respondiendo a una demanda existente y solvente, mientras que en el Sur la penetración de las ER requiere que se genere una solvente demanda adicional de energía.
El ejemplo de la energía solar, llamada fotovoltaica (FV) es esclarecedor. ¿Quién no escuchó proponer la milagrosa solución de la energía “fotovoltaica sin conexión a red” para remediar la insoportable situación de los dos mil millones de habitantes del Tercer Mundo que no disponen de electricidad? En veinte años, a fuerza de subvenciones, 500.000 habitantes de estas regiones pudieron alumbrarse y escuchar la radio gracias a la energía fotovoltaica.
Pero otros 1.900 millones siguen careciendo de electricidad: aún multiplicando por 100 el ritmo de progreso actual, se necesitarían al menos 400 años para satisfacerlos. Cuando se toma en cuenta que la electricidad FV sin conexión a red cuesta tres a cinco veces más que su principal competidor –el motor diesel– se advierte que la FV no será competitiva a mediano plazo. A menos que el barril de fuel oil alcanzara un precio cercano a los US$ 150 ó 200, lo que de por sí destruiría cualquier esperanza de crecimiento par los países en vías de desarrollo.
Por lo tanto, el único mercado que existe para la FV sin conexión a red es aquel que esté fuertemente subvencionado. Lo mismo ocurre con la economía de CO2, que a lo sumo sólo podría financiar el 20% de la inversión requerida.
Por esto, no es serio alentar la idea de que la FV sin conexión a red va a salvar a los pueblos de las regiones subdesarrolladas. Y existe la posibilidad de aportar la energía necesaria de otra manera, de inmediato, a un costo menor. Pero es evidente que los industriales y los gobiernos de los países desarrollados tienen interés en financiar, con la bendición de la opinión pública, investigaciones en este ámbito, presentadas como ayuda al desarrollo.
Todo sucede como si los países del Norte, inquietos por las emisiones de gas de efecto invernadero, propusieran recurrir masivamente a energías renovables, salvo en sus territorios, aún cuando allí disponen de los principales mercados, de la capacidad financiera, técnica e industrial indispensables. Si se quiere que las energías renovables cumplan la significativa función que pueden cumplir, sería preciso:
- Que el control del consumo de energía se convierta en una real prioridad para todos. Porque si el consumo continúa disparándose, ninguna solución por el lado de la producción, de fuentes renovables o no, será suficiente y rápidamente eficaz para evitarnos la catástrofe climática.
- Que los países ricos se decidan por fin a explotar el importante potencial del que disponen en este ámbito y dejen que los países en vías de desarrollo accedan a un petróleo no demasiado caro, en lugar de arrastrarlos a políticas a menudo inadecuadas para sus necesidades de largo plazo. Algunos, como Alemania, ya lo comprendieron y pusieron en marcha grandes programas eólicos y fotovoltaicos conectados a su red. Otros, en especial Francia, actúan a la inversa.
- Que se ayude a los países del Sur que poseen importantes recursos en biomasa, hidráulica y térmica solar a movilizar sus propios medios de investigación y desarrollo, y de industrialización sobre proyectos de utilización racional de esos recursos, de alto valor agregado local.
Armas de rico, armas de pobre
Las armas de destrucción masiva (ADM) sólo tienen en común el poder de matar a mucha gente. La denominación se aplica tanto a los arsenales nucleares, las armas químicas y biológicas, como a los misiles balísticos, sus principales vectores. Al margen de las ADM, las “bombas sucias” forman parte de la amenaza terrorista.
La expresión “armas de destrucción masiva” apareció en los Estados Unidos durante la campaña presidencial de 1996. Antes, esas armas se agrupaban bajo la sigla NBC (armas nucleares, bacteriológicas y químicas). Más allá de su capacidad letal, difieren tanto en los medios para fabricarlas como en la manera de utilizarlas. La fabricación del arma nuclear, la ADM por excelencia, es monopolio de los Estados, en tanto que las armas químicas y biológicas pueden ser producidas también por individuos o pequeños grupos.
En la actualidad varios países disponen del arma nuclear. Para empezar, las potencias: Estados Unidos, Francia, China, Rusia y el Reino Unido. Excepto en 1945, cuando Estados Unidos bombardeó Hiroshima y Nagasaki, estos países nunca utilizaron sus arsenales atómicos más que para testearlos (a partir de 1945 se efectuaron más de 2.000 pruebas nucleares; 530 en la atmósfera y debajo del agua y unas 1.500 subterráneas). En este conjunto de potencias se tiende al desarme parcial: a inicios de 2005, había 16.500 ojivas nucleares desplegadas en todo el mundo, frente a las 70.000 de 1985, en el punto más álgido de la Guerra Fría; pero la reactivación de los programas de Estados Unidos y Rusia podría alterar ese proceso.
Con el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) que entró en vigor en 1970, esos países intentaron, sin éxito, bloquear la diseminación de estas armas. Desde 1998 India y Pakistán se unieron al grupo de los Estados que declaradamente poseen armas nucleares, sin firmar el TNP. Pero otros países, conocidos como “Estados en el umbral”, habrían logrado dotarse clandestinamente del arma nuclear. El más avanzado sería Israel, que debutó con su programa militar a partir de 1957, al término de la crisis de Suez. Corea del Norte, que se retiró del TNP, afirma poseer varios artefactos nucleares. Irán podría fabricar armas nucleares en un corto plazo y, al considerarse cercado por potencias hostiles, no quiere renunciar al átomo, a pesar de la presión ejercida por Estados Unidos y Europa. Irak ya no forma parte de esos “Estados en el umbral”, porque una comisión estadounidense independiente decidió que ya no disponía de depósitos de armas biológicas y químicas, y que su programa nuclear era “inoperante”; lo que invalida dos de los pretextos para el ataque “preventivo” estadounidense de marzo de 2003.
Las armas químicas y biológicas, por otra parte, están al alcance de los pequeños Estados. Bautizadas “armas del pobre”, algunas cuestan poco y pueden comprarse fácilmente. Deben distinguirse dos tipos: las armas militarizadas, que requieren instalaciones industriales pesadas; y los agentes tóxicos, que pueden elaborarse en pequeñas cantidades en simples laboratorios.
Hace unos quince años los países productores occidentales, excepto Estados Unidos, comenzaron a reducir sus arsenales químicos y biológicos. Al mismo tiempo, algunos países en vías de desarrollo se lanzaron a la adquisición de esas armas, dándoles así un nuevo impulso estratégico. En la década de 1960, Egipto y Yemen recurrieron a los gases químicos. En 1988 Irak utilizó armas químicas contra los kurdos, lo que alentó a otros Estados de la región, en especial a Irán, Siria e Israel, a dotarse de tales armas.
La política de Moscú suscita inquietud. Después de 1991, Rusia conservó unas 40.000 toneladas de agentes químicos, que equivalen a dos tercios del total mundial. Y mediante ventas oficiales o por vía del contrabando, este país es uno de los principales centros de diseminación.
La convención de 1972 sobre armas biológicas y tóxicas que entró en vigor en 1977 prohíbe su desarrollo, producción y almacenamiento –salvo que exista una justificación para fines pacíficos–. Pero en 2001 Estados Unidos se opuso a los proyectos de reforzar el control para hacer cumplir esta convención. La de 1993 sobre armas químicas prohíbe el desarrollo, producción y almacenamiento de gases químicos militares.
La “bomba sucia”, que asocia explosivos convencionales y elementos radioactivos que se dispersan en caso de una explosión para contaminar así toda una zona, sería probablemente el vector elegido para un ataque nuclear provocado por un grupo terrorista. Dado que esta bomba nunca fue empleada, no forma parte de las ADM, y se considera más bien como uno de los componentes de la amenaza terrorista.
¿Quién causa los accidentes industriales?
En 2002 la Cumbre de Johannesburgo subrayó el papel que deberían desempeñar las empresas para asegurar un desarrollo sustentable. Pero en la práctica, los actos virtuosos suelen hacerse esperar y las grandes compañías industriales se benefician enormemente cuando el Estado no interviene.
El tsunami que se abatió sobre el sur de Asia a fines de diciembre de 2004 tuvo las dramáticas consecuencias humanas que se conocen. En le área del medio ambiente, puso especialmente de manifiesto los riesgos que entrañan las centrales nucleares instaladas a orillas del mar: en el Estado de Tamil Nadu, el tsunami provocó el hundimiento de la central india de Kalpakkam, de 440 MW, que debió ser desactivada de urgencia. Meses antes, el 9 de agosto de 2004, justamente el día del aniversario del bombardeo atómico de Nagasaki, un accidente provocó cuatro muertos y siete heridos en la central nuclear japonesa de Mihama, a 320 kilómetros al oeste de Tokio. Aun cuando este accidente no parece haber generado una fuga radioactiva, puso de nuevo sobre el tapete la cuestión de la seguridad global de esta industria y la falta de información al público.
En estos últimos años, la seguridad nuclear fue el centro de debates en Japón. La prensa nipona denunció que se anularon las inspecciones a centrales y se falsificaron informes. En abril de 2003 se desactivaron 17 reactores de la compañía Tokyo Electric Power por razones de seguridad, debido a que se les habían ocultado a las autoridades fugas y fisuras.
También en Rusia son escasos los datos sobre el verdadero estado de vetustez de algunas instalaciones. En Francia, las informaciones se filtran con cuentagotas, como aquella sobre la central nuclear de Fesseheim, la más antigua del país, construida en 1977 a un nivel inferior al de una canal (por lo tanto inundable) y sometida a un riesgo sísmico reconocido. A comienzos de 2004 se produjeron allí 7 incidentes que provocaron la contaminación de 12 personas.
En el sector de la química, los potenciales peligrosos no son de menor importancia. Más de dos décadas después de la catástrofe de Bhopal (en India, el 3 de diciembre de 1984), la zona todavía no fue debidamente descontaminada. ¿Aprovecharon las compañías occidentales al menos la experiencia de este accidente? Muchas empresas de los países desarrollados siguen desplazando actividades productivas hacia el Sur, aplicando el principio de la doble moral: presiones por el medio ambiente en el Norte y una actitud laxa en el Sur. Retener información, recurrir a la subcontratación o a desplazamientos de la producción permiten a los contaminadores desentenderse de sus responsabilidades. Uno de los productos químicos procesados en Bhopal era el fosgeno, utilizado en la fabricación de espuma de poliuretano. En Francia, desde el cierre en Toulouse de unidades de producción que utilizaban fosgeno (ubicadas no tan lejos de la fábrica AZE, pero que no fueron alcanzadas por la explosión de 2001), este producto se sigue utilizando en el complejo industrial de Grenoble. Sin embargo, existen sustitutos del fosgeno y podrían desarrollarse innovaciones capaces de evitar el uso de ese producto.
La importante degradación del medio ambiente que generan la miseria y la industria petrolera también suscita inquietud. En la Guyana Francesa, el lavado de oro vuelca mercurio en el aire, el suelo y los ríos de la selva amazónica. Las perforaciones petroleras son fuentes permanentes de contaminación, y no sólo en caso de accidentes. Deterioran deltas, como los de los ríos Niger en Nigeria o Mahakam en Borneo. Se estima que en todo el mundo se arrojan al mar 600.000 toneladas de petróleo cada año: 30% proceden de las instalaciones petroleras, 60% de fugas y limpieza del fondo de los buques y sólo 10% de las mareas negras.
En diciembre de 2004 un petrolero malayo cargado con 1.800.000 litros de petróleo crudo sufrió una fisura frente a las costas de Alaska. Quince años antes, el naufragio del petrolero Exxon-Valdez había volcado 40 millones de litros de petróleo en las mismas costas. Aunque Europa se felicite porque desde abril de 2005 su legislación prohíbe la utilización de petroleros con cascos simples, esta nueva reglamentación plantea otra cuestión: ¿qué hacer con los viejos buques?
Entre los sitios más contaminados del planeta figuran los astilleros de desmantelamiento de barcos, en especial en el área de Alang, en India. Allí, los trabajadores no reciben ninguna información sobre los productos (amianto, metales pesados, aceites) a los cuales están expuestos. Y sin embargo, Francia hace desmantelar allí a uno de sus antiguos portaaviones, el Clemenceau. Esta misma desidia acerca de las responsabilidades sobre el medio ambiente exhibe la administración Bush en lo que concierne a la explotación petrolera en Alaska.
Residuos, recicladores y reciclados
Promover un modelo de crecimiento basado en el productivismo y el consumo tiene muchas desventajas. La más preocupante es el aumento exponencial de residuos, de los que resulta difícil deshacerse. Las estadísticas no reflejan verdaderamente la amplitud del fenómeno, sobre todo cuando se trata de desechos industriales, que participan en el comercio internacional y recorren a veces largas distancias.
La montaña de residuos de la producción y del consumo complica cada día más a las sociedades urbanas. No sólo la población aumenta rápidamente y consume más, sino que los productos industriales, muchas veces con exceso de embalaje, tienen una vida promedio cada vez menor. Por otra parte, los productos que actualmente se fabrican están compuestos de una cantidad creciente de materiales difícilmente degradables, como es el caso de algunos plásticos. Como la capacidad de gestión de los residuos es mucho menor que la capacidad de producción de los bienes de consumo, su acumulación parece difícil de frenar, sobre todo teniendo en cuenta la tasa de crecimiento de algunos países asiáticos muy poblados.
Si alguien decide examinar el tema de la importación y exportación de residuos, su primera sorpresa será constatar la dificultad para reunir datos. La Convención de Basilea, creada en 1989 bajo la égida de las Naciones Unidas, es una institución intergubernamental encargada de controlar y reglamentar la producción y los movimientos transfronterizos de residuos. Pero provee cifras difíciles de interpretar.
Unos treinta países se han negado a ratificar la Convención y no suministran estadísticas. Más asombroso todavía es el hecho de que 110 países (de un total de 165, o sea, alrededor del 70% de los países miembros), incluyendo a Noruega, cuya política de medio ambiente pretende ser muy avanzada, no comuniquen datos. Esto se debe a la complejidad de los procedimientos de declaración y a las diferencias en los métodos de evaluación nacionales.
Sin embargo, estas estadísticas parciales permiten constatar algunas cosas interesantes. Para empezar, muestran un claro aumento del volumen de residuos en movimiento: para 50 países declarantes, los volúmenes de intercambio pasaron de 2 millones de toneladas en 1993 a 8,5 millones en 2001. Las tres cuartas partes de las cargas han sido objeto de intercambio entre países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, la organización que reúne a las naciones más desarrolladas del mundo). Casi todos estos residuos estaban calificados como “peligrosos”, según la terminología oficial, por cierto azarosa, porque residuos a priori inofensivos, si son mal administrados, pueden también volverse nocivos.
En el curso de la década de 1980 se reforzaron considerablemente las normas de protección del medio ambiente en los países occidentales, lo que impulsó el tráfico de residuos, especialmente hacia África. Luego de varios escándalos (como el del buque de carga Zanoobia, que transportaba residuos tóxicos italianos en 1988) se firmaron acuerdos internacionales que reglamentaban e incluso prohibían el transporte hacia los países del sur.
FUENTE DE GANANCIAS
El tráfico se dirigió entonces hacia los países de Europa Oriental y de la ex URSS, y luego volvió rápidamente a los propios países productores de residuos. Esto ocurrió por dos razones principales: por un lado, el mercado potencial de tratamiento de residuos peligrosos es más que atractivo para los industriales del sector y, por otro, requiere tecnologías e infraestructura difícil de financiar en los países pobres. Los residuos peligrosos pasaron así de la categoría de problema a la de fuente de ganancias.
Más preocupante aun es el hecho de que, bajo la denominación de “reciclado”, los países occidentales envían a Asia o África residuos cuyo tratamiento se juzga demasiado contaminante o poco rentable. El caso de los desechos electrónicos (computadoras, teléfonos inalámbricos, etc.) es representativo, ya que su volumen aumenta de manera exponencial, la duración de su vida útil disminuye constantemente, varios de los componentes utilizados son tóxicos (cadmio, plomo y mercurio), y se los envía a China, India o Sudáfrica para ser desmantelados y “reciclados”. Esta actividad no sólo pone en peligro la salud de los trabajadores, cuyas condiciones de trabajo siguen sin estar adaptadas a las sustancias que se manipulan, sino que además contamina el aire, el suelo y las napas freáticas. Lo mismo ocurre con el desmantelamiento de los viejos buques de carga, una especialidad de China, India y Bangladesh.
Muchos ecologistas denuncian este tipo de actividad de reciclado y se movilizan para promover nuevas alternativas: replantear la producción teniendo en cuenta el futuro de los productos, tratar los residuos localmente para evitar su transferencia a largas distancias, revalorizarlos como materias primas o fuentes de energía; pero, antes que nada, controlar el consumo. Este objetivo, común a varios debates actuales sobre el medio ambiente, parece constituir la única salida viable para un planeta que, de aquí a 2050, va a albergar a más de 9.000 millones de personas.
El Sur depende de sus exportaciones
El fuerte aumento de la cotización de las materias primas desde 2004 no alcanza para compensar la caída de precios que se registró a partir de los años ´70. Las negociaciones en el seno de la OMC revelan que los países del Sur, aunque muy endeudados y dependientes de sus exportaciones, están cada vez menos dispuestos a someterse a las exigencias de los países ricos.
Según un informe de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), la estructura de las exportaciones de los países en vías de desarrollo, considerados en su conjunto, ha cambiado mucho durante las últimas décadas. Actualmente, alrededor del 70% de sus exportaciones son productos manufacturados –provenientes principalmente de los países asiáticos– mientras que 20 años atrás las materias primas representaban tres cuartas partes del total. Sin embargo, hay importantes diferencias entre regiones. África, por ejemplo, no se ha beneficiado con la explosión de las exportaciones de productos manufacturados, cuya participación en sus exportaciones totales no supera el 30% en promedio, contra el 20% en 1980.
Con tendencia al alza desde 1960, los precios reales de los productos básicos iniciaron, a partir de 1974, una caída irregular, con períodos de derrumbe seguidos de picos de alza más breves. Como consecuencia de la crisis asiática, el período 1997-2001 estuvo marcado por una caída global de las cotizaciones de cerca del 53% en valores reales. Los productos básicos perdieron así, de hecho, más de la mitad de su poder de compra con relación a los productos manufacturados.
La razón principal de esta caída es la saturación de los mercados. Frente a la explosión de su endeudamiento en las décadas de 1960 y 1970, los países del Sur se vieron obligados a exportar cada vez más para adquirir las divisas necesarias para pagar la deuda. Al especializarse en dos o tres productos básicos no sólo engendraban una fuerte dependencia, sino que competían entre sí, provocando el derrumbe de precios. Éste ha sido un factor fundamental en la crisis de la deuda, que permitió a los tenedores de bonos y acciones multinacionales establecer su hegemonía sobre la economía mundial. Los “programas de ajuste estructural”, impuestos desde hace algo más de 25 años a los países endeudados, han acentuado aun más su dependencia de los productos básicos y, por lo tanto, su vulnerabilidad económica, especialmente al desmantelar los sistemas de regulación de precios.
SUBSIDIOS ABUSIVOS
La marcada volatilidad en los precios de los productos agrícolas se explica tanto por las condiciones meteorológicas y naturales como por la inestabilidad política (la cotización del cacao sube, hacia el final de 2002, luego de los acontecimientos en Costa de Marfil) o el ingreso al mercado de nuevos productores (como Vietnam en el caso del café). Pero fue la práctica abusiva de los subsidios agrícolas de Estados Unidos y la Unión Europea (por ejemplo, para el algodón, el azúcar y la carne) la que entrañó el fracaso de la Conferencia de la Organización Mundial del Comercio (OMC) de Cancún en septiembre de 2003. EE.UU. es el primer exportador mundial de algodón gracias a la amplitud considerable de sus subvenciones (cerca de 4.000 millones de dólares en 2004). Sin embargo, según el Comité Consultivo Internacional del Algodón (CCIA), el costo de producción de una libra de algodón es de 0,21 dólares en Burkina Faso, contra 0,73 en Estados Unidos. Las consecuencias sobre el desarrollo humano son inmediatas: en Benin, por ejemplo, la caída de las cotizaciones del algodón (-35% en 2001) disparó un aumento de la pobreza del 4%.
Por otra parte, los derechos de aduana que aplicaron los países ricos son ínfimos para los productos básicos, lo que disuade a los países del Sur de diversificar su economía y elaborar productos con valor agregado.
El alza sostenida de la cotización de las principales materias primas desde 2004 proviene tanto de la considerable expansión de la demanda china como de una especulación financiera creciente y, en el caso del petróleo, de la inestabilidad política en Irak (después de la intervención militar de Estados Unidos y sus aliados). Pero si se produjera una desaceleración súbita de la actividad económica en Estados Unidos o en China, sería posible una reedición del fenómeno de los años ´80.
Mientras los países ricos continúan aprovechando el dominio de los circuitos financieros y del transporte, el tema de las materias primas agrícolas sigue estando en el centro de las negociaciones Norte-Sur. La aparición en Cancún de un grupo activo de países emergentes (el G-20) puso en dificultades a Estados Unidos y a Europa. Pero las acciones del G-20 pueden dejar al margen a los países más pobres, los africanos en particular, cuyo mayor desafío es conquistar la soberanía alimentaria.
Lucha contra el hambre, un fracaso programado
En 2002 había 852 millones de personas subalimentadas en todo el mundo. En un quinquenio la cifra creció a razón de 4 millones por año. Sin un cambio radical de rumbo, no se alcanzará el primer objetivo del milenio: reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, el índice del hambre. Las razones de este fracaso programado son conocidas.
Cada año, en los países en vías de desarrollo, nacen algo más de 20 millones de niños con insuficiencia de peso. El crecimiento de uno de cada tres niños se ve alterado a causa de una subalimentación crónica y los daños infligidos se consideran irreversibles. Según la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), “desde hace dos décadas, las situaciones de emergencia alimentaria son cada vez más numerosas. Durante la década de 1980, se registraban unas 15 por año; desde el cambio de milenio, el promedio se elevó a más de 30. Este aumento afecta sobre todo a África, donde las crisis alimentarias son casi tres veces más frecuentes”.
Entre las causas naturales del problema, las sequías ocupan el primer lugar. Un acceso adecuado al agua incrementa los rendimientos agrícolas y permite a las poblaciones mejorar su alimentación: en todo el mundo, el 17% de las tierras agrícolas irrigadas genera el 40% del total de los productos alimenticios. Otras razones, como las inundaciones, las heladas o la invasión de langostas inciden también en esa situación. Pero las causas humanas (conflictos, desplazamientos poblacionales, decisiones económicas) intervienen cada vez más, y originaron algo más del 35% de las emergencias alimentarias en 2004, contra el 15% que se registraba en 1992. Para la FAO, “los factores de origen humano y natural suelen potenciarse unos a otros, generando las crisis más graves y duraderas. Entre 1986 y 2004, fueron 18 los países que estuvieron en crisis más de la mitad del tiempo y, en todos los casos, la guerra o los problemas económicos y sociales habían provocado o agravado la situación”.
En materia económica, las orientaciones neoliberales impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, con el consentimiento de los gobiernos locales, tienen una enorme gravitación en el aumento de la inseguridad alimentaria, al exigir la eliminación de los subsidios a los productos de primera necesidad y destinar prioritariamente las riquezas producidas al pago de la deuda externa. La feroz liberalización de las economías de los países en vías de desarrollo, erigida en dogma en los “planes de ajuste estructural” de los organismos financieros internacionales, contribuye a desorganizar la producción agrícola en el Sur. La situación se agrava por los subsidios agrícolas en los países del Norte y las reglas desiguales del comercio mundial. Además, la ayuda externa a al agricultura cayó fuertemente en términos reales desde 1980: para África, la ayuda exterior por persona empleada en la agricultura no supera el 25% de la que se registraba en 1982. Las donaciones, sobre todo, se conceden en función de criterios geoestratégicos y no benefician a los países que más los necesitan.
PRODUCCIÓN EN CAÍDA
La propagación del sida es también un factor determinante. En África Austral, al menos una de cada cinco personas que trabajan en el sector agrícola morirá antes de 2020, lo que amenaza seriamente el acceso a la alimentación de los habitantes de la región. De hecho, el crecimiento de la producción agrícola y pecuaria en el mundo viene frenándose desde hace algunos años y, según la FAO, “la baja tasa de crecimiento en 2002 (menos del 1% a nivel mundial) involucra una caída de producción por habitante”. El África Subsahariana se encuentra en una situación crítica: “es la única región donde la producción de plantas comestibles por habitante no aumentó en el transcurso de los últimos 30 años. Tras un marcado descenso en la década de 1970 y a comienzos de los años ´80, se estancó y aún se encuentra en los niveles registrados hace 20 años”. Un ejemplo práctico es la República Democrática del Congo. En este país rico en recursos naturales, el 71% de los habitantes padece hambre. De los 35 países que enfrentan graves carencias alimentarias, 24 son africanos, lo que revela el fracaso del modelo actual.
Transgénicos: una apuesta con tres incógnitas
En medio de los debates acerca de la mundialización y la noción de progreso, la cuestión de los Organismos Genéticamente Modificados (OGM) muestra que las leyes de la economía se imponen más rápido que las precauciones que correspondería tomar en vista del estado de las investigaciones. Como resultado, los transgénicos llegan a nuestros platos antes de que pueda garantizarse su total inocuidad.
Cada vez somos más los que consumimos crecientes cantidades de alimentos transgénicos. Las luchas de los ecologistas contra la modificación genética de los vegetales, al igual que la muy mediática destrucción de cultivos experimentales, no pueden ocultar el hecho de que a fines de 2004 había en todo el mundo 8,25 millones de agricultores que explotaban casi 81 millones de hectáreas sembradas con OGM. Los cultivos transgénicos, que crecieron un 20% con respecto al período 2003-2004, ya cubren el 5,4% de las tierras destinadas a la agricultura. Limitados durante mucho tiempo a los países industrializados (América del Norte), avanzaron en los países pobres y sobre todo en China e India, donde se asignan importantes recursos para su desarrollo.
Esta producción, que por el momento se concentra en la soja, el maíz, el algodón y la colza, se traslada necesariamente a la alimentación. La mundialización del comercio, la contaminación natural o accidental y la complejidad de los circuitos agroalimentarios tornan vanos los esfuerzos de las redes de distribución para mantenerse a salvo. Fuera de los productos garantizados sin OGM, elaborados a gran costo (por precaución y por interés económico), los alimentos que todos consumimos contienen ingredientes genéticamente modificados. Europa reconoce este hecho al autorizar su presencia siempre que el dato figure en las etiquetas (si el contenido de transgénicos excede el 0,9% del producto), para indignación de los estadounidenses que creen que se trata de una “medida proteccionista”. Según esta visión, es el ciudadano consumidor quien debe asumir la responsabilidad.
