sábado, 31 de mayo de 2008

TERAPIA DE SHOCK EN ESTADOS UNIDOS - NOAMI KLEIN - 1ERA. PARTE.-



La doctrina del shock es la historia no oficial del libre mercado.

Noami Klein descubre la verdad en este documentado libro, basado en entrevistas e investigaciones con un equipo de más de 100 colaboradores en los últimos cuatro años.

Klein demuestra que el capitalismo emplea constantemente la violencia, el terrorismo contra el individuo y la sociedad. Lejos de ser el camino hacia la libertad, se aprovecha de las crisis para introducir impopulares medidas de shock económico, a menudo acompañadas de otras formas de shock: golpes de la policía a grupos de ciudadanos, las torturas con electroshock o la picana, el secuestro, encarcelamiento en lugares especiales y secretos, las técnicas de la desensibilisación y de destrucción de la personalidad, la destrucción personal de la memoria, así como la destrucción cultural y la fragmentación de los pueblos.

De Chile a Rusia, de Canadá a Sudáfrica, de Argentina a China, los ejemplos, y sus escalofriantes consecuencias. Abundan.

En este relato apasionante, narrado con pulso firme, Klein repasa la historia mundial reciente (de la dictadura de Pinochet a la reconstrucción de Beirut; del Katrina al tsunami; del 11 – S, al 11 – M) para dar palabra a un único protagonista: las diezmadas poblaciones civiles sometidas a la voracidad despiadada de los nuevos dueños del mundo – por ahora- el conglomerado industrial, comercial y gubernamental para quien los desastres, las guerras y la inseguridad del ciudadano son el siniestro combustible para aplicar el shock que instale la economía irrestricta del libre mercado.

Noami Klein ha escrito un libro brillante, terrible y valiente. Es la historia secreta de lo que conocemos como “libre mercado” y debería ser de lectura obligatoria. Una vez más, Noami ha escrito un libro que cambiará nuestra forma de ver el mundo “.- ARUNDHATI ROY, autora de “El dios de las pequeñas cosas”.

Klein, Noami.

La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre.

Paidós, 1ra. Ed. Argentina. 2008.

pp. 379-428.

quinta parte


TIEMPOS DE SHOCK

EN LOS ESTADOS UNIDOS


AUGE DEL COMPLEJO DEL CAPITALISMO DEL DESASTRE

La destrucción creativa es nuestro segundo nombre, tanto en nuestra propia sociedad como en el exterior. Des­truimos el viejo orden todos los días, desde los negocios has­ta la ciencia, la literatura, el arte, la arquitectura, el cine, la política y el derecho. [...] Deben atacarnos para sobrevivir, del mismo modo que nosotros debemos destruirlos para de­sarrollar nuestra misión histórica.

MlCHAEL LEDEEN, The War agaist the Terror

Masters, 2002

La respuesta de George a cualquier problema que surge en el rancho es cortarlo con una motosierra (creo que por eso se lleva tan bien con Cheney y Rumsfeld).

laura bush, cena anual de la Asociación

de Corresponsales en la Casa Blanca,

30 de abril de 2005


Capítulo 14

TERAPIA DE SHOCK EN ESTADOS UNIDOS

La burbuja de seguridad de la patria

Es un tipo implacable. Pueden estar seguros.

RICHARD NlXON, presidente de Estados Unidos,

en referencia a Donald Rumsfeld, 19711

Hoy temo que, de hecho, empezamos a darnos cuenta de la sociedad de la vigilancia que ya nos rodea.

RICHARD THOMAS, comisionado de información

del Reino Unido, noviembre de 20062

La seguridad de la patria podría haber alcanzado la fase a la que llegó la inversión en Internet en 1997. Por entonces, lo único que había que hacer era poner una «e» delante del nombre de la empresa en cuestión y la primera oferta de pu­blicación de acciones se disparaba. Ahora se puede hacer lo mismo con «fortaleza».

daniel gross, Slate, junio de 20053


Washington, un lunes de calor húmedo. Donald Rumsfeld estaba a punto de hacer algo que odiaba: hablar con su equipo. Desde que ocu­pase su cargo como secretario de Defensa, se había ganado fama de despótico, sigiloso y arrogante entre el Estado Mayor. Esta animadver­sión era comprensible. Desde que pisó el Pentágono por primera vez, Rumsfeld rechazó el papel establecido de líder y motivador para actuar como un incruento asesino a sueldo, un secretario ejecutivo en una mi­sión de reducción de personal.

Cuando Rumsfeld aceptó el puesto, muchos se preguntaron por qué. Tenía sesenta y ocho años, cinco nietos y una fortuna personal calculada en nada menos que 250 millones de dólares (y ya había ocupado el mis­mo cargo en la administración de Gerald Ford).4 Rumsfeld, sin embargo, no tenía intención de ser un secretario de Defensa tradicional, marcado por las guerras libradas bajo su mandato. Sus aspiraciones iban más allá.

El secretario de Defensa entrante había pasado los últimos veinti­tantos años al frente de multinacionales, participando en sus consejos (por lo general, de compañías de primera línea surgidas de fusiones y adquisiciones espectaculares, y de reestructuraciones dolorosas). En los años noventa se convirtió en hombre de la nueva economía: dirigió una empresa especializada en televisión digital, formó parte del consejo de otra prometedora empresa de «soluciones e-business» y desempe­ñó el cargo de presidente del consejo de la misma firma de biotecno­logía que se hizo con la patente exclusiva de un tratamiento contra la gripe aviar, además de otros medicamentos importantes contra el si­da.5 Cuando Rumsfeld entró a formar parte del gabinete de George W. Bush, en 2001, fue con la misión personal de reinventar la guerra para el siglo XXI, convirtiéndola en algo más psicológico que físico, más espectáculo que lucha, y mucho más provechosa de lo que había sido nunca.

Mucho se ha escrito sobre el controvertido proyecto de «transfor­mación» de Rumsfeld, que llevó a ocho generales retirados a exigir su dimisión y acabó por obligarle a renunciar después de las elecciones de mitad de legislatura de 2006. Cuando Bush anunció la dimisión, des­cribió el proyecto de «transformación general» (no la guerra en Irak o la más extensa «guerra contra el terror») como la contribución más destacable de Rumsfeld: «El trabajo de Don en estos campos no ha lle­gado casi nunca a los titulares, pero las reformas que él ha puesto en marcha son históricas».6 Tiene razón, aunque no siempre ha quedado claro en qué consisten esas reformas.

Los militares retirados mencionados ridiculizaron la alusión a la «transformación» como «palabras huecas de moda» y la determinación (casi cómica) de Rumsfeld a demostrar que los críticos tenían razón: «El ejército está sometido a una profunda modernización», afirmó en abril de 2006. «Está pasando de ser una fuerza dividida en secciones a una fuerza de brigada modular de equipos de combate, [...] de lucha centrada en los servicios a lucha para terminar con los conflictos, que lleve a la interoperatividad y a la interdependencia. Y eso es muy com­plicado».7 Sin embargo, el proyecto nunca fue tan complicado como Rumsfeld pretendió dar a entender. Detrás de esa jerga no había más que un intento de llevar al mismo centro del ejército estadounidense la revolución en subcontratas y branding de la que él había formado par­te en el mundo de la empresa.

Durante los años noventa, muchas empresas que tradicionalmente habían fabricado sus propios productos con plantillas numerosas y esta­bles se pasaron al que terminó conociéndose como el modelo Nike: no poseer fábrica alguna, producir artículos mediante una complicada red de contratistas y subcontratistas, é invertir los recursos en diseño y marketing. Otras empresas optaron por el modelo alternativo, el de Microsoft: mantener un centro de control férreo de los accionistas/em­pleados que llevan a cabo las «competencias básicas» de la empresa y recurrir a temporales para todo lo demás, desde la gestión de la sala de correo hasta redactar un código. Algunos bautizaron como «multinacio­nales huecas» a estas empresas sometidas a reestructuraciones radicales porque en su mayoría eran forma sin apenas contenido tangible.

Rumsfeld estaba convencido de que el Departamento de Defensa de Estados Unidos necesitaba una transformación equivalente. Como se publicó en Fortune después de su llegada al Pentágono, «el señor CEO» estaba «a punto para supervisar el mismo tipo de reestructura­ción que tan bien había orquestado en el mundo de la empresa».8 Por supuesto, existían algunas diferencias necesarias. Si las empresas se libraban de fábricas y trabajadores a tiempo completo, Rumsfeld vio cómo el ejército se despojaba de un gran número de tropas a jornada completa en favor de un pequeño núcleo de miembros del personal apoyados por soldados temporales más baratos (procedentes de la re­serva y de la Guardia Nacional). Mientras tanto, los contratistas de empresas como Blackwater y Halliburton llevarían a cabo tareas diversas: desde conducción de alto riesgo hasta interrogatorios a prisioneros o el abastecimiento de los servicios sanitarios. Si las empresas invirtieron lo ahorrado en diseño y marketing, Rumsfeld destinó el dinero ahorra­do gracias a la reducción de tropas y tanques en lo último en satélites y nanotecnología del sector privado. «En el siglo XXI —explicó Rumsfeld a propósito de la modernización del ejército—, vamos a tener que de­jar de pensar en cosas, números de cosas y masa, y pensar también, y tal vez primero, en rapidez, agilidad y precisión.» Sus palabras me re­cordaron mucho a las de Tom Peters, el hiperactivo gurú de la gestión, que declaró a finales de los años noventa que las empresas tenían que decidir si eran «"participantes" puras en brainware» o «proveedoras de objetos».9

No es de extrañar que los generales acostumbrados a resistir en el Pentágono tuviesen muy claro que «cosas» y «masa» seguían siendo importantes cuando se trataba de librar guerras. Su profunda animad­versión hacia la visión de un ejército hueco de Rumsfeld fue inmediata. Después de poco más de siete meses, el secretario había ofendido a tan­tas figuras poderosas que empezó a rumorearse que sus días en el car­go estaban contados.

En aquel momento, Rumsfeld convocó una extraña «asamblea mu­nicipal» con el personal del Pentágono. Las especulaciones comenza­ron de inmediato: ¿iba a anunciar su dimisión? ¿Pretendía darles una. charla de ánimo? ¿Intentaba convencer, con retraso, a la vieja guardia de la necesidad de transformación? Mientras cientos de trabajadores del Pentágono entraban en fila al auditorio aquel lunes por la mañana, «el ambiente era claramente de curiosidad», me explicó uno de ellos. «El sentimiento era "¿Cómo vas a convencernos?", porque ya existía una enorme hostilidad hacia él.»

