miércoles, 18 de febrero de 2009

GRAVE DENUNCIA DE TRABAJO INFANTIL EN FINCAS DE MENDOZA - El drama de los niños ajeros -

GRAVE DENUNCIA DE TRABAJO INFANTIL EN FINCAS DE MENDOZA

El drama de los niños ajeros

Después de registrar imágenes con cámara oculta, una organización social denunciará hoy ante el Ministerio de Trabajo y la Justicia la explotación de chicos y chicas en el corte y limpieza de ajo por parte de empresarios rurales en los alrededores de la capital mendocina.

Palabras de Osvaldo Bayer ante la presidenta Cristina Fernandez.-

“Saludo a los trabajadores del ajo, a los que recolectan el ajo en Mendoza, los más explotados de todos”, dijo el 18 de diciembre último el escritor Osvaldo Bayer.

“Hay que ver sus manos. Hay niños ajeros también”, agregó, durante el acto que se llevó a cabo en la ex ESMA, en la entrega de los premios Azucena Villaflor, ante la presidenta, Cristina Fernández.

“Esas ristras de ajo –concluyó Bayer– no son otra cosa que el símbolo de las cadenas de la antigua esclavitud.”


Desde Mendoza

@Amanecen temprano, mucho antes de lo que deberían despertarse si fueran a la escuela. A cielo abierto en las fincas, o bajo los techos de chapa de los galpones, sus manos, por más pequeñas que sean, hacen el mismo trabajo que las de los adultos: cortan y deschalan cabezas de ajo durante jornadas de más de 12 horas. Según pudo comprobar Página/12 en una recorrida por las chacras y los lugares de reclutamiento de trabajadores, son cientos de niños y niñas de entre cuatro y quince años –no hay cifras exactas y actuales– los que se convierten en uno de los motores de la producción rural en Mendoza. El trabajo infantil, la reducción a la servidumbre de familias enteras, la violación a la Ley de Migraciones y la trata de personas son los ejes de la denuncia que hoy presentará la Cooperativa La Alameda –una organización que lucha contra el trabajo esclavo– y la Liga Argentina por los Derechos Humanos, ante el Ministerio de Trabajo de la Nación, en el marco de una movilización, a las 16, y ante la Justicia federal de Mendoza.

La denuncia va acompañada de un video filmado por los integrantes de la cooperativa mediante una cámara oculta, donde se registran escenas de reclutamiento de familias con niños, el traslado y el trabajo de adultos y niños en las fincas, además del testimonio de algunas de las víctimas. Página/12 también recorrió esos lugares hasta donde parecen no llegar los ojos de los inspectores de la provincia ni de los gremios que deberían proteger a los trabajadores.

A campo abierto

Los párpados son la única parte del cuerpo expuesta al aire libre. Los ojos, entrecerrados, se asoman por la línea que se abre en el paño con el que cubren sus cabezas. Las manos también están al descubierto. Pantalones largos, camisetas y pañuelos protegen el resto del sol, del viento y del polvo durante las extensas jornadas de corte y deschale de cabezas de ajo en las fincas, a campo abierto.

Decir “vengo a trabajar” fue más que suficiente para que Tomás, camionero y productor, dejara subir a José al camión en el que lo llevará a él y a otros tantos a su finca, Pontoni Hnos. “¿Pueden venir mis chicos también?”, le preguntó al patrón una vez en el campo. “¿Tienen tijeras? Que vengan”, recibió como respuesta.

Era su primer día y José sólo alcanzó a llenar tres cajones de hortalizas. Más de cinco alcanzaron a completar cada uno de los tres chicos que, con más experiencia, hicieron el mismo trabajo enfrente de él. Ellos, y el resto de la tropa, cortaron los tallos y las colas de cada cabeza de ajo durante la mañana, y las deschalaron por la tarde, bajo la única protección del cielo.

