viernes, 20 de junio de 2008

LA DOCTRINA DEL SHOCK-EL AUGE DEL CAPITALISMO DEL DESASTRE- LIBRO- CAPITULO 1- NOAMI KLEIN- (Hasta el capitalismo post-neoliberal)



Antes de que la Junta tomara el poder, Argen­tina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos —solo un 6 % de la población— y una tasa de desempleo de sólo el 4,2 %.


Klein, Noami.

La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre.

Paidós, 1ra. Ed. Argentina. 2008.

pp. 47-78.

PRIMERA PARTE

LOS DOS INGENIEROS DEL SHOCK INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO

Os exprimiremos hasta la saciedad, y luego os llenare­mos con nuestra propia esencia.

george orwell, 1984

La Revolución Industrial sólo fue el principio de la re­volución más extrema y radical que jamás inflamó la mente de los sectarios, pero los problemas se podían solucionar, con una cantidad ilimitada de bienes materiales.

KARL polanyi, La gran transformación

Capítulo 1

EL LABORATORIO DE LA TORTURA

Ewen Cameron, la CIA y la maníaca obsesión por erradicar y recrear la mente humana

Sus mentes son como tablas rasas sobre las que nosotros podemos escribir.

doctor cyril J. C. kennedy y doctor david anchel

sobre los beneficios de la terapia de electroshocks, 19481

Fui al matadero para observar lo que llamaban «matan­za eléctrica» y vi que fijaban grandes tenazas metálicas en las sienes de los cerdos, cuyos extremos estaban conectados a una corriente eléctrica de 125 voltios. En cuanto los cerdos tocaban las tenazas, caían inconscientes, se ponían rígidos y al cabo de unos segundos empezaban a convulsionarse como hacían nuestros perros cobayas. Durante este período de inconsciencia (coma epiléptico) el carnicero mataba y sangra­ba a los animales sin dificultad alguna.

ugo cerletti, psiquiatra, acerca de su «invención»

de la terapia de electroshock, en 19542

«Ya no hablo con periodistas», dijo la voz tensa que se oía al otro lado del hilo telefónico. Y luego una diminuta ventana de esperanza: «¿Qué quiere?».

Me doy cuenta de que tengo unos veinte segundos para convencer­la, y no será fácil. ¿Cómo puedo explicarle a Gail Kastner lo que quie­ro de ella, el viaje que me ha llevado a llamar a su puerta?

La verdad suena tan extraña: «Estoy escribiendo un libro sobre el shock. Y sobre los países que sufren shocks: guerras, atentados terro­ristas, golpes de Estado y desastres naturales. Luego, de cómo vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que ex­plotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica. Después, cuando la gente se atreve a resistirse a estas medidas políticas se les aplica un tercer shock si es necesario, mediante acciones policiales, intervenciones militares e interrogatorios en prisión. Quiero hablar con usted porque creo que es una de las personas que ha sobrevivido al mayor número de shocks. Us­ted fue víctima de los experimentos clandestinos de la CIA con electroshocks y otras “técnicas especiales de interrogatorio”. Y por cierto, creo que los frutos de las investigaciones para las cuales usted fue una cobaya humana se están utilizando con los prisioneros de Guantánamo y Abu Ghraib».

No, desde luego que no puedo decirle eso. Así que me limito a con­testar: «Hace poco estuve en Irak, y trato de entender el papel que jue­ga allí la tortura. Nos dicen que se trata de obtener información, pero creo que es más que eso. Estoy convencida de que están intentando construir un Estado modélico, borrando las mentes y los cuerpos de las personas y volviéndolos a crear desde cero».

Hay una larga pausa, y luego el tono de voz de la respuesta es dis­tinto. Tenso aún, pero ¿ligeramente aliviado? «Lo que acaba de decir es exactamente lo mismo que la CIA y Ewen Cameron me hicieron a mí. Trataron de borrarme y volver a crearme. Pero no funcionó».

En menos de veinticuatro horas, estoy frente a la puerta del aparta­mento de Gail Kastner, en un edificio gris y antiguo en Montreal. «Es­tá abierto», dice con una voz apenas audible. Gail me había advertido que quitaría el cerrojo de la puerta porque le cuesta levantarse. Son las pequeñas fracturas de su espina dorsal, que se vuelven más dolorosas a medida que la artritis se extiende por su cuerpo. El dolor de espalda es sólo uno de los recuerdos de las sesenta y tres veces que descargaron entre 150 y 200 voltios de electricidad en los lóbulos frontales de su ce­rebro, mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente encima de la camilla, causándole diminutas fracturas, roturas de ligamentos, morde­duras en los labios y dientes rotos.

Gail me saluda desde un sillón acolchado de color azul. Tiene más de veinte posiciones, me dice más tarde, y las ajusta continuamente, co­mo un fotógrafo que trata de enfocar la imagen. Pasa los días echada en ese sillón reclinable, buscando la imposible comodidad, esforzándose por no dormirse y caer en lo que ella llama «sus sueños eléctricos». En­tonces es cuando vuelve a verle: «él», doctor Ewen Cameron, el psi­quiatra fallecido ya que le administraba las descargas, así como otras torturas, hace tantos años. «El Monstruo Eminente me visitó dos veces la noche pasada», anuncia en cuanto entro en el salón. «No quiero que se sienta mal, pero es a causa de su repentina llamada, de sopetón, y to­das esas preguntas.»

Me doy cuenta de que mi presencia posiblemente es muy injusta para ella. Esa sensación se afianza en mi interior cuando echo un vista­zo al apartamento y me doy cuenta de que físicamente apenas hay lugar para mí. Toda superficie disponible está repleta de torres y montones de papeles y libros, todos marcados con pequeños pedacitos de papel amarillentos. Gail me indica el único espacio libre de la habitación, una silla de madera que había pasado por alto, pero se pone un poco ner­viosa cuando le pregunto dónde puedo depositar la grabadora, un ob­jeto que sólo ocupa unos centímetros. Ni pensar en la mesita al lado de su sillón: veinte paquetes vacíos de cigarrillos, Matinée Regular, están colocados formando una pirámide perfecta. (Gail me había advertido por teléfono acerca de su condición de fumadora empedernida: «Lo siento, pero fumo. Y como fatal. Estoy gorda y fumo. Espero que no le importe».) Parece que Gail ha pintado el interior de las cajetillas de ne­gro, pero al acercarme más me doy cuenta de que se trata de una dimi­nuta y apretada letra manuscrita: nombres, números, miles de palabras.

Durante el día que pasamos juntas, Gail a menudo se inclina hacia delante para garrapatear algo en un trozo de papel o en un paquete de cigarrillos: «Una nota mental —explica—, o jamás me acordaré». Para ella, los montoncitos de papel y cajetillas son algo más que un sistema poco convencional de archivos. Son toda su memoria.

Durante toda su vida adulta, la mente de Gail le ha fallado. Los he­chos se evaporan inmediatamente de su cabeza, y los recuerdos, si es que permanecen (muchos no lo hacen), son como instantáneas esparci­das por el suelo. A veces es capaz de recordar un incidente a la perfec­ción —lo llama «fragmento de memoria»— pero cuando le preguntan por una fecha, puede llegar a equivocarse por dos décadas de diferen­cia. «En 1968», empieza. «No, en 1983.» De modo que hace listas de todo y lo apunta todo. Pruebas de que su vida realmente ha ocurrido. Al principio se disculpa por el desorden. Pero más tarde exclama: «¡El me hizo esto! Este apartamento es parte de su tortura».

Durante varios años, a Gail la desconcertaban mucho sus lagunas memorísticas, así como otros detalles. Por ejemplo, no sabía la razón por la cual un pequeño destello eléctrico de la puerta del garaje le pro­vocaba un ataque de pánico incontrolable. O por qué le temblaban las manos cuando enchufaba el secador de pelo. Sobre todo, no entendía por qué recordaba la mayor parte de su vida adulta pero casi nada antes de los veinte años. Cuando se encontraba con gente que decía haberla conocido en su niñez, decía: «Sé quién eres pero no sé de qué te co­nozco». «Mentía», dice.

Gail creía que formaba parte de su cuadro médico: una frágil salud mental. Durante su juventud, había sufrido depresiones y adicción a los medicamentos, y a veces tenía crisis nerviosas tan violentas que termina­ba hospitalizada y en coma. Estos episodios la alejaron de su familia, y se quedó sola y desesperada. Terminó rebuscando comida en la basura de las tiendas de alimentación.

Había señales de que Gail había sido víctima de algo aún más trau­mático en el pasado. Antes de que su familia la abandonara, Gail y su hermana gemela solían discutir sobre la época en que Gail había esta­do gravemente enferma y Zella la había cuidado. «No tienes ni idea de lo que pasé», se quejaba Zella. «Te orinabas encima, en medio del salón, te chupabas el dedo y parloteabas como una cría. ¡Querías el biberón de mi bebé! Eso es lo que tuve que pasar». Gail no sabía qué contestar a las recriminaciones de su gemela. ¿Orinar en el salón? ¿Pedir el bi­berón de su sobrino? No recordaba ni por asomo haber hecho esas co­sas tan extrañas.

Cuando tenía unos cuarenta años, Gail empezó una relación con un hombre llamado Jacob, al que describe como su alma gemela. Jacob era un superviviente del Holocausto, y también le interesaban las cuestio­nes de memoria y pérdida de identidad. A Jacob, que murió hace más de una década, le preocupaban mucho los años perdidos de Gail. «Tie­ne que haber una razón», solía decir acerca de los períodos vacíos de su vida. «Tiene que haber una razón.»