Cuando Rumsfeld hizo su entrada, «nos levantamos educadamente y volvimos a sentarnos». De inmediato quedó patente que no se trata­ba de una dimisión, y casi seguro que tampoco era una charla para dar ánimos. Podría tratarse del discurso más extraordinario pronunciado por un secretario de Defensa estadounidense. Empezó así:

El tema de hoy es un adversario que supone una amenaza, una ame­naza seria, contra la seguridad de los Estados Unidos de América. Este adversario es uno de los últimos bastiones de planificación central del mundo. Gobierna dictando planes quinquenales. Desde una única capi­tal, intenta imponer sus exigencias más allá de zonas horarias, continen­tes y océanos. Con una consistencia brutal, reprime el libre pensamiento y aplasta las nuevas ideas. Desestabiliza la defensa de Estados Unidos y pone en peligro las vidas de hombres y mujeres uniformados.

Quizá les parezca que este adversario recuerda a la Unión Soviética, pero ese enemigo ya no es tal: el enemigo ahora es más sutil e implaca­ble... El adversario está mucho más cerca. Es la burocracia del Pentá­gono.10

Mientras Rumsfeld proseguía con su táctica retórica, la audiencia no daba crédito. La mayoría de los que estaban allí habían dedicado sus carreras a luchar contra la Unión Soviética, y no les hacía ninguna gracia que les comparasen con los comunistas a esas alturas de la histo­ria. Rumsfeld no había terminado. «Conocemos al adversario. Conoce­mos la amenaza. Y con la misma firmeza que exige cualquier esfuerzo contra un adversario, debemos ponernos manos a la obra; [...] hoy de­claramos la guerra a la burocracia».

Lo había hecho: el secretario de Defensa no sólo describió el Pen­tágono como una grave amenaza para América, sino que además decla­ró la guerra a la institución para la que trabajaba. El personal estaba alucinado. «Estaba diciendo que nosotros éramos el enemigo, que el enemigo éramos nosotros. Y nosotros creíamos que estábamos trabajando para la nación», me dijo un miembro del personal.

Aquello no significaba que Rumsfeld quisiera reducir los impuestos (acababa de pedir al Congreso un aumento del presupuesto del 11 %). No obstante, siguiendo los principios corporativistas de la contrarre­volución —en la que el gran gobierno suma fuerzas al gran negocio para redistribuir los fondos en sentido ascendente—, quería gastar me­nos en personal y transferir mucho más dinero público directamente a las arcas de empresas privadas. Así puso en marcha Rumsfeld esta «guerra». Cada departamento tenía que reducir su personal en un 15 %, incluyendo «todas las bases repartidas por el mundo. No sólo es la ley, es una buena idea y vamos a conseguirlo».11

Ya había dado instrucciones al personal de dirección para «revisar minuciosamente el Departamento [de Defensa] en busca de funciones que puedan ser realizadas mejor y de manera más económica a través de subcontratas comerciales». Quería saber «por qué el DoD es una de las últimas organizaciones que todavía gira sus propios cheques. Cuando existe toda una industria que gestiona los almacenes de manera eficaz, ¿por qué tenemos y administramos tantos? En las bases repartidas por todo el mundo, ¿por qué recogemos la basura y fregamos los suelos en lugar de contratar servicios externos, como hacen muchas empresas? Y, sin duda, podemos subcontratar más apoyo a los sistemas informáticos».

Incluso se permitió cuestionar la vaca sagrada de la institución mi­litar: los servicios sanitarios para los soldados. ¿Por qué hay tantos mé­dicos? Rumsfeld quería saberlo. «Algunas de esas necesidades, espe­cialmente las que pudieran implicar medicina general o especialidades no relacionadas con la guerra, podrían cubrirse con mayor eficacia a través del sector privado.» ¿Y qué hay de las viviendas para los solda­dos y sus familias? Sin duda, podrían gestionarse mediante «sociedades mixtas publicas y privadas».

El Departamento de Defensa se centraría en su competencia prin­cipal: «la guerra. [...] Pero en todos los demás casos, deberíamos buscar proveedores que desempeñen esas actividades no principales con eficacia».

Después del discurso, muchos de los trabajadores del Pentágono protestaron diciendo que lo único que suponía un obstáculo para la intención de Rumsfeld de subcontratar el ejército era un pequeño de­talle: que la Constitución norteamericana define claramente la seguri­dad nacional como un deber del gobierno, no de compañías privadas. «Pensé que el discurso iba a costarle el puesto a Rumsfeld», me dijo mi informador.

No fue así, y el alcance de su declaración de guerra contra el Pen­tágono fue insignificante. Y es que la fecha de su beligerante alegato fue el 10 de septiembre de 2001.

Es una extraña coincidencia de importancia histórica secundaria que el programa CNN Evening News del 10 de septiembre ofreciese un breve relato con el titular «El secretario de Defensa declara la guerra a la buro­cracia del Pentágono» y que a la mañana siguiente el grupo de emisoras informase de un ataque contra esa institución, un ataque con tintes me­nos metafóricos que acabó con la vida de 125 empleados del Pentágono y provocó heridas a otras de las 110 personas que Rumsfeld había retra­tado como enemigos del Estado menos de veinticuatro horas antes.12

cheney y rumsfeld: capitalistas del protodesastre

La idea central del discurso olvidado de Rumsfeld no es otra que la doctrina básica del régimen de Bush: que el trabajo del gobierno no consiste en gobernar, sino en subcontratar a los mejores y a los más efi­caces del sector privado. Como Rumsfeld reveló, esta tarea no consis­tía en algo tan prosaico como recortar el presupuesto, sino en una cru­zada para cambiar el mundo, según sus defensores, comparable con la derrota del comunismo.

Cuando los miembros del equipo de Bush tomaron posesión de sus cargos, el furor por la privatización de los años ochenta y noventa (pues­ta en práctica por la administración Clinton y por gobiernos estatales y locales) ya había conseguido vender o subcontratar las grandes empre­sas públicas de diversos sectores, desde el agua y la electricidad hasta la gestión de las autopistas y la recogida de basuras. Después de inuti­lizar esos órganos del Estado, lo que quedó era «el núcleo», aquellas funciones tan intrínsecas al concepto de gobierno que la idea de dejar­las en manos de empresas privadas contradecía el significado de ser un Estado-nación: el ejército, la policía, los bomberos, las prisiones, el control de fronteras, los servicios de espionaje, el control de enferme­dades, el sistema educativo público y la gestión de las burocracias gu­bernamentales. No obstante, las primeras fases de la oleada de privati­zaciones fueron tan rentables que muchas de las empresas que habían devorado los apéndices del Estado veían estas funciones esenciales co­mo la siguiente fuente de beneficios instantáneos.

A finales de los años noventa se puso en marcha un poderoso movi­miento para romper los tabúes que protegían «el núcleo» de la privati­zación. En muchos aspectos, no fue más que una continuación lógica del statu quo. Del mismo modo que los campos petrolíferos de Rusia, las telecomunicaciones de América Latina y la industria de Asia apor­taron superbeneficios al mercado de valores en los años noventa, aho­ra iba a ser el propio gobierno de Estados Unidos el que desempeñase el papel económico protagonista (mucho más decisivo porque la reac­ción violenta contra la privatización y el libre comercio se estaba ex­tendiendo rápidamente por todo el mundo en vías de desarrollo, elimi­nando así otras posibilidades de crecimiento).

El movimiento situó la doctrina del shock en una nueva fase autorreferencial: hasta ese momento, los desastres y las crisis se habían utilizado para conseguir que se aprobasen planes de privatización radicales des­pués de los acontecimientos, pero las instituciones que tenían el poder de crear y responder a hechos catastróficos —el ejército, la CIA, la Cruz Roja, la ONU, los «grupos especiales» de emergencia— eran algunos de los últimos bastiones del control público. Ahora, con el núcleo a punto de ser devorado, los métodos de explotación de las crisis perfeccionados durante las tres décadas anteriores se utilizarían para apalancar la priva­tización de la infraestructura de creación del desastre y respuesta al mis­mo. La teoría de la crisis de Friedman iba a convertirse en posmoderna.

En la vanguardia del movimiento para crear lo que sólo se puede describir como un Estado policial privatizado estaban las figuras más poderosas de la futura administración Bush: Dick Cheney, Donald Rumsfeld y el propio George W. Bush.

Para Rumsfeld, la idea de aplicar la «lógica del libre mercado» al ejército de Estados Unidos era un proyecto que se remontaba a cuatro décadas atrás. Comenzó a principios de los años sesenta, época en la que asistió a diversos seminarios en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. Rumsfeld entabló una conexión especial con Milton Friedman, que convirtió al precoz republicano en su protegido después de que éste fuese elegido para el Congreso a la edad de treinta años, y le ayudó a desarrollar una audaz plataforma de política de libre mercado (además de instruirle sobre teoría económica). Rumsfeld y Friedman mantuvieron el contacto durante varios años; el primero asis­tió a varios cumpleaños del economista, organizados por el presidente de la Heritage Foundation, Ed Feulner. «Milton tiene algo que me hace sentir más inteligente cuando hablo con él», dijo Rumsfeld sobre su mentor cuando éste cumplió los noventa.13

La admiración era mutua. Friedman estaba tan impresionado ante el compromiso de Rumsfeld con los mercados desregularizados que presionó insistentemente a Reagan para que colocase a su pupilo como candidato a la vicepresidencia en las elecciones de 1980 (en lugar de George W. Bush). Y nunca perdonó a Reagan por desoír su consejo. «Creo que Reagan cometió un error cuando eligió a Bush como su can­didato a la vicepresidencia», escribió Friedman en sus memorias. «De hecho, la considero la peor decisión no sólo de su campaña, sino tam­bién de su presidencia. Mi candidato favorito era Donald Rumsfeld. De haberlo elegido, creo que habría sucedido a Reagan como presi­dente y la triste etapa Bush-Clinton nunca se habría producido».14

Rumsfeld sobrevivió a la no candidatura lanzándose de lleno a su floreciente carrera en el mundo de la empresa. Como director general de la multinacional farmacéutica Searle Pharmaceuticals utilizó sus con­tactos políticos para asegurarse la controvertida y muy lucrativa aproba­ción del aspartamo (comercializado como NutraSweet) por parte de la Food and Drug Administration (FDA). Se calcula que Rumsfeld ganó personalmente 12 millones de dólares con el corretaje de la venta de Searle a Monsanto.15

Esa venta de alto riesgo situó a Rumsfeld como gran estratega del mundo de la empresa y le hizo ganar puestos en consejos de dirección de compañías tan fiables como Sears y Kellogg's. Mientras tanto, su es­tatus como antiguo secretario de Defensa le convirtió en un valor segu­ro para cualquier empresa que formara parte de lo que Eisenhower denominó «el complejo militar industrial». Rumsfeld participó en el consejo del fabricante de aeronaves Gulfstream y cobró 190.000 dóla­res anuales como miembro del consejo de ASEA Brown Boveri (ABB), el gigante suizo de la ingeniería que se convirtió en protagonista invo­luntario cuando se reveló que había vendido tecnología nuclear a Co­rea del Norte (incluyendo la capacidad de producir plutonio). La ven­ta del reactor nuclear se llevó a cabo en 2000, en un momento en que Rumsfeld era el único norteamericano presente en el consejo de ABB. Afirma que no recuerda que la venta del reactor se plantease en el con­sejo, pero la compañía insiste en que «los miembros del consejo fueron informados del proyecto».16

Rumsfeld se estableció como firme capitalista del protodesastre en 1997, cuando fue nombrado presidente del consejo de Gilead Sciences, una compañía de biotecnología. La empresa registró la patente del Ta­miflu, un tratamiento para diversos tipos de gripe y el preferido para la gripe aviar.* Si se produjese una epidemia (o la amenaza de una epidemia) del virus, muy contagioso, los gobiernos se verían obligados a invertir miles de millones de dólares en la compra del tratamiento a Gi­lead Sciences.

