En febrero de este año, la revista norteamericana Forbes publicaba un extenso artículo donde calificaba a China como el “país más importante del planeta” no sólo por su enorme población, sino por el acelerado desarrollo de su economía, citando como ejemplos de su potencial que una empresa estatal, Petrochina, se había convertido en la mayor corporación del mundo, y que con toda probabilidad China superaría, tal vez a finales de 2008, a Alemania, convirtiéndose así en el mayor país exportador del mundo. Podía haber añadido que las reservas de divisas chinas son las mayores del mundo (1.550.000 millones de dólares), y que de sus universidades salen cada año más de cuatro millones de licenciados. También, que China cuenta con el mayor banco del mundo, ICBC; con la mayor empresa de telefonía mundial, China Mobile; con el mayor número de internautas y de teléfonos del planeta, es el principal fabricante mundial de televisores planos y de ordenadores, y tiene un altísimo crecimiento anual del PIB, inalcanzable para otros países. Si en 2007, la economía norteamericana suponía el 21,36 del PIB mundial, y la economía china el 10,83 (siempre en paridad de poder de compra), se calcula que dentro de cinco años Estados Unidos producirá el 19,22 del PIB mundial y China el 14,69. Mientras Estados Unidos declina, China continúa creciendo.
Forbes concluía su artículo afirmando que el siglo XXI va a ser el siglo de China. Esa convicción, que se va abriendo paso en el pensamiento político norteamericano, está muy presente en la planificación estratégica de Washington y va acompañada de constantes quejas por parte de Estados Unidos hacia la potencia asiática: su déficit comercial con China es utilizado para justificar los crecientes problemas de la economía norteamericana y el aumento del paro entre los estadounidenses (aunque China cumple escrupulosamente con sus obligaciones ante la OMC); el aumento del precio del petróleo se explica por el mayor consumo chino, y el encarecimiento de los cereales por el incremento de las importaciones chinas, pese a la evidencia de que, en ese apartado, China se autoabastece, entre otras muchas acusaciones semejantes. Además, China ha dejado de ser exclusivamente un país exportador de productos baratos para convertirse también en exportador de bienes de alta tecnología.
Esa nueva realidad económica está empezando a tener repercusiones políticas y cambios en las relaciones internacionales y en la fuerza militar relativa de las grandes potencias planetarias. Así, el pasado mes de junio, el Stockholm International Peace Research Institute, SIPRI, publicó su Informe 2007 donde daba cuenta de que el gasto militar chino era ya el tercero en importancia del mundo. El IISS (The International Institute For Strategic Studies, de Londres), mantiene opiniones similares. De esa forma, en 2007, siempre según el informe del SIPRI, mientras Estados Unidos destinó 547.000 millones de dólares a gastos militares, seguido por Gran Bretaña, con 59.700 millones, China aparece ya tras esos dos países, destinando a la defensa 58.300 millones. La conclusión más importante del informe era la emergencia de China, cuya posición en el tercer lugar del mundo por gastos militares era destacada por el Instituto. No hay que olvidar que esos dos institutos forman parte del conglomerado ideológico occidental que dirige Washington, y que, con un lenguaje más académico, apoyan la visión norteamericana sobre el fortalecimiento militar chino.
En 2000, Estados Unidos empezó a publicar un informe anual sobre la fuerza militar china (Annual Report to Congress, del secretario de Defensa, sobre el Military Power of the People’s Republic of China), que, en sus últimas ediciones, pone énfasis en destacar el aumento del potencial militar y estratégico chino, en su modernización y en el desarrollo de la tecnología espacial. Robert Gates, secretario de Defensa norteamericano, destacó en la presentación del Informe 2007 los riesgos del fortalecimiento de Pekín, dando carta de naturaleza a la supuesta “amenaza militar china”, idea que recorre en los últimos años los informes del Departamento de Defensa, de los think tank conservadores y de muchas publicaciones académicas.