En 1992, Gail y Jacob se detuvieron frente a un quiosco que exhi­bía un titular sensacionalista: «Lavado de cerebro: las víctimas recibi­rán compensaciones». Kastner empezó a leer el artículo por encima, y varias expresiones le llamaron inmediatamente la atención: «parloteo de bebé», «pérdida de memoria», «incontinencia urinaria». «Vamos a comprar el periódico», dijo Jacob. En un café cercano, la pareja leyó la increíble historia de cómo, en la década de los cincuenta, la CIA había financiado a un médico en Montreal para que realizara extraños expe­rimentos en los pacientes psiquiátricos. Les privaba de sueño y los ais­laba durante semanas, y luego les administraba altas dosis de electroshocks, así como cócteles de drogas experimentales como el psicodélico LSD y el alucinógeno PCP (fenciclidina), conocido más comúnmente como polvo de ángel. Los experimentos transportaban a los pacientes a estados preverbales e infantiles, y se habían realizado en el Alian Me­morial Institute de la Universidad McGill, bajo la supervisión de su di­rector, el doctor Ewen Cameron. La financiación de la CIA se descubrió a finales de los años setenta gracias a una solicitud amparada por la Freedom of Information Act, que dio lugar a varias sesiones en el Se­nado de los Estados Unidos. Nueve antiguos pacientes de Cameron se unieron y demandaron a la CIA y al gobierno canadiense, que también había aportado dinero para las investigaciones de Cameron. Durante varios juicios, los abogados de los pacientes argumentaron que los ex­perimentos violaban todos los estándares profesionales de ética médi­ca. Los enfermos iban a Cameron en busca de alivio a causa de ligeros trastornos mentales de poca importancia (depresión posparto, ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron utilizados, sin su conocimiento o consentimiento, como cobayas humanas para satisfacer la sed de información de la CIA acerca de las técnicas de control mental. En 1988, la CIA se avino a pagar daños y perjuicios, por la suma de 750.000 dóla­res para los nueve demandantes. Fue la cifra más alta jamás pagada por la agencia hasta la fecha. Cuatro años después, el gobierno de Canadá se avino a pagar otros 100.000 dólares a cada demandante que fue ob­jeto de los experimentos ilegales.3

Cameron desempeñó un papel clave en el desarrollo de las técni­cas de tortura contemporáneas de los Estados Unidos. Sus experi­mentos también nos ofrecen un claro ejemplo de la lógica subyacente en el capitalismo del desastre. Al igual que los economistas defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un de­sastre de enormes proporciones —una gran destrucción— se puede preparar el terreno para sus «reformas», Cameron creía que podía re­crear mentes que no funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes.

Gail conocía vagamente la historia que implicaba a la CIA y a la Uni­versidad McGill, pero jamás le había prestado atención. Ella nunca ha­bía tenido nada que ver con el Alian Memorial Institute. Pero ahora, sen­tada con Jacob en ese café, leyendo las palabras de los otros pacientes —«pérdida de memoria», «regresión»—, no dudó. «Comprendí que esas personas debieron de pasar por lo mismo que yo había pasado.» Di­je: «Jacob, ahí está la razón».

EN LA TIENDA DEL SHOCK

Kastner escribió al Alian Memorial Institute y solicitó su historial médico. Primero le dijeron que no tenían ninguno. Finalmente lo lo­gró: 138 páginas. El doctor que la había ingresado era Ewen Cameron. Las cartas, notas y cuadros médicos del expediente de Gail cuentan una historia desgarradora: la de una joven de dieciocho años durante los años cincuenta, y sus limitadas opciones, y la de las instituciones públicas y médicos que abusaron de su poder. La documentación em­pieza con el diagnóstico del doctor Cameron con motivo del ingreso de Gail: estudiante de enfermería en McGill, Gail saca excelentes notas, y Cameron la describe como «hasta ahora, un individuo razonablemente bien equilibrado». Sin embargo, sufre episodios de ansiedad causados, según dictamina claramente Cameron, por su padre, que la maltrata y que es descrito como un «hombre intensamente perturbador» que la «ataca psicológicamente en repetidas ocasiones».

Gail causó buena impresión entre las enfermeras, según las entra­das manuscritas de éstas en el historial, pues compartían vínculos ya que la chica estudiaba enfermería. La describen como «alegre, sociable y simpática». Pero durante los meses que pasó bajo su cuidado, Gail sufrió una transformación radical en su personalidad, meticulosamen­te documentada en el archivo: al cabo de unas semanas, «mostraba un comportamiento infantil, expresaba ideas extrañas y aparentemente es­taba en estado de alucinación [sic] y era destructiva». Las notas indican que esta joven de inteligencia normal apenas llegaba a contar hasta seis. Luego se volvió «manipuladora, hostil y muy agresiva». Finalmente, «pasiva y apática», incapaz de reconocer a los miembros de su propia familia. El diagnóstico final es de «esquizofrenia [...] con claros rasgos histéricos», un cuadro mucho más serio que la ligera «ansiedad» que sufría cuando fue ingresada.

Sin duda la metamorfosis tenía algo que ver con los tratamientos que también constan en el expediente médico de Gail Kastner: altas dosis de insulina, que le inducían múltiples comas; extrañas combina­ciones de ansiolíticos y antidepresivos; largos períodos en los que permanecía en estado de inconsciencia inducida merced a los calmantes; y una cantidad de electroshocks ocho veces superior a la media que se so­lía administrar en la época. A menudo las enfermeras consignan los intentos de Kastner de escapar de sus médicos: «Trata de huir, [...] afirma que el tratamiento es erróneo y nocivo. [...] Se niega a recibir su electro después de recibir la inyección». Estas quejas invariablemente conllevaban un nuevo viaje hacia lo que los colegas más jóvenes de Cameron llamaban la «tienda del sbock».4

la BÚSQUEDA DE LA PUREZA

Después de releer varias veces su historial médico, Gail Kastner se convirtió en una especie de arqueóloga de su propia vida. Leía y estudia­ba todo lo que pudiera ser una explicación potencial de lo que le había sucedido en el hospital. Descubrió que Ewen Cameron, un norteameri­cano de origen escocés, había alcanzado la cúspide de su profesión: la presidencia de la Asociación Americana de Psiquiatría, de la Asociación Canadiense de Psiquiatría y de la Asociación Mundial de la Psiquiatría. En 1945 fue uno de los tres psiquiatras norteamericanos que testificó acerca de la salud mental de Rudolf Hess en los juicios de Nuremberg.5

Para cuando Gail empezó a investigar, Cameron llevaba ya un tiem­po muerto, pero había dejado un legado de docenas de artículos acadé­micos y conferencias. También se habían publicado una gran cantidad de libros sobre el papel de la CIA en la financiación de los experimen­tos de control mental, obras que incluían muchos detalles acerca de la relación entre Cameron y la agencia.* Gail se los leyó todos, marcando los pasajes importantes, estableciendo la cronología de los hechos y cruzando las fechas con su documentación. Así llegó a reconstruir lo que había sucedido. A principios de los años cincuenta, Cameron se había apartado del enfoque estándar freudiano, la «terapia conversa­cional», que se empleaba para deducir las «causas arraigadas» de las enfermedades mentales de los pacientes. Su ambición era recrear la men­te de sus pacientes, en lugar de curarles o arreglar lo que fuera disfun­cional, y para ello utilizaba un método de su invención, llamado «im­pulso psíquico».6

* Entre otros In the Sleep Room, de Anne Collins; The Searck for tbe Manchurian Candidate, de John Marks; The Mind Manipulators, de Alan Scheflin y Edward Option Jr.; Operation Mind Control, de Walter Bowart; Journey into Madness, de Cordón Thomas; y A Father, a Son and the CIA, de Harvey Weinstein, escrito por un psiquiatra, hi­jo de uno de los pacientes de Cameron.

Según sus publicaciones de la época, Cameron creía que la única forma de enseñar a sus pacientes a comportarse de forma sana y estable era meterse dentro de sus mentes y «quebrar las viejas pautas y mode­los de comportamiento patológico».7 El primer paso consistía en «erra­dicar las pautas», cuyo objetivo era asombroso: devolver la mente al estado en que Aristóteles describió como «una tabla vacía sobre la cual aún no hay nada escrito», una tabula rasa.8 Cameron creía que se podía alcanzar dicho estado atacando el cerebro con todos los elementos que interfieren en su funcionamiento normal. Todos a la vez. Eran las tác­ticas militares de «shock y conmoción» desplegadas en el campo de batalla de la mente humana.

A finales de los años cuarenta, la técnica del electroshock se estaba popularizando entre la clase psiquiátrica de Europa y América del Nor­te. Causaba un daño permanente menor que la lobotomía, y parecía que funcionaba: los pacientes histéricos a menudo se calmaban, y en al­gunos casos las descargas eléctricas devolvían una cierta lucidez a las personas. Pero se trataba solamente de datos observados, y ni siquiera los médicos que habían desarrollado la técnica podían ofrecer una ex­plicación científica de su funcionamiento.

Sin embargo, conocían bien sus efectos secundarios. No había nin­guna duda de que el electroshock podía causar amnesia en el paciente. Se trataba del principal problema asociado con el tratamiento. Estre­chamente relacionado con la pérdida de memoria, el otro efecto secun­dario del que había constancia era la regresión. Los médicos indicaron que en docenas de estudios clínicos, en los momentos inmediatamente posteriores al tratamiento, los pacientes se chupaban el dedo, adopta­ban la posición fetal, había que alimentarles como a bebés, y lloraban reclamando a sus madres (a menudo confundían a enfermeras y médi­cos con sus padres y madres). Esta etapa de comportamientos solía de­saparecer rápidamente, pero en algunos casos, cuando las sesiones de electroshock eran numerosas, los médicos informaban de casos en los que la regresión de los pacientes era completa, llegando éstos a olvi­darse de andar y de hablar. Marilyn Rice, una economista que a media­dos de los años setenta encabezó el movimiento de los pacientes en defensa de sus derechos, en contra del electroshock, describía vivida­mente lo que significaba perder sus recuerdos, y gran parte de su edu­cación, a causa de los tratamientos. «Ahora sé cómo debió de sentirse Eva después de ser creada a partir de la costilla de otro, sin ningún pasado ni historia propia. Me sentía tan vacía como Eva».*9

* Aún hoy en día, en que las terapias de electroshock son mucho más seguras y estudiadas, y se preocupan de garantizar la comodidad y la tranquilidad de los pacientes, convirtiéndose así en una herramienta respetable y a menudo efectiva para el trata­miento de la psicosis, los efectos secundarios siguen incluyendo pérdidas temporales de memoria a corto plazo. Algunos pacientes indican que también han sufrido pér­didas de memoria a largo plazo.

