sábado, 16 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 1 .- José P. Feinmann

José Pablo Feinmann

Filosofía política del Peronismo

Página/12

• PRÓLOGO

• INTRODUCCIÓN



PRÓLOGO

Esto es un ensayo. Es un libro

sobre el peronismo. No es la

desgrabación de un curso. Ni

estará escrito como si el autor

le hablara al lector y hasta dialogara

con él. Esa experiencia ya fue ensayada

con el proyecto anterior encarado desde este

diario, los días domingo, cuando la gente

quiere “cosas livianas” para leer después del

asado o al borde de la piscina (pileta) o antes

o después de jugarse un partido de fútbol o

uno de tenis o jugar al truco o a la escoba de

quince o a cualquier otra cosa. Esto es un

libro con pretensiones desmedidas: historiar e

interpretar al peronismo. No podemos seguir

sin hacerlo. El peronismo sigue y hay que

seguirlo de cerca. O retroceder y tomarle distancia.

Tratarlo con frialdad. Como a un

objeto de estudio, arisco y feroz. Lleno de

sonido y de furia. Diferente, esquivo, no

único, pero sin duda específico. Priva en él

más la diferencia que el paralelismo con otros

partidos de otros países. No es el varguismo.

Todavía no es el PRI. No es –aunque tanto

se empeñan en que lo sea– el fascismo. Ni

menos aún esa pestilencia alemana que entre

alientos nietzscheanos, invocaciones a la

“bestia rubia” y a las “aves de rapiña”, a la

pureza de la raza, a la biología de los héroes o

a la respuesta creativa del Dasein comunitario

a la técnica como caída (en Heidegger) se

llamó nacionalsocialismo. Hay grandeza y

profundas miserias en el peronismo. Hay

demasiados muertos. Hay un plus de historicidad.

