viernes, 20 de junio de 2008

LA DOCTRINA DEL SHOCK-EL AUGE DEL CAPITALISMO DEL DESASTRE- LIBRO- CAPITULO 2 - NOAMI KLEIN- (Hasta el capitalismo post-neoliberal)

Antes de que la Junta tomara el poder, Argen­tina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos —solo un 6 % de la población— y una tasa de desempleo de sólo el 4,2 %.

Klein, Noami.

La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre.

Paidós, 1ra. Ed. Argentina. 2008.

pp. 79-106.

Capítulo 2

EL OTRO DOCTOR SHOCK

Milton Friedman y la búsqueda de un laboratorio de laissez-faire

Los tecnócratas económicos podrán estructurar una re­forma fiscal aquí, una nueva ley de seguridad social por allá o un régimen modificado de cambio de divisas en alguna otra parte, pero en realidad nunca podrán permitirse el lujo de una tabla rasa sobre la que construir, en su máximo esplen­dor, el marco completo de sus políticas económicas favoritas.

arnold harberger, profesor de económicas

de la Universidad de Chicago, 19981

Hay pocos ambientes académicos envueltos en un aura más mítica que la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago en la déca­da de 1950, un lugar que era intensamente consciente de sí mismo no sólo como escuela sino como escuela de pensamiento. No se limitaba a preparar estudiantes, sino que construía y fortalecía la Escuela de Chi­cago de economía, la creación de una agrupación de académicos conservadores cuyas ideas representaban un baluarte revolucionario contra el pensamiento «estatista» dominante entonces. No se pasaba a través de las puertas del Edificio de Ciencias Sociales, bajo un cartel que decía «La ciencia es medida» ni se entraba en el legendario comedor, donde los estudiantes ponían a prueba su fuste intelectual atreviéndose a desa­fiar a sus titánicos profesores, para conseguir algo tan prosaico como una licenciatura. Se pasaban esas puertas para alistarse e ir a la guerra. Como dijo Gary Becker, economista conservador ganador del Premio Nobel, «éramos guerreros que combatíamos con la mayor parte del resto del gremio».2

Igual que el departamento psiquiátrico de Ewen Cameron en McGill durante ese mismo periodo, la Facultad de Economía de la Universi­dad de Chicago estaba subyugada por un hombre ambicioso y carismático embarcado en una cruzada para revolucionar por completo su profesión. Ese hombre era Milton Friedman. Aunque tenía muchos mentores y colegas que creían igual de firmemente que él en el laissez-faire más radical, fue el impulso de Friedman lo que aportó a la escue­la su fervor revolucionario. «La gente siempre me preguntaba: "¿Por qué estás tan nervioso? ¿Tienes una cita con una mujer guapa?"», re­cuerda Becker. «Yo decía: "No, ¡voy a una clase de economía!". Ser un estudiante con Milton era verdaderamente mágico».3

La misión de Friedman, como la de Cameron, se basaba en el sue­ño de regresar a un estado de salud «natural» donde todo estaba en equilibrio, antes de que las interferencias humanas crearan patrones de distorsión. Si Cameron soñaba con devolver la mente humana a ese es­tado puro, Friedman soñaba con eliminar los patrones de las socieda­des y devolverlas a un estado de capitalismo puro, purificado de toda interrupción como pudieran ser las regulaciones del gobierno, las ba­rreras arancelarias o los intereses de ciertos grupos. También al igual que Cameron, Friedman creía que cuando la economía estaba muy dis­torsionada, la única manera de alcanzar el estado previo era infligir deliberadamente dolorosos shocks: sólo una «medicina amarga» podía borrar todas esas distorsiones y pautas perjudiciales. Cameron usaba electricidad para provocar sus shocks; la herramienta que escogió Friedman fue la política, exigiendo que políticos atrevidos de países en dificultades adoptaran la perspectiva del tratamiento de shock. A di­ferencia de Cameron, sin embargo, quien podía aplicar de forma ins­tantánea sus teorías sobre sus pacientes desprevenidos, Friedman ne­cesitaría dos décadas y varios giros y evoluciones de la historia antes de disfrutar de la oportunidad de poner en práctica en el mundo real sus sueños de creación y limpieza radical.

Frank Knight, uno de los fundadores de la Escuela de Chicago, creía que los profesores debían «inculcar» en sus alumnos la creencia de que cada teoría económica es «una característica sagrada del sistema», no una hipótesis sometida a debate.4 El núcleo de buena parte de la doc­trina de Chicago era que las fuerzas económicas de la oferta, demanda, inflación y desempleo eran como las fuerzas de la naturaleza, fijas e inmutables. En el auténtico libre mercado imaginado en las clases y en los textos de Chicago, estas fuerzas coexistían en perfecto equilibrio, la oferta reaccionando con la demanda de la misma forma que la luna empuja las mareas. Si las economías sufrían de una alta tasa de infla­ción era invariablemente porque, según la estricta teoría del monetarismo de Friedman, políticos mal aconsejados habían permitido que entrase demasiado dinero en el sistema en lugar de dejar que el merca­do alcanzase el equilibrio por sí solo. Del mismo modo que se autorregulan los ecosistemas, manteniéndose en equilibrio, el mercado, si se le dejaba a su libre albedrío, crearía el número preciso de productos a los precios exactamente adecuados, producidos por trabajadores con suel­dos exactamente adecuados para comprar esos productos: un edén de pleno empleo, creatividad sin límites e inflación cero.

Según el sociólogo de Harvard Daniel Bell, este amor por un sis­tema ideal es el rasgo definitorio de la economía radical del libre mercado. El capitalismo se considera «un precioso conjunto de movi­mientos» o «una maquinaria celestial [...] una obra de arte tan per­fecta que uno le lleva a pensar en los célebres cuadros de Apeles, que pintó un racimo de uvas tan realista que los pájaros se acercaban a comérselas».5

El desafío para Friedman y sus colegas era cómo demostrar que un mercado del mundo real podía estar a la altura de sus fantasías per­fectas. Friedman siempre se enorgulleció de acercarse a la economía con el mismo rigor con el que un físico o un químico se acercan a sus disciplinas. Pero los científicos del mundo físico recurrían a las reac­ciones de los elementos para probar sus teorías. Friedman no podía recurrir a ninguna economía real que demostrase que si se eliminaban todas las «distorsiones» lo que quedaba era una sociedad de la abun­dancia con perfecta salud, pues ningún país del mundo reunía los cri­terios necesarios para ser considerado un ejemplo del perfecto laissez-faire. Como no podía demostrar sus teorías en los bancos centrales o ministerios de Comercio, Friedman y sus colegas tuvieron que con­tentarse con elaborar ingeniosas ecuaciones matemáticas y modelos computerizados en los talleres de los sótanos del Edificio de Ciencias Sociales.

Friedman había llegado a la economía seducido por su amor hacia los números y los sistemas. En su autobiografía dice que su momento de epifanía llegó cuando un profesor de geometría de su instituto escri­bió el teorema de Pitágoras en la pizarra y entonces, sobrecogido por su elegancia, citó un fragmento de la «Oda a una urna griega» de John Keats: «"La belleza es la verdad, la verdad, belleza", eso es todo / lo que sabes en la Tierra y todo lo que necesitas saber».6 Friedman trans­mitió ese mismo éxtasis de amor por un sistema elegante y onmicomprensivo a generaciones de economistas, junto con un deseo de simpli­cidad, elegancia y rigor.

Como todas las fes fundamentalistas, la economía de la Escuela de Chicago es, para los verdaderos creyentes, un sistema cerrado. La pre­misa inicial es que el libre mercado es un sistema científico perfecto, un sistema en el que los individuos, siguiendo sus propios intereses, crean el máximo beneficio para todos. Se sigue ineluctablemente que si algo no funciona en una economía de libre mercado —alta inflación o de­sempleo— tiene que ser porque el mercado no es auténticamente libre. Tiene que haber alguna intromisión, alguna distorsión del sistema. La solución de Chicago es siempre la misma: aplicar de forma más estric­ta y completa los fundamentos del libre mercado.

Cuando Friedman murió, en 2006, los escritores de las necrológicas se esforzaron por resumir la magnitud de su legado. Uno de ellos escribió lo siguiente: «El mantra de Milton relativo al libre mercado, libertad de precios, libertad de los consumidores y libertad económica es el respon­sable de la prosperidad global que disfrutamos hoy en día».7 Es par­cialmente cierto. La naturaleza de la prosperidad global —quién se be­neficia de ella y quién no, de dónde surge— es un tema todavía abierto a debate, por supuesto. Lo que es irrefutable es el hecho de que el ma­nual de reglas de libre mercado de Friedman y sus astutas estrategias para imponerlo han hecho que algunas personas prosperen extraordinariamente y les ha conseguido algo muy cercano a la libertad completa: ignorar las fronteras nacionales, evitar leyes y tasación y amasar nue­va riqueza.

Este don de tener ideas altamente rentables parece hundir sus raí­ces en la infancia de Friedman. Sus padres fueron inmigrantes húnga­ros que compraron una empresa textil en Rahway, Nueva Jersey. El apartamento de la familia estaba en el mismo edificio que la fábrica que, escribió Friedman, «hoy se consideraría una fábrica en la que se explotaba a los obreros».8 Aquéllos eran tiempos difíciles para los pa­tronos de fábricas que explotaban a los obreros, con marxistas y anar­quistas organizando a los trabajadores inmigrantes en sindicatos que exigían medidas de seguridad y fines de semana libres y que debatían la teoría de la propiedad obrera de los medios de producción en reu­niones al finalizar sus turnos de trabajo. Como hijo del jefe, Friedman sin duda recibió un punto de vista muy distinto sobre estos debates. Al final, la fábrica de su padre quebró, pero en sus clases y apariciones televisivas, Friedman habló a menudo de ella, invocándola como un ejemplo de los beneficios del capitalismo sin regulaciones, una prueba de que incluso los peores y menos reglamentados trabajos ofrecen una forma de subir el primer peldaño en la escalera hacia la libertad y la prosperidad.

