Antes de que
Klein, Noami.
La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre.
Paidós, 1ra. Ed. Argentina. 2008.
pp. 47-78.
PRIMERA PARTE
LOS DOS INGENIEROS DEL SHOCK INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO
Os exprimiremos hasta la saciedad, y luego os llenaremos con nuestra propia esencia.
george orwell, 1984
La Revolución Industrial sólo fue el principio de la revolución más extrema y radical que jamás inflamó la mente de los sectarios, pero los problemas se podían solucionar, con una cantidad ilimitada de bienes materiales.
KARL polanyi, La gran transformación
Capítulo 1
EL LABORATORIO DE LA TORTURA
Ewen Cameron, la CIA y la maníaca obsesión por erradicar y recrear la mente humana
Sus mentes son como tablas rasas sobre las que nosotros podemos escribir.
doctor cyril J. C. kennedy y doctor david anchel
sobre los beneficios de la terapia de electroshocks, 19481
Fui al matadero para observar lo que llamaban «matanza eléctrica» y vi que fijaban grandes tenazas metálicas en las sienes de los cerdos, cuyos extremos estaban conectados a una corriente eléctrica de 125 voltios. En cuanto los cerdos tocaban las tenazas, caían inconscientes, se ponían rígidos y al cabo de unos segundos empezaban a convulsionarse como hacían nuestros perros cobayas. Durante este período de inconsciencia (coma epiléptico) el carnicero mataba y sangraba a los animales sin dificultad alguna.
ugo cerletti, psiquiatra, acerca de su «invención»
de la terapia de electroshock, en 19542
«Ya no hablo con periodistas», dijo la voz tensa que se oía al otro lado del hilo telefónico. Y luego una diminuta ventana de esperanza: «¿Qué quiere?».
Me doy cuenta de que tengo unos veinte segundos para convencerla, y no será fácil. ¿Cómo puedo explicarle a Gail Kastner lo que quiero de ella, el viaje que me ha llevado a llamar a su puerta?
La verdad suena tan extraña: «Estoy escribiendo un libro sobre el shock. Y sobre los países que sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales. Luego, de cómo vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica. Después, cuando la gente se atreve a resistirse a estas medidas políticas se les aplica un tercer shock si es necesario, mediante acciones policiales, intervenciones militares e interrogatorios en prisión. Quiero hablar con usted porque creo que es una de las personas que ha sobrevivido al mayor número de shocks. Usted fue víctima de los experimentos clandestinos de la CIA con electroshocks y otras “técnicas especiales de interrogatorio”. Y por cierto, creo que los frutos de las investigaciones para las cuales usted fue una cobaya humana se están utilizando con los prisioneros de Guantánamo y Abu Ghraib».
No, desde luego que no puedo decirle eso. Así que me limito a contestar: «Hace poco estuve en Irak, y trato de entender el papel que juega allí la tortura. Nos dicen que se trata de obtener información, pero creo que es más que eso. Estoy convencida de que están intentando construir un Estado modélico, borrando las mentes y los cuerpos de las personas y volviéndolos a crear desde cero».
Hay una larga pausa, y luego el tono de voz de la respuesta es distinto. Tenso aún, pero ¿ligeramente aliviado? «Lo que acaba de decir es exactamente lo mismo que la CIA y Ewen Cameron me hicieron a mí. Trataron de borrarme y volver a crearme. Pero no funcionó».
En menos de veinticuatro horas, estoy frente a la puerta del apartamento de Gail Kastner, en un edificio gris y antiguo en Montreal. «Está abierto», dice con una voz apenas audible. Gail me había advertido que quitaría el cerrojo de la puerta porque le cuesta levantarse. Son las pequeñas fracturas de su espina dorsal, que se vuelven más dolorosas a medida que la artritis se extiende por su cuerpo. El dolor de espalda es sólo uno de los recuerdos de las sesenta y tres veces que descargaron entre 150 y 200 voltios de electricidad en los lóbulos frontales de su cerebro, mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente encima de la camilla, causándole diminutas fracturas, roturas de ligamentos, mordeduras en los labios y dientes rotos.
Gail me saluda desde un sillón acolchado de color azul. Tiene más de veinte posiciones, me dice más tarde, y las ajusta continuamente, como un fotógrafo que trata de enfocar la imagen. Pasa los días echada en ese sillón reclinable, buscando la imposible comodidad, esforzándose por no dormirse y caer en lo que ella llama «sus sueños eléctricos». Entonces es cuando vuelve a verle: «él», doctor Ewen Cameron, el psiquiatra fallecido ya que le administraba las descargas, así como otras torturas, hace tantos años. «El Monstruo Eminente me visitó dos veces la noche pasada», anuncia en cuanto entro en el salón. «No quiero que se sienta mal, pero es a causa de su repentina llamada, de sopetón, y todas esas preguntas.»
Me doy cuenta de que mi presencia posiblemente es muy injusta para ella. Esa sensación se afianza en mi interior cuando echo un vistazo al apartamento y me doy cuenta de que físicamente apenas hay lugar para mí. Toda superficie disponible está repleta de torres y montones de papeles y libros, todos marcados con pequeños pedacitos de papel amarillentos. Gail me indica el único espacio libre de la habitación, una silla de madera que había pasado por alto, pero se pone un poco nerviosa cuando le pregunto dónde puedo depositar la grabadora, un objeto que sólo ocupa unos centímetros. Ni pensar en la mesita al lado de su sillón: veinte paquetes vacíos de cigarrillos, Matinée Regular, están colocados formando una pirámide perfecta. (Gail me había advertido por teléfono acerca de su condición de fumadora empedernida: «Lo siento, pero fumo. Y como fatal. Estoy gorda y fumo. Espero que no le importe».) Parece que Gail ha pintado el interior de las cajetillas de negro, pero al acercarme más me doy cuenta de que se trata de una diminuta y apretada letra manuscrita: nombres, números, miles de palabras.
Durante el día que pasamos juntas, Gail a menudo se inclina hacia delante para garrapatear algo en un trozo de papel o en un paquete de cigarrillos: «Una nota mental —explica—, o jamás me acordaré». Para ella, los montoncitos de papel y cajetillas son algo más que un sistema poco convencional de archivos. Son toda su memoria.
Durante toda su vida adulta, la mente de Gail le ha fallado. Los hechos se evaporan inmediatamente de su cabeza, y los recuerdos, si es que permanecen (muchos no lo hacen), son como instantáneas esparcidas por el suelo. A veces es capaz de recordar un incidente a la perfección —lo llama «fragmento de memoria»— pero cuando le preguntan por una fecha, puede llegar a equivocarse por dos décadas de diferencia. «En 1968», empieza. «No, en 1983.» De modo que hace listas de todo y lo apunta todo. Pruebas de que su vida realmente ha ocurrido. Al principio se disculpa por el desorden. Pero más tarde exclama: «¡El me hizo esto! Este apartamento es parte de su tortura».
Durante varios años, a Gail la desconcertaban mucho sus lagunas memorísticas, así como otros detalles. Por ejemplo, no sabía la razón por la cual un pequeño destello eléctrico de la puerta del garaje le provocaba un ataque de pánico incontrolable. O por qué le temblaban las manos cuando enchufaba el secador de pelo. Sobre todo, no entendía por qué recordaba la mayor parte de su vida adulta pero casi nada antes de los veinte años. Cuando se encontraba con gente que decía haberla conocido en su niñez, decía: «Sé quién eres pero no sé de qué te conozco». «Mentía», dice.
Gail creía que formaba parte de su cuadro médico: una frágil salud mental. Durante su juventud, había sufrido depresiones y adicción a los medicamentos, y a veces tenía crisis nerviosas tan violentas que terminaba hospitalizada y en coma. Estos episodios la alejaron de su familia, y se quedó sola y desesperada. Terminó rebuscando comida en la basura de las tiendas de alimentación.
Había señales de que Gail había sido víctima de algo aún más traumático en el pasado. Antes de que su familia la abandonara, Gail y su hermana gemela solían discutir sobre la época en que Gail había estado gravemente enferma y Zella la había cuidado. «No tienes ni idea de lo que pasé», se quejaba Zella. «Te orinabas encima, en medio del salón, te chupabas el dedo y parloteabas como una cría. ¡Querías el biberón de mi bebé! Eso es lo que tuve que pasar». Gail no sabía qué contestar a las recriminaciones de su gemela. ¿Orinar en el salón? ¿Pedir el biberón de su sobrino? No recordaba ni por asomo haber hecho esas cosas tan extrañas.
Cuando tenía unos cuarenta años, Gail empezó una relación con un hombre llamado Jacob, al que describe como su alma gemela. Jacob era un superviviente del Holocausto, y también le interesaban las cuestiones de memoria y pérdida de identidad. A Jacob, que murió hace más de una década, le preocupaban mucho los años perdidos de Gail. «Tiene que haber una razón», solía decir acerca de los períodos vacíos de su vida. «Tiene que haber una razón.»