Hay una historia desbocada. Hay líderes

(sobre todo uno), hay mártires (sobre

todo una), hay obsecuentes, alcahuetes, hay

resistentes sindicales, escritores combativos,

está Walsh, Ortega Peña, está Marechal,

están Urondo y Gelman, están asesinos como

Osinde y Brito Lima, fierreros sin retorno

como el Pepe Firmenich, doble agente, traidor,

jefe lejano del riesgo, del lugar de la

batalla, jefe que manda a los suyos a la muerte

y él se queda afuera entre uniformes patéticos

y rangos militares copiados de los milicos

del genocidio con los que por fin se identificó,

hay pibes llenos de ideales, hay más de

cien desaparecidos en el Nacional de Buenos

Aires, está Haroldo Conti, muerto, Héctor

Germán Oesterheld, muerto, Roberto Carri,

muerto, y hasta Aramburu, muerto, está la

opacidad de una historia de opacidades, de

odios, venganzas, horrores, está la OAS,

Henry Kissinger, el comisario Villar, formado

en la Escuela de las Américas, cana puesto

y avalado por Perón, el gran indescifrable, el

Padre Eterno, el ajedrecista genial, el que volvería

en el avión negro y volvió viejo y volvió

malo, y le dio manija a López Rega, de cuya

paranoia asesina no podía decirse inocente,

porque nadie desconoce lo que tiene tan

cerca, y si a eso que tan cerca tiene le da espacio

y le deja las armas, y encima se muere y

sabe que se muere y lo deja fuerte, consolidado,

porque de cabo lo ascendió, en acto

macabro y doloroso, a comisario general de la

policía, y si a la mediocre y manipulable y

matarife del cabarute la deja de vice, sabiendo,

como sabía, que ella no era ella, que

Daniel, el Brujo umbandista, la dominaba, le

susurraba los discursos porque era él el que

los había escrito, porque era él el que habría

de ponerle las listas, el que habría de decirle

hay que matar a éste, Chabela, y a éste y a

todos los infiltrados marxistas de la juventud

y a los combatientes de la guerrilla, hay que

dar palo porque el quebracho es duro, y si

esto, al Viejo general, le deteriora el prestigio,

le erosiona el recuerdo, la memoria de los

mejores años, de los años felices, del 53% por

ciento del Producto Bruto Interno para los

pobres, de las nacionalizaciones, del artículo

40, del Pulqui, del Estado generoso, del Bienestar

estatal, del keynesianismo desbordante,

de los sindicatos, de los abogados de los

sindicatos, del Estatuto del Peón, de las vacaciones

pagas, de la entrega de Evita hasta el

aliento postrero, mala suerte, general, usted

se lo buscó, vino y no tenía salud para venir,

al ajedrez se juega de afuera, en política al

menos, el Mago para ser Mago de la Historia,

para ser Mito y Esperanza tiene que estar

lejos, manejar los hilos desde la distancia,

desde arriba, manejar las contradicciones sin

ser una de ellas, pero si el Mito regresa el

Mito se historiza, ya no maneja las contradicciones,

él, ahora, es una más y tiene que

tomar partido, y la historia se lo come, mito

que regresa pierde porque ya no puede ser

mito, el avión negro regresó y llegó entre el

estruendo de las balas y los gritos de los

muertos y los torturados y aterrizó en

Morón, lejos del pueblo, en medio de los asesinos,

de los franceses de la OAS, de Osinde,

de Favio: el que nada vio, el que nada supo

aunque estaba arriba, bien arriba en ese palco

colmado de hienas y de buitres y vampiros,

de los pretorianos que afilaban sus cuchillos

para una de las noches más negras de la Argentina,

que si no fue la más negra se debió a

la que vino después, a la de los militares de la

Seguridad Nacional, que encontraron el

terreno fértil, las víctimas fáciles, los perejiles

abandonados y sofocados por el miedo, y se

dieron todos los gustos, pusieron a los Martínez

de Hoz, a los Walter Klein, a los Juan

Alemann, a los que exigieron a fondo la limpieza

para aplicar el plan que tenían, el de las

privatizaciones, el del Imperio, el de la Escuela

de Chicago, el de Milton Friedman y el del

ingeniero Alsogaray y ni por asomo el de

Keynes, y el país fue una timba y se llenó de

argentinos del deme dos, y la ESMA fue un

infierno que nadie, ni en su peor pesadilla,

pudo prever, y ahí torturaron, empalaron,

violaron mujeres, torturaron niños frente a

sus padres, quemaron vivos a pobres pibes

que sólo habían alfabetizado en una villa

miseria o que en un pizarrón indefenso enseñaron

el vocabulario a niños ignorantes que

siguieron así, ignorantes, porque sus púberes

maestros se fueron de la noche a la mañana,

se fueron para no volver jamás, y esos vuelos

y esos sacerdotes que bendecían a los asesinos,

y les decían hijo mío cumples con la

Patria, Dios te absolverá porque tu tarea es

purificadora, el Evangelio está contigo porque

está con quienes hacen justicia aunque, a

veces, la justicia, que es ciega, se parezca al

horror porque tiene que ser impiadosa para el

triunfo del bien, para el triunfo del Señor

que te mira, te juzga y te perdona por medio

de mi palabra, que es la Suya, sigue con esta

tarea porque es la de la Patria y la del Dios

cristiano, y la mayoría de los que morían eran

peronistas jóvenes, inocentes todos, porque

cualquiera que muera así, como un perro, es

inocente, porque nadie, hombre o mujer,

miliciano o perejil de superficie o sacerdote

del Tercer Mundo o sindicalista o simple

vecino del barrio al que se lo chuparon porque

estaba en una libreta de direcciones o

porque sí nomás y para meter miedo, merece

morir de ese modo, como un perro, y ni

siquiera un perro lo merece. ¡Qué centuriones

tan despiadados se escondían en los pliegues

de la patria! Quién lo hubiera dicho.

Aquí, en la Atenas del Plata, encontrarlo a

Trujillo multiplicado hasta el espanto.

¿Dónde quedó la Patria de los cincuenta?

La que conquistó el corazón amargo de Discépolo.

La que le dio alegría. La que le hizo

olvidar la tristeza y los barrios pobres de los

tangos y elegir los umbrales, porque en ellos

estaban los novios, el portland porque por

ahí caminaban felices los postergados de

siempre, la abundancia, la comida y el chamamé

de la buena digestión, la patria de los

cincuenta quedó lejos, el peronismo se alejó

del peronismo, y lo mató a Troxler a quien

ni los centuriones de los basurales de José

León Suárez supieron hacerlo, y lo mató a

Atilio López con más de ochenta balazos, y a

Silvio Frondizi y al Padre Mujica y a Rodolfo

Ortega Peña, en una noche cruel, en una

emboscada sórdida, tan sórdida e inesperada

que Rodolfo, al caer moribundo, alcanzó a

decirle a su compañera la frase del asombro,

de la incredulidad, del final: “¿Qué pasa,

flaca?”