Buena parte del atractivo de la economía de la Escuela de Chicago era que, en unos tiempos en que las ideas de la izquierda radical sobre el poder de los trabajadores ganaban fuerza en todo el mundo, ofrecía una forma de defender los intereses de los propietarios que era igual de radical y estaba imbuida de su propia forma de idealismo. En palabras del propio Friedman, sus ideas no consistían en defender el derecho de los propietarios de fábricas a pagar salarios bajos, sino, más bien, con­sistían en una búsqueda de la forma más pura posible de «democracia participativa», puesto que en el libre mercado «todo hombre puede vo­tar, por así decirlo, por el color de corbata que prefiere».9 Donde los izquierdistas prometían liberar a los trabajadores de sus jefes, a los ciu­dadanos de la dictadura y a los países del colonialismo, Friedman pro­metía «libertad individual», un proyecto que elevaba a cada ciudadano individual por encima de cualquier actividad colectiva y les liberaba para expresar su libre albedrío a través de sus elecciones como consu­midores. «Lo que resulta particularmente emocionante eran las mismas cualidades que hicieron el marxismo tan atractivo para muchos otros jóvenes de aquellos tiempos», recuerda el economista Don Patinkin, que estudió en Chicago en los años cuarenta, «simplicidad unida a una aparente completitud lógica; idealismo combinado con radicalismo».10 Los marxistas tenían su utopía trabajadora, y los de Chicago tenían su utopía de los emprendedores, y ambos afirmaban que si se salían con la suya, se llegaría a la perfección y al equilibrio.

La cuestión, como siempre, era cómo conseguir llegar a ese lugar maravilloso desde aquí. Los marxistas lo tenían claro: la revolución. Ha­bía que librarse del sistema actual y reemplazarlo por el socialismo. Pa­ra los de Chicago la respuesta no era tan clara. Estados Unidos ya era un país capitalista pero, según lo veían ellos, lo era a duras penas. Tanto en Estados Unidos como en todas las supuestas economías capitalistas, los de Chicago veían interferencias por todas partes. Los políticos fijaban precios para hacer algunos productos más asequibles; fijaban salarios mínimos para que no se explotara a los trabajadores y para que todo el mundo tuviera acceso a la educación, que mantenían en manos del Es­tado. Muchas veces podía parecer que estas medidas ayudaban a la gen­te, pero Friedman y sus colegas estaban convencidos —y lo «probaron» en sus modelos— de que lo que en realidad hacían era un daño enorme al equilibrio del mercado y perjudicaban la capacidad de sus diversas se­ñales para comunicarse entre ellas. La misión de la Escuela de Chicago, pues, era conseguir una purificación. Debían liberar al mercado de esas interrupciones para que así el libre mercado pudiera elevar su canto.

Por este motivo los de Chicago no consideraban al marxismo su auténtico enemigo. La auténtica fuente de sus problemas estaba en las ideas de los keynesianos en Estados Unidos, los socialdemócratas en Europa y los desarrollistas en lo que entonces se llamaba el Tercer Mundo. Toda esa gente no creía en la utopía, sino en economías mixtas, que a ojos de Chicago no eran más que horribles batiburrillos de capitalismo para la fabricación y distribución de productos de consu­mo, socialismo en la educación, propiedad del Estado en servicios bási­cos como el agua y de toda clase de leyes diseñadas para atemperar los extremos del capitalismo. Igual que el fundamentalista religioso respe­ta, aunque les odie, a los fundamentalistas de otras fes y a los ateos y desprecia al creyente informal, los de Chicago declararon la guerra a esos economistas eclécticos. Lo que buscaban los de Chicago no era exactamente una revolución, sino una Reforma: un retorno a un capi­talismo puro, no contaminado.

Buena parte de este purismo procedía de Friedrich Hayek, el gurú personal de Friedman, que también dio clases en la Universidad de Chicago durante parte de la década de 1950. Aquel austriaco austero advirtió que cualquier intervención del gobierno en la economía llevaba a la sociedad «por el camino de la servidumbre» y debía ser evitada.11 Según Arnold Harberger, que enseñó muchos años en Chicago, «los austriacos», que era como se conocía a aquel subgrupo dentro del gru­po, defendían a capa y espada que cualquier intervención estatal no só­lo era perjudicial, sino «malvada [...]. Es como si ahí fuera hubiera una imagen preciosa pero muy compleja, que se mantiene por sí misma en perfecto equilibrio, ¿comprende?, y si hay una mota donde no debiera haberla, bien, se trata de algo horrible [...] es un defecto que estropea esa belleza».12

En 1947, cuando Friedman se unió a Hayek para formar la Socie­dad Mont Pelerin, un club de economistas partidarios del libre mercado cuyo nombre procedía de su sede en Suiza, la sociedad no conside­raba adecuado defender que las empresas debían tener libertad para gobernar el mundo como creyeran conveniente. Todavía estaba fresco el recuerdo del crash de 1929 y de la Gran Depresión que le siguió: los ahorros de toda una vida perdidos de la noche a la mañana, los suicidios, las colas para un plato de sopa en la caridad, los refugiados... La magni­tud de aquel desastre del mercado había hecho que cobrara fuerza la exigencia de que el gobierno participara activamente en la economía. La Depresión no supuso el final del capitalismo, pero sí fue, como John Maynard Keynes había previsto unos pocos años antes, «el fin del laissez-faire», el fin de la libertad del mercado para regularse a sí mismo.13 Desde la década de 1930 hasta principios de la de 1950 transcurrió un período de mucho faire: el ethos de manos a la obra del New Deal dio paso al esfuerzo bélico, se lanzaron programas públicos que ofrecieron los puestos de trabajo que tanta falta hacían y se diseñaron nuevos pro­gramas sociales para evitar que un número cada vez mayor de personas se pasara a la extrema izquierda. Fue una época en la que los pactos en­tre la izquierda y la derecha no se consideraban algo sucio, sino parte de lo que muchos veían como la noble misión de evitar un mundo —como Keynes le escribió al presidente Franklin D. Roosevelt en 1933— en el que «ortodoxia y revolución» se vieran obligadas «a enfrentarse entre ellas».14 John Kenneth Galbraith, heredero de las ideas de Keynes en Estados Unidos, definió la principal misión de economistas y políticos como «evitar la depresión y prevenir el desempleo».15

La Segunda Guerra Mundial hizo que la lucha contra la pobreza cobrara nueva urgencia. El nazismo había calado en Alemania en una época en que ese país estaba sumido en una durísima depresión econó­mica provocada por las reparaciones de guerra impuestas tras la Pri­mera Guerra Mundial y agravada por la crisis de 1929. Keynes advirtió desde el primer momento que si el mundo adoptaba una estrategia de laissez-faire respecto a la pobreza de Alemania, las consecuencias serían terribles: «La venganza, me atrevo a predecir, no tardará en llegar».16 En aquellos tiempos nadie hizo caso a sus palabras, pero cuando se re­construyó Europa después de la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales abrazaron el principio de que las economías de mercado debían garantizar un nivel de dignidad básica lo suficientemente alto como para que los ciudadanos desilusionados no se tornaran de nuevo hacia ideologías más seductoras, fueran el fascismo o el comunismo.

Fue este imperativo pragmático lo que llevo a la creación de casi todo lo que asociamos hoy en día con la pasada época del capitalismo «de­cente»: seguridad social en Estados Unidos, sanidad pública en Cana­dá, asistencia social en Gran Bretaña y protección del trabajador en Francia y Alemania.

En el mundo en vías de desarrollo se imponía una tendencia simi­lar, más radical, que se conoció con el nombre de desarrollismo o de nacionalismo del Tercer Mundo. Los economistas desarrollistas afir­maban que sus países escaparían por fin de la pobreza si llevaban a ca­bo una estrategia de industrialización orientada al interior en lugar de recurrir a la exportación de recursos naturales, cuyos precios cada vez eran más bajos, a Europa o América del Norte. Defendían reglamentar o incluso nacionalizar la explotación del petróleo, minerales y otras in­dustrias claves, de modo que buena parte de los beneficios obtenidos sirvieran para financiar un proceso de desarrollo financiado por el go­bierno.

Hacia la década de 1950 los desarrollistas, igual que los keynesianos y los socialdemócratas de los países ricos, podían enorgullecerse de una serie de impresionantes éxitos. El laboratorio más avanzado del desarrollismo fue el extremo sur de América Latina, conocido como el Cono Sur: Chile, Argentina, Uruguay y partes de Brasil. El epicentro fue la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina, con sede en Santiago de Chile, dirigida por el economista Raúl Prebisch desde 1950 a 1963. Prebisch formó a economistas en la teoría desarrollista y los envió a que sirvieran de asesores económicos de go­biernos de todo el continente. Los políticos nacionalistas como el argentino Juan Perón pusieron en práctica sus ideas con enorme placer, volcando grandes cantidades de dinero público en infraestructuras como autopistas y fundiciones, ofreciendo a los empresarios locales ge­nerosos subsidios para que construyeran fábricas que fabricaran co­ches o lavadoras y evitando la entrada de productos extranjeros con unos aranceles prohibitivamente altos.