En 1992, Gail y Jacob se detuvieron frente a un quiosco que exhibía un titular sensacionalista: «Lavado de cerebro: las víctimas recibirán compensaciones». Kastner empezó a leer el artículo por encima, y varias expresiones le llamaron inmediatamente la atención: «parloteo de bebé», «pérdida de memoria», «incontinencia urinaria». «Vamos a comprar el periódico», dijo Jacob. En un café cercano, la pareja leyó la increíble historia de cómo, en la década de los cincuenta, la CIA había financiado a un médico en Montreal para que realizara extraños experimentos en los pacientes psiquiátricos. Les privaba de sueño y los aislaba durante semanas, y luego les administraba altas dosis de electroshocks, así como cócteles de drogas experimentales como el psicodélico LSD y el alucinógeno PCP (fenciclidina), conocido más comúnmente como polvo de ángel. Los experimentos transportaban a los pacientes a estados preverbales e infantiles, y se habían realizado en el Alian Memorial Institute de la Universidad McGill, bajo la supervisión de su director, el doctor Ewen Cameron. La financiación de la CIA se descubrió a finales de los años setenta gracias a una solicitud amparada por la Freedom of Information Act, que dio lugar a varias sesiones en el Senado de los Estados Unidos. Nueve antiguos pacientes de Cameron se unieron y demandaron a la CIA y al gobierno canadiense, que también había aportado dinero para las investigaciones de Cameron. Durante varios juicios, los abogados de los pacientes argumentaron que los experimentos violaban todos los estándares profesionales de ética médica. Los enfermos iban a Cameron en busca de alivio a causa de ligeros trastornos mentales de poca importancia (depresión posparto, ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron utilizados, sin su conocimiento o consentimiento, como cobayas humanas para satisfacer la sed de información de la CIA acerca de las técnicas de control mental. En 1988, la CIA se avino a pagar daños y perjuicios, por la suma de 750.000 dólares para los nueve demandantes. Fue la cifra más alta jamás pagada por la agencia hasta la fecha. Cuatro años después, el gobierno de Canadá se avino a pagar otros 100.000 dólares a cada demandante que fue objeto de los experimentos ilegales.3
Cameron desempeñó un papel clave en el desarrollo de las técnicas de tortura contemporáneas de los Estados Unidos. Sus experimentos también nos ofrecen un claro ejemplo de la lógica subyacente en el capitalismo del desastre. Al igual que los economistas defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un desastre de enormes proporciones —una gran destrucción— se puede preparar el terreno para sus «reformas», Cameron creía que podía recrear mentes que no funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes.
Gail conocía vagamente la historia que implicaba a
EN
Kastner escribió al Alian Memorial Institute y solicitó su historial médico. Primero le dijeron que no tenían ninguno. Finalmente lo logró: 138 páginas. El doctor que la había ingresado era Ewen Cameron. Las cartas, notas y cuadros médicos del expediente de Gail cuentan una historia desgarradora: la de una joven de dieciocho años durante los años cincuenta, y sus limitadas opciones, y la de las instituciones públicas y médicos que abusaron de su poder. La documentación empieza con el diagnóstico del doctor Cameron con motivo del ingreso de Gail: estudiante de enfermería en McGill, Gail saca excelentes notas, y Cameron la describe como «hasta ahora, un individuo razonablemente bien equilibrado». Sin embargo, sufre episodios de ansiedad causados, según dictamina claramente Cameron, por su padre, que la maltrata y que es descrito como un «hombre intensamente perturbador» que la «ataca psicológicamente en repetidas ocasiones».
Gail causó buena impresión entre las enfermeras, según las entradas manuscritas de éstas en el historial, pues compartían vínculos ya que la chica estudiaba enfermería. La describen como «alegre, sociable y simpática». Pero durante los meses que pasó bajo su cuidado, Gail sufrió una transformación radical en su personalidad, meticulosamente documentada en el archivo: al cabo de unas semanas, «mostraba un comportamiento infantil, expresaba ideas extrañas y aparentemente estaba en estado de alucinación [sic] y era destructiva». Las notas indican que esta joven de inteligencia normal apenas llegaba a contar hasta seis. Luego se volvió «manipuladora, hostil y muy agresiva». Finalmente, «pasiva y apática», incapaz de reconocer a los miembros de su propia familia. El diagnóstico final es de «esquizofrenia [...] con claros rasgos histéricos», un cuadro mucho más serio que la ligera «ansiedad» que sufría cuando fue ingresada.
Sin duda la metamorfosis tenía algo que ver con los tratamientos que también constan en el expediente médico de Gail Kastner: altas dosis de insulina, que le inducían múltiples comas; extrañas combinaciones de ansiolíticos y antidepresivos; largos períodos en los que permanecía en estado de inconsciencia inducida merced a los calmantes; y una cantidad de electroshocks ocho veces superior a la media que se solía administrar en la época. A menudo las enfermeras consignan los intentos de Kastner de escapar de sus médicos: «Trata de huir, [...] afirma que el tratamiento es erróneo y nocivo. [...] Se niega a recibir su electro después de recibir la inyección». Estas quejas invariablemente conllevaban un nuevo viaje hacia lo que los colegas más jóvenes de Cameron llamaban la «tienda del sbock».4
Después de releer varias veces su historial médico, Gail Kastner se convirtió en una especie de arqueóloga de su propia vida. Leía y estudiaba todo lo que pudiera ser una explicación potencial de lo que le había sucedido en el hospital. Descubrió que Ewen Cameron, un norteamericano de origen escocés, había alcanzado la cúspide de su profesión: la presidencia de la Asociación Americana de Psiquiatría, de la Asociación Canadiense de Psiquiatría y de la Asociación Mundial de la Psiquiatría. En 1945 fue uno de los tres psiquiatras norteamericanos que testificó acerca de la salud mental de Rudolf Hess en los juicios de Nuremberg.5
Para cuando Gail empezó a investigar, Cameron llevaba ya un tiempo muerto, pero había dejado un legado de docenas de artículos académicos y conferencias. También se habían publicado una gran cantidad de libros sobre el papel de la CIA en la financiación de los experimentos de control mental, obras que incluían muchos detalles acerca de la relación entre Cameron y la agencia.* Gail se los leyó todos, marcando los pasajes importantes, estableciendo la cronología de los hechos y cruzando las fechas con su documentación. Así llegó a reconstruir lo que había sucedido. A principios de los años cincuenta, Cameron se había apartado del enfoque estándar freudiano, la «terapia conversacional», que se empleaba para deducir las «causas arraigadas» de las enfermedades mentales de los pacientes. Su ambición era recrear la mente de sus pacientes, en lugar de curarles o arreglar lo que fuera disfuncional, y para ello utilizaba un método de su invención, llamado «impulso psíquico».6
* Entre otros In the Sleep Room, de Anne Collins; The Searck for tbe Manchurian Candidate, de John Marks; The Mind Manipulators, de Alan Scheflin y Edward Option Jr.; Operation Mind Control, de Walter Bowart; Journey into Madness, de Cordón Thomas; y A Father, a Son and the CIA, de Harvey Weinstein, escrito por un psiquiatra, hijo de uno de los pacientes de Cameron.
Según sus publicaciones de la época, Cameron creía que la única forma de enseñar a sus pacientes a comportarse de forma sana y estable era meterse dentro de sus mentes y «quebrar las viejas pautas y modelos de comportamiento patológico».7 El primer paso consistía en «erradicar las pautas», cuyo objetivo era asombroso: devolver la mente al estado en que Aristóteles describió como «una tabla vacía sobre la cual aún no hay nada escrito», una tabula rasa.8 Cameron creía que se podía alcanzar dicho estado atacando el cerebro con todos los elementos que interfieren en su funcionamiento normal. Todos a la vez. Eran las tácticas militares de «shock y conmoción» desplegadas en el campo de batalla de la mente humana.
A finales de los años cuarenta, la técnica del electroshock se estaba popularizando entre la clase psiquiátrica de Europa y América del Norte. Causaba un daño permanente menor que la lobotomía, y parecía que funcionaba: los pacientes histéricos a menudo se calmaban, y en algunos casos las descargas eléctricas devolvían una cierta lucidez a las personas. Pero se trataba solamente de datos observados, y ni siquiera los médicos que habían desarrollado la técnica podían ofrecer una explicación científica de su funcionamiento.
Sin embargo, conocían bien sus efectos secundarios. No había ninguna duda de que el electroshock podía causar amnesia en el paciente. Se trataba del principal problema asociado con el tratamiento. Estrechamente relacionado con la pérdida de memoria, el otro efecto secundario del que había constancia era la regresión. Los médicos indicaron que en docenas de estudios clínicos, en los momentos inmediatamente posteriores al tratamiento, los pacientes se chupaban el dedo, adoptaban la posición fetal, había que alimentarles como a bebés, y lloraban reclamando a sus madres (a menudo confundían a enfermeras y médicos con sus padres y madres). Esta etapa de comportamientos solía desaparecer rápidamente, pero en algunos casos, cuando las sesiones de electroshock eran numerosas, los médicos informaban de casos en los que la regresión de los pacientes era completa, llegando éstos a olvidarse de andar y de hablar. Marilyn Rice, una economista que a mediados de los años setenta encabezó el movimiento de los pacientes en defensa de sus derechos, en contra del electroshock, describía vividamente lo que significaba perder sus recuerdos, y gran parte de su educación, a causa de los tratamientos. «Ahora sé cómo debió de sentirse Eva después de ser creada a partir de la costilla de otro, sin ningún pasado ni historia propia. Me sentía tan vacía como Eva».*9
* Aún hoy en día, en que las terapias de electroshock son mucho más seguras y estudiadas, y se preocupan de garantizar la comodidad y la tranquilidad de los pacientes, convirtiéndose así en una herramienta respetable y a menudo efectiva para el tratamiento de la psicosis, los efectos secundarios siguen incluyendo pérdidas temporales de memoria a corto plazo. Algunos pacientes indican que también han sufrido pérdidas de memoria a largo plazo.
