Aymaras, comerciantes y migrantes
"Nueva economía política con 500 años de experiencia" -
IPS
Silencioso, pujante y capaz de cruzar océanos, el comercio del pueblo indígena aymara ha burlado teorías y, en una combinación de tradiciones precolombinas y ansias de supervivencia, ha demostrado talento para crear riqueza y sustento.
Con raíces fundadas varios siglos antes de la llegada de los colonizadores españoles en lo que hoy es la zona occidental de Bolivia, el sur de Perú y el norte de Chile, la tradición aymara cultivó el intercambio de productos alimenticios como punto de partida de una acción mayor.
Desde las zonas rurales donde aún se practica el trueque hasta el gran mercado urbano de la Feria 16 de Julio, en la altiplánica ciudad de El Alto, los improvisados mercados en barrios pobres de la central Santa Cruz de la Sierra, y el tradicional vecindario comercial de Liniers, en la capital de Argentina, los aymaras de hoy esconden tras su timidez una habilidad innata para transar mercancías centavo a centavo.
El paso del tiempo no ha borrado la cultura de subsistencia de los habitantes de la altiplanicie y cordilleras de Bolivia. Un testimonio vivo es Leonardo Esteban quien, a sus 50 años, practica el intercambio de alimentos y pasa gran parte del año viajando con artesanías a cuestas visitando ferias campesinas.
Esteban pertenece a una familia que escribió su apellido en la historia de alta mar en 1970, cuando participó en la construcción de una balsa gigante, hecha de papiro pero con técnicas empleadas en el lago Titicaca y llamada Ra II, que cruzó el océano Atlántico en 57 días desde Marruecos hasta la isla de Barbados.
Esteban habló con IPS en una pausa en su actividad de artesano y comerciante, en una feria rural en Laja, unos 25 kilómetros al oeste de La Paz, donde exhibía reproducciones en miniatura de la Ra II, elaboradas en fibra de totora, vegetal típico del Titicaca, situado en el oeste de Bolivia y el sudeste de Perú.
En la isla Suriqui, en medio del lago binacional, "no circula mucho dinero y seguimos cambiando pescados por papa que tienen casi el mismo valor", dice Esteban a IPS.
El terreno rocoso no favorece los cultivos, y por ello la pesca es la principal actividad económica. El pescado fresco, seco y salado es la moneda de canje por habas, maíz y tubérculos como la oca, la papaliza y la papa (y su producto deshidratado, llamado chuño).
El trueque implica recorrer grandes distancias entre el lugar donde uno está y el poblado cuya producción de alimentos es diferente y complementaria. Esteban abandona su isla en una balsa de madera con vela de tela, llega a la otra orilla y desde allí camina hasta el valle de Sorata, 60 kilómetros al norte de su tierra.
En el censo de población de 2001, 1.278.627 personas se identificaron como aymaras, la segunda cultura más numerosa después de la quechua, que tenía entonces 1.557.689 miembros en este país de de 9,2 millones de habitantes.
Envuelta en una tela de tocuyo (algodón) que carga al hombro, lleva la carga de pescados de diferentes variedades, salados y cubiertos de paja brava para evitar su descomposición, y tras vencer la planicie y descender entre montañas al valle, consigue a cambio frutas como peras y chirimoyas.
La cantidad de alimentos que cabe entre sus dos manos es la medida de referencia para el canje y, salvando algunas pequeñas diferencias con el ocasional proveedor, las partes quedan conformes con la operación.
Detrás del intercambio de alimentos está la estrategia precolombina de control de los diferentes pisos ecológicos, que permitía a los pueblos aborígenes aprovisionarse de alimentos del mar, los llanos y la zona andina, y ejercer dominio sobre vastas zonas desde la costa del océano Pacífico, las montañas y los valles de la región, explica a IPS el investigador y docente universitario Joaquín Saravia.
Con la conquista española se quebró esa organización territorial expandida y se impuso un orden que limitaba el desplazamiento y suprimía formas tradicionales de organización comunitaria como el "ayllu".
Actividades coloniales como la producción de coca, en la zona subtropical de Los Yungas, unos 90 kilómetros al norte de la ciudad de La Paz, y su transporte a lomo de animales hasta los socavones de Potosí, 574 kilómetros al sur, donde era usada para elevar el rendimiento de quienes laboraban en las minas, abrieron nuevos circuitos económicos para los aymaras, que llegaron hasta el actual territorio argentino.
Esos vínculos han recuperado protagonismo y hoy se complementan con la economía capitalista, de la cual los aymaras son protagonistas por su adaptación a la demanda de bienes, explica Saravia.
"El encuentro de control espacial con el capitalismo se traduce en oportunidades para un libre accionar, una movilidad siempre presente y la posibilidad de desarrollar el comercio en círculos familiares, de ‘paisanaje, compadrazgo y amistad’", comenta.
Saravia observa un "control del espacio territorial a partir del dominio capitalista, sin que ello signifique una apropiación del lugar donde se realizan las actividades. Es un esquema mental, cultural y social de los aymaras que, al adquirir conciencia de estas capacidades, podrían transformar ese modo de acción en poder político, social y económico".