Durante este trepidante período de expansión, el Cono Sur empe­zó a parecerse más a Europa o Norteamérica que a otras partes de América Latina o del Tercer Mundo. Los trabajadores de las nuevas fá­bricas fundaron poderosos sindicatos que negociaron salarios de clase media y sus hijos estudiaron en las recién construidas universidades públicas. La enorme distancia entre la élite de club de polo de la región y las masas campesinas empezó a acortarse. En la década de 1950 Ar­gentina tenía la clase media más numerosa de todo el continente y el vecino Uruguay una tasa de alfabetización del 95 % y un sistema de sa­nidad pública gratuita para sus ciudadanos. El desarrollismo consiguió unos éxitos tan indiscutibles durante un tiempo, que el Cono Sur de América Latina se convirtió en un símbolo para los países pobres de to­do el mundo: allí estaba la prueba de que si se seguían políticas prácticas e inteligentes y se implementaban de forma agresiva, la brecha de cla­ses entre el Primer y el Tercer Mundo podía de verdad cerrarse.

El éxito de las economías planificadas —en el norte keynesiano y en el sur desarrollista— supuso una época oscura para el Departamen­to de Economía de la Universidad de Chicago. A los archienemigos de los de Chicago en Harvard, Yale y Oxford los reclutaban presidentes y primeros ministros para que les ayudaran a domar a la bestia del mer­cado; a casi nadie le interesaban las atrevidas ideas de Friedman sobre dejar que se moviera todavía más libre que antes. Había, sin embargo, unas pocas personas que sí estaban muy interesadas en las ideas de la Escuela de Chicago. Eran pocas, pero muy poderosas.

Para los dirigentes de las multinacionales estadounidenses, que te­nían que lidiar con un mundo en desarrollo cada vez más hostil y unos sindicatos cada vez más poderosos en casa, los años de crecimiento de la posguerra fueron una época inquietante. La economía crecía a buen ritmo, se creó mucha riqueza, pero propietarios y accionistas se veían obligados a redistribuir gran parte de esa riqueza a través de los im­puestos que gravaban a las empresas y de los salarios de los trabajado­res. Era un arreglo con el que a todo el mundo le iba bien, pero un re­torno a las reglas anteriores al New Deal podía hacer que a unos pocos les fuera mucho mejor.

La revolución keynesiana contra el laissez-faire le estaba saliendo muy cara al sector privado. Lo que hacía falta para recuperar el terre­no perdido era claramente una contrarrevolución contra el keynesianismo, un retorno a una forma de capitalismo que tuviera incluso me­nos trabas que el capitalismo de antes de la Depresión. No era una cruzada que pudiera liderar el propio Wall Street, no en aquel clima. Si Walter Wriston, gerente de Citibank e íntimo amigo de Friedman, se hubiera atrevido a decir que el salario mínimo y los impuestos a las em­presas deberían abolirse, le hubieran acusado al instante de ser un ex­plotador. Y ahí es donde entró en juego la Escuela de Chicago. Pronto quedó claro que cuando Friedman, que era un matemático brillante y un hábil orador, afirmaba exactamente esas mismas cosas, éstas adqui­rían un cariz muy distinto. Puede que se rechazaran como equivocadas, pero quedaban imbuidas de un aura de imparcialidad científica. El efecto enormemente beneficioso de hacer que las posiciones de las empresas fueran presentadas en boca de instituciones académicas o cuasi académicas hizo que llovieran donaciones sobre la Escuela de Chicago pero además, en muy poco tiempo, dio a luz a una red global de think tanks de derechas que darían cobijo a los soldados de a pie de la con­trarrevolución en todo el mundo.

Todo se centraba en el inquebrantable mensaje de Friedman: todo se estropeó con el New Deal. Ahí fue donde tantos países, «incluido el mío, empezaron a ir por el mal camino».17 Para que los gobiernos vol­vieran al camino correcto, Friedman, en su popular libro Capitalismo y libertad, diseñó lo que se convertiría en el manual del libre mercado y que, en Estados Unidos, constituiría el programa económico del movi­miento neoconservador.

En primer lugar los gobiernos deben eliminar todas las reglamen­taciones y regulaciones que dificulten la acumulación de beneficios. En segundo lugar deben vender todo activo que posean que pudiera ser operado por una empresa y dar beneficios. Y en tercer lugar deben re­cortar drásticamente los fondos asignados a programas sociales. Den­tro de la fórmula de tres partes de desregulación, privatización y recor­tes, Friedman tenía muchas salvedades. Los impuestos, si tenían que existir, debían ser bajos y ricos y pobres debían pagar la misma tasa fi­ja. Las empresas debían poder vender sus productos en cualquier par­te del mundo y los gobiernos no debían hacer el menor esfuerzo por proteger a las industrias o propietarios locales. Todos los precios, tam­bién el precio del trabajo, debían ser establecidos por el mercado. El salario mínimo no debía existir. Como cosas a privatizar, Friedman proponía la sanidad, correos, educación, pensiones e incluso los parques nacionales. En resumen, abogaba de forma bastante descarada por el abandono del New Deal, aquella incómoda tregua entre el Esta­do, las empresas y los trabajadores que había impedido que se produjera una revolución popular tras la Gran Depresión. La contrarrevolución de la Escuela de Chicago pretendía que los trabajadores devolvieran las medidas de protección que habían ganado y que el Estado abandonara los servicios que ofrecía a sus ciudadanos para suavizar los cantos más afilados del mercado.

Y pretendía todavía más: quería expropiar lo que gobiernos y tra­bajadores habían construido durante aquellas décadas de febril activi­dad en el sector de las obras públicas. Los activos que Friedman apre­miaba a los gobiernos a vender eran el resultado de años de inversiones y know-how público, necesarios para construirlos y hacerlos valiosos. Por lo que a Friedman atañía, por una cuestión de principios había que transferir toda aquella riqueza compartida a manos privadas.

Aunque embozada en el lenguaje de las matemáticas y la ciencia, la visión de Friedman coincidía al detalle con los intereses de las grandes multinacionales, que por naturaleza ansiaban nuevos grandes merca­dos sin trabas. En la primera etapa de la expansión capitalista el colo­nialismo aportó ese tipo de crecimiento feroz «descubriendo» nuevos territorios y apoderándose de tierras sin pagar por ellas para luego ex­traer sus riquezas sin compensar a la población local. La guerra que Friedman había declarado contra el «Estado del bienestar» y el «gran gobierno» prometía un nuevo frente de rápido enriquecimiento, sólo que esta vez en lugar de conquistar nuevos territorios la nueva fronte­ra sería el propio Estado, con sus servicios públicos y otros activos su­bastados por mucho menos dinero del que realmente valían.

LA GUERRA CONTRA EL DESARROLLISMO

En los Estados Unidos de la década de 1950 todavía quedaban va­rias décadas para acceder a ese tipo de enriquecimiento. Incluso con un republicano de línea dura en la Casa Blanca como Dwight Eisenhower, no había ninguna posibilidad de que se efectuara un giro radical a la derecha como el que proponían los de Chicago: los servicios públi­cos y las garantías a los trabajadores eran demasiado populares y Eisenhower tenía el ojo puesto en las siguientes elecciones. Aunque no tenía muchas ganas de revocar el keynesianismo en casa, Eisenhower resultó más que dispuesto a emprender medidas rápidas y radicales para de­rrotar al desarrollismo en el extranjero. Fue una campaña en la que la Escuela de Chicago acabaría jugando un papel fundamental.

Cuando Eisenhower juró el cargo en 1953, Irán estaba dirigido por un líder desarrollista, Mohamed Mossadegh, que ya había nacionalizado el petróleo, e Indonesia estaba en manos del cada vez más ambi­cioso Ahmed Sukarno, que hablaba de unir todos los gobiernos nacio­nalistas del Tercer Mundo en una superpotencia a la par con Occidente y el bloque soviético. El Departamento de Estado estaba particular­mente preocupado por el creciente éxito de los nacionalismos econó­micos en el Cono Sur. En unos tiempos en que buena parte del globo miraba al estalinismo y el maoísmo como soluciones, las propuestas desarrollistas de «sustitución de importaciones» resultaban bastante centristas. Aun así, la idea de que América Latina merecía tener su propio New Deal tenía poderosos enemigos. A los terratenientes feudales del continente les gustaba el antiguo statu quo, que les permitía tener grandes beneficios y una masa inagotable de campesinos pobres para trabajar sus campos y minas. Ahora se sentían ultrajados al ver cómo se canalizaban sus beneficios en la construcción de otros sectores, cómo sus trabajadores exigían una redistribución de la tierra y cómo el go­bierno mantenía el precio de sus cosechas artificialmente bajo para que la comida no resultara demasiado cara. Las empresas estadounidenses y europeas que operaban en América Latina empezaron a plantear que­jas similares a sus respectivos gobiernos: sus productos eran bloquea­dos en las aduanas, sus trabajadores exigían sueldos mayores y, lo que resultaba todavía más alarmante, cada vez se hablaba más de naciona­lizar desde las minas hasta los bancos propiedad de extranjeros para financiar el sueño latinoamericano de la independencia económica.

Bajo la presión de estos intereses empresariales, surgió en los círcu­los de la diplomacia estadounidense e inglesa un movimiento que inten­taba colocar a los gobiernos desarrollistas en la lógica binaria típica de la Guerra Fría. No había que dejarse engañar por el aspecto democrá­tico y moderado de estos gobiernos, afirmaban estos halcones: el na­cionalismo del Tercer Mundo era el primer paso en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de que echara raíces. Dos de los principales defensores de esta teoría fueron John Foster Dulles, el secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano Alien Dulles, director de la recién creada CIA. Antes de ocupar cargo público, ambos habían trabajado en el legendario bufete de abogados Sullivan & Cromwell, de Nueva York, donde habían representado a muchas de las empresas que más tenían que perder con el desarrollismo, entre las cuales se contaban J. P. Morgan & Company, la Interna­tional Nickel Company, la Cuban Sugar Cane Corporation y la United Fruit Company.18 Los resultados de la influencia de los Bulles fueron inmediatos: en 1953 y 1954 la CIA lanzó sus dos primeros golpes de Es­tado, ambos contra gobiernos del Tercer Mundo que se identificaban mucho más con Keynes que con Stalin.