Para Rice y el resto, ese vacío representaba una pérdida irreemplazable. Por contra, Cameron lo veía de forma muy distinta: como una tabla rasa, libre de las costumbres nocivas del pasado, sobre las cuales se podían crear nuevas pautas y nuevos modelos de comportamiento. Para él, «la pérdida masiva de memoria» que traía consigo el electroshock no era un desafortunado efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para arrastrar al paciente a un estado anterior de su desarrollo mental, «mucho antes de que la esquizofrenia y los comportamientos perturbados hicieran su aparición».10 Igual que los halcones de la guerra que claman para bombardear países «hasta devolverlos a la Edad de Piedra», Cameron creía que la terapia de shock era el método que arrojaría a sus pacientes de vuelta a la infancia, en una regresión absoluta. En un artículo que escribió en 1962 para una revista científica, describió el estado al que quería reducir a pacientes como Gail Kastner: «No solamente se produce una pérdida de la imagen espacio-tiempo, sino que también se pierde el sentido de que debería existir. Durante esta fase el paciente muestra una serie de síntomas diversos, como pérdida de un segundo idioma o de conciencia acerca de su estado civil. En formas más avanzadas, tal vez no pueda caminar sin apoyo, alimentarse o dé muestras de incontinencia urinaria y fecal. [...] Todos los aspectos de su función de memoria están gravemente afectados».11
Para «borrar la pauta» de sus pacientes, Cameron utilizó un instrumento relativamente nuevo, llamado Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez de una. Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los retazos de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina, barbitúricos, pentotal sódico, óxido de nitrógeno (el conocido «gas de la risa»), metanfetamina, Seconal, Nembutal, Veronal, Melicone, Thorazine, largactil e insulina. Cameron escribió en un artículo en 1956 que gracias a estos fármacos, el paciente «se desinhibía y sus defensas se debilitaban».12
Una vez se completaba el proceso de «eliminación de las pautas» del paciente, y su anterior personalidad había sido satisfactoriamente borrada, el proceso de implantación de conducta podía empezar. Consistía en que Cameron hacía escuchar a los pacientes cintas grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y una buena esposa, y la gente disfruta de su compañía». En tanto que psicólogo conductista, creía que si sus pacientes se impregnaban de los mensajes grabados en la cinta, empezarían a comportarse de forma distinta.*
* Si Cameron no hubiera gozado de tanto poder en su campo, sus cintas de «implantación conductual» habrían sido tachadas de psicología barata. Tuvo la idea al ver un anuncio del cerebrófono, un fonógrafo que se colocaba en la mesilla de noche, con altavoces insertados en la almohada, y que sostenía ser «un método revolucionario para aprender idiomas durante el sueño».
Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.13
A mediados de los años cincuenta, varios investigadores de la CIA se interesaron por los métodos de Cameron. Era el principio de la histeria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas especiales de interrogación». Un memorando desclasificado de la CIA explica que el programa «examinaba y analizaba numerosas técnicas de interrogación poco habituales, incluyendo el acoso psicológico y otros métodos como el aislamiento total, así como el uso de drogas y sustancias químicas».14 El proyecto conoció el primer nombre en código de Bluebird, luego Proyecto Alcachofa y finalmente fue bautizado como MKUltra en 1953. Durante la siguiente década, MKUltra gastó más de veinticinco millones de dólares en busca de formas nuevas de romper la voluntad de un prisionero sospechoso de comunismo o de ser agente doble. Más de ochenta instituciones participaron en el programa, incluyendo cuarenta y cuatro universidades y doce hospitales.15
Los agentes implicados tenían abundantes ideas y mostraban una notable creatividad en su celo por extraer información de personas que no deseaban compartirla. El problema era cómo comprobar la efectividad de esos métodos e ideas. Las actividades de los primeros años del Proyecto Bluebird y Alcachofa se parecen sospechosamente a esas escenas de una película de espías tragicómica en la que los agentes de la CIA se hipnotizan mutuamente y deslizan LSD en las bebidas de sus colegas para ver qué sucede (en al menos uno de los casos, un suicidio), por no mencionar la tortura de los sospechosos de pertenecer al espionaje ruso.16
Las pruebas terminaron asemejándose más a unas macabras bromas propias de universitarios desatados en pleno fervor etílico que a experimentos propios de una investigación seria, y los resultados no aportaron la certidumbre científica que la agencia iba buscando. Para eso era necesario realizar pruebas con un mayor número de cobayas humanas, y así se intentó. Pero era demasiado arriesgado: si se descubría que la CIA estaba probando drogas peligrosas en suelo americano, existía la posibilidad de que se le diera carpetazo al programa.17 En ese punto entraron en escena los investigadores canadienses, y el interés de la CIA en sus actividades. El inicio de la relación se remonta al 1 de junio de 1951, en una reunión a tres bandas entre agencias de inteligencia de diversas nacionalidades y un grupo de científicos en el Ritz-Carlton de Montreal. El tema del encuentro era la creciente preocupación que sentía la comunidad internacional de las agencias de inteligencia occidentales ante la posibilidad de que los comunistas hubieran descubierto un método para «lavar el cerebro» de los prisioneros de guerra. El motivo de esa inquietud era que los soldados norteamericanos cautivos en Corea aparecían frente a las cámaras, al parecer cooperando, para denunciar el capitalismo y el imperialismo. Según las actas desclasificadas de esa reunión en el Ritz, los asistentes —Omond Solandt, presidente del Comité de Investigación para la Defensa canadiense; sir Henry Tizard, presidente del Comité de Investigación para la Defensa británico, así como dos representantes de la CIA— estaban convencidos de que las potencias occidentales debían descubrir urgentemente la forma en que los comunistas lograban arrancar esas impresionantes declaraciones de los soldados. El primer paso era llevar a cabo un «estudio clínico de casos reales» para analizar si los lavados de cerebro podían funcionar.18 El objetivo declarado de esta investigación no era utilizar el control mental en los prisioneros, sino preparar a los soldados de las potencias occidentales para las técnicas coercitivas a las que podrían ser sometidos en caso de ser capturados.
Por supuesto, la CIA tenía otros intereses. Sin embargo, ni siquiera en una reunión confidencial y a puerta cerrada como la que se desarrolló en el Ritz, podía admitir abiertamente que le interesaba desarrollar métodos alternativos de interrogatorio. No después de las revelaciones acerca de los sistemas de tortura nazi que habían provocado un rechazo unánime en todo el mundo.
Uno de los asistentes a la reunión del Ritz era el doctor Donald Hebb, director del Departamento de Psicología en la Universidad McGill. Siempre según las actas desclasificadas, frente al misterio de las confesiones de los soldados capturados, Hebb especuló con la posibilidad de que los comunistas estuvieran manipulando a los prisioneros colocándolos en celdas aisladas e impidiéndoles el uso de los sentidos. Los jefes de inteligencia se quedaron muy impresionados, y tres meses después Hebb recibió una beca de investigación del Departamento de Defensa de Canadá, para llevar a cabo una serie de experimentos de privación sensorial. Hebb pagó veinte dólares a un grupo de sesenta y tres estudiantes de McGill para que se sometieran a aislamiento sensorial: encerrados en una habitación, con gafas oscuras, cascos con cintas de ruido monocorde, y tubos de cartón sobrepuestos a sus manos y pies para enturbiar su sentido del tacto. Durante días, los estudiantes flotaron en un mar vacío, sin ojos, orejas o manos que les orientaran, viviendo cada vez más intensamente al ritmo de los vaivenes de su imaginación. Para comprobar hasta qué punto la privación sensorial los hacía vulnerables al «lavado de cerebro», Hebb empezó a pasarles cintas de voces que sostenían que los fantasmas existían, o que la ciencia era una superchería. Antes del experimento, los estudiantes habían declarado que no estaban de acuerdo con esas ideas.19
En un informe confidencial acerca de los descubrimientos de Hebb, el Comité de Investigación para la Defensa llegó a la conclusión de que la privación sensorial claramente causaba un estado de confusión extrema, así como alucinaciones, en los sujetos del experimento. El informe seguía diciendo: «Se produce una reducción significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de privación de la percepción».20 Además, la curiosidad estimulada de los estudiantes les hacía más receptivos a las ideas que enunciaban las cintas, y sorprendentemente varios de ellos desarrollaron una afición por las ciencias ocultas que duró varias semanas después de la finalización del experimento. Era como si la privación sensorial hubiera borrado parcialmente sus mentes, y los estímulos sensoriales aplicados durante el proceso hubieran reescrito sus pautas de conducta.