* Tamiflu se ha convertido en objeto de polémica. Cada vez son más los casos de jóvenes que han tomado el medicamento y han informado de episodios de confusión, paranoia, delirios y pensamientos suicidas. Entre noviembre de 2005 y el mismo mes de 2006 se relacionaron 25 muertes con el Tamiflu. En Estados Unidos, el prospecto del medicamento alerta a los pacientes de un «aumento del riesgo de autolesiones y confusión» y les urge a «someterse a un control estricto para detectar posibles señales de conducta inusual».

Las patentes de medicamentos y vacunas para tratar emergencias de salud pública siguen siendo un tema controvertido. Estados Unidos lleva varias décadas sin sufrir epidemias, pero cuando la de la polio al­canzó su punto álgido, a mediados de los años cincuenta, la ética del beneficio extraído de la enfermedad fue objeto de un intenso debate. Con casi sesenta mil casos conocidos de polio y muchos padres aterrori­zados ante la posibilidad de que sus hijos contrajesen esta enfermedad incapacitante, y a menudo fatal, la búsqueda de una cura fue frenética. Cuando Jonas Salk, científico de la Universidad de Pittsburgh, desarro­lló la primera vacuna contra la polio (en 1952), no patentó el tratamien­to para salvar vidas. «No hay patente», respondió Salk al periodista Edward R. Murrow. «¿Se puede patentar el sol?»17

Podemos decir con seguridad que si fuese posible patentar el sol, Donald Rumsfeld ya habría tramitado la solicitud en la U.S. Patent and Trademark Office hace mucho tiempo. Su antigua compañía, Gilead Sciences, que también posee las patentes de cuatro tratamientos contra el sida, invierte una gran cantidad de energía intentando bloquear la distribución de sus versiones genéricas más baratas en los países en vías de desarrollo. Estas prácticas la han convertido en el objetivo de los activistas en defensa de la salud pública en Estados Unidos: señalan que algunos de los medicamentos estrella de Gilead se han desarrolla­do con subvenciones pagadas por los contribuyentes.18 Gilead, por su parte, considera las epidemias como un mercado creciente y lleva a ca­bo una agresiva campaña de marketing para animar a empresas y parti­culares a hacer acopio de Tamiflu, por si acaso. Antes de reaparecer en el gobierno, Rumsfeld estaba tan convencido de su camino hacia una nueva industria que colaboró en la búsqueda de varias fundaciones privadas especializadas en biotecnología y farmacia.19 Estas empresas con­fían en un futuro apocalíptico de enfermedades descontroladas en el que los gobiernos se vean obligados a comprar a precio de oro cual­quier producto salvavidas patentado por el sector privado.

Dick Cheney, protegido de Rumsfeld en la administración Ford, también posee una fortuna basada en la rentable perspectiva de un futuro sombrío. La diferencia es que si Rumsfeld ve un mercado floreciente en las epidemias. Cheney optó por un futuro de guerras. Como secretario de Defensa durante el gobierno de Bush padre, Cheney re­cortó el número de tropas activas y aumentó de manera espectacular la participación de contratistas privados. Contrató a Brown and Root, el departamento de ingeniería de la multinacional Halliburton (con sede en Houston), para identificar las tareas realizadas por el ejército esta­dounidense susceptibles de ser asumidas por el sector privado con fi­nes lucrativos. Como cabría esperar, Halliburton identificó todo tipo de trabajos que podrían ser llevados a cabo por el sector privado. Estos hallazgos desembocaron en un nuevo y osado contrato con el Pentágo­no: el Logistics Civil Augmentation Program, o LOGCAP. El Pentá­gono ya era muy conocido por sus transacciones multimillonarias con fabricantes de armas, pero esto era algo nuevo: no se trataba de proveer de equipamiento al ejército, sino de dirigir sus operaciones.20

Un selecto grupo de empresas fueron invitadas a solicitar un pues­to como proveedoras de «apoyo logístico» ilimitado para las misiones militares de Estados Unidos, una descripción extremadamente vaga de la cuestión. Además, las ganancias estaban garantizadas: la compañía elegida recibiría garantías de que los costes de su participación serían cubiertos por el Pentágono, más un beneficio garantizado (lo que se conoce como contrato de precio de coste más beneficio). El mandato de Bush padre estaba llegando a su fin, y la empresa que logró el contrato en 1992 no fue otra que Halliburton. Como apuntó T. Christian Miller, de Los Angeles Times, Halliburton «derrotó a 66 proponentes para conseguir un contrato de cinco años; nada raro si tenemos en cuenta que fue la empresa que elaboró el plan».

En 1995, con Clinton en la Casa Blanca, Halliburton contrató a Cheney como nuevo director. Si la división Brown & Root de la em­presa ya tenía un largo historial como contratista del ejército estadou­nidense, las intenciones de Halliburton bajo el liderazgo de Cheney consistían en lograr una expansión tan espectacular que transformase la naturaleza de la guerra moderna. Gracias al contrato relajado y de palabra que Halliburton y Cheney acordaron cuando éste estaba en el Pentágono, la empresa pudo expandir el significado del término «apoyo logístico» hasta llegar a ser responsable de toda la infraestructura de una operación militar de Estados Unidos en ultramar. Lo único que se necesitaba del ejército eran los soldados y las armas; en cierto modo, serían el contenido, mientras que Halliburton dirigiría el espectáculo.

El resultado, visto por primera vez en los Balcanes, fue una especie de experiencia McMilitary en la que el despliegue en el extranjero se parecía más a unas vacaciones organizadas, aunque con muchas armas y riesgo. «La primera persona que saluda a nuestros soldados a su lle­gada a los Balcanes, y la última en despedirse de ellos, es uno de nues­tros empleados», explicó un portavoz de Halliburton. Con esta des­cripción, el personal de la compañía recordaba más a unos directores de cruceros que a los coordinadores de logística militar.21 Eso era lo que distinguía a Halliburton: Cheney no veía razón alguna por la que la guerra no pudiera ser una próspera parte de la muy rentable economía de los servicios de América (invasión con una sonrisa).

En los Balcanes, donde Clinton desplegó 19.000 soldados, las bases estadounidenses brotaron como miniciudades de Halliburton: barrios ordenados, con barreras, construidos y dirigidos íntegramente por la compañía. Y Halliburton se comprometió a proporcionar a las tropas to­das las comodidades del hogar, incluyendo puestos de comida rápida, su­permercados, cines y gimnasios con lo último en aparatos.22 Algunos oficiales de alto rango se preguntaron qué iba a pasar con la disciplina de la tropa (aunque ellos no renunciaron a los privilegios). «Todo lo relacio­nado con Halliburton estaba bañado en oro», me explicó uno de ellos, «así que no nos quejamos». En lo que a Halliburton se refiere, mantener satisfecho al cliente era un buen negocio: garantizaba más contratos, y dado que los beneficios se calculaban como un porcentaje de los costes, cuanto más elevados eran éstos, más beneficios. «No hay de qué preocu­parse, es precio de coste más beneficio»: esta frase se convirtió en una expresión habitual en la zona verde de Bagdad, aunque la inversión en la guerra de lujo empezó en la era Clinton. Después de sólo cinco años en Halliburton, Cheney llegó casi a duplicar la cantidad de dinero extraída por la compañía al Tesoro estadounidense (de 1.200 millones de dólares a 2.300 millones). La cantidad recibida en préstamos federales y garan­tías de préstamos se multiplicó por 15.23 Y Cheney fue ampliamente re­compensado por sus esfuerzos. Antes de ocupar el cargo de vicepre­sidente, Cheney «valoró su patrimonio entre 18 millones y 81,9 millones de dólares, incluyendo entre 6 y 30 millones en acciones de Halliburton [...] En total, Cheney recibió alrededor de 1.260.000 acciones de Halli­burton: 100.000 ya utilizadas, 760.000 listas para ser canjeadas y 166.667 que serían válidas a partir de diciembre [de 2000] ».24

El interés por expandir la economía de los servicios hasta el mismo centro del gobierno era para Cheney un asunto familiar. A finales de los años noventa, mientras trabajaba en la conversión de las bases militares en barrios de Halliburton, su mujer, Lynne, ganaba opciones de compra de acciones además de su sueldo como miembro del consejo de Lock­heed Martin, el mayor contratista de defensa del mundo. El período que Lynne estuvo en el consejo, entre 1995 y 2001, coincidió con un momento clave de transición para empresas como Lockheed.25 La Guerra Fría había terminado, el gasto en defensa estaba bajando y, teniendo en cuenta que casi todo su presupuesto procedía de contratistas de armas, esas empresas necesitaban un nuevo modelo. Lockheed y sus colegas fabricantes de armas recurrieron a una estrategia agresiva para poner en práctica una nueva línea de trabajo: manejar el gobierno a cambio de honorarios.

A mediados de los años noventa, Lockheed empezó a encargarse de los departamentos de tecnología de la información del gobierno estadounidense, es decir, a dirigir los sistemas informáticos y gran parte de la gestión de datos. Bajo el radar público, la empresa llegó tan lejos en esta dirección que en 2004 se publicó la siguiente información en The New York Times: «Lockheed Martin no dirige los Estados Unidos, pero contribuye a dirigir una grandísima parte. […] Clasifica su correo y calcula sus impuestos. Gira los cheques de la seguridad social y elabo­ra el censo del país. Organiza los vuelos espaciales y controla el tráfico aéreo. Para lograr todo esto. Lockheed elabora más códigos informáti­cos que Microsoft»* 26

* Todos los grandes fabricantes de armas entraron en el negocio de la participa­ción en el gobierno en esta época. Computer Sciences, que proporciona tecnología de la información al ejército (incluyendo documentos de identidad biométricos), logró un contrato de 644 millones de dólares (uno de los más suculentos de este tipo que se han íirmado nunca) con el condado de San Diego para gestionar toda su tecnología de la ;nformación. El condado no quedó satisfecho con los resultados y no renovó el con-:rato, que pasó a manos de otro gigante de las armas, Northrop Grumman, fabricante del bombardero furtivo B-2.