¡Pobre consumidor! Además de que la primera generación de transgénicos no le aporta demasiado –tal vez en el futuro esto sea diferente, con las plantas enriquecidas, descontaminadas o resistentes a la sequía– difícilmente pueda formarse una opinión a partir de los argumentos contradictorios de los especialistas, cuyo debate se centra en las consecuencias ecológicas, sanitarias o económicas de los OGM. Como en todo lo relacionado con el hombre, es difícil distinguir entre lo que surge de la emoción y lo que viene de la razón.
La incógnita con respecto al medio ambiente enfrenta furiosamente a ecologistas y productores de semillas, pero también a los científicos entre sí. La diseminación a través del polen pone en peligro la biodiversidad. Estudios realizados en Alemania y el Reino Unido confirman este riesgo de “bio-invasión”. México, cuna del maíz, montó en cólera cuando se confirmó la presencia en sus plantaciones de genes extraños introducidos por las importaciones provenientes de Estados Unidos. En lugar de dar explicaciones al respecto, los abogados de los productores de OGM señalaron que los cultivos transgénicos disminuyen la utilización de productos fitosanitarios (tratamiento de vegetales), reducen la erosión de los suelos y fomentan las técnicas agrícolas simplificadas.
Persisten las dudas sobre las consecuencias sanitarias a largo plazo del empleo de los OGM a falta de estudios sistemáticos, incluso en Estados Unidos, donde se consumen transgénicos desde hace años. Experimentos –discutidos– con ratones parecen demostrar alteraciones sanguíneas y renales. Por el contrario, los defensores de los OGM explican que la disminución de la micotoxinas causadas por la agresión de plagas de insectos reduce los riesgos cancerígenos de las plantas genéticamente modificadas.
Los beneficios económicos también son discutibles. En Sudáfrica, la proliferación de algunos insectos (como la chinche del algodón) redujo a veces a cero los beneficios esperados de semillas cuya patente es muy costosa para los pequeños productores. En otros casos (podredumbre de frutas, anomalías en el crecimiento de la viña), las ganancias de rendimiento parecen evidentes. Pero, antes de resolver los desequilibrios alimentarios en el mundo, los OGM involucran otro riesgo: los países pobres (y no sólo ellos) pueden volverse cada vez más dependientes de compañías como Monsanto o Bayer. Las precauciones tomadas en Europa –como el etiquetado y la decisión de unas cincuenta regiones de no autorizar los cultivos transgénicos– y las acciones de los “segadores” de OGM frenan las investigaciones sobre la biodiversidad pero no alcanzan a bloquear las importaciones de semillas o productos modificados. El verdadero riesgo es, entonces, que la discusión se banalice y se llegue a un punto sin retorno antes de haber tomado las mínimas precauciones, las mismas que corresponde tomar antes de la comercialización de un nuevo medicamento.
Unidad y diversidad de la urbanización
Todos los habitantes de la Tierra están ahora subordinados al “espíritu de la ciudad”, sus valores, su cultura y sus modos de vida. De un continente a otro, las formas y ritmos de la urbanización varían, pero en todas partes domina el automóvil y lo que su supremacía trae consigo.
A principios del siglo XX había en todo el mundo 11 aglomeraciones con más de 1 millón de habitantes. En 1950 ya llegaban a 80. En 1990 se contabilizaban 276. Treparon a cerca de 400 en 2000 y habrá seguramente 550 en 2015. La urbanización no es sólo una concentración de población estadísticamente cuantificada, sino también un proceso de transformación que somete a los territorios y los paisajes, los individuos y sus instituciones, al “espíritu de la ciudad”. Se trata de una urbanización de las costumbres y una generalización del cotidiano urbano, es decir, el afianzamiento de una sociedad de individuos cuya movilidad refleja su relativa autonomía y una utilización del tiempo uniforme y repetitiva.
Según el historiador Fernand Braudel, la ciudad es “un accidente feliz de la historia”, contemporáneo al nacimiento de la agricultura, que tiene de 8.000 a 10.000 años de antigüedad. En el umbral del siglo XXI, estamos asistiendo a una situación inédita para la humanidad: la decadencia programada del campesinado y la desaparición de las culturas rurales.
La urbanización avanzó de modo desigual. La mayor parte de la población europea reside dentro de una urbanidad difusa, donde las ciudades-territorios constituyen redes dinámicas. Sólo el “gran Londres”, Moscú y la región parisina reúnen a varios millones de habitantes. Las dos Américas poseen conurbanos gigantescos (México, San Pablo, Buenos Aires, Nueva York y Los Ángeles declaran tener, cada una, más de 15 millones de habitantes). Asia está en un proceso de urbanización acelerada: en 2020, una decena de sus megápolis rondará los 20 millones de habitantes (Bombay, Karachi, Shanghai, Dacca, Yakarta, Tokio, entre ellas). Oceanía ya está urbanizada en un 75%. En cuanto a África, lo está en distintas escalas según los territorios, lo que no impide la formación de enormes aglomeraciones como Lagos (300.000 habitantes en 1950, 10 millones en la actualidad), Kinshasa o El Cairo.
El contexto social cambia, a veces drásticamente, dentro de una misma aglomeración. Los asentamientos precarios, bajo sus diversas denominaciones (taudis, squats, slums, favelas, colonias proletarias, kampong, gacekondu), albergan a la mayor parte de la población urbana. Legalizar a los habitantes de los asentamientos en una parcela de tierra equivaldría a mejorar sus condiciones de vivienda y a reducir el poder de las mafias. Los “enclaves residenciales”, por su parte, tienden a convertirse en entidades vigiladas: las gated communities, aparecidas por las capas medias altas y los “nuevos ricos” de Los Ángeles, Río, Estambul o Nueva Delhi, pasando por Moscú, Roma y Tolosa.
La tendencia avanza hacia una urbanidad discriminante y un repliegue comunitario. El hábitat disperso es también un modo amorfo de urbanización, que promueve la existencia de un continuum edificado, más o menos denso, y sin unidad real. Las “ciudades globales” cuentan con una Bolsa, con sedes de grandes empresas, con los mejores estudios de abogados, publicistas y contadores y con un poderoso polo de comunicación y transporte (las plataformas aeroportuarias). Así controlan la economía mundial.
Más allá de los problemas sociales en aumento, nuevos desafíos ecológicos se ponen de manifiesto. La disponibilidad de agua enfrenta cada vez más a los distintos barrios entre sí (uno de cada cuatro habitantes del planeta está afectado por la escasez de este bien, mientras la agricultura industrializada lo derrocha y muchas familias lo consumen en exceso). Con el aumento de su consumo (calefacción y climatización), la ciudad moderna ejerce considerable peso sobre las fuentes de energía renovable.
Al mismo tiempo, la contaminación atmosférica aumenta con el uso generalizado del automóvil. Los ruidos provocados por las máquinas y por la superpoblación dificultan la legítima búsqueda de silencio y soledad de los individuos. Por último, asistimos al creciente desuso de los predios y edificios comunales y de los “espacios públicos”, que dan sin embargo a la sociedad las condiciones que garantizan su existencia en tanto grupo… ¿Estará convirtiéndose este “accidente feliz” de la historia –paradoja de las sociedades modernas–, en un “trágico” universo?
Cada vez más inequidad en el acceso a la salud
Las desigualdades para acceder a la asistencia sanitaria representan la forma más extendida de ataque a la integridad humana. La actual relación hegemónica Norte-Sur, sumada a las inequidades históricas en el nivel de vida, condenan a corto plazo a poblaciones enteras a una salud degradada, que obstaculiza todo esfuerzo de desarrollo.
Los desiguales niveles de riqueza en las diversas regiones del mundo explican en gran parte las diferencias en el campo de la salud. Una niña japonesa nacida este año debería vivir, según las estadísticas, unos 85 años, más del doble de la esperanza de vida al nacer de una niña de Zimbabwe (36 años, según cifras de 2003). Las razones de este hecho indignante son conocidas: pobreza, ausencia de infraestructuras médicas apropiadas, falta de control de las epidemias, mercantilización de la investigación farmacéutica, etc. Las patologías comunes (sarampión, asma, afecciones cardíacas, trastornos psiquiátricos, cáncer, etc.) son peor atendidas y muchas veces más mortales o discapacitantes en el Sur que en el Norte.
El sida mata 8.000 personas por día (sobre todo, adultos jóvenes), mientras que el paludismo acaba con la vida de 3.000 niños y la tuberculosis con la de otros 6.000. Estas tres pandemias cusan en conjunto 6 millones de muertes por año, en general en las comunidades más pobres, principalmente en el África Subsahariana, y se extienden a un ritmo sostenido.
Tanto el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos han declarado que la crisis sanitaria amenaza la estabilidad política de numerosos países y podría dañar los intereses –claro está– de Washington. Sin embargo, a nivel mundial no faltan recursos para intervenir de manera más masiva. Los 250.000 millones de dólares que Estados Unidos volcó entre 2002 y 2005 a su guerra contra Irak habrían permitido cubrir las necesidades sanitarias de toda la población mundial durante seis años.
Pero más allá de la falta de voluntad humanitaria y de visión estratégica, hay mecanismos más perniciosos que carcomen las capacidades sanitarias de los países en su búsqueda de herramientas eficaces en materia de salud.
Por un lado, las grandes empresas farmacéuticas, las “Big Pharma”, hacen pagar al mundo entero la mercantilización de su modelo económico. Desde su punto de vista, sólo un escrupuloso respeto de las patentes puede garantizar la inversión en investigación médica. Pero esta actividad, en alza vertiginosa, se concentra prioritariamente en las enfermedades más “rentables”. Apelando a su poder de influencia, las “Big Pharma” consiguieron que Estados Unidos, con el apoyo global de la Unión Europea, sometieran a fuertes presiones comerciales a los países que intentaron desarrollar medicamentos genéricos, como India, Brasil o Sudáfrica. El suministro de medicamentos “gratuitos” está condicionado al cumplimiento de las “reglas del mercado”; la renuncia de India a producir genéricos fue literalmente comprada a cambio de beneficios comerciales en otros ámbitos.
Por otro lado, la ayuda internacional está sesgada a favor de causas político-religiosas. Por ejemplo, la relativamente importante contribución de Estados Unidos a la lucha contra el sida está asociada a la política anti-aborto de la administración Bush.
Hay que destacar, además, la dificultad de mantener incluso al personal sanitario imprescindible bajo la presión de las “políticas de ajuste estructural” impuestas por las instituciones financieras internacionales. Mientras se estimula insistentemente a los gobiernos de los países endeudados a recortar los presupuestos sociales y reducir los salarios, los países más ricos atraen al personal formado fuera de sus fronteras a menor costo: más del 23% de los médicos en Estados Unidos realizaron sus estudios en el exterior; el 86% de ellos en países de ingresos medios o bajos.
Si la muerte llega a los 36 años en Zimbabwe, esto también se debe a que tres cuartas partes de los médicos formados en ese país emigran al finalizar los estudios, huyendo del sida, los salarios miserables y la represión política. Paradoja trágica: la fuga equivale a una subvención anual de 500 millones de dólares anuales otorgada a los países ricos por los países pobres. Esto acrecienta aun más las desigualdades entre los hogares rurales (que no pueden acceder a un médico) y los de la ciudad, entre los pobres condenados a un sistema público devastado y los ricos, que tienen acceso a la medicina privada.
2.- Una nueva geopolítica
El mundo después del 11 de septiembre
Conflictos entre Estados y guerras civiles
A diferencia de lo que suele creerse, los conflictos armados disminuyeron mucho desde el fin de la Guerra Fría. Pero también cambiaron sus características: los enfrentamientos entre Estados dejaron lugar a guerras civiles, por el poder o por su territorio.
Entre 1948 y 1991 se triplicó la cantidad de conflictos armados en todo el mundo. La mayoría se inscribía en el marco del enfrentamiento entre los dos bloques. Las revoluciones y las luchas de liberación nacional y social se desarrollaban a loa sombra de las relaciones de fuerza y los márgenes de maniobra creados por la Guerra Fría, a pesar de que esos movimientos eran a menudo utilizados por la URSS o por EEUU. Ambos cuidaban que sus “clientes” respetaran las reglas de juego impuestas por el peligro nuclear. Pero la caída del Muro de Berlín volvió a abrir la caja de Pandora, “liberando” así conflictos de todo tipo, fundamentalmente en los grandes conjuntos en desintegración, como la URSS o Yugoslavia.
En algunos casos, la población se enfrentó a guerras de ocupación: así ocurre desde 1964 en Palestina, desde 1994 en Chechenia y desde 2003 en Irak. Otros conflictos –aunque menos que antes– tienen que ver con la relación entre dos Estados: tal fue el caso –hasta el reciente acercamiento– entre India y Pakistán, que condujo a tres guerras. Pero la mayoría pertenece a la categoría de guerras civiles por motivos étnicos o religiosos (o ambos). Así ocurre principalmente en África. Detrás de estos escenarios se encuentra la desintegración de los Estados y la disputa por el control de territorios con recursos exportables, ambos fenómenos asociados, a su vez, con las políticas de destrucción de la cohesión social.
Esa evolución resulta evidente en las estadísticas del Sipri (Sipri Yearbook 2005. Armaments, Disarmament and International Security, Solna, Suecia, 2005). Figuran allí 57 conflictos importantes entre 1990 y 2004: 4 de ellos entre Estados y 53 dentro del mismo Estado: por el control del gobierno (29) o de un territorio (24). África fue el continente más afectado, con 19 conflictos: 1 entre dos Estados (Etiopía-Eritrea) y 18 guerras civiles, varias de las cuales se regionalizaron, en África Central (Burundi, República Democrática del Congo, Ruanda), y en África Occidental (Costa de Marfil, Liberia, Sierra Leona).
Asia, por su parte, registró 15 conflictos en este período: 1 entre dos Estados (India-Pakistán), 6 guerras civiles por el poder y 8 por territorios. En Medio Oriente se registraron 10 conflictos: dos entre Estados (las dos guerras del Golfo) y 8 guerras civiles. Europa, a su vez, padeció 7 conflictos armados importantes, todos internos, comenzando por Chechenia y la ex-Yugoslavia. En América hubo 6 conflictos, todos ellos internos.
“ISLAMO-FASCISMO”
En 2004 se registró (como en 1997) el número más bajo de conflictos contabilizados desde 1991. Hubo en todo el mundo 19 enfrentamientos armados importantes, todos internos, salvo la guerra de Irak, curiosamente ausente en estas estadísticas. La mayoría de los conflictos tuvo lugar en África (6) y en Asia (6); sólo 3 en América Latina, 3 en Medio Oriente, y 1 en Europa.
Los conflictos armados disminuyeron un 40% en 15 años, pero el terrorismo alcanzó un gran desarrollo en ese lapso. Una comparación alcanza para tener idea del fenómeno: desde 1968 hasta 1984, los actos terroristas causaron unas 3.000 muertes, es decir, la misma cantidad que en la jornada del 11 de Septiembre de 2001. Pero más que el aumento de la frecuencia y de la magnitud de los atentados de los últimos años, lo que transformó totalmente la geopolítica mundial fue la reorientación estratégica de Estados Unidos hacia la guerra contra el terrorismo, y más precisamente contra el “islamo-fascismo” acusado de querer “esclavizar a naciones enteras e intimidar al mundo”.
La legislación internacional aún no ha acuñado una definición para este nuevo enemigo. Toda enumeración demasiado precisa de los actos calificados de terrorismo conlleva, por cierto, el riesgo de afectar las libertades civiles, como se vio en Estados Unidos con la Patriot Act. Por otra parte, incluso una definición sencilla de terrorismo, como por ejemplo: “Cualquier acto de violencia contra civiles inocentes destinado a aterrorizar a la población para alcanzar un objetivo político”, puede llevar a confundir los ataques cometidos por Al-Qaeda desde 1998 con el atentado cometido por la organización Irgun, de Menahem Begin, contra el hotel King David (1946); el secuestro de los atletas israelíes en las Olimpíadas de Munich (1972) con el atentado con gas en el tren subterráneo de Tokio, cometido por la secta Aum (1995); el desvío por los franceses de un avión DC-3 que llevaba a bordo a los dirigentes del Frente de Liberación Nacional argelino (1956) con los asesinatos cometidos en la década de 1970 en Alemania por la Fracción del Ejército Rojo; las operaciones kamikazes de Hamas en Israel con las masacres del grupo islámico armado en Argelia…
La cruzada del presidente George W. Bush ignora deliberadamente las “causas objetivas” de muchos tipos de terrorismo. Pero, aún cuando la eliminación de estas causas no alcanzara para suprimir totalmente el riesgo de acciones de individuos fanatizados, sí serviría para esterilizar el terreno sobre el cual los terroristas podrían desarrollarse y encontrar apoyo o cómplices.
¿Choque de civilizaciones o choque Norte–Sur?
La debacle del bloque soviético, simbolizada en la caída del Muro de Berlín en 1989, fue un viraje histórico. Entre las teorías que se multiplicaron entonces para anticipar el futuro del mundo, la del “choque entre civilizaciones” tuvo gran difusión. Porque podía justificar, a su vez, otro fenómeno: la reanudación de un discurso abiertamente imperialista.
Con la agonía de la Unión Soviética se derrumbó el modelo de la Guerra Fría; es decir, de relaciones internacionales determinadas por la bipolaridad entre sistemas opuestos, tanto en el plano socioeconómico como en el político-ideológico.
En 1989, incluso antes de la caída del Muro de Berlín, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama publicó en la revista The National Interest un artículo con un título provocativo: “¿El fin de la historia?”. Remitiéndose a una vulgata hegeliana adaptada al gusto del momento, veía en el derrumbe del bloque soviético el triunfo definitivo del liberalismo como modelo político-económico. A partir de entonces ya no habría desafíos ideológicos en los análisis internacionales, y el mundo iba a aburrirse…
DISCURSO DE ODIO
Esta tesis generó un debate mundial de una amplitud desmesurada. Era un testimonio de la época, que reflejaba de manera grotesca el triunfalismo ideológico de Estados Unidos, al mismo tiempo que servía de justificación a una política de desarme. El hecho de que la idea fuera retomada en un libro en 1992, convertido instantáneamente en un best-seller, llevó a una cantidad incalculable de comentaristas a refutar sin dificultades el optimismo beato de su autor. Samuel Huntington, profesor de Harvard y miembro del establishment de la política exterior estadounidense, formuló en 1993, en la revista Foreing Affaire, lo que parecía ser una contra-tesis: al derrumbe de las ideologías de la Guerra Fría le sucedería un “choque de civilizaciones”.
En una obra que también se convirtió en best-seller desde su publicación en 1996, Huntington distinguía varias grandes “civilizaciones” rivales a escala planetaria, pero que podían acercarse a partir de sus afinidades o de las necesidades de luchar por su propia hegemonía o contra la de otros. Así, el cristianismo ortodoxo (la esfera rusa) podría llegar a aliarse con la civilización china “confuciana”, para enfrentar a la civilización occidental y sus aliados, dirigidos por Estados Unidos. Pero el mayor temor de Huntington era que lo que él percibía como el principal eje anti-occidental, el eje “confuciano-islámico”, pudiera asociarse con el eje “ortodoxo-hindú” e inclinar la balanza en “Eurasia” contra Occidente.
Las tesis de Huntington fueron, a su vez, sometidas a críticas provenientes de todos lados. En el plano metodológico, no fue difícil refutar la idea de que las “civilizaciones”, en tanto tales, serían actores de la historia, mientras que cada uno de los conjuntos definidos por Huntington agrupaba Estados con políticas y alianzas muy heterogéneas. También se criticó severamente la noción misma de “civilización” con diversos criterios, tanto religiosos como geográficos o políticos.
Sin embargo, la tesis sobrevivió en un aspecto: el “choque” entre el mundo cristiano, occidental y ortodoxo, por un lado, y el mundo musulmán por otro. Paradójicamente, esta noción era sostenida por los propios integristas musulmanes, cuyo discurso de odio contra “los cruzados y los judíos” alimentaba a su vez una fobia hacia el islam de carácter racista, que tenía sus raíces en fantasías de origen colonial, si no anteriores. La destrucción de las torres del World Trade Center, el 11 de Septiembre de 2001, pareció corroborar la tesis del “choque de civilizaciones”, a pesar de la opinión negativa de Huntington, que sostenía que el acontecimiento se inscribía en una lucha interna de la “civilización musulmana”. El discurso oficial estadounidense, preocupado por no enajenarse a la población musulmana, retomó más bien la vieja cantinela imperialista de la “misión civilizadora” de Occidente. Las poblaciones de Medio Oriente retuvieron en su memoria, sobre todo, los aspectos más bárbaros: Guantánamo, Abu Ghraib y Fallujah.
Cuando el progreso acentúa las desigualdades
Durante las últimas décadas aumentaron las disparidades tanto entre países como dentro de las naciones. Falta acordar un criterio para medir sus dimensiones. En verdad, las causas se encuentran en las políticas económicas implementadas desde la década de 1980.
Las desigualdades calculadas en términos de ingresos monetarios son un indicador muy parcial. Por ejemplo, en otras épocas, el sistema de distribución social de China y Vietnam brindaba a sus poblaciones acceso directo a la salud y la educación. El tránsito hacia un sistema de prestaciones pagas sin cobertura social general modificó drásticamente la situación.
En la mayoría de los países del África Subsahariana y muchos de los latinoamericanos, la inequidad en el acceso al agua ya a las tierras fértiles es un factor esencial en la generación de desigualdades. Allí, los bajos ingresos monetarios significan miseria, como es el caso cada vez más frecuente en los ex países socialistas. Las estadísticas del Banco Mundial sobre la evolución de la pobreza en Europa del Este y la ex URSS no reflejan cabalmente la falta de transparencia de los cambios de sistema (monetarización de la economía, privatizaciones) producidos desde comienzos de la década del ’90. La autosuficiencia alimentaria permite sobrevivir, pero no es un sustituto de un verdadero sistema de protección social.
Las estadísticas no reflejan adecuadamente el efecto sobre las desigualdades del aumento de las tarifas de electricidad o transporte y de los alquileres, ni cuánto se reduce el acceso a servicios privatizados para importantes sectores de la población. El Indicador de Desarrollo Humano (IDH) elaborado por Naciones Unidas y otros indicadores provenientes de instituciones independientes (como el BIP 40 en Francia) permiten tener enfoques más precisos de la realidad de las desigualdades evaluadas en función del acceso a servicios básicos como la educación o la salud, especificando también las diferencias entre hombres y mujeres. Entre 1990 y 2000 el IDH disminuyó en 21 países en vías de desarrollo, frente a los cuatro que habían mostrado esa tendencia durante la década anterior.
Las disparidades globales entre países se calculan comparando los indicadores promedio, como el Producto Interno Bruto per capita medido como paridad de poder adquisitivo. Los trabajos de investigación realizados durante el período 1970-1990 muestran un agravamiento de las desigualdades, un fenómeno que aparece vinculado con mecanismos de intercambio favorables a los países más ricos. Pero también se pueden ponderar esos resultados por el respectivo tamaño de las poblaciones (así, China tendrá mayor gravitación que en el primer cálculo): sobre esta base se elabora un indicador de desigualdades internacionales.
Hasta los años 1980, la evolución de los dos indicadores de desigualdades (entre países y el “internacional”) era casi paralela, porque la cantidad de pobres en los gigantes demográficos –China e India– no tuvo modificaciones significativas. Pero desde hace más de 20 años el importante descenso de las cifras absolutas de pobreza, en especial en China, conduce a una divergencia de indicadores: mientras que las diferencias entre países aumentan, las “desigualdades internacionales” se reducen, aunque seguirían en alza si no contabilizaran las cifras correspondientes a China.
Tras la Segunda Guerra Mundial y hasta 1970, las desigualdades en el seno de cada país tendían a disminuir, pero después aumentaron de nuevo. Y esto es verdad tanto en los países desarrollados como en los países en vías de desarrollo (PVD), incluyendo esta vez a China, donde la reducción del número de pobres viene acompañada de un crecimiento muy desigual.
GIRO NEOLIBERAL
Las políticas económicas son responsables de este fenómeno, que se observa también en los países más ricos, agrupados en la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), donde se produjo primero el giro neoliberal. Entre 1979 y 2001 los ingresos del 20% de los habitantes más pobres crecieron un 8%, contra el 17% para el 20% dotado de ingresos medios, 69% para el 10% más rico y 139% para el 1% que ocupa el vértice de la pirámide. Entre 1980 y 2000, la pobreza aumentó en 19 de los 20 países del grupo de naciones ricas. En el Reino Unido hay un 60% más de familias bajo el umbral de pobreza, y en los Países Bajos el indicador se elevó en un 40%. Y si la mirada se desplaza hacia la periferia del escenario mundial, las diferencias internas se tornan abismales y se reflejan sobre las diferencias entre países.
Esto habla, al mismo tiempo, de las relaciones internacionales desiguales y de las políticas económicas de cada Estado. Escudadas en los discursos neoliberales, las grandes potencias hacen que todos los asalariados compitan, reservándose para sí los recursos discrecionales para apoyar a sus empresas e imponiendo la apertura de las economías periféricas. China protagoniza una espectacular “recuperación” porque conservó poderosos recursos estatales para protegerse en el ámbito de las relaciones mundiales; pero también tiende a imitar a las grandes potencias en cuanto a los métodos para ganar “competitividad”, fuente de inequidades sociales internas.
Cuestionada hegemonía de Estados Unidos
El dominio estadounidense es manifiesto desde el derrumbe de la URSS. Sin embargo, no se impone sin cuestionamientos. Y si el terrorismo representa la forma más espectacular de rechazo al unilateralismo, está lejos de ser la expresión más importante.
La Conferencia General de la Unesco, reunida en París entre el 3 y el 21 de Diciembre de 2005, aprobó por 148 votos contra 2 (Estados Unidos e Israel) y 4 abstenciones, la Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de la Expresiones Culturales. En agosto de 2005, ante la enérgica oposición que encontró su oferta en el Congreso estadounidense, la compañía china CNOOC Ltd. renunció a comprar las acciones de la empresa petrolera norteamericana Unocal; la libre circulación de capitales cedió ante los “imperativos de seguridad”. En diciembre de 2005, el candidato indígena Evo Morales ganó la elección presidencial en Bolivia, lo que significó una nueva derrota para Estados Unidos en el continente.
Estos fueron algunos de los acontecimientos que marcaron los años 2004 y 2005: el empantanamiento de la intervención militar estadounidense en Irak; los frecuentes viajes de los dirigentes chinos a África y América Latina; el reconocimiento por parte de Corea del Sur, en contradicción con la posición de Washington, del derecho de Pyongyang a disponer de una industria nuclear civil; los atentados terroristas en Madrid, Londres, Ryad, Djedda (Arabia Saudita). Reunidos, estos hechos dispersos esbozan el perfil de una geopolítica mundial mucho más compleja de lo que suele imaginarse, y que no se reduce al desencadenamiento impetuoso de la mundialización liberal, ni a una nueva “guerra mundial contra el terrorismo”.
