domingo, 7 de septiembre de 2008

Guerra y paz...¿Retorno a la guerra (no tan) fría?...

Guerra y paz
Rusia fue la gran perdedora de la década de los 90, y contra lo que sugiere el sentido común, será la gran cuestionadora del nuevo orden mundial, cualquiera que éste sea, hasta que le devuelvan –o ella misma recupere– su viejo territorio conquistado por Pedro el Grande y Catalina II. Por eso la actual guerra en Georgia no es una guerra antigua; es, al contrario, presagio del futuro.

Sin Permiso


“La guerra nunca estalla súbitamente: su extensión no es obra de un instante”. (Carl Von Clausewitz, De la Guerra, Ed. Martins Fontes, Sao Paulo 1979 [1832] pág. 77.)

Los hechos más recientes, e importantes, son conocidos. En el mes de abril de 2008, en la última reunión de la cúpula de la OTAN, en la ciudad de Bucarest, se reconoció la aspiración de Georgia a participar en la alianza militar liderada por los Estados Unidos, a pesar de la resistencia alemana, y de la oposición explícita del gobierno ruso. Y el día 11 de junio de 2008, aviones de la Fuerza Aérea Rusa sobrevolaron el territorio de Osetia del Sur, en la víspera de la visita a Georgia de la secretaria de Estado norteamericana, Condolleeza Rice, para inaugurar, el día 15 de julio, la operación “Respuesta Inmediata 2008”: un ejercicio militar conjunto del ejército norteamericano con las tropas de Georgia, Ucrania, Armenia y Azerbaiján, realizado en la Base Aérea de Vaziani, que había pertenecido a la Fuerza Aérea Rusa hasta 2001. Casi enseguida, el día 8 de agosto de 2008, las Fuerzas Armadas de Georgia atacaron la provincia Osetia del Sur y conquistaron su capital Tsjinval. No está claro por qué Georgia atacó Osetia del Sur exactamente el día de la inauguración de las Olimpiadas chinas. Pero no hay duda de que la gran sorpresa de los gobiernos involucrados en esta historia fue la rapidez, extensión y eficacia de la respuesta rusa, que, en pocas horas, cercó dividió y atacó – por tierra, mar y aire – el territorio de Georgia, en una demostración contundente de decisión política, organización militar y poder de conquista. Todo hecho con tamaña rapidez y agilidad, que dejó a los gobiernos “occidentales” perplejos, divididos e impotentes, obligados a acompañar los desplazamientos de la ofensiva rusa, hora a hora, a través de los hechos consumados, sin conseguir saber o poder anticipar su objetivo final.

Poco después de la Segunda Guerra Mundial, Hans Morgenthau, padre de la teoría política internacional norteamericana, formuló una tesis muy simple y clásica sobre el origen de las guerras. Según Morgenthau: “la permanencia del status de subordinación de los países derrotados en una guerra puede fácilmente generar en esos países la voluntad de deshacer la derrota y echar por tierra el nuevo statu quo internacional creado por los victoriosos, retomando su antiguo lugar en la jerarquía del poder mundial. O sea, la política imperialista de los países victoriosos tiende a provocar una política imperialista igual y contraria de parte de los derrotados. Y si el derrotado no hubiese sido arruinado para siempre, querrá retomar los territorios que perdió, y si es posible, ganar todavía más de los que perdió en la última guerra”.(1)

En 1991, tras el fin de la Guerra Fría, no hubo un Acuerdo de Paz que estableciese las pérdidas de la URSS y que definiese claramente las reglas del nuevo orden mundial impuesto por los victoriosos, como había ocurrido al final de la Primera y de la Segunda Guerra Mundiales. De hecho, la URSS no fue atacada, su ejército no fue destruido y sus gobernantes no fueron juzgados, aunque durante toda la década de los 90, los Estados Unidos y la Unión Europea apoyaron la autonomía de los países de la antigua zona de influencia soviética, y promovieron activamente el desmembramiento del territorio ruso. Comenzando por Letonia, Estonia y Lituania, y siguiendo por Ucrania, Bielorrusia, los Balcanes, el Cáucaso y los países del Asia Central. En este período, los Estados Unidos también lideraron la expansión de la OTAN en dirección al Este, contra la opinión de algunos países europeos. Y más recientemente, los Estados Unidos y la Unión Europea apoyaron la independencia de Kosovo, aceleraron la instalación de su “escudo antimisiles” en Europa Central, y están armando y entrenando a las Fuerzas Armadas de Ucrania, Georgia y de los países del Asia Central, sin tener en cuenta que la mayor parte de esos países perteneció al territorio ruso, durante los últimos tres Siglos.