La jornada laboral arranca poco antes de las 5 en la plaza, que más que un punto de reunión es un lugar de carga y descarga de mano de obra, adultos y también niños pequeños. Aún es noche cerrada cuando la manzana ubicada en el centro de Rodeo del Medio, una pequeña localidad ubicada a 30 kilómetros de Mendoza capital, comienza a llenarse de personas.

Hombres y mujeres de todas las edades; papás y mamás con el grupo entero de hijos, incluyendo a las “guaguas” colgando del pecho, bolivianos todos, ocupan el lugar y lo convierten, en pocos minutos, en una especie de hormiguero.

Despiertan cuando, apenas pasadas las 6, los conductores de los camiones gritan el tipo de fruta u hortaliza que se trabajará en el destino de cada coche. Luego abren las puertas de los acoplados y apoyan escaleras para que la mano de obra suba. Entre mediados de octubre y fines de abril, la cosecha fuerte es la del ajo, y en el pueblo se nota. El olor que emana de los galpones y depósitos a la vera de la ruta nacional 7 y de la provincial 50 –camino de ingreso a Rodeo del Medio– invade el ambiente y se impregna en la piel.

Parados y amontonados en los acoplados, chicos y grandes viajan a los tumbos al ritmo de las piedras que, sobre los senderos, los camiones a toda velocidad no esquivan. Cerca de las 7.30 el camión de Tomás llega a destino. Los hace bajar del transporte y les ordena que formen una fila, donde les pregunta si están solos o vienen acompañados de algún familiar. De eso dependerá la cantidad de ajo recién arrancado de la tierra que les dará para cortar, deschalar y acomodar en cajas. Ahí nomás, a campo abierto, Tomás, el patrón, y sus cuadrilleros extienden delante de los “cortadores-deschaladores” los paños de arpillera con las hortalizas sin emprolijar.

Lo mismo sucede todos los días. A pleno rayo del sol, sólo tienen algo de beber si son ellos los que se lo llevan desde sus casas o lo compran en el almacén ubicado a más de un kilómetro del lugar exacto donde trabajan. Luego les descontarán lo gastado de sus jornales, como en la época de La Forestal. Los matorrales, a una distancia similar a la del comercio, son los únicos baños que su patrón les ofrece.

“Podemos parar, salir a almorzar. Pero es tiempo perdido que después se siente en la paga.” Eduardo es uno de ellos. Tiene 12 años y va siempre con sus hermanos; habla pausado y casi en susurros. Desde una acequia en la que está recostado –el único espacio con sombra en kilómetros–, le cuesta soltarse y explicar que el tiempo dedicado al descanso es tiempo perdido en el llenado de cajones de ajo, por los que le pagan cada quincena. Cuando termina la temporada del ajo, Eduardo y los otros chicos golondrina transitan hacia otra cosecha, lo que lo aleja cada vez más de la escuela.

Cobran cinco pesos por cada cajón de 10 kilos con ajos cortados y pelados, aunque el precio varía según la finca. Algunos campos pagan sólo por corte o por deschale hasta 1,30 peso. Al igual que los que están tumbados a su alrededor, Eduardo tiene bolsas de polietileno o pedazos de guantes enroscados en los dedos índices. “Si no te cortás con la tijera, te lastimás con la chala, que de tan reseca se clava como espinas en la piel”, indica Eduardo antes de pararse, colocarse el pañuelo en la cabeza y empezar a caminar hacia el campo, para comenzar la segunda parte de la jornada, que no culminará hasta las 21.

“Un problema naturalizado”

Los registros oficiales que intentan graficar la presencia e incidencia de trabajo infantil en Mendoza datan de 2005. Es el caso de la Encuesta de Actividades de Niños, Niñas y Adolescentes, realizada por el Ministerio de Trabajo, cuyos resultados posicionaron a la provincia en el lugar más alto de trabajo infantil. Más antiguo es el trabajo de la Comisión Provincial de Erradicación del Trabajo Infantil (Copreti) mendocina, que reveló que tres de cada diez chicos de entre 6 y 14 años, pobres y en edad de escolaridad primaria, desempeñan alguna clase de actividad laboral en el Gran Mendoza y sus alrededores.

