viernes, 20 de junio de 2008

LA DOCTRINA DEL SHOCK-EL AUGE DEL CAPITALISMO DEL DESASTRE- LIBRO- CAPITULO 3 - NOAMI KLEIN- (Hasta el capitalismo post-neoliberal)




Antes de que la Junta tomara el poder, Argen­tina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos —solo un 6 % de la población— y una tasa de desempleo de sólo el 4,2 %.

Klein, Noami.

La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre.

Paidós, 1ra. Ed. Argentina. 2008.

pp. 107-136.

segunda parte

LA PRIMERA PRUEBA

DOLORES DE PARTO

Las teorías de Milton Friedman le dieron el Premio No­bel; a Chile le dieron el general Pinochet.

EDUARDO GALEANO, Días y noches de amor y de guerra, 1983

No creo que nunca me hayan considerado «malvado».

MlLTON FRIEDMAN, citado en The Wall Street Journal, 22 de julio de 2006


Capítulo 3

ESTADOS DE SHOCK

El sangriento nacimiento de la contrarrevolución


Las injurias deben hacerse de una vez, de modo que, al tener menos tiempo para saborearlas, ofendan menos.

NICOLÁS MAQUIAVELO, El príncipe, 15131


Si se adoptase esta estrategia del shock, creo que debería anunciarse públicamente con detalle, para pasar a estar en vigor al poco tiempo. Cuanto más información tenga el público, más facilitará su reacción al ajuste.

MlLTON FRIEDMAN en una carta al general

Augusto Pinochet, 21 de abril de 19752



El general Augusto Pinochet y sus seguidores se refirieron siempre a los hechos del 11 de septiembre de 1973 no como un golpe de Esta­do sino como «una guerra». Santiago de Chile, desde luego, parecía zona de guerra: carros blindados abrían fuego conforme avanzaban a través de los bulevares y los edificios del gobierno eran atacados por cazas de combate. Pero había algo extraño en esa guerra: sólo comba­tía un bando.

Desde el principio, Pinochet tuvo el completo control del ejército, la Armada, los marines y la policía. El presidente Salvador Allende, mientras tanto, se opuso a que sus seguidores se organizaran en ligas de defensa, así que no disponía de ejército propio. La única resistencia procedió del palacio presidencial, La Moneda, y de los tejados a su al­rededor, desde donde Allende y sus allegados intentaron con gallardía defender la sede de la democracia chilena. No se puede decir que fue­ra una lucha justa: a pesar de que en el interior del palacio sólo había treinta y seis defensores fieles a Allende, los militares lanzaron veinti­cuatro cohetes contra el palacio.3

Pinochet, el vanidoso y volátil comandante (cuya constitución re­cordaba a la de los tanques en los que se desplazaba), claramente quería que el acontecimiento fuera lo más dramático y traumático posible. A pesar de que el golpe no fue una guerra, estaba diseñado para parecerlo, lo que lo convierte en un precursor chileno de la estrategia de shock y conmoción. Difícilmente podría el shock haber sido mayor. A diferencia de la vecina Argentina, que había sido dirigida por seis go­biernos militares en los cuarenta años previos, Chile carecía de expe­riencia en ese tipo de violencia: había disfrutado de 160 años de pacífi­co gobierno democrático, los últimos 41 ininterrumpidos.

Ahora el palacio presidencial estaba en llamas y de él se sacaba el cuerpo amortajado del presidente sobre una camilla mientras se obli­gaba a sus colegas más próximos a estirarse boca abajo en la calle bajo las bocas de los rifles de los soldados.* A pocos minutos en coche del palacio presidencial, Orlando Letelier, que acababa de retornar de Washington para tomar el puesto de ministro de Defensa de Chile, había ido a su despacho en el ministerio esa mañana. Tan pronto como entró por la puerta, doce soldados vestidos con uniforme de combate se echaron sobre él, todos apuntándole con sus ametralladoras.4

* Allende fue descubierto con la cabeza descerrajada por un tiro. Continúa el de­bate sobre si fue alcanzado por una de las balas que se dispararon contra La Moneda o si se suicidó, prefiriendo morir a dejar en la memoria colectiva de los chilenos la ima­gen de su presidente electo rindiéndose ante un ejército insurrecto. La segunda teoría es más creíble.

En los años que llevaron al golpe, asesores estadounidenses, mu­chos de ellos de la CIA, habían excitado el ánimo del ejército chileno, atizando un anticomunismo rabioso y persuadiendo a los militares de que los socialistas eran, de hecho, espías rusos, una fuerza ajena a la sociedad chilena, una especie de «enemigo interior» crecido en casa. Lo cierto es que fueron los militares los que se convirtieron en el autén­tico enemigo doméstico, dispuestos a volver sus armas contra la pobla­ción que habían jurado proteger.

Con Allende muerto, su gabinete cautivo y sin indicios de que fue­ra a haber resistencia popular, la gran batalla de la Junta Militar había terminado a media tarde. Letelier y los demás prisioneros «VIP» fue­ron al final trasladados a la gélida isla Dawson, en el sur del estrecho de Magallanes, la versión pinochetista de los campos de concentración siberianos. Pero matar y encarcelar al gobierno no era suficiente para la nueva Junta Militar chilena. Los generales estaban convencidos de que sólo podrían retener el poder si lograban que los chilenos vivieran completamente aterrorizados, como había pasado con la población de Indonesia. En los días que siguieron al golpe, unos trece mil quinientos civiles fueron arrestados, subidos a camiones y encarcelados, según un informe de la CIA recientemente desclasificado.5 Miles acabaron en los dos principales estadios de fútbol de Santiago, el Estadio de Chile y el enorme Estadio Nacional. Dentro del Estadio Nacional, la muerte reem­plazó al fútbol como espectáculo público. Los soldados paseaban entre las gradas al sol acompañados de colaboradores encapuchados que se­ñalaban a los «subversivos» entre los detenidos; los seleccionados eran enviados a los vestuarios o a los palcos, transformados en improvisadas cámaras de tortura. Cientos fueron ejecutados. Cuerpos sin vida empe­zaron a aparecer en las cunetas de las principales carreteras o flotando en mugrientos canales urbanos.

Para asegurarse de que el terror se extendía más allá de la capital, Pinochet envió a su comandante más despiadado, el general Sergio Arellano Stark, en helicóptero en una misión en las provincias del nor­te para visitar una serie de prisiones en las que se retenía a «subversi­vos». En cada ciudad y pueblo, Stark y su escuadrón de la muerte iti­nerante escogían a los prisioneros de perfil más alto, a veces hasta veintiséis a la vez, y los ejecutaban. El rastro de sangre que dejaron durante esos cuatro días se conocería como la caravana de la muerte.6 Al, poco tiempo la comunidad entera había captado el mensaje: la resis­tencia es mortal.

A pesar de que la batalla de Pinochet sólo tuvo un bando, sus efec­tos fueron tan reales como cualquier guerra civil o invasión extranjera: en total, más de 3.200 personas fueron ejecutadas o desaparecieron, al menos 80.000 fueron encarceladas y 200.000 huyeron del país por mo­tivos políticos.7

EL FRENTE ECONÓMICO

Para los Chicago Boys, el 11 de septiembre fue un día de vertiginosa anticipación y letal adrenalina. Sergio de Castro había estado trabajando a fondo su contacto en la Armada, consiguiendo que aprobara página a página «el ladrillo». Ahora, el día del golpe, varios Chicago Boys estaban acampados junto a las rotativas del periódico de derechas El Mercurio. Mientras en la calle sonaban disparos, trabajaron frenéti­camente para que el documento quedara impreso a tiempo para el pri­mer día de gobierno de la Junta. Arturo Fontaine, uno de los editores del periódico, recuerda que las rotativas trabajaron «sin cesar para pro­ducir copias de aquel largo documento». Y lo consiguieron, por los pe­los. «Antes del mediodía del miércoles 12 de septiembre de 1973, los generales de las fuerzas armadas que desempeñaban cargos de gobierno tenían el plan sobre sus escritorios.»8

Las propuestas que aparecen en ese documento final se parecen asombrosamente a las que hace Milton Friedman en Capitalismo y li­bertad: privatización, desregulación y recorte del gasto social; la santí­sima trinidad del libre mercado. Los economistas chilenos educados en Estados Unidos habían tratado de introducir esas ideas pacíficamente, dentro de los confines del debate democrático, pero habían sido re­chazadas de forma abrumadora. Ahora los Chicago Boys y sus planes habían vuelto en un clima mucho más permeable a su punto de vista ra­dical. En esta nueva era no era necesario que nadie más allá de un pu­ñado de hombres uniformados estuviera de acuerdo con ellos. Sus oponentes políticos más enconados estaban o encarcelados o muertos o huidos; el espectáculo de los cazas de combate y las caravanas de la muerte mantenía a todo el mundo a raya.

«Para nosotros, fue una revolución», dijo Cristian Larroulet, uno de los asesores económicos de Pinochet.9 Era una descripción adecuada. El 11 de septiembre de 1973 fue mucho más que el violento final de la pacífica revolución socialista de Allende; fue el principio de lo que The Economist calificaría más tarde de «contrarrevolución», la primera vic­toria concreta en la campaña de la Escuela de Chicago por recuperar las ganancias que se habían conseguido con el desarrollismo y el keynesianismo.10 A diferencia de la revolución parcial de Allende, templa­da y matizada por el característico tira y afloja de la democracia, esta revuelta, impuesta mediante la fuerza bruta, tenía las manos libres para llegar hasta el final. En los años siguientes, las políticas descritas en «el ladrillo» se impondrían en docenas de otros países bajo la coartada de una amplia gama de crisis. Pero Chile fue la génesis de la contrarrevo­lución, una génesis de terror.