La CIA recibió una copia del principal estudio de Hebb, y también se enviaron cuarenta y un y cuarenta y dos ejemplares para la Armada y el Ejército de Estados Unidos, respectivamente.21 La CIA también controlaba los experimentos a través de uno de los ayudantes de Hebb, Maitland Baldwin. Éste, sin saberlo Hebb, informaba directamente a la agencia.22 El vivo interés de la CIA no resultaba nada sorprendente: como mínimo, Hebb había demostrado que un período de aislamiento intensivo podía llegar a interferir en la capacidad de pensar claramente y hacía que las personas se inclinaran con más facilidad ante las sugerencias o indicaciones de sus captores. Eran ideas que no tenían precio para un interrogador. Hebb finalmente se dio cuenta de que los frutos de su investigación tenían un enorme potencial, y que no solamente podían emplearse para la protección de los soldados capturados, sino también como un protocolo para la tortura psicológica. En la última entrevista que concedió en 1985, antes de fallecer, Hebb declaró: «Cuando enviamos nuestro informe al Comité de Investigación para la Defensa comprendimos que estábamos describiendo unas técnicas de interrogatorio cuya potencia era tremenda».23
El informe de Hebb indicaba que cuatro de los estudiantes «comentaron espontáneamente que el propio experimento era una forma de tortura», lo que equivalía a decir que si les obligaba a permanecer en el marco del estudio más allá de su umbral de resistencia —dos o tres días— estaría violando la ética médica. Consciente de las limitaciones que eso impondría en el experimento, Hebb escribió que no podía obtener «resultados más depurados» porque «no es posible obligar a los sujetos a permanecer de treinta a sesenta días en condiciones de privación sensorial».24
Quizá no era posible para Hebb, pero su colega en McGill y archirrival académico, el doctor Ewen Cameron, no tenía ningún problema. (En un momento de franqueza, Hebb tildó a Cameron de «criminalmente estúpido».25) Cameron ya estaba convencido de que la destrucción violenta de las mentes de sus pacientes era el primer paso necesario para que emprendieran su viaje de regreso a la salud mental, y por lo tanto no constituía una violación del juramento hipocrático. En cuanto al tema de la autorización del paciente, tampoco era un problema. Estaban a su merced, pues el formulario estándar de ingreso en el hospital prácticamente confería a Cameron un poder absoluto para dictaminar el tratamiento requerido. Incluso podía recomendar una lobotomía total.
Aunque había estado en contacto con la agencia durante años, Cameron obtuvo su primera beca de la CIA en 1957, a través de una organización pantalla denominada Sociedad para la Investigación de la Ecología Humana.26 A medida que los dólares de la CIA fueron a parar a las arcas del Alian Memorial Institute, éste se parecía más y más a una prisión macabra y menos a un hospital.
El primer cambio consistió en incrementar brutalmente la dosis de electroshocks. Los dos psiquiatras que inventaron la polémica máquina Page-Russell recomendaban cuatro tratamientos por paciente, con un total de veinticuatro shocks individuales.27 Cameron empleó la máquina en sus pacientes dos veces al día durante treinta días, alcanzando la escalofriante cifra de 360 descargas por paciente, mucho más de lo que Gail y otros pacientes al principio habían recibido.28 Añadió más drogas experimentales al cóctel que recibían, ya de por sí explosivo; a la CIA le interesaban particularmente las que alteraban la percepción sensorial, como el LSD y la fenciclidina.
También añadió otras armas a su arsenal de manipulación mental: privación sensorial e incremento de la duración de los ciclos de sueño, un doble proceso que, según él, «reduciría las defensas del sujeto», haciéndolo más receptivo a los mensajes de las cintas.29 Gracias a la financiación de la CIA, Cameron convirtió los antiguos establos de la parte posterior del hospital en espacios individuales de aislamiento. También remodeló el sótano cuidadosamente, construyendo una habitación que denominó la «celda de aislamiento».30 La estancia se insonorizó, aunque instaló altavoces para emitir ruido blanco, un sonido monocorde permanente. Eliminó la iluminación y cada paciente recibió un par de anteojos oscuros y «tapones de goma» para las orejas. Sus brazos y piernas fueron forrados con tubos de cartón, «impidiendo que los sujetos toquen su propio cuerpo, y logrando así interferir en la percepción que tienen de su propio cuerpo», tal y como Cameron describió en un artículo publicado en 1956.31 Pero en lugar de someter a los sujetos a un par de días de privación sensorial intensa, como los estudiantes de Hebb que no pudieron aguantar más, Cameron los obligó a permanecer en ese estado durante semanas. Uno de ellos se pasó treinta y cinco días en la celda de aislamiento.32
Otro de los experimentos de Cameron con los sentidos de sus pacientes tenía lugar en la sala del sueño, donde se les mantenía en un estado de duermevela a base de fármacos y drogas, durante veinte o veintidós horas al día, con enfermeras turnándose cada dos horas con el único propósito de evitar llagas, alimentar a los pacientes y aliviar sus necesidades urinarias y fecales.33 Los pacientes permanecían en dicho estado de quince a treinta días, aunque Cameron informó que «algunos pacientes han superado los sesenta y cinco días de sueño continuo».34 El personal del hospital tenía instrucciones de no permitir que los pacientes les dirigieran la palabra. Tampoco debían darles ninguna información acerca del tiempo que iban a permanecer en la habitación. Para asegurarse de que nadie lograra escapar de esa pesadilla, Cameron administró a un grupo de pacientes pequeñas dosis de curare, droga que provoca una parálisis física, convirtiéndolos, literalmente, en prisioneros de sus propios cuerpos.35
En un artículo publicado en 1960, Cameron afirmaba que «existen dos principales factores que nos permiten mantener una imagen espacial y temporal». Es decir, que nos permiten saber quiénes somos y dónde estamos. Esas dos fuerzas son «a) una fuente continuada de información sensorial y b) nuestra memoria». Gracias al electroshock, Cameron aniquilaba la memoria; mediante las celdas de aislamiento, destruía todo origen de información sensorial. Estaba decidido a forzar la completa pérdida de sentidos en sus pacientes, hasta que no supieran dónde estaban ni quiénes eran. Cuando se dio cuenta de que algunos pacientes conseguían saber la hora que era gracias a las comidas diarias, Cameron ordenó a la cocina del centro que mezclara los platos y las horas: servían sopa para desayunar y leche con cereales para cenar. «Al variar los intervalos y cambiar el menú esperado pudimos romper el ciclo horario de alimentación que los pacientes habían desarrollado», informaba Cameron con satisfacción. Aun después de aquello, descubrió que a pesar de sus esfuerzos un paciente conservaba una leve conexión con el mundo exterior gracias al «ligero murmullo» de los motores de un avión que sobrevolaba el hospital cada mañana, a las nueve.36
Para cualquier persona que esté familiarizada con los testimonios de gente que ha sobrevivido a la tortura, este detalle es desgarrador. Cuando les preguntan a los prisioneros cómo pudieron sobrevivir durante meses o incluso años de aislamiento, a menudo hablan de cómo oían el lejano tañido de las campanas de una iglesia, o la llamada del imán a la mezquita, o las risas de los niños jugando en un parque cercano. Cuando la vida se reduce a las cuatro paredes de una celda, el ritmo de los sonidos del exterior es una especie de cuerda salvavidas, la prueba de que el prisionero aún es humano, de que existe un mundo más allá de la tortura. «Escuché a los pájaros cantar al amanecer cuatro veces, fuera. Así es como sé que fueron cuatro días», dijo un superviviente de la última dictadura uruguaya, recordando un período de detención y tortura particularmente brutal.37 La mujer anónima en el sótano del Alian Memorial Institute, esforzándose por oír el distante motor de un avión en medio de una neblina de oscuridad, drogas y descargas eléctricas, no era una paciente en manos de un médico. Era, a todos los efectos, una prisionera que estaba siendo torturada.