Basta con circular los caminos de ripio que se abren a los costados de las principales rutas de la provincia, entradas a pequeños pueblos como Colonia Segovia, Rodeo del Medio, Barrio Bermejo o Rodeo de la Cruz –en los partidos de Maipú o Guaymallén–, para descubrir galpones en los que chicos y chicas trabajan a la par de los mayores, bajo las mismas condiciones de explotación.

“Sabemos que el sector del ajo es de alta informalidad, en donde existe explotación laboral y trabajo infantil. Las mal llamadas cooperativas son funcionales a las prácticas de precarización. Pero cada vez que inspeccionamos las empresas, los chicos no están o no nos dejan entrar”, explicó a Página/12 la directora de Empleo de la Subsecretaría de Trabajo provincial, Dora Balada. “Si no los vemos, no podemos demostrar nada”, añadió. En lo que va del año, el organismo realizó controles en 37 empresas, donde “sólo se encontró un chico trabajando, cuando el año pasado fueron 25”.

El panorama que grafican las cifras oficiales es incompleto. Las encuestas hurgan sólo entre la población argentina, dejando a un lado a las personas que llegan desde Bolivia. Muchos viven en Mendoza, pero la mayoría son “trabajadores golondrina”. Son los niños bolivianos y sus padres los que están expuestos a las condiciones más duras de trabajo en las fincas. Y los que quedan fuera de todo registro.

La funcionaria reconoce que “es necesario cambiar un patrón cultural. Allí donde hay trabajo agrícola hay cultura de trabajo infantil y trabajo esclavo. Es un problema cultural y naturalizado”.

Bajo techos de caña

Lo que sucede en las fincas se repite calles adentro de los pueblos, donde las empresas alquilan casas a los vecinos para esconder de los inspectores la mano de obra infantil. Aunque ínfimos, los chicos que emprolijan ajos en esos galpones clandestinos gozan de algunos beneficios que aquellos que lo hacen a cielo abierto no tienen. Si por “beneficio” se entiende el contar con un techo de caña que proteja del sol y un baño cerca. O trabajar jornadas de menos horas y poder regresar a sus hogares para almorzar.

Rocío y sus tres hermanos de 8, 10 y 12 años trabajaron en uno de esos galpones, instalado en el patio de una casa a dos cuadras de la suya, en Colonia Segovia, departamento de Guaymallén. “Una vecina nos comentó. Nos anotamos y empezamos a trabajar ese día”, balbuceó. Sus padres tienen trabajo, pero ella, de 15, y sus hermanos pelaron ajo durante los meses del verano pasado. “Es normal que los chicos trabajemos. La mayoría son niños. En los galpones grandes de la empresa (Bamenex SA) no te toman si sos menor de 16 años. Pero estos lugares están más escondidos”, explicó. En la misma cuadra hay otros tres lugares que funcionan de igual manera. En el patio de las casas ubican los tablones de madera sobre los que, a partir de las 6, descargan los cajones con ajos sin deschalar, los pelan y los vuelven a empacar. Por cada uno cobran 3,30 pesos, pero descuentan 30 centavos para darles a los chicos que cargan y descargan los camiones. Los sábados son los días en los que la gente cobra lo trabajado hasta el jueves, quedando dos días adeudados para la siguiente semana. Así se aseguran de que vuelvan la semana siguiente.

Los hermanos dejaron de trabajar hace un tiempo. Frente a Página/12, Rocío contó que “algunos de los patrones son malos. No tienen compasión de nada. No dejan sentarse en los cajones, inspeccionan cómo guardamos los ajos y si los ven mal pelados te retan y te dan vuelta el cajón para que lo hagas todo de nuevo.”