Y, en efecto, China ha aumentado su presupuesto destinado a Defensa, y su fuerza militar se ha robustecido, pero la supuesta “amenaza militar china” es una completa falsedad. Es cierto que los cambios en el equilibrio militar en Asia (con la consolidación de la Organización de Cooperación de Shanghai, y las cumbres de países de Asia central y del sudeste asiático con China, ambas celebradas en Pekín), los acuerdos de cooperación con Moscú, e incluso la diplomacia china hacia África, que se concretó en la cumbre chino-africana de Pekín, son motivos de alarma para Washington, pero Pekín no está interesado en iniciar un enfrentamiento estratégico con Estados Unidos, sino que sigue una cautelosa política internacional que persigue su fortalecimiento económico, para lo que necesita relaciones pacíficas y no tensiones internacionales y guerras, aunque no descuide por ello las necesidades defensivas del país: nada que ver por lo tanto, con la emergencia de una “amenaza militar china”, cuyos creadores tienen evidentes propósitos políticos orientados a la contención del gigante asiático.
Con groseras mentiras, Washington no duda en criticar la política exterior china aludiendo a que Pekín, para conseguir abastecerse de recursos energéticos, tiene relaciones “con países que violan los derechos humanos”, que “apoyan el terrorismo internacional” y que “impulsan la proliferación nuclear”. En un rasgo más de hipocresía, omitiendo la evidente complicidad norteamericana con feroces dictaduras, como Arabia, pasando por alto la ocupación militar de un país rico en petróleo como Iraq, su apoyo a organizaciones terroristas que favorecen sus intereses (como los grupos muyahidin iraníes), y su complicidad o tácita aceptación con el aumento de los arsenales atómicos de Israel o Pakistán, Washington se permite esas referencias críticas a los acuerdos energéticos chinos con Irán y a su búsqueda de convenios con las naciones africanas. Pese a sus cautelas, Pekín llegó a denunciar públicamente la “burda injerencia [estadounidense] en los asuntos internos chinos”. Hong Yuan, responsable de la agencia que controla la proliferación armamentística en el Instituto de Estudios Norteamericanos de la Academia de Ciencias china, destacó que Estados Unidos ponía énfasis en las “nuevas armas chinas”, sin tener en cuenta la diferencia en cuanto al potencial militar de ambos países, y que la supuesta “amenaza china” que describía el informe del Departamento de Defensa omitía el hecho de que China mantiene la política de no ser la primera en utilizar armas nucleares. A su vez, el gobierno chino recordó que, entre 2001 y 2007, Estados Unidos había aumentado casi en un sesenta por ciento sus gastos militares, y que éstos habían pasado de representar el treinta y seis por ciento del total de gastos militares del planeta a ser casi la mitad del total mundial. Pekín ponía el dedo en la llaga al señalar que Estados Unidos gasta en armamento y en sus ejércitos tanto como el resto de los casi doscientos países del mundo juntos. Cabe señalar que el gasto militar chino representa, aproximadamente, el nueve por ciento del presupuesto militar estadounidense, y que dedica el 1,4 por ciento del PIB chino a la defensa, frente a una media del 3 por ciento de los principales países capitalistas.
En noviembre de 2007, el secretario norteamericano de Defensa, Robert Gates, viajó a Pekín para abordar con el gobierno chino la situación en Asia, los conflictos internacionales y la relación bilateral centrada en las cuestiones militares. Su misión no contribuyó a rebajar el tono de las acusaciones norteamericanas. Al contrario, en marzo de 2008, Gates declaraba que el gasto militar chino era mayor del que Pekín reconocía, sin mayores precisiones. El periódico The Washington Post, acudiendo en ayuda de su gobierno, difundía al mismo tiempo la idea de que la inversión china en defensa era “dos o tres veces mayor a la declarada”, aunque se abstenía de ofrecer pruebas y de sacar las conclusiones pertinentes, puesto que aunque el gasto militar chino fuera el triple del declarado por Pekín, aún así representaría apenas el treinta por ciento del presupuesto militar norteamericano. De manera que, utilizando como prueba sus propias cifras y argumentos, y otorgándose el papel de juez y parte, Estados Unidos proclamaba, otra vez, el peligro de la “amenaza china”. La presentación de un nuevo Informe del Pentágono, en marzo de 2008, con ideas similares al anterior, sugería además que Pekín llevaba a cabo una política de intrusión en las redes informáticas del gobierno norteamericano, y, en general, occidentales, y fue acompañado con la filtración a la prensa internacional de noticias que especulaban incluso con la idea de que Pekín podría haber contratado a piratas informáticos para sabotear los sistemas de los países occidentales, acusación que llevó al gobierno chino a presentar una protesta formal a Washington, insistiendo en que China, como puede comprobarse en las relaciones internacionales, no amenaza ni representa una amenaza para ningún país. El ministerio chino de Asuntos Exteriores hizo público un comunicado donde exhortaba a Estados Unidos a respetar la idea de “una sola China”, a cesar la venta de armamento a Taiwan y abandonar su equívoca política hacia el separatismo taiwanés. Todavía no había llegado la última operación gestada en Washington para dañar el prestigio y las relaciones de China con el resto del mundo: la campaña internacional sobre el Tíbet, aprovechando la repercusión de los Juegos Olímpicos de Pekín.