Comercio informal crece
La hiperinflación que afectó a Bolivia en la segunda mitad de los años 80 y un drástico programa de ajuste del Estado determinaron el despido de unos 30.000 empleados públicos. Eso empujó a muchas familias a buscar ingresos en actividades económicas que van desde el cultivo de coca hasta el comercio informal.
La investigadora Lucía Rosales, del Global Labour Institute afirma que entre 1994 y 2000, el empleo informal aumentó considerablemente en Bolivia y absorbe a 63 por ciento de la población económicamente activa, según estudios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Su análisis sostiene que el motor de la informalidad está en las mujeres. Setenta y cuatro por ciento de ellas en edad de trabajar se ocupan en este sector, contra 55 por ciento de los hombres.
Una muestra de la habilidad comercial aymara es la Feria 16 de Julio de los jueves y los domingos, en unos nueve kilómetros cuadrados de la empobrecida ciudad de El Alto, une enorme suburbio de La Paz, situado a casi 4.000 metros sobre el nivel del mar y puerta de entrada al Altiplano. La falta de empleo ha propiciado aquí negocios que comprenden desde la venta de mercadería usada hasta productos nuevos ingresados de contrabando, en un espacio donde puede hallarse casi cualquier cosa a la venta.
La gente humilde expresa aquí la economía de mercado con una oferta informal de bienes de precios bajos, para evadir al fisco y reducir costos a grados impresionantes.
Alimentos, golosinas, repuestos de cualquier tipo, materiales de construcción... La oferta se desparrama en calles, avenidas y plazas, en una invasión silenciosa y activa que desafía al Estado.
Una persona que ingresa al comercio informal con un capital mínimo de 10 dólares para adquirir golosinas o alimentos e improvisa un puesto de venta en una calle concurrida, genera una actividad que le permite obtener hasta cuatro dólares por día, describió a IPS una fuente financiera.
En la intermediación, renovación permanente de productos y destreza para acercarlos lo más posible a los clientes, consigue aumentar su capital y mejorar sus ingresos.
"Para el aymara no hay fronteras", dice a IPS la pedagoga y directora de la organización no gubernamental Senda Nueva, Norah Poma, sobre la capacidad de desplazamiento de estos comerciantes que viven más cerca de la quiebra que del éxito.
Brasil, Argentina y Santa Cruz
En la limítrofe Brasiléia, vecina brasileña de Cobija, la capital del norteño departamento boliviano de Pando, mujeres aymaras ataviadas con sus polleras y sombreros tradicionales improvisan sombrillas con madera y telas de algodón, repitiendo una escena familiar en cualquier ciudad del oeste de Bolivia.
Ellas viajan entre tres y cinco días para cubrir los 1.200 kilómetros que separan La Paz de Cobija-Brasiléia, llevando su carga de hortalizas, cebollas, pimentones y locotos (una variedad de ají) e ingresan tranquilamente al país vecino, muy diferente en cultura y entorno social.
También muy lejos de su hábitat montañoso y frío, los aymaras se abrieron paso en la conservadora y caliente ciudad de Santa Cruz de la Sierra, 903 kilómetros al este de La Paz, eligiendo como puerta de entrada zonas de pantanos plagados de mosquitos, relata a IPS la periodista Gina Quiroga.
El espacio comercial que allí abrieron adquirió desde los años 70 el nombre del lugar, Mercado de los Pozos. Luego vendrían otras incursiones en La Ramada, un alejado sitio de espesa vegetación, y finalmente en El Abasto, en recuerdo de una calle peatonal paceña cubierta de puestos informales.
En Santa Cruz se los llama collas, por su origen vinculado al antiguo Collayuso o Kollasuyu, territorio de los reinos aymaras que pasó a formar parte del Imperio Inca. Se iniciaron como intermediarios de alimentos y luego se quedaron en espacios donde negocian con el gobierno municipal la construcción de galpones a cambio de un tributo.
Noventa por ciento de los comercios localizados en el centro de Santa Cruz de la Sierra, con ofertas que van desde ropa hasta electrodomésticos, están dominados por gente de los Andes, que empieza casi siempre vendiendo legumbres, verduras, carne y otros alimentos.
Quiroga explica a IPS que el ciudadano nacido en la región oriental no considera al andino como un compatriota y le asigna el papel de un extraño, mientras se siente más cómodo e inclinado a acercase al extranjero.
En la capital, Sucre, 740 kilómetros al sureste de La Paz, desde hace 15 años se observa la presencia de aymaras en las señoriales calles de estilo colonial, relata el periodista Yuver Donoso.
La "invasión" rompe la rutina, impone estilos de vestir, modifica y renueva la oferta, en perfecta sintonía con el carácter del cliente, comenta a IPS.
La migración aymara a Sucre incluye sus tradiciones religiosas y culturales. Es común observarlos celebrando festividades en homenaje a la Virgen María a la que rinden tributo con danzas de occidente. Inconfundibles, los aymaras han llegado tan lejos como al vecindario porteño de Liniers, Argentina, donde se los puede identificar por sus productos colocados sobre el suelo y cubiertos de una sombrilla cuadrada.
Gracias a su capacidad de percibir las preferencias de los compradores, los aymaras siguen expandiendo un poder económico eficaz para generar ingresos y el pan cotidiano.