El sol que traspasa las cañas, el olor a ajo y el polvo que respiran todo el tiempo –los camiones que entran y salen levantan polvareda– les provocan dolor de cabeza y náuseas. “Mi mamá nos dijo que no fuéramos más porque llegábamos muy cansados. Y había nenes en los galpones que sufrían mucho más. Se les notaba en la cara.”

Investigación y textos: Ailín Bullentini.

› CREAN COOPERATIVAS TRUCHAS Y ELUDEN EL PAGO DE CARGAS SOCIALES

Cómo abaratar mano de obra

Una presunta cooperativa llegó a tener 17 mil asociados, todos trabajadores rurales. Pero nunca participaron de una asamblea y cobran como simples jornaleros. Denuncian que es una pantalla para no pagar cargas sociales.


Chicos trasladados en camiones a las fincas donde se hace el corte y la limpieza del ajo.

La cooperativa Colonia Barraquero, de Mendoza, llegó a tener 17 mil asociados, todos trabajadores rurales, entre ellos cosechadores de ajo. Pero ninguno de ellos participó nunca de una asamblea ni recibió porcentaje alguno por participación en las ganancias que tuvo la empresa. Solo percibían una quincena, como cualquier jornalero. Así, durante más de diez años. Una investigación del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (Inaes) llegó a la conclusión de que la cooperativa era la pantalla que usan empresas productoras para eludir el pago de cargas sociales. Con esos elementos, el Inaes le aplicó la máxima sanción prevista por la ley: el retiro de la autorización para seguir funcionando. Los directivos de la supuesta cooperativa presentaron un recurso judicial y lograron congelar el castigo y ahora la Justicia será la que tenga la última palabra. Mientras tanto, la cooperativa sigue funcionando a la vista de todos: dota de mano de obra barata a las empresas productoras, empacadoras y exportadoras de ajo –y de otras hortalizas y frutas frescas– y alimenta mecanismos de explotación laboral de personas de toda edad y sexo, incluso niños y niñas.

“Según los papeles, somos socios. Pero nunca participamos de ninguna asamblea ni de decisiones. No nos enteramos de los resultados de los balances ni recibimos ganancias porcentuales de la empresa.” Las palabras confirman los fundamentos de la orden del Inaes y lo que está a la vista en los pueblos que rodean las grandes ciudades mendocinas. Pertenecen a Antonia Trigo, una ex “empleada/socia” de la empresa de hortalizas El Resguardo S.A. (Campo Grande), que trabajó más de 15 años pelando y empaquetando ajo en los galpones que la compañía posee en Rodeo del Medio, a 30 kilómetros de Mendoza capital.

Al igual que otros 32 trabajadores, perdió su trabajo a fines de 2007, tras un conflicto con la empresa en la que los empleados reclamaron mejoras en las condiciones: jornadas de menos horas –trabajan hasta 16 horas diarias–, un aumento en el precio que percibían por cajón de ajo emprolijado y que la empresa se ponga al día con los aportes jubilatorios que nunca habían abonado pero que sí descontaron a las personas quincena tras quincena.

Por norma, cada socio de cooperativas debe estar inscripto como monotributista. “Las personas de Colonia Barraquero lo estaban, pero nunca se le pagó al Estado lo correspondiente”, explicó a Página/12 la gerenta de Inspección e infracciones del Inaes, Lilian Lapadula.

“No pagan horas extra, obra social ni jubilación. No tenemos días por enfermedad ni embarazo. No contamos con ningún beneficio, incluso cuesta horrores lograr que cubran los gastos médicos cuando sufrimos accidentes en horario de trabajo.” Uno a uno, Marta Molina enumeró los excesos que los “ajeros” sufren tanto en Campo Grande como en otros galpones. No obstante, reconocen que no tienen muchas alternativas. “Si nos quejamos nos dicen: ‘Si no te gusta, ahí está el portón. O qué te crees que sos, hay muchos que están esperando para entrar’”, reveló.