El primero fue en 1953, cuando un complot de la CIA consiguió derrocar a Mossadegh en Irán y reemplazarlo por el brutal sha. El si­guiente fue el golpe que la CIA patrocinó en 1954 en Guatemala, lle­vado a cabo por una petición directa de la United Fruit Company. La empresa, que contaba con la atención de los Dulles desde sus días en Cromwell, estaba indignada porque el presidente Jacobo Arbenz Guzmán había expropiado tierras que no usaba (ofreciendo la correspon­diente indemnización) como parte de su proyecto para transformar Guatemala, en sus propias palabras, «de un país atrasado con una economía predominantemente feudal en un Estado capitalista moderno», objetivo al parecer inaceptable.19 En poco tiempo se derrocó a Arbenz y la United Fruit volvió a regir los destinos del país.

Erradicar el desarrollismo del Cono Sur, donde había arraigado mucho más, era una cuestión mucho más compleja. Sobre ello discu­tieron dos estadounidenses que se reunieron en Santiago de Chile en 1953. Uno era Albion Patterson, director de la Administración para la Cooperación Internacional en Chile —la agencia gubernamental que con el tiempo se convertiría en USAID— y el segundo Theodore W. Schultz, presidente del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. A Patterson le preocupaba cada vez más la creciente in­fluencia de Raúl Prebisch y los demás economistas «rosas» de América Latina. «Lo que hay que hacer es cambiar la formación de los hombres, influir en la educación, que es nefasta», había dicho a un colega.20 Este objetivo coincidía con la creencia de Schultz de que el gobierno de Es­tados Unidos no se empleaba lo necesario en la guerra intelectual con­tra el marxismo. «Estados Unidos debe reconsiderar sus programas económicos para el extranjero [...] queremos que [los países pobres] trabajen en su salvación económica vinculándose a nosotros y que su desarrollo económico se consiga a nuestra manera», dijo.21

Los dos hombres diseñaron un plan que convertiría Santiago, un semillero de la economía centrada en el Estado, en lo opuesto, un labo­ratorio para experimentos de vanguardia sobre el mercado, ofreciendo así a Milton Friedman lo que deseaba hacía tanto tiempo: un país en el que poner a prueba sus queridas teorías. El plan original era sencillo: el gobierno estadounidense pagaría para enviar a estudiantes chilenos a aprender economía en lo que prácticamente todo el mundo reconocía que era el lugar más rabiosamente anti «rosa» del mundo: la Universi­dad de Chicago. Schultz y sus colegas en la universidad también reci­birían dinero para viajar a Santiago, investigar la economía chilena y formar estudiantes y profesores en los fundamentos de la Escuela de Chicago.

Lo que diferenciaba este plan de los otros muchos programas de formación estadounidenses que becaban a alumnos latinoamericanos era su carácter desvergonzadamente ideológico. Al escoger Chicago para formar economistas chilenos —una universidad en la que los pro­fesores abogaban por el casi completo desmantelamiento del gobierno con tenaz insistencia— el Departamento de Estado estadounidense disparaba un torpedo bajo la línea de flotación en su guerra contra el desarrollismo, diciéndoles de hecho a los chilenos que el gobierno de Estados Unidos había decidido qué ideas debían aprender sus mejores estudiantes y cuáles otras no. Se trató de una intervención tan evidente de Estados Unidos en los asuntos de Latinoamérica que cuando Albion Patterson contactó con el rector de la Universidad de Chile, la principal universidad del país, y le ofreció una donación con la que financiar el programa de intercambio, el rector rechazó la oferta. Dijo que sólo participaría si su claustro podía tener influencia sobre quién en Esta­dos Unidos formaría a sus alumnos. Patterson contactó entonces con el rector de una institución de menor importancia, la Universidad Católi­ca de Chile, un centro mucho más conservador que carecía de Facultad de Economía. El rector de la Universidad Católica aceptó la oferta en­cantado y así nació lo que en Washington y Chicago se conocería como «el Proyecto Chile».

«Hemos venido aquí a competir, no a colaborar» dijo Schultz refi­riéndose a la Universidad de Chicago, explicando por qué el programa estaría cerrado a todos los estudiantes chilenos excepto unos pocos ele­gidos.22 Esta postura combativa fue evidente desde el principio: el ob­jetivo del Proyecto Chile era producir combatientes ideológicos que ganaran la batalla de las ideas contra los economistas «rosa» de América Latina.

Inaugurado oficialmente en 1956, el proyecto permitió que cien alumnos chilenos cursaran estudios de posgrado en la Universidad de Chicago entre 1957 y 1970, con la matriculación y los gastos a cargo de los contribuyentes y de fundaciones estadounidenses. En 1965 se amplió el programa para incluir a estudiantes de toda Latinoamérica, con una proporción particularmente alta de argentinos, brasileños y mexicanos. La expansión se financió con una donación de la Funda­ción Ford y posibilitó la creación del Centro de Estudios Económicos Latinoamericanos de la Universidad de Chicago. Gracias a este progra­ma hubo siempre entre cuarenta y cincuenta estudiantes latinoamerica­nos en la licenciatura de economía, aproximadamente un tercio del total de estudiantes del departamento. En programas equivalentes de Harvard o del MIT sólo había cuatro o cinco latinoamericanos. Fue un logro espectacular: en sólo una década, la ultraconservadora Universidad de Chicago se convirtió en el primer destino de los latinoamericanos que querían estudiar económicas en el extranjero, un hecho que cambiaría el curso de la historia de la región en las décadas siguientes.

El adoctrinamiento de los visitantes en la ortodoxia de la Escuela de Chicago se convirtió en una prioridad institucional apremiante. El director del programa, el hombre responsable de hacer que los lati­noamericanos se sintieran bienvenidos, era Arnold Harberger, un economista que vestía traje de safari, hablaba un español fluido, se había casado con una chilena y se describía a sí mismo como un «misionero muy comprometido».23 Cuando llegaron los primeros estudiantes chi­lenos, Harberger creó un «taller de Chile» especial, donde los profeso­res de la Universidad de Chicago presentaban su diagnóstico altamen­te ideologizado de los problemas del país sudamericano y ofrecían sus recetas científicas para arreglarlos.

«Chile y su economía se convirtieron de repente en uno de los tó­picos de conversación habituales en el departamento de Economía», recuerda André Gunder Frank, que estudió con Friedman en la década de 1950 y luego se convirtió en un economista desarrollista reconocido a nivel mundial.24 Todas las políticas de Chile se pusieron bajo el mi­croscopio y se consideraron defectuosas: su sólida red de seguridad social, su proteccionismo de la industria nacional, sus barreras arance­larias, su control de precios. A los estudiantes se les enseñó a despre­ciar esos intentos de aliviar la pobreza y muchos de ellos dedicaron sus tesis doctorales a diseccionar las locuras del desarrollismo latinoameri­cano.25 Cuando Harberger regresaba de sus frecuentes viajes a Santiago en los años cincuenta y sesenta, Gunder Frank recuerda que se dedica­ba a fustigar el sistema educativo y sanitario de Santiago de Chile —los mejores del continente—, a los que consideraba «intentos absurdos de vivir por encima de sus medios subdesarrollados».26

Dentro de la Fundación Ford había preocupación por financiar un programa tan abiertamente ideológico. Algunos señalaron que los úni­cos conferenciantes latinoamericanos a los que se invitaba a dirigirse a los estudiantes eran ex alumnos del propio programa. «Aunque la cali­dad y el impacto de esta empresa son innegables, su estrechez de miras ideológicas es un defecto grave», escribió Jeffrey Puryear, un especialista latinoamericano de Ford en uno de los informes internos de la fundación. «Los intereses de los países en vías de desarrollo no están bien cubiertos si se les expone sólo un punto de vista.»27 Esta evalua­ción no impidió que Ford continuara financiando el programa.

Cuando el primer grupo de chilenos regresó a casa al terminar sus estudios en Chicago, eran «más friedmanitas que el propio Friedman», en palabras de Mario Zañartu, un economista de la Universidad Cató­lica de Chile.*28 Muchos trabajaron como profesores de economía en la Facultad de Económicas de la Universidad Católica, a la que convirtie­ron rápidamente en su pequeña Escuela de Chicago en el centro de Santiago: el mismo programa educativo, los mismos textos en inglés y la misma inflexible insistencia en el conocimiento «puro» y «científico». Hacia 1963, doce de los trece miembros del claustro a tiempo completo de la facultad eran graduados del programa de la Universidad de Chicago y Sergio de Castro, uno de los primeros graduados, fue nombrado de­cano de la facultad.29 Ahora ya no hacía falta que los estudiantes chilenos viajaran a Estados Unidos: cientos de ellos podían recibir una educación al estilo de la Escuela de Chicago sin salir de casa.

* Water Heller, el famoso economista del gobierno de Kennedy, se burló en una ocasión de los seguidores de Friedman comparándolos con una secta y diciendo que se dividían en tres categorías: «Algunos son friedmanos, otros friedmanianos, otros fried-mánicos y otros friedmaníacos.»