José Piñera, un alumno de la Facultad de Economía de la Universi­dad Católica que se definía a sí mismo como un Chicago Boy, era estu­diante de posgrado en Harvard cuando tuvo lugar el golpe. Al oír las buenas noticias, regresó a casa «para ayudar a fundar un país nuevo, dedicado a la libertad, de las cenizas del antiguo». Según Piñera, que acabaría convirtiéndose en ministro de Trabajo y Minería con Pinochet, ésta era «la auténtica revolución [...] un movimiento radical, completo y sostenido hacia el libre mercado».11

Antes del golpe, Augusto Pinochet tenía reputación de ser muy educado, casi demasiado obsequioso, reputación de adular y dar siem­pre la razón a sus superiores civiles. Como dictador, Pinochet desveló nuevas facetas de su carácter. Se adueñó del poder con un regocijo in­decoroso y adoptó la actitud de un monarca absoluto, declarando que el «destino» le había otorgado su cargo. Sin dilación, dirigió un golpe dentro del golpe para deshacerse de los otros tres líderes militares con los que había acordado dividirse el poder y se hizo nombrar jefe su­premo de la nación, además de presidente. Le encantaba la pompa y la ceremonia, prueba de su derecho a gobernar, y no desperdiciaba nin­guna ocasión de vestirse con su uniforme prusiano, con capa y todo. Para moverse por Santiago, escogió una caravana de Mercedes-Benz dorados y a prueba de balas.12

A Pinochet se le daba bien gobernar de forma autoritaria, pero, igual que Suharto, no sabía prácticamente nada de economía. Eso era un problema, porque la campaña de sabotaje empresarial liderada por ITT había conseguido hacer que la economía entrara en barrena y Pi­nochet se encontró con una crisis entre manos. Desde el principio se produjo una lucha de poder dentro de la Junta entre los que simple­mente querían reinstaurar el statu quo anterior a Allende y regresar rá­pidamente al sistema democrático, y los de Chicago, que presionaban para conseguir una liberalización del mercado de pies a cabeza que tar­daría años en imponerse. A Pinochet, que disfrutaba a fondo de sus nuevos poderes, no le gustaba nada la idea de que su destino fuera una simple operación de limpieza, limitada a «restaurar el orden» y luego marcharse. «No somos como una aspiradora que barrió el marxismo para luego darle el poder a esos señores políticos», dijo.13 La visión de los de Chicago de una remodelación completa del país estaba en sinto­nía con su recién desatada ambición y, al igual que Suharto con la ma­fia de Berkeley, de inmediato nombró a varios licenciados de Chicago como sus principales asesores económicos, entre ellos Sergio de Castro, el líder de hecho del movimiento y principal autor del «ladrillo». Los llamaba los tecnos —los tecnócratas—, lo cual encajaba con la pretensión de los de Chicago de que arreglar una economía era una cuestión científica y no de elecciones humanas subjetivas.

Pese a que Pinochet entendía poco sobre inflación y tipos de interés, los tecnos hablaban un lenguaje que comprendía. Para ellos la economía era una fuerza de la naturaleza a la que había que respetar y obedecer porque «ir contra la naturaleza es contraproducente y es engañarse a uno mismo», como explicó Piñera.14 Pinochet estaba de acuerdo: la gente, escribió en una ocasión, debe someterse a la estructura porque «la naturaleza muestra que el orden básico y la jerarquía son necesarios».15 Esta convicción compartida de obedecer unas leyes naturales superiores formó la base de la alianza Pinochet-Chicago.

Durante el primer año y medio Pinochet siguió fielmente las reglas de Chicago: privatizó algunas, aunque no todas, empresas estatales (en­tre ellas varios bancos); permitió formas nuevas y muy avanzadas de es­peculación financiera; abrió las fronteras a las importaciones extranje­ras, derribando las barreras que habían protegido durante muchos años a las manufacturas chilenas y recortó el gasto público un 10 % ex­cepto, claro, el gasto militar, que aumentó significativamente.16 Tam­bién eliminó el control del precios, una decisión radical en un país que llevaba regulando el coste de productos de primera necesidad como el pan y el aceite durante décadas.

Los de Chicago le aseguraron a Pinochet que si hacía que el go­bierno dejara de intervenir en esas áreas rápidamente, las leyes «natura­les» de la economía harían que se recuperara el equilibrio y la inflación —que consideraban una especie de fiebre económica que indicaba la presencia de organismos insalubres en el mercado— descendería mágicamente. Se equivocaban. En 1974, la inflación alcanzó el 375 %, la tasa más alta en todo el mundo y casi el doble de su punto más alto con Allende.17 El precio de productos de primera necesidad como el pan se puso por las nubes. En paralelo, los chilenos perdían su empleo gracias a que el experimento de Pinochet con el «libre mercado» estaba inun­dando el país de importaciones baratas. Las empresas locales cerraban a docenas, incapaces de competir; el desempleo alcanzó cifras récord, y se extendió el hambre. El primer laboratorio de la Escuela de Chicago estaba en caída libre.

Sergio de Castro y los demás de Chicago arguyeron, en el mejor es­tilo de Chicago, que su teoría era perfectamente correcta y que el pro­blema era que no se estaba aplicando de forma suficientemente estricta. La economía no había podido corregirse sola y volver a un equi­librio armonioso porque todavía quedaban «distorsiones», consecuen­cia de casi medio siglo de interferencias gubernamentales. Para que el experimento funcionase, Pinochet tenía que acabar con esas distorsio­nes: más recortes, más privatizaciones y todo llevado a cabo con más rapidez.

En ese año y medio, buena parte de la élite empresarial chilena se hartó de las aventuras de los de Chicago con el capitalismo radical. Los únicos que se beneficiaban de la situación eran las empresas extranje­ras y un pequeño grupo de financieros conocidos como los «pirañas», que se forraban especulando. Los fabricantes industriales que habían apoyado con entusiasmo el golpe estaban siendo barridos. Orlando Sáenz —el presidente de la Sociedad de Fomento Fabril que había sido quien había introducido a los de Chicago en el complot del golpe— declaró que los resultados del experimento constituían «uno de los ma­yores fracasos de nuestra historia económica».18 A los empresarios no les gustaba el socialismo de Allende, pero no tenían ningún problema con una economía controlada por el gobierno. «Es imposible continuar con el caos financiero que domina Chile», dijo Sáenz. «Es necesario ca­nalizar hacia inversiones productivas los millones y millones de recur­sos financieros que hoy se utilizan en operaciones especulativas alocadas frente a los ojos de los que no tienen siquiera empleo.»19

Con su plan en grave peligro, los de Chicago y los pirañas (que en muchos casos eran las mismas personas) decidieron que había llegado el momento de sacar la artillería. En marzo de 1975, Millón Friedman y Arnold Harberger volaron a Santiago invitados por un banco impor­tante para ayudar a salvar el experimento.

La prensa, controlada por la Junta, recibió a Friedman como si fue­ra una estrella del rock, el gurú del nuevo orden. Cada una de sus de­claraciones acababa en los titulares, sus clases se emitían en la televi­sión nacional y contó con la audiencia más importante de todas: un encuentro privado con el general Pinochet.

A lo largo de toda su visita, Friedman machacó un solo tema: la Junta había empezado bien, pero necesitaba abrazar el libre mercado sin ninguna reserva. En discursos y entrevistas utilizó un término que hasta entonces jamás se había aplicado a una crisis económica del mun­do real: pidió un «tratamiento de choque». Afirmó que era «la única cura. Con certeza. No hay otra forma de hacerlo. No hay otra solución a largo plazo».20 Cuando un periodista chileno apuntó que hasta Richard Nixon, entonces presidente de Estados Unidos, imponía controles pa­ra atemperar el libre mercado, Friedman replicó: «Yo no los apruebo. Creo que no deberíamos aplicarlos. Estoy en contra de que el gobierno intervenga en la economía, sea el gobierno de mi país o el de Chile».21

Después de su reunión con Pinochet, Friedman escribió unas notas personales sobre el encuentro, que reprodujo décadas más tarde en sus memorias. Observó que al general «le atraía la idea de un tratamiento de choque, pero le preocupaba claramente el aumento del desempleo que podía crear».22 Llegados a este punto, Pinochet ya se había hecho tris­temente célebre en el mundo por ordenar masacres en estadios de fút­bol, de modo que el hecho de que al dictador le «preocupara» el coste humano de su terapia de shock debería haber hecho que Friedman re­flexionara. Pero en vez de ello insistió en sus tesis en una carta de se­guimiento en la que alabó las decisiones «extremadamente sabias» del general, pero animaba a Pinochet a recortar todavía mucho más el gasto público, «un 25 % en los próximos seis meses [...] en todos los apar­tados», y a la vez le pedía que adoptara un paquete de políticas proempresariales que le acercarían más «al completo libre mercado». Fried­man predijo que los cientos de miles de personas que serían despedidas del sector público pronto encontrarían trabajo en el sector privado, que despegaría espectacularmente gracias a que Pinochet eliminaría «tantos como sea posible de los obstáculos que ahora perjudican el mercado privado».23

Friedman aseguró al general que si seguía sus consejos podría ano­tarse el mérito de un «milagro económico»; podría «acabar con la in­flación en unos meses» mientras que el problema del desempleo sería igualmente «breve —cuestión de meses— y la subsiguiente recupera­ción económica sería rápida». Pinochet tenía que actuar rápida y decidídamente; Friedman subrayó la importancia del «shock» repetidamen­te. Usó la palabra tres veces en su carta y subrayó que el «gradualismo no era factible».24