Marido y mujer formaban un poderoso equipo. Mientras Dick guiaba a Halliburton para tomar el control de las infraestructuras de guerra en el extranjero, Lynne ayudaba a Lockheed a hacerse con el gobierno diario desde casa. En ocasiones llegaron a ser competidores directos. En 1996, cuando el estado de Texas anunció que las empresas podían ofertar sus propuestas para dirigir su programa de bienestar so­cial (un contrato de hasta 2.000 millones de dólares en cinco años), tan­to Lockheed como Electronic Data Systems, el gigante de la tecnología de la información, intentaron hacerse con el contrato. Al final, la ad­ministración Clinton intervino y puso fin a la subasta. Aunque el go­bierno apoyaba con entusiasmo las subcontratas, decidir quién reunía las condiciones para recibir ayuda social tenía que ser una tarea esen­cial del gobierno, no apta para la privatización. Tanto Lockheed como EDS pusieron el grito en el cielo, igual que el gobernador de Texas, George W. Bush, que creía que la privatización del sistema de bienestar social era una buenísima idea.27

George W. Bush no destacó como gobernador en muchos aspectos, pero en uno se llevó la palma: cuando repartió entre intereses privados las diferentes funciones del gobierno para el que había sido elegido (en especial las relacionadas con la seguridad, un ensayo de la guerra privatizada contra el terror que no tardaría en desatar). Bajo su custodia, la cifra de cárceles privadas en Texas pasó de 26 a 42, hecho que llevó a la revista The American Prospect a describir la Texas de Bush como «capital mundial del negocio de las cárceles privadas». En 1997, el FBI comenzó una investigación en la prisión del condado de Brazoria, a ca­si 65 kilómetros de Houston, a raíz de que una emisora local de tele­visión mostrase un vídeo de unos guardias golpeando en las ingles a reclusos que no oponían resistencia, disparándoles con pistolas parali­zantes y atacándoles con perros. Uno de los violentos celadores aparecía con el uniforme de Capital Correctional Resources, una empresa privada contratada para seleccionar a los guardias de la prisión.28

El entusiasmo de Bush por las privatizaciones no se alteró lo más mínimo con el incidente de Brazoria. Unas semanas más tarde prota­gonizó lo que pareció un acto de adoración hacia José Piñera, el ministro chileno que privatizó la seguridad social durante la dictadura de Pinochet. Así describió Piñera el encuentro: «Por su concentración en el tema, su lenguaje corporal [y] sus acertadas preguntas, me di cuenta in­mediatamente de que el señor Bush había entendido por completo la esencia de mi idea: que la reforma de la seguridad social podía servir tanto para proporcionar una jubilación decente como para crear un mundo de trabajadores capitalistas, una sociedad de propietarios. [...] Se mostró tan entusiasmado que al final me susurró al oído, con una sonrisa: "Vaya a explicarle todo esto a mi hermano pequeño, que está en Florida. A él también lo entusiasmará”».29

El empeño del futuro presidente en vender el estado al mejor pos­tor, junto con el liderazgo de Cheney en las subcontratas del ejército y el papel de Rumsfeld en las patentes de medicamentos que podrían evi­tar epidemias, proporcionó una vista previa del tipo de Estado que los tres hombres iban a construir, y era una visión de un gobierno totalmente hueco. Aunque este programa radical no fue el tema central de la campaña de Bush a la presidencia, en 2000, ya apuntó pistas sobre lo que tenía en la reserva: «Existen cientos de miles de empleados federa­les a jornada completa cuyas tareas podrían desempeñarlas empresas del sector privado», dijo Bush en un discurso de campaña. «Sacaré la mayoría de esas tareas a licitación. Si el sector privado puede hacer me­jor el trabajo, el sector privado debería conseguir el contrato».30

EL 11 DE SEPTIEMBRE Y EL REGRESO DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA


Cuando Bush y su gabinete ocuparon sus puestos, en enero de 2001, la necesidad de nuevas fuentes de crecimiento por parte de las grandes empresas norteamericanas cobró mayor urgencia si cabe. Una vez explotada oficialmente la burbuja tecnológica, y con una caída del Dow Jones de 824 puntos en los dos meses y medio posteriores al comienzo del mandato, se encontraron ante una grave desaceleración económica, Keynes había argumentado que los gobiernos debían es­forzarse en salir de las recesiones y proporcionar estímulo económico con obras públicas. La solución de Bush consistió en deconstruir el propio gobierno: cortar el tesoro público en grandes trozos y dárselos a las empresas americanas en forma de recortes de impuestos por un lado, y de lucrativos contratos por el otro. El ideólogo Mitch Daniels, director de presupuestos de Bush, afirmó: «La idea general —que la ocupación del gobierno no es proporcionar servicios, sino asegurarse de que sean proporcionados— me parece obvia».31 Esta afirmación incluía la respuesta a los desastres. Joseph Allbaugh, contribuyente del Partido Republicano al que Bush colocó al frente de la Agencia Fede­ral para la Gestión de Emergencias (FEMA) —organismo responsable de gestionar las catástrofes, incluidos los ataques terroristas— descri­bió su nuevo puesto de trabajo como «un gigantesco programa de ayuda social».32

Y entonces llegó el 11 de septiembre. De repente, el hecho de tener un gobierno cuya misión principal era la autoinmolación dejó de pare­cer una buena idea. Con la población aterrorizada, necesitada de protección por parte de una administración fuerte y sólida, los ataques podrían haber puesto fin al proyecto de Bush de vaciar el gobierno, tal y como había empezado a hacer.

Por un momento, incluso pareció que iba a ocurrir así. «El 11 de septiembre lo ha cambiado todo», afirmó Ed Feulner, viejo amigo de Milton Friedman y presidente de la Heritage Foundation, diez días después de los ataques. Fue uno de los primeros en pronunciar la fatí­dica frase. Muchos asumieron de manera natural que parte de ese cambio consistiría en una revisión del radical programa anti-Estado defendido por Feulner y sus aliados ideológicos durante tres décadas, dentro y fuera del país. Después de todo, la naturaleza de los fallos de seguridad del 11 de septiembre expuso los resultados de más de veinte años de eliminación progresiva del sector público y de subcontratación de funciones del gobierno a empresas con ánimo de lucro. Del mismo modo que el desastre de Nueva Orleáns reveló el mal estado de las infraes­tructuras públicas, los ataques dejaron a la vista un Estado peligrosa­mente débil: las comunicaciones por radio de la policía y los bomberos de Nueva York fallaron en plena operación de rescaté, los controladores aéreos no detectaron a tiempo los aviones fuera de ruta, y los terroristas pasaron los controles de segundad de los aeropuertos vigilados por tra­bajadores contratados (algunos de los cuales ganaban menos que los empleados de la cafetería).33

La primera gran victoria de la contrarrevolución friedmanita en Es­tados Unidos fue el enfrentamiento de Ronald Reagan con el sindicato de los controladores aéreos y la liberalización de las líneas aéreas. Veinte años más tarde, todo el sistema del tráfico aéreo se había privatizado, con recortes de plantilla incluidos. La inmensa mayoría de las tareas de seguridad pasó a estar en manos de contratistas mal pagados, faltos de formación y no sindicados. Después de los ataques, el inspector ge­neral del Departamento de Transportes testificó que las líneas aéreas, responsables de la seguridad de los vuelos, habían escatimado gastos para mantener los costes al mínimo. Las «contrapresiones, a su vez, se manifestaron como debilidades importantes de la seguridad», explicó a la Comisión del 11-S convocada por Bush. Un veterano oficial de seguridad de la Federal Aviation Authority que testificó ante la comi­sión aseguró que el tratamiento de la seguridad por parte de las líneas aéreas consistía en «desacreditar, negar y dar largas».34

El 10 de septiembre, a nadie parecía importarle siempre, y cuando los vuelos fuesen baratos y numerosos. Sin embargo, el 12 de septiem­bre parecía una imprudencia recurrir a trabajadores contratados a 6 dólares la hora para hacerse cargo de la seguridad de un aeropuerto. En octubre se recibieron sobres con un polvo blanco en despachos de juristas y periodistas, y se desató el pánico sobre la posibilidad de un gran ataque con ántrax. Una vez más, las privatizaciones de los años noventa parecían muy distintas en las nuevas circunstancias: ¿por qué un laboratorio privado tenía el derecho exclusivo a producir la vacuna contra el ántrax? ¿Había renunciado el gobierno federal a su respon­sabilidad de proteger a la población de una gran emergencia de salud? No sirvió de ayuda que Bioport, el laboratorio privado en cuestión, no hubiese superado una serie de inspecciones y que la FDA ni siquiera le hubiese autorizado a distribuir las vacunas en aquel momento.35 Además, si era cierto (como afirmaban los medios) que el ántrax, la viruela y otros agentes mortales se podían expandir a través del correo, la dis­tribución de alimentos o el agua, ¿realmente era una buena idea seguir adelante con los planes de Bush de privatizar correos? ¿Y qué pasaría con todos los inspectores de alimentos y aguas que habían sido despe­didos? ¿Podrían recuperarlos?

La reacción negativa contra el consenso pro empresa empeoró an­te nuevos escándalos como el de Enron. Tres meses después de lo ataques del 11-S, Enron se declaró en bancarrota. Miles de persona perdieron sus fondos de pensiones, mientras que los ejecutivos aprovecharon sus conocimientos para forrarse. La crisis contribuyó al desplo­me de la fe en la capacidad de la empresa privada para desempeñar servicios esenciales, sobre todo cuando se supo de la manipulación de los precios de la energía y los consiguientes apagones masivos en Cali­fornia, unos meses antes. A sus noventa años, Milton Friedman estaba tan preocupado de que la tendencia retrocediese hacia el keynesianismo que lamentó que «los ejecutivos se están presentando al público como ciudadanos de segunda clase».36

Mientras los directores generales caían de sus pedestales, los traba­jadores sindicados del sector público —los «malos» de la contrarrevo­lución de Friedman— se ganaron rápidamente el aprecio de la pobla­ción. Dos meses después de los ataques, la confianza en el gobierno era la más alta desde 1968; y eso, subrayó Bush ante un nutrido grupo de empleados federales, «es gracias a vuestro trabajo».37 Los héroes indis­cutibles del 11 de septiembre fueron los primeros trabajadores en responder: bomberos, policías y personal de salvamento de Nueva York, 403 de los cuales perdieron la vida mientras intentaban evacuar las to­rres y ayudar a las víctimas. De repente, América estaba enamorada de sus hombres y mujeres vestidos de uniforme, y los políticos —que sí fue­ron muy rápidos para mostrarse en público con gorras del NYPD y el FDNY— tuvieron que esforzarse por ir a la par con la nueva situación.