Eso, qué pasa. Qué pasó. Qué pasará. Porque

esta historia sigue. Y contarla es aceptar

el desafío de lo cósmico. Lo inabarcable. Lo

infinitamente contradictorio. Una totalidad

que no deja de destotalizarse y retotalizarse.

De ganar un sentido y perderlo y engendrar

–de pronto, entre alucinaciones– diez, quince,

treinta sentidos. No digo que el peronismo

sea incomprensible. Sólo digo que comprenderlo

“en totalidad” es una tarea gigantesca,

desaforada.

Hacia ella vamos.

INTRODUCCIÓN

Se trata de partir de un hecho primario,

comprobable por todos, aceptado por

muchos aunque no siempre por los mismos,

rechazado por otros tantos o por otros

menos y también no siempre por los mismos,

con lo que tal vez podríamos acceder a

nuestra primera aseveración en un tema que

no se caracterizará por ellas, dado que las

elude constantemente: el peronismo perdura

pero quienes se encuadran bajo su rótulo o

quienes se deciden a apoyarlo varían según

las diversas coyunturas históricas. Podría

verificarse un matiz importante: se han acercado

al peronismo o han trabado excelentes

relaciones con él personas o sectores políticos

o económicos que escasamente se han

arrogado tal condición. Tomemos dos “abrazos

históricos”. El dirigente radical Ricardo

Balbín se abraza con Perón en 1972. Balbín

fue un porfiado antiperonista a lo largo de su

vida. Va a ver a Perón. Perón está en la residencia

de Gaspar Campos. Al ser difícil el

acceso, Balbín se encuentra ante la necesidad

de “saltar” un muro. Lo hace. Luego se abraza

con Perón. Tenemos dos acercamientos

de Balbín a Perón: el “salto” del muro y el

abrazo. Luego, muerto Perón, dice un discurso

que él pretende sea “para la historia” y

–aunque la historicidad de ese momento es

de una densidad y un desbocamiento dramáticos,

sofocantes– lo es. En el discurso Balbín

dice: “Este viejo adversario hoy despide a

un amigo”. Si algo no es Balbín aquí es lo

que fue toda su vida: un antiperonista. Pareciera

jugar dentro del campo del peronismo.

Sin duda, contribuye a su perdurabilidad, a

su capacidad inagotable de sumar, que es

parte sustancial de su obstinación en “la

patria de los argentinos” como solía decir ese

líder radical que no le hizo a la patria un

solo mal aunque acaso no le haya hecho ningún

bien remarcable. (Nota: Sin embargo,

dos males serios le ocasionó a “la patria de

los argentinos”. Habló de “la guerrilla en las

fábricas” poco antes del golpe del 24 de

marzo de 1976. Y –cuando le dieron la cadena

nacional de radiodifusión para que hiciera

algo por frenar el golpe– acudiendo a ciertos

aires de compadrito en que solía solazarse

dijo “me piden soluciones” y contestó una

burrada política fenomenal: “No las tengo”.

Los militares habrían de tomar esa frase

como una confesión de la “dirigencia civil” y

justificarían, con ella, la necesariedad de

apoderarse del Estado. Ellos sí tenían respuestas.

En otro de sus dramatizados discursos,

también por televisión, se dirigió a los

jóvenes de la guerrilla. Usó a uno solo como

figura de todos. “Muchacho”, le dijo, “contiene

tu puñal. Y si yo no cumplo, entonces...

clávamelo”. Al día siguiente de la tragedia

de Chile le preguntan qué opina: condena

el golpe y lamenta que “el presidente

Allende se haya suicidado”. Le dicen que lo

mataron. “No lo sé –dice–. Pero tenía un

arma en las manos.” Le preguntan qué

habría hecho él en esa situación. Pone su

mejor cara de “guapo del 900” y dice: “Ah,

no: a mí no me hacen eso”. “Eso” era el

golpe de Pinochet. Regresa de un viaje y le

preguntan por los desaparecidos: “Los desaparecidos

están muertos”, responde, dando

por inútil la consigna central de las Madres

de Plaza de Mayo: “Con vida los queremos”.