Existen varios indicios de que Cameron sabía perfectamente que estaba simulando un proceso de tortura real y que, en tanto que acérrimo anticomunista, disfrutaba de la idea de que su programa y sus pacientes formaban parte de la Guerra Fría. En una entrevista concedida a una popular revista en 1955, comparó abiertamente a sus pacientes con prisioneros de guerra enfrentados a un interrogatorio hostil, diciendo que «al igual que los capturados por los comunistas, solían resistirse [al tratamiento] y había que romper su voluntad».38 Un año más tarde, escribió que el objetivo de eliminar las pautas conductuales era «la erradicación de las defensas del individuo» y señalaba que «el proceso es análogo al sometimiento de un sujeto bajo interrogatorio continuo».39 Hacia 1960, Cameron dictaba conferencias acerca de sus investigaciones sobre la privación sensorial, no solamente a otros psiquiatras, sino también a públicos militares. En una charla en la base aérea Brooks, en Texas, afirmó que no estaba curando la esquizofrenia, sino que más bien «la privación sensorial genera los mismos síntomas iniciales que la esquizofrenia: alucinaciones, ansiedad aguda, pérdida de contacto con la realidad».40 En las notas que acompañan al texto de la conferencia, menciona la administración de una «sobrecarga de información» a renglón seguido de la privación sensorial, una referencia a su empleo de las descargas eléctricas y los bucles interminables de cintas con repetición de mensaje. Era una anticipación de las tácticas de interrogación que habrían de llegar en el futuro.41
El trabajo de Cameron recibió financiación de
En 1988, The New York Times publicó un valiente reportaje sobre la implicación de los Estados Unidos en la tortura y los asesinatos que habían tenido lugar en Honduras. Florencio Caballero, un interrogador hondureño miembro del brutal y famoso Batallón 3-16, reveló al periódico que él y veinticuatro de sus compañeros habían viajado a Texas y que la CIA les había entrenado. «Nos enseñaron tácticas psicológicas: cómo estudiar el miedo y las debilidades de un prisionero. Hacer que se levantara y se quedara de pie, no dejarle dormir, desnudarle y aislarlo, poner ratas y cucarachas en su celda, darle comida podrida, incluso animales muertos, arrojarle agua fría a la cara, cambiar la temperatura de su entorno». Se olvidó de una técnica: el electroshock. Inés Murillo, una presa de veinticuatro años que fue «interrogada» por Caballero y sus compañeros, dijo al Times que recibió numerosas descargas eléctricas y que «gritaba y gritaba y me desmayaba del shock. Los gritos sencillamente brotan de ti», afirmaba. «Olía a quemado y me daba cuenta de que era mi piel, a causa de las descargas. Dijeron que me torturarían hasta que me volviera loca. No les creí. Pero entonces me abrieron las piernas y conectaron los electrodos a mis genitales».44 Murillo también declaró que había alguien más en la estancia: un norteamericano que les pasaba las preguntas a sus interrogadores, y al que los demás llamaban «señor Mike».45
Las revelaciones publicadas en el periódico terminaron en una investigación en el Comité de Inteligencia del Senado, donde el director adjunto de la CIA, Richard Stolz, confirmó que «Caballero efectivamente asistió a un curso de explotación de recursos humanos de la CIA, también conocido como curso de interrogación».46 The Baltimore Sun interpuso una solicitud de información al amparo de la Freedom of Information Act para obtener el material del curso utilizado para entrenar a gente como Caballero. Durante mucho tiempo la CIA se negó a entregarlo. Finalmente, bajo amenaza de una demanda, y nueve años después de la publicación del artículo, la CIA hizo público un manual titulado Kubark Counterintelligence Information. Según The New York Times, «Kubark» es un criptograma codificado. Ku, una sílaba al azar y bark es el nombre secreto de la agencia en aquellos tiempos. Informes más recientes han especulado con la posibilidad de que ku se refiera a un país en concreto, o una operación encubierta o clandestina determinada.47 El texto era un manual secreto de 128 páginas de extensión acerca de las técnicas de «interrogación de fuentes no colaboradoras», que se nutre principalmente de la investigación encargada por MKUltra. Se adivina la huella de los experimentos de Ewen Cameron y Donald Hebb sobre privación sensorial en todo el documento. Los métodos van desde la consabida privación sensorial hasta posiciones de estrés, capuchas y técnicas para infligir dolor. (El manual advierte de entrada que muchas de estas tácticas son ilegales e indica a los interrogadores que deben obtener «la aprobación previa de sus cuarteles generales [...] en los casos siguientes: 1) Si va a infligirse un daño físico. 2) Si se van a emplear métodos o materiales médicos, químicos o eléctricos para obtener la obediencia del sujeto.»)48
El manual está fechado en 1963, el último año de funcionamiento del programa MKUltra y dos años después de que la CIA dejara de financiar los experimentos de Cameron. El texto afirma que si las técnicas se utilizan debidamente, «destruirán la capacidad de resistencia» de una fuente no colaboradora. Este es, en definitiva, el verdadero propósito de MKUltra: más allá de la investigación acerca de los lavados de cerebro (que sólo era un proyecto colateral), el objetivo era diseñar un sistema basado en premisas científicas para extraer información de las «fuentes no colaboradoras».49 En otras palabras, tortura.
En la primera página del manual, se puede leer que los métodos de interrogación descritos están basados en «amplias investigaciones, incluyendo pruebas clínicas llevadas a cabo por especialistas en campos relacionados». Representa una nueva era de tortura precisa y refinada. Nada que ver con el tormento sangriento e inexacto que había sido estándar desde la Santa Inquisición. A modo de prefacio, el manual insiste: «El servicio secreto de inteligencia que es capaz de aportar conocimientos pertinentes y modernos que arrojen luz sobre los problemas de nuestro tiempo goza de una increíble ventaja, y va muy por delante del servicio de información que lleva a cabo sus operaciones encubiertas con estrategias propias del siglo pasado. [...] Ya no es posible hablar seriamente de los métodos de interrogación sin hacer referencia a la investigación psicológica que se ha llevado a cabo durante la última década».50 Sigue un completo manual paso a paso sobre cómo desmantelar la personalidad de un ser humano.
El libro también incluye una extensa sección sobre privación sensorial que habla de «una serie de experimentos llevados a cabo en la Universidad McGill».51 Describe cómo deben construirse las celdas de aislamiento y señala que «la privación de estímulos sensoriales induce un estado de regresión en el sujeto, pues impide que su mente esté en contacto con el mundo exterior, forzándole a introvertirse. Al mismo tiempo, un suministro calculado de estímulos durante la interrogación hace que el sujeto vea al interrogador como a una figura paterna durante su estado de regresión».52 La Freedom of Information Act que amparó la petición del Baltimore Sun también descubrió una versión actualizada del manual, publicada por primera vez en 1983, para ser utilizada en Latinoamérica. «La ventana de la celda debe situarse en un punto elevado de la pared, con posibilidad de bloquear la luz», afirma.*53
* La versión de 1983 está claramente diseñada para dar una clase, pues cuenta con cuestionarios de preguntas y respuestas para autoevaluación. También contiene amigables recordatorios: «Recuerda siempre que debes empezar cada sesión con baterías nuevas».
Precisamente lo que Hebb temió: que se utilizaran sus experimentos en privación sensorial como «técnicas de interrogación de tremendo alcance». Pero fue la labor de Cameron, y su receta para romper la «imagen tiempo-espacio», lo que conforma el espíritu de la fórmula Kubark. El manual describe varias de las técnicas desarrolladas para romper la pauta de conducta de los pacientes en un sótano del Alian Memorial Institute: «El principio es que las sesiones deberían planificarse con el fin de erradicar la noción de orden cronológico del sujeto. [...] Algunos de los interrogados pueden volver a un estado de regresión si se realiza una manipulación persistente del tiempo, retrasando o adelantando los relojes y llevando la comida a horas desacostumbradas, diez minutos antes o después de la última ingesta. El día y la noche se mezclan y se confunden».54
Lo que fascinó a los autores de Kubark, más que las técnicas individuales, fue el enfoque de Cameron en la regresión, la idea de que al privar a una persona de la noción de quién es y dónde está, en el tiempo y el espacio, los adultos vuelven a ser niños indefensos, dependientes de otros, cuyas mentes son tablas rasas abiertas a la sugestión. Una y otra vez, el autor o autores del texto se recrea en esa idea: «Todas las técnicas utilizadas para quebrar la obstinación de un prisionero, el espectro completo que va desde el simple aislamiento hasta la hipnosis y los narcóticos, son esencialmente métodos para agilizar el proceso de regresión. A medida que el interrogado se desliza hacia un estado de infantilismo, su personalidad adquirida o estructurada se derrumba». En ese instante, el prisionero se sumerge en un estado de «shock psicológico» o «animación suspendida» del que ya hemos hablado. Es el dulce momento del interrogador, cuando «la fuente está lista para la sugestión y abierta a la cooperación».55
Alfred W. McCoy, un historiador de la Universidad de Wisconsin que ha documentado la evolución de las técnicas de tortura desde la Inquisición hasta nuestros días en su libro A Question of Torture: CIA Interrogation from the Cold War to the War on Terror, describe las instrucciones del manual Kubark para la privación sensorial y la sobrecarga sensorial subsiguiente como «la primera revolución real en la cruel ciencia del dolor que ha habido en más de tres siglos».36 Según McCoy, esa revolución no habría tenido lugar sin los experimentos McGill en los años cincuenta. «Prescindiendo de sus extravagantes excesos, los experimentos del doctor Cameron, que bebían de las investigaciones pioneras del doctor Hebb, sentaron las bases del método de tortura psicológica en dos fases diseñado por la CIA.»57
En todos los territorios donde el método Kubark se ha enseñado surgen los mismos modelos de comportamiento, diseñados para inducir, profundizar y mantener el estado de shock en el prisionero. A los prisioneros se los captura de la forma más desorientadora y confusa posible, a última hora de la noche o en veloces operaciones al amanecer, tal y como indica el manual. Inmediatamente se les pone una capucha o les ponen un trapo encima de los ojos. Les desnudan y reciben una paliza. Luego son sometidos a algún tipo de privación sensorial. Y desde Guatemala a Honduras, de Vietnam a Irán, desde las Filipinas a Chile, el empleo de las descargas eléctricas es omnipresente.