Cuando Bush apareció con los bomberos y el personal de salva­mento en la zona cero, el 14 de septiembre (en lo que sus consejeros denominan «el momento megáfono»), abrazó a algunos de los funcio­narios sindicados que el movimiento conservador moderno se había propuesto eliminar. Por supuesto, tenía que hacerlo (hasta el mismísi­mo Dick Cheney tuvo que ponerse un casco de protección), pero no de forma tan convincente. Gracias a la combinación de auténtico senti­miento por parte de Bush y el deseo de la población de un líder a la al­tura de las circunstancias, los discursos de aquellos días fueron los más conmovedores de toda la carrera política de Bush.

Durante las semanas posteriores a los ataques, el presidente realizó un gran tour por el sector público: colegios, estaciones de bomberos, monumentos conmemorativos, los Centros para el Control y la Pre­vención de Enfermedades... Abrazó y agradeció a los funcionarios su aportación y su patriotismo sincero. «Tenemos nuevos héroes», decla­ró en un discurso en el que elogió no sólo a los servicios de emergencia, sino también a profesores, empleados de correos y trabajadores sani­tarios.38 En estos actos Bush trató el trabajo realizado en beneficio pú­blico con un grado de respecto y dignidad que no se veía en Estados Unidos desde hacía cuatro décadas. De repente, los recortes presu­puestarios ya no estaban en la agenda. El presidente anunció en todos los discursos un nuevo y ambicioso programa para el sector público.

«La doble demanda de una economía decreciente y una nueva gue­rra urgente contra el terrorismo ha transformado el fondo filosófico de la agenda del presidente Bush», declararon John Harris y Dana Milbank en el Washington Post once días después de los ataques. «El hom­bre que llegó al poder ofreciéndose como descendiente ideológico de Ronald Reagan se revela, nueve meses después, más próximo a un he­redero de Franklin D. Roosevelt.» Además, añadieron que «Bush está trabajando en un gran programa de estímulo económico para evitar la recesión. Ha dicho que una economía débil necesita su principal impulso del gobierno con una gran inyección de dinero, un precepto básico de la economía keynesiana y del New Deal de Roosevelt».39

un new deal para la empresa


Declaraciones públicas y fotos aparte, Bush y su círculo íntimo no tenían intención de convertirse al keynesianismo. Lejos de hacer zozo­brar su determinación de debilitar la esfera pública, los fallos de segu­ridad del 11-S reafirmaron sus creencias ideológicas más profundas (y egoístas): que sólo las empresas privadas podían ofrecer la inteligencia y la innovación necesarias para afrontar el nuevo reto de la seguridad. Aunque era cierto que la Casa Blanca estaba a punto de invertir una enorme cantidad de dinero de los contribuyentes para estimular la eco­nomía, estaba claro que no se iba a seguir el modelo de Roosevelt. El New Deal de Bush sería exclusivamente con empresas estadounidenses y consistiría en na transferencia de miles de millones de dólares públicos a manos prifadas. Adoptaría la forma de contratas, muchas de ellas ofrecidas en secreto, sin competencia y sin apenas supervisión, hasta formar una próspera red de industrias: tecnología, medios de co­municación, comunicaciones, prisiones, ingeniería, educación y salud.*

* La falta de competencia en la concesión de contratos es uno de los elementos característicos de la era Bush. Un análisis publicado por el New York Times en febrero de 2007 reveló que «menos de la mitad de todas las "acciones de contrato" —nuevos contratos y pagos frente a contratos previos— están sujetas a un concurso pleno y abierto. Sólo el 48 % fueron competitivas en 2005, frente al 79 % de 2001».

En retrospectiva, lo que ocurrió en los días de desorientación pos­teriores a los ataques fue una forma doméstica de terapia de shock económico. El equipo de Bush, friedmanita hasta la médula, actuó con rapidez para el shock que se apoderó de la nación y conseguir imponer su visión radical de un gobierno hueco en el que todo, desde la guerra hasta la respuesta al desastre, fuese un negocio rentable.

Fue una audaz evolución de la terapia de shock. En lugar del enfoque de los años noventa (vender las empresas publicas), el equipo de Bush creó toda una estructura nueva —la guerra contra el terror—, pensada para ser privativa desde el principio. Esta hazaña requería dos fases. En primer lugar, la Casa Blanca utilizó la omnipresente sensación de peligro posterior al 11-S para aumentar drásticamente los poderes policiales, de vigilancia, detención y ataques bélicos del ejecutivo (una toma del poder que el historiador militar Andrew Bacevich calificó co­mo «golpe sucesivo»).40 A continuación, esas funciones de seguridad, invasión, ocupación y reconstrucción, perfectamente definidas y finan­ciadas, se subcontrataron y pasaron al sector privado.

Aunque se transmitió a la población que el objetivo era luchar contra el terrorismo, el efecto fue la creación del complejo del capitalismo del desastre: una nueva economía de seguridad nacional, guerra privatizada y reconstrucción de desastres, cuyas tareas consistían nada me­nos que en crear y dirigir un Estado de seguridad privatizada, dentro y fuera del país. El estímulo económico de esta iniciativa general bastó para compensar las deficiencias provocadas por la globalización y el «boom puntocom». Del mismo modo que Internet desató la burbuja puntocom, el 11 S provocó la burbuja del capitalismo del desastre. «Cuando la industria TI frenó el ritmo, después de la burbuja, ¿adivi­na quién tenía todo el dinero? El gobierno», explicó Roger Novak, de Novak Biddle Venture Partners, una firma capitalista que invierte en empresas de seguridad nacionales. Novak afirma ahora que «todos los fondos están viendo la gravedad de la crisis y se preguntan cómo pue­den conseguir un trocito del pastel».41

Fue el apogeo de la contrarrevolución iniciada por Friedman. Du­rante décadas, el mercado se había estado alimentando de los apéndices del Estado; ahora se disponía a devorar el núcleo.

Por extraño que parezca, la herramienta ideológica más eficaz en este proceso fue la afirmación de que la ideología económica ya no era una motivación primordial para la política exterior o nacional de Estados Unidos. El mantra «el 11 de septiembre lo ha cambiado todo» ocultaba muy a las claras que, para los ideólogos del libre mercado y las empresas cuyos intereses servían, lo único que había cambiado era la facilidad con la que podían aplicar sus ambiciosos programas. Aho­ra, en lugar de someter las nuevas políticas a un polémico debate pú­blico en el Congreso o a un amargo conflicto con los sindicatos del sector público, la Casa Blanca de Bush podía utilizar el apoyo patrió­tico con el que contaba y la aprobación de la prensa para dejar de ha­blar y empezar a actuar. Como observó el New York Times en febrero de 2007, «sin un debate público o una decisión política formal, los contratistas se han convertido virtualmente en la cuarta rama del gobierno».42

En lugar de afrontar el reto de la seguridad planteado por el 11 de sep­tiembre con un plan exhaustivo para tapar los agujeros de las infraes­tructuras públicas, el equipo de Bush ideó un nuevo papel para el go­bierno, uno en el que la tarea del Estado no iba a consistir en procurar seguridad, sino en comprarla a precio de mercado. Así, en noviembre de 2001, sólo dos meses después de los ataques, el Departamento de Defensa reunió lo que describió como «un pequeño grupo de asesores capitalistas de riesgo» con experiencia en el sector puntocom. La mi­sión consistía en identificar «las nuevas soluciones tecnológicas que participan en los esfuerzos de Estados Unidos en la guerra global con­tra el terrorismo». A principios de 2006, este intercambio informal se convirtió en un arma oficial del Pentágono: la Defense Venture Catalyst Initiative (DeVenCI), una «oficina plenamente operativa» que pasa información sobre seguridad a capitalistas de riesgo con conexio­nes políticas (quienes a su vez, examinan a fondo el sector privado en busca empresas de nueva creación capaces de producir sistemas de vigilancia y productos relacionados). «Somos un motor de búsqueda», explica Bob Pohanka, director de DeVenCI.43 Según la visión de Bush, el papel del gobierno consiste simplemente en conseguir el dinero ne­cesario para lanzar el nuevo mercado de guerra y animar a la industria a seguir innovando. En otras palabras, los políticos crean la demanda y el sector privado proporciona todo tipo de soluciones: una próspera economía de seguridad nacional y guerra del siglo XXI totalmente fi­nanciada por los contribuyentes.

El Departamento de Seguridad Nacional, una nueva arma del Es­tado creada por el régimen de Bush, es la expresión más clara de este modo de gobierno totalmente dependiente de subcontratas. Como explicó Jane Alexander, subdirectora de la sección de investigación del Departamento de Seguridad Nacional, «nosotros no hacemos las cosas. Si no viene de la industria, no vamos a ser capaces de conseguirlo».44

Otra nueva arma es la Counterintelligence Field Activity (CIFA), una nueva agencia de inteligencia creada por Rumsfeld e independiente de la CIA. Esta agencia de espionaje paralela destina el 70 % de su presupuesto a contratistas privados. Igual que el Departamento de Seguridad Nacional, se creó a modo de armazón hueco. Como explicó Ken Minihan, antiguo director de la Agencia de Seguridad Nacional, «la seguridad del país es demasiado importante para quedar en manos del gobierno». Minihan, como cientos de empleados de la administra­ción Bush, ya ha dejado su puesto en el gobierno para trabajar en la próspera industria de la seguridad nacional (en cuya creación él cola­boró en su papel de espía).45

Todos los aspectos de la definición de los parámetros de la guerra contra el terror por parte de la administración Bush han servido para maximizar su rentabilidad y sostenibilidad como mercado (desde la de­finición del enemigo hasta las normas de los enfrentamientos o la esca­la creciente de la batalla). El documento publicado por el Departamento de Seguridad Nacional declara: «Hoy, los terroristas pueden atacar en cualquier lugar, en cualquier momento y con cualquier arma», cosa que significa —cómo no— que los servicios de seguridad ne­cesarios deben ofrecer protección contra todos los riesgos imaginables, en todos los lugares posibles y en todo momento. Y no es necesario demostrar que una amenaza es real para aplicar una respuesta a gran es­cala; no con la famosa «doctrina del 1 %» de Cheney, que justificó la invasión de Irak sobre la base de que si existe el 1 % de posibilidades de que algo sea una amenaza, requiere una respuesta de Estados Uni­dos como si la amenaza fuese cierta en un 100 %. Esta lógica es todo un regalo para los fabricantes de instrumentos de detección: por ejem­plo, dado que podemos imaginar un ataque de viruela, el Departamento de Seguridad Nacional ha entregado 500 millones de dólares a empresas privadas para que desarrollen e instalen equipos de detección contra esa amenaza no demostrada.46

A pesar de los diferentes cambios de nombre —guerra contra el te­rror, guerra contra el islamismo radical, guerra contra el fascismo islamista, tercera guerra mundial, guerra larga, guerra generacional—, la forma básica del conflicto sigue siendo la misma. No está limitado por el tiempo, ni por el espacio, ni por el objetivo. Desde una perspectiva militar, estas características dispersas e indefinidas hacen de la guerra contra el terror una propuesta inalcanzable. En cambio, desde la pers­pectiva económica se trata de un objetivo inmejorable: no es una gue­rra pasajera con perspectivas de victoria, sino un mecanismo nuevo y permanente de la arquitectura económica global.