Para Rice y el resto, ese vacío representaba una pérdida irreempla­zable. Por contra, Cameron lo veía de forma muy distinta: como una ta­bla rasa, libre de las costumbres nocivas del pasado, sobre las cuales se podían crear nuevas pautas y nuevos modelos de comportamiento. Pa­ra él, «la pérdida masiva de memoria» que traía consigo el electroshock no era un desafortunado efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para arrastrar al paciente a un estado anterior de su desarrollo mental, «mucho antes de que la esquizofrenia y los com­portamientos perturbados hicieran su aparición».10 Igual que los hal­cones de la guerra que claman para bombardear países «hasta devol­verlos a la Edad de Piedra», Cameron creía que la terapia de shock era el método que arrojaría a sus pacientes de vuelta a la infancia, en una regresión absoluta. En un artículo que escribió en 1962 para una re­vista científica, describió el estado al que quería reducir a pacientes como Gail Kastner: «No solamente se produce una pérdida de la ima­gen espacio-tiempo, sino que también se pierde el sentido de que de­bería existir. Durante esta fase el paciente muestra una serie de sínto­mas diversos, como pérdida de un segundo idioma o de conciencia acerca de su estado civil. En formas más avanzadas, tal vez no pueda caminar sin apoyo, alimentarse o dé muestras de incontinencia urina­ria y fecal. [...] Todos los aspectos de su función de memoria están gravemente afectados».11

Para «borrar la pauta» de sus pacientes, Cameron utilizó un instru­mento relativamente nuevo, llamado Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez de una. Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los retazos de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina, barbitúricos, pentotal sódico, óxido de nitrógeno (el conocido «gas de la risa»), metanfetamina, Seconal, Nembutal, Veronal, Melicone, Thorazine, largactil e insulina. Cameron escribió en un artículo en 1956 que gracias a estos fármacos, el paciente «se desinhibía y sus defensas se debilitaban».12

Una vez se completaba el proceso de «eliminación de las pautas» del paciente, y su anterior personalidad había sido satisfactoriamente borrada, el proceso de implantación de conducta podía empezar. Con­sistía en que Cameron hacía escuchar a los pacientes cintas grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y una buena esposa, y la gente disfruta de su compañía». En tanto que psicólogo conductista, creía que si sus pacientes se impregnaban de los mensajes grabados en la cinta, empezarían a comportarse de forma distinta.*

* Si Cameron no hubiera gozado de tanto poder en su campo, sus cintas de «implantación conductual» habrían sido tachadas de psicología barata. Tuvo la idea al ver un anuncio del cerebrófono, un fonógrafo que se colocaba en la mesilla de noche, con altavoces insertados en la almohada, y que sostenía ser «un método revolucionario pa­ra aprender idiomas durante el sueño».

Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieci­séis o veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.13

A mediados de los años cincuenta, varios investigadores de la CIA se interesaron por los métodos de Cameron. Era el principio de la his­teria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas es­peciales de interrogación». Un memorando desclasificado de la CIA explica que el programa «examinaba y analizaba numerosas técnicas de interrogación poco habituales, incluyendo el acoso psicológico y otros métodos como el aislamiento total, así como el uso de drogas y sustan­cias químicas».14 El proyecto conoció el primer nombre en código de Bluebird, luego Proyecto Alcachofa y finalmente fue bautizado como MKUltra en 1953. Durante la siguiente década, MKUltra gastó más de veinticinco millones de dólares en busca de formas nuevas de romper la voluntad de un prisionero sospechoso de comunismo o de ser agente doble. Más de ochenta instituciones participaron en el programa, in­cluyendo cuarenta y cuatro universidades y doce hospitales.15

Los agentes implicados tenían abundantes ideas y mostraban una notable creatividad en su celo por extraer información de personas que no deseaban compartirla. El problema era cómo comprobar la efectivi­dad de esos métodos e ideas. Las actividades de los primeros años del Proyecto Bluebird y Alcachofa se parecen sospechosamente a esas escenas de una película de espías tragicómica en la que los agentes de la CIA se hipnotizan mutuamente y deslizan LSD en las bebidas de sus colegas para ver qué sucede (en al menos uno de los casos, un suicidio), por no mencionar la tortura de los sospechosos de pertenecer al espio­naje ruso.16

Las pruebas terminaron asemejándose más a unas macabras bro­mas propias de universitarios desatados en pleno fervor etílico que a experimentos propios de una investigación seria, y los resultados no aportaron la certidumbre científica que la agencia iba buscando. Para eso era necesario realizar pruebas con un mayor número de cobayas humanas, y así se intentó. Pero era demasiado arriesgado: si se descu­bría que la CIA estaba probando drogas peligrosas en suelo americano, existía la posibilidad de que se le diera carpetazo al programa.17 En ese punto entraron en escena los investigadores canadienses, y el interés de la CIA en sus actividades. El inicio de la relación se remonta al 1 de ju­nio de 1951, en una reunión a tres bandas entre agencias de inteligen­cia de diversas nacionalidades y un grupo de científicos en el Ritz-Carlton de Montreal. El tema del encuentro era la creciente preocupación que sentía la comunidad internacional de las agencias de inteligencia occidentales ante la posibilidad de que los comunistas hubieran descu­bierto un método para «lavar el cerebro» de los prisioneros de guerra. El motivo de esa inquietud era que los soldados norteamericanos cautivos en Corea aparecían frente a las cámaras, al parecer cooperando, para de­nunciar el capitalismo y el imperialismo. Según las actas desclasificadas de esa reunión en el Ritz, los asistentes —Omond Solandt, presidente del Comité de Investigación para la Defensa canadiense; sir Henry Tizard, presidente del Comité de Investigación para la Defensa británico, así como dos representantes de la CIA— estaban convencidos de que las potencias occidentales debían descubrir urgentemente la forma en que los comunistas lograban arrancar esas impresionantes declaracio­nes de los soldados. El primer paso era llevar a cabo un «estudio clínico de casos reales» para analizar si los lavados de cerebro podían funcionar.18 El objetivo declarado de esta investigación no era utilizar el control mental en los prisioneros, sino preparar a los soldados de las potencias occidentales para las técnicas coercitivas a las que podrían ser sometidos en caso de ser capturados.

Por supuesto, la CIA tenía otros intereses. Sin embargo, ni siquie­ra en una reunión confidencial y a puerta cerrada como la que se desa­rrolló en el Ritz, podía admitir abiertamente que le interesaba desarrollar métodos alternativos de interrogatorio. No después de las revelaciones acerca de los sistemas de tortura nazi que habían provocado un recha­zo unánime en todo el mundo.

Uno de los asistentes a la reunión del Ritz era el doctor Donald Hebb, director del Departamento de Psicología en la Universidad McGill. Siempre según las actas desclasificadas, frente al misterio de las confesiones de los soldados capturados, Hebb especuló con la posi­bilidad de que los comunistas estuvieran manipulando a los prisioneros colocándolos en celdas aisladas e impidiéndoles el uso de los sentidos. Los jefes de inteligencia se quedaron muy impresionados, y tres meses después Hebb recibió una beca de investigación del Departamento de Defensa de Canadá, para llevar a cabo una serie de experimentos de privación sensorial. Hebb pagó veinte dólares a un grupo de sesenta y tres estudiantes de McGill para que se sometieran a aislamiento senso­rial: encerrados en una habitación, con gafas oscuras, cascos con cintas de ruido monocorde, y tubos de cartón sobrepuestos a sus manos y pies para enturbiar su sentido del tacto. Durante días, los estudiantes flotaron en un mar vacío, sin ojos, orejas o manos que les orientaran, vi­viendo cada vez más intensamente al ritmo de los vaivenes de su imaginación. Para comprobar hasta qué punto la privación sensorial los ha­cía vulnerables al «lavado de cerebro», Hebb empezó a pasarles cintas de voces que sostenían que los fantasmas existían, o que la ciencia era una superchería. Antes del experimento, los estudiantes habían decla­rado que no estaban de acuerdo con esas ideas.19

En un informe confidencial acerca de los descubrimientos de Hebb, el Comité de Investigación para la Defensa llegó a la conclusión de que la privación sensorial claramente causaba un estado de confu­sión extrema, así como alucinaciones, en los sujetos del experimento. El informe seguía diciendo: «Se produce una reducción significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de privación de la percepción».20 Además, la curiosi­dad estimulada de los estudiantes les hacía más receptivos a las ideas que enunciaban las cintas, y sorprendentemente varios de ellos desa­rrollaron una afición por las ciencias ocultas que duró varias semanas después de la finalización del experimento. Era como si la privación sensorial hubiera borrado parcialmente sus mentes, y los estímulos sen­soriales aplicados durante el proceso hubieran reescrito sus pautas de conducta.

La CIA recibió una copia del principal estudio de Hebb, y también se enviaron cuarenta y un y cuarenta y dos ejemplares para la Armada y el Ejército de Estados Unidos, respectivamente.21 La CIA también controlaba los experimentos a través de uno de los ayudantes de Hebb, Maitland Baldwin. Éste, sin saberlo Hebb, informaba directamente a la agencia.22 El vivo interés de la CIA no resultaba nada sorprendente: co­mo mínimo, Hebb había demostrado que un período de aislamiento in­tensivo podía llegar a interferir en la capacidad de pensar claramente y hacía que las personas se inclinaran con más facilidad ante las suge­rencias o indicaciones de sus captores. Eran ideas que no tenían precio para un interrogador. Hebb finalmente se dio cuenta de que los frutos de su investigación tenían un enorme potencial, y que no solamente po­dían emplearse para la protección de los soldados capturados, sino también como un protocolo para la tortura psicológica. En la última entrevista que concedió en 1985, antes de fallecer, Hebb declaró: «Cuando enviamos nuestro informe al Comité de Investigación para la Defensa comprendimos que estábamos describiendo unas técnicas de interrogatorio cuya potencia era tremenda».23

El informe de Hebb indicaba que cuatro de los estudiantes «co­mentaron espontáneamente que el propio experimento era una forma de tortura», lo que equivalía a decir que si les obligaba a permanecer en el marco del estudio más allá de su umbral de resistencia —dos o tres días— estaría violando la ética médica. Consciente de las limitaciones que eso impondría en el experimento, Hebb escribió que no podía obtener «resultados más depurados» porque «no es posible obligar a los sujetos a permanecer de treinta a sesenta días en condiciones de pri­vación sensorial».24

Quizá no era posible para Hebb, pero su colega en McGill y archirrival académico, el doctor Ewen Cameron, no tenía ningún problema. (En un momento de franqueza, Hebb tildó a Cameron de «criminalmente estúpido».25) Cameron ya estaba convencido de que la destruc­ción violenta de las mentes de sus pacientes era el primer paso necesa­rio para que emprendieran su viaje de regreso a la salud mental, y por lo tanto no constituía una violación del juramento hipocrático. En cuanto al tema de la autorización del paciente, tampoco era un proble­ma. Estaban a su merced, pues el formulario estándar de ingreso en el hospital prácticamente confería a Cameron un poder absoluto para dictaminar el tratamiento requerido. Incluso podía recomendar una lobotomía total.

Aunque había estado en contacto con la agencia durante años, Ca­meron obtuvo su primera beca de la CIA en 1957, a través de una or­ganización pantalla denominada Sociedad para la Investigación de la Ecología Humana.26 A medida que los dólares de la CIA fueron a parar a las arcas del Alian Memorial Institute, éste se parecía más y más a una prisión macabra y menos a un hospital.