Pinochet se convirtió. En su carta de respuesta, el jefe supremo de Chile expresaba su «más alta y respetuosa admiración» por Friedman y le aseguraba a éste que «el plan está aplicándose plenamente en estos momentos».25 Inmediatamente después de la visita de Friedman, Pino­chet despidió a su ministro de Economía y entregó el cargo a Sergio de Castro, al que después ascendería a ministro de Finanzas. De Castro llenó el gobierno de colegas suyos de Chicago y nombró a uno de ellos director del banco central. Orlando Sáenz, que se había opuesto a los despidos masivos y al cierre de fábricas, fue sustituido al frente de la Sociedad de Fomento Fabril por alguien con una actitud más favorable al shock. «Si hay empresarios que se quejan de ello, que se vayan al in­fierno. No les defenderé», declaró el nuevo director.26

Libres de críticos, Pinochet y De Castro empezaron a desmontar el Estado del bienestar para alcanzar su pura utopía capitalista. En 1975 recortaron el gasto público el 27 % de un solo golpe y siguieron recor­tando hasta que, hacia 1980, llegaron a la mitad de lo que era con Allende.27 Salud y educación fue lo que más sufrió. Incluso The Economist, una animadora del equipo del libre mercado, calificó lo que suce­día como «una orgía de automutilación».28 De Castro privatizó casi quinientas empresas y bancos estatales, prácticamente regalando mu­chos de ellos, puesto que lo que quería era ponerlos lo más rápido po­sible en el lugar que les correspondía dentro del orden económico.29 No se apiadó de las empresas locales y eliminó todavía más barreras arancelarias. El resultado fue la pérdida de 177.000 puestos de trabajo en la industria entre 1973 y 1983.30 A mediados de la década de 1980, la industria como porcentaje de la economía descendió a niveles que no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial.31

«Tratamiento de choque era un nombre adecuado para lo que Friedman había recetado. Pinochet envió deliberadamente a su país a una profunda recesión, basándose en una teoría sin probar que afirmaba que la súbita contracción haría que la economía recuperase la salud. En su lógica interna, esta medida era asombrosamente parecida a la de los psiquiatras que recetaron terapia electroconvulsiva en las décadas de 1940 y 1950, convencidos de que las conmociones deliberadamente inducidas con las descargas conseguirían mágicamente reiniciar los cere­bros de sus pacientes.

La teoría de la terapia de shock económica se basa en parte en el pa­pel de las expectativas como combustible de un proceso inflacionario. Para poner freno a la inflación no basta con cambiar la política mone­taria sino que además hay que cambiar la actitud de los consumidores, empresarios y trabajadores. Lo que hace un cambio súbito y brutal de política es alterar rápidamente las expectativas y señalar al público que las reglas del juego han cambiado dramáticamente: los precios no van a seguir subiendo ni tampoco los sueldos. Según esta teoría, cuanto antes se consigan mitigar las expectativas de inflación, más corto será el doloroso período de recesión y alto desempleo. Sin embargo, particularmente en países en los que la clase dirigente ha perdido su credibilidad ante el público, se dice que sólo un shock político enorme y deci­dido puede lograr «enseñar» al público esta dura lección.*

* Algunos economistas de la Escuela de Chicago afirman que el primer experi­mento con la terapia de shock se llevó a cabo en Alemania Occidental el 20 de junio de 1948. El ministro de Finanzas, Ludwig Erhard, eliminó la mayoría de los controles aplicados a los precios e introdujo una moneda nueva. Lo hizo rápidamente y sin pre­vio aviso, lo que supuso un shock tremendo para la economía alemana, que llevó a una subida masiva del desempleo. Pero ahí es donde terminan las similitudes: las reformas de Erhard se limitaron a los precios y a la política monetaria y no fueron acompañadas de recortes en los programas sociales ni por la rápida introducción del libre mercado, y se tomaron muchas precauciones para proteger a los ciudadanos del shock, entre ellas el aumento de los salarios. Alemania Occidental, incluso después del shock, se adecuaba con facilidad a la definición que Friedman hacía de un Estado del bienestar casi socia­lista: ofrecía vivienda de protección oficial, pensiones, sanidad pública y un sistema educativo estatal, mientras que además el gobierno dirigía y subsidiaba casi todo, desde el teléfono a plantas productoras de aluminio. Concederle a Erhard el mérito de ha­ber inventado la terapia de shock es una historia agradable, puesto que su experimento tuvo lugar después de que Alemania Occidental fuera liberada de la tiranía. El shock de Erhard, sin embargo, no se parece en nada a las transformaciones radicales que hoy se entienden como terapia económica de shock: los pioneros de este método fueron Fried­man y Pinochet, en un país que acababa de perder su libertad.

Causar una recesión o una depresión es una idea brutal, pues con­lleva crear pobreza generalizada, motivo por el cual ningún líder político hasta ese momento había estado dispuesto a poner a prueba la teoría. ¿Quién querría ser responsable de lo que Business Week deno­minó «un mundo a la doctor Strangelove en el que se impulsa deliberadamente la recesión»?32

Pinochet quería serlo. En el primer año de la terapia de shock rece­tada por Friedman, la economía chilena se contrajo un 15 % y el de­sempleo —que sólo sufría un 3 % con Allende— alcanzó el 20 %, un porcentaje inaudito en el Chile de la época.33 El país, ciertamente, se convulsionaba bajo el «tratamiento». Contrariamente a lo que Fried­man predijo con optimismo, la crisis duró años, no meses. Hacia 1986 uno de cada cinco trabajadores industriales había perdido su empleo.34 La Junta, que había adoptado inmediatamente la metáfora de la enfer­medad que utilizó Friedman, no se arrepentía de nada y explicaba que «se había escogido ese camino porque es el único que ataca directa­mente las causas de la enfermedad».35 Friedman estaba de acuerdo. Cuando un periodista le preguntó «si el coste social de sus políticas no sería excesivo», respondió: «Esa es una pregunta estúpida».36 A otro periodista le dijo: «Lo único que me preocupa es que perseveren el tiempo necesario y con la fuerza necesaria».37

Es interesante saber que la mayor crítica hacia la terapia de shock procedió de uno de los propios ex alumnos de Friedman, André Gunder Frank. Durante sus años en la Universidad de Chicago en la déca­da de 1950, Gunder Frank —originario de Alemania— oyó hablar tanto sobre Chile que cuando se doctoró en economía decidió ir él mismo al país que sus profesores habían descrito como una distopía desarrollista mal gestionada. Le gusto lo que vio y acabó enseñando en la Universidad de Chile y luego siendo asesor económico de Salvador Allende, hacia el que desarrolló un gran respeto. Como hombre de Chicago en Chile, Frank tenía una perspectiva privilegiada sobre la aventura económica del país. Un año después de que Friedman recetara el shock máximo, escribió una airada «Carta abierta a Arnold Harberger y Milton Friedman» en la que utilizó su formación en la Escuela de Chicago «para examinar cómo ha respondido el paciente chileno a su trata­miento».38

Calculó lo que significaba para una familia chilena tratar de sobrevivir con lo que Pinpchet afirmaba que era un «sueldo mínimo». Aproxi­madamente el 74 % de sus ingresos se dedicaban simplemente a com­prar pan, lo cual obligaba a la familia a prescindir de «lujos» como la leche y el autobús para ir a trabajar. En comparación, bajo Allende el pan, la leche y el autobús alcanzaban el 17 % del sueldo de un emplea­do público.39 Muchos niños tampoco tenían leche en las escuelas, pues una de las primeras medidas de la Junta había sido eliminar el programa de leche escolar. Como resultado combinado de ese recorte más la si­tuación desesperada de las familias, cada vez más estudiantes se des­mayaban en clase, mientras que otros muchos dejaron de acudir a la escuela.40 Gunder Frank vio una relación directa entre las brutales polí­ticas económicas impuestas por sus antiguos compañeros de estudios y la violencia que Pinochet había desatado contra el país. Las recetas de Friedman eran tan dolorosas, afirmó el desafecto hombre de Chicago, que no podían «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político».41

Impasible, el equipo económico de Pinochet se adentró todavía más en terreno experimental, adoptando las políticas más vanguardistas de Friedman: el sistema educativo público fue sustituido por cheques esco­lares y escuelas chárter, la sanidad pasó a ser de pago y se privatizaron guarderías y cementerios. Lo más radical de todo fue que privatizaron el sistema de seguridad social de Chile. José Piñera, que fue el artífice del programa, dijo haber tenido la idea después de leer Capitalismo y liber­tad.42 Suele concedérsele a la administración de George W. Bush el mé­rito de haber sido los pioneros de la «sociedad de propietarios» cuando, de hecho fue el gobierno de Pinochet, treinta años antes, el que prime­ro introdujo el concepto de «una nación de propietarios».

Chile avanzaba en territorio desconocido y los partidarios del libre mercado en todo el mundo, acostumbrados a debatir los méritos de ta­les políticas en marcos puramente académicos, le prestaban mucha atención. «Los manuales de economía dicen que ésa es la forma en que debería funcionar el mundo, pero ¿en qué otro lugar se puede ver puesta en práctica?», se maravillaba la revista norteamericana de nego­cios Barron's.43 En un artículo titulado «Chile, laboratorio para un teó­rico», The New York Times destacó que «pocas veces uno de los prin­cipales economistas convencido de sus ideas recibe la oportunidad de probar recetas concretas en una economía gravemente enferma. Resul­ta todavía menos habitual que el cliente del economista sea un país que no es el suyo».44 Muchos se acercaron a ver en persona el laboratorio chileno, entre ellos el propio Friedrich Hayek, que viajó al Chile de Pinochet en varias ocasiones y que en 1981 escogió Viña del Mar (la ciudad en la que se tramó el golpe) para celebrar la convención regio­nal de la Sociedad Mont Pelerin, la asamblea de cerebros de la contra­rrevolución.