A los estudiantes que participaron en el programa, fuera en Chica­go o en su franquicia de Santiago, se les conocía como «los Chicago Boys». Gracias a más fondos de USAID, los Chicago Boys chilenos se convirtieron en entusiastas embajadores regionales de las ideas que los latinoamericanos llaman «neoliberalismo», y viajaron a Argentina y Colombia para abrir más franquicias de la Universidad de Chicago para así «expandir este conocimiento por toda Latinoamérica, enfrentándose a las posiciones ideológicas que impedían la libertad y perpetuaban la pobreza y el atraso», según lo expresó un graduado chileno.30

Juan Gabriel Valdés, ministro de Asuntos Exteriores chileno en la década de 1990, describió el proceso mediante el cual se formó a cien­tos de economistas chilenos en la ortodoxia de la Escuela de Chicago como «un asombroso ejemplo de una transferencia organizada de ideo­logía desde Estados Unidos a un país de su esfera directa de influencia [...] la educación de estos chilenos derivó de un proyecto específico diseñado en la década de 1950 para influir en el desarrollo del pensa­miento económico chileno». Señaló que «han introducido en la socie­dad chilena ideas que son completamente nuevas, conceptos entera­mente ausentes en el "mercado de las ideas"».31

Fue una forma desvergonzada de imperialismo intelectual. Hubo, sin embargo, un problema: el sistema no funcionaba. Según un informe de 1957 de la Universidad de Chicago a sus financiadores del Departa­mento de Estado, «el propósito principal del proyecto» era formar a una generación de estudiantes «que se convirtieran en los líderes inte­lectuales de los asuntos económicos en Chile».32 Pero los Chicago Boys no habían alcanzado el gobierno de sus países en ninguna parte. De he­cho, estaban quedándose atrás.

A principios de la década de 1960 el principal debate económico en el Cono Sur no era el sostenido entre el capitalismo del laissez-faire y el desarrollismo, sino el que hablaba de cómo conseguir llevar el desarrollismo a su siguiente fase. Los marxistas defendían nacionalizacio­nes masivas y reformas agrarias radicales; los centristas decían que la clave estaba en una cooperación económica mayor entre los países lati­noamericanos, con el objetivo de transformar la región en un poderoso bloque comercial que pudiera rivalizar con Europa y América del Nor­te. En las urnas y en las calles, el Cono Sur estaba dando un giro a la izquierda.

En 1962 Brasil avanzó decididamente en esa dirección bajo la pre­sidencia de Joao Goulart, un nacionalista económico decidido a redis­tribuir la tierra, ofrecer salarios más altos a los trabajadores y poner en marcha un atrevido plan que obligaría a las multinacionales extranjeras a reinvertir parte de sus beneficios en la economía brasileña en lugar de llevárselos corriendo del país para distribuirlos entre sus accionistas de Nueva York y Londres. En Argentina, un gobierno militar trataba de derrotar unas propuestas similares prohibiendo que el partido de Juan Perón se presentase a las elecciones, pero sólo consiguió radicali­zar todavía más a una nueva generación de jóvenes peronistas, muchos de los cuales estaban dispuestos a recurrir a las armas para recuperar el país.

Fue en Chile —el epicentro del experimento de Chicago— donde la derrota en la batalla de las ideas se hizo más evidente. En las históri­cas elecciones chilenas de 1970 el país se había desplazado tan a la iz­quierda que, sin excepción, los tres principales partidos políticos esta­ban a favor de nacionalizar la principal fuente de dividendos del país: las minas de cobre controladas por grandes empresas mineras estadou­nidenses.33 En otras palabras, el Proyecto Chile había sido un fracaso muy caro. Como combatientes ideológicos que libraban una pacífica batalla de ideas con sus enemigos de la izquierda, los Chicago Boys ha­bían fracasado completamente en su misión. No sólo el debate econó­mico seguía derivando más y más a la izquierda, sino que los Chicago Boys eran tan poco importantes que ni siquiera se les tenía en cuenta en ninguna franja del abanico electoral chileno.

Todo podría haber acabado aquí, con el Proyecto Chile convertido sólo en una nota a pie de página sin importancia de la historia, pero sucedió algo que rescató de la oscuridad a los Chicago Boys: Richard Nixon fue elegido presidente de Estados Unidos. Nixon «tenía una po­lítica exterior creativa y, en general, bastante efectiva», dijo con entu­siasmo Friedman.34 Y en ninguna parte fue más creativa que en Chile.

Fue Nixon quien les daría a los Chicago Boys y a sus profesores al­go con lo que siempre habían soñado: una oportunidad de demostrar que su utopía capitalista era más que una teoría de un taller académico de un sótano, una oportunidad para rehacer un país desde cero. La de­mocracia había sido poco hospitalaria con los Chicago Boys en Chile; la dictadura se demostraría mucho más acogedora.

El gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende ganó las eleccio­nes de 1970 en Chile con un programa que prometía poner en manos del gobierno grandes sectores de la economía que estaban dirigidos por empresas extranjeras y locales. Allende pertenecía a una nueva raza de revolucionario latinoamericano: igual que el Che Guevara, era médico, pero a diferencia del Che, también lo parecía, pues su imagen y su tra­je de tweed lo alejaban de la imagen romántica de la guerrilla. Podía pronunciar discursos tan feroces como los de Fidel Castro, pero era un demócrata convencido que creía que el cambio socialista en Chile debía llegar a través de las urnas, no a través de las armas. Cuando Nixon se enteró de que habían escogido presidente a Allende, lanzó su famo­sa orden al director de la CIA, Richard Helms, de que «hiciera chillar a la economía».35 La elección también resonó con fuerza en el departa­mento de Economía de la Universidad de Chicago. Arnold Harberger estaba en Chile cuando ganó Allende. Escribió una carta a sus colegas describiendo el acontecimiento como una «tragedia» e informándoles de que «en los círculos de la derecha se plantea en ocasiones la idea de un golpe militar».36

Aunque Allende se comprometió a negociar indemnizaciones jus­tas para compensar a las empresas que perdían propiedades e inversio­nes, las multinacionales estadounidenses temían que Allende represen­tara el comienzo de una tendencia general en toda América Latina, y muchas no estaban dispuestas a aceptar perder unos recursos que se habían convertido en una porción importante de sus beneficios. Hacia 1968, el 20 % del total de inversiones extranjeras de Estados Unidos se dirigían a Latinoamérica y las empresas estadounidenses tenían 5.436 filiales en la región. Los beneficios que producían estas inversiones eran sobrecogedores. Las empresas mineras habían invertido mil millo­nes de dólares durante los cincuenta años previos en la industria minera chilena —la mayor del mundo—, pero a cambio habían enviado a casa 7.200 millones de dólares de beneficios.37

En cuanto Allende ganó las elecciones, e incluso antes de que jura­ra el cargo, las empresas estadounidenses le declararon la guerra a su administración. El centro de esta actividad fue el Comité Ad Hoc de Chile, con sede en Washington y formado por las principales empresas mineras estadounidenses con propiedades en Chile, así como por la empresa que, de hecho, lideraba el comité, International Telephone and Telegraph Company (ITT), que poseía el 70 % de la compañía telefónica chilena, que pronto iba a nacionalizarse. Purina, Bank of Ame­rica y Pfizer Chemical también enviaron delegados al comité en varias fases de su existencia.

El único propósito del comité era obligar a Allende a desistir de su campaña de nacionalizaciones «enfrentándole con el colapso económi­co».38 Tenían muchas ideas sobre cómo causar dolor a Allende. Según las actas de las reuniones que se han hecho públicas, las empresas planeaban bloquear los créditos estadounidenses a Chile y «discretamente, hacer que los grandes bancos privados de Estados Unidos hicieran lo mismo. Conferenciar con bancos extranjeros con el mismo objetivo. Evi­tar comprar productos a Chile durante los próximos seis meses. Utilizar la reserva de cobre de Estados Unidos en lugar de comprar cobre chile­no. Provocar una escasez de dólares en Chile». Y la lista sigue.39

Allende nombró a su íntimo amigo Orlando Letelier embajador en Washington. Recayó en él la labor de negociar las condiciones de la ex­propiación con las mismas empresas que conspiraban para sabotear el gobierno de Allende. Letelier, un hombre extrovertido y divertido con el bigote arquetípico de los años setenta y una arrasadora voz de can­tante, era una persona muy querida en los círculos diplomáticos. Su hijo Francisco recuerda con particular alegría los momentos en que su pa­dre tocaba la guitarra y cantaba canciones populares en las fiestas con amigos en su casa de Washington.40 Pero incluso a pesar de todo el en­canto y la habilidad de Letelier, las negociaciones nunca tuvieron nin­guna posibilidad de éxito.