En todas partes persisten los nacionalismos, la reafirmación de identidades culturales, las ambiciones ancladas en la historia; son cada vez más quienes rechazan un orden mundial unipolar y que lo expresan en formas diversas, a veces cuestionables. Frente a Estados Unidos, que no duda en proteger sus propios intereses, se afirman, de Beijing a San Pablo, de Seúl a Nueva Delhi, un patriotismo económico y político, y la determinación de defender la independencia, incluso con muestras colectivas de resistencia.
El “fin de la historia”, según el investigador estadounidense Francis Fukuyama, anunciaba el triunfo no sólo de la mundialización, sino también del modelo liberal encarnado por Estados Unidos. Ahora bien, desde hace más de una década, Estados Unidos es incapaz de ganar “los corazones y los espíritus”. En 1789, las ideas de la Revolución Francesa se difundieron ampliamente en Europa y también más lejos; durante mucho tiempo la Revolución Rusa constituyó un desafío tanto ideológico como militar para Occidente. Pero el apogeo de la fuerza militar de Estados Unidos coincide con el punto más bajo de su popularidad en el mundo. La imagen de Washington en el extranjero nunca fue tan negativa. “Incluso China lo hace mejor” titulaba The International Herald Tribune el 24 de junio de 2005.
Es cierto que ninguna potencia, en el horizonte de la década que viene, ni siquiera China, puede esperar encarnar un proyecto alternativo de sociedad que compita con Estados Unidos, como pudo hacerlo, aunque de manera parcial, la Unión Soviética durante la segunda mitad del siglo XX. Washington dispone de inmensos recursos militares, económicos y humanos, y de una gran capacidad de intervención unilateral. Pero las voluntades hegemónicas chocan con fuertes resistencias y con el rechazo a dejar que Occidente defina por sí solo los valores universales –derechos humanos, democracia, libertades– proclamando su visión del Bien y del Mal, y decretando qué régimen es aceptable y cuál no lo es.
CULTURAS “BÁRBARAS”
A comienzos del siglo XVIII las potencias europeas impusieron su hegemonía al resto del mundo. La historiografía contemporánea muestra que esta primacía fue el resultado de una coyuntura singular basada, entre otras cosas, en la ventaja que le deparaba la revolución agraria e industrial, la posesión de América y la economía del comercio de esclavos. Todo esto se traducía en un dominio que permitió a las potencias rivales del Viejo Continente someter al planeta al yugo colonial.
Europa trató de legitimar este dominio con la pretendida superioridad milenaria de sus valores y de su pensamiento. Despreció todas las demás culturas, consideradas como “bárbaras”. Ahora, Estados Unidos, y a veces los que pretenden encarnar a “Europa”, parecen retomar esos prejuicios de otro tiempo. Pero chocan con una realidad testaruda: si bien el siglo XX marcó el derrumbe del “campo socialista”, fue también el siglo del naufragio del imperio colonial.
Delitos y tráficos planean sobre la mundialización
Las relaciones internacionales ilícitas siguen expandiéndose. Más allá de las actividades delictivas tradicionales (drogas, armas, tráfico de seres humanos y falsificaciones), las quiebras fraudulentas y la corrupción política o empresaria demuestran la extrema dificultad de la lucha contra actividades que aprovechan los mecanismos de la mundialización.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) calcula que los ingresos anuales de las organizaciones delictivas rondan 1,5 billón de dólares. Esto incluye todo tipo de tráfico, el fraude fiscal que afecta a las finanzas públicas de los Estados, y las rentas patrimoniales, muchas veces integradas a la economía legal. Entre 600.000 millones y 1 billón de dólares se blanquean cada año, lo que equivale al 2 o 5% del Producto Bruto Interno (PBI) mundial.
El tráfico mundial de drogas generaría 400.000 millones de dólares anuales (50% del producto total del crimen organizado). La cifra equivale al PBI español. El tráfico afecta a cerca del 3% de la población del planeta, o sea 185 millones de personas, y provoca 200.000 sobredosis cada año. Europa se ha convertido en el mayor productor y exportador de drogas sintéticas. Holanda y Bélgica suministrarían el 80% del éxtasis en circulación, volcado al mercado de Estados Unidos por mafias holandesas e israelíes vía las Antillas Holandesas.
El tráfico de armas se nutre principalmente de los arsenales de los ex países comunistas. Sólo el 3% de los 550 millones de armas livianas en circulación en todo el mundo están en manos de fuerzas gubernamentales. Cerca del 20% del comercio de armas transcurre por redes ocultas, que generan más de 1.000 millones de dólares anuales.
DESLOCALIZACIONES
El tráfico de seres humanos (tráfico de órganos, trata de mujeres y de niños, turismo sexual, secuestros, trabajo clandestino) es la actividad delictiva de más rápida evolución. El comercio sexual, globalizado e industrializado, entra de manera más o menos encubierta en la estrategia de desarrollo de numerosos países. Asia es, por lejos, el continente más afectado: hay 2 millones de prostitutas en Tailandia, de las cuales cerca de 300.000 son menores, para atender a algo más de 800.000 visitantes. En Filipinas, Malasia e Indonesia la industria del sexo representa entre el 2 y el 14% del PBI.
La Organización Internacional de Migraciones (OIM) estima entre 20 y 40 millones la cantidad de migrantes clandestinos, cuyo tráfico mafioso aportaría ganancias del orden de los 3.000 a los 10.000 millones de dólares.
La piratería de la propiedad intelectual le habría costado a la economía estadounidense US$ 9.400 millones en 2001. Cerca del 50% de los medicamentos en Nigeria y Tailandia, por ejemplo, se producen de manera clandestina.
En el plano de la corrupción política los ejemplos se multiplican: Augusto Pinochet debe responder por los US$ 16 millones descubiertos en sus cuentas bancarias en Estados Unidos. El dinero proveniente del FMI desviado en Rusia y blanqueado por bancos de Estados Unidos se acercaría a los US$ 200 millones. Desde 1993 habrían salido de Rusia US$ 140.000 millones a través de empresas que oficiaban de pantallas. Estarían involucrados el entorno de Boris Yeltsin y de sus hijas, titulares de cuentas abiertas en un banco suizo.
El juez francés Philippe Courroye sospecha que en Suiza hay una suerte de “caja negra” que puede haber servido para operaciones de corrupción llevadas a cabo por las compañías Vivendi, Alcatel y Total en Rusia, Irak y Tanzania. El “cuervo” que denunció las malversaciones vinculadas con la venta de las fragatas francesas a Taiwán suministró poca información creíble sobre los 5.000 millones de francos pagados en comisiones. Las quiebras fraudulentas en Estados Unidos (Enron, Tyco y otras como Sunbeam, Global Crossing, o WorldCom, la más resonante de la historia estadounidense) tuvieron su equivalente europeo con el escándalo Parmalat.
¿Cuáles son los puntos comunes a todas estas actividades? La economía ilícita de la mundialización funciona como la propia mundialización: con una optimización de las actividades mediante el desplazamiento de las diversas etapas del proceso en función de las diferencias de normas; altas remuneraciones a quienes se encargan de ello, especialmente los cuadros directivos de las empresas oficiales, y blanqueo de fondos desviados hacia grandes instituciones financieras o paraísos fiscales.
Convertir a los países ricos en fortalezas
En un cuarto de siglo los países más desarrollados –desde la Unión Europea hasta Estados Unidos y Australia– fueron reforzando crecientemente el control de sus fronteras. Buscan desplazar más allá de su territorio la tarea de selección de inmigrantes. Cuando a la desconfianza a los pobres se suma el miedo al extranjero.
La recuperación del crecimiento y el fin de la Guerra Fría modificaron la situación en materia de movimientos migratorios. Por razones que ya no suelen relacionarse estrictamente con la Convención de 1951 sobre los Refugiados, millones de personas que padecen múltiples formas de desamparo toman, de manera espontánea o forzada, el camino del exilio en el momento mismo en que las naciones más ricas, en línea con el aumento de la xenofobia, se muestran menos dispuestas a recibir “la miseria del mundo”.
En este movimiento de tenazas, Estados Unidos y la Unión Europea (UE) implementaron un dispositivo de protección contra los desplazamientos de personas, consideradas como una amenaza. Con un efecto de arrastre, este proceso se extendió a zonas intermedias, donde cada país se esfuerza en aplicar la llamada doctrina NIMBY (not in my backyard: “no en mi patio trasero”). Una concepción territorial del “riesgo” migratorio deja de lado los principios, especialmente en materia de derechos de las personas. La piezas claves de esta doctrina evocan una estrategia de guerra.
Ante todo, se observa una criminalización de la inmigración, acompañada del uso creciente de expresiones como “inmigrantes ilegales”, incluso para referirse a quienes solicitan asilo. Las medidas tomadas al respecto suelen legitimarse en las declaraciones públicas con la apelación a la “caza de terroristas”, incluso se alude a la protección de los valores cristianos contra un supuesto peligro musulmán.
Las fronteras, consideradas frentes de batalla, están militarizadas. En Gibraltar, el Sistema Integrado de Vigilancia Exterior (SIVE), financiado por la UE para proteger la frontera española de las migraciones provenientes de África, utiliza técnicas sofisticadas de vigilancia marítima. En el estrecho de Torres, Australia terceriza la explotación de un sistema similar para los habitantes de la isla de Duan.
RECHAZO A LOS INMIGRANTES
Entre los países de tránsito y los países de destino –Marruecos y España, Libia e Italia –surgen formas de “cooperación” militar. En Estados Unidos la operación Gatekeepers concebida en 1994, condujo al despliegue de 11.000 patrulleros a lo largo de la frontera con México y a la utilización de una infraestructura sin precedentes en tiempos de paz. La militarización se extiende como una mancha de aceite: en 2005 Angola decidió adquirir un sistema electrónico para el control de sus fronteras.
Salvo para poner en peligro la vida de los inmigrantes y beneficiar a los intermediarios y a quienes contratan mano de obra ilegal, la eficacia de esos medios costosos resulta limitada. En las costas norafricanas, los ahogados se cuentan de a cientos. En Estados Unidos, sólo en el desierto de Arizona, se encontraron en 2004 más de 200 personas muertas. Por otra parte, las explotaciones agrícolas californianas o andaluzas emplean a miles de trabajadores indocumentados.
Para los inmigrantes descubiertos en el empleo ilegal, los países ricos desarrollaron una lógica de reclusión sin derechos. Mientras Estados Unidos encierra a los boat people que huyen de Haití en la base de Guantánamo, en la UE prolifera la práctica de los centros de reclusión franceses, que suscitan vivas reacciones, como la creación en 2000 de la red Migreurop que milita contra “la Europa de los campos”.
Recientemente, frente a una “presión migratoria” considerada excesiva, se produjo un vuelco hacia políticas de externalización. En 2001, Australia lanzó la “solución Pacífico” mediante la cual en el Estado de Nauru se instalaron campos administrados por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). En 2003, el Reino Unido propuso crear processing centres (centros de procesamiento) en terceros países para analizar las solicitudes de asilo fuera de la UE.
La idea fue rechazada. Sin embargo, se envían allí “oficiales de enlace” para formar agentes locales en la lucha contra la emigración hacia la UE. En todas partes, se trata de establecer “zonas tapón” o “cinturones de seguridad”. Como contrapartida de la liberalización comercial o de un apoyo a regímenes dudosos, se insta a los países de tránsito o de origen de los inmigrantes a detener el flujo en el lugar de origen. Frente a estas pujas, el respeto de los derechos de las personas parece una cuestión muy secundaria.
Arquitectura actual del orden mundial
La caída –meteórica en términos históricos– de la Unión Soviética y su imperio derivó en una conmoción del orden mundial tan importante como la que generó la Segunda Guerra Mundial. Por segunda vez en menos de medio siglo, se transformó el orden planetario. Y, al igual que en 1945, se instaló un debate sobre el nuevo marco de las relaciones internacionales.
El cambio que registraron las relaciones mundiales en 1945 no tenía precedentes. De una pluralidad de imperios y potencias, el mundo pasó, por primera vez, a un esquema definido a partir de un término tomado de la física electromagnética: la “bipolaridad”. Los dos gigantes, Estados Unidos y la Unión Soviética, fueron reconocidos como “superpotencias”. Desde luego, la bipolaridad nunca fue total. Cada señor feudal tenía que vérselas con sus propios infieles: para Estados Unidos, la Francia gaullista, para la Unión Soviética, la China maoísta. Del contrapeso mutuo de ambas superpotencias surgió un cierto margen de autonomía para terceros países, que generaba la posibilidad de un “no alineamiento”.
Este esquema se vino abajo con el Muro de Berlín. El fin de la Guerra Fría se materializó con la desaparición de la URSS, a la que sucedió una Rusia tan debilitada que en 2004 se ubicaba en el décimo puesto mundial en términos de Producto Bruto Interno (PBI) medido a través de la paridad de poder adquisitivo, detrás de Brasil (cifras de la CIA), con gastos millonarios que representaban la vigésima tercera parte de los del Pentágono en dólares constantes –cifras del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI)–. Esto coincidía con un período de crecimiento de Estados Unidos, iniciado durante la administración Reagan. El fin de la bipolaridad inauguró así, al menos a los ojos de Washington, un nuevo escenario históricamente inédito: la “unipolaridad”, cuya espectacular irrupción tuvo como consecuencia la consagración de Estados Unidos como única “hiperpotencia”.
Frente a este paradigma, se propusieron otras dos opciones. La más utópica contempla un mundo gobernado por normas de derecho e instituciones colectivas a la cabeza de las cuales debería figurar una Organización de las Naciones Unidas (ONU) reformada y volcada a su objetivo original. Paradójicamente, es lo que había anunciado el primer presidente estadounidense de la pos-Guerra Fría bajo la denominación de “nuevo orden mundial”, en el momento mismo en que se aprestaba a desplegar contra Irak la primera demostración de fuerza de la era unipolar. Otra opción es la multipolaridad, cuyos más fervientes defensores son, por supuesto, quienes aspiran a la formación de centros que funcionen como contrapeso a Estados Unidos: Francia, Rusia y China. Frente a esta pretensión, Anthony Blair –Primer Ministro del Reino Unido– agitó el fantasma de las guerras mundiales generadas por la multipolaridad antes de 1945, para abogar por un mundo unipolar bajo el liderazgo de Washington.
Los partidarios de la multipolaridad no están en condiciones de construir, por sí mismos, un eje mundial; al menos no hasta dentro de varias décadas, en el caso de los más grandes: China y Rusia. Francia, por su parte, está lejos de acariciar este objetivo: el proyecto de París pasa por la construcción de una “Europa-potencia”, si no a partir de la Unión Europea, al menos mediante la conformación, en una primera etapa, de un frente franco-germano. La oposición conjunta a la invasión de Irak en 2003 llevó a que París y Berlín establecieran una concertación tripartita junto con Moscú.
Rusia persigue, de hecho, dos caminos que considera complementarios. A su política de cooperación europea se suma una política asiática basada en su cooperación con China, a la que se suma Irán; India es cortejada a su vez por esta alianza asiática y Washington. Desde el derrumbe de la URSS, Beijing se convirtió en el primer cliente de armamento ruso, y ambos países realizaron en 2005 sus primeras grandes maniobras militares conjuntas.
Comienza a concretarse aquello que los críticos “realistas” de la opción unipolar habían anunciado, incluso en Estados Unidos: la opción unipolar de Washington suscita un tendencia a la alianza de las potencias de rango inferior, con el fin de contrarrestar la hegemonía de la hiperpotencia. Para conjurar esto, sería necesaria una política que le permita al imperio asegurarse de que la dependencia de cada socio prevalezca sobre la tentación de aliarse en su contra. Pero el perfil de la política exterior de la administración Bush se encuentra en las antípodas de esta sofisticación.
Instrumentos militares de una dominación
Desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos extendió su imperio mundial a la esfera soviética. Para ello necesitó consolidar su estatus de superpotencia militar.
Tras una real disminución de los gastos militares estadounidenses a comienzos de los años 1990 con relación al pico alcanzado bajo la presidencia de Ronald Reagan, la opción unipolar se reflejó en el mantenimiento del presupuesto de Defensa a un nivel comparable, en dólares constantes, al promedio que se registraba en tiempos de la Guerra Fría. Pero a partir de 1998, la administración Clinton lanzó un nuevo programa de largo plazo de aumento de los presupuestos militares.
Esta tendencia se aceleró después del 11 de Septiembre de 2001, con las expediciones guerreras de la administración Bush. Así, los gastos militares de Estados Unidos, que equivalían a un tercio del total mundial en 1995, llegaron a representar cerca de la mitad en 2005, con lo que se profundizó la brecha con el resto del mundo.
En agosto de 1990 la invasión de Kuwait por Irak le dio la ocasión a Washington de demostrar que el fin de la Guerra Fría no significaba para nada que Estados Unidos estuviera dispuesto a abandonar el papel de gendarme del sistema mundial. Esto le permitió también reinstalarse por la fuerza en una región altamente estratégica. Al asegurarse el control directo del Golfo Pérsico, que contiene dos tercios de las reservas mundiales de petróleo, Washington se apoderó de una formidable carta de triunfo en su relación con sus aliados europeos y japoneses y también con China, todos dependientes de estos recursos.
En 1991, cuando se disolvió el Pacto de Varsovia, se decidió no sólo mantener la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sino incluso transformarla de alianza defensiva en “organización de seguridad”. Desde 1994 la administración Clinton optó por extenderla hacia el Este, con grave perjuicio para Moscú. En 1999 se integraron Polonia, Hungría y la República Checa, seguidas por las tres repúblicas bálticas de la ex URSS, así como por Bulgaria, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia (2004). Esta expansión está destinada a continuar, en especial para incluir a Ucrania.
“EXTRALIMITADO”
Estos movimientos se acompañan con un nuevo despliegue de la OTAN –en tanto brazo armado aéreo de la Organización de las Naciones Unidas– en Bosnia (1994-1995), luego con su primera participación directa en la guerra en Kosovo (marzo-junio de 1999). La OTAN, reducida al papel de fuerza suplente de Estados Unidos en algunas expediciones militares, recibió también el encargo de administrar territorios que Washington no deseaba gestionar directamente, como Kosovo. En Afganistán aumentaron sus tareas combativas.
En el otro extremo de Eurasia, Washington renovó su alianza militar con Japón y se opuso a las reivindicaciones de Pekín sobre Taiwán. La tensión en torno del conflicto taiwanés alcanzó su apogeo en 1996 con gestos militares de ambas partes. Al mismo tiempo, Washington aumentó cada vez más su presión sobre Corea del Norte.
Los atentados del 11 de Septiembre de 2001 brindaron a Estados Unidos la ocasión de acentuar su expansión imperial. La guerra de Afganistán le permitió establecerse militarmente no sólo en ese país sino también en algunas ex repúblicas soviéticas del Asia Central (Uzbekistán y Kirguizistán en particular) e incluso en el Cáucaso (Georgia). De esta manera, Washington colocó sus peones en el corazón de la masa continental euroasiática, entre Moscú y Pekín, sus dos potencias rivales más importantes en plena colaboración militar.
La invasión de Irak en 2003 consolidó este dispositivo en la región del Golfo. Al menos éste era el cálculo de Washington. Pero Estados Unidos tiene dificultades para mantener bajo control a Irak, y también Afganistán se le va un poco de las manos. Por más poderosa que sea su tecnología militar, no basta para dominar a la población. Si el Pentágono no llegara a reclutar una cantidad suficiente de nuevos efectivos, el imperio podría descubrir que se ha extralimitado.
Wal-Mart, símbolo de las multinacionales
¿Cómo es posible que de un negocio de barrio haya surgido una cadena de hipermercados que emplea a 1.600.000 personas en todo el mundo, con un volumen de ventas –310.000 millones de dólares en 2005– superior al de Exxon Mobil?
A partir de una pequeña tienda abierta en 1962 en uno de los estados más pobres del país (Arkansas), Sam Walton creó un imperio cuyos herederos son dos veces más ricos que Bill Gates (90.700 millones de dólares en 2005 para los primeros, frente a 46.500 millones para el segundo). ¿Cómo?
El modelo de “cero stock, cero seguridad”, que habría de imponerse en todo el mundo, lleva la rúbrica de Wal-Mart. La que es ahora la empresa más grande del planeta innovó en materia de gestión de stock. Posee 7.100 camiones capaces de evitar que alguna sucursal amontone lo que no vende mientras que a otra le falta lo que necesita. Cuando sus grandes camiones son sometidos a revisaciones mecánicas para que puedan circular un kilómetro más por cada litro de combustible, Wal-Mart economiza US$ 50 millones por año. Y además esto le permite presentarse como empresa preocupada por proteger el medio ambiente.
A la firma de Bentonville (cuyos locales en Estados Unidos reciben unos 130 millones de clientes por semana) se le atribuye un papel determinante en el aumento de la productividad obtenido por la economía estadounidense durante 1990. Pero antes de adquirir ese nivel de influencia, Wal-Mart había logrado consolidar su negocio en Arkansas y en las zonas rurales del sur de los Estados Unidos ignoradas por la competencia. Reinvirtió sus ganancias (que sumaron algo más de US$ 10.000 millones en 2005) para asegurar su expansión geográfica. Actualmente hay 5.000 filiales de la multinacional desplegadas en todo el mundo. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) le permitió a la empresa desembarcar primero en México en 1991, luego en Canadá tres años más tarde. Siguieron Brasil y Argentina (en 1995). Más tarde vinieron China (en 1996), Alemania (en 1998) y el Reino Unido (en 1999). India, que cuenta con 12 millones de pequeños comercios a menudo poco rentables, constituye la nueva frontera de Wal-Mart, sobre todo porque el mercado estadounidense, que aún aporta el 80% de las ventas de la empresa, comienza a ser menos prometedor.
Seleccionando a sus proveedores allí donde la mano de obra es más barata y más sobreexplotada, Wal-Mart aprovechó muy bien la apertura comercial impulsada por sus amigos de Washington, pero también por el Acuerdo General sobre Tarifas Aduaneras y Comercio (GATT), y luego por la Organización Mundial de Comercio (OMC). Esta es sólo una de las manifestaciones del carácter político –y muy influido por la política– del éxito de la firma. En 1992 el padre del actual presidente de Estados Unidos concedió a Sam Walton la más alta distinción civil estadounidense. Su sucesor, William Clinton, se mostró igualmente solícito. Por último, George W. Bush pudo siempre contar con el apoyo material de una multinacional que destina la mayor parte de sus donaciones al Partido Republicano.
El teórico liberal Friedrich Hayek ya lo explicaba en 1974: “Si queremos conservar una mínima esperanza de retorno a una economía de libertad, una de las cuestiones más importantes es restringir el poder sindical”. En Wal-Mart la “cuestión” está solucionada: cada vez que en Estados Unidos los empleados de uno de sus locales deciden, tras una inmensa batalla, afiliarse a un sindicato, el local cierra. Esta empresa, que emplea a más del 1% de los asalariados estadounidenses, contribuye así a la desindicalización. Este es el primer paso de una política de deflación salarial que en la administración republicana, pero también demócrata, muestra poco apego a las leyes estadounidenses que garantizan el derecho sindical.
Las transformaciones de la economía occidental –retroceso del sector industrial y avance de los servicios– refuerzan también el modelo Wal-Mart. Cada vez que una fábrica de automóviles cierra y un supermercado abre, un núcleo de fuertes tradiciones obreras y salarios adecuados es reemplazado por su contrario, lo que acelera la escalada de la precariedad. La multinacional de la distribución es conocida por sus remuneraciones cercanas al nivel de pobreza y por dejar en manos de la asistencia pública la protección de sus asalariados frente a las intemperies de la vida.
Detrás de las revoluciones de “color”
Si está al servicio del poder, la promoción de la democracia es, cuanto menos, ambigua. Cientos de organizaciones llamadas no gubernamentales (ONG) trabajan para democratizar al mundo. Ahora bien, ¿dónde está el límite entre la acción al servicio del Estado y la defensa de un ideal considerado universal?
Con el fin del mundo bipolar a nivel planetario se impone cada vez más el modelo occidental, en particular el estadounidense. Para referirse a los Estados que no adoptaron este modelo se habla de “transición”… hacia la democracia. Cientos de organizaciones se dedican a ello y ya se habla de “ONGización”.
Por ejemplo, en Georgia, país estratégicamente importante para Washington, se crearon alrededor de mil ONG locales, financiadas y sostenidas por medio centenar de ONG extranjeras, pero también por organismos internacionales: la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y sus diferentes áreas, como el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) o el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), o el Banco Mundial; la Organización para la Seguridad y la Cooperación (OSCE) o el Consejo de Europa; o incluso la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Entre las organizaciones extranjeras presentes en esta ex república soviética hay estructuras muy diferentes según el tamaño, la ideología, las fuentes de financiamiento o los vínculos con los gobiernos. Algunas ONG son puramente privadas, como el Open Society Institute (OSI), del multimillonario estadounidense George Soros. Otras, aunque privadas, reciben contribuciones públicas, como Care o World Vision. Algunas emanan directamente de partidos políticos estadounidenses, como el National Democratic Institute (INDI) o el International Republican Institute (IRI); o alemanes, como las fundaciones Friedrich-Ebert (socialdemócrata) o Heinrich-Böll (vinculada con los verdes). También se encuentran entidades oficiales “de desarrollo”, como la United States Agency for International Development (USAID) o la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación (SDC).
Se financian programas de todo tipo: defensa de los derechos de la mujer, apoyo a los pequeños comercios, promoción de la sociedad civil, prevención contra el sida, protección del medio ambiente, capacitación de periodistas o jueces, reforma educativa, etc. Pero se impone un único modelo. Los principios fundamentales de la “democracia” condicionan cada vez más la ayuda que se aporta a un país. ¿De qué se trata todo esto?
No todas las organizaciones trabajan para la difusión de un modelo ideológico al servicio de su Estado. La diversidad de entidades que actúan en el ex bloque soviético, por ejemplo, hace que transmitan muchas variantes del modelo democrático y liberal: obligan a ello tanto las sensibilidades nacionales de los donantes como la cultura de la ayuda al desarrollo. Pero es indudable que Estados Unidos tiene el principal papel, lo que suscita críticas porque la ayuda que se brinda está a menudo sesgada.
Ciertas organizaciones se defienden. Tal vez sean sinceras. Se plantea la cuestión de su actividad, no deseada como tal, para afirmar y reforzar el poder de su país. ¿Es ése el propósito, por ejemplo, de las misiones religiosas protestantes, presentes en todo el territorio de la ex URSS? Hay una frontera tenue entre “estrategia” y una visión mesiánica del mundo, la fe en la vocación estadounidense por hacer el Bien.
La estrategia de Estados Unidos apunta, manifiestamente, a imponer su modelo democrático liberal. Irak, Kosovo o Afganistán son considerados ejemplos de “democratización impuesta”, una contradicción es sí misma. Por otra parte, Washington sostuvo o sostiene dictaduras, de modo que lo esencial no es la democratización, sino el control.