En el mismo mes de marzo pasado, con ocasión de la reunión del Parlamento chino, la Asamblea Popular Nacional, el presidente Hu Jintao (que dirige también la Comisión Militar Central, y que vestía para la ocasión, significativamente, un traje militar Mao) se reunió con la delegación del Ejército para insistir en la necesaria modernización militar de su país para “garantizar el progreso del socialismo chino” y para “contribuir al mantenimiento de la paz mundial”. Consciente de las acusaciones norteamericanas, las referencias que hizo Hu Jintao a la progresiva utilización de la tecnología más moderna para responder a las posibles amenazas contra su país, eran consecuencia del análisis chino de las últimas guerras libradas por Estados Unidos, desde la primera guerra del golfo contra Iraq, hasta la invasión de Afganistán e Iraq, pasando por la agresión a Yugoslavia, donde la propia embajada china fue destruida por los misiles norteamericanos, a consecuencia de un supuesto “error”.
En abril, fuentes de los servicios secretos norteamericanos filtraron a los medios de comunicación una alarmante noticia donde, basándose en una imagen obtenida por satélite por la compañía norteamericana DigitalGlobe y reproducida en publicaciones especializadas en cuestiones militares, se especulaba con la ampliación de una supuesta base de portaaviones y con la construcción de hangares y muelles para submarinos nucleares chinos en la isla de Hainan, en el sur de China. La fotografía, donde apenas se apreciaba el perfil de unos muelles, probaba así el fortalecimiento militar chino y la emergencia de una nueva amenaza en el Mar de la China Meridional. No por casualidad, el mes anterior, Estados Unidos y Japón habían celebrado en Washington una reunión para examinar el reforzamiento de su despliegue militar en la zona… para dificultar la salida de China al Océano Índico desde del Mar de la China Meridional. Hay que recordar que ese mar, que baña casi la mitad de las costas chinas, está cerrado en gran parte por el arco que forman Taiwan, Filipinas (ambos territorios facilitan el despliegue militar norteamericano, incluso con bases), la gran isla de Borneo y la península de Malaca, donde Estados Unidos está reforzando su presencia militar marítima y está ampliando su base en Singapur. Por el Norte, la base norteamericana de la isla japonesa de Okinawa y el propio archipiélago japonés suponen una barrera para el desarrollo de la marina china y el paso de sus submarinos. Uno de los acuerdos del encuentro entre Estados Unidos y Japón fue el establecimiento permanente en el archipiélago nipón del portaaviones norteamericano Washington y el refuerzo del patrullaje de la VII Flota de Estados Unidos que opera en la zona. Es obvio que Pekín observa con preocupación esos movimientos.
En mayo, el director de la CIA, Michael Hayden, advertía en Washington de que China (un “país comunista y potencia nuclear”, según sus palabras) era un serio rival económico y político de los Estados Unidos y alertaba sobre el incremento de su poder militar, aunque consideraba que ello no implicaba necesariamente un enfrentamiento a corto plazo. Pocos días después de las palabras de Hayden, el responsable del Mando Estratégico norteamericano, general Jeffrey Horne, en la reunión de uno de los grupos de estudio del Congreso, acusaba a China de desarrollar “tecnología espacial con propósitos agresivos”. Horne alertó sobre la capacidad china para derribar satélites y desarrollar sistemas militares de alerta para “cegar” y “ensordecer” al enemigo y sugirió la conveniencia de que Estados Unidos “protegiese sus efectivos espaciales”. Era evidente que las palabras de Horne (con el telón de fondo de la prueba realizada por China, en enero de 2007, derribando un satélite con un misil balístico) no eran sólo la reflexión de un general, al margen de la relevancia de su cargo, sino un aviso del gobierno norteamericano a China, y una forma de presionar a los aliados norteamericanos en Asia oriental, y en Europa, ante la nueva fortaleza china. La deliberada y sistemática presión norteamericana se acompañó, a finales de mayo, de la presentación pública del Informe del Departamento de Estado sobre la democracia y los derechos humanos, donde Washington criticaba con dureza la política gubernamental china, decisión que comportó la réplica del Ministerio de Asuntos Exteriores chino recomendando a Estados Unidos que se preocupase por la violación de los derechos humanos en su propio territorio y que dejase de utilizarlos como recurso propagandístico para intervenir en los asuntos internos de otros países.