Le decían “Chino” porque –en sus mejores

momentos– se parecía algo a Akira Kurosawa.

Y “guitarrero” por su estilo oratorio.

II

Hoy, todo él, es pasado y olvido. Con todo,

yo sería injusto si no dijera que –en 1973–

lo habría preferido a él como vice de Perón

en lugar de Isabel, con el Brujo atrás. Y que

no era ni habría podido ser un carnicero

como López Rega o Videla, aun cuando se

haya equivocado gravemente un par de

veces. En un país en que ha corrido tanta

sangre, en un país tan colmado de asesinos

corresponde decir esto de alguien si decirlo

es la verdad.) El “otro” abrazo es más inesperado

y fue impensable hasta el grado del

delirio, la insensatez o la blasfemia. Sucedió

en una época que contenía todos esos matices

de la condición humana, añadiéndoles

los de la falsedad, el robo, la befa, la farandulización

de la existencia toda y el canallismo

jocoso, circense: la “fiesta” menemista.

Otra variedad de la “obstinación” peronista

cuyo análisis requerirá espacio, tiempo y

templanza, si es que deseamos apartar de

nosotros el único modo de recordarlo: el de

la ira, el de una insoslayable y fiera vehemencia.

Trataremos de hacerlo. Buscamos

tornar transparente hasta lo posible nuestro

objeto de estudio. Será sensato advertir que

parte de esa transparencia estará en las pasiones,

en las broncas, en las heridas aún abiertas

porque fueron hechas para sangrar sin

perecer, de las que estamos hechos. Este

ensayo se escribe buscando todos los rostros

del objeto al que asedia, pero ese “objeto” (el

peronismo) ha provocado, en todos nosotros,

desilusiones, tristezas, derrotas, pérdidas

sin reparo, muertes que no debieron ser,

pavores sorprendentes, ilusiones luminosas,

desengaños en los que aprendimos la resistencia

de la realidad, la dureza de lo imposible.

Una amiga no peronista, que se aferró a

la esperanza-Alfonsín, me contó que el

mayor dolor de su vida, su mayor tragedia,

fue la pérdida de dos amigos que cobijó en

su casa en algún mes del año 1976. Eran dos

jóvenes peronistas, se los llevaron y no los

vio más. Todavía, al hablar de ellos, al contar

esa historia, los ojos se le humedecen, se

pone pálida y hasta tiene miedo otra vez.

Prometemos, sí, asediar a nuestro objeto y

estudiarlo con rigor. Pero no lo haríamos si

dejáramos de lado las ilusiones que ese

“objeto de estudio” despertó en nosotros, las

desesperanzas, los espantos, y la prolija, fría

idea de la muerte y la tortura. Volvemos al

“segundo” abrazo. Fue, dije, durante la “fiesta”

menemista. Alianza entre el peronismo y

el establishment agrícola-ganadero, el establishment

empresarial y financiero y las corporaciones

transnacionales. Carlos Menem,

en algún ágape de esos años de jolgorio, se

encuentra con el Almirante Rojas, el inventor

de la línea Mayo-Caseros, el más puro

símbolo del gorilismo nacional, el que ordenó,

junto con Aramburu, los fusilamientos

del ‘56 y las masacres de esa “operación” que

narrará Rodolfo Walsh. El “Jefe” lo ve al

Almirante y se le acerca con su sonrisa de

plástico. El Almirante hace lo que siempre

ha hecho: lo mejor para su clase social, la

oligarquía, y el brazo vigoroso que la custodia,

las Fuerzas Armadas. Se abraza con el

peronista Menem. Ahí están, mírenlos: el

masacrador del 16 de junio de 1955 y el

caudillo del interior federal postergado, el

caudillo riojano en que se encarna el otro, el

que cantó Sarmiento, el feroz Facundo, el

Tigre de los Llanos. Este Tigre –sin embargo–

se ha olvidado de los Llanos. Se recortó

las patillas. Se viste alla Versace. Gobierna

para las clases altas, para el Fondo Monetario

Internacional y hasta ha enviado un cascajo

que flota a la Guerra del Golfo, una

guerra de Estados Unidos pero que él hace

suya dado que con el gigante del Norte quiere

relaciones cercanas, a las que llama “carnales”.

Algunos dicen que no es peronista.