EL MITO DEL MILAGRO CHILENO

Incluso tres décadas más tarde Chile sigue siendo considerado por los entusiastas del libre mercado como una prueba de que el friedmanismo funciona. Cuando murió Pinochet, en diciembre de 2006 (un mes después de Friedman), The New York Times le elogió por «trans­formar una economía en bancarrota en una de las más prósperas de América Latina» y un editorial del Washington Post dijo que había «introducido las políticas de libre mercado que habían producido el mila­gro económico chileno».45 Los hechos tras el «milagro chileno» siguen siendo objeto de intenso debate.

Pinochet se mantuvo en el poder diecisiete años y durante ese tiem­po cambió de rumbo político varias veces. El período de crecimiento continuado de la nación que se cita como prueba de su milagroso éxito no empezó hasta mediados de los años ochenta, una década entera des­pués de que los de Chicago implementaran su terapia de shock y bastante después de que Pinochet se viera obligado a cambiar radicalmente el rumbo. Y sucedió porque en 1982, a pesar de su estricta fidelidad a la doctrina de Chicago, la economía de Chile se derrumbó: explotó la deuda, se enfrentaba de nuevo la hiperinflación y el desempleo al­canzó el 30 %, diez veces más que con Allende.46 La causa principal fue que las pirañas, las empresas financieras al estilo de Enron a las que los de Chicago habían liberado de cualquier tipo de regulación, habían comprado los activos del país con dinero prestado y acumularon una enorme deuda de 14.000 millones de dólares.47

La situación era tan inestable que Pinochet se vio obligado a hacer exactamente lo mismo que había hecho Allende: nacionalizó muchas de estas empresas.48 Al borde de la debacle, casi todos los de Chicago perdieron sus influyentes puestos en el gobierno, incluyendo a Sergio de Castro. Muchos otros licenciados de Chicago tenían altos cargos en las empresas de los pirañas y fueron investigados por fraude, con lo que se desvaneció la fachada de neutralidad científica tan fundamental pa­ra la identidad que se habían construido los de Chicago.

La única cosa que protegía a Chile del colapso económico total a principios de la década de 1980 fue que Pinochet nunca privatizó Codelco, la empresa de minas de cobre nacionalizada por Allende. Esa única empresa generaba el 85 % de los ingresos por exportación de Chile, lo que significa que cuando la burbuja financiera estalló, el Es­tado siguió contando con una fuente constante de fondos.49

Está claro que Chile nunca fue el laboratorio «puro» del libre mer­cado que muchos de sus partidarios creyeron. Al contrario: fue un país donde una pequeña élite pasó de ser rica a superrica en un plazo brevísimo basándose en una fórmula que daba grandes beneficios financiándose con deuda y subsidios públicos, para luego recurrir también al dinero publico para pagar aquella deuda. Si uno consigue apartar el boato y el clamor de los vendedores, el Chile de Pinochet y los de Chicago no fue un Estado capitalista con un mercado libre de trabas, sino un Estado corporativista. El corporativismo se refería originalmente al modelo de Estado ideado por Mussolini, un Estado policial gobernado bajo una alianza de las tres mayores fuentes de poder de una sociedad —el gobierno, las empresas y los sindicatos—, todos colaborando para mantener el orden en nombre del nacionalismo. Lo que Chile inauguró con Pinochet fue una evolución del corporativismo: una alianza de apoyo mutuo en la que un Estado policial y las grandes empresas unie­ron fuerzas para lanzar una guerra total contra el tercer centro de poder —los trabajadores—, incrementando con ello de manera espectacular la porción de riqueza nacional controlada por la alianza.

Esa guerra —que muchos chilenos comprensiblemente ven como una guerra de los ricos contra los pobres y la clase media— es la autén­tica realidad tras el «milagro» económico de Chile. Hacia 1988, cuando la economía se había estabilizado y crecía con rapidez, el 45 % de la po­blación había caído por debajo del umbral de la pobreza.50 El 10 % más rico de los chilenos, sin embargo, había visto crecer sus ingresos en un 83 %.51 Incluso en 2007 Chile seguía siendo una de las sociedades me­nos igualitarias del mundo. De las 123 naciones en que Naciones Unidas monitoriza la desigualdad, Chile ocupaba el puesto 116, lo que le con­vierte en el octavo país con mayores desigualdades de la lista.52

Si ese historial hace que Chile sea un milagro para los economistas de la Escuela de Chicago, quizá sea porque el tratamiento de choque nunca tuvo como objetivo devolver la salud a la economía. Quizá se su­ponía que tenía que hacer exactamente lo que hizo: enviar la riqueza a los de arriba y conmocionar a la clase media hasta borrarla del mapa.

Así lo creía Orlando Letelier, ex ministro de Defensa con Allende. Después de pasar un año en las prisiones de Pinochet, Letelier consi­guió escapar de Chile gracias a una intensiva campaña de presión internacional. Al contemplar desde el extranjero el rápido empobreci­miento de su país, Letelier escribió en 1976 que «durante los últimos tres años varios miles de millones de dólares fueron sacados de los bol­sillos de los asalariados y depositados en los de los capitalistas y terra­tenientes [...] la concentración de la riqueza no fue un accidente, sino la regla; no es el resultado colateral de una situación difícil —que es lo .que a la Junta le gustaría que el mundo creyera— sino la base de un proyecto social; no es una desventaja de la economía, sino un éxito po­lítico temporal».53

Lo que Letelier no podía saber entonces era que Chile bajo el go­bierno de la Escuela de Chicago ofrecía un avance del futuro de la economía global, una pauta que se repetiría una y otra vez, de Rusia a Sudáfrica y a Argentina: una burbuja urbana de especulación frenética y contabilidad dudosa que generaba enormes beneficios y un frenéti­co consumismo, y rodeada por fábricas fantasmagóricas e infraestructu­ras en desintegración de un pasado de desarrollo; aproximadamente la mitad de la población excluida completamente de la economía; corrup­ción y amiguismo fuera de control; aniquilación de las empresas públi­cas grandes y medianas; un enorme trasvase de riqueza del sector público al privado, seguido de un enorme trasvase de deudas privadas a manos públicas. En Chile, si estabas fuera de la burbuja de riqueza, el milagro se parecía a la Gran Depresión, pero dentro de su caparazón es­tanco los beneficios fluían tan libre y rápidamente que el dinero fácil que las reformas estilo terapia de shock hace posible se ha convertido desde entonces en la cocaína de los mercados financieros. Y es por eso por lo que el mundo financiero no respondió a las obvias contradicciones del experimento chileno reevaluando las premisas básicas del laissez-faire. En lugar de ello, reaccionó como reacciona un drogadicto: se preguntó dónde conseguir la siguiente dosis.

LA REVOLUCIÓN SE EXTIENDE, EL PUEBLO DESAPARECE

Durante un tiempo la siguiente dosis la aportaron otros países del Cono Sur a los que la contrarrevolución de la Escuela de Chicago se extendió rápidamente. Brasil estaba ya bajo el control de una junta apoyada por Estados Unidos y muchos de los estudiantes brasileños de Friedman ocupaban puestos clave en el gobierno. Friedman viajó a Brasil en 1973, en la época de mayor brutalidad del régimen y declaró que el experimento económico era «un milagro».54 En Uruguay los mi­litares dieron un golpe de Estado en 1973 y al año siguiente decidieron seguir el rumbo trazado por Chicago. Ante la falta de uruguayos licen­ciados en la Universidad de Chicago, los generales invitaron a «Arnold Harberger y a [el profesor de economía] Larry Sjaastad de la Universi­dad de Chicago y su equipo, que incluía ex alumnos de Chicago argen­tinos, chilenos y brasileños, para que reformaran el sistema impositivo y la política comercial de Uruguay».55 Los efectos sobre la sociedad anteriormente igualitaria de Uruguay fueron inmediatos: los salarios reales descendieron un 28 % y hordas de mendigos aparecieron por primera vez en las calles de Montevideo.56

El siguiente país en unirse al experimento fue Argentina en 1976

Antes de que la Junta tomara el poder, Argen­tina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos —solo un 6 % de la población— y una tasa de desempleo de sólo el 4,2 %.

El siguiente país en unirse al experimento fue Argentina en 1976, cuando una junta arrebató el poder a lsabel Perón. Con ello Argentina, Chile, Uruguay y Brasil —los países que habían sido los abanderados del desarrollismo— estaban ahora todos dirigidos por gobiernos mili­tares apoyados por Estados Unidos y se habían convertido en labora­torios vivos de la Escuela de economía de Chicago.

Según documentos brasileños desclasificados en marzo de 2007, se­manas antes de que los generales argentinos tomaran el poder contac­taron con Pinochet y con la Junta brasileña y «esbozaron los principa­les pasos que debería tomar el futuro régímen».57

A pesar de esta estrecha colaboración, el gobierno militar argentino no fue tan lejos en su experimento neoliberal como Pinochet; no privatizo las reservas de petróleo del país ni la seguridad social, por ejemplo (eso vendría después). Sin embargo, en lo que se refiere a ata­car las políticas e instituciones que habían conseguido elevar a los po­bres argentinos a la clase media, la Junta siguió fielmente el ejemplo de Pinochet, gracias en parte a la abundancia de economistas argentinos que habían asistido a los cursos de Chicago.

