José Pablo Feinmann
Filosofía política del Peronismo
Página/12
20 Ideología del golpe de 1955
ALGO SOBRE EL PARO AGRARIO DE ESTOS DÍAS
Siempre suelo citar una frase de Borges, que también
cita Abelardo Castillo y será porque es magnífica,
que dice: “A la realidad le gustan las simetrías”.
Teníamos que entrar en la trama histórica
desatada por los hechos de septiembre de 1955 y
nos sorprende esta trama actual, la de estos días, con chacareros,
medianos y, sobre todo, grandes productores agropecuarios al
frente de algo que llaman lockout y que ha sido habitualmente
el prefacio de un golpe de Estado. La relación del campo con el
peronismo es una relación de abierto antagonismo, de insalvable
odio de clase. La oligarquía de los campos y las mieses contra un
gobierno que busca restarle recursos para favorecer (claramente
en el caso del primer peronismo) a los sectores de menos ingresos.
(Nota: Dejo de lado el tema de “los pequeños productores”,
los que tienen “sólo veinte vacas”. Pero se me ocurre: los que
tienen que diferenciarse de los grandes, si realmente son distintos
de ellos, son ante todo ellos mismos. Es una tarea de cualquier
gobierno hacer esa diferencia. Pero si los pequeños productores
se me vienen encima con su tractorcitos junto a los
tanques Sherman de los grandes, pues para mí son lo mismo,
señores. Y uno sabe cómo es la situación de lo que, en
suele “estar en el medio”: tienen terror de bajar y enorme
ambición de subir. Son capitalistas, tan capitalistas como los
grandes productores. Ergo, quieren trepar en la escala del dinero
y el poder. Se atan al tren de los poderosos. Que se espanten las
telarañas entonces los que cacarean con la diferenciación “de los
pequeños productores”. Si marchan junto a los grandes son tan
(oli)garcas como éstos. No es desde afuera que tiene que producirse
la diferenciación. Es desde adentro. ¿Que hay que captarlos?
¿Alguien cree que se los puede captar? Sólo el dinero, que es
poder, capta a los productores. Alguien (muy preocupado, no
un peronista, ¡ni por asomo!, sino un viejo militante del Partido
Comunista, un gran personaje del teatro argentino, no sé si te
gustará que te nombre Manuel Iedbavni, pero ya lo hice) me
dijo: “Me dijeron que a este gobierno no lo van a poder tumbar
porque tiene 50.000 millones de dólares en reservas”. Y sí,
ahora se entiende ese afán acumulativo de este gobierno. Está
muy solo. Buscan jaquearlo ahora haciendo punta con “el
campo”. Si cede, los medios –que son su principal y más eficaz
enemigo– arreciarán y en poco tiempo tendremos una coalición
encabezada por Duhalde, con Macri y vaya a saber qué exitoso
empresario de
porque se cierran los Talleres de Teatro. Bien, aquí no puedo
desarrollar más esto). Si menciono al primer peronismo es porque,
a partir de la estructura del IAPI, llevó adelante una transferencia
de ganancias del agro a la industria que le permitió fortalecer
su poder político y llevar a cabo una redistribución de la
renta que, hemos visto, trepó a su más alto índice histórico.
Con ese antecedente, el agro está contra el peronismo. Salvo
durante el largo mandato de Carlos Menem, en que la oligarquía
y los grupos financieros y especuladores tuvieron un jolgorio
de fáciles superganancias que los condujo no sólo a aceptar y
apoyar al peronismo, sino a deglutirse la poco aristocrática figura
de un hombre como Carlos Menem, más ligado a la farándula
en su expresión Sofovich, que al esprit de finesse de la oligarquía,
que se guardó, en algún lugar a la mano para resucitarlo
no bien hiciera falta, ese esprit, y toleró de muy buen grado los
desplantes del nuevo rico, del provinciano, del muñeco deportista,
descendiente de árabes, condición detestada por Sarmiento,
quien, en el Facundo, los asemeja a lo peor de los gauchos
improductivos de las pampas o a las montoneras gauchas a las
que asimila a beduinos de Argel. Ese presidente, Carlos Menem,
era el perfecto ejemplar que Cané describía entrando en los salones
de la oligarquía “tropezando con los muebles”. Menem debe
haber tropezado con todos los muebles, no sólo con algunos,
pero los oligarcas deben haber levantado esos muebles y le
habrán pedido perdón por la torpeza de haberlos colocado en su
camino, porque así son de hipócritas (y lo han demostrado) si se
encuentran con “un gronchito”, “un negrito del interior”, “un
peronacho”, que les hace ganar fortunas. Por primera vez sus
sueños se veían realizados sin necesidad de apelar al golpe de
Estado. Aunque un golpe habían hecho. Menem es el resultado
del golpe de mercado que las clases propietarias le hacen a Alfonsín.