Por supuesto, no todo responde a la influencia de Cameron o del programa MKUltra. La tortura siempre funciona como una improvisación, una combinación de la técnica aprendida y del instinto humano para la brutalidad que se desata siempre que reina la impunidad. A mediados de los años cincuenta, los soldados franceses empleaban el electroshock de forma rutinaria en Argelia contra los rebeldes, en sesiones en las que a menudo les acompañaban psiquiatras.58 Durante esa época, algunos jefes militares franceses impartieron seminarios en una escuela militar de Estados Unidos especializada en la «contrainsurgencia», situada en Fort Bragg, en Carolina del Norte. Allí entrenaron a los estudiantes, compartiendo las técnicas utilizadas en Argelia.59 Sin embargo, también está claro que el especial modelo de Cameron, que combinaba dosis masivas de shock, no solamente con el fin de provocar dolor, sino específicamente para eliminar la personalidad del detenido, causó una honda impresión en la CIA. En 1966, la agencia envió a tres psiquiatras a Saigón, armados con una máquina Page-Russell. Fue empleada tan agresivamente que varios prisioneros murieron durante los interrogatorios. Según McCoy, «de hecho estaban comprobando, bajo condiciones reales, si las técnicas de modificación de conducta de Ewen Cameron desarrolladas en McGill podían alterar el comportamiento humano de veras».60
Para los oficiales de inteligencia estadounidenses, ese enfoque práctico no era lo habitual. Desde los años setenta, el papel de los agentes norteamericanos era el de mentor o entrenador, no el de interrogador directo. Los testimonios de los supervivientes de la tortura en Centroamérica de los años setenta y ochenta están plagados de referencias a misteriosos hombres que hablaban inglés y entraban y salían de las celdas, proponiendo preguntas u ofreciendo consejos. Dianna Ortiz, una monja norteamericana que fue secuestrada y encarcelada en Guatemala en 1989, ha testificado que los hombres que la violaron y la quemaron con cigarrillos se dirigían a otro hombre que hablaba español con un fuerte acento americano, y se referían a él como su «jefe».61 Jennifer Harbury, cuyo marido fue torturado y asesinado por un oficial guatemalteco a sueldo de la CIA, ha realizado una importante labor de documentación en su libro Truth, Torture and the American Way.62
Aunque Washington y sus sucesivas administraciones aprobaban estas operaciones, el papel de los Estados Unidos en las guerras sucias tenía que ser encubierto, por razones obvias. La tortura, ya sea física o psicológica, viola claramente la Convención de Ginebra, que prohíbe «cualquier forma de tortura o de crueldad», así como el propio Código de Justicia Militar del ejército de los Estados Unidos afirma que no deben realizarse actos de «crueldad» u «opresión» contra los presos.63 El manual Kubark advierte a los lectores en la página 2 que sus técnicas comportan la posibilidad de «posteriores demandas judiciales», y la versión de 1983 es aún más directa: «El uso de la fuerza, tortura mental, amenazas, insultos o la exposición a un trato desagradable o inhumano bajo cualquiera de sus formas, como apoyo a una labor de interrogación, están prohibidos por la ley, tanto internacional como nacional».64 Sencillamente, lo que enseñaban era ilegal y debía permanecer en secreto por su naturaleza. Si alguien preguntaba, los agentes estadounidenses estaban supervisando el aprendizaje de sus estudiantes de países en vías de desarrollo. ¿La materia? Técnicas avanzadas de interrogación policial. Ellos no eran responsables de los «excesos» que se producían fuera del horario escolar.
El 11 de septiembre de 2001, ese sempiterno esfuerzo por negar plausiblemente la realidad se esfumó. El ataque terrorista contra las Torres Gemelas y el Pentágono era un shock distinto de los que habían imaginado los autores de Kubark, pero sus efectos fueron notablemente similares: profunda desorientación, miedo y ansiedad agudas, y una regresión colectiva. Como el interrogador que adopta la «figura paterna», la administración Bush se apresuró a jugar con ese miedo para desempeñar el papel del padre protector, dispuesto a defender «la patria» y su pueblo vulnerable por todos los medios que fueran necesarios. El cambio en la política de Estados Unidos, que se resume en la desgraciadamente conocida declaración del vicepresidente Dick Cheney acerca de trabajar «el lado oscuro», no significó que esta administración abrazara tácticas que habrían repelido a sus antecesores, más compasivos y humanos (como demasiados demócratas han afirmado, invocando lo que el historiador Garry Wills llama el especial mito americano de la «pureza original»).65 Más bien, la revolución es que anteriormente estas operaciones se llevaban a cabo a distancia suficiente como para negar todo conocimiento de las mismas. Ahora, se realizarían directamente y la administración las defendería abiertamente.
A pesar de todo el debate acerca de la tortura «privatizada», en manos de proveedores externos, la verdadera innovación de la administración Bush es que la ha internalizado, torturando a prisioneros en instalaciones estadounidenses, con sesiones de tortura dirigidas o gestionadas por norteamericanos. Los presos llegan a las instalaciones mediante «extraditaciones extraordinarias» desde terceros países, transportados por aviones norteamericanos. Ésa es la diferencia del régimen de Bush: después de los ataques del 11 de septiembre, se atrevió a pedir el derecho a torturar sin vergüenza alguna. Eso ponía a la administración en una posición delicada, pues podía ser objeto de una investigación criminal, problema que soslayó cambiando la legislación. La cadena de acontecimientos es de todos conocida: el entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, siguiendo órdenes de George W. Bush, decretó que los presos capturados en Afganistán no entraban en el marco de la Convención de Ginebra porque eran «combatientes enemigos», no prisioneros de guerra, un punto de vista corroborado por la Oficina Legal de la Casa Blanca y su director, Alberto Gonzales (más tarde ascendido a fiscal general del Estado).66 Luego, Rumsfeld aprobó una serie de técnicas de interrogación especiales para la guerra contra el terror. Incluían los métodos descritos por los manuales de la CIA: «celdas de aislamiento durante un máximo de treinta días; privación sensorial de luz y estímulos auditivos»; «puede cubrirse la cabeza del detenido con una capucha durante su desplazamiento e interrogatorio»; «permiso para retirarle la ropa» y «explotar las fobias individuales de los detenidos (como el miedo a los perros) para causarle estrés».67 Según la Casa Blanca, la tortura seguía estando prohibida, pero para que ahora se considerase tortura, el dolor infligido debía ser «equivalente en intensidad al dolor que provoca una herida física de gravedad, como un fallo o insuficiencia de los órganos».*68 Según estas nuevas regulaciones, el gobierno estadounidense era libre de emplear los métodos desarrollados durante los años cincuenta en innumerables operaciones encubiertas, secretismos y desmentidos, sólo que ahora podía utilizarlas a plena luz del día, sin miedo a la persecución legal. Así, en febrero de 2006, el Comité de Inteligencia Científica, un brazo consultor de la CIA, publicó un informe escrito por un veterano interrogador del Departamento de Defensa. Declaraba abiertamente que era imprescindible una «cuidadosa lectura del manual Kubark para cualquier participante en un interrogatorio».69
* Presionada por los legisladores del Congreso y del Senado, así como por el Tribunal Supremo, la administración Bush se vio obligada a moderar ligeramente su postura cuando el Congreso aprobó la Ley de Comisiones Militares en el año 2006. Pero aunque la Casa Blanca utilizó la nueva ley para argumentar que había abandonado la práctica de la tortura, en realidad existían numerosos vacíos legales que permitían a la CIA y otros agentes privados el uso de las técnicas Kubark de privación sensorial y sobrecarga mental, así como otras técnicas «creativas» que incluían la escenificación y simulación del ahogamiento del detenido («water-boarding»). Antes de firmar la ley, Bush incluyó una «declaración de firmado» estableciendo su derecho a «interpretar el sentido y la aplicación de la Convención de Ginebra» según su criterio. The New York Times describió este documento como «la reescritura unilateral de más de doscientos años de tradición legislativa y Derecho».