Los argentinos recién salidos de Chicago se hicieron con puestos clave en el gobierno: secretario de Finanzas, presidente del banco cen­tral y director de investigaciones del Departamento del Tesoro del Mi­nisterio de Finanzas, además de otros puestos económicos de menor nivel.58 Pero mientras los de Chicago de la rama argentina fueron par­tícipes entusiastas del gobierno militar, el principal puesto económico no fue para ninguno de ellos, sino para José Alfredo Martínez de Hoz. Martínez de Hoz pertenecía a la alta burguesía rural que formaba parte de la Sociedad Rural, la asociación de rancheros que desde hacía tiempo controlaba las exportaciones del país. A estas familias, lo más cercano a una aristocracia que tenía Argentina, el orden económico feudal les parecía perfecto: no tenían que preocuparse de que sus tie­rras se redistribuyeran entre los campesinos ni de que el precio de la carne se redujera para que todo el mundo pudiera comer.

Martínez de Hoz había presidido la Sociedad Rural, igual que su padre y su abuelo antes que él; también formaba parte de los consejos de administración de varias multinacionales, entre ellas Pan American Airways e ITT. Cuando tomó el cargo en el gobierno de la Junta que­dó claro que el golpe representaba una revuelta de las élites, una con­trarrevolución contra cuarenta años de avances de los trabajadores argentinos.

La primera decisión como ministro de Martínez de Hoz fue prohibir las huelgas e instaurar el despido libre. Abolió los controles de precios, disparando el precio de la comida. También estaba decidido a hacer que Argentina volviera a ser un lugar hospitalario para las multinacionales extranjeras. Derogó las restricciones a las propieda­des que los extranjeros podían tener en el país y en pocos años vendió cientos de empresas estatales.59 Estas medidas le granjearon poderosos aliados en Washington. Documentos desclasificados muestran que William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le dijo a su jefe, Henry Kissinger, poco después del golpe: «Martínez de Hoz es un buen hombre. Hemos mantenido consultas con él constante­mente». Kissinger quedó tan impresionado que, «como gesto simbó­lico», organizó un encuentro de alto nivel con Martínez de Hoz cuando éste visitó Washington. También se ofreció a hacer un par de llamadas para ayudar a Argentina en sus esfuerzos económicos: «Llamaré a David Rockefeller», le dijo Kissinger al ministro de Exteriores de la Junta, refiriéndose al presidente del Chase Manhattan Bank. «Y llamaré a su hermano, el vicepresidente [de Estados Unidos, Nelson Rockefeller] ».60

Para atraer inversores extranjeros, Argentina publicó un folleto de treinta y una páginas en Business Week, producido por Burson-Marsteller, un gigante de las relaciones públicas, en el que se declaraba que «pocos gobiernos en la historia han animado más a la inversión priva­da. [...] Estamos realizando una auténtica revolución social y buscamos socios. Nos estamos desembarazando del estatalismo y creemos firme­mente en la importancia fundamental del sector privado».*61

* La Junta estaba tan ansiosa por subastar el país a los inversores que incluso inundó «un 10 % de descuento en el precio de la tierra para construcción durante los próximos sesenta días».

También en esta ocasión el impacto humano fue inconfundible: en un año los salarios perdieron el 40 % de su valor, cerraron fábricas y la pobreza se generalizó.62 Antes de que la Junta tomara el poder, Argen­tina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos —solo un 6 % de la población— y una tasa de desempleo de sólo el 4,2 %. Ahora el país empezaba a dar muestras de un subdesarrollo que creía haber dejado atrás. Los barrios pobres carecían de agua corriente y enfermedades que podían prevenirse se convertían en epidemias.

En Chile, Pinochet tuvo las manos libres para destripar a la clase media gracias a la forma devastadora y aterradora en que se hizo con el poder. Aunque sus cazas y sus pelotones de fusilamiento habían sido muy efectivos para extender el terror habían acabado por convertirse en un desastre de relaciones públicas. Las noticias sobre las masacres de Pinochet provocaron la indignación del mundo y activistas en Eu­ropa y América del Norte presionaron agresivamente a sus gobiernos para que no comerciaran con Chile. Era un resultado claramente des­favorable para un régimen cuya razón de ser era mantener el país abier­to a los negocios.

Los documentos recientemente desclasificados en Brasil demuestran que cuando los generales argentinos estaban preparando su golpe de 1976 se propusieron «evitar sufrir una campaña internacional como la que se ha desatado contra Chile».63 Para conseguir ese objetivo eran necesarias tácticas de represión menos espectaculares, tácticas de perfil bajo que pudieran extender el terror pero que no resultaran tan obvias para los fisgones de la prensa internacional. En Chile, Pinochet pronto optó por las desapariciones. En lugar de matar abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados secuestraban a la víctima, la llevaban a campos clandestinos, la torturaban, muchas veces la mata­ban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en fosas comunes. Según la Comisión de la Verdad de Chile, creada en mayo de 1990, la policía secreta se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde helicópteros, «después de abrirles el es­tómago con un cuchillo para que los cuerpos no flotaran».64 Además de tener un perfil bajo, las desapariciones se demostraron un medio todavía más efectivo para aterrorizar a la población que las masacres descaradas, pues la idea de que el aparato del Estado pudiera utilizar­se para hacer que la gente se desvaneciera en la nada era mucho más inquietante.

A mediados de la década de 1970 las desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de coerción de las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie las utilizó con más en­tusiasmo que los generales que ocupaban el palacio presidencial argentino. Durante su reinado se estima que desaparecieron treinta mil personas.65 Muchas de ellas, como sus equivalentes chilenas, fueron lanzadas desde aviones en las turbias aguas del Río de la Plata.

La Junta argentina se destacó por saber mantener el equilibrio jus­to entre el horror público y el privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas para que todo el mundo supiera lo que estaba pa­sando pero simultáneamente manteniendo sus actos lo bastante en se­creto como para poder negarlo todo. En sus primeros días en el poder, la Junta hizo una única y dramática demostración de su disposición a usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon (el vehículo habitual de la policía secreta), atado al monu­mento más famoso de Buenos Aires, el Obelisco blanco de 67,5 metros, y ametrallado a la vista de todos los transeúntes.

Después de eso, los asesinatos de la Junta pasaron a ser encubier­tos, pero estaban siempre presentes. Las desapariciones, oficialmente inexistentes, eran espectáculos muy públicos que contaban con la com­plicidad silenciosa de barrios enteros. Cuando se decidía eliminar a al­guien, una flota de vehículos militares aparecía frente al hogar o lugar de trabajo de esa persona y acordonaba toda la manzana, muchas veces mientras un helicóptero sobrevolaba la zona. A plena luz del día y a la vista de los vecinos, la policía o los soldados echaban la puerta abajo y se llevaban a la víctima, que a menudo gritaba su nombre antes de que se la llevaran en el Ford Falcon que aguardaba con la esperanza de que la noticia de lo sucedido llegase a su familia. Algunas operacio­nes «encubiertas» eran mucho más descaradas: la policía subía a un autobús abarrotado y se llevaba a pasajeros arrastrándolos por el pelo; en la ciudad de Santa Fe, una pareja fue secuestrada en el altar durante su boda, en una iglesia repleta de gente.66

El carácter público del terror no cesaba con la captura inicial. Una vez bajo custodia, en Argentina los prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos campos de tortura que había en el país.67 Mu­chos de ellos estaban situados en zonas residenciales densamente po­bladas; uno de los más conocidos ocupaba el local de un antiguo club atlético en una concurrida calle de Buenos Aires, otro estaba en una es­cuela en el centro de Bahía Blanca y aún otro en un ala de un hospital que seguía funcionando como centro sanitario. En estos centros de tor­tura se veían entrar y salir a toda velocidad vehículos militares a horas extrañas, se podían oír gritos a través de las mal insonorizadas paredes y se veía entrar y salir extraños paquetes con forma de persona. Los vecinos eran conscientes de todo ello y guardaban silencio.

El régimen uruguayo era igual de descarado: uno de sus principa­les centros de tortura estaba en unos barracones de la Marina que da­ban al paseo marítimo de Montevideo, una zona junto al océano por la que antes solían pasear e ir de picnic las familias. Durante la dictadura, aquel bello lugar estaba vacío y los vecinos de la ciudad evitaban cuidadosamente oír los gritos.68

La Junta argentina era particularmente chapucera al deshacerse de sus víctimas. Un paseo por el campo podía acabar siendo una pesadilla porque las fosas comunes apenas estaban escondidas. Aparecían cuerpos en cubos de basura, sin dedos ni dientes (igual que sucede hoy en Irak) o, después de uno de los «vuelos de la muerte» de la Junta, apa­recían cadáveres flotando en la orilla del Río de la Plata, a veces hasta una docena a la vez. En algunos casos hasta llovían desde helicópteros y caían en el campo de un granjero.69

Todos los argentinos fueron de alguna forma reclutados como tes­tigos de la erradicación de sus conciudadanos, y aun así la mayoría afir­maba no saber qué sucedía. Hay una frase que los argentinos utilizaban para explicar la paradoja del haber visto cosas pero cerrar los ojos ante el .terror, que era el estado mental predominante en aquellos años: «No sabíamos lo que nadie podía negar».