Las organizaciones estadounidenses que sirven a esos objetivos pueden impulsar cambios de régimen. Es lo que sucedió en Belgrado en 2000, Tbilisi en 2003, Kiev en 2004 y Bichkek en 2005, donde revoluciones no violentas derribaron a gobiernos corruptos gracias al apoyo de entidades estadounidenses. La Freedom House, el NDI o la Fundación Soros ayudaron a la oposición a desafiar a los regímenes en el poder, a organizar una estricta vigilancia del proceso electoral, a favorecer a los medios de comunicación opositores… Una promoción democrática cuando menos ambigua.
Biografía: GEORGE SOROS
1946: Huye de Hungría, bajo la ocupación soviética.
1947: Estudia economía en la London School of Economics (Reino Unido).
1956: Se convierte en agente de bolsa en Wall Street.
1969: Crea el fondo de inversiones Quantum Fund en el paraíso fiscal ce Curacao, denunciado regularmente por el Grupo de Acción Financiera sobre Lavado de Dinero (GAFI).
1990: Salva a George W. Bush de la quiebra cubriendo sus deudas a través de las sociedades Harken Energy y Spectrum 7, para comprar “influencia política” (sic).
1992: Entra en el Carlyle Group (firma líder en la gestión de carteras de valores), y se ocupa de los patrimonios de los Bush y los Ben Laden.
1992, 16 de Septiembre: Se convierte en “el hombre que hace saltar el Banco de Inglaterra” por especular contra la libra esterlina: 1.100 millones de dólares de ganancia. El Banco de Inglaterra tiene que sacar su moneda del Sistema Monetario Europeo (SME).
1997: Durante la crisis financiera asiática especula con la divisa malaya (el ringgit). Esta operación le costará a Tailandia dos años de desarrollo.
2002: Lo condenan a pagar una multa de 2,2 millones de euros por abuso de información privilegiado en el escándalo de la Societé Générale (que databa de 1998)
2004: El ranking de la revista Forbes lo ubica en el 24º puesto entre las mayores fortunas de Estados Unidos, su patrimonio está estimado en 7.200 millones de dólares.
Cómo fue la construcción y ampliación de Europa
La caída del Muro de Berlín, elemento fundamental en la recomposición de los equilibrios mundiales, marca también un punto de inflexión en la construcción europea. Pero la ampliación acentúa la contradicción entre los objetivos proclamados de la Europa política y la realidad explosiva de un gran mercado competitivo.
Concluida la Segunda Guerra, la mayor parte de los Estados de Europa Occidental se integró a las organizaciones intergubernamentales de la Guerra Fría, no exclusivamente europeas: la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE), a cargo del Plan Marshall (1947) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, 1948). La “otra Europa” (a excepción de la disidente Yugoslavia) respondió con el establecimiento del Consejo de Asistencia Mutua Económica (CAME), en 1949, y el Pacto de Varsovia, en 1955. Los proyectos de comunidad política europea y de Comunidad Europea de Defensa (CED) quedaron sepultados desde la muerte de Stalin (1953). Europa Occidental siguió siendo en sí misma políticamente débil, y el embrión de seis miembros de la Europa comunitaria, que vio la luz con el Tratado de Roma (1957), tuvo un fundamento básicamente económico: Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), Euratom y Comunidad Económica Europea (CEE). Sus promotores buscaron el surgimiento de una Europa política a partir de una integración económica, pero los frenaron los persistentes conflictos entre los Estados y las concepciones atlantistas defendidas principalmente por el Reino Unido. En 1960, el gobierno británico impulsó la constitución de la Asociación Europea del Libre Comercio (AELE) en oposición a la CEE, y procuró luego incorporarla a ella, para producir un cambio en su concepción teórica.
EN BUSCA DE LEGITIMIDAD
La CEE, convertida en Unión Europea (UE) por el Tratado de Maastricht (1993), fue dotada de instituciones comunes (Consejo de Ministros, Comisión, Parlamento, Corte de Justicia). La mayor parte de sus miembros habían adherido desde 1979 al Sistema Monetario Europeo (SME), basado en el European Currency Unit (ECU), unidad de cuenta común. Pero hasta el Acta Única Europea (AUE) de 1986, las políticas comunes convivieron con un control de los movimientos de capitales y políticas económicas y monetarias propias de cada uno de los Estados. Durante las tres grandes olas de ampliación anteriores a la de mayo de 2004, la CEE procuró amortiguar sus desigualdades crecientes y modificar su imagen de “Europa de los comerciantes”. El aumento de los fondos estructurales presupuestados (que apuntaron a reducir las disparidades en el nivel de desarrollo) y la elección del Parlamento Europeo por sufragio universal a partir de 1979 dieron muestra de ello.
La AUE de 1986 marcó un viraje hacia la libre circulación de los capitales en un mercado europeo unificado. Después de la caída del Muro de Berlín, el Tratado de Maastricht estableció criterios ultra monetaristas para adherir a la futura moneda, con el fin de captar al Bundesbank, abrumado entonces por el costo de la unificación alemana. Estados Unidos sacó partido de la parálisis de las diplomacias europeas frente a la crisis yugoslava para volver a enviar fuerzas de la OTAN al Este y asentar la construcción europea dentro de un marco atlantista. A fines de 1999, luego de la guerra de la OTAN (Kosovo), la UE decidió acelerar el proceso de ampliación hacia el Este.
El gasto público y social de los Estados miembros quedaría en adelante sujeto a normativas de “estabilidad”, y el presupuesto europeo llegó a representar el 1,24% del ingreso bruto de la Unión. Aunque más pobres y dependientes de la actividad agrícola, los nuevos miembros no gozarían de las mismas transferencias de fondos que el sur de Europa, Irlanda o los Länder del este de Alemania. El mecanismo principal de financiamiento de las nuevas inclusiones sería una política de atracción de capitales extranjeros a través de la reducción de los impuestos y las cargas sociales. El proyecto de Tratado Constitucional apuntaba a dar legitimidad política a esta orientación socialmente regresiva, presentándola como la única base posible de una construcción europea pretendidamente solidaria, cuando en realidad se reducía cada vez más a una competencia comercial generalizada.
La fragilidad de esta normativa destructora de las protecciones sociales y carente de real unidad política sólo se atenuaba con la esperanza de resultar menos mala que las xenofobias… cuando en realidad las alimentaba. La convicción de que es posible una resistencia europea al actual orden mundial de hegemonía estadounidense se topa con la realidad de los tratados y las decisiones presupuestarias de la actual Unión.
Ya están previstas otras incorporaciones (Bulgaria y Rumania en 2007, Croacia, Macedonia y Turquía, con quienes se inician las conversaciones, y también, negociaciones de pre-adhesión con los otros países de la ex Yugoslavia). Dado que responden a la misma lógica, éstas no podrán sino acentuar las contradicciones de esta construcción.
El mundo desde Moscú
Debilitada por sucesivas crisis económicas a partir de 1991, Rusia ve actualmente cuestionado su papel incluso en zonas fronterizas que hasta hace poco consideraba dominio de su soberanía. Los dirigentes del Kremlin no parecen haber evaluado en toda su magnitud los cambios posteriores a la Guerra Fría.
La “revolución de las rosas” en Georgia a fines de 2003, la “revolución naranja” en Ucrania a fines de 2004, las mutaciones políticas en Moldavia y Kirguizistán en 2005, ilustran claramente el fin del monopolio de poder ejercido por Moscú en su espacio geoestratégico. Sin embargo, muchos observadores –no sólo rusos– consideraban hasta fines de los años ´80, que éste era el “coto vedado” de Rusia. Los acontecimientos recientes reflejan el nuevo papel de Estados Unidos, la Unión Europea (UE) y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que al igual que el Kremlin, intervinieron abiertamente en los procesos electorales de esos países.
De hecho, los dirigentes del Kremlin tardaron en evaluar la magnitud de los cambios políticos posteriores a la Guerra Fría, en particular, la decisión de Washington de aprovechar el debilitamiento ruso para consolidar avances estratégicos, tanto en el istmo del Mar Báltico y el Mar Negro como en el flanco sur de Rusia, desde el Cáucaso hasta Asia Central. Señal indiscutible de ese debilitamiento, tras la integración de los Estados bálticos a la UE y la OTAN, fue la llegada al poder, en varios de los nuevos Estados independientes, de presidentes o coaliciones políticas explícitamente contrarias a los vínculos de dependencia con Rusia.
DIVORCIO AMISTOSO
El mismo presidente Vladimir Putin admitió, en un discurso que pronunció en Erevan en marzo de 2005, que la Comunidad de los Estados Independientes (CEI) se había creado exclusivamente para “permitir un divorcio en buenos términos” de las repúblicas soviéticas. Esta tesis había sido enunciada en diciembre de 1991, en el momento de la creación de la CEI, por Leonid Kravtchuk, el entonces presidente ucraniano. Pero el divorcio en cuestión incluía una cláusula fundamental, y ventajosa para Rusia, en el sistema de intercambios económicos: a partir de su independencia, las nuevas repúblicas quedaron obligadas a pagar en divisas su importaciones (sobre todo, en materias primas) provenientes de Rusia. Quedaban así canceladas la viejas relaciones de trueque. Con la aspiración de lograr una inserción propia en el comercio mundial, y despojados de las viejas ventajas económicas que les deparaban los lazos con Moscú, los nuevos gobiernos independientes buscaron rápidamente soluciones alternativas fuera de la ex URSS. La política ambigua que propuso Moscú (hidrocarburos a precios muy inferiores a las cotizaciones mundiales a cambio del control de sectores estratégicos en las economías de sus vecinos) suscitó legítimas aprensiones en la CEI, que siempre fue una organización “blanda”, incapaz de superar el estadio de las promesas piadosas.
La decisión de los otros Estados de desprenderse lo antes posible de la influencia rusa se relaciona también con la intervención de Moscú en conflictos locales que recrudecieron a principios de los años ´90, desde Transnistria hasta Karabaj, pasando por Agjasia y Osetia. Sin duda, la nueva Rusia no originó los conflictos, que en muchos casos tenían raíces soviéticas, e incluso pre-soviéticas, sin olvidar el incierto tratamiento de las minorías en los nuevos Estados independientes. Pero con su empantanamiento en Chechenia, el Kremlin no parecía un recurso confiable para solucionar los otros conflictos secesionistas que, por el contrario, intentó utilizar para sus propios fines. Tal fue uno de los principales argumentos que utilizaron los estadounidenses cuando en 1997 se creó el GUAM (iniciales de los miembros: Georgia, Ucrania, Azerbaiján y Moldavia), que reunió a los miembros rebeldes de la CEI.
Paradójicamente, la crisis financiera de 1998 le permitió a Rusia recuperar el crecimiento económico. Además de un tipo cambiario más favorable a la industria nacional, la benefició el afianzamiento de un Estado fuerte en sus relaciones con las regiones y con la oligarquía, y a todo eso se sumó el alza de la cotización del petróleo. Los inversores rusos están muy activos en todos los países vecinos, y podrían jugar un papel dinámico si la falta de transparencia en la compra de muchas empresas estratégicas no avivara viejas desconfianzas.
Pero Moscú se ve obligado a revisar su estrategia regional en un contexto difícil. La mayor parte de sus vecinos teme los efectos del rebrote de autoritarismo en Rusia, y casi todos los aliados del Kremlin son dictaduras –como Bielorrusia, Turkmenistán o Uzbekistán–. No será fácil, en estas condiciones, emprender la construcción de un “espacio económico común” propuesta por el presidente Putin como base para una reforma de la CEI.
Presión en los márgenes, de Rusia al Sahara
Como única hiperpotencia mundial, Estados Unidos interviene cada vez más abiertamente en las zonas de influencia de otros países. Las frases ampulosas sobre los grandes principios están acompañadas por lo general de preocupaciones más materiales. Los márgenes de la desaparecida URSS y el África francófona constituyen buenos ejemplos.
Al comienzo de su segundo mandato, el presidente estadounidense George W. Bush confirmó el carácter mesiánico de su presidencia. En su discurso de investidura, bautizado “discurso de la libertad”, establecía que era tarea de su país combatir la tiranía “en los rincones más oscuros” del planeta. Pero más allá de este llamado a “liberar al mundo”, los factores que parecen determinar las prioridades estadounidenses son mucho más prosaicos.
Tras la Segunda Guerra, los grandes actores internacionales respetaron en mayor o menor medida una división del mundo en áreas de influencia que superaban ampliamente el marco europeo establecido en Yalta. Además de la URSS y sus satélites europeos, se hablaba del coto privado de Francia, el Zagreb y el África Negra francófona; o también del cuasi-monopolio de Estados Unidos en el continente americano. Este acuerdo tácito era relativo y ciertos acontecimientos marcaron bien sus límites (crisis de Cuba, apoyo occidental a las protestas sociales y políticas en Europa del Este, etc.). El fin de la Guerra Fría y del esquema bipolar vuelven a cuestionar esos equilibrios, mucho más allá del espacio post soviético.
El debilitamiento y luego el estallido de la URSS provocaron una conmoción en Europa, con la ampliación del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) así como de la Unión Europea (UE). Además de esas dos organizaciones regionales, muchos países intentaron rápidamente aprovechar esta nueva situación, como Alemania, cuya Ostpolitik encontró un nuevo campo de aplicación. Pero indudablemente, Estados Unidos es el principal actor de la recomposición del espacio post soviético, con todo tipo de intervenciones: tratados bilaterales de cooperación económica o militar, que con frecuencia comprenden elementos de dominio político; o multilaterales, como el apoyo a la creación del GUAM (iniciales de los miembros: Georgia, Ucrania, Azerbaiján y Moldavia), o la organización de Estados contestatarios en el mismo seno de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
La presión sobre Rusia se aceleró con el pretexto de asegurar el acceso a las riquezas petroleras del Mar Caspio; luego mediante las operaciones “antiterroristas” en Afganistán e Irak, el establecimiento de bases militares (Uzbekistán, Kirguizistán, Tayikistán) o sólidos puntos de apoyo (Georgia, Azerbaiján). Incluso a través de Organizaciones No Gubernamentales (ONG), el apoyo a las “revoluciones” políticas en Georgia a fines de 2003, en Ucrania a fines de 2004 y en menor medida en Moldavia y Kirguizistán, completa esta estrategia de debilitamiento a largo plazo de Rusia en su tradicional espacio de influencia.
Pero esta actividad de Estados Unidos no se limita al ámbito euroasiático: se despliega también sobre otros continentes, África por ejemplo. Como en la ex URSS, el factor del petróleo (a más aún, de recursos claves como diamantes y metales raros) y el control de las vías de acceso a esas riquezas (principales puertos, ferrocarriles y ductos) determinan a menudo los ejes de intervención. Los modos de acción son bastante similares, desde el activismo de las ONG o Iglesias protestantes estadounidenses –que difunden el modelo cultural de ese país o identifican e intentan atraer a las nuevas elites– hasta el establecimiento de acuerdos oficiales, políticos y económicos que, mientras organizan la ayuda al desarrollo o a la seguridad, suelen imponer a las empresas estadounidenses como beneficiarias de los contratos más rentables. También allí la presencia militar, lograda en un primer momento mediante tratados de asistencia y capacitación, seguidos a veces por el establecimiento de bases, es la manifestación más tangible del activismo de Washington, desde el Zagreb hasta Somalia, desde Egipto hasta el Golfo de Guinea.
En Moscú y en París esta conducta provoca una creciente irritación, así como en ciertos ámbitos británicos o alemanes. También se perciben críticas cada vez más virulentas dentro de Estados Unidos, ante las contradicciones de una política que para lograr sus objetivos se apoya fácilmente en regímenes autoritarios o corruptos, tanto en Asia Central como en algunos países africanos.
África, espejo del mundo
La mundialización no hace honor a su nombre. En la práctica, se reduce a la extensión planetaria de un modelo económico: el capitalismo liberal. Víctima emblemática de este sistema, el caso de África recuerda que el progreso social pasa por el respeto a las culturas y dinámicas propias de cada sociedad.
Más allá de lo que digan las cifras de los ingeniosos informes del Banco Mundial (BM) y del Fondo Monetario Internacional (FMI), África es el único continente cuyos indicadores económicos, sanitarios y sociales se degradan constantemente. El mundo parece observar impotente la lenta descomposición de sociedades minadas por guerras donde se disputan recursos naturales o poder político y por conflictos entre grupos religiosos o clanes.
Sin embargo, hay una paradoja singular en el continente negro: no por ser víctima de la mundialización deja de tener en ella un importante papel, en especial como reserva de materias primas. El libre comercio permite el saqueo oficial mediante una forzada apertura de las economías. Según Samir Amin, en el cálculo de su Producto Interno Bruto (PIB), las exportaciones representan el 45% en el caso de África, contra entre el 15% y el 25% en los otros continentes. De esta manera, el continente participa pasivamente en la economía mundial beneficiando a las potencias capitalistas, sobre todo las occidentales. La lógica del vuelco pasivo hacia el exterior de economías y sociedades, antes en beneficio del colonizador, hoy en favor de los prestadores de fondos, prosigue bajo nuevas modalidades, sin que la naturaleza del proceso cambie.
OBJETIVOS MINIMALISTAS
Así, bajo el paraguas de la “lucha contra la pobreza” y tras algunas frase plañideras, la Comisión para África, presidida por el primer ministro británico Anthony Blair, recetó el medicamento que mata: la liberalización del comercio y de la economía. En julio de 2005, el Grupo de los Ocho condicionó la condonación de la deuda de 18 países a la aceleración de las medidas de liberalización y privatización. Además, está muy mediatizada propuesta sólo alcanza a 18 de los 62 países donde Naciones Unidas recomendó esta medida para acercarse a los objetivos, por cierto minimalistas, del Milenio.
Si bien las clases dirigentes africanas son agentes activos de este drama histórico –la situación social de muchos países se origina también en el acaparamiento de los recursos por parte de los clanes que ejercen el poder– su responsabilidad se inscribe en un marco establecido por otros e impuesto implacablemente por instituciones que son multilaterales sólo en el aspecto formal. Armado con dos temibles instrumentos coercitivos que domina casi con exclusividad –el dinero y el derecho– el liberalismo globalizado dicta, administra y sanciona: “planes de ajuste estructural”, condiciones para la ayuda, reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), etc.
A partir de los años 1970-1980 los prestadores de fondos, tanto públicos como privados, hicieron que África pasara por las horcas caudinas de la mundialización liberal. Entonces, la crisis de la deuda, en gran parte engendrada por las recetas y las decisiones de las grandes potencias económicas, estrangulaba a los jóvenes Estados independientes. El fracaso de esas políticas es patente: actualmente, de los 49 países menos desarrollados del mundo, 33 se encuentran en el África Subsahariana. Los 27 países más pobres se encuentran al sur del Sahara. Sin embargo, los jefes de Estado del continente negro aceptan continuar con la mortífera lógica de los condicionamientos, con la Nueva Estrategia de Cooperación para el Desarrollo de África (Nepad).
La injusticia del orden económico mundial, basada en la primacía del dinero y la competencia, se revela sobre todo en este continente, donde los daños se miden en términos de vida y muerte. Vista desde África, la “mundialización feliz” aparece como lo que es: una siniestra estafa.
No obstante, en todo el continente las sociedades resisten y crean: existen muchas y variadas asociaciones en todos los ámbitos, en especial en el sector social. Por todas partes se desarrollan foros sociales y el Foro Social Mundial 2007 tendrá lugar en Nairobi (Kenia). La diversidad cultural que se invoca aquí y allá podría tener una expresión concreta si los poderosos de todo el mundo aceptaran por fin que el progreso económico y social de los continentes puede seguir caminos diferentes. Para lograrlo, África tendría que buscar en las raíces de su patrimonio cultural, donde la solidaridad y la voluntad de compartir son valores esenciales que juegan un papel central. Tanto sociólogos como economistas demostraron cuánto podría aportar la economía informal a la creación de una economía solidaria. ¿Puede África convertirse por fin, más allá de los hechizos, en sujeto de su propia historia y dejar de ser objeto de la de otros?
Ola de independencia en América Latina
Considerada durante mucho tiempo como el “laboratorio” y la víctima de las políticas neoliberales, América Latina se convierte en símbolo de la resistencia a ese sistema. En retroceso, Washington encuentra dificultades para frenar los esfuerzos de integración de esta parte del continente, a pesar del apoyo de sus aliados regionales.
En América Latina, la pobreza (225 millones de personas, el 43,9% de la población), las carencias en materia de educación y salud, la desigual distribución de ingresos y la concentración de la riqueza provocan un generalizado rechazo al modelo neoliberal. Resistencia civil, manifestaciones masivas, insurrecciones… Los movimientos sociales llegaron a derrocar a cinco presidentes que fueron responsables de quiebras económicas (Argentina, 2001), dictaron medidas antipopulares (Ecuador, 1997 y 2005), o sancionaron la privatización del agua y el gas (Bolivia, 2003 y 2005). En la mayoría de los casos, esta oposición se desarrolla lejos de los tradicionales partidos políticos, desprestigiados, desprovistos de ideología y de base popular. Por esta razón, tanto Washington como los medios conservadores denuncian a los “populismos radicalizados”. Se entiende que este concepto engloba a cualquier corriente opuesta al neoliberalismo o que promueva una concepción latinoamericana de la democracia participativa y a cualquier dirigente que se relaciones con ella, como el presidente venezolano Hugo Chávez.
Aunque los regímenes cubano y venezolano no tienen nada en común, Hugo Chávez constituye, junto con Fidel Castro, el polo radical de este conflicto. En el corazón del pensamiento “bolivariano” desarrollado en Caracas se expresa la visión de una América Latina democrática, compuesta por estados que cooperan para constituir un bloque independiente que dé prioridad a la reducción de las desigualdades. Tal es el proyecto que el presidente venezolano denomina un “nuevo socialismo”, y pretende desarrollar a través de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).
UN “NUEVO SOCIALISMO”
Esta iniciativa, aún en gestación, choca de frente con el proyecto de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que promueve Washington para lograr la apertura de todos los sectores de la economía, incluidas la salud y la educación. A pesar del apoyo de sus aliados (México, América Central, Chile, Colombia, Perú, así como Ecuador y Bolivia antes de la caída de sus anteriores gobiernos), Estados Unidos fracasó en su intento por imponer ese “gran mercado continental”.
Varios países se inclinaron hacia el centroizquierda o la izquierda con la llegada al poder de Néstor Kirchner (Argentina), Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil), Tabaré Vázquez (Uruguay), Martín Torrijos (Panamá) y Evo Morales (Bolivia). Más allá de la divisoria de aguas derecha-izquierda, hay una forma de nacionalismo económico que acerca a esos presidentes a Chávez, a quien se niegan a aislar, como pretende el Departamento de Estado estadounidense. A tal punto que el 2 de mayo de 2005 Washington perdió, por primera vez en 60 años, el control de la Organización de Estados Americanos (OEA) con la elección como secretario general del chileno Miguel Insulza. Tras su fracaso en Colombia, donde perduran las últimas guerrillas, Washington considera a Chávez como su “pesadilla”. Las reformas sociales instauradas en Caracas inspiran en gran medida a los opositores a Estados Unidos en la región. Pero Venezuela, quinto productor mundial de petróleo y segundo proveedor en importancia para Estados Unidos, constituye una apuesta estratégica (igual que los países ricos en hidrocarburos y gas: México, Colombia, Ecuador y Bolivia).
Por esta razón el Pentágono mantiene una fuerte presencia militar en la región andina y en América Central. Utilizando la “lucha contra el terrorismo” como cortina de humo, invoca el peligro que representan los actores armados no gubernamentales (guerrillas, mafias, narcotraficantes, delincuencia común, grupos terroristas internacionales) y se inquieta ante el surgimiento de un fuerte movimiento indígena (México, Ecuador, Bolivia, Chile) capaz de converger con los sectores sociales radicalizados (los Sin Tierra brasileños, paraguayos y ecuatorianos, los piqueteros argentinos, los grupos antimundialización, etc.). Sin embargo, Estados Unidos no logró imponer una nueva concepción de la seguridad preventiva ni constituir una fuerza multinacional bajo el mando del Pentágono, una pretensión que rechazan, entre otros, Venezuela, Brasil y Argentina, en nombre de la soberanía nacional y la no injerencia en los asuntos de los países.
El comercio de armas marcha bien
A pesar del fin de la Guerra Fría, la militarización se acelera. Estados Unidos, que se lanzó a una “guerra contra el terrorismo”, genera la mitad de los gastos militares de todo el mundo, mientras que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) acumula los dos tercios del total. El mercado chino es muy codiciado.
En 2004 los gastos militares mundiales (incluyendo investigación y desarrollo (I+D), equipamiento y mantenimiento) alcanzaron 1.035.000 millones de dólares corrientes, lo que representa un aumento de más del 30% en dólares constantes desde 1998. Pero se trataba del punto más bajo (en términos de gastos militares) del período en que los “dividendos de la paz” aún llenaban discursos, luego del fin de la Guerra Fría. Dividendos que se evaporaron antes, incluso, de llegar a materializarse…
La necesidad de reforzar la “seguridad” (doctrina de la administración Bush, documento “Solana” adoptado por el Consejo Europeo en diciembre de 2003) figura actualmente entre las prioridades. El Departamento de Seguridad Interior, creado en Estados Unidos luego del 11 de septiembre de 2001, cuenta con un importante presupuesto (independiente del que le corresponde al Ministerio de Defensa) que financia la investigación desarrollada por los grandes grupos de la industria bélica. Estados Unidos genera la mitad de los gastos militares mundiales y su superioridad es aun mayor en el terreno de investigación, desarrollo y producción de armas.
En el marco de la Unión Europea (UE) la Comisión se muestra muy activa en la tarea de financiar programas vinculados con la seguridad. El séptimo Programa Marco de Investigación y Desarrollo, lanzado en abril de 2005, incluye una partida presupuestaria para gastos de seguridad y espaciales (ambos sectores se consideran muy vinculados entre sí) por 3.500 millones de euros. Esas sumas se añaden a los gastos de I+D militar.
El diseño de equipamientos destinados a enfrentar las amenazas militares y civiles abre prometedores mercados. La agenda de seguridad de la “post Guerra Fría” adoptada por Estados Unidos y la UE consolida de esa forma los sistemas industriales bélicos. La “transatlantización” de las industrias de armamento va en aumento, pues la producción de armas es ante todo un asunto euro atlántico. El costo enorme de las nuevas generaciones de sistemas de armas y los desafíos tecnológicos que presentan obligan a una creciente cooperación, lo que también fomentan los accionistas de las compañías del sector.
Durante la década de 1990 creció la gravitación de los inversores institucionales (fondos de pensión, fondos mutuales) en el capital de las compañías estadounidenses del área de defensa. Las presiones ejercidas por la alianza entre el sector financiero y el de la industria bélica fue uno de los factores determinantes del aumento del presupuesto militar de Estados Unidos a partir de 1999, y por supuesto a partir de 2000 (desmoronamiento del Nasquad, retroceso de Wall Street, recesión de la economía, atentados del 11 de septiembre de 2001). Los accionistas no tienen de qué quejarse. Desde hace varios años, los valores bursátiles de los fabricantes estadounidenses de armamentos registran excelentes resultados.