En 1890, el Imperio Ruso construido en el Siglo XVIII por Pedro el Grande y

Catalina II tenía 22.4000.000 Km2 y 130 millones de habitantes; era el segundo mayor imperio contiguo de la historia de la humanidad, y era una de las cinco mayores potencias de Europa. En el Siglo XX, durante el período soviético, el territorio ruso se mantuvo en el mismo tamaño, la población llegó a los 300 millones de habitantes y Rusia se transformó en la segunda mayor potencia militar y económica del mundo. Pues bien, hoy Rusia tiene 17.075.200 Km2 y apenas 152 millones de habitantes, o sea en casi una década, la de 1990, Rusia perdió ceca de 5 millones de Km2 y 140 millones de habitantes.

La mayor parte de los analistas internacionales que se dedican a prever el futuro se olvidan – en general – de que los grandes trinfadores de 1991 no fueron sólo los Estados Unidos. Fueron los Estados Unidos, Alemania y China. En un viraje histórico donde sólo hubo un gran derrotado, la URSS, cuya destrucción trajo de vuelta al escenario internacional una Rusia mutilada y resentida. Alemania y China todavía tendrán muchos años para “digerir” los nuevos territorios y zonas de influencia que conquistaron en las últimas décadas en Europa Central y en Sudeste Asiático. Mientras tanto, la desaparición de la Unión Soviética colocó a Rusia en la condición de una potencia derrotada, que perdió un cuarto de su territorio y la mitad de su población, aunque todavía mantiene en pie su armamento atómico y su potencial militar y económico, junto con una decisión cada vez más explícita “de librarse de la derrota, y echar por tierra el nuevo statu quo internacional creado por los victoriosos (en 1991), recuperando su lugar en la jerarquía del poder mundial”.

De aquí que, al romper el Siglo XXI, Rusia sea un desafío y una incógnita para los dirigentes de Bruselas y de Washington, no menos que para los comandantes militares de la OTAN. En realidad, el misterio no es tan grande, y si Hans Morgenthau tuviese razón, se trata de un secreto de Polichinela: Rusia fue la gran perdedora de la década de los 90, y contra lo que sugiere el sentido común, será la gran cuestionadora del nuevo orden mundial, cualquiera que éste sea, hasta que le devuelvan –o ella misma recupere– su viejo territorio conquistado por Pedro el Grande y Catalina II. Por eso la actual guerra en Georgia no es una guerra antigua; es, al contrario, présago del futuro.


¿Retorno a la guerra (no tan) fría?



Una vez consumada la independencia de Kosovo, el mapa europeo parecía haber retornado aproximadamente ahí donde había comenzado el siglo XX para el viejo continente: no en 1914 sino en 1918. En 2008, al igual que hace 90 años, su geografía política (y militar) alentaba la impresión de haber alcanzado un equilibrio que aparentemente excluía la posibilidad de conflictos que evocaran los saldos de un pasado que hasta entonces había estado guiado por las manos venturosas del nacionalismo. Pero precisamente las pesadillas del siglo XX muestran que la historia nunca ha sido una efectiva magistra vitae (maestra de la vida). Las sociedades simplemente no aprenden de ella. Más bien parecen guiarse por el impulso contrario, una suerte de ciega compulsión a la repetición.