El primer cambio consistió en incrementar brutalmente la dosis de electroshocks. Los dos psiquiatras que inventaron la polémica máquina Page-Russell recomendaban cuatro tratamientos por paciente, con un total de veinticuatro shocks individuales.27 Cameron empleó la máqui­na en sus pacientes dos veces al día durante treinta días, alcanzando la escalofriante cifra de 360 descargas por paciente, mucho más de lo que Gail y otros pacientes al principio habían recibido.28 Añadió más dro­gas experimentales al cóctel que recibían, ya de por sí explosivo; a la CIA le interesaban particularmente las que alteraban la percepción sensorial, como el LSD y la fenciclidina.

También añadió otras armas a su arsenal de manipulación mental: privación sensorial e incremento de la duración de los ciclos de sueño, un doble proceso que, según él, «reduciría las defensas del sujeto», ha­ciéndolo más receptivo a los mensajes de las cintas.29 Gracias a la fi­nanciación de la CIA, Cameron convirtió los antiguos establos de la parte posterior del hospital en espacios individuales de aislamiento. También remodeló el sótano cuidadosamente, construyendo una habi­tación que denominó la «celda de aislamiento».30 La estancia se insonorizó, aunque instaló altavoces para emitir ruido blanco, un sonido monocorde permanente. Eliminó la iluminación y cada paciente reci­bió un par de anteojos oscuros y «tapones de goma» para las orejas. Sus brazos y piernas fueron forrados con tubos de cartón, «impidiendo que los sujetos toquen su propio cuerpo, y logrando así interferir en la percepción que tienen de su propio cuerpo», tal y como Cameron des­cribió en un artículo publicado en 1956.31 Pero en lugar de someter a los sujetos a un par de días de privación sensorial intensa, como los es­tudiantes de Hebb que no pudieron aguantar más, Cameron los obligó a permanecer en ese estado durante semanas. Uno de ellos se pasó treinta y cinco días en la celda de aislamiento.32

Otro de los experimentos de Cameron con los sentidos de sus pa­cientes tenía lugar en la sala del sueño, donde se les mantenía en un es­tado de duermevela a base de fármacos y drogas, durante veinte o vein­tidós horas al día, con enfermeras turnándose cada dos horas con el único propósito de evitar llagas, alimentar a los pacientes y aliviar sus necesidades urinarias y fecales.33 Los pacientes permanecían en dicho estado de quince a treinta días, aunque Cameron informó que «algunos pacientes han superado los sesenta y cinco días de sueño continuo».34 El personal del hospital tenía instrucciones de no permitir que los pa­cientes les dirigieran la palabra. Tampoco debían darles ninguna información acerca del tiempo que iban a permanecer en la habitación. Para asegurarse de que nadie lograra escapar de esa pesadilla, Cameron administró a un grupo de pacientes pequeñas dosis de curare, droga que provoca una parálisis física, convirtiéndolos, literalmente, en pri­sioneros de sus propios cuerpos.35

En un artículo publicado en 1960, Cameron afirmaba que «existen dos principales factores que nos permiten mantener una imagen espa­cial y temporal». Es decir, que nos permiten saber quiénes somos y dónde estamos. Esas dos fuerzas son «a) una fuente continuada de in­formación sensorial y b) nuestra memoria». Gracias al electroshock, Cameron aniquilaba la memoria; mediante las celdas de aislamiento, destruía todo origen de información sensorial. Estaba decidido a forzar la completa pérdida de sentidos en sus pacientes, hasta que no supie­ran dónde estaban ni quiénes eran. Cuando se dio cuenta de que algu­nos pacientes conseguían saber la hora que era gracias a las comidas diarias, Cameron ordenó a la cocina del centro que mezclara los platos y las horas: servían sopa para desayunar y leche con cereales para cenar. «Al variar los intervalos y cambiar el menú esperado pudimos romper el ciclo horario de alimentación que los pacientes habían desarrolla­do», informaba Cameron con satisfacción. Aun después de aquello, descubrió que a pesar de sus esfuerzos un paciente conservaba una leve conexión con el mundo exterior gracias al «ligero murmullo» de los motores de un avión que sobrevolaba el hospital cada mañana, a las nueve.36

Para cualquier persona que esté familiarizada con los testimonios de gente que ha sobrevivido a la tortura, este detalle es desgarrador. Cuando les preguntan a los prisioneros cómo pudieron sobrevivir du­rante meses o incluso años de aislamiento, a menudo hablan de cómo oían el lejano tañido de las campanas de una iglesia, o la llamada del imán a la mezquita, o las risas de los niños jugando en un parque cer­cano. Cuando la vida se reduce a las cuatro paredes de una celda, el ritmo de los sonidos del exterior es una especie de cuerda salvavidas, la prueba de que el prisionero aún es humano, de que existe un mundo más allá de la tortura. «Escuché a los pájaros cantar al amanecer cuatro veces, fuera. Así es como sé que fueron cuatro días», dijo un superviviente de la última dictadura uruguaya, recordando un período de detención y tortura particularmente brutal.37 La mujer anónima en el sótano del Alian Memorial Institute, esforzándose por oír el distante motor de un avión en medio de una neblina de oscuridad, drogas y des­cargas eléctricas, no era una paciente en manos de un médico. Era, a todos los efectos, una prisionera que estaba siendo torturada.

Existen varios indicios de que Cameron sabía perfectamente que estaba simulando un proceso de tortura real y que, en tanto que acérri­mo anticomunista, disfrutaba de la idea de que su programa y sus pa­cientes formaban parte de la Guerra Fría. En una entrevista concedida a una popular revista en 1955, comparó abiertamente a sus pacientes con prisioneros de guerra enfrentados a un interrogatorio hostil, di­ciendo que «al igual que los capturados por los comunistas, solían re­sistirse [al tratamiento] y había que romper su voluntad».38 Un año más tarde, escribió que el objetivo de eliminar las pautas conductuales era «la erradicación de las defensas del individuo» y señalaba que «el proceso es análogo al sometimiento de un sujeto bajo interrogatorio continuo».39 Hacia 1960, Cameron dictaba conferencias acerca de sus investigaciones sobre la privación sensorial, no solamente a otros psi­quiatras, sino también a públicos militares. En una charla en la base aérea Brooks, en Texas, afirmó que no estaba curando la esquizofrenia, sino que más bien «la privación sensorial genera los mismos síntomas iniciales que la esquizofrenia: alucinaciones, ansiedad aguda, pérdida de contacto con la realidad».40 En las notas que acompañan al texto de la conferencia, menciona la administración de una «sobrecarga de información» a renglón seguido de la privación sensorial, una referencia a su empleo de las descargas eléctricas y los bucles interminables de cintas con repetición de mensaje. Era una anticipación de las tácticas de interrogación que habrían de llegar en el futuro.41

El trabajo de Cameron recibió financiación de la CIA hasta 1961, y durante varios años el destino de sus investigaciones y el uso que el gobierno de los Estados Unidos le dio permaneció en un claroscuro. A finales de los años setenta y ochenta, cuando por fin se abrió una in­vestigación en el Senado acerca de la participación de la CIA en dichos experimentos y la relación financiera entre la agencia y los investigado­res, y más tarde, durante las revolucionarias demandas de los pacientes contra la CIA, los periodistas y los legisladores tendían a aceptar la versión de la CIA: que se había interesado en las técnicas de lavado de cerebro con el fin de proteger la salud mental de los prisioneros de gue­rra norteamericanos. La mayor parte de la prensa se concentró en los aspectos sensacionalistas, y destacó que el gobierno había financiado experimentos con drogas alucinógenas. En realidad, cuando el ver­dadero escándalo estalló, se puso de manifiesto que la CIA y Ewen Cameron habían destrozado con absoluta impunidad las vidas de los pacientes, sin ningún resultado mínimamente válido. Las investigacio­nes parecían inútiles: todo el mundo sabía que el lavado de cerebro era un mito de la Guerra Fría. Por su parte, la CIA fomentó esta visión del asunto, pues prefirió ser el bufón de una tragicomedia de payasos de ciencia ficción, en lugar de los culpables financieros que habían permi­tido que una respetable universidad se convirtiera en un laboratorio de tortura, muy eficiente por cierto. Cuando John Gittinger, el psicólogo de la CIA que se puso en contacto con Cameron por primera vez, se vio obligado a testificar frente al Senado, declaró que el apoyo a Cameron había sido «un estúpido error. [...] Un terrible error».42 Al ser preguntado durante las sesiones de la investigación del Senado por qué orde­nó destruir todos los archivos de un programa que había costado vein­ticinco millones de dólares, el antiguo director de MKUltra, Sydney Gottlieb, afirmó que «el proyecto MKUltra no había obtenido ningún resultado positivo o útil para la agencia».43 En las informaciones publicadas sobre MKUltra en los años ochenta, tanto en las pesquisas ofi­ciales como en la prensa general o los libros escritos sobre el programa, se sigue hablando de los experimentos como «técnicas de control men­tal» o «lavado de cerebro». La palabra «tortura» apenas se utiliza.

la CIENCIA DEL MIEDO

En 1988, The New York Times publicó un valiente reportaje sobre la implicación de los Estados Unidos en la tortura y los asesinatos que habían tenido lugar en Honduras. Florencio Caballero, un interroga­dor hondureño miembro del brutal y famoso Batallón 3-16, reveló al periódico que él y veinticuatro de sus compañeros habían viajado a Te­xas y que la CIA les había entrenado. «Nos enseñaron tácticas psicoló­gicas: cómo estudiar el miedo y las debilidades de un prisionero. Hacer que se levantara y se quedara de pie, no dejarle dormir, desnudarle y aislarlo, poner ratas y cucarachas en su celda, darle comida podrida, in­cluso animales muertos, arrojarle agua fría a la cara, cambiar la tempe­ratura de su entorno». Se olvidó de una técnica: el electroshock. Inés Murillo, una presa de veinticuatro años que fue «interrogada» por Ca­ballero y sus compañeros, dijo al Times que recibió numerosas descar­gas eléctricas y que «gritaba y gritaba y me desmayaba del shock. Los gritos sencillamente brotan de ti», afirmaba. «Olía a quemado y me da­ba cuenta de que era mi piel, a causa de las descargas. Dijeron que me torturarían hasta que me volviera loca. No les creí. Pero entonces me abrieron las piernas y conectaron los electrodos a mis genitales».44 Mu­rillo también declaró que había alguien más en la estancia: un nortea­mericano que les pasaba las preguntas a sus interrogadores, y al que los demás llamaban «señor Mike».45