De esta forma, viene para aceptar lo que le digan. Total, el célebre
pícaro sólo quería gobernar para hacer la gran fiesta que
hizo, esa fiesta que enriqueció desquiciadamente a él, a los
suyos, a los propietarios y a todo el aparato del justicialismo que
jubiloso lo acompañó, le aprobó las privatizaciones y todas las
restantes medidas de desnacionalización y venta de la soberanía
que puso en práctica.
Tengo cierto apuro (a raíz de los días agitados que corre el
país) en tratar
de trazar las semejanzas. O, al menos, trataremos de dibujar el
rostro de la eterna clase golpista de
ninguno, la que los promovió o los respaldó. Los buenos hombres
del campo, esos tipos orondos, corpulentos, que usan alpargatas
caras y finas, que suelen tomar mate con sus peones para
mostrarles que son uno más de ellos, que son patrones gauchos y
que aman sus mismas costumbres. Suelen acercárseles a compartir
un costillar. Y, generosos, les tiran unos pesos de más para
tenerlos contentos. En la tierra del oligarca, gauchos y patrones
suelen confundirse. Los oligarcas se definen, orgullosos, como
“hombres de campo”. Durante estos días, han sido directamente
“el campo”. Fabio Cáceres, el protagonista, junto con Don
Segundo, de la excelente novela de Güiraldes, se transforma en
estanciero y potentado. Lo asedia el temor de dejar de ser gaucho.
Don Segundo lo tranquiliza: “Si sos gaucho endeveras, no
has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por
delante como madrina’e tropilla” (J. P. F., Filosofía y nación,
Legasa, Buenos Aires, 1982, p. 183). También, en Don Segundo,
aparece ese patrón que hoy se ha visto en los paros campestres.
Tipo generoso con los suyos: “El patrón era joven y aunque
medio mandón pa’ el trabajo, es servicial cuando quiere (...).
Sabe abrir la mano grande y es fácil que se les resfalen unos patacones”
(J. P. F., Ibid., p. 183). Algo así habrá dicho, seguramente,
en algunos de sus avatares el venerable Tío Tom.
Por decirlo con cierto aire posestructuralista, derrideano, si de
algo podemos estar seguros es que
a deconstruir el peronismo. Sin embargo, esta deconstrucción
remitía más fuertemente a los orígenes de la palabra en Heidegger:
Destruktion. Heidegger dice –cómo no habría de decirlo–
que Destruction no significa llanamente destruir. De acuerdo.
Pero si los de
mal: ellos, al peronismo, vinieron a destruirlo. El prefijo des
puede ser tomado como la bandera esencial de los libertadores.
María Moliner dice: “Su sentido fundamental es el de inversión
del significado de la palabra primitiva”. Y ejemplifica con: deshacer,
des-andar. Los hombres de septiembre partieron de una
palabra primigenia: peronismo. Y se propusieron invertir el significado
de esa palabra. Hacer todo para que en el país esa palabra
encontrara en todas partes su antagonismo o lo que no remitiera
en absoluto a ella. Las dos cosas eran esenciales y marcaban el
rumbo de esa revolución.
Voy a decirlo claro: voy a escribir Revolución Libertadora tal
como ese movimiento de sedición se presentó. Ya se ha usado
todo lo demás. Podría escribirlo con minúsculas. Podría escribirlo
con comillas. Podría escribir “la llamada revolución... etc.” Y
hasta podría escribir “la fusiladora”. No, escribiré Revolución
Libertadora o
electoral y a los partidos conservadores de los treinta los llamo
Concordancia. Escribo Revolución del 6 de septiembre. O golpe
de Estado. Escribo unitarios, escribo federales. Y hasta a veces
escribo Proceso. O el Proceso. Se supone que es “el autoproclamado”
o “el llamado”. Aclarado el punto.
Seguimos. Los de
a
Eran tantas que admitían algo que no debieron admitir:
era peronista. ¿Por qué no, dirían? Perón había peronizado la
Argentina. Lo había hecho por medio de su sistema demagógicoautoritario.