Puesto que muchos de los perseguidos por las distintas juntas a me­nudo se refugiaban en uno de los países vecinos, los gobiernos de la re­gión colaboraron entre ellos en la conocida Operación Cóndor. Con Cóndor, las agencias de inteligencia del Cono Sur compartieron infor­mación sobre «subversivos» —ayudadas por un sistema informático de tecnología punta suministrado por Washington— y dieron mutuamen­te a sus respectivos agentes salvoconducto para llevar a cabo secuestros y torturas cruzando la frontera, un sistema inquietantemente parecido a la actual red de «extradiciones» de la CÍA.*70

* La operación latinoamericana parece haberse basado en la «Noche y niebla» de ' Hitler. En 1941, Hitler decretó que los miembros de la resistencia que se capturaran en los países ocupados por los nazis fueran trasladados a Alemania para que «se desvane­cieran en la noche y la niebla». Muchos nazis de alto nivel se refugiaron en Chile y Ar­gentina tras la Segunda Guerra Mundial, y algunos han especulado con la posibilidad de que entrenaran a los servicios de inteligencia del Cono Sur en esas tácticas.

Las juntas también intercambiaban información sobre los medios más efectivos para extraer información a los prisioneros que cada una de ellas había descubierto. Varios chilenos torturados en el Estadio de Chile en los días posteriores al golpe destacaron el inesperado detalle de que había soldados brasileños en la sala aconsejando sobre cómo usar científicamente el dolor.71

Hubo incontables oportunidades para este tipo de intercambios durante este período, muchas de ellas a través de Estados Unidos y con la implicación de la CIA. Una investigación de 1975 del Senado esta­dounidense sobre la intervención en Chile descubrió que la CIA había entrenado al ejército de Pinochet en formas de «controlar la subver­sión».72 Está perfectamente documentado, además, que Estados Unidos asesoró a las policías brasileña y uruguaya en técnicas de interrogación. Según un testimonio judicial citado en el informe de la Comisión de la Verdad, Brasil: Nunca Mais, publicado en 1985, oficiales del ejército asistieron a «clases de tortura» impartidas por unidades de la policía militar durante las cuales se les mostraron varias diapositivas que ilus­traban diversos métodos atroces. Durante estas sesiones se hacía venir a prisioneros para «demostraciones prácticas» en las que eran tortura­dos mientras hasta cien sargentos del ejército miraban y aprendían. El informe afirma que «una de las primeras personas en introducir esta práctica en Brasil fue Dan Mitrione, un agente de policía estadouni­dense. Como instructor de policía en Belo Horizonte durante los pri­meros años del régimen militar brasileño, Mitrione recogió a mendigos de las calles y los torturó en sus clases para que la policía local apren­diera diversas formas de crear en el prisionero la contradicción supre­ma entre el cuerpo y la mente».73 Mitrione pasó luego a organizar la formación de la policía en Uruguay donde, en 1970, fue secuestrado y asesinado por los tupamaros. El grupo de guerrilleros revolucionarios izquierdistas planeó la operación para poner al descubierto la implica­ción de Mitrione en la enseñanza de la tortura.* Según uno de sus ex alumnos, Mitrione insistía, como los autores del manual de la CIA, que la tortura efectiva no se basaba en el sadismo, sino en la ciencia. Su le­ma era: «El dolor preciso en el punto preciso en la cantidad precisa».74, Los resultados de sus enseñanzas se pueden ver con claridad en todos los informes sobre derechos humanos en el Cono Sur realizados en este siniestro período. Una y otra vez dan testimonio de los métodos característicos codificados en el manual Kunbark: arrestos a primera hora de la mañana, encapuchamientos, total aislamiento, drogas, desnude forzado, electroshocks…; y en todas partes el terrible legado de los ex­perimentos de McGill con las depresiones económicas inducidas deliberadamente.

* La soberbia película de Costa-Gavras Estado de sitio (1972) se basa en estos hechos.

Los prisioneros liberados del Estadio Nacional de Chile dicen que las brillantes luces del campo estuvieron encendidas las veinticuatro horas del día y que parecía que el ritmo de las comidas se rompía deli­beradamente.75 Los soldados obligaron a muchos de los prisioneros a llevar mantas sobre la cabeza, para que no pudieran ni ver ni oír con normalidad, una práctica incomprensible puesto que todos los prisio­neros sabían que estaban en el estadio. El efecto de las manipulaciones, informaron los prisioneros, fue que perdieron el sentido de cuándo era de noche y de día y que aumentó la conmoción y el pánico desencade­nados por el golpe y los subsiguientes arrestos. Fue casi como si el estadio se hubiera convertido en un laboratorio gigante y ellos en coba­yas de un extraño experimento de manipulación sensorial.

Una aplicación más fiel de los experimentos de la CIA pudo verse en la prisión chilena de Villa Grimaldi, «conocida por sus "cuartos chilenos", compartimentos de aislamiento hechos de madera y tan peque­ños que los presos no podían arrodillarse» ni estirarse en el suelo.76 Los prisioneros de la prisión uruguaya Libertad eran enviados a «la isla»: pequeñas celdas sin ventanas en las que sólo había una bombilla, que siempre estaba encendida. Los prisioneros más importantes fueron mantenidos aislados durante más de una década. «Empezamos a pen­sar que estábamos muertos, que nuestras celdas no eran celdas sino más bien tumbas, que el mundo exterior no existía y que el sol era sólo un mito», recordó Mauricio Rosencof, uno de esos prisioneros. Vio el sol durante un total de ocho horas durante once años y medio. A tal extremo llegó el embotamiento de sus sentidos durante el tiempo de reclusión que «olvidé los colores: los colores no existían».*77

* La administración de la prisión de Libertad trabajaba codo con codo con psicó­logos conductistas para diseñar técnicas de tortura a medida del perfil psicológico de cada individuo, un método que hoy se aplica en la base de Guantánamo.

En la Escuela Mecánica de la Armada, uno de los mayores centros de tortura de Buenos Aires la cámara de aislamiento se conocía como la «capucha». Juan Miranda, que pasó tres meses en la capucha, me contó cómo era ese lugar oscuro. «Te mantenían con los ojos vendados v encapuchado y con las manos y las piernas esposadas, tumbado boca abajo en un colchón de espuma durante todo el día, en el ático de la prisión. No podía ver a los demás prisioneros, me separaban de ellos planchas de contrachapado. Cuando los guardias traían la comida, me ponían de cara a la pared y luego me levantaban la capucha para que pudiera comer. Era la única ocasión en la que nos permitían sen­tarnos: por lo demás siempre teníamos que estar tendidos». Otros pri­sioneros argentinos padecieron la desnutrición sensorial en celdas del tamaño de un ataúd, llamadas «tubos».

Lo único que aliviaba el aislamiento era el todavía peor destino de la sala de interrogatorios. La técnica más extendida, usada en cámaras de tortura de los régimenes militares de toda la región, era el electroshock. Existían docenas de variantes sobre cómo se aplicaba la corrien­te al cuerpo del prisionero: con cables al descubierto, con teléfonos militares, con agujas bajo las uñas, mediante pinzas colocadas en las encías, pezones, genitales, orejas, bocas, heridas abiertas; en cuerpos remojados con agua para aumentar la intensidad de la carga o en cuerpos atados a mesas o a la «silla dragón» metálica de Brasil. La Junta argentina, formada en buena parte por rancheros, se enorgullecía de su particular contribución: los prisioneros eran atados a una cama de me­tal a la que se llamaba «la parrilla» y se les aplicaba la «picana».*

* Una vara a través de la que se descargaba corriente eléctrica sobre la víctima. Su origen está en el instrumento usado en los mataderos para el sacrificio de reses. (N. de la T.)

El número exacto de personas que pasaron por la maquinaria de torturas del Cono Sur es imposible de calcular, pero probablemente es­tá entre 100.000 y 150.000, decenas de miles de las cuales fueron asesi­nadas.78

TESTIMONIO EN TIEMPOS DIFÍCILES

Ser de izquierdas en esos años significaba ser perseguido. Los que no escaparon al exilio se vieron en una lucha minuto a minuto para mantenerse un paso por delante de la policía secreta, llevando una existencia de pisos francos, códigos telefónicos e identidades falsas. Una de las personas que vivió de ese período en Argentina fue el legendario periodista de investigación Rodolfo Walsh. Hombre renacentista y muy sociable, escritor de novela policíaca y de relatos premiados, Walsh fue también un superdetective capaz de descifrar códigos militares y espiar a los espías. Obtuvo su mayor triunfo trabajando como periodista en Cuba, al interceptar y descifrar un telegrama de la CIA que demolía la coartada de la invasión de Bahía de Cochinos. Esa información fue la que permitió a Castro prepararse para la invasión y defenderse de ella con éxito.

Cuando la anterior Junta Militar argentina prohibió el peronismo y estranguló la democracia, Walsh decidió unirse a los montoneros, como su experto en inteligencia.* Eso le convirtió en el hombre más buscado por los generales, y cada nueva desaparición conllevaba el temor de que la información que éstos obtenían a través de la picana llevara a la po­licía al piso franco que compartía con su pareja, Lilia Ferreyra, en un pequeño pueblo a las afueras de Buenos Aires.

* Los montoneros se formaron como respuesta a la anterior dictadura. El pero­nismo fue prohibido y Juan Perón, desde el exilio, pidió a sus jóvenes partidarios que tomaran las armas y lucharan por la vuelta de la democracia. Lo hicieron, y los monto­neros —aunque tomaron parte en ataques armados y en secuestros— tuvieron un pa­pel importante en conseguir que en 1973 hubiera elecciones democráticas con un can­didato peronista. Pero cuando Perón regresó al poder vio una amenaza en el apoyo popular que concitaban los montoneros y animó a los escuadrones de la muerte de la derecha a que fueran a por ellos, por lo que el grupo —objeto de gran controversia— ya estaba seriamente debilitado cuando se produjo el golpe de 1976.