Desde comienzos de la década, esos grupos adquirieron empresas del sector de defensa en la mayoría de los países Europeos, salvo en Francia. Los grandes consorcios europeos del rubro (European Aeronautic Defence and Space Co., BAE Systems, Thales, Finmeccanica, etc.) también deben hacer frente a las exigencias de “creación de valor” para sus accionistas. La lógica lleva entonces a apuntar al mercado estadounidense, para reforzar allí su presencia.
En 2004, los cinco primeros países exportadores concentraron el 81% de las ventas totales de armas. Rusia estuvo a la cabeza, seguida de Estados Unidos y de 12 países europeos, cuyas exportaciones acumuladas no están muy lejos de las que exhibe Estados Unidos. En el período 2000-2004, China fue el principal importador de armas, el 95% de las cuales provenían de Rusia. Pero los proveedores occidentales están dispuestos a hacer muchas concesiones para acceder a ese mercado potencial.
El fin de la Guerra Fría y las posteriores dificultades en los países emergentes y del Sur, que son los principales clientes de la industria bélica, explican la baja en las exportaciones de armas desde hace una década. De allí la intensificación de la competencia entre los vendedores. Los desacuerdos entre Estados Unidos y la UE, y también dentro del ámbito europeo, acerca del levantamiento del embargo sobre las ventas de armas a China decidido en 1989, no obedecen a una cuestión de principios sobre los derechos humanos. En realidad, reflejan las divergencias acerca del lugar que la industria militar debe ocupar en el acceso a un mercado que asoma prometedor; mientras que en el plano geopolítico, se discute el “tratamiento” a otorgar a la potencia militar china, contra la cual Estados Unidos arma masivamente a Taiwán (en 2005 le propuso adquirir equipamientos militares por un monto de US$ 18.000 millones).
El unilateralismo amenaza a las Naciones Unidas
El mundo cuenta actualmente con 350 grandes organizaciones internacionales (frente a sólo 37 en 1909) y está, por lo tanto, más estructurado que nunca. Pero la Organización de las Naciones Unidas (ONU), de la que depende toda esa red, aún busca su legitimidad, luego de que fracasaran los intentos de reforma en la cumbre de Nueva Cork de septiembre de 2005. La hegemonía de Estados Unidos le asestó un duro golpe.
La idea de una “paz común organizada”, objetivo de la Sociedad de las Naciones, fue formulada en 1918 por un presidente estadounidense, Woodrow Wilson. La idea de crear las “Naciones Unidas” fue presentada en 1942 por Franklin Delano Roosvelt. La ONU, nacida en 1945 en San Francisco e instalada en Nueva Cork, fue la caja de resonancia de las tensiones de la Guerra Fría y tribuna del movimiento de descolonización. Se la criticó a causa de sus resoluciones nunca aplicadas (en particular, sobre el conflicto palestino-israelí), o por su incapacidad para impedir el conflicto somalí, el genocidio en Ruanda o las masacres en Bosnia. Sin embargo, en momentos en que la explosión de los conflictos internos reemplazaba al anterior “equilibrio del terror”, la ONU se presentó como una “muralla contra el caos en las relaciones internacionales” (Javier Pérez de Cuellar, 1990).
Pero la ONU choca con la pretensión estadounidense de subordinar el destino del planeta al de la nación dominante. En los umbrales del nuevo milenio, los dirigentes estadounidenses le habían reclamado a Boutros Boutros-Ghali que fuera “más secretario y menos general”, y le enviaron a su sucesor, Kofi Annan, un mensaje sugestivo: “La reticencia del Consejo de Seguridad a autorizar el uso de la fuerza asestó un golpe mortal a la ilusión, alentada durante décadas, de que se pudiera considerar a la ONU como el fundamento del orden mundial” (Richard Perle, 2003). El actual embajador estadounidense ante la ONU, John Bolton, nombrado por George W. Bush en marzo de 2005, es un ex “halcón” de la guerra en Irak y un decidido partidario del unilateralismo (igual que el presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz).
El Consejo de Seguridad, que durante mucho tiempo se mantuvo bloqueado por la rivalidad Este-Oeste, sólo utiliza de manera excepcional el derecho de veto, prerrogativa de sus cinco miembros permanentes (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia). El organismo sesiona casi siempre de manera casi permanente: cada año adopta unas 50 resoluciones y entre 1990 y 2001 aprobó 26 sanciones.
La ampliación del Consejo, desde hace mucho reclamada por los países del antiguo Tercer Mundo y por varios “pesos pesados” (Alemania, Japón, India, Brasil) debía ser el tema central en la cumbre de septiembre de 2005. Pero sus miembros permanentes (salvo Francia) se opusieron nuevamente a la iniciativa. La reforma de la Comisión de Derechos Humanos fue dejada para más adelante, a raíz de la oposición de ciertos países a la “injerencia humanitaria”.
La ONU, que cuenta con 191 Estados miembros (frente a los 51 de 1945) procura renovarse. Por eso se abrió, no sin controversias, al sector privado y a la cooperación con la “sociedad civil”, organizando numerosas conferencias importantes: la de El Cairo sobre población; las de Río de Janeiro, Kyoto y Berlín sobre el medio ambiente; la de Copenhague sobre la pobreza; la de Durban sobre el racismo; la de Johannesburgo sobre el desarrollo sustentable. Las operaciones de paz pasaron de 13 durante el período transcurrido entre 1945 y 1987, a 42 en el lapso 1989-2000. La ONU movilizó a más de 70.000 cascos azules y policías, además de 12.000 civiles, tres cuartas partes de ellos en África, y se apoya cada vez más en las organizaciones regionales.
La eficacia de la ONU debe ser medida en el contexto de su escasez de medios financieros y militares: los créditos asignados a las operaciones de paz y a los tribunales internacionales sólo equivalen al 1% o 2% de los gastos militares mundiales. Pero la organización también fue salpicada por irregularidades de gestión, como en Irak, en el marco del programa “Petróleo por alimentos”, un caso que sirvió de argumento a la derecha estadounidense.
Por último, se le reprochó a la ONU servir de pantalla o de herramienta de legitimación de las acciones de las grandes potencias, como en las guerras del Golfo. ¿Acaso Kofi Annan –cuyo segundo mandato concluye en diciembre de 2006– no debió respaldar a Washington, convalidando la definición estadounidense del terrorismo, que no contiene ninguna referencia a sus causas? (Resolución del Consejo de Seguridad del 14 de septiembre de 2005).
En la arquitectura del derecho internacional, el lugar y los medios de acción de la treintena de agencias y de programas especializados de la ONU (sobre salud, refugiados, infancia, desarrollo, etc.) provocan nuevos debates frente al poder de las grandes instituciones financieras y comerciales de la mundialización. Se han creado jurisdicciones específicas (Tribunal Penal para la ex Yugoslavia) o con vocación universal (Corte Penal Internacional), que generaron controversias, pero también esperanzas de ver surgir una justicia internacional.
ONG: hacia una sociedad civil global
Los grandes foros contra la mundialización presentaron formas originales de movilización social. Las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), muy diversas, juegan un papel de primera línea en ese proceso, sin que se las pueda asimilar a los “nuevos movimientos sociales” que se sienten representados por la corriente altermundialista.
Luego de su notable intervención en la Cumbre de la Tierra, organizada por las Naciones Unidas en 1992, las ONG fueron presentadas como el esbozo de una sociedad civil global. La denominación “Organización No Gubernamental” viene de un término acuñado por la ONU: toma como referencia los Estado y las organizaciones internacionales “gubernamentales” que constituyen la base del sistema de las Naciones Unidas. El último cuarto del siglo XX contempló el desarrollo considerable de esos movimientos, en principio independientes de los Estados y en general también de los partidos políticos.
Las ONG son, en primer lugar, asociaciones más o menos especializadas (en ayuda humanitaria de urgencia, desarrollo, derechos humanos, medio ambiente, paz, etc.) que pueden estar formadas por pequeños grupos de expertos, o bien constituir movimientos masivos, y a veces ambas cosas. Muchas ONG nacidas en un determinado país desarrollaron su acción por medio de asociaciones internacionales (por ejemplo, en Francia, el Comité Católico contra el Hambre y por el Desarrollo, CCFD). Algunas se organizaron desde el principio, o progresivamente, a nivel internacional (como Amnistía Internacional). Estas últimas son ONGI, es decir “ONG Internacionales”.
Es decir que la noción de ONG abarca una gran variedad de grupos. En muchos países, donde la libertad de asociación es una conquista reciente o parcial, la noción de ONG equivale a “asociación” en el sentido más amplio de la palabra y no corresponde a la acepción especializada. Pero el desarrollo de un espacio mundial de acción y de financiación de proyectos asociativos generó una proliferación de falsas ONG: las llamadas “gONGos” organizadas por Estados (con “g” por gobierno); “mONGos” organizadas con fines lucrativos y hasta mafiosos (con “m” por mafia); o “fONGos” financiadas por extranjeros (con “f” de foreign). Sin embargo, entre quienes financian se hallan también fundaciones sin fines de lucro, que a veces declaran una ética de ONG (las fundaciones estadounidenses como Ford, o la Open Society de George Soros).
Después del primer Foro Social Mundial de Porto Alegre (2000) también se habla de la emergencia de un “nuevo internacionalismo” de movimientos sociales con relaciones complejas con las ONG. La noción de “movimiento social” hace referencia a fenómenos de masa, propios a cada sociedad, de grupos unidos por uno o varios objetivos que se presentan como actores en el medio político nacional o internacional. Algunas ONG directamente forman parte de esos movimientos (ONG de masas); como expertos simpatizantes o en situación parasitaria (gONGos, mONGos). Otras veces se limitan a trabajar en su propio campo, sin interacción con los movimientos. La acción mundial de las ONG puede asemejarse a una verdadera forma de solidaridad internacional, a una forma de neo-apostolado laico o a una política de influencia clásica (lobbying).
+ 50% EN DIEZ AÑOS
El Observatorio de la sociedad civil creado en Londres por la London School of Economics publica junto a la Universidad de California (Los Ángeles) un informe anual sobre la “sociedad civil global”. Allí se indica que los efectivos declarados por las principales ONGI en el mundo aumentaron, entre 1993 y 2003, en un 50%, y que la cantidad de sus oficinas pasó de 12.547 en 1993 a 17.952 en 2003. Al respecto existe una gran preponderancia de los países ricos (contaban con un 53% de los efectivos y un 82% de las oficinas en 1993, y con un 38% de los efectivos y un 83% de las oficinas en 2003). Pero act5ualmente, el mayor desarrollo de las ONG se verifica en Europa del Este, Asia Central y Asia del Sur, en tanto que Medio Oriente y África del Norte registran un cierto atraso. Las ONG “del Sur”, asiáticas y sudamericanas, y a veces las africanas, lograron aumentar su visibilidad gracias a la organización de foros sociales y a ciertas campañas (como la del Jubileo del Sur, en favor de la anulación de la deuda externa). Uno de los rasgos notables del Foro Social Mundial reunido en Bombay (Mumbai) en 2004 fue la presencia masiva de dalias, intocables indios.
Ejemplos de donaciones problemáticas para las ONG
Armenia – terremoto 1988: Sobre 5.000 toneladas de medicamentos y material médico enviado, por un monto total de US$ 55 millones, el 8% había pasado la fecha de vencimiento y el 4% era inutilizable. Del 88% restante, el 58% resultó inutilizable.
Eritrea – guerra de independencia, 1989: Se necesitaron seis meses para incinerar siete remesas de comprimidos de aspirina con fecha vencida. Las autoridades recibieron un contenedor entero con medicamentos cardiovasculares no solicitados, a dos meses de su fecha límite de utilización, y 30.000 botellas de medio litro de perfusión aminoácido con fecha vencida, que aún hoy no pudieron ser eliminadas.
Francia, 1991: Sobre 4.000 toneladas de medicamentos colectadas, sólo el 20% fue utilizado en el marco de programas de ayuda.
Bosnia-Herzegovina, 1992-1996: Durante esos cuatro años, Bosnia-Herzegovina recibió 17.000 toneladas de medicamentos inadecuados, cuya eliminación costó 34 millones de dólares.
Indonesia, provincia de Aceh – Tsunami, 2004: Sobre 4.000 toneladas de medicamentos recibidos, hubo que destruir 622, el 60% no se ajustaba a las normas y el 25% tenía fecha vencida.
Fuente: Anexo del informe “Principios directivos para aplicar a las donaciones de medicamentos”, Organización Mundial de la Salud (OMS), abril de 1999; Farmacéuticos Sin Fronteras, Comité Internacional.
Emperadores de medios, de Springer a Murdoch
A medida que las compañías multinacionales adquieren medios de información y de comunicación, la concentración de los medios se acrecienta. Así se multiplican los instrumentos de presión sobre el poder político para favorecer los intereses económicos. La consecuencia es una degradación de la información.
La muerte, en diciembre de 2005, del australiano Kerry Packer marcó el fin de una trayectoria de veinte años: el hombre más rico de Australia (US$ 5.000 millones) había hecho fortuna gracias a los medios de comunicación. Propietario de la principal cadena de televisión del país y de un grupo de prensa, poseía ectensiones de tierra mayores que Bélgica; ejercía presión sobre los gobiernos, de derecha o izquierda, para que favorecieran sus intereses. Lo sucedió su hijo.
A menudo se hace referencia al “modelo” italiano, caracterizado por una perfecta combinación ente patrimonio personal, propiedad de medios de comunicación y poder político. Silvio Berlusconi, el hombre más rico del país, controló la televisión privada al mismo tiempo que ejercía, en dos oportunidades, el cargo de primer ministro, lo que le permitió adecuar las leyes a sus negocios. Pero la situación en los demás países no es muy diferente.
Entre las 500 familias más ricas del mundo, se distinguen en Francia una decena de millonarios en euros, la mitad de los cuales (Bernard Arnault, Serge Dassault, Jean-Claude Decaux, Martin Bouygues y Vincent Bolloré) operan en el sector de la información, la comunicación y la publicidad. Casi todos, a los que habría que agregar a Arnaud Lagardére, son hombres de derecha dispuestos a utilizar los medios de comunicación que controlan para ejercer su influencia en las elecciones presidenciales. Esta situación recuerda a la del grupo de prensa de Ruper Murdoch (que desarrolla extensa actividad en Estados Unidos, Australia y el Reino Unido) y al apoyo que les brindó a George W. Bush, John Howard y Anthony Blair cuando se inició la guerra en Irak.
A nivel mundial, la cuestión de los medios de comunicación se torna cada vez más política. En Venezuela, las cadenas de televisión privadas participaron, en abril de 2002, de un golpe de Estado (abortado) contra el presidente Hugo Chávez; en Brasil, el poderoso grupo Globo, que controla un sector de la prensa, la mayor parte de la televisión por cable y recursos publicitarios, torna aun más improbables las veleidades progresistas del presidente Lula da Silva.
En Alemania, donde el ultraconservador Springer (2.400 millones de euros) controla el 23% de la prensa diaria, y el conservador Bertelsmann (17.000 millones de euros) maneja un imperio editorial y periodístico, Gerhard Schröder denunció luego de los comicios de 2005 que las encuestas y los diarios eran culpables de haber socavado las chances electorales de los socialdemócratas. Unas semanas antes, en Corea del Sur, el presidente Roh Moo-Hyun enfrentaba también la hostilidad de los principales diarios (todos conservadores) y hacía saber que para evitar la “tiranía de los medios de comunicación” crearía un emprendimiento de prensa en internet.
Por otro lado, los protegidos políticos de los barones de la comunicación saben recompensar a sus padrinos. Poco después de la victoria electoral de octubre de 2004, el australiano John Howard confirmaba la flexibilización de las normas antimonopólicas que impedían al ultraconservador Rupert Murdoch extender su control sobre los medios de comunicación del país. El presidente Bush, por su parte, nunca lamentó haber promovido de la misma manera los intereses de los oligopolios de la información y la comunicación. Actualmente, la dinámica de la “convergencia” o de la “consolidación” permite a un mismo grupo (como ya sucede con Globo en Brasil) elaborar los guiones de las seires televisivas, grabarlas en sus propios estudios, difundirlas en su red de canales y luego venderlas en sus locales.
SANGRE EN “PRIMERA PLANA”
Semejante lógica industrial deja poco espacio a la competencia y al pluralismo en materia de información, y a nadie le preocupa la calidad. La carrera por el rating y la rentabilidad desemboca casi siempre en el sacrificio de la información internacional (costosa y con un índice de audiencia incierto) en beneficio de temas vinculados con el consumo (que apasionan a los publicistas) y las noticias policiales (la audiencia está garantizada).
El principal canal francés, TF1, sólo tiene cinco corresponsales permanentes en el exterior. Lo mismo sucede en Estados Unidos: en 2005, sólo dos diarios estadounidenses contaban con un enviado permanente en Afganistán. Y lo que es aun más grave: bajo los mandatos del rating, los informes sobre delincuencia, pedofilia y asesinatos se incrementaron en un 700% en Estados Unidos entre 1993 y 1996, mientras que en el mismo período el número de casos registrados disminuía un 20%. Casi en todas partes, el tratamiento de la información con fines comerciales indujo a un endurecimiento de las penas y un aumento de las detenciones.
Geoeconomía de las corrientes migratorias
La pobreza y el desempleo son las causas principales, aunque no exclusivas, de las migraciones. El destino de esas corrientes depende cada vez más de redes, legales e ilegales, que se apropian de una parte creciente de los beneficios de la mundialización, gracias a la precarización del empleo.
Los antiguos lazos coloniales llevaron a los emigrantes argelinos a instalarse en Francia, mientras que los del subcontinente indio partían rumbo al Reino Unido. La formación de espacios económicos transnacionales vinculados con la actividad de empresas estadounidenses en el exterior, al igual que la presencia militar en Vietnam, Filipinas o El Salvador, fomentaron la emigración desde esos países hacia Estados Unidos. Hoy, más allá de la herencia colonial, la mundialización crea nuevas redes, legales e ilegales, entre los países de emigración y los de destino. Varios países que históricamente eran de emigración se convirtieron en países de inmigración o de tránsito, fundamentalmente en el sur de Europa.
Las corrientes internacionales se multiplican a nivel regional y entre los continentes, favorecidas, y a veces inducidas, por el desarrollo de las infraestructuras técnicas y organizativas de la economía mundial, legal o no. Así se establecen lazos estrechos entre la creación de mercados mundiales de servicios y mercancías, el aumento de los flujos monetarios transfronterizos y las corrientes migratorias vinculadas con el empleo.
Los organismos internacionales influyen directamente sobre los mecanismos que impulsan esas corrientes, al aumentar las presiones sobre los países en vías de desarrollo con sus “programas de ajuste estructural” (apertura de la economía a las empresas extranjeras, supresión de las subvenciones estatales y también crisis financieras seguidas de políticas de reconstrucción). Desde siempre, el reclutamiento de mano de obra –ya sea de grandes profesionales, de empleados sin especialización o de “trabajadoras del sexo”– mezcló actores oficiales, gobiernos o empresarios de los países de inmigración con traficantes (tratantes de esclavos, pasadores de fronteras). Pero el comercio ilegal de mano de obra registró un crecimiento considerable durante la década de 1990, cuando los traficantes regionales tradicionales comenzaron a operar a una escala cada vez mayor, a la vez que surgían nuevas redes, como durante la desintegración de la Unión Soviética.
Junto con el desarrollo del turismo, que juega un papel muy importante en numerosos países, el comercio del sexo se generalizó como un elemento más de esa “industria del entretenimiento”. Así surgieron nuevos circuitos. El desarrollo del turismo internacional en un país de emigración, como República Dominicana, alentó el ingreso ilegal de mujeres rusas. Ese comercio puede ser utilizado como estrategia de desarrollo en zonas de alto nivel de desempleo y de pobreza.
Los ahorros remitidos por lo emigrados, al igual que las ganancias provenientes de las redes clandestinas, generan fuentes de divisas extranjeras cada vez más importantes para ciertos Estados. Los envíos de divisas por parte de los emigrados, estimados en US$ 70.000 millones de dólares en 1999 y en US$ 230.000 millones en 2005, constituyen para muchos países en desarrollo una fuente considerable de reservas de cambio: por ejemplo, un tercio del total en Bangladesh. En el caso de la República Dominicana esos ingresos son más elevados que los del turismo, principal factor de crecimiento económico del país. En México, son la segunda fuente de divisas, luego del petróleo.
La exportación ilegal de mano de obra emigrada es un mercado rentable, sobre todo para los traficantes; según las Naciones Unidas, generó US$ 3.500 millones anuales durante la década de 1990, y según el Departamento de Estado, 7.500 millones de dólares en 2004. Ese mercado, que en otras épocas estaba en manos de delincuentes de poca monta, ahora se ha estructurado a nivel mundial, pero sólo recientemente el crimen organizado comenzó a participar en él, gracias a alianzas intercontinentales. Las redes étnicas en las que éstas se apoyan facilitan –gracias a sus contactos locales– el transporte y la distribución de esos inmigrantes, así como el suministro de documentos falsos.
Ya sea legal o ilegal, el tráfico de trabajadores, fundamentalmente de los destinados a la prostitución, es un comercio lucrativo. Las mujeres son, de lejos, el grupo más importante afectado por esta actividad. Últimamente aparecieron nuevos mercados de trabajo poco remunerados, que registran una importante participación de mujeres inmigrantes, por ejemplo, en las nuevas actividades de servicios de las grandes ciudades del Norte: trabajo a domicilio, limpieza, cuidado de niños, etc. Y una vez que se creó una comunidad de inmigrantes, su acción tiende a reemplazar el reclutamiento externo, con lo que se establece una cadena migratoria.
3. - Mundialización, ganadores y perdedores
La explosión de las desigualdades
¿Sirve el desarrollo sin crecimiento?
Para cientos de millones de seres humanos, el crecimiento económico en términos de Producto Interno Bruto (PIB) viene acompañado de necesidades básicas insatisfechas. Lo cualitativo no se disuelve en lo cuantitativo.
Según los cálculos de Angus Maddison, entre 1820 y 1998 el PIB por habitante se multiplicó por 30 en Japón, por cerca de 15 en Europa Occidental y entre 3 y 9 veces en el resto del mundo (3,3 en África). Tras la llegada del nuevo milenio, la cantidad de personas afectadas por la pobreza, la falta de acceso al agua potable, la desnutrición o el analfabetismo sigue contabilizándose por cientos de millones, mientras que el ingreso del 1% de los más ricos es equivalente al del 57% de los más pobres del planeta.
Al mismo tiempo, el aumento de gas carbónico en la atmósfera no deja lugar a dudas: es de 380 ppm (partes por millón) y podría alcanzar las 500 ppm en 2050, es decir, el doble con respecto a la época preindustrial. Los países más ricos son los principales responsables: un estadounidense emite 5.500 kilos de equivalente carbono por año, contra los 35 kilos de un nepalés. Vale la pena tener en cuenta que el umbral crítico de emisión es de 500 kilos.
Para salir del actual punto muerto se perfilan tres vías.
La primera es la que aportó la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como conclusión del informe Brundtland (1987), que propone el desarrollo sustentable para “responder a las necesidades del presente sin comprometer la posibilidad de que las generaciones futuras puedan satisfacer las suyas”. Aunque aprueban la adopción del Protocolo de Kyoto (1997) para reducir la emisión de gas de efecto invernadero, los defensores de esta postura plantean equivocadamente la posibilidad de conciliar el crecimiento perpetuo y la resolución de los problemas sociales y ecológicos. Pero la mejora de las técnicas de producción y la economía virtual sólo permiten un ahorro relativo de recursos si la producción sigue creciendo de manera absoluta.
La segunda vía descarta cualquier desarrollo y preconiza el “decrecimiento” de las actividades económicas. Los defensores de esta tesis niegan la distinción entre crecimiento y desarrollo, y afirman que este último no hace sino perpetuar la dominación occidental sobre el resto del mundo. Pero esta opción subestima la necesidad que tienen las poblaciones más pobres de un importante aumento de la producción material, y también se inclina hacia un relativismo cultural que hace de la pobreza mundial una simple proyección de los valores y percepciones occidentales.
Una tercera vía se puede bosquejar en torno a tres ideas:
Todos los pueblos de la Tierra tienen derecho a satisfacer sus necesidades básicas (alimentación, educación, higiene, salud o democracia). Esto requiere inevitablemente un período de crecimiento económico;
Este crecimiento no puede ser eterno, y hay que distinguir las producciones que es necesario aumentar de aquellas que deben disminuir de inmediato, ante todo en los países ricos;
Se necesita elaborar una nueva noción de riqueza, para privilegiar la disminución del tiempo de trabajo frente a la fuga hacia adelante de la producción y el consumo, los valores de uso frente a los valores comerciales, la ampliación de la esfera pública frente a la esfera privada, y el dominio colectivo de los bienes públicos mundiales (recursos, conocimientos) frente a su privatización. Esta vía se opone en todos los puntos a la actual tendencia de liberalización.
Las demandas de rentabilidad del capital chocan con los principios de la vida natural y la vida social. La dimensión cultural de la actual crisis económica tiene que ver con el hecho de que la noción de progreso ya no nace de sí misma. La idea de progreso, surgida de la filosofía del Siglo de las Luces, ha servido de marco ideológico a la revolución industrial. Frente al consiguiente desarrollo económico que engendró los perjuicios conocidos, ¿hay que resignarse a abandonar cualquier idea de progreso? Sin duda que no, pero sólo en la medida en que ya no se pueden ignorar los riesgos para la vida generados por el crecimiento infinito ni los riesgos sociales causados por la profundización de las desigualdades. Sería sensato entonces desvincular el desarrollo humano del aumento de la producción y el consumo; lo que plantea la necesidad de superar las relaciones sociales sometidas al imperativo de la acumulación de capital. Un programa ambicioso que exige pensar las actividades humanas dentro de la biosfera.
El costo real del financiamiento privado
La ayuda pública al desarrollo disminuyó notablemente. La crisis de la deuda invirtió los flujos netos, tornándolos favorables a los países desarrollados. Los créditos bancarios son reemplazados por instrumentos financieros de mercado, más volátiles. Recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) significa acceder a créditos que, aunque más baratos, vienen condicionados.
En los flujos financieros internacionales se distinguen tres componentes: los créditos bancarios; las Inversiones Extranjeras Directas (IED, conformada por la compra de empresas o de al menos un 10% de las acciones de una compañía) que supuestamente son más estables; y, por último, las “colocaciones en cartera”, las más fluctuantes, compuestas principalmente por títulos de créditos (como obligaciones y bonos del Tesoro a corto y mediano plazo). La estructura de los movimientos de capitales destinados a los países en vías de desarrollo cambió radicalmente.
Antes de la Primera Guerra Mundial, el origen de los capitales era sobre todo privado. Después, hasta los años 1970, fue predominantemente oficial (público). En la década de 1970 el reciclaje de los petrodólares colocados en los bancos de los países desarrollados produjo un aumento de los flujos de fondos privados, compuesto en sus dos terceras partes por préstamos bancarios destinados básicamente al sector público de los países en desarrollo (gobiernos y empresas estatales). Luego los flujos públicos declinaron, al pasar del 15,5% del total de la financiación en los años 1970 al 6,4% en los años 1990. La evolución fue muy desigual: en 2002, por ejemplo, calculado por persona y por día en centavos de dólar, su monto era de 84 en Dinamarca, 25 en Francia, 18 en Alemania y… 13 en Estados Unidos.