Usan, para desautorizarlo, un concepto inesperado

pero que hace historia: “menemismo”.

El “menemista” Menem no será peronista

pero todo el peronismo lo respalda.

Durante su Gobierno, Ubaldini, el sindicalista

que vivía haciéndole huelgas a Alfonsín,

pierde visibilidad; tanta, que casi se torna

invisible. No: Menem es peronista. Y hace

todo lo que no hizo Perón. O digámoslo con

mayor propiedad: des-hace lo que hizo

Perón. Qué cosa el peronismo, caramba.

Cómo diablos será posible entenderlo. El

que mejor desperonizó al país (una obsesión

que compartieron durante años la oligarquía

y la izquierda revolucionaria o académica)

fue un peronista. Y no uno que vino de arriba,

de algún planeta exótico para hacer la

tarea. No: un peronista de verdad. Con historia,

militancia y discurso peronista. Bastaba

oírlo hablar y uno advertía que el tipo, al

manual de conducción política de Perón se lo

sabía de cabo a rabo. A comienzos de 2003,

cuando se baja del ballottage para restarle a

Kirchner los seguros y frondosos votos que

cosecharía en una segunda vuelta, dice, por

televisión y con el propósito de justificar su

alejamiento, un discurso en que palabras

como “arte de la conducción”, “táctica”,

“estrategia”, “información”, “control de la

situación” y hasta “economía de fuerzas” van

de aquí para allá, incesantes. Había hecho

los deberes del buen justicialista: conocer la

doctrina. No los había hecho por casualidad.

Carlos Menem, el político que desarmó sin

prisa, sin pausa y sobre todo sin piedad el

Estado de Bienestar que Perón había construido

desde 1943 y que ni los militares de

la Seguridad Nacional habían logrado llevar

a cenizas, era un peronista de larga historia,

un caudillo de la más federal de

las provincias, la de Facundo

Quiroga, la de Ángel

Vicente Peñaloza,

La Rioja.

Nada de

esto impidió su abrazo con Rojas. Era más

fuerte aquello que lo tornaba posible: un

nuevo rostro del peronismo, un peronismo

neoliberal, construido al calor de la caída del

Muro de Berlín, del triunfo global de la

democracia neoliberal de mercado, de la

hiperinflación alfonsinista, del golpe de mercado

oligopólico y de una época que encarnó

la “ética indolora” (el concepto es de

Gilles Lipovetsky) de la posmodernidad.

Hasta posmoderno fue el peronismo. Luego

de ser, como había sido, el símbolo de los

valores de la modernidad en la Argentina:

Estado fuerte, política, enfrentamiento de

clases, inclusión social de las clases postergadas,

nacionalismo, primacía de la industria

sobre los productos primarios. Ese abrazo

Menem-Rojas disparó una frase de un peronista

de también larga trayectoria, hombre

que transitó de la JP en los setenta a la

Renovación en el 84/85 y al menemismo en

los noventa. La frase fue: “El abrazo

Menem-Rojas equivale al abrazo Perón-Balbín”.

Le dije a otro peronista cómo era posible

que Fulano dijera eso. Y me dijo: “Dejalo:

dice eso y morfa un año entero”. Esto,

también, es un elemento teórico. Y hasta lo

es en la elección de la palabra “morfar” en

lugar de “comer”. Un peronista morfa. Un

oligarca come. Y esto, a los peronistas,

los colma de

III

orgullo. (Nota: Que un oligarca”come” se puede

observar en ese inmenso libro de chismes que se

publicó recientemente bajo el nombre de Adolfo

Bioy Casares. Parece que habitualmente Borges

visitaba a Bioy para “comer” en su casa. Ahí

–con una maldad clasista de viejas oligarcas y

obviamente ociosas– le comentaba todo tipo de

cosas a su amigo, quien, acaso asombrosamente,

las anotaba con pulcritud. Más asombroso es

que se hayan publicado. Todavía más es que se

lean. Como sea, la fórmula que Bioy utiliza para

abrir la narración de las veladas con su compinche

de mínimas charlas de cajetillas aburridos es:

“Borges hoy come en casa”. O “Borges come en

casa”. O “Come Borges en casa”. No sabemos si

almuerza o cena. Ni lo sabremos, ya que es de

mal gusto, de grasas y de negros peronistas, decir

que alguien “almuerza” o “cena”. La gente

comme il faut “come”. Algo similar a lo que ocurre

con el “rojo” y el “colorado”. Lo correcto es

“colorado”. Ha sido posible observar –desmintiendo

esta modalidad– que cierta oligarquía no

ha cesado de hablar del “trapo rojo” aludiendo a

eso con que los “zurdos” pretenden reemplazar a

la bandera de Belgrano. No hay nada como el

odio para perder los modales.) A los peronistas

nacional populares. A los que no fueron atrapados

por eso que suele denominarse el “glamour

de la oligarquía”. Con todo, en esto los peronistas

no han cedido demasiado terreno. Menem

llenó su década de esplendor invitando a comer

(o a “morfar”) pizza con champán a sus más elegantes

y rancios contertulios. Un peronista

entrega a las clases dominantes el patrimonio

nacional pero sigue citando a Jauretche. La

izquierda ilustrada, en cambio, la izquierda

–pongamos– “académica”, compra los valores y

los símbolos de la oligarquía como parte de su

“conversión”. La “socialdemocracia” de los

ochenta, el alfonsinismo ilustrado incurrió en

una incondicional adoración de Victoria Ocampo,

Borges y Bioy, quienes fueron transformados

en la cifra de nuestra cultura, el signo de su excelencia.

He discurrido en otras ocasiones sobre

estas modalidades de época.

Los dos abrazos exhiben la amplitud del peronismo.

Esta “amplitud” ya había sido largamente

ejercida y teorizada por el mismo Perón: “En el

peronismo, en cuanto a ideología, tiene que haber

de todo. Me dicen que Cooke era muy izquierdista.

Pero también lo tuvimos a Remorino que era

de derecha”. El peronismo no es –entonces– una

obstinación peronista. Es una obstinación argentina.

Si la obstinación prosigue, si no se detiene, es

porque todos la alimentan. Peronistas y no peronistas.

No sólo los no peronistas que pactan con

el peronismo o se le acercan en coyunturas en que

“la patria lo reclama”. Sino (y muy poderosamente)

los antiperonistas. Estamos aquí ante un fenómeno

marcadamente argentino. O sea, casi indescifrable:

el peronismo ha sido una y muchas cosas

más. Tal vez ya no sea nada. Tal vez la identidad

peronista se haya disuelto en las borrascas de la

historia que a partir de ella (de quienes reclamaban

encarnarla) se han desatado. Lo que no desapareció

es el antiperonismo. Es un argumento que

usó cierta vez, en mi contra, el malogrado y querido

historiador Fermín Chávez. Yo había escrito

un texto demostrando que la identidad peronista

ya no tenía existencia. Era tanto que era nada. El

ser y la nada (en el primer capítulo de la Lógica de

Hegel) se identifican, son intercambiables: cuando

algo es el todo es la nada porque las cosas se

definen por aquello que las diferencia de las otras.

El ser es diferencia. Lo han dicho los postestructuralistas

–basándose en el sistema de la lengua de

Ferdinand de Saussure– y tienen razón. Todo elemento

se refiere a otro del cual se diferencia. Una

estructura es una totalidad de diferencias. Nada es.

Todo ser es diferencia. Todo ser, en su ser, se

refiere a otro. Seamos, ahora, precisos: si el peronismo

es todo, cuál es su diferencia. Tiene que

existir algo que no sea el peronismo para que el

peronismo sea algo. Cuando propuse la fórmula:

El peronismo, al serlo todo, no es nada, Fermín

Chávez me refutó. Dijo: Si el peronismo no es

nada, si no tiene identidad, ¿cómo es posible que

haya antiperonistas? Perfecto: otra incógnita

demoledora. Uno ya no sabe qué es el peronismo.

O tiene que estar tres horas para explicáserlo a

alguien. Sobre todo a un extranjero. Pero antiperonistas

hay por todas partes: sacan diarios prestigiosos,

escriben concurridas columnas de opinión,

publican libros, dan conferencias para empresarios,

y hasta no faltan quienes se sienten “mártires”

o “líderes” de la prensa libre agredidos por el

“peronismo”. Incluso defienden a la “república” o

a las “instituciones” que el “peronismo” agrede.