A través de su gran red de contactos, Walsh se dedicó a rastrear los muchos crímenes de la Junta. Compiló listados de los muertos y desa­parecidos, así como de la localización de las fosas comunes y de los centros de tortura secretos. Se enorgullecía de conocer a su enemigo, pero hasta él quedó conmocionado en 1977 por la cruel brutalidad que la Junta argentina desencadenó contra su propio pueblo. Durante el primer año de gobierno militar docenas de sus amigos íntimos y de sus colegas desaparecieron en los campos de concentración y su hija de veintiséis años, Vicki, falleció también, lo que hizo que Walsh enloqueciera de dolor.

Pero con los Ford Falcon patrullando constantemente la calle, Walsh no podía contar con una vida dedicada al luto por su pérdida. Sabiendo que no contaba con mucho tiempo, tomó una decisión sobre cómo señalaría el venidero primer aniversario del gobierno juntista: mientras los periódicos del régimen se deshacían en elogios hacia los generales por haber salvado a la nación, él escribiría su propia versión, sin censuras, de la depravación en la que su país había caído. Se titula­ría «Carta abierta de un escritor a la Junta Militar» y estaba escrita con la característica valerosa claridad de Walsh. La escribió «sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momen­tos difíciles».79

La carta sería una decidida condena tanto de los métodos del te­rrorismo de Estado como del sistema económico al cual servían. Walsh planeaba distribuir su «Carta abierta» del mismo modo que había dis­tribuido sus anteriores comunicados clandestinos: haciendo diez co­pias y luego enviándolas desde diez buzones distintos dirigidas a diez contactos cuidadosamente escogidos que se encargarían de seguir dis­tribuyéndolas. «Quiero que esos cabrones sepan que todavía estoy aquí, vivo y escribiendo», le dijo a Lilia al sentarse frente a su máquina de escribir Olympia.80

La carta empieza con una descripción de la campaña terrorista de los generales, mencionando su utilización de la «tortura absoluta, in­temporal, metafísica», así como la participación de la CIA en la forma­ción de la policía argentina. Después de enumerar los métodos de tor­tura y las fosas de forma dolorosamente detallada, Walsh cambia súbitamente de marcha: «Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese go­bierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la mise­ria planificada. [...] Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes».80

El sistema que describía Walsh era el neoliberalismo de la Escuela de Chicago, el modelo económico que se iba a hacer con el mundo. Conforme sus raíces se adentraran en la sociedad argentina durante las décadas siguientes, acabaría por empujar a más de la mitad de la población bajo el umbral de la pobreza. Walsh no creía que se tratara de un resultado accidental, sino de la cuidadosa ejecución de un plan, una «miseria planificada».

Firmó la carta el 24 de marzo de 1977, exactamente un año después del golpe. A la mañana siguiente, Walsh y Lilia Ferreyra viajaron a Bue­nos Aires. Se repartieron las diez copias de la carta y las dejaron en bu­zones de diversos puntos de la ciudad. Unas pocas horas después Walsh asistió a una reunión que había organizado con la familia de un colega desaparecido. Era una trampa: alguien había hablado bajo tor­tura y diez hombres armados con órdenes de capturarle esperaban fue­ra de la casa para tenderle una emboscada. «Traedme a ese bastardo vi­vo: es mío», se dice que ordenó a los soldados el almirante Massera, uno de los tres líderes de la Junta. Walsh, cuyo lema era «no es un crimen hablar; el crimen es ser arrestados», desenfundó su pistola al instante y empezó a disparar. Hirió a uno de los soldados, que respondieron a su fuego. Para cuando llegó a la Escuela Mecánica de la Armada estaba muerto. Quemaron su cadáver y lo arrojaron a un río.82

LA TAPADERA DE «LA GUERRA CONTRA EL TERROR»

Las juntas del Cono Sur no ocultaron sus ambiciones revolucionarias de cambiar sus respectivas sociedades, pero fueron lo bastante as­tutas como para negar aquello de lo que Walsh les acusaba públicamente: usar la violencia masiva para conseguir objetivos económicos que, sin un sistema que mantuviera al pueblo aterrorizado y eliminara todos los demás obstáculos, con certeza habrían provocado una re­vuelta popular.

En el grado en el que se admitían asesinatos de Estado, las juntas los justificaban con el argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas marxistas financiados y controlados por el KGB. Si las juntas utilizaban tácticas «sucias» era porque su enemigo era monstruoso. Con un lenguaje que hoy nos suena inquietantemente familiar, el almirante Massera calificó la situación de «una guerra por la libertad y contra la tiranía [...] una guerra contra aquellos que están a favor de la muerte librada por aquellos que estamos a favor de la vida. [...] Combatimos contra nihilistas, contra agentes de la destrucción cu­yo único objetivo es la destrucción misma, aunque lo quieran ocultar bajo la máscara de cruzadas sociales».83

En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pe­ro que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas —los montoneros y los tupamaros— como amenazas tan graves para la segu­ridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspen­der la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.

En todos los casos, la amenaza fue o bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada por las juntas. Entre muchas otras revelaciones, la Investigación que llevó a cabo en 1975 el Senado de Estados Unidos descubrió que los propios informes de los servicios de inteli­gencia estadounidenses mostraban que Allende no suponía ninguna amenaza para la democracia.84 Por lo que se refiere a los montoneros argentinos y los tupamaros uruguayos, eran grupos armados con un importante apoyo popular, capaces de lanzar atrevidos ataques contra objetivos militares y empresariales. Pero los tupamaros uruguayos es­taban totalmente desarticulados para cuando el ejército tomó el poder absoluto y los montoneros, argentinos desaparecieron en los primeros seis meses de una dictadura que se alargó durante siete años (por eso Walsh tuvo que esconderse). Documentos desclasificados por el De­partamento de Estado estadounidense demuestran que César Augusto Guzzetti, el ministro de Exteriores de la Junta, le dijo a Henry Kissinger el 7 de octubre de 1976 que «las organizaciones terroristas han sido desmanteladas» y a pesar de ello la Junta seguiría haciendo desaparecer a decenas de miles de ciudadanos después de esa fecha.85

Durante muchos años el Departamento de Estado también presentó las «guerras sucias» del Cono Sur como igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una lucha que a veces se les iba de las manos a las juntas pero que aun así valía la pena apoyar militar y económicamente. Cada vez hay más pruebas de que en Argentina, al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de operación militar muy distinta.

En marzo de 2006 el Archivo de Seguridad Nacional de Washington publicó las actas recién desclasificadas de una reunión del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo dos días después de que la Jun­ta argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976. En la reunión, William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, le dice a Kissinger que «es de esperar que haya bastante represión, probable­mente mucha sangre, en Argentina muy pronto. Creo que van a tener que dar muy duro no sólo a los terroristas sino también a los disidentes de los sindicatos y a sus partidos».86

Y así fue. La inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas, artistas, psicólogos y gente leal a partidos de iz­quierdas. Les mataron no por sus armas (que no tenían) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, la «guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.

NOTAS

capítulo 3

Estados de shock: el sangriento nacimiento de la contrarrevolución

1. Nicolás Maquiavelo, The Prince, trad. W. K. Marriott, Toronto, Alfred A. Knopf, 1992, pág. 42 (trad. cast.: El príncipe, Pozuelo de Alarcón, Espasa-Calpe, 2006).

2. Milton Friedman y Rose D. Friedman, Two Lucky People: Memoirs, Chicago, University of Chicago Press, 1998, pág. 592.

3. Batalla de Chile [documental en tres partes] compilado por Patricia Guzmán, producido originalmente en 1975-1979, Nueva York, First Run/Icarus Films, 1993.

4. John Dinges y Saúl Landau, Assassination on Embassy Row, Nueva York, Pantheon Books, 1980, pág. 64.

5. Report of the Chilean National Commission on Truth and Reconciliation, vol. 1 , trad. De Phillip E. Berryman, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1993, pág. 153; Peter Kornbluh, The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, Nueva York, New Press, 2003, págs. 153-154.

6. Kornbluh, The Pinochet File, op. cit., págs. 155-156.

7. Estos números son objeto de debate porque el gobierno militar era famoso por encubrir y negar sus crímenes. Jonathan Kandell, «Augusto Pinochet, 91, Dictator Who Ruled by Terror in Chile, Dies», New York Times, 11 de diciembre de 2006; Leslie Bethell (comp.), Chile Since Independence, Nueva York, Cambridge University Press, 1993, pág. 178; Rupert Cornwell, «The General Willing to Kill His People to Win the Battle against Communism», Independent (Londres), 11 de diciembre de 2006.

8. Juan Gabriel Valdés, Pinochet's Economists: The Chicago School in Chile, Cam­bridge, Cambridge University Press, 1995, pág. 252.

9. Pamela Constable y Arturo Valenzuela, A Nation of Enemies: Chile Under Pi­nochet, Nueva York, W. W. Norton & Company, 1991, pág. 187.

10. Robert Harvey, «Chile's Counter-Revolution», The Economist, 2 de febrero de 1980.

11. José Piñera, «How the Power of Ideas Can Transform a Country», sepinera.com>.

12. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., págs. 74-75.

13. Ibídem, pág. 69.

14. Valdés, Pinochet's Economists, op. cit., pág. 31.

15. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 70.

16. El único arancel de Pinochet fue una tarifa de un 10% a las importaciones, co­sa que no constituye una barrera al comercio sino un impuesto de importación de po­ca monta. André Gunder Frank, Economic Genocide in Chile: Monetarist Theory Versus Humanity, Nottingham, Reino Unido, Spokesman Books, 1976, pág. 81.