Los obreros, por él, eran peronistas. La economía, por
medio del intervencionismo estatal, era peronista. La cultura, por
medio de la manipulación del movimiento, era peronista. Y así,
todo. Se trataba de empezar de nuevo. Se trataba de des-peronizar
el país. Para la derecha, la cosa se basaba en la reconquista de las
instituciones democráticas. Había que des-peronizar a los peronistas
para incluirlos en el sistema democrático de un modo
racional. Este planteo lo hacía Gino Germani, a quien veo que
todavía se toma en serio. Germani decía que el peronismo había
integrado a los migrantes a la estructura política con una metodología
irracional. Se trataba de educar a esas masas e incorporarlas a
la vida democrática con una metodología racional. La izquierda,
desde el PC a los intelectuales que desde Contorno irían girando
hacia el frondicismo, se proponía la des-peronización de la clase
obrera. Lo cual era sencillo. Si uno toma los ejemplos que hemos
dado puede trazar ese proyecto:
Primero) La clase obrera peronista no tenía experiencia política.
El peronismo, aprovechándose de ese estado virginal, le había
dado una; la suya, la peronista. Se trataba ahora de darle otra, la
socialista.
Segundo) La clase obrera no había aprendido a luchar por sus
conquistas sino a recibirlas del Estado. No tenía un partido
propio ni una organización sindical propia. Era heterónoma.
¿Cómo entregarle o cómo luchar por conseguir que la clase
obrera tuviera una identidad y una organización autónomas?
Des-peronizándola.
Tercero) La clase obrera era conducida por líderes carismáticos
(Perón, Evita) y no tenía a sus propios representantes, por causa
también de la burocracia peronista. Debía establecerse una democratización
sindical. ¿Cómo? Des-peronizando a la clase obrera.
Cuarto) La clase obrera –a causa de recibir todos sus beneficios
de manos del Estado Peronista– había perdido toda su combatividad.
Era pasiva. Había que devolverle esa combatividad. Los
obreros debían empezar a pelear por sus propios objetivos, desligándose
de la burguesía a la cual el peronismo la había atado.
¿Cómo se lograba esto? Des-peronizando a la clase obrera. Que,
en este caso, significaba:
Quinto) Había que llevar a la clase obrera a la certidumbre de
que sus metas no podían alcanzarse bajo la hegemonía ni del
Estado capitalista ni del capitalismo. Que su verdadera liberación
dependía de su lucha contra el sistema que la explotaba. Que el
peronismo había obliterado esa explotación de clase por medio de
su capacidad conciliadora. El Estado peronista, al ser un Estado
distributivo, condujo engañosamente al proletariado argentino a
la certidumbre de que sus metas podían conseguirse bajo el sistema
capitalista. Ese había sido el mayor perjuicio que había causado
a la clase que decía representar. No la representaba: representaba
al capitalismo, al sistema de producción que Marx había
condenado, y había, para daño casi irreparable de su formación
combativa, integrado al proletariado al proyecto burgués-capitalista.
Se trataba, también aquí, de des-peronizar la clase obrera.
Sexto) Era una tarea de educación. Pero –en los pocos y mejores
cuadros de la izquierda, pienso siempre en un Milcíades o en
los más brillantes y políticamente talentosos hombres de Contorno–
esa tarea no era similar a la que la oligarquía con sus
libros de Educación democrática (materia impuesta en los colegios
tan compulsivamente como La razón de mi vida, sólo que
se asumía como su antítesis democrática) impulsaba. Es decir,
educar a las masas para incorporarlas al nuevo proyecto burgués,
basado ahora en la oligarquía. La izquierda más lúcida, si
pensaba en alguna pedagogía de masas, lo hacía para llevar al
proletariado peronista al encuentro con su verdadera ideología:
el marxismo, el socialismo revolucionario. Lamentablemente
esto implicaba acercarse a los obreros, no como antiperonistas,
no como compañeros de ruta del Carnaval Gorila, sino como
revolucionarios que, comprendiendo la etapa peronista, comprendiendo
sus avances pero señalando las limitaciones que
habían determinado su fracaso, querían ir más allá. Esto implicaba
–con gran valentía, lucidez y capacidad de hacerse entender–
llegar a la demostración más extrema, la que más le habría
costado aceptar a un obrero peronista: que su líder había huido
porque no quería –con un enfrentamiento duro y frontal– deteriorar
al sistema que representaba. Era, insisto, lo más difícil y
doloroso para un obrero peronista: aceptar que Perón, al ser, en
última instancia, un representante del capitalismo, de la burguesía,
no quiso dar la lucha final porque sabía que el que corría el
riesgo de ser vencido, al armar a los obreros, no era él o solamente
él, sino el sistema en el que creía y dentro del cual se
había acostumbrado a conducir a los capitalistas y satisfacer a
los obreros: el capitalismo distributivo. Antes de poner en riesgo
el fundamento de todo capitalismo, aun del distributivo, es
decir, los medios de producción, el respeto a la propiedad privada,
la pasividad de las masas y la fuerza de las armas sólo en
manos de esa fundamental institución del Estado burgués que
es el Ejército, Perón había preferido borrarse de la lucha. Huir
para salvar al capitalismo argentino.