Algo que ocurre porque –dicen– el gobierno que

durante estos días gobierna es... peronista. Sin

embargo, ese gobierno ha reducido a una expresión

mínima los símbolos clásicos del justicialismo,

las fotos de Perón, las de Evita o la ineludible

entonación entusiasta de la marcha partidaria.

Que sigue teniendo frases tan improbables como

“combatiendo al capital” en un mundo en que

nadie lo combate en ninguna parte. O afirma que

la “Argentina grande con que San Martín soñó es

la realidad efectiva que debemos a Perón” cuando,

en rigor, los “grasitas” de Evita y los “negritos” de

Perón andan por las calles pidiendo limosna o

acarreando cartones y el pueblo de la Capital

Federal votó al hijo de un empresario (que si no

es peronista lo puede ser en cualquier momento)

para que los limpie del paisaje urbano, los arroje a

la periferia y arrase con esa villa, la 31, de la cual

salen delincuentes y drogadictos (o delincuentes

drogados) para alterar la placidez de la metrópoli

opulenta. En suma, los antiperonistas son más

obstinados que los peronistas. Entre unos y otros

dibujan esa modalidad del ánimo (una modalidad

subjetiva) con que se presenta el peronismo en

nuestra historia: la obstinación. Hagamos, pues, la

pregunta: ¿qué es una obstinación?

La relevancia de la pregunta surge –en una

instancia inicial– porque forma parte del título

de este ensayo, que llama al peronismo “una obstinación

argentina”. Después, se afirma en que

nadie dudará acerca de la persistencia del fenómeno

en nuestra historia: nace con el golpe militar

del 4 de junio de 1943 y todavía sigue fuerte

y una mujer que proviene del riñón de su historia,

de una de sus facetas más tormentosas y castigadas

(la izquierda de los ’70), acaba de ganar

unas elecciones que la llevarán a la presidencia

del país. Ella no luce excesivamente peronista:

dio un discurso plural el día en que ganó, se reunió

con un periodista del diario del establishment

(un hombre que siguió día a día el gobierno

de Néstor Kirchner con una obsesividad

digna de algún prestigioso diván de la ciudad de

Buenos Aires, desbordante de neuróticos y de

psicoanalistas neuróticos que debieran mejorar a

esos neuróticos o, en su defecto, medicarlos

bien, y de todos los días en que anduvo tras él,

criticándolo, encarnando odios, creando opiniones

adversas, asumiendo el estrellato de su diario

venerable, hijo dilecto de la pampa húmeda y de

la Sociedad Rural, custodio de Occidente, de los

capitales transnacionales, del ALCA, y ahora, a

diferencia de otros irritables momentos de su

historia en que reclamó hechos que –por el

momento– olvidaremos, custodio de las libertades,

de las de prensa sobre todo, y de las instituciones,

y custodio, muy privativamente, de esa

acuosa, impalpable entidad a la que se llama “la

República” y en cuyo nombre se han cometido

por estos lares las más horrendas tropelías, este

periodista, decía, pasará a la historia como “el

fiscal del kirchnerismo” pero –conjetura uno– al

costo de haberle dedicado cuatro años de su vida

al líder de esa tendencia, Néstor Kirchner, y al

costo de verlo hasta donde no estaba o de encontrarlo,

inesperadamente, en sus pesadillas, y en

las peores) y citó escasa o nulamente a Perón y a

Evita. De hecho, la presidenta Cristina Fernández

pareciera haber elaborado mejor su relación

con el peronismo que muchos antiperonistas,

dado que en gran medida y no asombrosamente

el peronismo vive más en el odio o el desdén o la

obsesión de los antiperonistas que en la adhesión

de los peronistas. Ocurre (y veremos intensivamente

este aspecto) que en la mayoría de los

antiperonistas, cuando se llega al fondo de ellos,

al abismo de su repulsa, priva el odio al diferente

encarnado en la figura del grasa, del pobre o del

negro o del groncho. Y sus actuales manifestaciones:

el piquetero, el villero, el pordiosero, los cartoneros

y los chicos de la calle. Que, con el mero

trámite de lanzarse a limpiar el parabrisas de los

automóviles, arrojan al odio a sus conductores,

al desborde y a la frase que la mayoría de la clase

media de los “centros urbanos” destina al diferente

cuando busca solucionar el problema que

plantean a la serenidad, a la placidez, a la pulcritud

de la polis: hay que matarlos a todos. En resumen,

el antiperonismo es una obstinación argentina

y esa obstinación alimenta al peronismo

tanto (y a veces más) como él se alimenta a sí

mismo.