Los años ´80 se caracterizaron por el alza de las tasas reales de interés para los créditos privados, la crisis de la deuda y una inversión de los flujos netos de capital: no sólo las fuentes de financiación se agotaban, sino que la obligación de pagar con recursos propios llevó a que de los países en desarrollo salieran más capitales de los que entraban. Esta “ayuda” paradójica del Tercer Mundo a los países desarrollados fue desastrosa para la inmensa mayoría de la población en África y en América Latina. En ese mismo período, las finanzas desarrollaban sus aspectos parasitarios en diferentes formas.
VAIVÉN ESPECULATIVO
Hay dos razones que bloquean el acceso a los créditos, salvo en los países asiáticos: los mercados financieros internacionales desarrollan nuevos productos financieros (en especial los bonos de deuda pública) y el crédito bancario decae, lo que disminuye el riesgo para los bancos. En el conjunto de las operaciones de financiamiento, los fondos de origen bancario descienden del 66% en promedio para el período 1973-1981 al 11.7% durante el lapso 1990-1997, y se destinan fundamentalmente a Asia.
En la segunda mitad de los años 1990, las IED aumentaron considerablemente en las economías emergentes (principalmente en Asia, América Latina y África del Sur) al ritmo de las privatizaciones; luego declinaron con la crisis de los mercados bursátiles. En el curso de la década de 1990 Asia (sobre todo China) y América Latina (en especial Brasil y México) recibieron un monto de IED comparable (del orden de los US$ 35.000 millones por año). Según el FMI, en 2001 Asia fue superada por América Latina (70.000 millones contra 65.500 millones de dólares). Después la tendencia volvió a invertirse notablemente.
Leyendo las estadísticas, las inversiones en cartera parecen poco importantes. Salvo que no se trata de montos brutos, sino netos (entradas menos salidas).
Esto no plantea demasiados problemas para las IED, dado que los países en desarrollo casi no exportan este tipo de capitales, a excepción de algunos países asiáticos (Taiwán, Corea del Sur y también, tímidamente, China); pero resulta complicado para las colocaciones en cartera, caracterizadas por movimientos a veces violentos de “vaivenes” especulativos, en función de la evolución comparada de las tasas de cambio e interés.
Esta enorme volatilidad acrecienta considerablemente la vulnerabilidad financiera de los países receptores; y cuando la situación financiera se torna un poco tensa, las primas de riesgo (por lo tanto, el nivel de las tasas de interés) se elevan de manera desmesurada. La crisis de la deuda “facilita” entonces la sumisión a las exigencias del FMI.
Pero si pasar por el FMI parece menos costoso (por sus menores tasas de interés sobre los créditos), un acuerdo con este organismo suele resultar extremadamente oneroso: la política económica debe obedecer a un criterio fundamentalista cuyos efectos sobre la mayor parte de la población pueden ser muy negativos en términos de aumento de la pobreza.
Deuda: a quiénes aplasta, a quiénes enriquece
Condonaciones y quitas de la deuda que se multiplican, promesas de donaciones por parte de los países ricos: viendo estos anuncios de los últimos años, podría creerse que el endeudamiento global del Sur disminuyó. No es así. Más allá de las medidas para reducir su monto, no dejó de aumentar.
A fines de 2003, la deuda externa global de los países en vías de desarrollo ascendió a unos 2,53 billones de dólares. Entonces, los Estados del Sur más endeudados en valores absolutos son latinoamericanos: Brasil (US$ 254.000 millones), Argentina (186.000 millones) y México (157.000 millones).
Pero a pesar de estos elevados montos, esa deuda es menos pesada, si se la compara con la riqueza nacional, que la de los países más pobres, donde a menudo supera el total del Producto Interno Bruto (PIB). La deuda externa total de unos 40 países “con ingresos bajos” se sitúa por encima de los US$ 520.000 millones. En varios de ellos alcanza picos elevados. En el África Subsahariana, 16 países cargan con una deuda que supera el monto de su PIB. En Santo Tomé y Príncipe, Liberia y Guinea Bissau es superior al 300% de su PIB. En América Latina, la de Nicaragua equivale al 172%.
AUSTERIDAD
Este endeudamiento es tan astronómico que, después de muchos años, los Estados acreedores y las instituciones financieras internacionales debieron admitir la necesidad de reducirlo para aflojar la tenaza que oprime a estos países y les impide reanudar su crecimiento. La última de esas iniciativas, dirigida a los países pobres muy endeudados, fue instaurada en 1996, y a fines de 2003 abarcaba a 27 naciones que cumplían las condiciones necesarias para beneficiarse con ese mecanismo.
Pero aunque estos países hayan logrado reducir el monto de sus pagos, el mecanismo les resulta insuficiente frente al peso de su endeudamiento total. Lo que ocurre es que este esquema no está destinado a suprimir la carga, sino a tornarla más “soportable” y a hacer posible el pago. Por último, las condiciones que acompañan a los mecanismos de quita son tan estrictas que no permiten realmente restablecer las economías ni recuperar a los sectores sociales afectados.
A pesar de que las potencias del Norte tienen un endeudamiento externo mucho mayor que el de los países en desarrollo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) no encuentra allí nada que decir. Los países ricos son responsables de más del 90% de una deuda mundial estimada en unos 35 billones de dólares. Sólo los Estados Unidos –con 7,6 billones– equivale al triple de la que acumula el conjunto de países del Sur. Le siguen el Reino Unido, Alemania y Francia.
Sin embargo, son los países del Sur los que están obligados a reembolsar las sumas que, se supone, deben al Norte. Para hacerlo, tienen que aplicar medidas de austeridad que los Estados del Norte considerarían intolerables. En realidad, actualmente los deudores del Sur financian una parte de los déficits de las naciones ricas, pues hace décadas que sus flujos financieros hacia el Norte son más importantes que los flujos Norte-Sur.
Deducidos los nuevos préstamos, entre 1985 y 2000 los países en desarrollo tuvieron que pagar un promedio de US$ 16.000 millones anuales en concepto de servicios de la deuda (reembolsos anuales del capital e intereses vencidos). Según el FMI, en 2001 el monto global de los servicios alcanzó US$ 318.800 millones. Esto significa que los países en desarrollo pagan anualmente cerca del 13% del stock de su deuda. Desde 1995, el África Subsahariana, considerada la región más pobre del planeta, envía al Norte US$ 1.500 millones más de lo que recibe.
Si se suman los pagos por servicios de la deuda las ganancias absolutas que obtuvieron las empresas del Norte por sus inversiones en el Sur y las colocaciones realizadas en el Norte por los países más dinámicos del Sur –como China, que es acreedora de una parte importante de la deuda estadounidense– esos flujos alcanzan proporciones enormes. Ahora bien, la ayuda pública al desarrollo otorgada por los países miembros de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) en 2004 ascendió a US$ 78.600 millones, es decir, el 0,4% de sus ingresos.
¿Las potencias mundiales están tomando conciencia de las consecuencias devastadoras de esos desequilibrios planetarios? ¿La voluntad de las instituciones financieras internacionales de extender las reducciones de deudas y la iniciativa a favor de África emprendida por Anthony Blair son signos que lo anuncian?
Durante la reunión del G-8 en julio de 2005, los Estados ricos decidieron condonar la deuda multilateral de 18 países pobres del mundo por un monto total de US$ 48.000 millones, lo que está lejos de resolver sus problemas. Por otro lado, para beneficiarse de esta nueva iniciativa, deben someterse a las mismas condiciones que para conseguir las reducciones anteriores. Además, esta condonación no comprende los créditos bilaterales, de lejos más importantes.
Este modesto esfuerzo financiero realizado por el Norte no alienta el optimismo. Si bien un país deudor con ingresos medios, como Argentina, pudo hacer caso omiso de los dictados del FMI y reestructurar su deuda con los acreedores privados imponiendo sus propias condiciones, las naciones más pobres no podrían hacerlo, porque por ahora dependen únicamente de la hipotética buena voluntad de aquellos a quienes se sigue denominando “donantes”.
Fondos que especulan con las jubilaciones
Encargados de recaudar, organizar e invertir los aportes de sus afiliados y de las empresas (cuando el empleador hace una contribución complementaria) para asegurar el pago de futuras jubilaciones, los fondos de pensión se convirtieron en actores principales de los movimientos financieros internacionales. La estrategia de esas entidades, dominadas por organismos estadounidenses, tiene un creciente peso en los equilibrios mundiales.
La iniciativa de crear fondos de pensión surgió de empresas estadounidenses y británicas interesadas en fidelizar a trabajadores calificados, a quienes beneficiarían con prestaciones sociales ventajosas. En su origen, sólo se trataba de complementar un sistema jubilatorio de reparto creado para los asalariados del sector privado durante la depresión de 1929, que después de 1955 se extendió a los empleados del sector público. En este régimen básico, el ingreso ofrecido a los jubilados era bajo, si se lo comparaba con el último salario.
Por esta razón, entre 1950 y 1970 los empleadores optaron por pagar los aportes (exentos de impuestos) a un fondo propio de la empresa. En Europa, la capitalización tiene una función de complemento de la jubilación, en especial allí donde los regímenes de reparto ofrecen retribuciones previsionales bajas (30% del salario promedio).
En Estados Unidos, los fondos de pensión gestionan las jubilaciones del sector público o del sector privado. Los primeros deben cumplir con las leyes de cada Estado, mientras que los segundos están sometidos al Employee Retirement Income Security Act (1974), que distingue entre los fondos de prestaciones definidas y los de aportes definidos.
La mayoría de los fondos de prestaciones definidas están financiados sólo por los empleadores. El asalariado sabe de antemano a qué tendrá derecho: el monto de la jubilación varía según la antigüedad y el salario. Si el rendimiento de las inversiones no es suficiente para cubrir esa suma, será la empresa la que asuma el riesgo financiero.
Los fondos de aportes definidos, en cambio, no aseguran prestaciones: lo que se conoce es el importe de los aportes pagados (con una posible opción individual en torno a las inversiones en el mercado). En esos fondos, alimentados por el asalariado y a veces también por el empleador, el riesgo financiero es asumido por los asalariados, porque la jubilación dependerá de los rendimientos bursátiles.
Desde los años ´80 se multiplica el cierre de los planes de prestaciones definidas y disminuye la proporción de asalariados cubiertos por ese tipo de regímenes. En 2000 este sistema apenas cubría a alrededor del 20% de los asalariados estadounidenses (43% en 1975), frente al 27% que se encuentra inscripto en los planes de aportes definidos. Esto significa que las empresas se desentienden de los problemas relacionados con la financiación de la jubilación, pues transfieren el riesgo financiero y la carga de los aportes a los beneficiarios. A partir de 2000 la caída de la Bolsa desencadenó una crisis en la financiación de los fondos de pensión.
Muchos grandes grupos, como General Motors, Ford, Chrysler e IBM, ya no pueden hacer frente a sus obligaciones y procuran imponer un recorte de las jubilaciones que deben pagar. Los fondos de pensión de las 500 empresas estadounidenses más importantes muestran un déficit acumulado de US$ 239.000 millones. Algunas de estas compañías se han sentido tentadas de colocarse bajo la protección de la ley de quiebras, que les permite sustraerse a las obligaciones frente a sus antiguos asalariados.
En otras empresas, donde el fondo es de aportes definidos y el riesgo es íntegramente asumido por el trabajador, muchos jubilados y futuros jubilados fueron duramente afectados por la crisis bursátil. Millones de asalariados tuvieron que diferir su retiro y continuar trabajando. Otros, ya jubilados, se vieron obligados a retomar un “trabajito” para llegar a fin de mes.
El panorama general marca una sustancial transformación de la naturaleza de los fondos: sirven cada vez menos como complemento de la jubilación; son, ante todo, “instituciones financieras” con un poder temible sobre los mercados mundiales, dominados por una lógica de rendimiento a corto plazo y “diversificación” (de los riesgos) atractiva para sus “clientes”.
Los aportes recaudados se invierten en diferentes tipos de activos: acciones, obligaciones negociables, fondos de inversión en valores mobiliarios, títulos monetarios de corto y mediano plazo, derivados financieros, bienes inmuebles, etc. Entre 1993 y 2001 el índice de crecimiento de sus activos financieros alcanzó un promedio del 8% anual: algo más del 9% para las acciones y 5,6% para las obligaciones negociables.
Así, a escala internacional los fondos de pensión se convirtieron en poderosos actores: en 2001 sus activos financieros, medidos como porcentaje del PIB de sus respectivos países, eran del 113,5% en Suiza, 105% en Holanda, 66,4% en el Reino Unido y 63% en Estados Unidos. En este último país, administraban en 2001 algo más de US$ 6,3 billones y concentraban el 70% de los activos financieros totales (contra el 10% en el Reino Unido, 4% en Holanda y 3% en Suiza).
Detrás de los mitos del libre comercio
Muchos dirigentes liberales creen que los éxitos económicos deben ser atribuidos al libre comercio, y que los fracasos y atrasos ocurren cuando no se respeta ese principio. Es un mito que nació en el siglo XVIII y acompañó tanto la primera como la actual fase de mundialización.
A menudo se supone que el rechazo al libre comercio significa un repliegue autárquico para proteger producciones demasiado costosas. A la inversa, las “aperturas” al comercio internacional y el despegue económico de Corea del Sur o de China son presentados como ejemplos del “libre comercio”. Eso equivale a ocultar el sentido de las palabras y de la cuestión. El libre comercio involucra libre competencia (por lo tanto entre iguales), no desvirtuada por el Estado. Y no es tanto que se le oponga la autarquía económica sino el intercambio bajo control, con un debate acerca de su funcionamiento. En realidad, elevados índices de “apertura” –altos porcentajes de exportaciones con respecto a la producción– pueden ir de la mano con políticas de fuerte intervencionismo estatal como ocurre en Corea del Sur y China, donde el crecimiento fue “protegido”. Es lo que hicieron todos los países hoy desarrollados, algo que ocultan las versiones dominantes de la historia del comercio mundial.
Siguiendo el consejo de David Ricardo, el principal teórico del “libre cambio”, la Inglaterra del siglo XIX abolió las corn laws, que hasta ese momento protegían la producción cerealera británica. Inglaterra, que había experimentado su revolución industrial capitalista un siglo antes que Francia, conducía hasta entonces una política “mercantilista” como las otras potencias. Es decir, una política proteccionista en el marco de una alianza entre Estados fuertes y grandes mercaderes del comercio “de larga distancia”, con el apoyo de fuerzas armadas. Todo ello con el propósito de conquistar el “Nuevo Mundo” y controlar las grandes rutas del comercio mundial. La revolución industrial y la expansión del intercambio se realizaron –de Europa Occidental a Estados Unidos y hasta Japón– sobre bases proteccionistas.
La tesis “librecambista” fue formulada en el seno de la primera potencia industrial y colonialista de la época, y si volvió a ponerse de moda en los años ´80 en Estados Unidos fue, nuevamente, como respuesta a una crisis de las ganancias. La tendencia a la caída de la rentabilidad fue formulada por Ricardo (antes de ser desarrollada por Karl Marx) a partir de un análisis del rendimiento decreciente de la tierra. Entonces Inglaterra sacrificó su producción de trigo y buscó importar materias primas más baratas, para así recomponer sus ganancias.
Pero la tesis del libre comercio fue presentada por sus promotores como “universal”, dado que suponía que cada país ganaría al especializarse “libremente” (sin la menor relación de dominación…) en las producciones para las que contara con una “ventaja comparativa”. Los créditos o inversiones de los países ricos debían permitir a los países pobres comprar los bienes de los países desarrollados, y el pago de esas deudas se cubriría con las exportaciones.
A partir del siglo XIX esta tesis fue denunciada como hipócrita tanto en Estados Unidos como en Alemania. Estas potencias ascendentes –rivales de Inglaterra– señalaban que así Gran Bretaña propugnaba la supresión de las protecciones una vez conseguida su posición dominante. Pero si bien en esa época Estados Unidos, Alemania y Japón construían su poder protegiéndose de las primeras potencias de Europa Occidental, luego los tres se lanzaron, como Gran Bretaña, a una expansión imperialista que imponía en los países dominados la supresión de sus protecciones. El doble discurso llamó “libre comercio” a esa apertura forzada de países, cuando las metrópolis continuaban conteniendo periódicas crisis y explosiones sociales mediante su propio intervencionismo estatal.
Las revoluciones del siglo XX en los países periféricos buscaron romper la dependencia generadora de subdesarrollo. La Guerra Fría entre sistemas facilitó la descolonización y la resistencia a las dominaciones. Políticas de Estado intervencionistas subordinaron el comercio internacional a opciones autolimitadas, en el marco de dictaduras o “sociedades de consumo” –sin que en ninguna parte las poblaciones tuvieran un real control de las opciones–.
En la década de 1970 todos esos modelos enfrentaban las contradicciones de este tipo de crecimiento. Estados Unidos, al perder hegemonía y ante una crisis de la renta, apeló a la doctrina de la “libre competencia”. Detrás de discursos que contrastan con el proteccionismo duro de las grandes potencias, un tercio del comercio mundial se desenvuelve en el seno de firmas multinacionales que desplazan sus procesos de producción según las ventajas comparativas de las cargas fiscales y costos salariales que consiguen en un mundo sin fronteras para ellas.
La competencia impone su ley a los servicios
El Acuerdo General sobre Comercio de Servicios (AGCS) forma parte de los compromisos de Marrakech (1994), obligatorios para los Estados miembros de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Se trata de un acuerdo emblemático de la voluntad de liberalizar masivamente –es decir, de someter a las leyes de la competencia– actividades que afectan la totalidad de la vida cotidiana.
Firmado en 1994, al término de la Ronda Uruguay, último ciclo de negociaciones del Acuerdo General de Tarifas y Comercio (GATT), el AGCS se aplica a todas las actividades de servicios, que la OMC agrupa en doce sectores. La única excepción contemplada es la de un servicio que se suministrado gratuitamente por un único proveedor (administraciones centrales y locales, ejército, magistratura). Esta excepción queda sin efecto si aparecen operadores privados en cualquier esfera. No se hace ninguna distinción entre sector privado y público, mercantil y no mercantil (por ejemplo, subvencionado por razones de cohesión social).
El AGCS se aplica a las “medidas” (legislaciones, reglamentaciones y procedimientos) adoptadas por los gobiernos locales, regionales o nacionales en torno a los servicios. También se impone a las organizaciones no gubernamentales si las actividades que realizan están subvencionadas.
Se distinguen cuatro modos de prestación de servicios:
- Servicios provistos desde el país de origen a otro país (enseñanza por internet, suministro de electricidad producida en otro país, transmisión de un diagnóstico médico de un país a otro, etc.)
- Servicios que requieran el desplazamiento del cliente cuando consuma un servicio fuera de su país (estudios, hospitalización, consulta a un abogado en un país diferente del propio, alquiler de cuartos de hotel en el exterior, etc.).
- Servicios comercializados en otro país (organizar en un país extranjero un programa de enseñanza, instalar una sucursal o una oficina de representación).
- Servicios relativos a la movilidad del personal (traer profesores de otro país, o incluso personal para el sector de la construcción).
Cuando un Estado se compromete a aplicar el AGCS, en ciertos casos puede recurrir a excepciones, pero estará sometido a las siguientes obligaciones:
- Transparencia: no habrá excepciones a esta “regla” –la tolerancia con respecto al secreto bancario en los paraísos fiscales muestra cual es la situación–.
- “Cláusula de la nación más favorecida”: cada Estado tiene que ofrecer a todos los proveedores de servicio de todos los Estados el mismo tratamiento que el que acuerda a su proveedor con mayor privilegio; las excepciones están limitadas a diez años.
- Tratamiento nacional: cada Estado tiene que brindar a los proveedores extranjeros de servicios el mismo tratamiento que a sus propios proveedores de servicios, sean públicos o privados. Habrá negociaciones que limiten –e incluso prohíban– las subvenciones que provoquen “efectos distorsivos” en la competencia.
- Acceso al mercado: se prohibirá que los Estados impongan limitaciones. Mediante la negociación se pueden dejar de lado todas las “medidas” de excepción si se las juzga “más rigurosas de lo necesario” en la órbita de las normas de calificación, de las normas técnicas y de las prescripciones en materia de licencias.
Se decidió aplicar este acuerdo a través de “series de sucesivas negociaciones” con motivo de las cuales se invita a los Estados a implementar las diferentes modalidades del AGCS a un número cada vez mayor de actividades de servicios. Su efecto casi automático es la extensión de las privatizaciones. En 1994 la adopción del AGCS dio lugar a una primera serie de compromisos específicos. En febrero de 2000 comenzó una segunda etapa de negociaciones que podría concluir a fines de 2006.
MORATORIA
La reticencia de muchos países del Sur a aplicar el AGCS dio origen a una decisión tomada durante la Conferencia Ministerial de la OMC de Doha, en noviembre de 2001. Se trata de inducir a los Estados a presentar “demandas” (lista de servicios que un país quiere que se liberalice en otro) y “ofertas” (lista de servicios que un país declara estar dispuesto a liberalizar en su territorio). Entre los países que hicieron “demandas” y “ofertas” tendrán que establecerse negociaciones bilaterales. Luego se deberá llevar los resultados al ámbito multilateral. La exigencia de una moratoria y una vasta publicidad de estas “ofertas” y “demandas” son reclamos planteados por las organizaciones contra la mundialización.
Deslocalizaciones versus derechos sociales
Los desplazamientos de procesos productivos alcanzan a todos los sectores industriales y a los servicios, lo que inquieta a los asalariados de los países desarrollados. Pero tampoco aseguran una dinámica económica y social sustentable en las países en vías de desarrollo. Esta contradicción confirma la necesidad de una nueva regulación de las relaciones internacionales.
En su sentido usual, la deslocalización consiste en detener toda o una parte de una actividad para transferirla a otro país. Las producciones así transferidas apuntan a abastecer el mercado de origen o al de otros países. En el primer caso, aumentan las importaciones; en el segundo, reducen las exportaciones del país de origen. En ambos casos la actividad, y por lo tanto el empleo, se ven afectados. El debate público y mediático pone el acento sobre las deslocalizaciones a los países en vías de desarrollo. De donde surge la fórmula extremadamente engañosa de “competencia de los países con salarios bajos”.
Las consecuencias de este fenómeno son difíciles de medir. Algunos sectores se ven particularmente afectados, pero en la actualidad su impacto global es limitado. Según un informe oficial, en Francia el efecto sería escaso, incluso discutible en cuanto a la dinámica económica y la evolución del mercado de empleo. Lo mismo ocurre en Estados Unidos. La incidencia de los desplazamientos industriales en sentido estricto habrían pasado de 200.000 a 550.000 puestos por año (es decir, del 0,15% al 0,20% de la población activa).
En principio, estos cambios alcanzaron a las industrias llamadas “intensivas en mano de obra”, como el sector textil, la confección, el cuero, la madera, los juguetes o los pequeños electrodomésticos. En la actualidad, este fenómeno se observa en el conjunto de los sectores de actividad, tanto en la industria como en los servicios, y en las áreas con alto valor agregado: automóviles, aeronáutica, informática, investigación-desarrollo.
La expansión de las deslocalizaciones contradice las clásicas tesis acerca de la división internacional del trabajo, que se supone aseguran un desarrollo globalmente armonioso mediante especializaciones ventajosas para ambas partes. Por el contrario, se comprueba la ampliación de la competencia entre países en el seno de sectores que requieren el mismo tipo de empleo.
En los países en desarrollo, los desplazamientos de procesos productivos suelen ser vistos como una oportunidad, Así, por ejemplo, el fuerte aumento de las exportaciones chinas se debe en gran medida a la presencia de firmas multinacionales, sobre todo estadounidenses, que se instalaron allí. El gran distribuidor estadounidense Wal-Mart importa a Estados Unidos el equivalente a 15.000 millones de dólares anuales de productos fabricados en China.
El desarrollo de las tecnologías informáticas abre, por otro lado, nuevas perspectivas para países como India o algunos Estados de Europa del Este. Esta tendencia puede llegar a acentuar aún más la marginación de los países menos desarrollados.
El contraste de percepciones entre los países del mundo industrializado y las naciones en vías de desarrollo puede modificarse si se analizan los verdaderos motivos de los desplazamientos productivos. Sus principales vectores son las empresas multinacionales. Al pasar de un país a otro, buscan mejorar su rentabilidad financiera, haciendo que entren en competencia los sistemas socioproductivos para aprovechar las diferencias en términos de salarios, cargas sociales, niveles de productividad laboral, legislación social y de protección del medio ambienta, ventajas impositivas, etc.
Con el fin de atraer a los capitales internacionales, los países son impulsados a lanzarse a una feroz competencia, a través de sus “ventajas comparativas”: escaso o nulo respeto de las reglas de protección social y del medio ambiente, violación de los derechos laborales básicos… Esta competencia frustra cualquier perspectiva de un verdadero desarrollo económico y social, una cuestión fundamental para la humanidad si se tiene en cuenta la amplitud de las necesidades que siguen insatisfechas en el mundo. En realidad las deslocalizaciones productivas plantean una cuestión esencial: el derecho al desarrollo, el mejoramiento y respeto de las normas sociales y medioambientales de todo el planeta. Este dato fundamental debe integrarse en la estrategia de las fuerzas sociales que militan para construir una alternativa a la mundialización liberal, a la estrategia de generar competencia entre los trabajadores.
Lavado de dinero, mafias y paraísos fiscales
En los años ´90, la cuestión del lavado de dinero, las plazas financieras offshore y otros paraísos fiscales movilizaba a la “comunidad internacional”. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 el tema pasó a un segundo plano, desplazado por la lucha contra la financiación del terrorismo. Así se preservan zonas oscuras dentro del sistema financiero controlado por Estados Unidos, para único provecho de los países ricos.
En el año 2000 la movilización internacional contra las plazas offshore estaba en apogeo. El Foro de Estabilidad Financiera (creado por el G-7), la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) y el Grupo de Acción Financiera (GAFI) habían difundido casi simultáneamente, listas de países y territorios que incurrían en prácticas cuestionables en materia de estabilidad financiera, fraude fiscal o lavado de dinero.
Sin embargo, poco tiempo después quedó en claro que esta convergencia temporal encerraba más retórica que voluntad de terminar con las prácticas denunciadas. Sólo el GAFI siguió adelante con la lista negra que había elaborado, partiendo de 15 países y territorios “no cooperativos” (PTNC) en la lucha antilavado, pero progresivamente fue reduciendo esa lista, que hoy contiene apenas tres nombres.
¿La lucha antilavado dio, entonces, resultados tangibles, lo que justificaría un cierto relajamiento? En verdad, nadie puede decirlo, porque las políticas instauradas bajo los auspicios del GAFI nunca pudieron ser evaluadas en términos de eficacia.