Las revelaciones publicadas en el periódico terminaron en una in­vestigación en el Comité de Inteligencia del Senado, donde el director adjunto de la CIA, Richard Stolz, confirmó que «Caballero efectiva­mente asistió a un curso de explotación de recursos humanos de la CIA, también conocido como curso de interrogación».46 The Baltimore Sun interpuso una solicitud de información al amparo de la Freedom of Information Act para obtener el material del curso utilizado para en­trenar a gente como Caballero. Durante mucho tiempo la CIA se negó a entregarlo. Finalmente, bajo amenaza de una demanda, y nueve años después de la publicación del artículo, la CIA hizo público un manual titulado Kubark Counterintelligence Information. Según The New York Times, «Kubark» es un criptograma codificado. Ku, una sílaba al azar y bark es el nombre secreto de la agencia en aquellos tiempos. Informes más recientes han especulado con la posibilidad de que ku se refiera a un país en concreto, o una operación encubierta o clandestina determinada.47 El texto era un manual secreto de 128 páginas de extensión acerca de las técnicas de «interrogación de fuentes no colaboradoras», que se nutre principalmente de la investigación encargada por MKUltra. Se adivina la huella de los experimentos de Ewen Cameron y Donald Hebb sobre privación sensorial en todo el documento. Los mé­todos van desde la consabida privación sensorial hasta posiciones de estrés, capuchas y técnicas para infligir dolor. (El manual advierte de entrada que muchas de estas tácticas son ilegales e indica a los interro­gadores que deben obtener «la aprobación previa de sus cuarteles generales [...] en los casos siguientes: 1) Si va a infligirse un daño físi­co. 2) Si se van a emplear métodos o materiales médicos, químicos o eléctricos para obtener la obediencia del sujeto.»)48

El manual está fechado en 1963, el último año de funcionamiento del programa MKUltra y dos años después de que la CIA dejara de fi­nanciar los experimentos de Cameron. El texto afirma que si las técni­cas se utilizan debidamente, «destruirán la capacidad de resistencia» de una fuente no colaboradora. Este es, en definitiva, el verdadero pro­pósito de MKUltra: más allá de la investigación acerca de los lavados de cerebro (que sólo era un proyecto colateral), el objetivo era diseñar un sistema basado en premisas científicas para extraer información de las «fuentes no colaboradoras».49 En otras palabras, tortura.

En la primera página del manual, se puede leer que los métodos de interrogación descritos están basados en «amplias investigaciones, in­cluyendo pruebas clínicas llevadas a cabo por especialistas en campos relacionados». Representa una nueva era de tortura precisa y refinada. Nada que ver con el tormento sangriento e inexacto que había sido es­tándar desde la Santa Inquisición. A modo de prefacio, el manual in­siste: «El servicio secreto de inteligencia que es capaz de aportar cono­cimientos pertinentes y modernos que arrojen luz sobre los problemas de nuestro tiempo goza de una increíble ventaja, y va muy por delante del servicio de información que lleva a cabo sus operaciones encubier­tas con estrategias propias del siglo pasado. [...] Ya no es posible hablar seriamente de los métodos de interrogación sin hacer referencia a la investigación psicológica que se ha llevado a cabo durante la última década».50 Sigue un completo manual paso a paso sobre cómo desman­telar la personalidad de un ser humano.

El libro también incluye una extensa sección sobre privación sen­sorial que habla de «una serie de experimentos llevados a cabo en la Universidad McGill».51 Describe cómo deben construirse las celdas de aislamiento y señala que «la privación de estímulos sensoriales induce un estado de regresión en el sujeto, pues impide que su mente esté en contacto con el mundo exterior, forzándole a introvertirse. Al mismo tiempo, un suministro calculado de estímulos durante la interrogación hace que el sujeto vea al interrogador como a una figura paterna duran­te su estado de regresión».52 La Freedom of Information Act que ampa­ró la petición del Baltimore Sun también descubrió una versión actuali­zada del manual, publicada por primera vez en 1983, para ser utilizada en Latinoamérica. «La ventana de la celda debe situarse en un punto elevado de la pared, con posibilidad de bloquear la luz», afirma.*53

* La versión de 1983 está claramente diseñada para dar una clase, pues cuenta con cuestionarios de preguntas y respuestas para autoevaluación. También contiene amiga­bles recordatorios: «Recuerda siempre que debes empezar cada sesión con baterías nuevas».

Precisamente lo que Hebb temió: que se utilizaran sus experimen­tos en privación sensorial como «técnicas de interrogación de tremen­do alcance». Pero fue la labor de Cameron, y su receta para romper la «imagen tiempo-espacio», lo que conforma el espíritu de la fórmula Kubark. El manual describe varias de las técnicas desarrolladas para romper la pauta de conducta de los pacientes en un sótano del Alian Memorial Institute: «El principio es que las sesiones deberían planifi­carse con el fin de erradicar la noción de orden cronológico del sujeto. [...] Algunos de los interrogados pueden volver a un estado de regre­sión si se realiza una manipulación persistente del tiempo, retrasando o adelantando los relojes y llevando la comida a horas desacostumbradas, diez minutos antes o después de la última ingesta. El día y la noche se mezclan y se confunden».54

Lo que fascinó a los autores de Kubark, más que las técnicas indi­viduales, fue el enfoque de Cameron en la regresión, la idea de que al privar a una persona de la noción de quién es y dónde está, en el tiem­po y el espacio, los adultos vuelven a ser niños indefensos, dependien­tes de otros, cuyas mentes son tablas rasas abiertas a la sugestión. Una y otra vez, el autor o autores del texto se recrea en esa idea: «Todas las técnicas utilizadas para quebrar la obstinación de un prisionero, el es­pectro completo que va desde el simple aislamiento hasta la hipnosis y los narcóticos, son esencialmente métodos para agilizar el proceso de regresión. A medida que el interrogado se desliza hacia un estado de infantilismo, su personalidad adquirida o estructurada se derrumba». En ese instante, el prisionero se sumerge en un estado de «shock psico­lógico» o «animación suspendida» del que ya hemos hablado. Es el dulce momento del interrogador, cuando «la fuente está lista para la sugestión y abierta a la cooperación».55

Alfred W. McCoy, un historiador de la Universidad de Wisconsin que ha documentado la evolución de las técnicas de tortura desde la In­quisición hasta nuestros días en su libro A Question of Torture: CIA Interrogation from the Cold War to the War on Terror, describe las instruc­ciones del manual Kubark para la privación sensorial y la sobrecarga sensorial subsiguiente como «la primera revolución real en la cruel cien­cia del dolor que ha habido en más de tres siglos».36 Según McCoy, esa revolución no habría tenido lugar sin los experimentos McGill en los años cincuenta. «Prescindiendo de sus extravagantes excesos, los ex­perimentos del doctor Cameron, que bebían de las investigaciones pioneras del doctor Hebb, sentaron las bases del método de tortura psico­lógica en dos fases diseñado por la CIA.»57

En todos los territorios donde el método Kubark se ha enseñado sur­gen los mismos modelos de comportamiento, diseñados para inducir, profundizar y mantener el estado de shock en el prisionero. A los pri­sioneros se los captura de la forma más desorientadora y confusa po­sible, a última hora de la noche o en veloces operaciones al amanecer, tal y como indica el manual. Inmediatamente se les pone una capucha o les ponen un trapo encima de los ojos. Les desnudan y reciben una paliza. Luego son sometidos a algún tipo de privación sensorial. Y des­de Guatemala a Honduras, de Vietnam a Irán, desde las Filipinas a Chile, el empleo de las descargas eléctricas es omnipresente.

Por supuesto, no todo responde a la influencia de Cameron o del programa MKUltra. La tortura siempre funciona como una improvisa­ción, una combinación de la técnica aprendida y del instinto humano para la brutalidad que se desata siempre que reina la impunidad. A me­diados de los años cincuenta, los soldados franceses empleaban el electroshock de forma rutinaria en Argelia contra los rebeldes, en sesiones en las que a menudo les acompañaban psiquiatras.58 Durante esa épo­ca, algunos jefes militares franceses impartieron seminarios en una es­cuela militar de Estados Unidos especializada en la «contrainsurgencia», situada en Fort Bragg, en Carolina del Norte. Allí entrenaron a los estudiantes, compartiendo las técnicas utilizadas en Argelia.59 Sin em­bargo, también está claro que el especial modelo de Cameron, que combinaba dosis masivas de shock, no solamente con el fin de provocar dolor, sino específicamente para eliminar la personalidad del detenido, causó una honda impresión en la CIA. En 1966, la agencia envió a tres psiquiatras a Saigón, armados con una máquina Page-Russell. Fue em­pleada tan agresivamente que varios prisioneros murieron durante los interrogatorios. Según McCoy, «de hecho estaban comprobando, bajo condiciones reales, si las técnicas de modificación de conducta de Ewen Cameron desarrolladas en McGill podían alterar el comporta­miento humano de veras».60

Para los oficiales de inteligencia estadounidenses, ese enfoque práctico no era lo habitual. Desde los años setenta, el papel de los agen­tes norteamericanos era el de mentor o entrenador, no el de interroga­dor directo. Los testimonios de los supervivientes de la tortura en Centroamérica de los años setenta y ochenta están plagados de referencias a misteriosos hombres que hablaban inglés y entraban y salían de las cel­das, proponiendo preguntas u ofreciendo consejos. Dianna Ortiz, una monja norteamericana que fue secuestrada y encarcelada en Guatema­la en 1989, ha testificado que los hombres que la violaron y la quema­ron con cigarrillos se dirigían a otro hombre que hablaba español con un fuerte acento americano, y se referían a él como su «jefe».61 Jennifer Harbury, cuyo marido fue torturado y asesinado por un oficial guate­malteco a sueldo de la CIA, ha realizado una importante labor de do­cumentación en su libro Truth, Torture and the American Way.62

Aunque Washington y sus sucesivas administraciones aprobaban estas operaciones, el papel de los Estados Unidos en las guerras sucias tenía que ser encubierto, por razones obvias. La tortura, ya sea física o psicológica, viola claramente la Convención de Ginebra, que prohíbe «cualquier forma de tortura o de crueldad», así como el propio Código de Justicia Militar del ejército de los Estados Unidos afirma que no de­ben realizarse actos de «crueldad» u «opresión» contra los presos.63 El manual Kubark advierte a los lectores en la página 2 que sus técnicas comportan la posibilidad de «posteriores demandas judiciales», y la versión de 1983 es aún más directa: «El uso de la fuerza, tortura men­tal, amenazas, insultos o la exposición a un trato desagradable o inhu­mano bajo cualquiera de sus formas, como apoyo a una labor de interrogación, están prohibidos por la ley, tanto internacional como nacional».64 Sencillamente, lo que enseñaban era ilegal y debía permanecer en secre­to por su naturaleza. Si alguien preguntaba, los agentes estadouniden­ses estaban supervisando el aprendizaje de sus estudiantes de países en vías de desarrollo. ¿La materia? Técnicas avanzadas de interrogación policial. Ellos no eran responsables de los «excesos» que se producían fuera del horario escolar.