Una de las primeras personas que tuvo que hacer frente a este nuevo orden fue el ciudadano estadounidense, y antiguo miembro de una pandilla urbana, José Padilla. Fue arrestado en mayo de 2002 en el aeropuerto O'Hare de Chicago, acusado de intentar construir una «bomba sucia». En lugar de presentar cargos y procesarle por los cauces que ofrecía el sistema legal, Padilla fue considerado combatiente enemigo, lo que le privó de todos sus derechos. Le transportaron hasta una prisión de la Armada en Charleston, en Carolina del Sur. Padilla afirma que le inyectaron una droga, que cree pudiera ser LSD o PCP, y le sometieron a una intensa sesión de privaciones sensoriales: la celda era estrecha y las ventanas estaban tapadas para no dejar pasar la luz. No le permitían acceder a relojes o calendarios. Sólo salía de su celda con cadenas, los ojos vendados y cascos para impedir la percepción cíe cualquier sonido. Padilla pasó 1.307 días en esas condiciones, sin acceso a ningún contacto humano excepto el de sus interrogadores. Durante las sesiones de interrogación, éstos bombardeaban los abotargados sentidos de Padilla con una descarga de luces y sonidos martilleantes.70
Padilla por fin recibió la oportunidad de presentarse frente a un tribunal en diciembre de 2006, aunque las acusaciones relativas a la bomba sucia, por las cuales le habían arrestado, no prosperaron. Le acusaron de mantener contacto con terroristas, pero apenas pudo defenderse. Según el testimonio de los expertos, las técnicas de regresión modeladas por Cameron habían tenido un rotundo éxito, y habían destruido el adulto en él, precisamente el objetivo para el que fueron diseñadas. «La tortura intensiva que ha sufrido el señor Padilla le ha dañado física y mentalmente», afirmó su abogado. «El trato del gobierno hacia el señor Padilla le ha privado de su ser personal, de su más íntima identidad.» Un psiquiatra que lo entrevistó llegó a la conclusión de que «el acusado carece de la capacidad de colaborar en su propia defensa».71 Sin embargo, el juez del tribunal, nombrado por la administración Bush, insistió en que Padilla estaba capacitado para someterse a juicio. El hecho de que se llevara a cabo ese juicio, en público, convierte al caso Padilla en algo extraordinario. Miles de prisioneros detenidos en prisiones a cargo del gobierno estadounidense —y que a diferencia de Padilla no eran ciudadanos norteamericanos— han sufrido el mismo régimen de tortura, sin la posibilidad de un juicio público en los tribunales civiles.
Muchos languidecen en Guantánamo. Mamduh Habib, un australiano encarcelado allí, declara que «Guantánamo es un experimento [...] y el lavado de cerebro es el objetivo de ese experimento».72 Ciertamente, de los testimonios, informes y fotografías que se han filtrado de Guantánamo, se desprende la sensación de que el Allan Memorial Institute de los años cincuenta se ha teletransportado a Cuba. Al ingresar en la cárcel, se les coloca una capucha a los detenidos, anteojos oscuros y pesados cascos que les privan de escuchar sonidos, ver imágenes o conservar nociones espacio-temporales. Les dejan aislados en sus celdas durante meses, y sólo salen para recibir un bombardeo de ruidos, como ladridos de perros, luces centelleantes y grabaciones sin pausa de bebés llorando, música a toda potencia y maullidos de gatos.
Para muchos prisioneros, los efectos de estas técnicas han sido los mismos que se obtenían en el Allan en los años cincuenta: una regresión total y absoluta. Un detenido liberado, ciudadano británico, les dijo a sus abogados que toda una sección del centro, el Bloque Delta, está reservada para «al menos unos cincuenta» detenidos que han caído en un estado de alucinación permanente.73 Una carta desclasificada del FBI al Pentágono describe a un prisionero de alto valor estratégico que fue «sometido a aislamiento intenso durante más de tres meses» y que «empezaba a dar muestras de un comportamiento propio del trauma psicológico agudo (habla con gente imaginaria, afirma haber oído voces, y se encorva en la celda cubriéndose con la sábana durante horas y horas)».74 James Yee, un clérigo musulmán retirado del ejército que trabajaba en Guantánamo, ha descrito a los prisioneros del Bloque Delta, afirmando que presentaban los síntomas clásicos de la regresión extrema. «Me detenía a hablar con ellos, y me respondían con voces infantiles, soltando una sarta de incoherencias. Muchos de ellos canturreaban canciones de cuna, chillando incluso, repitiendo las estrofas una y otra vez. Otros se erguían sobre la cama metálica y se comportaban como niños. Me recordaban al Rey de la Montaña, juego con el que solía pasar el rato con mis hermanos cuando éramos pequeños.» La situación empeoró notablemente en enero de 2007, cuando 165 prisioneros fueron trasladados a una nueva ala del centro, conocida como Campamento Seis, donde las celdas de aislamiento de acero no permitían ningún contacto humano. Sabin Willett, abogado que representa a varios prisioneros de Guantánamo, advirtió que si la situación seguía así, «terminarán gestionando un asilo de lunáticos».75
Los grupos en pro de los derechos humanos señalan que Guantánamo, a pesar de lo horrible que pueda parecer, es en realidad uno de los centros de interrogación gestionados por Estados Unidos y fuera del marco jurídico más flexible y abierto a investigación. Admiten una relativa labor de control por parte de la Cruz Roja y los abogados. Por todo el mundo, un número indeterminado de prisioneros han desaparecido en la red de «puntos negros» que constituyen las prisiones estadounidenses situadas y controladas en territorio extranjero, o bien se los ha tragado la tierra durante los procesos de extradición. Los pocos que han sobrevivido a esa pesadilla afirman haber sufrido todo el arsenal de las tácticas de choque Cameron.
El clérigo italiano Hasan Mustafá Osama Nasr fue secuestrado en las calles de Milán por un grupo de operativos de la CIA y de la policía secreta italiana. «No tenía ni idea de lo que sucedía», escribió más tarde. «Empezaron a darme golpes en el estómago y por todo el cuerpo. Me envolvieron la cabeza con cinta adhesiva, y cortaron aberturas en la boca y la nariz para que pudiera respirar». Le llevaron a Egipto, donde vivió en una celda sin luz, con «cucarachas y ratas arrastrándose por mi cuerpo» durante catorce meses. Nasr permaneció encarcelado en Egipto hasta febrero de 2007, pero logró sacar al exterior una carta de once páginas escrita a mano en donde detallaba los abusos que sufría.76
Escribió que le sometieron repetidas veces a electroshocks. Según un artículo de The Washington Post, «le ataban a una plancha de hierro conocida como "La novia" y le conectaban electrodos al cuerpo. La estructura reposaba sobre un colchón mojado en el suelo. Mientras un interrogador se sentaba en una silla de madera que descansaba en los hombros del prisionero, otro apretaba un botón y enviaba descargas eléctricas que recorrían los muelles del colchón y la plancha».77 También le aplicaron descargas en los testículos, según denunció Amnistía Internacional.78
Hay motivos para creer que el uso de torturas con descargas eléctricas en prisioneros del gobierno estadounidense no es un caso aislado, hecho que suele soslayarse en casi todos los debates que tratan de dirimir si Estados Unidos está practicando tortura o si es mera «creatividad interrogadora». Jumah al-Dossari, un prisionero de Guantánamo que ha intentado suicidarse más de una docena de veces, le dijo a su abogado que durante su detención en Kandahar, bajo custodia norteamericana, «el interrogador trajo un aparato parecido a un teléfono móvil, que en realidad generaba descargas eléctricas. Empezó a aplicármelo en cara, espalda, miembros y genitales».79 Y Murat Kurnaz, originario de Alemania, tuvo que pasar por situaciones parecidas en otra prisión en Kandahar, también bajo control estadounidense. «Fue al principio, así que no había prácticamente ninguna regla. Tenían derecho a hacerte de todo. Solían darnos palizas regularmente. Utilizaron descargas eléctricas. También me hundían la cabeza en el agua durante las sesiones».80
EL FRACASO DE
Al final de nuestra primera entrevista, le pedí a Gail Kastner que me hablara un poco más de sus «sueños eléctricos». Me dijo que a menudo sueña con filas de pacientes entrando y saliendo de un estado onírico inducido por las drogas. «Oigo los gemidos, los gritos, los gruñidos, voces diciendo "no, no, no". Recuerdo cómo era despertarse en esa habitación. Cubierta de sudor, mareada, las náuseas, los vómitos. Y esa extraña sensación en mi cabeza. Como si tuviera una masa amorfa en su lugar». Mientras hablaba, Gail parecía estar muy lejos, hundida en su sillón azul, sus palabras casi sin aliento. Entrecerró los párpados, y pude ver sus ojos moviéndose con rapidez. Se puso la mano en la sien derecha y dijo con una voz cargada y soñolienta: «Tengo un flashback. Tiene que distraerme. Cuénteme cómo está Irak. Dígame lo mal que va».
Me devané los sesos para recordar una historia apropiada para ese extraño momento y se me ocurrió algo relativamente inocente acerca de la vida en la Zona Verde. El rostro de Gail se relajó lentamente, y su respiración se hizo más pesada. De nuevo sus ojos azules me miraban fijamente.
—Gracias —dijo—. Era un flashback.
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque usted me lo dijo.
Se inclinó y escribió algo en un pedazo de papel.
Después de dejar a Gail esa tarde, seguí reflexionando sobre lo que no le había contado cuando me pidió que le hablara de Irak. Lo que hubiera deseado decirle, pero no pude: que ella me recordaba a Irak. No podía evitar pensar en lo que le había sucedido a ella, una persona en estado de shock, y lo que había sucedido allí, un país en estado de shock. Estaban conectados, eran distintas manifestaciones de una misma y terrible lógica.
