La refundación del capitalismo
Si “la juventud es algo demasiado importante para dejarla en manos de los jóvenes” la presente crisis mundial del capitalismo comprueba que el bienestar y la seguridad de la ciudadanía son algo demasiado valioso para dejarlas en manos de los empresarios. Y ya que se vive en comunidad y sobrevivir como Robinson Crusoe es poco recomendable solo queda confiar en el Estado como la instancia que regule y garantice el discurrir civilizado de la existencia.
Aun considerando los propósitos bondadosos de Bakunin, Marx o al mismo Lenin -o de todos los utopistas que una vez soñaron con la necesaria e inevitable desaparición del Estado en un reino de individuos libres y solidarios- en la actual coyuntura todo indica que por el momento aún se necesita –y con urgencia- un ente estatal vigoroso que module en lo posible la loca carrera del capital hacia el abismo. Por su naturaleza perversa tampoco es admisible la versión neoliberal que propugna por un adelgazamiento extremo del Estado, pues su prometido reino de la libertad se reserva a la empresa, la ciudadanía a los burgueses y el bienestar pleno, a los de siempre.
En pocas palabras, uno de los axiomas neoliberales más utilizados ya no se sostiene. ¿En qué queda ahora afirmar la maldad intrínseca del Estado como estorbo de la libertad, como cadena insoportable que impide la plena expansión de las potencialidades individuales y como fuente de todo tipo de corruptelas y malas prácticas?. Ahora es a los empresarios a quienes se puede endilgar estos vicios. En efecto, son intrínsecamente irresponsables; solo miran a su interés inmediato sin atender al largo plazo y menos aún al interés general; convierten la libertad en prédica vacía que encubre la exigencia de impunidad para sus delitos y en lugar de las muy publicitadas “apertura de oportunidades” se ofrece a la población pobreza y un desempleo estructural que, por ejemplo en Europa, oscila desde hace décadas entre los quince y veinte millones de trabajadores (según el ciclo de la economía). El panorama en el Tercer Mundo es aún peor y en Estados Unidos, al lado de los cuadros de enorme riqueza se registran los millones de pobres y excluidos que sobreviven sin esperanza.
Los empresarios, dada su evidente peligrosidad imponen la tarea de someterlos a todo tipo de controles no sea que nos lleven a la hecatombe y se hagan buenas las premoniciones de los más catastrofistas.
Si la propuesta consiste en fundar el capitalismo sobre bases “más éticas” (en palabras del presidente Sarkozy), si se trata de dar un sentido nuevo a las relaciones económicas básicas, el asunto no puede dejarse en manos de los responsables del estropicio actual, y a falta de otra instancia mejor no queda más remedio que acudir de nuevo al Estado. Eso al menos hacen algunos gobiernos de progreso en Latinoamérica, y no solo por razones de simple supervivencia nacional frente al nuevo colonialismo de las metrópolis sino como condición indispensable para garantizar a las mayorías goces mínimos de democracia económica, política y social, es decir, para que ésta no sea solo una palabra vacía.
Cuando se argumenta que frente a las tesis neoliberales nadie ofrece un programa coherente y viable, en realidad se ignora intencionadamente que no solo los movimientos alternativos han desarrollado todo un programa de cambios perfectamente razonables sino que en las mismas filas del pensamiento burgués no faltan las voces que proponen volver al menos a alguna forma de keynesianismo (que no sea ese de derechas que se practica cuando el eje de la economía descansa sobre la producción bélica, como en los Estados Unidos).
En este contexto no es entonces descabellado empezar por dar presencia efectiva –y no solo controles formales- al Estado en el principal ámbito de la economía contemporánea, es decir, el capital financiero. Si es precisamente allí en donde la crisis ha mostrado sus mayores manifestaciones, lo natural sería que como elemento de equilibrio y contrapeso exista un sector público muy sólido en forma de banca pública que no solo ponga orden en el sector sino que también asegure a la población sus beneficios y no solo la condene a sufragar con fondos públicos las quiebras empresariales.
Es igualmente conveniente que determinados monopolios, por su rol estratégico, tengan naturaleza pública al menos para evitar las evidentes ventajas que tales empresas adquieren sobre el consumidor y la economía en general. Ni el manejo del dinero (crédito, etc.), ni los servicios públicos claves deberían estar en manos de grupos privados que en muchos casos se protegen tras el pesado velo del anonimato.
Menos aún deben dejarse al libre juego del mercado mercancías que resultan claves para el orden social, empezando por la mano de obra (amenazada permanentemente con la “flexibilización” del mercado laboral, el abaratamiento de los costes, etc.). Los empresarios han mostrado muy poco juicio y ninguna responsabilidad social, de suerte que nunca fue tan falsa la idea según la cual lo que es bueno para la empresa lo es para todos. Por el contrario, el Estado moderno en medio de todas sus limitaciones ha garantizado a través de las políticas de distribución del excedente económico el mejor nivel de vida que se haya conocido dentro del capitalismo y la democracia burguesa más amplia que se haya disfrutado en Occidente. La universalización de los servicios de la salud, la educación, las pensiones, total o parcialmente excluidas de la pura lógica del mercado solo han sido posibles a través del Estado moderno; nunca fueron el proyecto de la iniciativa privada. Por supuesto, lo han sido igualmente las políticas sociales, la construcción de las infraestructuras básicas y otros servicios claves como el transporte, inalcanzables por sus dimensiones a la capacidad de una empresa privada (sin embargo, ya construidos, el neoliberalismo las privatiza a precio de gallina vieja, trasladando un patrimonio de todos al poder y beneficio de unos pocos).
No es cierto que no haya alternativas y que fundar el capitalismo solo pase por modular las peores tendencias del actual modelo neoliberal. Sin llegar a la radicalidad revolucionaria de desmantelar el sistema capitalista de explotación de seres humanos y de expolio irresponsable de la naturaleza es posible y necesario intentar al menos volver a las formas clásicas del Estado del Bienestar, al control del capitalismo y a una distribución así sea parcial de la riqueza social para que no se incrementen las diferencias sociales (como ocurre ahora con el modelo neoliberal). Otra cosa muy distinta es que las fuerzas sociales interesadas (la inmensa mayoría de la población) no tengan por ahora expresión política suficiente ni formas de organización adecuadas para hacer frente al desafío con posibilidades inmediatas de éxito. No por azar, la estrategia neoliberal ha tenido como objetivo prioritario despojar a los trabajadores de sus mejores instrumentos de lucha, promover un individualismo enfermizo y deslegitimar cualquier manifestación de solidaridad, estigmatizada como expresión conservadora cuando no como práctica que fomenta la pereza, principio de pobreza y premio a los menos aptos en detrimento de los más hábiles. O sea, la ley de la selva en lugar de la civilización.
Autor imagen: ROIG I NEGRE