El 11 de septiembre de 2001, ese sempiterno esfuerzo por negar plausiblemente la realidad se esfumó. El ataque terrorista contra las Torres Gemelas y el Pentágono era un shock distinto de los que habían imaginado los autores de Kubark, pero sus efectos fueron notablemen­te similares: profunda desorientación, miedo y ansiedad agudas, y una regresión colectiva. Como el interrogador que adopta la «figura pater­na», la administración Bush se apresuró a jugar con ese miedo para de­sempeñar el papel del padre protector, dispuesto a defender «la patria» y su pueblo vulnerable por todos los medios que fueran necesarios. El cambio en la política de Estados Unidos, que se resume en la desgra­ciadamente conocida declaración del vicepresidente Dick Cheney acer­ca de trabajar «el lado oscuro», no significó que esta administración abrazara tácticas que habrían repelido a sus antecesores, más compasi­vos y humanos (como demasiados demócratas han afirmado, invocan­do lo que el historiador Garry Wills llama el especial mito americano de la «pureza original»).65 Más bien, la revolución es que anteriormente estas operaciones se llevaban a cabo a distancia suficiente como para negar todo conocimiento de las mismas. Ahora, se realizarían directa­mente y la administración las defendería abiertamente.

A pesar de todo el debate acerca de la tortura «privatizada», en ma­nos de proveedores externos, la verdadera innovación de la adminis­tración Bush es que la ha internalizado, torturando a prisioneros en instalaciones estadounidenses, con sesiones de tortura dirigidas o ges­tionadas por norteamericanos. Los presos llegan a las instalaciones mediante «extraditaciones extraordinarias» desde terceros países, trans­portados por aviones norteamericanos. Ésa es la diferencia del régimen de Bush: después de los ataques del 11 de septiembre, se atrevió a pedir el derecho a torturar sin vergüenza alguna. Eso ponía a la administración en una posición delicada, pues podía ser objeto de una investigación cri­minal, problema que soslayó cambiando la legislación. La cadena de acontecimientos es de todos conocida: el entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, siguiendo órdenes de George W. Bush, decretó que los presos capturados en Afganistán no entraban en el marco de la Convención de Ginebra porque eran «combatientes enemigos», no prisioneros de guerra, un punto de vista corroborado por la Oficina Legal de la Casa Blanca y su director, Alberto Gonzales (más tarde as­cendido a fiscal general del Estado).66 Luego, Rumsfeld aprobó una serie de técnicas de interrogación especiales para la guerra contra el terror. Incluían los métodos descritos por los manuales de la CIA: «celdas de aislamiento durante un máximo de treinta días; privación sen­sorial de luz y estímulos auditivos»; «puede cubrirse la cabeza del de­tenido con una capucha durante su desplazamiento e interrogatorio»; «permiso para retirarle la ropa» y «explotar las fobias individuales de los detenidos (como el miedo a los perros) para causarle estrés».67 Se­gún la Casa Blanca, la tortura seguía estando prohibida, pero para que ahora se considerase tortura, el dolor infligido debía ser «equivalente en intensidad al dolor que provoca una herida física de gravedad, como un fallo o insuficiencia de los órganos».*68 Según estas nuevas regulacio­nes, el gobierno estadounidense era libre de emplear los métodos de­sarrollados durante los años cincuenta en innumerables operaciones encubiertas, secretismos y desmentidos, sólo que ahora podía utilizar­las a plena luz del día, sin miedo a la persecución legal. Así, en febrero de 2006, el Comité de Inteligencia Científica, un brazo consultor de la CIA, publicó un informe escrito por un veterano interrogador del De­partamento de Defensa. Declaraba abiertamente que era imprescindible una «cuidadosa lectura del manual Kubark para cualquier participante en un interrogatorio».69

* Presionada por los legisladores del Congreso y del Senado, así como por el Tribunal Supremo, la administración Bush se vio obligada a moderar ligeramente su pos­tura cuando el Congreso aprobó la Ley de Comisiones Militares en el año 2006. Pero aunque la Casa Blanca utilizó la nueva ley para argumentar que había abandonado la práctica de la tortura, en realidad existían numerosos vacíos legales que permitían a la CIA y otros agentes privados el uso de las técnicas Kubark de privación sensorial y so­brecarga mental, así como otras técnicas «creativas» que incluían la escenificación y si­mulación del ahogamiento del detenido («water-boarding»). Antes de firmar la ley, Bush incluyó una «declaración de firmado» estableciendo su derecho a «interpretar el sentido y la aplicación de la Convención de Ginebra» según su criterio. The New York Times describió este documento como «la reescritura unilateral de más de doscientos años de tradición legislativa y Derecho».

Una de las primeras personas que tuvo que hacer frente a este nue­vo orden fue el ciudadano estadounidense, y antiguo miembro de una pandilla urbana, José Padilla. Fue arrestado en mayo de 2002 en el aeropuerto O'Hare de Chicago, acusado de intentar construir una «bomba sucia». En lugar de presentar cargos y procesarle por los cau­ces que ofrecía el sistema legal, Padilla fue considerado combatiente enemigo, lo que le privó de todos sus derechos. Le transportaron hasta una prisión de la Armada en Charleston, en Carolina del Sur. Padilla afirma que le inyectaron una droga, que cree pudiera ser LSD o PCP, y le sometieron a una intensa sesión de privaciones sensoriales: la celda era estrecha y las ventanas estaban tapadas para no dejar pasar la luz. No le permitían acceder a relojes o calendarios. Sólo salía de su celda con cadenas, los ojos vendados y cascos para impedir la percepción cíe cualquier sonido. Padilla pasó 1.307 días en esas condiciones, sin acceso a ningún contacto humano excepto el de sus interrogadores. Durante las sesiones de interrogación, éstos bombardeaban los abo­targados sentidos de Padilla con una descarga de luces y sonidos mar­tilleantes.70

Padilla por fin recibió la oportunidad de presentarse frente a un tribunal en diciembre de 2006, aunque las acusaciones relativas a la bomba sucia, por las cuales le habían arrestado, no prosperaron. Le acu­saron de mantener contacto con terroristas, pero apenas pudo defen­derse. Según el testimonio de los expertos, las técnicas de regresión modeladas por Cameron habían tenido un rotundo éxito, y habían des­truido el adulto en él, precisamente el objetivo para el que fueron dise­ñadas. «La tortura intensiva que ha sufrido el señor Padilla le ha daña­do física y mentalmente», afirmó su abogado. «El trato del gobierno hacia el señor Padilla le ha privado de su ser personal, de su más íntima identidad.» Un psiquiatra que lo entrevistó llegó a la conclusión de que «el acusado carece de la capacidad de colaborar en su propia defen­sa».71 Sin embargo, el juez del tribunal, nombrado por la administra­ción Bush, insistió en que Padilla estaba capacitado para someterse a juicio. El hecho de que se llevara a cabo ese juicio, en público, con­vierte al caso Padilla en algo extraordinario. Miles de prisioneros dete­nidos en prisiones a cargo del gobierno estadounidense —y que a di­ferencia de Padilla no eran ciudadanos norteamericanos— han sufrido el mismo régimen de tortura, sin la posibilidad de un juicio público en los tribunales civiles.

Muchos languidecen en Guantánamo. Mamduh Habib, un austra­liano encarcelado allí, declara que «Guantánamo es un experimento [...] y el lavado de cerebro es el objetivo de ese experimento».72 Cier­tamente, de los testimonios, informes y fotografías que se han filtrado de Guantánamo, se desprende la sensación de que el Allan Memorial Institute de los años cincuenta se ha teletransportado a Cuba. Al in­gresar en la cárcel, se les coloca una capucha a los detenidos, anteojos oscuros y pesados cascos que les privan de escuchar sonidos, ver imá­genes o conservar nociones espacio-temporales. Les dejan aislados en sus celdas durante meses, y sólo salen para recibir un bombardeo de ruidos, como ladridos de perros, luces centelleantes y grabaciones sin pausa de bebés llorando, música a toda potencia y maullidos de gatos.

Para muchos prisioneros, los efectos de estas técnicas han sido los mismos que se obtenían en el Allan en los años cincuenta: una regre­sión total y absoluta. Un detenido liberado, ciudadano británico, les di­jo a sus abogados que toda una sección del centro, el Bloque Delta, es­tá reservada para «al menos unos cincuenta» detenidos que han caído en un estado de alucinación permanente.73 Una carta desclasificada del FBI al Pentágono describe a un prisionero de alto valor estratégico que fue «sometido a aislamiento intenso durante más de tres meses» y que «empezaba a dar muestras de un comportamiento propio del trauma psicológico agudo (habla con gente imaginaria, afirma haber oído voces, y se encorva en la celda cubriéndose con la sábana durante horas y horas)».74 James Yee, un clérigo musulmán retirado del ejército que trabajaba en Guantánamo, ha descrito a los prisioneros del Bloque Delta, afirmando que presentaban los síntomas clásicos de la regresión extrema. «Me detenía a hablar con ellos, y me respondían con voces in­fantiles, soltando una sarta de incoherencias. Muchos de ellos cantu­rreaban canciones de cuna, chillando incluso, repitiendo las estrofas una y otra vez. Otros se erguían sobre la cama metálica y se comporta­ban como niños. Me recordaban al Rey de la Montaña, juego con el que solía pasar el rato con mis hermanos cuando éramos pequeños.» La si­tuación empeoró notablemente en enero de 2007, cuando 165 prisio­neros fueron trasladados a una nueva ala del centro, conocida como Campamento Seis, donde las celdas de aislamiento de acero no permi­tían ningún contacto humano. Sabin Willett, abogado que representa a varios prisioneros de Guantánamo, advirtió que si la situación seguía así, «terminarán gestionando un asilo de lunáticos».75

Los grupos en pro de los derechos humanos señalan que Guantánamo, a pesar de lo horrible que pueda parecer, es en realidad uno de los centros de interrogación gestionados por Estados Unidos y fuera del marco jurídico más flexible y abierto a investigación. Admiten una relativa labor de control por parte de la Cruz Roja y los abogados. Por todo el mundo, un número indeterminado de prisioneros han desapa­recido en la red de «puntos negros» que constituyen las prisiones esta­dounidenses situadas y controladas en territorio extranjero, o bien se los ha tragado la tierra durante los procesos de extradición. Los pocos que han sobrevivido a esa pesadilla afirman haber sufrido todo el arse­nal de las tácticas de choque Cameron.