LOS LIBERTADORES Y SU FE CATÓLICA
No creo que este último punto estuviera muy claro en la
izquierda de entonces. No había tantos que pensaran con la lucidez
de un Milcíades o con la claridad con que hoy uno puede
enunciarlo luego de las décadas que han pasado y del conocimiento
de las acciones del Tercer Perón que retornan sobre el primero
permitiendo una mayor inteligibilidad sobre él. No había
una izquierda que tuviera la lucidez de todo el programa que
acabo de explicitar. Y es muy sencillo entender por qué no la
hubo y es inevitable lamentar que no la hubiera: la izquierda
(sobre todo el Partido Comunista, pero todos en general) se
sumó al Gran Carnaval Oligárquico. Se sumó a la des-peronización
del país. Acompañó a las “masas” que salieron a la calle a
vivar a Lonardi y a Rojas y a los revolucionarios antiperonistas
no bien éstos anunciaron que saldrían al balcón de
Hacia ahí fueron todos. Yo tenía doce años. Un chico de doce
años en 1955 no era lo que hoy es. Era un niño aún. Sobre todo
si se había criado en Belgrano R. La pobreza lleva más rápido
hacia adelante, hacia los años, porque la pobreza hace crecer,
obliga a crecer de golpe, y a golpes, la pobreza se roba la niñez y
sobre todo la adolescencia que, según todos célebremente sabemos,
es un lujo burgués. Pero desde mis doce años de Belgrano
R recuerdo la fiesta “popular”. Recuerdo el clima de alegría, de
“alivio”, de festividad, de “patria recobrada”, de “democracia”
retornante que cundía por el país. A mí me sorprendía: no sabía
que era tanto lo que
Luego, asombrado, vi una caricatura del dibujante del diario
socialista
caricaturas antiperonistas fueron célebres, desde la época de Braden
se venía burlando de Perón y dibujándolo con rasgos, por
decirlo con mesura, horripilantes. Tristán había dibujado a un
hombre que abría enormemente su boca y vomitaba. Debajo del
dibujo se leía: La gran náusea. No había puesto vómito, por la
época supongo. Esa castidad de los cincuenta. Pero era eso: El
gran vómito. El vómito era grande porque era
vomitaba al peronismo. Había de todo en ese vómito: picanas
eléctricas, joyas, manoplas, pieles carísimas, revólveres, etc. Lo
que más recuerdo eran los elementos de tortura. Sobre esto,
sobre la tortura, regresaremos. Ahora quiero mencionar
Fiesta. La lideraba la oligarquía católica, la alta clase media católica,
la clase media de profesionales, empleados y empleados del
aparato del Estado católicos. Eran todos católicos. Aun cuando
II
se insista en que había otras fuerzas, otros partidos, otros hombres,
Fue una revolución que surgió de un enfrentamiento muy duro
con
golpe de Estado. Todos los protagonistas dieron ese golpe en
nombre de Dios, del Dios de
agredido por el “tirano” y por sus “huestes”. En algún momento
analizaremos narrativas ejemplares de este momento. Digamos:
el cuento “La noche de ‘la alianza’” de Félix Luna. A esta altura
de la historia la revolución del ’55 –y perdón si exagero– es similar
al menemismo: fue tan torpe todo, tan clasista, tan católico,
tan agresivo con los pobres, y fue, sobre todo, tan lamentable lo
que siguió que quienes actuaron y dieron sus entusiastas testimonios
durante esos días quedaron poderosamente escrachados.