La crisis de Georgia pone de manifiesto, una vez más, que esa criatura llamada nacionalismo sigue siendo tan indomable (e inflamable) como lo fue a lo largo de la tumultuosa historia de la modernidad. No recuerdo quién dijo que las rivalidades étnicas y nacionales eran tan antiguas e inevitables como el pecado, pero habría que agregar que el apetito de quien se siente con la fuerza para capitalizarlas siempre ha sido igual o más tentador. Los saldos del nuevo conflicto del Cáucaso consignan que una política basada en esa extraña conjugación que puede reunir inveteradamente a la provocación con la incompetencia (cuando no la impotencia) puede llevar a las naciones occidentales a cometer los errores más antiguos en su confrontación actual con ese enigma llamado Rusia.

Cuando Dick Cheney, el vicepresidente de Estados Unidos, amenaza a Moscú (micrófono en mano ante sus propias puertas en el sur) con integrar a Georgia a la OTAN (lo cual supondría, por ejemplo, la posibilidad de emplazar tropas occidentales en una de las fronteras de seguridad rusa), y Christopher Meyers (antiguo embajador británico en Washington) escribe alocadamente que la única manera de fijar reglas estables es retornar a los acuerdos de Viena de 1815 (una Europa dividida en esferas de influencia), sólo puede inferirse que ese síndrome cíclico de afasia que suele afectar a las potencias militares se ha apoderado de nuevo de la política internacional.

Desde la caída del Muro de Berlín, Estados Unidos decidió extender su esfera de influencia en todas aquellas regiones que la guerra fría había marcado como “zonas grises”. Léase: países que habían logrado sustraerse a la lógica bipolar definida por Washington y por Moscú. No es casual que las tres guerras principales que siguieron a 1989 (Yugoslavia, Irak y Afganistán) se hayan escenificado en esos territorios ambiguos (entiéndase: “ambiguos” desde la lógica de las potencias). Al debilitamiento ruso siguió una suerte de vértigo de expansión que llevó a Occidente a creer en el espejismo de que los antiguos dominios que se hallaban bajo influencia soviética podían pasar gradualmente a la hegemonía de la OTAN.

Sin embargo, el relevo resultó mucho más complejo de lo que se pensaba.

El apoyo de Rusia, y crecientemente de China, a la resistencia contra las intervenciones en Irak y en Afganistán ha prolongado ambos conflictos hasta colocar a Estados Unidos en una situación que cada día se antoja más sin salida. Y la fulminante respuesta de las tropas rusas en el conflicto de Georgia habla de un ejército que no sólo parece haberse restructurado, sino que está dispuesto a enfrentar pérdidas y sacrificios antes que renunciar a sus áreas de seguridad. Es un evidente aviso de que los ánimos expansivos de la OTAN deben tener límites. Esos límites se llaman: Georgia y Ucrania.

Alguna vez un amigo que viajó a Georgia en los años 80 me contó que en las oficinas y en los parques públicos colgaban fotografías de Stalin. En la época ya era una afrenta a las autoridades soviéticas, para quienes el Gran Líder había caído en desgracia. Preguntó entonces por qué las colgaban. Le respondieron: “Stalin mató a muchos rusos”.

El sentimiento antirruso de muchos de los países que alguna vez integraron ese dominio ha sido la apuesta tradicional de quienes han pretendido reducir la esfera de influencia de Moscú en su propia zona. Pero casi siempre suele mal calcularse las fuerzas que puede convocar el nacionalismo ruso.

¿Qué tan lejos pueden llegar en esta ocasión?

En cierta manera, todo depende, paradójicamente, de la actitud que adopten las naciones europeas.

Hasta hoy resulta auténticamente grotesco (no encuentro un calificativo más sensato) observar cómo aprueban la intervención en Irak y promueven la guerra en Afganistán, conflictos que han arrasado con decenas de miles de vidas humanas, y se alarman e indignan en nombre de los “derechos humanos” cuando el ejército ruso interviene en Georgia.

La doble moral tiene un límite. Una guerra no respaldada por una causa profunda es una guerra probablemente perdida. La razón es sencilla: la legitimidad de la guerra nunca proviene de su eficacia en el terreno sino de los fines que la justifican.