Aunque los atentados del 11 de septiembre de 2001 marcaron un vuelco en la lucha por el saneamiento del sistema financiero, ese viraje adoptó una dirección inesperada. Hubiera parecido lógico que las fallas del sistema bancario y financiero occidental –que permitieron que los terroristas financiaran sus operaciones– fueran auditadas con seriedad, en especial los paraísos bancarios y fiscales utilizados por Al-Qaeda o las organizaciones criminales. La ocasión parecía perfecta para instaurar reglas internacionales comunes que terminaran con las prácticas de las estructuras offshore incansablemente denunciadas, detrás de las cuales operan todas las maniobras de ocultamiento.
Luego de adoptar dispositivos de vigilancia real, en octubre de 2001 Estados Unidos se apresuró a votar la Patriot Act, que coloca al sistema bancario y financiero bajo su control, y obliga a los bancos de todo el mundo que se relacionan con él a garantizar la transparencia de sus estructuras y operaciones financieras.
PRIORIDAD AL TERRORISMO
Aunque haya apuntado bien a las fallas del sistema financiero, esta política presenta dos inconvenientes. Por una parte, al concentrarse en la lucha antiterrorista, no se ocupa específicamente del saneamiento de las plazas financieras ni tampoco de la lucha contra la delincuencia mafiosa. Por otra parte, el sistema fue instaurado unilateralmente por Estados Unidos, que controla todas las informaciones recogidas. En cuanto a los resultados de la lucha antiterrorista, las evaluaciones del dispositivo así impuesto al resto del mundo son muy críticas, y también se cuestiona su eficacia global en términos económicos.
En efecto, Estados Unidos no quiso terminar con las zonas oscuras del sistema financiero. Los paraísos bancarios y fiscales conservan la mayoría de sus atributos. Los que presentaron una enconada resistencia tuvieron dificultades, y los que aceptaron someterse a un creciente control lo hicieron para preservar sus prácticas de ocultamiento. Para Estados Unidos, la lucha antilavado ya no es prioritaria, a menos que esté vinculada con actividades terroristas. Por otra parte, los servicios que ofrecen los paraísos bancarios y fiscales tradicionales enfrentan la competencia de países que no son calificados como tales: el Reino Unido y Estados Unidos en particular, a través de las trabas que ponen a la cooperación judicial, mantienen deliberadamente la opacidad jurídica y financiera.
Eso no impide que Estados Unidos, en nombre de la lucha contra la financiación del terrorismo, ejerza considerables presiones sobre los sistemas financieros que escapan en mayor o menor medida a su dominio. Se trata, por un lado, de sistemas alternativos informales de compensación, de tipo “hawala”, extendidos por todo el Tercer Mundo y las diásporas; por el otro, de bancos islámicos que efectivamente funcionan de manera muy hermética. Si bien es verdad que esos circuitos financieros que manejan importantes capitales son tan impenetrables como el sistema occidental, desde 2001 están mucho más estigmatizados que este último.
La lucha contra el lavado de dinero, concentrada ahora en la financiación de terrorismo, aparece, entonces, como un medio de preservar zonas oscuras dentro del sistema financiero, que benefician sólo a los países ricos y obligan a los países del Tercer Mundo a integrarse a él.
Pulseada internacional por la agricultura
Para hacer bajar los precios internacionales, Occidente impuso el acuerdo sobre la agricultura en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Por esta vía, respalda a sus agricultores mediante ayudas directas autorizadas, mientras que los países en desarrollo deben recortar sus aranceles sin poder subvencionar a sus agricultores.
Las negociaciones sobre temas agrícolas están en el corazón de la Ronda de Doha y podrían frustrar su conclusión en 2006, tras el fracaso de Hong Kong (a fines de 2005). Es cierto que en 2001 la agricultura representaba el 44% de los activos a escala mundial, cifra que se elevaba al 55% en los países en vías de desarrollo (PVD) y descendía al 4,5% en la UE de los Quince y al 2% en EE.UU.
Pero el comercio internacional absorbe sólo una pequeña parte de los productos agroalimentarios básicos del planeta. Entre 2000 y 2003 se comercializó el 12,5% de los cereales, el 7,4% de las carnes y el 7,1% de los lácteos. Los productos agroalimentarios sólo representan el 6,1% de las exportaciones de los Quince europeos, contra el 8% de EE.UU., pero siguen predominando en muchos PVD.
El Objetivo del Milenio de reducir a la mitad el índice del hambre para el año 2015 no podrá alcanzarse con la liberalización del comercio agrícola: entre 1995 y 2002 la cantidad de personas que padecen hambre pasó de 834 a 852 millones, de los cuales 815 millones están en los PVD, donde las tres cuartas partes son poblaciones rurales. A pesar del aumento de las exportaciones de productos tropicales, el África Subsahariana exhibe un déficit alimentario cada vez mayor. Entre 1995 y 2002, el volumen de sus importaciones de trigo aumentó un 89%, el de arroz un 46% y el de carne de aves se triplicó, ya que los precios de importación disminuyeron, respectivamente, el 24, 35 y 42%. La UE y EE.UU. programan la caída de los precios agrícolas para favorecer a las firmas agroalimentarias.
Desde 1996 Vía Campesina –que agrupa a organizaciones de pequeños campesinos del Norte y del Sur– promueve el reconocimiento del derecho de cada Estado a definir su política agrícola (protección eficaz de la importación, apoyos internos, limitación de las producciones) ya que está prohibida cualquier forma de dumping.
Porque la liberalización del comercio margina a la agricultura campesina, tanto en el Norte como en el Sur. Al modelo agrícola social y ecológicamente sustentable, basado en pequeñas explotaciones familiares y concentrado en el mercado interno, la liberalización le opone un modelo de agricultura industrial que apunta a conquistar los mercados externos, en alianza con las firmas agroalimentarias.
De allí nace el estancamiento de las negociaciones y el previsible fracaso de la Ronda de Doha en 2006. La UE y EE.UU. están dispuestos a sacrificar su agricultura (menos del 2% del PIB en ambos casos) si logran abrir los mercados de servicios y productos industriales del Sur. Aunque en el acuerdo marco de la OMC del 1 de agosto de 2004 la UE aceptó eliminar a término sus subvenciones a la exportación, niega que las ayudas directas a los productos exportados tengan el mismo efecto de dumping. EE.UU. y los países occidentales del grupo Cairns coinciden en la prioridad del acceso de los productos agrícolas al mercado.
El G-10, de los países desarrollados deficitarios, quiere proteger sus “productos sensibles” y defiende la soberanía alimentaria. Los PVD que nos son exportadores netos del G-33 y del G-90 (que agrupa a las naciones más pobres) defienden los “productos especiales” para limitar la baja de los derechos arancelarios o elevarlos temporalmente, exigiendo al mismo tiempo que los países desarrollados abran sus mercados. Pero el G-90 teme también que una fuerte reducción de los derechos arancelarios de los países desarrollados debilite sus preferencias tarifarias. Más ambigua es la posición del G-20, de países en desarrollo que son exportadores agroalimentarios netos: se opone a que el resto de los PVD mantenga aranceles altos, porque sus exportaciones a esos destinos son significativas. En 2004 representaban el 51% del total para Brasil.
El peor crimen sería el resultado de los acuerdos de coparticipación económica que la UE intenta imponer a los 79 países ACP (África, Caribe y Pacífico) desde 2008: harían competir al cerealero francés –que cosecha en promedio 1.000 toneladas de trigo por establecimiento– con el agricultor africano que apenas produce una tonelada de mijo, cuando, además, el primero recibe unos 56.000 euros de ayuda directa y el segundo nada.
Glosario
En ocasión de la Conferencia Ministerial de Cancún de 2003 se constituyeron tres subgrupos de países en vías de desarrollo en torno al tema específico de la agricultura: los G-20, G-33 y G-90.
El G-20
Comprende en realidad a 19 países: nueve exportadores netos de productos agroalimentarios y diez que también son miembros del G-33. Encabezado por Brasil, con el apoyo de Argentina, China, India y Sudáfrica, el G-20 asume el liderazgo del conjunto de los países en desarrollo, pero los G-33 y G-90 tienden a cuestionarlo. No debe confundirse este G-20 con su homónimo creado en 1999 por los países industrializados del G-7 y que incluye a países e instituciones financieras internacionales.
El G-33
Constituido por 42 países en desarrollo, de los cuales diez también son miembros del G-20, y 28 pertenecen además al G-90. Defiende el derecho de los países en desarrollo de mantener una fuerte protección frente a las importaciones.
El G-90
Agrupa a los 79 países ACP (África, Caribe y Pacífico) asociados a la Unión Europea por la Convención de Cotonou (Benin), los 49 países menos desarrollados –en su mayoría ACP– y los países de la Unión Africana (la mayoría también ACP). Comparten el objetivo del G-33 en cuanto al mantenimiento de una fuerte protección tarifaria, pero teme que una sensible baja de los derechos arancelarios impuesta por el G-20 a los países desarrollados reduzca las preferencias tarifarias con las que se beneficia.
Del bloqueo de Cancún al fracaso de Hong Kong
En Cancún, el G-20 quebró el domino sobre la Organización Mundial de Comercio que comparten la Unión Europea y Estados Unidos. Pero el acuerdo marco sobre agricultura aumentó las posibilidades de subsidiar a los agricultores del Norte. La eliminación de las subvenciones del mundo desarrollado y la rebaja de sus aranceles podrían lograrse a expensas de los países más pobres, pertenecientes al G-33 y al G-90.
Durante la Conferencia Ministerial de la OMC realizada en Cancún en septiembre de 2003 se crearon tres grupos de países en vías de desarrollo (PVD) decididos a resistir las presiones de la Unión Europea y Estados Unidos para imponer su proyecto conjunto sobre la agricultura como texto oficial de esa Conferencia.
El G-20 está integrado mayoritariamente por exportadores netos de productos agroalimentarios, pero diez de sus miembros pertenecen también al G-33, que propugna una fuerte protección de su mercado interno, una preocupación común de los países más pobres del G-90. En conjunto, esos tres grupos quebraron el dominio del Cuadrilátero (Estados Unidos, Unión Europea, Japón y Canadá) sobre la OMC y frustraron la Conferencia de Cancún. En diciembre de 2005 también hicieron fracasar la Conferencia Ministerial de Hong Kong, y seguramente obtendrán el mismo resultado cuando concluya la Ronda de Doha en 2006.
Encabezado por Brasil, con el respaldo de Argentina, China, India y Sudáfrica, y con la representatividad que le otorgan países que agrupan al 60% de la población mundial, al 70% de los agricultores y al 26% del comercio agrícola, el G-20 se encuentra dividido entre la voluntad de extender la liberalización agrícola, que comparte con los otros PVD –a los cuales se dirigió el 51% de las exportaciones agroalimentarias brasileñas en 2004–, y la de salvaguardar los empleos agrícolas en sus países frente a las demandas del G-33.
El punto en común de los tres grupos es exigir la liberalización máxima por parte de los países desarrollados: eliminación de las subvenciones a la exportación, fuerte reducción de los aranceles y de la ayudas internas directas o camufladas, que ya no logran engañar a los países en desarrollo. Se trata de la abusiva transformación de ayudas prohibidas –que se acoplan a la producción del año en curso– en ayudas autorizadas. Se supone que estas últimas no afectan las condiciones del comercio.
El fracaso de Cancún y de Hong Kong se explica por la regla del “paquete global” de los ciclos de la OMC, donde la UE y EE.UU. no quisieron conceder a las exigencias de los países en desarrollo sobre su única moneda de cambio –la agricultura– sin asegurarse una amplia apertura de los mercados de los PVD para exportar servicios y productos no agrícolas.
DUMPING DEL NORTE
En Cancún, los países en desarrollo alcanzaron un éxito sólo temporario, ya que perdieron con el acuerdo marco adoptado por el Consejo General de la OMC en agosto de 2004. Elogiado por los medios de comunicación como un instrumento que reequilibraba las reglas a favor de los PVD, en realidad ratificó un fuerte aumento de las ayudas “autorizadas”, de tal manera que en octubre de 2005 la UE y Estados Unidos pudieron proponer la reducción del 70% y del 60% respectivamente, sin tocar los montos de sus ayudas “aplicadas” durante el período de instauración previsto en la Ronda de Doha (probablemente de 2008 a 2013). Este juego de prestidigitación se explica también porque no tomaron en cuenta el hecho de que, gracias a las reformas de la Política Agrícola Común (PAC) de la UE de 2003-2004, cuando el futuro acuerdo de la OMC se aplique en 2008, ya se habrán transferido la mayoría de las ayudas prohibidas a autorizadas. Lo mismo sucedió en Estados Unidos después de la reforma del Farm Bill de 2002.
Ni el G-20 ni el G-33 ni el G-90 impugnan la legitimidad de la OMC ante el riesgo mayor que representan los acuerdo bilaterales, donde el predominio de los países desarrollados es aplastante. Pero creen –erróneamente– que la eliminación de las subvenciones del Norte y una amplia apertura de sus mercados van a tornar más equitativo el reparto. En realidad, así no se terminará con el dumping del Norte, al menos el de EE.UU.: aún cuando la mayoría de las explotaciones familiares desaparecieran, la tierra será explotada por grandes establecimientos, como en Brasil y Argentina, para producir y exportar a bajos precios. De este modo, el G-20 –con Brasil a la cabeza– aplastará los precios mundiales, y los países del G-90 y del G-33 no tendrán ninguna oportunidad de beneficiarse con la creciente apertura de los mercados del Norte. Por otra parte, el G-20 quiere limitar la facultad de los PVD de protegerse mejor (mediante los “productos especiales” y un “mecanismo de salvaguarda especial”). Es que, en 2004, el 51% de las exportaciones agroalimentarias de Brasil tuvo como destino otros PVD, una tendencia en aumento.
De allí la necesidad de los países en desarrollo de defender su derecho a la soberanía alimentaria, lo que sería aceptable para el G-20 si Occidente renunciara al dumping de sus exportaciones, liberándoles así considerables posiciones del mercado.
¡Millonarios de todos los países, uníos!
Las poblaciones pobres del planeta son demasiado numerosas como para suscitar interés: en 1999 alrededor de 2.800 millones de individuos (el 40% de la población mundial) vivían con menos de 2 dólares diarios. Más vale hablar de los millonarios. Según la revista Forbes, las 691 personas más ricas del mundo exhibían en 2005 una fortuna de 2,2 billones de dólares. Casi la mitad de esa suma (1,287 billones) pertenece a 50 individuos.
Los magnates que mencionan las revistas económicas y la prensa popular son sólo la cara visible de un fenómeno más importante. Desde hace dos décadas, el patrimonio de la clase alta, integrado por inmuebles, títulos, valores y otras inversiones rentables (en especial obras de arte), se incrementó al ritmo de la mundialización del capital y de los beneficios que dejó la actividad financiera internacional.
La fortuna de las familias más ricas progresa a un ritmo que excede holgadamente el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) por habitante. Una clase rentista se ha desarrollado y prospera aceleradamente. Se estima que en todo el mundo habría alrededor de 30 millones de familias cuyas fortunas, superiores al millón de dólares, están bajo el cuidado de administradores de patrimonios privados. Estos millonarios se concentran principalmente en las tres grandes regiones que componen la “tríada” (América del Norte, Unión Europea y Japón). Los gestores y los centros financieros extraterritoriales (plazas offshore) manejan también capitales de las elites de los países del Sur (América Latina, Medio Oriente y África).
HASTA EN CHINA
Naturalmente, la noción de consumo de lujo es relativa, y los especialistas en estudios de mercado emplean criterios tales como la rareza –real o inducida– y la imagen que rodean a un producto y a una marca. De manera que las estimaciones acerca del tamaño mundial del lujo son muy imprecisas. En 2003 el cálculo oscilaba entre 120.000 millones de euros (Eurostaf) y 760.000 millones de euros (Boston Consulting Group). Turismo reservado a clientes exclusivos, hoteles de prestigio, vehículos de alta gama, alta costura, joyería, y también perfumes y cosméticos, objetos de decoración (cristal, orfebrería y porcelana por valor de 8.000 millones de dólares facturados en 2001), vinos y bebidas espirituosas: hay que diferenciarse a través del consumo.
Algo más de 65 millones de estadounidenses tienen al menos un perro (el 65% de las familias), pero lo chic es hacerles regalos lujosos. Las camisetas para perros con la etiqueta de Ralph Lauren están de moda, así como las correas y collares que llevan la firma de Louis Vuitton, Prada, Chanel y Burberry.
En 2003, Estados Unidos y la Unión Europea representaban el 71% del mercado mundial del lujo (según Eurostaf). Constituían, junto con Japón (que concentra el 70% de la clientela rica de Asia), el núcleo de negocios para los grupos que dominan ese segmento: Burberry, Tod´s, Marzoto.
Algunos países son señalados, incluso, por su bulimia. El Asia emergente –y en primer lugar China– constituye un nuevo Eldorado, destinado a suceder a las monarquías petroleras. La pauperización de cientos de millones de campesinos que acompaña la marcha acelerada de China hacia el capitalismo tiene como contrapartida la expansión de una clase acomodada que lleva las riendas de la vida pública y económica.
En China habría entre 10 y 13 millones de clientes para los productos de lujo. La ostentación es la regla: “Mírenme, soy rico, ésa es la consigna”, declaró un responsable del grupo LVMH (Moet Hennessy – Louis Vuitton) que produce marcas de lujo (citado por The Economist el 17 de junio de 2004). China (incluida Hong Kong) representa entre el 8% y el 12% del mercado mundial del lujo, cuya tasa de crecimiento es de alrededor del 20% anual.
Bienvenido al Club
- El número de personas con fortunas superiores a los US$ 1.000 millones censadas en todo el mundo por la revista Forbes pasó de 476 en 2003 a 582 en 2004 y a 691 en 2005. En dos años, su patrimonio neto conjunto saltó de US$ 1,4 a 2,2 billones. Entre los nuevos miembros del club en 2005 figuran 69 estadounidenses y 38 europeos. Debutaron también millonarios de Islandia, Kazajstán, Ucrania y Polonia. Ingresó además a esta lista un chino de 35 años.
- Bill Gates ocupa –desde hace once años– el primer lugar de la nómina, con US$ 46.500 millones. Le pisa los talones otro estadounidense: Warren Buffet (US$ 44.000 millones). En tercer lugar está el magnate indio del acero Lakshmi Mittal, con 25.000 millones (y un aumento de de 18.800 millones en un año). Siguen el mexicano Carlos Slim Helu (23.800 millones) y el saudita Alwaleed Bin Talal Al-Saud (23.700 millones).
- Los dos primeros franceses se ubican en los puestos 18º y 19º de la lista: Liliane Bettencourt (17.200 millones), hija del fundador de L´Oreal, y Bernard Arnault (17.000 millones), dueño de LVMH y… testigo de casamiento del ministro Nicolas Sarkozy.
Entre los salientes se encuentra el oligarca ruso Mijail Jodorkovsky que, encarcelado, perdió US$ 12.800 millones; pero también el rey canadiense de las papas fritas Harrison McCain, fallecido, así como el primer ministro libanés asesinado Rafic Hariri.
Ilusorios Objetivos del Milenio
En septiembre de 2000 la Cumbre del Milenio de las Naciones Unidas adoptó una lista de metas orientadas a reducir a la mitad la pobreza para el año 2015. Cuestionados por Estados Unidos, a pesar de su modestia, esos objetivos parecen imposibles de cumplir.
En aquella ocasión, dirigentes de todo el mundo habían expresado “una determinación sin precedentes para poner fin a la pobreza” al proponer ocho Objetivos del Milenio para el Desarrollo (OMD): reducir a la mitad el índice de población con ingresos inferiores a un dólar diario y afectada por el hambre; brindar a todos los niños los recursos necesarios para completar la enseñanza primaria; eliminar las disparidades entre los sexos en la educación primaria y secundaria, en lo posible antes de 2005, y en todos los niveles de la enseñanza antes de 2015; reducir en dos tercios la tasa de mortalidad de los niños de menos de cinco años; disminuir en tres cuartas partes la tasa de mortalidad materna; frenar la propagación de HIV-sida, el paludismo y otras enfermedades extendidas; asegurar un medio ambiente sustentable (por ejemplo, reducir a la mitad el índice de población sin acceso permanente al agua potable, o mejorar sensiblemente las condiciones de vida de por lo menos 100 millones de los habitantes de zonas marginales); establecer un mecanismo de coparticipación mundial para el desarrollo.
El balance a mitad de camino es muy modesto. Según el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de 2004, se comprueba un “rápido progreso para algunos, pero también retrocesos para una gran cantidad de países”. Con respecto a los objetivos, Asia evoluciona en el buen sentido, pero en términos globales “sólo dos de los objetivos –rebajar a la mitad el índice de población muy pobre y de población a que no accede a una adecuada distribución de agua– podrán alcanzarse si se sigue el ritmo de progreso de los últimos diez años. (…) Pero incluso el avance en torno de esos objetivos se debe, esencialmente, al rápido desarrollo de China e India”. Por otra parte, estos dos países lograron ese desarrollo económico sin aplicar al pie de la letra las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial.
TRÁGICO PROCESO
En otras partes y sobre todo en África, la batalla ya está perdida: “Al ritmo actual, el África Subsahariana recién en 2129 se llegará a cumplir el objetivo de escolarización universal en el nivel primario, y la meta de hacer disminuir en dos tercios la mortalidad infantil apenas podrá cumplirse en 2106 (dentro de cien años, en lugar del plazo de once años planteado en los objetivos). En cuanto a tres de las metas –la lucha contra el hambre y la pobreza, y el acceso al agua– ni siquiera se puede hablar de fechas, puesto que la situación en la región, lejos de mejorar se está degradando”. Por eso, “más allá de los promedios regionales se observan muchos retrocesos trágicos. En numerosos países la situación comenzó a degradarse en la década de 1990. En 46 países, la gente es más pobre hoy que diez años atrás. Y en 25 países hay más gente que pasa hambre”.
Más sorprendente aún es que los Objetivos del Milenio no den opciones sobre los medios a utilizar: “apuntar al establecimiento de un sistema comercial y financiero multilateral abierto, basado en reglas, previsible y no discriminatorio. (…) En cooperación con la industria farmacéutica, procurar que los medicamentos esenciales estén disponibles y sean accesibles a los países en desarrollo”. Así pues, los objetivos se inscriben en la gestión neoliberal de apertura de las economías a las compañías transnacionales y a los capitales internacionales, para alcanzar otra meta, esta vez inconfesada: legitimar la doctrina económica dominante, tan desprestigiada.
Así, no sólo la meta propuesta –la satisfacción universal de las necesidades básicas– aparece bastante comprometida, sino que los Objetivos del Milenio imponen discretamente la aplicación de recetas económicas que ya fracasaron, en términos de reducción de la pobreza, allí donde fueron escrupulosamente aplicadas.
Sólo se trata de aplicar un parche sobre las graves heridas infligidas por un modelo económico estructuralmente generador de pobreza. Mantener como única reivindicación los Objetivos del Milenio equivale a aceptar y reforzar las bases de ese injusto sistema. Más allá de un rotundo fracaso asoma la superchería de los objetivos: desde el comienzo no tenían ninguna posibilidad de ser alcanzados, porque no se cuestiona el esquema económico actual que los hizo necesarios.
Bienes públicos del mundo: un desafío futuro
Muchos problemas ya no se inscriben en un simple contexto nacional, ni tampoco en un equilibrio geoestratégico, sino que dependen de una real interconexión de los sistemas ecológicos, económicos y científicos del planeta. En este contexto surgió la noción de “bien público mundial”.
En el lenguaje de los economistas, los “bienes públicos” se caracterizan por la “no exclusividad” (potencialmente, pertenecen a todo el mundo, sin discriminación) y la “no competencia” (el goce de un bien público por parte de tal o cual grupo no priva a otro de acceder a él). Se puede trasladar esta noción a escala mundial, lo que lleva a plantear cuestiones esenciales, como el acceso a la educación o a la salud, pero también la biodiversidad, la reglamentación internacional del transporte aéreo o marítimo, internet, la capa de ozono, etc.
Algunos de esos bienes son elementos naturales que conviene preservar en su riqueza y su belleza; otros son simples creaciones humanas que hay que desarrollar. Todos tienen en común dos características: en primer lugar, el mercado y la competencia llevan más a menudo a su explotación privativa que a su producción, lo que puede conducir al agotamiento del recurso, o a artificiales restricciones a su acceso. A veces, las consecuencias son trágicas, como lo ilustran los medicamentos que podrían ser producidos a bajo costo como “genéricos”, pero que las patentes colocan fuera del alcance de los sistemas de atención médica de algunos países.
PALANCA DE MOVILIZACIÓN
Segunda característica: en el caso de los bienes públicos nacionales, el Estado puede paliar ese problema asegurando –mediante los servicios públicos o por ley– su preservación o producción. A escala planetaria no siempre existen organizaciones suficientemente integradas que permitan arbitrar los diferendos entre naciones y crear las condiciones de producción de esos bienes, aun cuando son, por su propia naturaleza, mundiales.
Con el fin de limitar el ataque a la biodiversidad por parte de grandes compañías (en especial las farmacéuticas), hay quienes aconsejan incluir las plantas tradicionales en el sistema mundial de propiedad intelectual. Al valorizar de esta manera las riquezas naturales, se asegura una compensación financiera que supuestamente permitirá su preservación. Pero esta alternativa está lejos de dar los resultados esperados; peor aun, confiando esos bienes a algunos individuos o instituciones para hacerlos “fructificar”, se priva de su goce a otros, excepto si se pagan regalías. Los acuerdos internacionales sobre la propiedad intelectual contribuyen así a privatizar el dominio público.
Más alentadoras, las experiencias de internet y de los programas informáticos libres muestran que, en ciertas condiciones, pueden emerger de la acción independiente de diversos actores, privados o estatales, o incluso individuos, recursos públicos de interés mundial. También pasaron al dominio público los resultados globales de otra gran aventura técnico-científica de fines del siglo XX: el mapa del genoma humano.
¿Se puede garantizar? Algunos bienes públicos requieren no sólo inversiones descomunales sino también un confiable marco jurídico y de vigilancia. La red de lucha contra las enfermedades “emergentes” (como el SARS –síndrome agudo respiratorio severo– o la gripe aviar) será siempre tan débil como su eslabón más débil. Falta concebir nuevas cooperaciones.
Para esos temas, las Naciones Unidas son un marco de discusión esencial. Pero los laboriosos intentos de integrar en los debates a los representantes de la “sociedad civil” (organizaciones no gubernamentales y grupos de intereses diversos) chocan contra el carácter interestatal de esta organización, que limita la representación de todas las partes involucradas.
Para las instituciones internacionales, ¿los bienes públicos mundiales serán sólo un término más de su jerga? ¿O se convertirán en palanca movilizadora? La historia enseña que los bienes públicos tradicionales no cayeron del cielo: cada uno de ellos fue objeto de luchas políticas para que se los reconociera como tales, para luego instalarlos y preservarlos de los ataques del mercado.