Lo expuesto por las mujeres no son más que indicios de explotación laboral, cosa que excede las inspecciones y los informes redactados por el Inaes. Es el gobierno provincial, a través de su cartera laboral, el que debe investigar tanto los casos de explotación como el empleo de mano de obra infantil, situación que las ex empleadas confirmaron: “En los galpones trabajan chicos de nueve años para arriba, y en las fincas, son más chiquitos. Nosotros nos dábamos cuenta de que estaban por llegar los inspectores porque un rato antes los patrones escondían a los chicos”.

En noviembre de 2007 los trabajadores de Campo Grande, en Rodeo del Medio, interrumpieron sus tareas y salieron a la calle. Una notificación que les llegó a cada uno solicitando que certifiquen con su firma el cambio de nombre de la cooperativa fue la gota que rebasó el vaso. “Nos negamos”, sostuvo Antonia. Marta amplió el panorama: “Desde siempre nos descontaron el cinco por ciento en cada quincena. Según ellos, para aportes jubilatorios que nunca existieron. Antes de cambiar de nombre, queríamos que nos devuelvan la plata que nos sacaron durante todos estos años.”

El responsable de la Dirección de Cooperativas y Mutuales de Mendoza, Daniel Berchessi, reconoció que “no se sabe” lo que la empresa hizo con ese 5 por ciento acumulado. “Su argumento es que la plata está depositada en una cuenta especial hasta que se aclare la situación”, expresó sin poder precisar qué es lo que debe aclararse.

Con la empresa paralizada, la patronal pidió a los empleados que eligiesen 25 delegados –son más de 500, “de los que no más de 50 están en blanco”, aclaró Antonia– para negociar. Pero al día siguiente, ni los delegados ni sus familiares y amigos que trabajan en la empresa pudieron volver a trabajar, jornada que culminó con represión policial sobre los empleados. Uno de ellos falleció días después en el hospital de Mendoza. “Los Sánchez (familia dueña de Campo Grande) hicieron circular una lista negra donde nos identificaron como generadores de conflictos. No nos toman en ningún otro galpón”, concluyó Marta (ver aparte).

Desde afuera, las mujeres forman parte del incipiente grupo de deschaladores que está trabajando para conformar un sindicato de ajeros en Rodeo del Medio. “Nadie nunca nos habló de derechos del trabajador, pero se terminó. No entienden que los trabajadores, los pobres, son los que hacen que los ricos sean ricos. Sin pobres que hagan el trabajo que ellos no quieren hacer, ellos no existirían”, concluyó Antonia.

Informe: Ailín Bullentini.

Quieren crear un nuevo sindicato

José Soto y Fabián Bravo son los únicos trabajadores del grupo de más de treinta despedidos que lograron, mediante un recurso de amparo, que la empresa Campo Grande les devuelva sus puestos de trabajo. Sin embargo, cada vez que intentan que se cumpla la orden judicial y llegan a la planta, “la empresa dispone que la jornada laboral ha terminado y manda a todos a su casa. Los quieren poner en nuestra contra”, denuncia Soto.

La orden de reincorporarlos fue adoptada por la II Cámara del Trabajo de Mendoza, fundamentada en el fallo de la Corte Suprema sobre la libertad sindical.

El responsable de la Dirección de Cooperativas y Mutuales mendocina, Daniel Berchessi, argumentó: “Los sesenta representantes del cuerpo total de socios de la cooperativa decidieron la expulsión de estas personas”. Sin embargo, los trabajadores aseguran a Página/12 que no existen tales representantes.

Tras la “expulsión”, los ajeros comenzaron a organizar su propio sindicato, de espaldas al que debería protegerlos, el de Frutas Frescas y Hortalizas que, según Soto, “no nos afilió por ser socios de una cooperativa”. Aunque lenta, la construcción tiene impulso. “Intentamos concientizar a los compañeros. Acá nunca se acostumbró a que los trabajadores sepan de sus derechos ni que los patrones los respeten”, consideró Bravo.