A mediados de junio pasado, el propio vicepresidente, Richard Cheney, proclamaba en una sesión de la Cámara de Comercio norteamericana que China estaba extrayendo petróleo a sesenta millas de Florida, gracias a un acuerdo con Cuba. Con su habitual altanería, Cheney se permitió menospreciar al Partido Comunista Chino y sus palabras fueron interpretadas como un serio aviso sobre la creciente agresividad china, que operaba ya en las propias costas norteamericanas. Por desgracia para Cheney, y ante la evidencia de que sus informaciones eran erróneas, dado que ninguna compañía china está perforando pozos petrolíferos en esa zona del Caribe, el vicepresidente se vio obligado a rectificar unos días después. Pero sus palabras fueron reveladoras de la actitud del gobierno norteamericano hacia China. El anterior secretario norteamericano de Defensa, Donald Rumsfeld, era partidario de una agresiva política hacia China, que ha sido seguida, en lo sustancial, por su sustituto, pero Pekín no quiere repetir los errores de la URSS y no tiene intención de dejarse arrastrar a una nueva carrera de armamentos sino que quiere concentrar sus recursos en su desarrollo económico.
La hipotética “amenaza militar china” puesta en circulación por Washington ha sido contestada por Pekín aludiendo a su defensa de la paz y la colaboración internacional, y su apoyo a los principios de seguridad y confianza mutua. De hecho, desde los años de Deng Xiaoping, China ha impulsado una política exterior de coexistencia pacífica, basada en cinco principios: primero, el respeto mutuo por la soberanía e integridad territorial; segundo, la adopción de una política de no agresión; tercero, la no intromisión en los asuntos internos de otros países; cuarto, la igualdad en las relaciones; y, quinto, el mutuo beneficio. El presidente Hu Jintao mantiene esos principios, que, con el fortalecimiento del poder económico global de Pekín, ha llevado al pensamiento estratégico chino a formular la tesis de la “emergencia pacífica” de China: alrededor de ese concepto se mueve la política exterior de Pekín. Si históricamente el nacimiento de nuevas potencias planetarias ha ido siempre de la mano de la conquista, la guerra y el colonialismo, Hu Jintao mantiene la tesis de que China necesita un clima pacífico de concordia internacional para asegurar su desarrollo económico, por lo que, en las relaciones con Estados Unidos, opta por una política que fomente la confianza entre ambos países, sobre bases igualitarias, en un intento de comprender los intereses estratégicos de la otra parte. En el XVII Congreso del Partido Comunista Chino, Hu Jintao respondió a las acusaciones sobre la supuesta “amenaza china”, optando por una política de desarrollo pacífico, defendiendo el multilateralismo, y rechazando la tentación de buscar exclusivamente el interés chino.
Es decir, frente a las acusaciones norteamericanas, lo cierto es que China tiene en cuenta los intereses estratégicos estadounidenses, en la convicción de que es el único camino para consolidar unas pacíficas relaciones internacionales (aunque no por ello deje de responder con severidad a los intentos exteriores para estimular procesos de independencia en Taiwan, Tíbet y Xingjiang: son las líneas rojas que Pekín no dejará cruzar a nadie), y sigue manteniendo un deliberado bajo perfil en la política internacional (pese a una mayor presencia diplomática china en todos los foros) para asegurar la paz. Es una evidencia que frente a las guerras de conquista norteamericanas y su constante expansión militar por el mundo (nuevas bases para su ejército en Europa, Asia y África, ampliación de la OTAN, aumento del presupuesto de Defensa, etc), ni siquiera los más duros estrategas de la supuesta “amenaza militar china” pueden alegar un solo caso de actuación agresiva, (y, mucho menos, militar) de Pekín hacia otros países, por lo que se ven obligados a recurrir a la “cuestión de Taiwan”, que, obviamente tiene una clara dimensión interna china, para especular con los propósitos de Pekín.