La protección social, un bien público si los hay, sólo pudo desarrollarse tras un siglo de combates sociales y tras diversas etapas, entre ellas la creación de sociedades de socorro mutuo que se agruparon en mutuales profesionales y en forma progresiva se integraron en un sistema nacional.
La formalización de una demanda, la identificación de “organismos deudores”, la acumulación de experiencias que definen las posibilidades de realización: tal es la historia que debe ponerse en marcha detrás de cada bien público mundial.
¿Guerra a la pobreza o guerra a los pobres?
Detrás de los números de la pobreza, hay distintos y discutibles métodos de evaluación que ocultan la responsabilidad de las políticas económicas, la profundización de las desigualdades y la modificación de las políticas sociales.
Las mediciones de la pobreza son arbitrarias. A menudo sólo se toman en cuenta los ingresos monetarios: los pobres “extremos” son los que viven con menos de un dólar por día. Para profundizar este análisis, habría que medir el grado de satisfacción de diferentes estratos de la población, delimitar el funcionamiento del mercado laboral, el vínculo entre desigualdades y pobreza, las condiciones de vida en sentido amplio que integran las acciones solidarias no monetarias, la pobreza subjetiva ligada al sentimiento de no poder cumplir las funciones sociales básicas, las nuevas necesidades, etc.
En los países llamados desarrollados, con excepción de Estados Unidos, se utiliza un indicador de pobreza relativa tomando en cuenta exclusivamente la distribución de los ingresos: se detecta el estado de pobreza si no se alcanza el 50% (incluso el 60%) del ingreso medio. En los países llamados en vías de desarrollo, pero también en Estados Unidos, se utiliza un indicador llamado de pobreza absoluta, definida por la posibilidad de comprar una canasta de bienes mínima a la cual se agrega un conjunto de servicios necesarios (vivienda, transporte, etc.).
En los países en desarrollo, la pobreza absoluta persiste en elevados niveles. Incluso en los Estados más industrializado de América Latina abarca entre el 30% y el 40% de la población. Bajo la presión de los mandatos del Fondo Monetario Internacional (FMI), su evolución revela otras características: en las fases de recesión, las capas más vulnerables están aun menos protegidas, los gastos sociales bajan (las políticas presupuestarias de austeridad profundizan el ciclo, en lugar de mitigarlo). Así, en América Latina se estima que, por cada 1% de caída del Producto Interno Bruto (PIB) por habitante, los programas de asistencia a los pobres se recortan en un 2%. Y cuando se retoma el crecimiento, la pobreza apenas se reduce, debido a la gran desigualdad.
Por esta razón, las hipótesis de reducción de la pobreza a partir del crecimiento medido según el PIB siguen siendo dudosas, puesto que no cambia la orientación de las políticas económicas y por lo tanto se mantienen las desigualdades. Para que el nivel de pobreza de 1990 disminuya a la mitad de aquí a 2015 (uno de los Objetivos del Milenio para el desarrollo), sería preciso que el crecimiento guardara proporción con el nivel de desigualdades.
Ahora bien, en todas partes la inequidad aumenta de manera vertiginosa. Por algún tiempo, el caso de China permitió alentar cierto optimismo: con una tasa de crecimiento que durante más de 25 años se mantuvo excepcionalmente alta, la pobreza absoluta pasó del 50% en 1980 al 10% en 1996. Pero, desde entonces, a pesar del sostenido y elevado crecimiento, las cifras de la pobreza se estancaron en ese nivel, debido a la profundización de las desigualdades sociales que trajo consigo la ampliación del mercado “socialista”.
Los indicadores de desarrollo humano (IDH) y los informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) muestran balances más favorables en cuanto al acceso desigual a la alimentación, la salud, la educación, etc.. También revelan que, desde el viraje neoliberal de los años 1980, los países más desarrollados del mundo no pueden evitar que aparezcan nuevos pobres.
¿SEGURIDAD SOCIAL O CARIDAD?
La ley sobre el trabajo y la responsabilidad individual, sancionada en 1996 por el presidente William Clinton, transformaba el welfare (Estado de bienestar) y los estilos de vida supuestamente “asistidos” del período anterior en workfare. Se trataba de “devolverles el gusto por el trabajo” a los desocupados, culpabilizados e incluso sancionados por rechazar un empleo, aunque sea no calificado e insuficientemente remunerado. De ahí en adelante, las prestaciones quedaron subordinadas a la obligación de trabajar, en las condiciones que fueran. Así se pasó a una ideología y un sistema que crean obligaciones a los pobres con el Estado y no a la inversa.
La “guerra contra la pobreza” cedió su lugar a la “guerra contra los pobres”, en la que la criminalización de la marginalidad y la miseria asume el papel de política social. Mientras que en 1975 el seguro de desempleo en Estados Unidos cubría al 81% de los asalariados que habían perdido su trabajo, en 1995 apenas beneficiaba a uno de cada tres.
La manipulación de la noción de “población activa” permitió, al mismo tiempo, hacer bajar la estadística del desempleo y recortar los gastos sociales orientados a los más “necesitados” y los “inempleables”. En Estados Unidos disminuyó a la mitad el número de madres solas que reciben una prestación, luego reemplazada por un programa de ayuda a las “familias necesitadas”. La seguridad social cede su lugar a la caridad.
Desempleo, precariedad y trabajo forzoso
Lejos de unificarse, el mercado laboral se fragmentó a medida que aumentaba el intercambio comercial y los desplazamientos productivos. Se profundizaron las desigualdades de acceso al empleo, tanto entre países ricos y países en vías de desarrollo como dentro de cada nación.
El mundo del empleo no gira, y el panorama es cada vez más fragmentado. Sin contar el trabajo doméstico –realizado mayoritariamente por mujeres y no contabilizado en las estadísticas oficiales– ni el trabajo informal (difícil de cuantificar), la población activa mundial está en ascenso constante, y supera los 3.000 millones de personas.
La primera característica que salta a la vista al contemplar la evolución de los últimos años es la persistencia de un elevadísimo nivel de desempleo que, según el Buró Internacional del Trabajo (BIT), a fines de 2004 alcanzaba a 185 millones de personas. En los países que integran la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), en 2005 la desocupación ascendía al 6,9% de la población activa (contra el 5,7% de 1980). Y esas cifras están muy subestimadas, porque existen reales dificultades para censar a todos aquellos que buscan empleo, sobre todo en los países en vías de desarrollo, pero también en los países desarrollados, a causa de las medidas destinadas a excluir a los desempleados de las estadísticas. En Francia, uno de cada dos desocupados no fue indemnizado; por esta razón, algunos de ellos no llegan a inscribirse en la Agencia Nacional de Empleo (ANPE) y por lo tanto no son contabilizados en las estadísticas. En el Reino Unido, una parte de quienes demandan empleo fue calificada en la categoría de discapacitados, cuyo número oficial se multiplicó por cuatro en diez años. Cosas similares suceden en Estados Unidos, Holanda, Dinamarca y también en China e India.
Se asiste, por otro lado, a la generalización del workfare: inserción supuesta en un trabajo impuesto. Esas políticas, llamadas de activación, nacidas en Estados Unidos en los años ´90, obligan al desocupado a aceptar cualquier solución que le propongan, cualesquiera sean su formación y sus expectativas: pasantía (que a veces equivale a una capacitación, pero que a menudo consiste en horas de trabajo impago), subocupación o incluso un empleo en otra especialidad (siempre mal pago y en parte a cargo del Estado, especialmente en materia de aportes sociales). Las estadísticas de la desocupación descendieron, pero la cantidad de trabajadores pobres está en ascenso en todas partes: en 2004 comprendían entre el 6% y el 8% de los asalariados en la Europa de los Quince, y más del 10% de los trabajadores en Estados Unidos. La situación en los países en vías de desarrollo es aun peor, ya que unos 550 millones de personas ganan menos de un dólar por día.
Tercera característica: la precariedad y el trabajo a tiempo parcial se han generalizado. En los países de la OCDE aumenta el número de asalariados “flexibles”, que carecen de protección social y que pueden ser despedidos con facilidad. El trabajo a tiempo parcial literalmente estalló (equivale a uno de cada seis empleos en la OCDE), lo que permite a las empresas no pagar los tiempos muertos (espera de clientes, reparación de maquinarias, etc.). Los asalariados pagan el costo, sobre todo las mujeres, la categoría más afectada (tres cuartas partes de los casos), quienes en su mayoría querrían trabajar más.
Cuarta característica: se afianza el trabajo forzoso, es decir, ejecutado bajo la amenaza y la coacción, incluso en los países ricos. En todo el mundo, lo padecen 12,3 millones de personas y, según el BIT, cerca de ocho de cada diez personas son explotados por entes privados (extensas explotaciones agrícolas en América Latina, o bien agencias que imponen una “servidumbre por deuda” en algunos países asiáticos). El trabajo impuesto por el Estado (como en Birmania o Corea del Norte) o por grupos militares (en los conflictos africanos) abarca al 20% de las víctimas, tanto como la trata humana (con fines sexuales). Si bien Asia y el Pacífico exhiben todos los récords en la materia, en Europa y Estados Unidos también se practica esta esclavitud moderna, a pesar de las leyes. Entre las primeras víctimas están los niños: en todo el mundo, casi uno de cada cuatro niños es forzado a trabajar. No faltan indignadas declaraciones, pero la realidad no cambia.
La inseguridad social generalizada
En la actualidad, reducir el gasto público es una consigna de toda la dirigencia del planeta. Los sistemas públicos de protección social están siendo desmantelados en todas partes. No sólo la vida cotidiana se torna cada vez más incierta, sino que muchas familias ya no acceden a la atención médica por falta de dinero, y reaparecen enfermedades que se consideraban erradicadas.
Menor reembolso de los gastos médicos, jubilaciones a edad más avanzada: las protecciones públicas contra los avatares de la vida (enfermedades, accidentes, vejez, etc.) tienden a restringirse, allí donde existían. Esto ocurre tanto en los regímenes financiados con recursos provenientes del empleo y administrados paritariamente (los sistemas que rigen en Alemania y Holanda) como en los estatales, sostenidos mediante impuestos (el Reino Unido, Italia y Suecia, por ejemplo) o incluso mixtos (como en Francia).
El alerta –si así puede llamarse– se emitió en 1994, cuando el Banco Mundial publicó el informe Adverting the Old Age Crisis (“Evitarla crisis de la vejez”) que intentaba demostrar que los gastos iban a convertirse en “un fardo insoportable para las naciones, alterando a largo plazo los sistemas de seguridad social”. Después se sucedieron informes, advertencias y recomendaciones. Por supuesto, sin una cabeza visible, pero en todas partes con una misma ideología: reducir las remuneraciones al trabajo y dejarle al sector privado una parte, aunque sea pequeña, de la fuente de riqueza que constituyen los aportes sociales, unos 3,5 billones de dólares a escala planetaria. La operación fue exitosa; entre 1993 y 2003, la porción del Producto Interno Bruto destinada a la remuneración del trabajo cayó en promedio un 10% en los países desarrollados. La parte volcada a la retribución del capital trepó otro tanto.
En materia de jubilaciones, esto significó una reducción del poder adquisitivo y un alargamiento del tiempo de trabajo. En los países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) la edad jubilatoria alcanza los 63 años en promedio. En Alemania fue elevada a 65 años, para pasar progresivamente a 67 años a partir de 2006. En Italia ascendió a 65 años, en Irlanda a 66, en el Reino Unido a 65 para el sector privado (en 2005 Anthony Blair renunció, sin duda temporalmente, a aplicar las mismas normas del sector privado a sus funcionarios, que se jubilan a los 60 años).
En Francia, la edad “oficial” de retiro sigue siendo de 60 años, pero el tiempo de trabajo que habilita a recibir una jubilación plena aumentó para la función pública, actualmente alineada con el sector privado (160 trimestres) y va a aumentar de nuevo a partir de 2008, lo cual demorará la jubilación. En Estados Unidos la edad “normal” para jubilarse se sitúa entre los 65 y 66 años, y a partir de 2006 se llevará a 67 años. Hay que señalar que, a pesar de sus promesas electorales, George W. Bush no logró privatizar lo que quedaba de jubilación pública en el sistema estadounidense.
En cuanto a la salud, la reducción del gasto público es un tema sensible en todas partes y se acelera la marcha del sistema hacia la privatización. Las consecuencias no son sorprendentes: las desigualdades aumentan y en algunos países incluso retrocedió la esperanza de vida. Es el caso del África Subsahariana, donde la extensión de la epidemia de HIV-sida, combinada con el desmantelamiento de los sistemas de asistencia médica, provoca una caída de la esperanza de vida al nacer: 45,6 años en 2003, contra cerca de 50 en 1992. En Rusia, la esperanza de vida al nacer pasó de 68,4 años en 1991 a 65,7 en 2003 (la de los hombres cayó incluso por debajo de los 60 años en 2005).
CARENCIAS
En los países capitalistas desarrollados se asiste a una disminución de los reembolsos de atención médica, un aumento de los costos relacionados con la salud y la carencia de recursos para los hospitales públicos. En Alemania, el plan 2004-2005 prevé una reducción de los reembolsos para atención odontológica y oftalmológica, la fijación de un precio convenido para cada consulta médica y un aumento de los aportes de asalariados y jubilados. El mismo programa se aplica en Francia, donde además el sistema hospitalario público está por colapsar. En el Reino Unido, según los científicos, uno de cada cinco enfermos de cáncer de pulmón no es tratado adecuadamente porque la atención no llega a tiempo. En Estados Unidos, donde el sistema es casi totalmente privado, 15,7% de las personas no tienen cobertura por enfermedad y casi otro tanto cuentan con una cobertura limitada, debido al alto costo de esos seguros. Por otra parte, en 2004 los gastos destinados a la salud en Estados Unidos fueron los más elevados: 15% del Producto Interno Bruto contra el 10,1% de Francia y el 11,1% de Alemania. El sistema privado sigue siendo elogiado aun cuando haya dado pruebas de su ineficacia.
Israel
Desempleo: Los desocupados deben aceptar cualquier trabajo, incluso menos calificado y con menor retribución. Recorte de la indemnización.
Prestaciones sociales: Disminución de los subsidios par apersonas de edad avanzada, niños, madres solteras e inválidos.
Jubilaciones: La reforma de 2003 redujo las jubilaciones en más de un 30%. La edad jubilatoria legal pasó de 65 a 67 años para los hombres, y de 60 a 67 años para las mujeres.
Beneficios fiscales: El impuesto a las empresas disminuyó el 81% en 1986, el 41% en 1991, el 31% en 2001 y el 34% en 2005. La parte patronal de la seguridad social disminuyó el 15,7% en 1986, el 10,9% en 1987, el 7,4% en 1992, el 4,9% en 1995-2000 y el 5,7% en 2005.
Reino Unido
Desempleo: Todo desocupado indemnizado tiene que aceptar una capacitación, una pasantía, un empleo subvencionado o benévolo.
Prestaciones sociales: Es obligación para los beneficiarios de un subsidio de padres solos hacer una pasantía o aceptar un empleo a tiempo parcial.
Jubilaciones: Los jubilados reciben, con el sistema público, un 37,1% de su ingreso anterior, contra el 52,9% en Francia y el 38,6% en Estados Unidos.
Beneficios fiscales: El gobierno laborista aumentó los impuestos para las grandes empresas del 25% al 30%. Sin embargo, antes de la era Thatcher, esas compañías estaban grabadas con el 51%. Además, Blair aumentó las cargas sociales un 1%, tanto para los trabajadores como para los empleadores.
Alemania
Desempleo: Los desocupados de larga data deben aceptar cualquier trabajo, incluso menos calificado y con menor retribución. Durante ese período tienen que aceptar trabajos de interés general a un euro la hora.
Prestaciones sociales: Fusión de subsidios de desempleo y ayuda social al cabo de un año. El cálculo de los subsidios de desempleo toma en cuenta los ingresos del cónyuge, los bienes inmobiliarios y las cuentas de ahorro de la familia.
Jubilaciones: El gobierno Merkel anuncia un aumento de la edad jubilatoria a 68 años, el alza de los aportes en aproximadamente un 20% para los asalariados y el congelamiento de las jubilaciones durante los cuatro años del actual período legislativo. Luego se impondrá una rebaja progresiva.
Beneficios fiscales: La coalición rojiverde disminuyó en un 8% el impuesto a los más ricos, 15% el impuesto a las sociedades, y regaló varias decenas de miles de millones a las grandes empresas.
Derechos de la mujer, avances y retrocesos
Durante las dos últimas décadas, las tasas de actividad y el salario de las mujeres aumentaron en todo el mundo. En el Norte, esta evolución mantiene una tendencia que comenzó en los años ´60. Desde la década de 1990 el índice de mujeres con empleo asalariado no agrícola pasó del 42% al 44%. La misma evolución se observa en el Sur, pero con diversos matices.
En el conjunto de los países en vías de desarrollo esas tendencias se acompañan con progresos en las tasas de escolarización y alfabetización de las mujeres, lo que contribuye a estrechar la brecha con respecto a los indicadores correspondientes a los hombres. En el marco de esta evolución y de la creciente urbanización, las tasas de uso de anticonceptivos aumentan; el matrimonio se pospone; los índices de fecundidad disminuyen. En la actualidad, todos los países en desarrollo ingresaron en la transición demográfica. Los indicadores muestran un mayor acceso de la mujer a la autonomía en relación con la esfera familiar.
Esos progresos, lejos de ser el producto espontáneo de la evolución de la sociedad, reflejan el resultado de luchas sociales. Pero siguen siendo incompletos y cuestionables. Son desiguales entre regiones (el Sur de Asia y el África Subsahariana muestran un cuadro tenebroso) y también dentro de cada país, entre la ciudad y el campo, o entre las categorías sociales: las mujeres rurales pobres continúan careciendo de escolarización, padecen el analfabetismo y la absoluta falta de asistencia médica. En todo el mundo, las tres quintas partes de los 115 millones de menores en edad escolar que no reciben educación son niñas, y los dos tercios de los 876 millones de adultos analfabetos son mujeres.
Los retrocesos que se suman contradictoriamente y de distintas formas a esos movimientos de fondo son, en principio, el producto de políticas económicas.
En los países industrializados (tanto en Occidente como en los países del Este) la privatización de los servicios públicos transfiere a la esfera privada muchas tareas –cuidado de niños, atención de los ancianos– y el resultado es un aumento de la carga de trabajo familiar. El desmantelamiento de los sistemas públicos de protección social –allí donde tales sistemas existían– castiga sobre todo a las mujeres. Así, la reforma del sistema jubilatorio francés profundiza las desigualdades (salarios inferiores, carreras discontinuas) que ya sufrían las mujeres en su vida profesional. Más del 80% de los trabajadores pobres son mujeres, como consecuencia del aumento del trabajo a tiempo parcial y los bajos salarios. En Europa del Este las políticas de precarización y el incremento de la pobreza provocan el resurgimiento del tráfico sexual y la prostitución.
En el Sur, los “programas de ajuste estructural” a menudo frenan de manera drástica los progresos escolares y sanitarios; cuando hay que pagar por la escuela y por la atención médica, las primeras perjudicadas son las niñas y las mujeres. Esas políticas debilitan también el acceso de las mujeres a recursos estables (ellas son mayoría en el sector informal), en especial en la agricultura, donde sostienen los cultivos de exportación.
Sin embargo, el carácter estructural y la larga historia de la opresión femenina hacen que la mundialización liberal no sea la causa de todos los males. El recrudecimiento de los “crímenes por honor” y los matrimonios forzados, el mantenimiento de códigos de estatus en distintos países (Afganistán, Pakistán, Argelia, varios Estados del Asia Central) tienen otras raíces. Además, la sociedad capitalista mantiene complejas relaciones con el patriarcado. Por eso se observa un forzado retorno de las tradiciones patriarcales y religiosas, con la reafirmación del orden moral en Europa y Estados Unidos.
Al mismo tiempo, las compañías multinacionales han creado en Asia, África y América Latina un nuevo ejército asalariado femenino. A veces esas obreras sufren acosos y un trato que recuerda a la Europa del siglo XIX. Pero su acceso a la esfera productiva desestabiliza el orden social de las castas, las religiones y la dominación patriarcal, incluso el obligatorio encierro familiar –aunque el capital transnacional sabe muy bien utilizar en su beneficio las reglas sociales y culturales dominantes para profundizar la sobreexplotación–.
Los autores del Atlas de Le Monde diplomatique II
Gilbert Achcar (pp. 24, 33 y 35), politólogo, Universidad Paris-VIII; autor de Le Choc des barbaries. Terrorisme et désordre mondial, 10/18, 2004.
Jacques Berthelot (pp. 67 y 69), economista; autor de L´Agriculture, talon d´Achille de la mondialisation. L´Hartmattan, 2001.
Sophie Bessis (p. 58), escritora, directora de investigaciones del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS) de Francia; autora de L´Occident e les Autres. Histoire d´une suprématie, La Découverte, 2003.
Emmanuel Bournay (p. 15), geógrafa y cartógrafa; coautora de Vital Waste Graphics, PNUE – Convención de Basilea, 2004.
Any Bourrier (p. 12), periodista de Radio France Internationale.
Philippe Bovet (p. 13), periodista.
Martine Bulard (pp. 77 y 78), jefa de redacción adjunta de Le Monde diplomatique.
François Carré (p. 7), profesor en al Universida París-IV, presidente de la Comisión del Mar y Litoral del Comité Nacional Francés de Geografía (CNFG); coautor de Milieux Littoraux, Nouvelles perspectives d´étude, L´Harmattan, 2005.
Pierre Conesa (p. 30), dirigió el número de La Revue internationale et stratégique consagrado a “La violencia en nombre de Dios”, Nº 57, primaver (boreal) de 2005.
Benjamin Dessus (p. 10), presidente de la asociación Global Chance; autor, con Hélene Grassin, de So Watt? L´énergie, un affaire de citoyens, L´Aube, 2004.
Bernadr Dréano (p. 50), autor de Dépression dans le Sud-Caucase. Voyage entre guerre et paix, Paris-Méditerranée, 2003.
Frédéric Durand (pp. 3 y 4), director de conferencias de la Universidad Toulouse-II – Le Mirail; autor de La Jungle, la Nation et le Marché. Chronique indonésienne, L´Atlante, 2001.
Régis Genté (p. 37), periodista independiente, especialista en el Cáucaso y en Asia Central; autor, con Nicolas Jallot de Chevardnadze, le Renard blanc du Caucase, Belfond, 2005.
Alain Gresh (p. 29), periodista de Le Monde diplomatique; autor, con Cominique Vidal, de Cien claves para entender a Oriente Próximo, Paidós, 2005.
Serge Halimi (pp. 22 y 52), jefe de redacción adjunto de Le Monde diplomatique; autor de Les Nouveaux Chiens de garde, Raisons d´agir, 2005.
Jean-Marie Harribey (p. 55), director de conferencias en la Universidad Bordeaux-IV; coordinador del libro Le développement a-t-il un avenir? Pour una société solidaire et économe, Mille et une nuits, 2004.
François Hourtant (p. 27), presidente del Centro Tricontinental de Louvain-la-Neuve, autor de Délégitimer le capitalisme. Reconstruire l´espérance, Colophon, 2005.
Esther Jeffers (p. 60), directora de conferencias de la Universidad París-VIII; autora, con Olivier Pastré, de La TGBE. La trés grande bagarre bancaire européenne, Economica, 2005.
Raoul Marc Jennar (p. 63), doctor en Ciencias Políticas, investigador para el movimiento social Urfig/Fundation Copernic; autor de Europe, la trahison des élites, Fayard, 2004.
Marc Laimé (p. 6), periodista; autor de Dossier de l´eau. Pénurie, pollution, corruption, Seuil, 2003.
Maurice Lemoine (p. 45), jefe de redacción de Le Monde diplomatique; autor de Chávez presidente!, Flammarion, 2005.
Philippe Leymarie (p. 48), periodista de Radio France Internationale.
Jean de Maillard (p. 66), magistrado; autor de Le Rapport censuré, critique non autorisée d´un monde déréglé, Flammarion, 2004.
Nasser Mansouri-Guilani (p. 64), director del Centro Confederal de Estudios Económicos y Sociales de la Confederación General del Trabajo (CGT) de Francia; autor de La Mondialisation á l´usage des citoyens, L´Atelier, 2004.
Damien Millet (pp. 16, 18 y 72), presidente del Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo (CADTM) Francia; autor de L´Afrique sans dette, CADTM/Syllepse, 2005.
Alan Morice (p. 32), antropólogo, encargado de investigaciones en el CNRS – Unidad de Investigación Migraciones y Sociedad (Urmis); coautor de Les Lois de l´inhospitalité, La Découverte, 1997.
Thierry Paquot (p. 21), filósofo, profesor en el IUP París-XII; autor de Demeure terrestre. Enquête vagabonde sur l´ “habiter”, L´Imprimeur, 2005.
Jean Radvanyi (pp. 41 y 42), profesor en el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales (Inalco) de Francia; coordinador de Les Etats postsoviétiques, Armand Colin, 2004.
Philippe Rekacewicz, geógrafo y cartógrafo; autor de L´Atlas mondial de l´eau, Autrement, 2003.
Philippe Riviére (pp. 22 y 74), periodista de Le Monde diplomatique.
Anne-Cécile Robert (p. 44), periodista de Le Monde diplomatique; autora de L´Afrique au secours de l´Occident, L´Atelier, 2004.
Pierre Salama (pp. 56 y 75), profesor universitario, director científico de la revista Tiers Monde; autor, con Blandine Destremau, de Mesures et démesures de la pauvreté, PUF, 2001.
Catherine Samary (pp. 39 y 61), directora de conferencias en Economía en la Universidad París-Dauphine; autora, con Jean-Arnault Dérens, de Les Conflits yougoslaves de A á Z, L´Atelier, 2000.
Saskia Sassen (p. 53), profesora de sociología en la Universidad de Chicago; autora de Territory, Authority and Rights; From Medieval to Global Assemblages, Princenton University Press, 2006.
Mycle Schneider (p. 9), periodista y experto científico, director del Servicio Mundial de Información sobre la Energía en París (Wise-Paris).
Claude Serfati (pp. 47 y 71), director de conferencias en Economía, responsable del eje Mundialización, Gobernabilidad y Desarrollo Sustentable (MGDD) en la Universidad de Saint-Quentin-en-Yvelines; autor de Impérialisme et militarisme, actualité du XXIe siécle, Page deux, 2004.
Eric Toussaint (p.72), presidente de CADTM; autor de La Finance contre les peuples, CADTM/Syllepse, 2004.
Stéphanie Treillet (p. 80), autora de L´Economie du développement, Nathan, 2006, de próxima aparición.
Michel Urvoy (p. 19), periodista, responsable del sector económico y agrícola de Oues-France.
Dominique Vidal (pp. 26), periodista de Le Monde diplomatique; autor con Leila Shahid y Michel Warschaeski (con Isabelle Avran), de Les Bnalieues, le Proche-Orient et nous, L´Atelier, 2006.