En marzo de 1972, en medio de la tensa negociación de Letelier con ITT, Jack Anderson, un columnista cuyos artículos estaban sindi­cados a una serie de periódicos, publicó una explosiva serie de repor­tajes basados en documentos que demostraban que la compañía telefó­nica había conspirado en secreto con la CIA y el Departamento de Estado para impedir que Allende jurara el cargo dos años atrás. Ante aquellas acusaciones, y con Allende todavía en el poder, el Senado de Estados Unidos, controlado por los demócratas, inició una investiga­ción y descubrió un extenso complot en el que ITT había ofrecido un millón de dólares en sobornos a la oposición chilena y «había tratado de que la CIA participara en un plan para manipular de forma encu­bierta el resultado de las elecciones chilenas».41

El informe del Senado, publicado en junio de 1973, descubrió tam­bién que cuando el plan fracasó y Allende llegó al poder, ITT adoptó una nueva estrategia diseñada para asegurarse de que «no se mantu­viera en el cargo ni seis meses». Lo que más alarmó al Senado fue la re­lación entre los directivos de ITT y el gobierno de Estados Unidos. A través de los testimonios y documentos obtenidos durante la investiga­ción, quedó claro que ITT participaba directamente en el diseño al más alto nivel de la política estadounidense respecto a Chile. En un mo­mento dado, un directivo importante de ITT escribió al asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, y le sugirió que «sin informar al presidente Allende se colocaran en la categoría de "revisándose" todos los fondos de ayuda internacional estadounidense ya asignados a Chi­le». La empresa se tomó además la libertad de preparar una estrategia de dieciocho puntos para la administración Nixon que contenía una petición clara de un golpe de Estado: «Contacten con fuentes fiables dentro del ejército chileno», decía, «[...] alimenten y planifiquen su des­contento con Allende y luego propongan la necesidad de apartarlo del poder».42

Cuando el comité del Senado les apretó las tuercas sobre sus des­vergonzados intentos de emplear el poder del gobierno de Estados Unidos para subvertir el proceso constitucional chileno sólo para hacer prosperar los propios intereses económicos de ITT, el vicepresidente de la empresa, Ned Gerrity, pareció auténticamente confuso. «¿Qué hay de malo en preocuparse por el número 1?» preguntó. El comité contestó en su informe: «"El número 1" no debe jugar un papel que no le corresponde en el diseño de la política exterior estadounidense».43

Aun así, a pesar de los años de implacable juego sucio de Estados Unidos, durante los que ITT fue simplemente el ejemplo más público, en 1973 Allende seguía en el poder. Ocho millones de dólares inverti­dos en operaciones secretas no habían conseguido debilitar su popula­ridad. En las elecciones de mitad de mandato de ese año, el partido de Allende incluso ganó terreno respecto a las elecciones de 1970. Estaba claro que el deseo de un modelo económico distinto no había calado en Chile y que el apoyo a una alternativa socialista ganaba terreno. Para los opositores de Allende, que llevaban planeando derrocarlo desde el mismo día en que se conocieron los resultados de las elecciones de 1970, eso significaba que sus problemas no iban a solucionarse simplemente librándose de él, pues simplemente le sustituiría algún otro. Hacía falta un plan más radical.

lecciones sobre el cambio de régimen: brasil e indonesia

Los oponentes de Allende habían estudiado concienzudamente dos posibles modelos de «cambio de régimen». Uno era el de Brasil, el otro el de Indonesia. Cuando la junta brasileña, dirigida por el general Humberto Castello Branco y apoyada por Estados Unidos, se hizo con el poder en 1964, el ejército tenía el plan de no sólo revocar los programas favorables a los pobres de Joao Goulart sino de convertir Bra­sil en un país totalmente abierto a la inversión extranjera. Al principio los generales brasileños trataron de imponer su programa de un modo relativamente pacífico. No hubo muestras abiertas de brutalidad, no hubo arrestos generalizados, y aunque con posterioridad se descubrió que algunos «subversivos» habían sido brutalmente torturados duran­te este período, el número fue lo bastante pequeño (y Brasil lo bastante grande) para que los rumores sobre ello casi no pasaran de los muros de las cárceles. La Junta se esforzó también por mantener ciertos visos de democracia, incluyendo una limitada libertad de prensa y de reu­nión, por lo que a la toma del poder de los militares se la conoció como el «golpe de los caballeros».

A finales de la década de 1960 muchos ciudadanos utilizaron esas libertades limitadas para expresar su ira por la pobreza cada vez mayor de Brasil, de la que culpaban al programa económico pro empresarios del gobierno, buena parte de él diseñado por graduados de la Univer­sidad de Chicago. Hacia 1968 las calles estaban saturadas de mani­festaciones anti-junta, las mayores convocadas por los estudiantes, y el régimen estaba en serio peligro. En un gambito desesperado para man­tenerse en el poder, el ejército cambió radicalmente de táctica: se elimi­naron por completo los restos de la democracia, se negaron todas las libertades civiles, se recurrió sistemáticamente a la tortura y, según la Comisión de la Verdad que luego se establecería en Brasil, «los asesinatos ordenados por el Estado se convirtieron en habituales».44

El golpe de Indonesia en 1965 siguió una ruta muy distinta. Desde la Segunda Guerra Mundial, el país había sido gobernado por el presi­dente Sukarno, el Hugo Chávez de aquellos tiempos (aunque despro­visto del gusto de Chávez por las elecciones). Sukarno irritó a los paí­ses ricos con medidas proteccionistas para la economía de Indonesia, redistribuyendo la riqueza y echando al Fondo Monetario Internacio­nal y al Banco Mundial, a los que acusó de ser meras tapaderas de los intereses de las multinacionales occidentales. Aunque Sukarno era un nacionalista, no un comunista, trabajó muy unido al Partido Comu­nista, que tenía tres millones de afiliados. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña estaban decididos a acabar con el gobierno de Sukarno. Documentos desclasificados muestran que la CIA había reci­bido órdenes desde los altos escalafones de la administración para «liquidar al presidente Sukarno, dependiendo de la situación y de las oportunidades que se presenten».45

Después de varios intentos fallidos, la oportunidad se presentó en octubre de 1965, cuando el general Suharto, apoyado por la CIA, em­pezó a hacerse con el poder y a erradicar a la izquierda. La CIA había compilado en secreto una lista de los principales líderes de la izquierda del país, un documento que acabó en manos de Suharto, mientras que el Pentágono le ayudó suministrándole armas y radios de campaña pa­ra que las fuerzas del ejército indonesio pudieran comunicarse en las partes más remotas del archipiélago. Suharto envió entonces a sus sol­dados a cazar a los cuatro o cinco mil izquierdistas que aparecían en sus «listas de ejecuciones», tal y como las llamaba la CIA. La embajada de Estados Unidos recibía regularmente informes sobre los progresos realizados.46 Conforme llegaba la información, la CIA iba tachando nombres de la lista hasta que quedó convencida de que la izquierda indonesia había sido efectivamente erradicada. Una de las personas que participaron en la operación fue Robert J. Martens, que trabajaba en la embajada estadounidense en Yakarta. «En realidad fue una enorme ayuda para el ejército», le contó a la periodista Kathy Kadane veinti­cinco años después. «Probablemente mataron a mucha gente, y proba­blemente yo tenga mucha sangre en mis manos, pero no fue del todo malo. Llega un momento en el que tienes que golpear con fuerza en el instante decisivo».47

Las listas de ejecuciones cubrían los objetivos específicos a elimi­nar; las masacres indiscriminadas por las que Suharto se hizo triste­mente célebre fueron, en su mayor parte, delegadas a los estudiantes religiosos. El ejército los entrenó rápidamente y los envió a pueblos con instrucciones del jefe de la marina de «barrer» el campo de comunistas. «Con alegría —escribió un periodista—, llamaban a sus partidarios, se echaban al cinto sus machetes y pistolas, la maza sobre el hombro y em­barcaban para cumplir la misión que tanto tiempo llevaban queriendo realizar».48 En poco más de un mes al menos medio millón y probable­mente hasta un millón de personas fueron asesinadas, «masacradas a miles», según Time.49 En Java Oriental, «los que han viajado a esas áreas hablan de pequeños ríos y riachuelos literalmente atascados de cadáve­res; el transporte fluvial resulta imposible por todas partes».50

La experiencia indonesia fue estudiada con mucha atención por los individuos e instituciones que planeaban el derrocamiento de Salvador Allende en Washington y en Santiago. Lo que resultaba interesante no era sólo la brutalidad de Suharto sino el extraordinario papel que había jugado un grupo de economistas indonesios educados en la Universidad de California en Berkeley, conocidos como la «mafia de Berkeley». Suharto resultó muy efectivo en la labor de librarse de la izquierda, pero fue la mafia de Berkeley quien preparó el plan económico para el futuro del país.

Los paralelismos con los Chicago Boys eran sorprendentes. La ma­fia de Berkeley había estudiado en Estados Unidos como parte de un programa que había empezado en 1956 financiado por la Fundación Ford. También habían vuelto a casa y creado una fiel copia de un De­partamento de Economía al estilo occidental en la Facultad de Eco­nómicas de la Universidad de Indonesia. Ford había enviado a profe­sores estadounidenses a Yakarta para establecer la escuela, igual que los profesores de Chicago habían ido a ayudar al nuevo Departamento de Economía de Santiago. «Ford creía que estaba formando a los tipos que liderarían el país cuando Sukarno se fuera», explicó lacónicamen­te John Howard, entonces director del Programa Internacional Ford de Formación e Investigación.51

Los estudiantes financiados por Ford se convirtieron en los líderes de los grupos de los campus que participaron en el derrocamiento de Sukarno y la mafia de Berkeley trabajó estrechamente con el ejército en los preparativos del golpe, desarrollando «planes de contingencia» por si el gobierno caía de repente.*52 Estos jóvenes economistas ejercían una enorme influencia en el general Suharto, que no sabía nada de al­tas finanzas. Según la revista Fortune, la mafia de Berkeley grababa cla­ses de economía en cintas para que Suharto las pudiera escuchar en su casa.53 Cuando se reunían con él personalmente, «el presidente Suhar­to no se limitaba a escuchar, sino que tomaba apuntes», recordó con orgullo un miembro del grupo.54 Otro graduado de Berkeley definió la relación de este modo: nosotros «ofrecimos a los líderes del ejército —el elemento crucial del nuevo orden— un "recetario" con soluciones para enfrentarse a los graves problemas económicos de Indonesia. El general Suharto, como comandante en jefe del ejército, no sólo aceptó el recetario sino que quiso que los autores de las recetas se convirtieran en sus asesores económicos».55 Y así fue. Suharto llenó su gobierno de miembros de la mafia de Berkeley, entregándoles todos los puestos económicos importantes, incluidos el Ministerio de Comercio y la em­bajada en Washington.56

* No todos los profesores estadounidenses enviados bajo este programa se sintie­ron cómodos en este papel. «Yo creía que la universidad no debía implicarse en lo que esencialmente estaba convirtiéndose en una rebelión contra el gobierno», dijo Len Doyle, el profesor de Berkeley que dirigía el programa de formación en economía de Ford en Indonesia. Ese punto de vista hizo que enviaran a Doyle de vuelta a California y le reemplazasen por otra persona.