No obstante, la palabra obstinación pareciera

cargar con una cuota excesiva de subjetividad. Si

uno dice que el peronismo es una obstinación

argentina está diciendo otra cosa que si dice: el

peronismo es una persistencia argentina. Se

puede hablar de la persistencia de los hechos.

Hablar de la obstinación introduce una direccionalidad

subjetiva en el análisis. Rechazamos toda

idea de una continuidad en la historia. No hay

un tiempo lineal, una temporalidad homogénea,

no hay sentido ni sujeto interno de la historia.

Estas son ya viejas discusiones y las hemos zanjado.

(Nota: Hemos escrito en otro lugar: “No

queremos una historia de la continuidad. Pero

no queremos una historia de la exaltación del

azar y lo discontinuo. Porque es cierto: no hay una

historia de la continuidad. Pero hay continuidades

en la historia. Hay persistencias en la historia. Las

tenemos que rastrear. Las tenemos que develar.

Esas persistencias deberán ser conquistadas entre

las miríadas de sucesos que exaltan los foucaultianos,

pero no bien las conquistemos deberemos

establecerlas, no cosificarlas, pero tenerlas presentes

para la praxis. No hay acción política que

no se establezca sobre el develamiento de una continuidad”,

JPF, La filosofía y el barro de la historia,

suplementos publicados en este diario entre

junio de 2006 y mayo de 2007. El libro completo

y revisado aparecerá en abril del año próximo

editado por Editorial Planeta.) Con todo, hemos

elegido la palabra “obstinación” (y trataremos de

hacer de ella un concepto) y no la palabra “persistencia”.

Bien cierto es que el peronismo es una

persistencia en nuestra historia. No lo es menos

que establece continuidades. Pero nuestro propósito

es deliberadamente humanista. La historia

del peronismo es una historia hecha por los

hombres. Bajo determinadas circunstancias,

como pedía Marx. Pero nos resulta imposible no

ver en la trama histórica del peronismo la acción

de sujetos prácticos, de sujetos enfrentados, de

sujetos constituidos por la historia y constituyentes

de ella. Hay una sobredosis de humanismo

histórico en el peronismo. De aquí que nuestra

posición acerca de la filosofía política del

movimiento habrá de recurrir (no solamente,

desde luego) a las posiciones de Carl Schmmit.

Este genial teórico alemán (cuyos compromisos

con el nacionalsocialismo nadie ignora) se pregunta,

en uno de sus trabajos esenciales, por el

“concepto de lo político”, busca la especificidad

de las categorías políticas, aquellos elementos

por los cuales son “políticas” y no otra cosa. Y

escribe: “Pues bien, la distinción específica,

aquella a la que pueden reconducirse todas las

acciones y motivos políticos, es la distinción de

amigo y enemigo” (Carl Schmitt, El concepto de lo

político, Alianza, Madrid, 2002, p. 56. Debe

consultarse también el excelente ensayo de

Chantal Mouffe: En torno a lo político, Fondo de

Cultura Económica, Buenos Aires, 2007. El

libro es un derroche de lucidez, de inteligencia.

Sin duda alguna, recurriremos a él no bien sea

necesario.) Sobre esa Distinción esencial, que se

expresa ya como contradicción o conflicto o

antagonismo o guerra, elaboraremos nuestra filosofía

política del peronismo. Pero buscaremos

–en la distinción amigo y enemigo– la praxis que

anima a cada uno de esos grupos. Los grupos

están constituidos por sujetos. Los sujetos tienen

subjetividades. Las subjetividades generan conceptos

aptos para dar cuenta de ellas. Una persistencia

de la historia nos revela algo que ocurre en

la historia. Una obstinación (y soy consciente

también del riesgo poético o literario de la palabra,

que, a mí al menos, no me disgusta) nos

revela algo más: algo que los hombres hacen. Los

hechos no se obstinan. Los sujetos sí. Podríamos

plantearlo de este modo: los hechos concretos de la

filosofía política del peronismo expresan una

persistencia histórica alimentada por una obstinación

de los sujetos que la protagonizan.

Volveremos sobre el tema.

IV Domingo 25 de noviembre de 2007