La reciente reunión, a finales de junio, de Condoleezza Rice y su homólogo chino, el ministro de Asuntos Exteriores Yang Jiechi, sirvió para que Rice declarase públicamente la oposición norteamericana a la “independencia de Taiwan”, pero no la renuncia a utilizar esa carta a su conveniencia en sus relaciones con Pekín. Mientras, una vez más, Yang Jiechi escenificaba el esfuerzo chino por mejorar su comunicación con Estados Unidos, contribuyendo así al desarrollo de pacíficas relaciones internacionales, Rice no se privó de recordar las diferencias que subsisten entre Washington y Pekín. Sin embargo, la tozuda realidad dificulta, aunque no impide, el esfuerzo propagandístico norteamericano. La propia CIA, que elabora parte de los programas de acoso hacia China (en el Tíbet, Xingjiang, África, y otros lugares) se ha visto obligada a admitir que el presupuesto de defensa de Pekín para el año 2008 (de unos 65.000 millones de dólares, según la agencia), es apenas la décima parte del presupuesto militar norteamericano. No hay duda, pese a todo, de que la gran pugna por el predominio entre Estados Unidos y China explica determinadas operaciones de propaganda (gestadas por los servicios secretos norteamericanos), como las acusaciones a China por su supuesta responsabilidad en la crisis de Darfur, en Sudán, que ocultan que Pekín ha aconsejado al gobierno sudanés la plena cooperación con la Unión Africana y con la ONU para la resolución de la crisis, y que ha nombrado incluso un representante especial para Darfur con una función semejante a la mediación que Tony Blair realiza en la cuestión palestina. Sin olvidar que la creciente presencia china en África tropieza con confusos incidentes y provocaciones: en enero de 2007, nueve trabajadores chinos de una empresa petrolera fueron secuestrados en Nigeria, y en abril de ese mismo año, un oscuro grupo guerrillero somalí atacó las instalaciones de la petrolera china Zhongyuan Petroleum Exploration, en Abole, en el Ogadén etíope, causando setenta y cuatro muertos. Son apenas unos ejemplos, pero es obvio que esos incidentes, y otros semejantes de confuso origen, dificultan la presencia china en África y la consolidación de su presencia internacional.
Washington reaccionó con alarma ante el ensayo contra un satélite meteorológico realizado por China a principios de 2007, sin querer reparar en el hecho de que Estados Unidos lleva más de veinte años haciendo pruebas con armas similares, impulsando de hecho la militarización del espacio, y negándose a considerar la propuesta china y rusa de negociar un tratado para limitar la investigación sobre armamento espacial y para prohibir el despliegue de esos sistemas en el cosmos. Al criticar el ensayo chino, junto a la negativa a negociar la prohibición, Washington, de hecho, estaba exigiendo a China y a Rusia su acatamiento del monopolio espacial norteamericano, deseo que, obviamente, es inaceptable para Pekín y Moscú. Esa política de hechos consumados que sigue Washington busca la ventaja estratégica sin preocuparse por los intereses del resto de las potencias mundiales, y pudo constatarse en febrero de 2008 con la destrucción de un satélite espía norteamericano con un misil lanzado desde un destructor estadounidense en el océano Pacífico, cerca de Hawai. Para realizar el lanzamiento, considerado un ensayo para la instalación del sistema antimisiles norteamericano, Washington utilizó la excusa de que su satélite espía corría el riesgo de caer a la Tierra. Es decir, exige que Pekín y Moscú se abstengan de hacer lo mismo que Washington cree legítimo desarrollar.