17. Es una estimación conservadora. Gunder Frank escribe que durante el primer año de gobierno de la Junta la inflación alcanzó el 508 % y puede que se acercara al 1.000 % en lo relativo a las «necesidades básicas». En 1972, el último año del gobierno Allende, la inflación fue del 163 %. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 170; Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 62.

18. Qué Pasa (Santiago), 16 de enero de 1975, citado en Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, pág. 26.

19. La Tercera (Santiago), 9 de abril de 1975, citado en Orlando Letelier, «The Chicago Boys in Chile», The Nation, 28 de agosto de 1976.

20. El Mercurio (Santiago), 23 de marzo de 1976, citado en ibídem.

21. Qué Pasa (Santiago), 3 de abril de 1975, citado en ibídem.

22. Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 399.

23. Ibídem, págs. 593-594.

24. Ibídem, págs. 592-594.

25. Ibídem, pág. 594.

26. Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 34.

27. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., págs. 172-173.

28. «En 1980 la inversión pública en sanidad había descendido un 17,6% compa­rándola con la de 1970 y la de educación en un 11,3 %». Valdés, Pinochet's Economists, op. cit., págs. 23 y 26; Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., págs. 172-173; Robert Harvey, «Chile's Counter-Revolution», The Economist, 2 de febrero de 1980.

29. Valdés, Pinocbet's Economists, op. cit., pág. 22.

30. Albert O. Hirschman, «The Political Economy of Latin American Development: Seven Exercises in Retrospection», Latin American Research Review, vol. 12, n°3, 1987, pág. 15.

31. Public Citizen, «The Uses of Chile: How Politics Trumped Truth in the Neo-Liberal Revisión of Chile's Development», proposición de debate, septiembre de 2006, .

32. «A Draconian Cure for Chile's Economic Ills?», Business Week, 12 de enero de 1976.

33. Peter Dworkin, «Chile's Brave New World of Reaganomics», Fortune, 2 de no­viembre de 1981; Valdés, Pinochet's Economists, op. cit., pág. 23; Letelier, «The Chica­go Boys in Chile», op. cit.

34. Hirschman, «The Political Economy of Latin American Development», op. cit., pág. 15.

35. La declaración fue del ministro de Finanzas de la Junta, Jorge Cauas. Consta­ble y Valenzuela, Nation of Enemies, op. cit., pág. 173.

36. Ann Crittenden, «Loans from Abroad Flow to Chile's Rightist Junta», New York Times, 20 de febrero de 1976.

37. «A Draconian Cure for Chile's Economic Ills?», Business Week, 12 de enero de 1976.

38. Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 58.

39. Ibídem, págs. 65-66.

40. Harvey, «Chile's Counter-Revolution», op. cit., Letelier, «The Chicago Boys ir. Chile», op. cit.

41. Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 42.

42. Piñera, «How the Power of Ideas Can Transform a Country», op. cit.

43. Roben M. Bleiberg, «Why Attack Chile?, Barron’s, 22 de junio de 1987.

44. Jonathan Kandell, «Chile, Lab Test for a Theorist», New York Times, 21 de marzo de 1976.

45. Kandell, «Augusto Pinochet, 91, Dictator Who Ruled by Terror in Chile, Dies»; «A Dictator's Double Standard», Washington Post, 12 de diciembre de 2006.

46. Greg Grandin, Empire's Workshop: Latin America and the Roots of U.S. Imperialism, Nueva York, Metropolitan Books, 2006, pág. 171.

47. Ibídem, pág. 171.

48. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, págs. 197-198.

49. José Piñera, «Wealth through Ownership: Creating Property Rights in Chilean Mining», Cato Journal, vol. 24, n° 3, otoño de 2004, pág. 296.

50. Entrevista con Alejandro Foxley realizada el 26 de marzo de 2001 para Commanding Heights: The Battle for the World Economy, .

51. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 219.

52. Central Intelligence Agency, «Field Listing-Distribution of family income-Gini Index», World Factbook 2007, .

53. Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

54. Milton Friedman, «Economic Miracles», Newsweek, 21 de enero de 1974.

55. Glen Biglaiser, «The Internationalization of Chicago's Economics in Latin America», Economic Development and Cultural Change, vol. 50, 2002, pág. 280.

56. Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe: Settling Accounts with Torturers, Nueva York,-Pantheon Books, 1990, pág. 149.

57. La cita procede de las notas tomadas por el embajador de Brasil en Argentina en aquellos tiempos, Joao Baptista Pinheiro. Reuters, «Argentine Military Warned Brazil, Chile of '76 Coup», CNN, 21 de marzo de 2007.

58. Mario I. Blejer fue el secretario de Finanzas de Argentina durante la dictadu­ra. Recibió un doctorado en la Universidad de Chicago el año antes del golpe. Adolfo Diz, doctor por la Universidad de Chicago, fue presidente del Banco Central durante la dictadura. Fernando De Santibáñes, doctor por la Universidad de Chicago, trabajó en el Banco Central durante la dictadura. Ricardo López Murphy, máster por la Uniersidad de Chicago, fue director nacional de la Oficina de Investigaciones Económicas y Análisis Fiscal en el Departamento del Tesoro del Ministerio de Finanzas (1974-1983 ). Muchos otros graduados de la Universidad de Chicago ocuparon posiciones económi­cas de menor importancia en la dictadura como consultores y asesores.

59. Michael McCaughan, True Crimes: Rodolfo Walsh, Londres, Latin America Bureau, 2002, págs. 284-290; «The Province of Buenos Aires: Vibrant Growth and Opportunity», Business Week, 14 de julio de 1980, sección especial de publicidad.

60. Henry Kissinger y César Augusto Guzzetti, memorando de conversación, 10 de junio de 1976, desclasificado, .

61. «The Province of Buenos Aires». Nota a pie de página: ibídem.

62. McCaughan, True Crimes, op. cit., pág. 299.

63. Reuters, «Argentine Military Warned Brazil, Chile of '76 Coup».

64. Report of the Chilean National Commission on Truth and Reconciliation, vol. 2, trad. de Phillip E. Berryman, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1993, pág. 501.

65. Marguerite Feitlowitz, A Lexicon of Terror: Argentina and the Legacies of Tor­ture, Nueva York, Oxford University Press, 1998, pág. IX.

66. Ibídem, págs. 149 y 175.

67. Ibídem, pág. 165.

68. Weschler, A Miracle, a Universe, op. cit., pág. 170.

69. Amnistía Internacional, Report on an Amnesty International Mission to Argen­tina 6-15 November 1976, Londres, Amnesty International Publications, 1977, pág. 35; Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., pág. 158.

70. Alex Sánchez, Council on Hemispheric Affairs, «Uruguay: Keeping the Military in Check», 20 de noviembre de 2006, .

71. Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 43; Batalla de Chile, documental citado.

72. Comité Selecto para el Estudio de las Operaciones Gubernamentales relativas a las Actividades de Inteligencia, Senado de Estados Unidos, Covert Action in Chile 1963-1973, Washington, D.C., U.S. Government Printing Office, 18 de diciembre de 1975, pág. 40.

73. Archidiócesis de Sao Paulo, Brasil, Nunca Mais / Torture in Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by Brazilian Military Governments, 1964-1979, Joan Dassin (comp.), trad. de Jaime Wright, Austin, University of Texas Press, 1986, págs. 13-14.

74. Eduardo Galeano, «A Century of Wind», Memory of Fire, vol. 3, trad. de Cedric Belfrage, Londres, Quartet Books, 1989, pág. 208 (ed. original: Memoria del fuego (1982-1986), Madrid, Siglo XXI, 2006).

75. Report of the Chilean National Commission on Truth and Reconciliation, vol. 1, pág. 153.

76. Kornbluh, The Pinochet File, op. cit., pág. 162.

77. Weschler, A Miracle, a Universe, op. cit., pág. 145. Nota a pie de página: Jane Mayer, «The Experiment», The New Yorker, 11 de julio de 2005.

78. Esta estimación se basa en que Brasil tenía 8.400 presos políticos en este pe­ríodo y miles de ellos fueron torturados. Uruguay tenía 60.000 presos políticos y, según la Cruz Roja, la tortura en las cárceles era sistemática. Se estima que unos 50.000 chi­lenos y al menos 30.000 argentinos fueron torturados, lo que convierte a la cifra gene­ral de 100.000 en muy conservadora. Larry Rohter, «Brazil Rights Group Hopes to Bar Doctors Linked to Torture», New York Times, 11 de marzo de 1999; Organización de Estados Americanos, Comisión Interamericana sobre Derechos Humanos, Report on the Situation of Human Rights in Uruguay, 31 de enero de 1978, ; Duncan Campbell y Jonathan Franklin, «Last Chance to Clean the Slate of the Pino­chet Era», Guardian (Londres), 1 de septiembre de 2003; Feitlowitz, A Lexicon of Te­rror, op. cit., pág. IX.

79. McCaughan, True Crimes, op. cit., pág. 290.

80. Ibídem, pág. 274.

81. Ibídem, págs. 285-289.

82. Ibídem, págs. 280-282.

83. Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., págs. 25-26.

84. «Covert Action in Chile 1963-1973», op. cit., pág. 45.

85. Weschler, A Miracle, a Universe, op. cit., pág. 110; Departamento de Estado, «Subject: Secretary's Meeting with Argentine Foreign Minister Guzzetti», memorando de conversación, 7 de octubre de 1976, desclasificado, .

86. «Presente: viernes 26 de marzo de 1976», documento desclasificado disponi­ble en el Archivo de Seguridad Nacional, .