El clérigo italiano Hasan Mustafá Osama Nasr fue secuestrado en las calles de Milán por un grupo de operativos de la CIA y de la policía secreta italiana. «No tenía ni idea de lo que sucedía», escribió más tar­de. «Empezaron a darme golpes en el estómago y por todo el cuerpo. Me envolvieron la cabeza con cinta adhesiva, y cortaron aberturas en la boca y la nariz para que pudiera respirar». Le llevaron a Egipto, donde vivió en una celda sin luz, con «cucarachas y ratas arrastrándose por mi cuerpo» durante catorce meses. Nasr permaneció encarcelado en Egip­to hasta febrero de 2007, pero logró sacar al exterior una carta de once páginas escrita a mano en donde detallaba los abusos que sufría.76

Escribió que le sometieron repetidas veces a electroshocks. Según un artículo de The Washington Post, «le ataban a una plancha de hierro conocida como "La novia" y le conectaban electrodos al cuerpo. La es­tructura reposaba sobre un colchón mojado en el suelo. Mientras un interrogador se sentaba en una silla de madera que descansaba en los hombros del prisionero, otro apretaba un botón y enviaba descargas eléctricas que recorrían los muelles del colchón y la plancha».77 Tam­bién le aplicaron descargas en los testículos, según denunció Amnistía Internacional.78

Hay motivos para creer que el uso de torturas con descargas eléc­tricas en prisioneros del gobierno estadounidense no es un caso aisla­do, hecho que suele soslayarse en casi todos los debates que tratan de dirimir si Estados Unidos está practicando tortura o si es mera «creati­vidad interrogadora». Jumah al-Dossari, un prisionero de Guantánamo que ha intentado suicidarse más de una docena de veces, le dijo a su abogado que durante su detención en Kandahar, bajo custodia norte­americana, «el interrogador trajo un aparato parecido a un teléfono móvil, que en realidad generaba descargas eléctricas. Empezó a apli­cármelo en cara, espalda, miembros y genitales».79 Y Murat Kurnaz, originario de Alemania, tuvo que pasar por situaciones parecidas en otra prisión en Kandahar, también bajo control estadounidense. «Fue al principio, así que no había prácticamente ninguna regla. Tenían de­recho a hacerte de todo. Solían darnos palizas regularmente. Utilizaron descargas eléctricas. También me hundían la cabeza en el agua durante las sesiones».80

EL FRACASO DE LA RECONSTRUCCIÓN

Al final de nuestra primera entrevista, le pedí a Gail Kastner que me hablara un poco más de sus «sueños eléctricos». Me dijo que a menudo sueña con filas de pacientes entrando y saliendo de un estado onírico in­ducido por las drogas. «Oigo los gemidos, los gritos, los gruñidos, voces diciendo "no, no, no". Recuerdo cómo era despertarse en esa habita­ción. Cubierta de sudor, mareada, las náuseas, los vómitos. Y esa ex­traña sensación en mi cabeza. Como si tuviera una masa amorfa en su lugar». Mientras hablaba, Gail parecía estar muy lejos, hundida en su sillón azul, sus palabras casi sin aliento. Entrecerró los párpados, y pude ver sus ojos moviéndose con rapidez. Se puso la mano en la sien derecha y dijo con una voz cargada y soñolienta: «Tengo un flashback. Tiene que distraerme. Cuénteme cómo está Irak. Dígame lo mal que va».

Me devané los sesos para recordar una historia apropiada para ese extraño momento y se me ocurrió algo relativamente inocente acerca de la vida en la Zona Verde. El rostro de Gail se relajó lentamente, y su respiración se hizo más pesada. De nuevo sus ojos azules me miraban fijamente.

—Gracias —dijo—. Era un flashback.

—Lo sé.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque usted me lo dijo.

Se inclinó y escribió algo en un pedazo de papel.

Después de dejar a Gail esa tarde, seguí reflexionando sobre lo que no le había contado cuando me pidió que le hablara de Irak. Lo que hubiera deseado decirle, pero no pude: que ella me recordaba a Irak. No podía evitar pensar en lo que le había sucedido a ella, una persona en estado de shock, y lo que había sucedido allí, un país en estado de shock. Estaban conectados, eran distintas manifestaciones de una mis­ma y terrible lógica.

Las teorías de Cameron estaban basadas en la idea de que llevar a sus pacientes a un estado de regresión crearía las condiciones ideales para el «renacimiento» de ciudadanos de impecable comportamiento. No es ningún consuelo para Gail, que tendrá que vivir para siempre con su columna vertebral dañada y sus recuerdos quebrados, pero en sus escritos Cameron veía sus actos de destrucción como un proceso de creación, un regalo para sus desafortunados pacientes que bajo su cui­dadosa labor de repautación, volverían a nacer de nuevo.

En este sentido Cameron fracasó espectacularmente. No importa el grado de regresión que alcanzaron sus pacientes: jamás llegaron a acep­tar o absorber por completo los mensajes incansablemente grabados en las cintas. Aunque fue un genio en la destrucción de personalidades, fue incapaz de reconstruirlas. Un estudio de seguimiento llevado a cabo después de que Cameron dejara el Allan Memorial Institute deter­minó que el 75 % de sus pacientes había empeorado después de sus tratamientos. De los pacientes que desarrollaban una vida laboral nor­mal antes de la hospitalización, más de la mitad fueron incapaces de retomar sus trabajos y otros muchos, como Gail, sufrieron una batería de dolencias físicas y mentales desconocidas. La «pautación psíquica» no funcionó, ni siquiera un ápice, y finalmente el Allan Memorial Ins­titute prohibió dichas prácticas.81

El problema, obvio visto en retrospectiva, fue la premisa en la que descansaba la teoría de Cameron: la idea de que antes de curar al en­fermo, todo lo que existe en su mente debe eliminarse sin excepción. Cameron estaba seguro de que si borraba los hábitos, costumbres, pau­tas y recuerdos de sus pacientes, lograría algún día alcanzar el prístino estado mental de la tabla rasa. Pero a pesar de lo mucho que se esfor­zó, drogando, desorientando y aplicando tratamientos de choque a sus pacientes, jamás lo consiguió. Resultó ser verdad lo contrario: cuanto más insistía, más destrozaba a los sujetos de sus estudios. Sus mentes no estaban «limpias»; más bien quedaban en ruinas, su memoria frac­turada y su confianza traicionada.

Los capitalistas del desastre comparten la misma incapacidad de distinguir entre destrucción y creación, entre dolor y recuperación. Es una idea que me asaltó con frecuencia durante mi estancia en Irak, cuando oteaba nerviosamente el paisaje herido en busca de la siguien­te explosión. En tanto que fervientes creyentes en los poderes redento­res del shock, los arquitectos de la invasión británico-estadounidense pensaron que el despliegue de fuerzas sería tan abrumador, tan des­lumbrante incluso, que los iraquíes entrarían en una especie de anima­ción suspendida, muy parecida a lo descrito por el manual Kubark. En esa ventana de oportunidad, los invasores introducirían un paquete de nuevas medidas de shock —esta vez, económicas— que crearían una democracia de libre mercado sobre la perfecta tabla rasa que constitui­ría el Irak posterior a la invasión.

Pero no hubo ninguna tabla rasa. Sólo escombros y gente furiosa y destrozada, que al resistirse a la invasión recibió aún más descargas, shocks y ataques, algunos de ellos basados en los experimentos que su­frió Gail Kastner tantos años atrás. «Somos muy buenos cuando se tra­ta de romper las cosas. Pero el día que me pase más tiempo reconstru­yéndolas en lugar de combatiendo, será un buen día», declaró el general Peter W. Chiarelli, comandante de la Primera División de Ca­ballería en el ejército de los Estados Unidos, un año y medio después del final oficial de la guerra.82 Ese día jamás llegó. Como Cameron, los doctores del shock en Irak son capaces de destrozar, pero no parece que sepan reconstruir nada.

Notas

1. Cyril J. C. Kennedy y David Anchel, «Regressive Electric-Shock in Schizophrenics Refractory to Other Shock Therapies», Psychiatric Quarterly, vol. 22, n° 2, abril de 1948, pág. 318.

2. Ugo Cerletti, «Electroshock Therapy», Journal of Clinical and Experimental Psychopathology and Quarterly Review of Psychiatry and Neurology, n° 15, septiembre de 1954, págs. 192-193.

3. Judy Foreman, «How CIA Stole Their Minds», Boston Globe, 30 de octubre de 1998; Stephen Bindman, «Brainwashing Victims to Get $100,000», Gazette (Montreal), 18 de noviembre de 1992.

4. Gordon Thomas, Journey into Madness, Nueva York, Bantam Books, 1989, pág. 148.

5. Harvey M. Weinstein, Psychiatry and the CIA: Victims of Mind Control, Washington, D.C., American Psychiatric Press, 1990, págs. 92 y 99.

6. D. Ewen Cameron, «Psychic Driving», American Journal of Psychiatry, vol. 112 n° 7, 1956, págs. 502-509.

7. D. Ewen Cameron y S. K. Pande, «Treatment of the Chronic Paranoid Schizophrenic Patient», Canadian Medical Association Journal, vol. 78, 15 de enero de 1958, pág. 95.

8. Aristóteles, «Sobre el alma, libro III», en Mortimer J. Adler (comp.), Aristotle I, Great Books of the Western World, vol. 8, trad. de W. D. Ross, Chicago, Encyclopaedia Britannica, 1952, pág. 662.

9. Berton Rouché, «As Empty as Eve», The New Yorker, 9 de septiembre de 1974.

10. D. Ewen Cameron, «Production of Differential Amnesia as a Factor in the Treatment of Schizophrenia», Comprehensive Psychiatry, vol. 1, n° 1,1960, págs. 32-33.

11. D. Ewen Cameron, J. G. Lohrenz y K. A. Handcock, «The Depatterning Treatment of Schizophrenia», Comprehensive Psychiatry, 3, n° 2, 1962, pág. 67.

12. Cameron, «Psychic Driving», op. cit., págs. 503-504.

13. Weinstein, Psychiatry and the CIA, op. cit., pág. 120. Nota a pie de página: Thomas, Journey into Madness, pág. 129.

14. «CIA, Memorándum for the Record, Subject: Project ARTICHOKE», 31 de enero de 1975, .

15. Alfred W. McCoy, «Cruel Science: CIA Torture & Foreign Policy», New England Journal of Public Policy, vol. 19, n° 2, invierno de 2005, pág. 218.

16. Alfred W. McCoy, A Question of Torture: CIA Interrogation, from the Cold War to the War on Terror, Nueva York, Metropolitan Books, 2006, págs. 22 y 30.