Por eso, Estados Unidos prosigue con sus planes para desplegar un sistema antimisiles centrado en su propio territorio, con bases en Europa central (Polonia y Chequia) y Asia oriental (Japón y Corea), y también con instalaciones para lanzamiento de misiles estratégicos. Ese plan puede destruir la arquitectura estratégica de control de los arsenales atómicos e impulsar una nueva carrera de armamentos, que tanto Pekín como Moscú se resisten a emprender. Al mismo tiempo, Estados Unidos se niega también a ratificar el Tratado de prohibición de ensayos nucleares y descarta adoptar la política de no ser el primer país en utilizar armas nucleares, a diferencia de lo que han proclamado Rusia y China. Al contrario: se reserva el derecho del “recurso preventivo” de la utilización de bombas atómicas. Ante esa realidad, en la cumbre entre China y Rusia celebrada en mayo en Pekín, Hu Jintao y Dmitri Medvédev firmaron un comunicado advirtiendo de que “la creación del sistema global de defensa antimisiles norteamericano alterará el equilibrio estratégico y la estabilidad en el mundo”, al tiempo que basaban las relaciones internacionales en la persecución de los “objetivos y principios de la Carta de las Naciones Unidas” y en la coexistencia pacífica. El reforzamiento de los lazos entre Moscú y Pekín y su exigencia de que se respeten la soberanía y la integridad de todos los países era una implícita crítica a Estados Unidos, sin citarlos, atendiendo a que es el único país que, en los últimos años, ha invadido y ocupado otros países. Entre las cuestiones que Hu Jintao y Medvédev mostraron el acuerdo de sus gobiernos estaba, además de su rechazo a que los derechos humanos sean invocados como pretexto para intervenir en los asuntos internos de otros países, su apoyo al mantenimiento de la política de no proliferación nuclear en el mundo, a la utilización pacífica del espacio, y su oposición a que se desplieguen sistemas de armas en el cosmos. Era obvio que esos planteamientos son contradictorios con la tesis norteamericana de la “amenaza militar china”.
En última instancia, la peligrosa metamorfosis del mundo esconde el intento norteamericano de detener su lenta pero constante decadencia y limitar el ascenso chino. Por eso, recibe con hostilidad el abierto apoyo de Pekín a Cuba, sus relaciones con Venezuela y otros países de América Latina, y el desarrollo de intercambios en África, donde China se ha comprometido a dar ayudas por valor de diez mil millones de dólares. Por añadidura, las dificultades norteamericanas con la India, donde el gobierno de Manmohan Singh no ha podido aprobar el acuerdo de cooperación nuclear con Estados Unidos debido a la oposición comunista india (que considera dicho acuerdo contrario a los intereses nacionales y a una política exterior independiente), hacen dudar sobre la viabilidad del plan norteamericano de apoyarse en la India para limitar el poder chino.
China se mueve. Tras los avances sobre la llamada “cuestión nuclear en la península coreana”, donde participan en las negociaciones China, Estados Unidos, Rusia, Japón y las dos Coreas, el gobierno de Pekín ha vuelto a mover ficha. La propuesta china a Seúl de abrir conversaciones con Corea del Sur para consolidar la paz en la región, fue acompañada por el portavoz de Exteriores chino de la consideración de que la presencia militar norteamericana en la zona es ya “obsoleta”. Pekín incluso ha conseguido mejorar las relaciones chinas con Japón (de quien es el principal socio comercial), tras la visita de Weng Jiabao a Tokio en abril de 2007.
Pese a todo, China es consciente de que continúa teniendo un insuficiente desarrollo de su industria militar y de que sus recursos no pueden compararse con los norteamericanos y los rusos. Tanto su Aviación como su Marina tienen escasa importancia para un país de las dimensiones de China, pero cuenta con submarinos nucleares y con una apreciable fuerza de misiles balísticos intercontinentales, aunque en número mucho más reducido que los arsenales rusos y norteamericanos. Pekín dispone de unas cuatrocientas ojivas nucleares, mientras que Estados Unidos posee unas cinco mil cuatrocientas, que reducirá a cuatro mil quinientas a finales de 2012, (¡aunque las que retire no serán destruidas sino que serán almacenadas!). A diferencia del pasado, cuando consideraba inevitable la colisión, hoy el pensamiento estratégico chino no contempla la posibilidad de enfrentamientos militares con otros países, sin que por eso pierda de vista que el acoso norteamericano a Irán, y la guerra secreta que ya se ha iniciado, pueden alterar la situación mundial.
China representa un doble desafío para Estados Unidos: por su condición de país emergente llamado a convertirse, si Washington no puede impedirlo, en la economía más poderosa del planeta, y por su apuesta, que sigue vigente, por un “socialismo con características chinas”. Si la reforma iniciada por Deng Xiaoping tiene riesgos evidentes y contradicciones con arreglo a la teoría tradicional del socialismo, que no podemos tratar aquí, no por ello puede negarse que su éxito haya supuesto el desarrollo y consolidación del país y la emergencia de China como nueva gran potencia, en un mundo peligroso que observa sin aliento su propia metamorfosis.