Este equipo económico, formado en una escuela mucho menos ideo­lógica, no eran radicales anti-Estado como los Chicago Boys. Creían que el gobierno debía desempeñar un papel en la gestión de la econo­mía nacional de Indonesia, y asegurarse de que los productos básicos como el arroz eran asequibles. Sin embargo, la mafia de Berkeley fue de lo más generosa con los inversores extranjeros que ansiaban caer so­bre las inmensas riquezas minerales y la abundancia petrolífera de In­donesia, descrita por Richard Nixon como el «gran tesoro del Sureste asiático».*57 Se aprobaron leyes que permitían a empresas extranjeras el control total de estos recursos, se concedieron «vacaciones fiscales» por doquier y en menos de dos años, las riquezas naturales de Indone­sia —el cobre, el níquel, las maderas nobles, el caucho y el petróleo— estaban repartidos entre las multinacionales más importantes de la in­dustria minera y energética mundial.

* Curiosamente, Arnold Harberger se convirtió en asesor del Ministerio de Fi­nanzas de Suharto en 1975.

Para los que planeaban derrocar a Allende justo al mismo tiempo que el programa de Suharto empezaba a funcionar, las experiencias de Brasil e Indonesia resultaban una útil panorámica de contrastes. Los brasileños habían hecho escaso uso del poder del shock, y habían espe­rado años antes de mostrar su apetito por lo brutal. Fue un error casi fatal, puesto que sus adversarios tuvieron ocasión de reagruparse y al­gunos pudieron organizar facciones izquierdistas y guerrillas armadas. Aunque la Junta logró mantener las calles limpias, la creciente oposición actuó como un elemento obstaculizador de sus planes económicos.

Por contra, Suharto había probado que si se empleaba una repre­sión masiva de forma previa, el país caería en un estado de shock que permitiría eliminar toda resistencia aun antes de que cobrara vida. Uti­lizó tácticas de terror sin vacilar, más allá de lo imaginable, y logró que un pueblo que apenas unas semanas antes pugnaba por establecer su independencia terminara cediendo, absolutamente aterrado, el control total del gobierno a Suharto y sus verdugos. Ralph McGehee, director de operaciones de la CIA de alto rango durante los años del golpe mi­litar, dijo que Indonesia era una «operación de manual. [...] La forma en que Suharto llegó al poder está relacionada con todas las operacio­nes y golpes sangrientos en los que Washington participó o que activó. El éxito de esa acción implicaba que se repetiría una y otra vez».58

La otra lección esencial procedente de Indonesia tenía que ver con la alianza previa entre Suharto y la mafia de Berkeley. Dado que esta­ban dispuestos a ocupar posiciones «tecnócratas» en el nuevo gobier­no y ahora que Suharto ya era un converso, el golpe no sólo eliminó la amenaza nacionalista sino que transformó Indonesia en uno de los lu­gares más agradables y cómodos para los inversores extranjeros de to­do el mundo.

A medida que crecían las tensiones que desencadenarían el golpe militar contra Allende, un escalofriante aviso apareció con pintadas ro­jas en las calles de Santiago. «Yakarta se acerca», decía.

Poco después de resultar elegido Allende, sus oponentes nacionales em­pezaron a imitar la pauta indonesia con inquietante precisión. La Uni­versidad Católica, hogar de los Chicago Boys, se convirtió en la zona ce­ro de creación de lo que la CIA denominó «clima de golpe».59 Muchos estudiantes se afiliaron al frente fascista Patria y Libertad, y desfilaron al paso de oca por las calles de Santiago de Chile en abierta imitación de las Juventudes Hitlerianas. En septiembre de 1971, tras un año de man­dato de Allende, los principales líderes empresariales chilenos celebra­ron una reunión de emergencia en la ciudad costera de Viña del Mar para desarrollar una estrategia coherente para el cambio de régimen. Se­gún Orlando Sáenz, presidente de la Sociedad de Fomento Fabril (generosamente financiada por la CIA y por muchas multinacionales afines en Washington), los allí reunidos decidieron que «el gobierno de Allende era incompatible con la libertad en Chile y con la existencia de la empresa privada, y que la única forma de evitar el desastre era derrocar al gobierno». Los empresarios organizaron una «estructura de guerra»; una parte establecería relaciones con el ejército, y otra sección, según Sáenz, se ocuparía de «diseñar programas de gobierno alternati­vos que se presentarían sistemáticamente a las fuerzas armadas».60

Sáenz reclutó a varios elementos clave de los Chicago Boys para preparar esos programas alternativos y los instaló en unas dependen­cias cercanas al palacio presidencial en Santiago.61 El grupo, dirigido por el recién llegado de Chicago Sergio de Castro y por Sergio Undurraga, su colega de la Universidad Católica, empezó a reunirse en secre­to con regularidad semanal, para desarrollar detalladas propuestas sobre cómo reconstruir radicalmente la estructura económica del país siguien­do los dictados neoliberales.62 Según una posterior investigación del Senado estadounidense, «más del 75 % de la financiación de esta orga­nización de investigación de la oposición» procedía directamente de la CIA.63

Durante algún tiempo, la planificación del golpe transcurrió por dos vías paralelas diferenciadas: los militares conspiraban para exter­minar a Allende y a sus seguidores, mientras los economistas se ocupa­ban de la exterminación de su ideario. Cuando el clima llegó al punto de ebullición adecuado para una solución violenta, los dos canales abrieron un diálogo coordinado, con Roberto Kelly —un empresario relacionado con el periódico El Mercurio, financiado por la CIA—, como el mensajero entre ambas partes. A través de Kelly, los Chicago Boys enviaron un resumen de cinco páginas de su programa de medidas económicas al almirante de la Marina a cargo del plan militar. Éste dio su aprobación, y a partir de entonces los Chicago Boys trabajaron contrarreloj para tener el programa listo el día del golpe militar.

Su biblia económica, de más de quinientas páginas —un detallado programa que sería la guía de la Junta durante sus primeros días— llegó a conocerse en Chile como «el ladrillo». Según un comité del Senado que investigó lo sucedido, «los colaboradores de la CIA estuvieron im­plicados en la elaboración de un plan económico inicial que fue la base de las decisiones más importantes de la Junta durante su etapa ini­cial».64 Ocho de los diez principales autores del «ladrillo» habían es­tudiado economía en la Universidad de Chicago.65

Aunque el derrocamiento de Allende fue descrito universalmente como un golpe militar, Orlando Letelier, el embajador de Allende en Washington, lo consideró una colaboración conjunta entre el ejército y los economistas. «Los "Chicago Boys", como se les conoce en Chile —escribió Letelier—, convencieron a los generales de que podían com­plementar la brutalidad de éstos con los activos intelectuales de los que carecían».66

Cuando finalmente se produjo, el golpe de Chile presentó tres for­mas distintas de shock, una receta que se repetiría en países vecinos y que surgiría de nuevo, tres décadas más tarde, en Irak. El shock del propio golpe militar fue seguido inmediatamente por dos formas adi­cionales de choque. Una de ellas fue el «tratamiento de choque» capi­talista marca de la casa Milton Friedman, una técnica que cientos de economistas latinoamericanos habían aprendido durante sus estancias en la Universidad de Chicago y a través de las diversas instituciones y franquicias del método. El otro fueron las técnicas de shock de Ewen Cameron, la privación sensorial y la aplicación de drogas y otras tácticas, recopiladas ya en el manual Kubark y diseminadas por toda la zo­na gracias a los amplios programas de entrenamiento de la CIA de los que se habían beneficiado la policía y los estamentos militares latinoa­mericanos.

Las tres formas de shock convergieron en los cuerpos de los ciuda­danos latinoamericanos y en el cuerpo político de la zona, desatando un huracán sin fin de destrucción y reconstrucción mutuamente refor­zadas, eliminación y creación, en un ciclo monstruoso. El choque del golpe militar preparó el terreno de la terapia de shock económica. El shock de las cámaras de tortura y el terror que causaban en el pueblo impedían cualquier oposición frente a la introducción de medidas eco­nómicas. De este laboratorio vivo emergió el primer Estado de la Es­cuela de Chicago, y la primera victoria de su contrarrevolución global.

NOTAS

1. Arnold C. Harberger, «Letter to a Younger Generation», Journal of Applied Economics, vol. 1, n° 1, 1998, pág. 2.

2. Katherine Anderson y Thomas Skinner, «The Power of Cholee: The Life and Times of Milton Friedman», emitido en PBS el 29 de enero de 2007.

3. Jonathan Peterson, «Milton Friedman, 1912-2006», Los Angeles Times, 17 de noviembre de 2006.

4. Frank H. Knight, «The Newer Economics and the Control of Economic Activity», Journal of Political Economy, vol. 40, n° 4, agosto de 1932, pág. 455.

5. Daniel Bell, «Models and Reality in Economic Discourse», en Daniel Bell e Irving Kristol (comps.), The Crisis in Economic Theory, Nueva York, Basic Books, 1981 págs. 57-58.

6. Milton Friedman y Rose D. Friedman, Two Lucky People: Memoirs, Chicago University of Chicago Press, 1998, pág. 24.

7. Larry Kudlow, «The Hand of Friedman», The Corner web log on the National Review Online, 16 de noviembre de 2006, .

8. Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 21.

9. Milton Friedman, Capitalism and Freedom (1962), reimpr. Chicago, University of Chicago Press, 1982, pág. 15.

10. Don Patinkin, Essays on and in the Chicago Tradition, Durham, NC, Duke University Press, 1981, pág. 4.

11. Friedrich A. Hayek, The Road to Serfdom, Chicago, University of Chicago Press, 1944 (trad. cast.: Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, 2005).