17. Entre los que se encontraron tomando LSD sin saberlo durante este período de experimentación hubo prisioneros de guerra de Corea del Norte; un grupo de pa­cientes en un centro de tratamiento de adicción a las drogas en Lexington, Kentucky; varios miles de soldados estadounidenses en el arsenal químico Edgewood de Maryland, y los presos de la cárcel de Vacaville, en California. Ibídem, págs. 27 y 29.

18. «Una nota anónima encontrada en los archivos identifica al doctor Caryl Haskins y al comandante R. J. Williams como los representantes de la CIA en la reunión.» David Vienneau, «Ottawa Paid for '50s Brainwashing Experiments, Files Show», Toronto Star, 14 de abril de 1986; «Minutes of June 1, 1951, Canada/US/UK Meeting Re: Communist "Brainwashing" Techniques during the Korean War», reunión en el hotel Ritz-Carlton, Montreal, 1 de junio de 1951, pág. 5.

19. D. O. Hebb, W. Heron y W. H. Bexton, Annual Report, contrato DRB X38, Estudios Experimentales de Actitud, 1953.

20. Defense Research Board Report to Treasury Board, 3 de agosto de 1954, desclasificado, pág. 2.

21. «Distribution of Proceedings of Fourth Symposium, Military Medicine, 1952», desclasificado.

22. Zuhair Kashmeri, «Data Show CIA Monitored Deprivation Experiments», Globe and Mail (Toronto), 18 de febrero de 1984.

23. Ibídem.

24. Hebb, Heron y Bexton, Annual Reporl, contrato DRB X38, págs. 1-2.

25. Juliet O'Neill, «Brain Washing Tests Assailed by Experts», Globe and Mail (Toronto), 27 de noviembre de 1986.

26. Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 103; John D. Marks, The Search for the Manchurian Candiadate: The CIA and Mind Control, Nueva York, Times Books, 1979, pág. 133.

27. R. J. Russell, L. G. M. Page y R. L. Jillett, «Intensified Electroconvulsant Therapy», Lancet, 5 de diciembre de 1953, pág. 1.178.

28. Cameron, Lohrenz y Handcock, «The Depatterning Treatment of Schizophrenia», op. cit., pág. 68.

29. Cameron, «Psychic Driving», op. cit., pág. 504.

30. Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 180.

31. D. Ewen Cameron y otros, «Sensory Deprivation: Effects upon the Functioning Human in Space Systems», en Bernard E. Flaherty (comp.), Symposium on Psychophysiological Aspects of Space Flight, Nueva York, Columbia University Press, 1961, pág. 231; Cameron, «Psychic Driving», op. cit., pág. 504.

32. Marks, The Search for the Manchurian Candidate, op. cit., pág. 138.

33. Cameron y Pande, «Treatment of the Chronic Paranoid Schizophrenic Patient», op. cit., pág. 92.

34. Cameron, «Production of Differential Amnesia as a Factor in the Treatment of Schizophrenia», op. cit., pág. 27.

35. Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 234.

36. Cameron y otros, «Sensory Deprivation», op. cit., págs. 226 y 232.

37. Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe: Settling Accounts with Torturers, Nueva York, Pantheon Books, 1990, pág. 125.

38. Entrevista publicada en la revista canadiense Weekend, citada en Thomas, Journey into Madness, pág. 169.

39. Cameron, «Psychic Driving», op. cit., pág. 508.

40. Cameron cita a otro investigador, Norman Rosenzweig, para apoyar su tesis. Cameron y otros, «Sensory Deprivation», op. cit., pág. 229.

41. Weinstein, Psychiatry and the CIA, op. cit., pág. 222.

42. «Project MKUltra, The CIA's Program of Research in Behavioral Modification», Joint Hearíngs Before the Select Committee on Intelligence and the Subcommittee on Health and Scientific Research of the Committee on Human Resources, Senado de Estados Unidos, 95° Congreso, 1a sesión, 3 de agosto de 1977. Citado en Weinstein, Psy­chiatry and the CIA, pág. 178.

43. Ibídem, pág. 143.

44. James LeMoyne, «Testifying to Torture», New York Times, 5 de junio de 1988.

45. Jennifer Harbury, Truth, Torture and the American Way: The History and Consequences of U.S. Involvement in Torture, Boston, Beacon Press, 2005, pág. 87.

46. Comité Selecto del Senado sobre Inteligencia, «Transcript of Proceedings before the Select Committee on Intelligence: Honduran Interrogation Manual Hearing», 16 de junio de 1988 (caja 1: CIA Training Manuals; carpeta: Interrogation Manual Hearings. National Security Archives). Citado en McCoy, A Question of Torture, op. cit., pág. 96

47. Tim Weiner, «Interrogation, C.I.A.-Style», New York Times, 9 de febrero de 1997; Steven M. Kleinman, «KUBARK Counterintelligence Interrogation Review: Observations of an Interrogator», febrero de 2006, en Intelligence Science Board, Educing Information, Washington, D.C., National Defense Intelligence College, diciembre de 2006, pág. 96.

48. Central Intelligence Agency, Kubark Counterintelligence Interrogation, julio 1963, págs. 1 y 8. El manual desclasificado íntegro está disponible en los Archivos de Seguridad Nacional, . La cursiva se ha añadido.

49. Ibídem, págs. 1 y 38.

50. Ibídem, págs. 1-2.

51. Ibídem, pág. 88.

52. Ibídem, pág. 90.

53. Central Intelligence Agency, Human Resource Exploitation Training Manual-1983. El manual desclasificado íntegro está disponible en los Archivos de Seguridad Nacional, . Nota a pie de página: Ibídem.

54. Central Intelligence Agency, Kubark Counterintelligence Interrogation, julio de 1963, págs. 49-50, 76 -77.

55. Ibídem, págs. 41 y 66.

56. McCoy, A Question of Torture, pág. 8.

57. McCoy, «Cruel Science», pág. 220.

58. Frantz Fanón, A Dying Colonialism, trad. de Haakon Chevalier (1965), reimp. Nueva York, Grove Press, 1967, pág. 138.

59. Pierre Messmer, ministro de Defensa francés entre 1960 y 1968, dijo que los estadounidenses invitaron a los franceses a que formaran soldados estadounidenses. En respuesta, el general Paul Aussaresses, el más notorio e impenitente de los expertos franceses en torturas, fue a Fort Bragg e instruyó a los soldados estadounidenses en técnicas de «captura, interrogatorio y tortura». Death Squadrons: The French School. documental dirigido por Marie-Monique Robín (Idéale Audience, 2003).

60. McCoy, A Question of Torture, pág. 65.

61. Dianna Ortiz, The Blindfold's Eyes, Nueva York, Orbis Books, 2002, pág. 32.

62. Harbury, Truth, Torture and the American Way, op. cit.

63. Naciones Unidas, Convención de Ginebra relativa al tratamiento de los prisioneros de guerra, adoptada el 12 de agosto de 1949, ; Uniform Code of Military Justice, Subcapítulo 10: Artículos punitivos, sección 893, artículo 93, .

64. Central Intelligence Agency, Kubark Counterintelligence Interrogation, op. cit.. pág. 2; Central Intelligence Agency, Human Resource Exploitation Training Manual-1983,op. cit.

65. Craig Gilbert, «War Will Be Stealthy», Milwaukee Journal Sentinel, 17 de sep­tiembre de 2001; Garry Wills, Reagan's America: Innocents at Home, Nueva York, Doubleday, 1987, pág. 378.

66. Katharine Q. Seelye, «A Nation Challenged», New York Times, 29 de marzo de 2002; Alberto R. Gonzales, Memorándum for the President, 25 de enero de 2002, .

67. Jerald Phifer, «Subject: Request for Approval of Counter-Resistance Strategies», Memorandum for Commander, Joint Task Force 170, 11 de octubre de 2002, pág. 6. Desclasificado, .

68. Departamento de Justicia de Estados Unidos, Oficina del Asesor Legal, Ofici­na del Asistente del Fiscal General, Memorandum for Alberto R. Gonzales, Counsel to the President, 1 de agosto de 2002, . Nota a pie de página: «Military Commissions Act of 2006», subcapítulo VII, secc. 6, ; Alfred W. McCoy, «The U.S. Has a History of Using Torture», History News Network, George Mason University, 4 de diciembre de 2006, ; «The Imperial Presidency at Work», New York Times, 15 de enero de 2006.

69. Kleinman, «KUBARK Counterintelligence Interrogation Review», op. cit., pág. 95.

70. Dan Eggen, «Padilla Case Raises Questions about Anti-Terror Tactics», Wa­shington Post, 19 de noviembre de 2006.

71. Curt Anderson, «Lawyers Show Images of Padilla in Chains», The Associated Press, 4 de diciembre de 2006; John Grant, «Why Did They Torture José Padilla», Philadelphia Daily News, 12 de diciembre de 2006.

72. AAP, «US Handling of Hicks Poor: PM», Sydney Morning Herald, 6 de febre­ro de 2007.

73. Shafiq Rasul, Asif Iqbal y Rhuhel Ahmed, Composite Statement: Detention in Afghanistan and Guantánamo Bay, Nueva York, Center for Constitutional Rights, 26 de julio de 2004, pág. 95, .

74. Adam Zagorin y Michael Duffy, «Inside the Interrogation of Detainee 063», Time, 20 de junio de 2005.

75. James Yee y Aimee Molloy, For God and Country: Faith and Patriotism under Pire, Nueva York, Public Affairs, 2005, págs. 101-102; Tim Golden y Margot Williams, «Hunger Strike Breaks Out at Guantánamo», New York Times, 8 de abril de 2007.

76. Craig Whitlock, «In Letter, Radical Cleric Details CIA Abduction, Egyptian Torture», Washington Post, 10 de noviembre de 2006.

77. Ibídem.

78. Amnistía Internacional, «Italy, Abu Ornar: Italian Authorities Must Cooperate Fully with All Investigations», declaración pública, 16 de noviembre de 2006, amnesty.org>.

79. Jumah al-Dossari, «Days of Adverse Hardship in U.S. Detention Camps-Testimony of Guantánamo Detainee Jumah al-Dossari», Amnistía Internacional, 16 de di­ciembre de 2005.

80. Mark Landler y Souad Mekhennet, «Freed Germán Detainee Questions His Country's Role», New York Times, 4 de noviembre de 2006.

81. A. E. Schwartzman y P. E. Termansen, «Intensive Electroconvulsive Therapy: A Follow-Up Study», Canadian Psychiatric Association Journal, vol. 12, n°2,1967, pág. 217.

82. Erik Eckholm, «Winning Hearts of Iraqis with a Sewage Pipeline», New York Times, 5 de septiembre de 2004.