Las teorías de Cameron estaban basadas en la idea de que llevar a sus pacientes a un estado de regresión crearía las condiciones ideales para el «renacimiento» de ciudadanos de impecable comportamiento. No es ningún consuelo para Gail, que tendrá que vivir para siempre con su columna vertebral dañada y sus recuerdos quebrados, pero en sus escritos Cameron veía sus actos de destrucción como un proceso de creación, un regalo para sus desafortunados pacientes que bajo su cuidadosa labor de repautación, volverían a nacer de nuevo.
En este sentido Cameron fracasó espectacularmente. No importa el grado de regresión que alcanzaron sus pacientes: jamás llegaron a aceptar o absorber por completo los mensajes incansablemente grabados en las cintas. Aunque fue un genio en la destrucción de personalidades, fue incapaz de reconstruirlas. Un estudio de seguimiento llevado a cabo después de que Cameron dejara el Allan Memorial Institute determinó que el 75 % de sus pacientes había empeorado después de sus tratamientos. De los pacientes que desarrollaban una vida laboral normal antes de la hospitalización, más de la mitad fueron incapaces de retomar sus trabajos y otros muchos, como Gail, sufrieron una batería de dolencias físicas y mentales desconocidas. La «pautación psíquica» no funcionó, ni siquiera un ápice, y finalmente el Allan Memorial Institute prohibió dichas prácticas.81
El problema, obvio visto en retrospectiva, fue la premisa en la que descansaba la teoría de Cameron: la idea de que antes de curar al enfermo, todo lo que existe en su mente debe eliminarse sin excepción. Cameron estaba seguro de que si borraba los hábitos, costumbres, pautas y recuerdos de sus pacientes, lograría algún día alcanzar el prístino estado mental de la tabla rasa. Pero a pesar de lo mucho que se esforzó, drogando, desorientando y aplicando tratamientos de choque a sus pacientes, jamás lo consiguió. Resultó ser verdad lo contrario: cuanto más insistía, más destrozaba a los sujetos de sus estudios. Sus mentes no estaban «limpias»; más bien quedaban en ruinas, su memoria fracturada y su confianza traicionada.
Los capitalistas del desastre comparten la misma incapacidad de distinguir entre destrucción y creación, entre dolor y recuperación. Es una idea que me asaltó con frecuencia durante mi estancia en Irak, cuando oteaba nerviosamente el paisaje herido en busca de la siguiente explosión. En tanto que fervientes creyentes en los poderes redentores del shock, los arquitectos de la invasión británico-estadounidense pensaron que el despliegue de fuerzas sería tan abrumador, tan deslumbrante incluso, que los iraquíes entrarían en una especie de animación suspendida, muy parecida a lo descrito por el manual Kubark. En esa ventana de oportunidad, los invasores introducirían un paquete de nuevas medidas de shock —esta vez, económicas— que crearían una democracia de libre mercado sobre la perfecta tabla rasa que constituiría el Irak posterior a la invasión.
Pero no hubo ninguna tabla rasa. Sólo escombros y gente furiosa y destrozada, que al resistirse a la invasión recibió aún más descargas, shocks y ataques, algunos de ellos basados en los experimentos que sufrió Gail Kastner tantos años atrás. «Somos muy buenos cuando se trata de romper las cosas. Pero el día que me pase más tiempo reconstruyéndolas en lugar de combatiendo, será un buen día», declaró el general Peter W. Chiarelli, comandante de la Primera División de Caballería en el ejército de los Estados Unidos, un año y medio después del final oficial de la guerra.82 Ese día jamás llegó. Como Cameron, los doctores del shock en Irak son capaces de destrozar, pero no parece que sepan reconstruir nada.
Notas
1. Cyril J. C. Kennedy y David Anchel, «Regressive Electric-Shock in Schizophrenics Refractory to Other Shock Therapies», Psychiatric Quarterly, vol. 22, n° 2, abril de 1948, pág. 318.
2. Ugo Cerletti, «Electroshock Therapy», Journal of Clinical and Experimental Psychopathology and Quarterly Review of Psychiatry and Neurology, n° 15, septiembre de 1954, págs. 192-193.
3. Judy Foreman, «How CIA Stole Their Minds», Boston Globe, 30 de octubre de 1998; Stephen Bindman, «Brainwashing Victims to Get $100,000», Gazette (Montreal), 18 de noviembre de 1992.
4. Gordon Thomas, Journey into Madness, Nueva York, Bantam Books, 1989, pág. 148.
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11. D. Ewen Cameron, J. G. Lohrenz y K. A. Handcock, «The Depatterning Treatment of Schizophrenia», Comprehensive Psychiatry, 3, n° 2, 1962, pág. 67.
12. Cameron, «Psychic Driving», op. cit., págs. 503-504.
13. Weinstein, Psychiatry and the CIA, op. cit., pág. 120. Nota a pie de página: Thomas, Journey into Madness, pág. 129.
14. «CIA, Memorándum for the Record, Subject: Project ARTICHOKE», 31 de enero de 1975,
15. Alfred W. McCoy, «Cruel Science: CIA Torture & Foreign Policy», New England Journal of Public Policy, vol. 19, n° 2, invierno de 2005, pág. 218.
16. Alfred W. McCoy, A Question of Torture: CIA Interrogation, from the Cold War to the War on Terror, Nueva York, Metropolitan Books, 2006, págs. 22 y 30.
17. Entre los que se encontraron tomando LSD sin saberlo durante este período de experimentación hubo prisioneros de guerra de Corea del Norte; un grupo de pacientes en un centro de tratamiento de adicción a las drogas en Lexington, Kentucky; varios miles de soldados estadounidenses en el arsenal químico Edgewood de Maryland, y los presos de la cárcel de Vacaville, en California. Ibídem, págs. 27 y 29.
18. «Una nota anónima encontrada en los archivos identifica al doctor Caryl Haskins y al comandante R. J. Williams como los representantes de la CIA en la reunión.» David Vienneau, «Ottawa Paid for '50s Brainwashing Experiments, Files Show», Toronto Star, 14 de abril de 1986; «Minutes of June 1, 1951, Canada/US/UK Meeting Re: Communist "Brainwashing" Techniques during the Korean War», reunión en el hotel Ritz-Carlton, Montreal, 1 de junio de 1951, pág. 5.
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20. Defense Research Board Report to Treasury Board, 3 de agosto de 1954, desclasificado, pág. 2.
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23. Ibídem.
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26. Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 103; John D. Marks, The Search for the Manchurian Candiadate: The CIA and Mind Control, Nueva York, Times Books, 1979, pág. 133.
27. R. J. Russell, L. G. M. Page y R. L. Jillett, «Intensified Electroconvulsant Therapy», Lancet, 5 de diciembre de 1953, pág. 1.178.
28. Cameron, Lohrenz y Handcock, «The Depatterning Treatment of Schizophrenia», op. cit., pág. 68.
29. Cameron, «Psychic Driving», op. cit., pág. 504.
30. Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 180.
31. D. Ewen Cameron y otros, «Sensory Deprivation: Effects upon the Functioning Human in Space Systems», en Bernard E. Flaherty (comp.), Symposium on Psychophysiological Aspects of Space Flight, Nueva York, Columbia University Press, 1961, pág. 231; Cameron, «Psychic Driving», op. cit., pág. 504.
32. Marks, The Search for the Manchurian Candidate, op. cit., pág. 138.
33. Cameron y Pande, «Treatment of the Chronic Paranoid Schizophrenic Patient», op. cit., pág. 92.
34. Cameron, «Production of Differential Amnesia as a Factor in the Treatment of Schizophrenia», op. cit., pág. 27.
35. Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 234.
36. Cameron y otros, «Sensory Deprivation», op. cit., págs. 226 y 232.
37. Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe: Settling Accounts with Torturers, Nueva York, Pantheon Books, 1990, pág. 125.
38. Entrevista publicada en la revista canadiense Weekend, citada en Thomas, Journey into Madness, pág. 169.
39. Cameron, «Psychic Driving», op. cit., pág. 508.
40. Cameron cita a otro investigador, Norman Rosenzweig, para apoyar su tesis. Cameron y otros, «Sensory Deprivation», op. cit., pág. 229.
41. Weinstein, Psychiatry and the CIA, op. cit., pág. 222.
42. «Project MKUltra, The CIA's Program of Research in Behavioral Modification», Joint Hearíngs Before the Select Committee on Intelligence and the Subcommittee on Health and Scientific Research of the Committee on Human Resources, Senado de Estados Unidos, 95° Congreso, 1a sesión, 3 de agosto de 1977. Citado en Weinstein, Psychiatry and the CIA, pág. 178.
43. Ibídem, pág. 143.
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59. Pierre Messmer, ministro de Defensa francés entre 1960 y 1968, dijo que los estadounidenses invitaron a los franceses a que formaran soldados estadounidenses. En respuesta, el general Paul Aussaresses, el más notorio e impenitente de los expertos franceses en torturas, fue a Fort Bragg e instruyó a los soldados estadounidenses en técnicas de «captura, interrogatorio y tortura». Death Squadrons: The French School. documental dirigido por Marie-Monique Robín (Idéale Audience, 2003).
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