Éste fue el prospecto empresarial que la administración Bush pre­sentó a las compañías estadounidenses después del 11 de septiembre. La fuente de ingresos fue un aporte aparentemente interminable de di­nero público canalizado desde el Pentágono (270.000 millones de dóla­res al año para contratistas privados, un aumento de 137.000 millones de dólares desde la toma del poder por parte de Bush), las agencias de inteligencia (42.000 millones de dólares al año para los contratistas, más del doble que en 1995) y la última incorporación, el Departamen­to de Seguridad Nacional. Entre el 11 de septiembre de 2001 y el de 2006, dicho organismo entregó 130.000 millones de dólares a contra­tistas privados (dinero que no estaba presente en la economía hasta ese momento y que superaba el producto interior bruto de Chile o de la República Checa). En 2003, la administración Bush invirtió 327.000 millones de dólares en contratos con empresas privadas (casi 40 centa­vos de cada dólar).47

En un período sorprendentemente breve, los barrios que rodean Washington, D.C. se llenaron de edificios grises pertenecientes a empre­sas «incubadora» y «de nueva creación» que improvisaron operaciones en las que el dinero entraba antes de que se terminase la instalación de los muebles (como ocurrió en Silicon Valley a finales de los años noven­ta). La administración Bush, mientras tanto, desempeñó el papel de fi­nancista de riesgo de aquella misma época. Si en la década de 1990 el objetivo consistía en desarrollar la aplicación asesina, lo «más nuevo de lo nuevo», y venderlo a Microsoft o a Oracle, ahora se trataba de concebir una nueva tecnología de «búsqueda y captura» de terroristas y venderla al Departamento de Seguridad Nacional o al Pentágono. Ésta es la razón de que, además de las empresas de nueva creación y los fondos de inver­sión, la industria del desastre diese lugar a un ejército de nuevas empre­sas de presión que prometían conectar nuevas compañías con las per­sonas adecuadas en Capitol Hill (en 2001 existían dos firmas de presión sobre seguridad de este tipo; a mediados de 2006 ya eran 543). «Me de­dico al capital privado desde principios de los años noventa», explicó Michael Steed, director de la empresa de seguridad Paladín, para Wired, «y nunca había visto un ritmo de inversiones tan constante».48

UN MERCADO PARA EL TERRORISMO


Como la burbuja puntocom, la burbuja del desastre se está inflan­do de manera ad hoc y caótica. Uno de los primeros grandes éxitos de la industria de la seguridad nacional fueron las cámaras de vigilancia: en Gran Bretaña se han instalado 4,2 millones, una por cada 14 perso­nas; en Estados Unidos, 30 millones de cámaras graban alrededor de 4.000 millones de horas de película al año. Esto ha planteado un pro­blema: ¿quién va a ver 4.000 millones de horas de grabaciones? Así na­ció un nuevomercado de «software analítico» que revisa las cintas y crea comparaciones con imágenes ya archivadas (la interconexión de varios sistemas de seguridad es la fuente de algunos de los contratos más lucrativos, como los 9.000 millones de dólares de la fuerza aérea para un consorcio de empresas que incluye a Booz Alien Hamilton, una de las firmas de asesoría en estrategia más veteranas, y algunos de los contratistas de defensa más importantes).49

Esta solución dio lugar a otro problema, ya que el software de identificación facial sólo puede distinguir correctamente los documentos de identidad si las personas posan de frente y centradas ante las cáma­ras, cosa que rara vez ocurre. Así, se creó otro mercado para mejorar las imágenes digitales. Salient Sills, una empresa que vende software para aislar y mejorar imágenes de video, empezó ofreciendo su tecnología a empresas de comunicación, pero descubrió que resultaba más rentable equipar al FBI y otras agencias de seguridad.50 Con tantas alternativas de vigilancia — registros de llamadas, escuchas telefónicas, registros de contabilidad, correo, cámaras, Internet — , el gobierno es­tá desbordado ante la abundancia de información, situación que ha abierto otro gran mercado en el control y la recopilación de datos. Además, se ha creado un software que afirma ser capaz de «conectar, los puntos» en este océano de palabras y números y localizar las acti­vidades sospechosas.

En los años noventa, las compañías de tecnología pregonaron con insistencia las maravillas del mundo sin fronteras y el poder de la tec­nología de la información para derrocar regímenes autoritarios y derri­bar muros. Hoy, inmersos en el complejo del capitalismo del desastre, las herramientas de la revolución de la información han pasado a servir al objetivo contrario. En ese proceso, los teléfonos móviles y la navega­ción por la Red se han convertido en poderosas herramientas de vigilancia estatal masiva por parte de regímenes cada vez más autoritarios con plena colaboración de compañías telefónicas privadas y motores de búsqueda (ya sea Yahoo colaborando con el gobierno chino para lo­calizar a disidentes o AT&T ayudando a la Agencia de Seguridad Na­cional estadounidense a grabar las conversaciones de sus clientes sin un permiso judicial, una práctica que la administración Bush asegura haber suspendido). La desaparición de las fronteras, el gran símbolo y promesa de la globalización, se ha sustituido por la próspera industria del control de fronteras (desde las lecturas ópticas y los documentos de identidad biométricos hasta la valla tecnológica que separa México y Estados Unidos, que costó 2.500 millones, los cuales han ido a parar a Boeing y un consorcio de empresas).51

En el salto de una burbuja a otra por parte de las firmas dedicadas a la alta tecnología, el resultado ha sido una extraña fusión de culturas de la seguridad y el comercio.

Muchas de las tecnologías que se aplican en la actualidad en la gue­rra contra el terror — identificación biométrica, videovigilancia, rastreo en la Red, recopilación de datos—, vendidas por empresas como Verint Systems, Seisint, Accenture y ChoicePoint, se desarrollaron en el sec­tor privado antes del 11 de septiembre para crear perfiles detallados de los clientes y abrir nuevas perspectivas para el micromarketing. Ade­más, prometían reducir el número de empleados en supermercados y centros comerciales porque los documentos de identidad biométricos, combinados con las tarjetas de crédito, eliminarían la necesidad de pa­sar por caja. Cuando el malestar generalizado ante estas tecnologías de Gran Hermano detuvo el avance de muchas de estas iniciativas, las empresas comercializadoras y los proveedores se desanimaron. El 11 de septiembre acabó con este callejón sin salida: de repente, el miedo al terrorismo era mayor que el miedo a vivir en una sociedad vigilada. Así, la misma información extraída de las tarjetas de crédito o de las tarje­tas de «fidelidad» se puede vender no sólo a una agencia de viajes o a Gap a modo de datos de marketing, sino también al FBI como datos de seguridad. Y todo ello abanderando un «sospechoso» interés por los teléfonos móviles «de pago por uso» y los viajes a Oriente Medio.52

Como explicaba un espléndido artículo publicado en la revista de negocios Red Herring, uno de estos programas «busca terroristas ave­riguando si un nombre deletreado de todas las maneras posibles coin­cide con algún nombre de los que figuran en la base de datos de segu­ridad. Pongamos el ejemplo de Mohamed. El software contiene cientos de maneras de escribir el nombre y es capaz de buscar terabytes de datos en un segundo».53 Impresionante, a menos que capturen al Mo­hamed equivocado, cosa a la que están muy acostumbrados en Irak, Afganistán o los barrios periféricos de Toronto.

Este potencial para el error es lo que hace que la incompetencia y la avaricia que se han convertido en el sello de la administración Bush, desde Irak a Nueva Orleans, resulten espantosas. Un documento de identidad falso surgido de cualquiera de estos tanteos electrónicos del terreno es suficiente para que un padre de familia apolítico con algún parecido a alguien cuyo nombre es similar al suyo (al menos para al­guien sin conocimientos de árabe o de la cultura musulmana) sea seña­lado como un terrorista potencial. Y el proceso de incluir nombres y organizaciones en listas de vigilancia también está ya en manos de em­presas privadas, igual que los programas para cruzar los nombres de los viajeros con los que forman el banco de datos. En junio de 2007 había medio millón de nombres en una lista de posibles terroristas en el Centro Nacional de Contraterrorismo. Otro programa, el sistema de focalización automatizada (ATS), hecho público en noviembre de 2006, ya ha asignado una clasificación de «valoración del riesgo» a decenas de millones de viajeros que pasan por Estados Unidos. La clasificación, que nunca se muestra a los pasajeros, se basa en patrones de sospecha revelados a través de recopilación de datos comerciales (por ejemplo, información proporcionada por líneas aéreas sobre «la historia del pasajero: compra de billete de ida, preferencias sobre el asiento, con­sultas frecuentes de folletos, número de bultos que forman su equipaje, cómo paga los billetes e incluso qué pide para comer»).54 Los inci­dentes sobre un supuesto comportamiento sospechoso se anotan para generar la clasificación de riesgo de cada pasajero.

Cualquiera puede recibir la prohibición de volar, una denegación de un visado de entrada a Estados Unidos o incluso ser arrestado y ca­lificado de «combatiente enemigo»: basta una prueba conseguida con estas cuestionables tecnologías, una imagen borrosa obtenida a través del software de identificación facial, un nombre mal escrito o un fragmento de una conversación mal interpretado. Si los «combatientes ene­migos» no son ciudadanos de Estados Unidos, probablemente nunca sabrán de qué se les acusa, ya que la administración Bush les despoja del habeas corpus, el derecho a presentar pruebas en un tribunal, a un juicio justo y a una defensa satisfactoria.

Si el sospechoso es trasladado a Guantánamo, es muy posible que termine en la nueva prisión de máxima seguridad para 200 presos cons­truida por Halliburton. Si es víctima del programa de «rendición ex­traordinaria» de la CIA, secuestrado en una calle de Milán o mientras cambia de avión en un aeropuerto norteamericano, y trasladado rápi­damente a uno de los llamados «black sites» en algún punto del archi­piélago de prisiones secretas de la CIA, el prisionero encapuchado pro­bablemente volará en un Boeing 737, diseñado como jet de lujo pero adaptado para este uso. Según The New Yorker, Boeing actúa como «la agencia de viajes de la CIA»: ha «tapado» planes de vuelo para 1.245 viajes de rendición, ha organizado al personal de tierra e incluso ha re­servado hoteles. Un informe de la policía española afirma que el traba­jo corrió a cargo de Jeppesen International Trip Planning, filial de Bo­eing en San José. En mayo de 2007, la Unión Americana de Libertades Civiles presentó una demanda contra la filial de Boeing. La empresa se ha negado a confirmar o desmentir las acusaciones.55

Cuando los prisioneros llegan a su destino, se enfrentan a los inte­rrogadores (algunos no están contratados por la CIA o por el ejército, sino por contratistas privados). Según Bill Golden, director de IntelligenceCareers.com, «más de la mitad de los expertos cualificados en contrainteligencia trabajan para contratistas».56 Para que esos interrogadores sigan consiguiendo contratos lucrativos, deben obtener de los prisioneros el tipo de «inteligencia actuable» que buscan los jefes de Washington. Son blancos fáciles del abuso: del mismo modo que los prisioneros torturados dirán casi cualquier cosa para acabar con el do­lor, los contratistas cuentan con un poderoso incentivo económico para utilizar las técnicas que consideren necesarias a fin de obtener la infor­mación deseada con independencia de su fiabilidad. Parte de la razón por la que la administración Bush ha recurrido con tanta insistencia a contratistas privados de inteligencia para trabajar en nuevos organismos, como la reservada Oficina de Planes Especiales de Rumsfeld, es que se muestran mucho más dispuestos a manipular la información en función de los objetivos políticos del gobierno (al fin y al cabo, su próximo con­trato depende de ello).