12. Entrevista con Arnold Harberger del 3 de octubre de 2000 para Commanding Heights: The Battle for the World Economy [serie de televisión de la PBS], productores ejecutivos Daniel Yergin y Sue Lena Thompson, productor de la serie William Crar. (Boston, Heights Productions, 2002), transcripción íntegra de la entrevista disponible en .

13. John Maynard Keynes, The End of Laissez-Faire, Londres, L & Virginia Wolf, 1926.

14. John Maynard Keynes, «From Keynes to Roosevelt: Our Recovery Plan Assayed», New York Times, 31 de diciembre de 1933.

15. John Kenneth Galbraith, The Great Crash of 1929 (1954), reimp. Nueva York, Avon, 1979, pág. 168.

16. John Maynard Keynes, The Economic Consequences of the Peace (1919), reimp. Westminster, Reino Unido, Labour Research Department, 1920, pág. 251 (trad. cast.: Las consecuencias económicas de la paz, Barcelona, Crítica, 2002).

17. Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 594.

18. Stephen Kinzer, All the Shah's Men: An American Coup and the Roots of Middle East Terror, Hoboken, Nueva Jersey, J. Wiley & Sons, 2003, págs. 153-54; Stephen Kinzer, Overthrow: America's Century of Regime Change from Hawaii to Iraq, Nueva York, Times Books, 2006, pág. 4.

19. El lmparcial, 16 de marzo de 1951, citado en Stephen C. Schlesinger, Stephen Kinzer y John H. Coatsworth, Bitter Fruit: The Story of the American Coup in Guate­mala, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1999, pág. 52.

20. Patterson describió a los economistas argentinos y brasileños como economis­tas «rosa» en una entrevista con Juan Gabriel Valdés. Habló de la necesidad de «cam­biar la formación de los hombres» al embajador de Estados Unidos en Chile, Willard Beaulac. Juan Gabriel Valdés, Pinochet's Economists: The Chicago School in Chile, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, págs. 110-113.

21. Ibídem, pág. 89.

22. La cita es de Joseph Grunwald, un economista de la Universidad de Columbia que trabajaba en aquellos tiempos en la Universidad de Chile. Valdés, Pinochet's Eco­nomists, op. cit., pág. 135.

23. Harberger, «Letter to a Younger Generation», op. cit., pág. 2.

24. André Gunder Frank, Economic Genocide in Chile: Monetarist Theory Versus Humanity, Nottingham, Reino Unido, Spokesman Books, 1976, págs. 7-8.

25. Kenneth W. Clements, «Larry Sjaastad, The Last Chicagoan», Journal of In­ternational Money and Finance, vol. 24, 2005, págs. 867-869.

26. Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 8.

27. Memorando a William Carmichael, a través de Jeffrey Puryear, emitido por Ja­mes W. Trowbridge, 24 de octubre de 1984, pág. 4, citado en Valdés, Pinochet's Economists, pág. 194.

28. Ibídem, pág. 206. Nota a pie de página: «The Rising Risk of Recession», Time, 19 de diciembre de 1969.

29. En 1963, el propio De Castro tenía un permiso para marcharse de Santiago pa­ra continuar sus estudios en la Universidad de Chicago. Se convirtió en presidente en 1965. Valdés, Pinochet's Economists, págs. 140 y 165.

30. Ibídem, 159. La cita procede de Ernesto Fontaine, licenciado de Chicago y profesor de la Universidad Católica de Santiago.

31. Ibídem, págs. 6 y 13.

32. Tercer informe a la Universidad Católica de Chile y a la Administración de Cooperación Internacional, agosto de 1957, firmado por Gregg Lewis, Universidad de Chicago, pág. 3, citado en Valdés, Pinochet's Economists, pág. 132.

33. Entrevista con Ricardo Lagos celebrada el 19 de enero de 2002 para Commanding Heights: The Battle for the World Economy, .

34. Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág, 388.

35. Central Intelligence Agency, Notes on Meeting with the President on Chile, 15 de septiembre de 1970. Desclasificado, .

36. «The Last Dope from Chile», copia firmada «Al H.», fechada en Santiago el 7 de septiembre de 1970, citado en Valdés, Pinochet's Economists, págs. 242-243.

37. Sue Branford y Bernardo Kucinski, Debt Squads: The U.S., the Banks, and Latin America, Londres, Zed Books, 1988, págs. 40 y 51-52.

38. Subcomité sobre Corporaciones Multinacionales, «The International Telephone and Telegraph Company and Chile, 1970-71», Report to the Committee on Foreign Relations United States Senate by the Subcommittee on Multinational Corporations, 21 de junio de 1973, pág. 13.

39. Ibídem, pág. 15.

40. Francisco Letelier, entrevista, Democracy Now!, 21 de septiembre de 2006.

41. Subcomité sobre Corporaciones Multinacionales, «The International Telephone and Telegraph Company and Chile, 1970-71», op. cit., págs. 4 y 18.

42. Ibídem, págs. 11 y 15.

43. Ibídem, pág. 17.

44. Archidiócesis de Sao Paulo, Torture in Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by Brazilian Military Governments, 1964-1979, Joan Dassin (comp. trad. de Jaime Wright, Austin, University of Texas Press, 1986, pág. 53.

45. William Blum, Killing Hope: U.S. Military and CIA Interventions Since WWII. Monroe, Maine, Common Courage Press, 1995, pág. 195; «Times Diary: Liquidating Sukarno», Times (Londres), 8 de agosto de 1986.

46. Kathy Kadane, «U.S. Officials' Lists Aided Indonesian Bloodbath in '60s». Washington Post, 21 de mayo de 1990.

47. Kadane publicó primero las listas, basadas en grabaciones on the record con al­tos cargos de la administración de Estados Unidos destinados en Indonesia en aquellos momentos, en el Washington Post. La información sobre radios y armas aparece en una carta al director escrita por Kadane en The New York Review of Books, 10 de abril de 1997, basada en las mismas entrevistas. Las transcripciones de las entrevistas de Kadane están hoy en el Archivo de Seguridad Nacional de Washington, D.C., Kadane, «U.S. Officials' Lists Aided Indonesian Bloodbath in '60s», op. cit.

48. John Hughes, Indonesian Upheaval, Nueva York, David McKay Company. Inc., 1967, pág. 132.

49. La cifra de 500.000 es la más extendida, usada, por ejemplo, por el Washing­ton Post en 1966. El embajador británico en Indonesia estimó la cifra en 400.000, pero informó de que el embajador sueco, que había hecho investigaciones adicionales, con­sideraba esa cifra «muy por debajo de sus estimaciones». Algunos elevan la cifra a un millón, aunque la CIA afirmó en un informe de 1968 que 250.000 habían sido asesina­dos, y lo calificó de «una de las peores masacres del siglo XX». «Silent Settlement», Ti­me, 17 de diciembre de 1965; John Pilger, The New Rulers of the World, Londres, Ver­so, 2002, pág. 34; Kadane, «U.S. Officials' Lists Aided Indonesian Bloodbath in '60s». op. cit.

50. «Silent Settlement», op. cit.

51. David Ransom, «Ford Country: Building an Elite for Indonesia», en Steve Weissman (comp.), The Trojan Horse: A Radical Look at Foreign Aid, Palo Alto, Cali­fornia, Ramparts Press, 1975, pág. 99.

52. Nota a pie de página: Ibídem, pág. 100.

53. Robert Lubar, «Indonesia's Potholed Road Back», Fortune, 1 de junio de 1968.

54. Goenawan Mohamad, Celebrating Indonesia: Fifty Years with the Ford Foundation 1953-2003, Yakarta, Ford Fundation, 2003, pág. 59.

55. En el texto original, el autor escribe el nombre del general como Soeharto; lo he cambiado por el más extendido de Suharto por cuestión de coherencia. Mohammad Sadli, «Recollections of My Career», Bulletin of lndonesian Economic Studies, vol. 29, n°1, abril de 1993, pág. 40.

56. Los siguientes puestos fueron ocupados por graduados del programa Ford: ministro de Finanzas, ministro de Comercio, presidente de la Junta de Planificación Nacional, vicepresidente de la Junta de Planificación Nacional, secretario general de Marketing e Investigación de Mercado, presidente del Equipo Técnico de Inversiones Extranjeras, secretario general de la Industria y embajador en Washington. Ransom, «Ford Country», op. cit., pág. 110.

57. Richard Nixon, «Asia After Vietnam», Foreign Affairs 46, n° 1, octubre de 1967, pág. 111. Nota a pie de página: Arnold C. Harberger, Curriculum Vitae, noviem­bre de 2003, .

58. Pilger, The New Rulers of the World, págs. 36-37.

59. CIA, «Secret Cable from Headquarters [Blueprint for Fomenting a Coup Climate], September 27, 1970», en Peter Kornbluh, The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, Nueva York, New Press, 2003, págs. 49-56.

60. Valdés, Pinochet's Economists, op. cit., pág. 251.

61. Ibídem, págs. 248-249.

62. Ibídem, pág. 250.

63. Comité Selecto para el Estudio de las Operaciones Gubernamentales relativas a las Actividades de Inteligencia, Senado de Estados Unidos, Covert Action in Chile 1963-1973, Washington, D.C., U.S. Government Printing Office, 18 de diciembre de 1975, pág. 30.

64. Ibídem, pág. 40.

65. Eduardo Silva, The State and Capital in Chile: Business Elites, Technocrats, and Market Economics, Boulder, Colorado: Westview Press, 1996, pág. 74.

66. Orlando Letelier, «The Chicago Boys in Chile: Economic Freedom's Awful Toll», The Nation, 28 de agosto de 1976.