Y no olvidemos la versión de tecnología básica de esta aplicación de «soluciones» de mercado a la guerra contra el terror: la disposición a pagar a buen precio cualquier información sobre supuestos terroristas. Durante la invasión de Afganistán, los agentes de la inteligencia de Es­tados Unidos hicieron público que pagarían entre 3.000 y 25.000 dólares a quienes entregasen milicianos de Al Qaeda o talibanes. «Conse­guid riqueza y poder más allá de vuestros sueños», rezaba un folleto que los estadounidenses repartieron en Afganistán (y que presentó como prueba en un tribunal federal de Estados Unidos, en 2002, la defensa de varios prisioneros de Guantánamo). «Puede recibir millones de dólares ayudando a las fuerzas antitalibán. [...] Es dinero suficiente para cuidar de su familia, su pueblo o su tribu durante el resto de su vida».57

Muy pronto, las celdas de Bagram y Guantánamo pasaron a estar abarrotadas de cabreros, taxistas, cocineros y tenderos, todos letalmente peligrosos según los hombres que los habían denunciado a cam­bio de una recompensa.

«¿Tiene alguna teoría sobre la razón por la que el gobierno y la gen­te de la inteligencia pakistaní querrían venderle y entregarle a los ame­ricanos?», preguntó un miembro de un tribunal militar a un prisionero egipcio en Guantánamo.

En la transcripción desclasificada, el prisionero se muestra in­crédulo.

—Vamos, hombre —responde—, usted sabe lo que pasa. En Pa­kistán se puede comprar personas por 10 dólares. ¿Qué pasa si le dan 5.000?.

—Entonces, ¿le vendieron? —pregunta el miembro del tribunal como si nunca se le hubiese ocurrido.

—Sí.

Según las cifras que maneja el Pentágono, el 86 % de los prisio­neros de Guantánamo fueron entregados por combatientes o agentes afganos y pakistaníes después de anunciar las gratificaciones. En di­ciembre de 2006, el Pentágono había liberado a 360 prisioneros de Guantánamo. Associated Press logró encontrar a 245, de los cuales 205 estaban libres de cargos cuando regresaron a sus países natales.58 El asunto deja en muy mal lugar a la calidad de la inteligencia practicada siguiendo el enfoque de libre mercado aplicado por la administración para la identificación de terroristas.

En sólo unos años, la industria de la seguridad nacional, que apenas existía antes del 11-S, ha alcanzado una dimensión que hoy supera no­tablemente al negocio de Hollywood o al de la música.59 Sin embargo, lo más sorprendente es lo poco que se analiza y se discute el boom de la seguridad como economía, como una convergencia sin precedentes de poderes policiales sin obstáculos y capitalismo sin obstáculos, una fu­sión entre el centro comercial y la cárcel secreta. Cuando la informa­ción sobre quién es o no una amenaza para la seguridad se convierte en un producto que puede venderse tan fácilmente como la información sobre quién compra los libros de Harry Potter en Amazon, quién ha realizado un crucero por el Caribe o quién podría reservar uno en Alaska, los valores de la cultura cambian. No sólo se crea un incentivo para el espionaje, la tortura y la falsa información, sino también un pode­roso impulso para perpetuar el miedo y la sensación de peligro que han provocado la aparición de esa industria.

En el pasado, cuando aparecían nuevas economías (desde la revo­lución fordista hasta el boom de la TI) se generaban a la vez intensos análisis y debates sobre cómo esos cataclismos en la producción de ri­queza también cambiaban nuestro modo de actuar como cultura, nues­tras costumbres a la hora de viajar, o incluso el modo de procesar la información en el cerebro. La nueva economía del desastre no se ha so­metido a ningún debate de alcance de este tipo. Por supuesto, se han producido y se producirán discusiones —sobre la constitucionalidad de la Patriot Act, sobre las detenciones indefinidas, sobre la tortura y la rendición extraordinaria—, pero la discusión sobre el significado de que esas funciones se realicen como transacciones comerciales se ha evitado casi por completo. Lo que se somete a debate se limita a casos individuales de enriquecimiento a costa de la guerra y escándalos de corrupción, así como a los habituales lamentos sobre el fracaso del go­bierno en supervisar como es debido a los contratistas privados. Pero nunca se habla del fenómeno mucho más amplio y profundo de lo que significa estar metidos en una guerra totalmente privatizada y que no se tiene intención de terminar.

Parte del problema radica en que la economía del desastre nos asus­ta. En los años ochenta y noventa, las nuevas economías se anunciaban a bombo y platillo. La burbuja de la tecnología, en particular, sentó un precedente para una nueva clase de propietarios que inspiró niveles in­soportables de exageración (interminables perfiles en los medios de jóvenes y brillantes directores generales junto a sus jets privados, sus yates con control remoto y sus idílicas casas en las montañas de Seattle).

Este tipo de riqueza es la que se está generando hoy con el complejo del desastre, aunque apenas oímos hablar de ello. Según un estudio rea­lizado en 2006, «desde el inicio de la "guerra contra el terror", los direc­tores generales de los 34 contratistas de defensa más importantes han vis­to cómo se duplicaba su salario con respecto a los cuatro años anteriores al 11-S». Si esos directores disfrutaron de una remuneración que creció una media de un 108 % entre 2001 y 2005, el porcentaje para los presi­dentes de otras grandes empresas norteamericanas fue de sólo el 6 %.60

La industria del desastre podría estar acercándose a los niveles de beneficio del puntocom, pero en general cuenta con la discreción de la CIA. Los capitalistas del desastre esquivan a la prensa, minimizan su ri­queza y no alardean. «No estamos celebrando la existencia de esta enorme industria para protegernos contra el terrorismo», afirmó John Elstner, del Centro de Innovación de Chesapeake (empresa «incuba­dora» de seguridad nacional). «Pero existe un gran negocio y el CIC está en medio.»61

Peter Swire, que trabajó como asesor de confidencialidad para el gobierno de Estados Unidos durante la administración Clinton, describe así la convergencia de fuerzas que hay detrás de la burbuja de la guerra contra el terror: «Tienes al gobierno enfrentado a la misión sa­grada de reforzar la recopilación de información y tienes una industria de la tecnología de la información que busca desesperadamente nuevos mercados».62 En otras palabras, tienes corporativismo: grandes nego­cios y un gran gobierno combinando sus formidables poderes para re­gular y controlar a la ciudadanía.

Notas

Capítulo 14

1. Tom Baldwin, «Revenge of the Battered Generals», Times (Londres), 18 de abril de 2006.

2. Reuters, «Britain's Ranking on Survcillance Worries Privacy Advocate», New York Times, 3 de noviembre de 2006.

3. Daniel Gross, «The Homeland Security Bubble», Slate.com, 1 de junio de 2005.

4. Robert Burns, «Defense Chief Shuns Involvement in Weapons and Merger Decisions to Avoid Conflict of Interest», Associated Press, 23 de agosto de 2001.

5. John Burgess, «Tuning in to a Trophy Technology», Washington Post, 24 de marzo de 1992; «TIS Worldwide Announces the Appointment of the Honorable Donald Rumsfeld to its Board of Advisors», PR Newswire, 25 de abril de 2000; Geoffrey Lean y Jonathan Owen, «Donald Rumsfeld Makes $5M Killing on Bird Flu Drug», Independent (Londres), 12 de marzo de 2006.

6. George W. Bush, «Bush Delivers Remarks with Rumsfeld, Gates», CQ Trans­cripta Wire, 8 de noviembre de 2006.

7. Joseph L. Galloway, «After Losing War Game, Rumsfeld Packed Up His Military and Went to War», Knight-Ridder, 26 de abril de 2006.

8. Jeffrey H. Birnbaum, «Mr. CEO Goes to Washington», Fortune, 19 de marzo de 2001.

9. Donald H. Rumsfeld, «Secretary Rumsfeld's Remarks to the Johns Hopkins, Paul H. Nitze School of Advanced International Studies», 5 de diciembre de 2005, ; Tom Peters, The Circle of lnnovation, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1997, pág. 16 (trad. cast.: El círculo de la innovación: amplíe su camino hacia el éxito, Barcelona, Deusto, 1998).

10. La información de las dos páginas siguientes procede de Donald H. Rumsfeld, «DoD Acquisition and Logistics Excellence Week Kickoff: Bureaucracy to Battlefield», conferencia celebrada en el Pentágono, 10 de septiembre de 2001, fenselink.mil>.

11. Carolyn Skorneck, «Senate Committee Approves New Base Closings, Cuts $1.3 Billion from Missile Defense», Associated Press, 7 de septiembre de 2001; Rums­feld, «DoD Acquisition and Logistics Excellence Week Kickoff», op. cit.

12. Bill Hemmer y Jamie Mclntyre, «Defense Secretary Declares War on the Pentagon's Bureaucracy», CNN Evening News, 10 de septiembre de 2001.

13. Donald Rumsfeld, «Tribute to Milton Friedman», Washington, D.C., 9 de ma­yo de 2002, ; Milton Friedman y Rose D. Friedman, Two Lucky People: Memoirs, Chicago, University of Chicago Press, 1998, pág. 345.

14. Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 391.

15. William Gruber, «Rumsfeld Reflects on Politics, Business», Chicago Tribune, 20 de octubre de 1993; Stephen J. Hedges, «Winter Comes for a Beltway Lion», Chi­cago Tribune, 12 de noviembre de 2006.

16. Greg Schneider, «Rumsfeld Shunning Weapons Decisions», Washington Post, 24 de agosto de 2001; Andrew Cockburn, Rumsfeld: His Rise, Fall, and Catastrophic Legacy, Nueva York, Scribner, 2007, págs. 89-90; Randeep Ramesh, «The Two Faces of Rumsfeld», Guardian (Londres), 9 de mayo de 2003; Richard Behar, «Rummy's North Korea Connection», Fortune, 12 de mayo de 2003.

17. Joe Palca, «Salk Polio Vaccine Conquered Terrifying Disease», National Public Radio: Morning Edition, 12 de abril de 2005; David M. Oshinsky, Polio: An American Story, Oxford, Oxford University Press, 2005, págs. 210-211. Nota a pie de página: Carly Weeks, «Tamiflu Linked to 10 Deaths», Gazette (Montreal), 30 de noviembre de 2006; Dorsey Griffith, «Psychiatric Warning Put on Flu Drug», Sacramento Bee, 14 de noviembre de 2006.

18. Knowledge Ecology International, «KEI Request for Investigation into Anticompetitive Aspects of Gilead Voluntary Licenses for Patens on Tenofivir and Emtricitabine», 12 de febrero de 2007, .

19. John Stanton, «Big Stakes in Tamiflu Debate», Roll Call, 15 de diciembre de 2005.

20. La información de los dos párrafos siguientes procede de T. Christian Miller, Blood Money: Wasted Billions, Lost Lives and Corporate Greed in Iraq, Nueva York, Little, Brown and Company, 2006, págs. 77-79.

21. Joan Didion, «Cheney: The Fatal Touch», The New York Review of Books, 5 de octubre de 2006.

22. Dan Briody, Halliburton Agenda: The Politics of Oil and Money, Nueva Jersey, John Wiley and Sons, 2004, págs. 198-199; David H. Hackworth, «Balkans Good for Texas-Based Business», Sun Sentinel (Fort Lauderdale), 16 de agosto de 2001.

23. Antonia Juhasz, Bush Agenda: Invading the World, One Economy at a Time, Nueva York, Regan Books, 2006, pág. 120.

24. Jonathan D. Salant, «Cheney: I'll Fortfeit Options», Associated Press, 1 de septiembre de 2000.

25. «Lynne Cheney Resigns from Lockheed Martin Board», Servicio de noticias Dow Jones, 5 de enero de 2001.

26. Tim Weiner, «Lockheed and the Future of Warfare», New York Times, 28 de noviembre de 2004. Nota a pie de página: Jeff McDonald, «City Looks at County's Outsourcing as Blueprint», San Diego Union-Tribune, 23 de julio de 2006.

27. Sam Howe Verhovek, «Clinton Reining in Role for Business in Welfare Effort», New York Times, 11 de mayo de 1997; Barbara Vobejda, «Privatization of Social Programs Curbed», Washington Post, 10 de mayo de 1997.

28. Michelle Breyer y Mike Ward, «Running Prisons for a Profit», Austin American-Statesman, 4 de septiembre de 1994; Judith Greene, «Bailing Out Private Jails», The American Prospect, 10 de septiembre de 2001; Madeline Baro, «Tape Shows In-mates Bit by Dogs, Kicked, Stunned», Associated Press, 10 de agosto de 1997.

29. Matt Moffett, «Pensión Reform Pied Piper Loves Private Accounts», Wall Street Journal, 3 de marzo de 2005.

30. «Governor George W. Bush Delivers Remarks on Government Reform», FDCH Política! Transcripts, Filadelfia, 9 de junio de 2000.

31. Jon Elliston, «Disaster in the Making», Tucson Weekly, 23 de septiembre de 2004.

32. Joe M. Allbaugh, «Current FEMA Instructions and Manuals Numerical In­dex», testimonio del director de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias, Joe M. Allbaugh, ante los departamentos de Asuntos de Veteranos, Vivienda y Desarrollo Urbano y el Subcomité de Agencias Independientes del Comité de Apropiaciones del Senado, 16 de mayo de 2001.

33. John F. Harris y Dana Milbank, «For Bush, New Emergencies Ushered in a New Agenda», Washington Post, 22 de septiembre de 2001; Oficina de Contabilidad General de Estados Unidos, Aviation Security: Long-Standing Problems Impair Airport Screeners' Performance, junio de 2000, pág. 25, .

34. Comisión Nacional sobre Ataques Terroristas contra Estados Unidos, The 9/11 Commission Report: Final Report of the National Commission on Terrorist Attacks Upon the United States, 2004, pág. 85, .

35. Anita Manning, «Company Hopes to Restart Production of Anthrax Vaccine», USA Today, 5 de noviembre de 2001.

36. J. McLane, «Conference to Honor Millón Friedman on His Ninetieth Birthday», Chicago Business, 25 de noviembre de 2002, .

37. Joan Ryan, «Home of the Brave», San Francisco Chronicle, 23 de octubre de 2001; George W. Bush, «President Honors Public Servants», Washington, D.C., 15 de octubre de 2001.

38. George W. Bush, «President Discusses War on Terrorism», Atlanta, Georgia, 8 de noviembre de 2001.

39. Harris y Milbank, «For Bush, New Emergencies Ushered in a New Agenda», op. cit.

40. Andrew Bacevich, «Why Read Clausewitz When Shock and Awe Can Make a Clean Sweep of Things?», London Review of Books 8 de junio de 2006. Nota a pie de página: Scott Shane y Ron Nixon, «In Washington, Contractors Take on Biggest Role Ever», New York Times, 4 de febrero de 2007.

41. Evan Ratliff, «Fear, Inc.», Wired, diciembre de 2005.

42. Shane y Nixon, «In Washington, Contractors Take on Biggest Role Ever». op. cit.

43. Matt Richtel, «Tech Investors Culi Start-Ups for Pentagon», Washington Post. 7 de mayo de 2007; Defense Venture Catalyst Initiative, «An Overview of the Defense Venture Catalys Initiative», dtic.mil>.

44. Ratliff, «Fear, Inc.», op. cit.

45. Jason Vest, «Inheriting a Shambles at Defense», Texas Observer (Austin), 1 de diciembre de 2006; Ratliff, «Fear, Inc.», op. cit.; Paladin Capital Group, «Lt. General (Ret) USAF Kenneth A. Minihan», Paladin Team, 2 de diciembre de 2003, .

46. Oficina de Seguridad Nacional, National Strategies for Homeland Security, ju­lio de 2002, pág. 1, ; Ron Suskind, The One Percent Doctrine: Deep Inside America's Pursuit of Its Enemies Since 9/11, Nueva York, Simón and Schuster, 2006 (trad. cast.: La doctrina del uno por ciento: la historia secreta de la lucha contra Al Qaeda, Barcelona, Península, 2006); «Terror Fight Spawns Startups», Red Herríng, 5 de diciembre de 2005.

47. Cámara de Representantes de Estados Unidos, Comité sobre Reforma del Go­bierno: Personal Minoritario, División de Investigaciones Especiales, Dollars, Not Sense. Government Contracting Under the Bush Adminisiration, preparado para el congre­sista Henry A. Waxman, junio de 2006, pág. 5, ; Tim Shorrock, «The Corporate Takeover of U.S. Intelligence», Salón, 1 de junio de 2007, ; Rachel Monahan y Elena Herrero Beaumont, «Big Time Security», Forbes, 3 de agosto de 2006; Agencia Central de Inteligencia (CÍA), World Fací Book 2007, ; «U.S. Government Spending in States Up 6 Pct. in FY'03», Reuters, 7 de octubre de 2004; Frank Rich, «The Road from K Street to Yusufiya», New York Times, 25 de junio de 2006.

48. Monahan y Herrero Beaumont, «Big Time Security», op. cit.; Ratliff, «Fear, Inc.», op. cit.

49. La cifra procede de Roger Cressey, ex oficial de contraterrorismo de Bush y actual presidente de Good Harbor Consulting. Rob Evans y Alexi Mostrous, «Britain's Surveillance Future», Guardian (Londres), 2 de noviembre de 2006; Mark Johnson, «Video, Sound Advances Aimed at War on Terror», Associated Press, 2 de agosto de 2006; Ellen McCarthy, «8 Firms Vie for Pieces of Air Forcé Contract», Washington Post, 14 de septiembre de 2004.

50. Brian Bergstein, «Attacks Spawned a Tech-Security Market That Remains Young Yet Rich», Associated Press, 4 de septiembre de 2006.

51. Mure Dickie, «Yahoo Backed on Helping China Trace Writer», Financial Ti­mes (Londres), 10 de noviembre de 2005; Leslie Cauley, «NSA Has Massive Database of Americans' Phone Calls», USA Today, 11 de mayo de 2006; «Boeing Team Awarded SBInet Contract by Department of Homeland Security». comunicado de prensa, 21 de septiembre de 2006, .

52. Roben O'Harrow Jr., No Place to Hide, Nueva York, Free Press, 2005.

53. «Terror Fight Spawns Startups», op. cit.

54. Justin Rood, «FBI Terror Watch List "Out of Control"», The Blotter blog on ABC News, 13 de junio de 2007, ; Ed Pilkington, «Millions Assigned Terror Risk Score on Trips to the US», Guardian (Londres), 2 de diciembre de 2006.

55. Rick Anderson, «Flog is My Co-Pilot», Seattle Weekly, 29 de noviembre de 2006; Jane Mayer, «The CIA's Travel Agent», The New Yorker, 30 de octubre de 2006; Brian Knowlton, «Report Rejects European Denial of CIA Prisons», New York Times, 29 de noviembre de 2006; Mayer, «The CIA's Travel Agent», op. cit.; Stephen Grey, Ghost Plane: The True Story of the CIA Torture Program, Nueva York, St. Martin's Press, 2006, pág. 80; Pat Millón, «ACLU Files Suit Against Boeing Subsidiary, Saying it Enabled Secret Overseas Torture», Associated Press, 31 de mayo de 2007.

56. Andrew Buncombe, «New Maximum-Security Jail to Open at Guantanamo Bay», Independent (Londres), 30 de julio de 2006; Pratap Chatterjee, «Intelligence in Iraq: L-3 Supplies Spy Support», CorpWatch, 9 de agosto de 2006, .

57. Michelle Faul, «Guantanamo Prisoners for Sale», Associated Press, 31 de ma­yo de 2005; John Simpson, «No Surprises in the War on Terror», BBC News, 13 de fe­brero de 2006; John Mintz, «Detainees Say They Were Charity Workers», Washington Post, 26 de mayo de 2002.

58. El prisionero en cuestión fue Adel Fattough Ali Algazzar. Dave Gilson, «Why Am I in Cuba?», Mother Jones, septiembre-octubre de 2006; Simpson, «No Surprises in the War on Terror», op. cit.; Andrew O. Selsky, «AP: Some Gitmo Detainess Freed Elsewhere», USA Today, 15 de diciembre de 2006.

59. Gary Stoller, «Homeland Security Generales Multibillion Dollar Business», USA Today, 10 de septiembre de 2006.

60. Sarah Anderson, John Cavanagh, Chuck Collins y Eric Benjamin, «Executive Excess 2006: Defense and Oil Executives Cash in on Conflict», 30 de agosto de 2006, pág. 1, .

61. Ratliff, «Fear, Inc.», op. cit.

62. O'Harrow, No Place to Hide, op. cit., pág. 9.