¿Cuándo suceden estas cosas? Cuando se juzga que los procesos
históricos son definitivos. El 23 de septiembre de 1955 la ciudad
de Buenos Aires recibió al general Lonardi, que venía de Córdoba,
como a un nuevo y más glorioso general San Martín. Pese a
que Félix Luna se empeña en marcar que el movimiento insurgente
no era tan marcadamente católico, lo era su conducción.
Por supuesto que no todos los que adherían eran católicos. ¡Si
adhirieron todos menos los pobres, todos menos los obreros
peronistas, la negritud de la periferia! Arturo Frondizi, el presidente
del radicalismo, no era ni nunca fue, que yo sepa, un cuadro
militante del catolicismo, y adhirió, como adhirieron los
socialistas, los jóvenes de las universidades, ni hablar los de los
colegios católicos o las universidades católicas. El santo y seña de
la revolución fue: Dios es justo. La “Marcha de la libertad” se
grabó en el sótano de
Córdoba, ciudad católica e hispánica si las hubo (Sarmiento en
Facundo: “Córdoba es un claustro encerrado entre barrancas”),
fue el centro del movimiento. Y célebre fue su radio rebelde: La
Voz de
Sudamericana, Tomo I, Buenos Aires, 2007, Tercera Parte: Dios
es justo). Videla Balaguer era un católico implacable. La radio
cordobesa que conducía y que bajaba la línea de los días de la
revolución decía: “No en vano en los pechos de soldados y civiles,
en las alas de los aviones, en las baterías de artillería, se vio
lucir un nuevo lábaro, una cruz y una V = Cristo Vence” (Verbitsky,
Ibid., p. 338). Copello lo espera a Lonardi en
Gobierno y luego le pone la banda presidencial. En el movimiento
están también Angelelli y De Nevares. Tres meses después,
otro cura, Miguel Ramondetti, y otros “que habían participado
con entusiasmo en la procesión de Corpus Christi” recorren
la ciudad y advierten que
dos países: “En la zona norte todo es algarabía. En el sur la gente
llora. ¿Para esto trabajamos nosotros?”, se preguntó Ramondetti.
A conclusiones similares llegarían luego Angelelli y De Nevares...
(Verbitsky, Ibid., p. 340). Cuando un diario chileno le pide a
Lonardi que se defina, el general responde: “Soy católico” (Verbitsky,
Ibid., p. 340). El periodista habría esperado otra cosa.
Pero hay respuestas así: sorprendentes. En Casablanca, un jerarca
nazi, sentado a la mesa del Rick’s Caffe Americain junto al mismísimo
Rick Blaine, le pide que se defina políticamente. Rick Blaine
(Bogart) lo mira impasible y dice: “Soy un borracho”. Pero
durante los días de
decirlo todo. Era decir: soy un hombre de bien, un hombre
decente, enemigo de ese tirano que agredió a nuestra Iglesia y, en
ese agravio, agravió a nuestro Dios, soy un hombre que, en nombre
de ese Dios, arriesga su vida por la libertad, por la moral de
al clima de claustro que destiló el golpe contra Perón, la bulliciosa
alegría de la oligarquía, de las clases altas, de las señoras
“bien”, del grupo Sur, de la señora Ocampo, y pese a la tristeza
de los pobres, de las sirvientas de las casas que no escondían su
tristeza y hasta, si se atrevían, lloraban abiertamente, a nadie le
pareció no pertinente ir el 23 de septiembre a transformar la
Plaza de Mayo en otra Plaza,
gente bien, de la libertad, de la educación, de la caída de la tiranía,
de los felices tiempos por venir. Con mis doce años escuché
todo el Carnaval Católico-Democrático por radio. Y luego, al
día siguiente, los diarios. Había tipos que se presentaron con
motonetas y llevaban carteles colgados al cuello que decían: “Me
la compré yo”. Y todos reían felices. Había empleados. Estaba
toda, pero toda, la clase media argentina.
EL ARGENTINO QUE MIRÓ
HACIA
Estaban todos los partidos políticos. Sólo un argentino desvió
su generosa mirada hacia la cocina. Acaso, luego de intentarlo
por tantos medios, el empeñoso Ernesto Sabato logre su
inmortalidad por este gesto insólito, único, en ese momento de
exaltación del país oligárquico, católico, radical, socialista y clasemediero
de ese día de septiembre de 1955: “Aquella noche de
septiembre de 1955 (escribe), mientras los doctores, hacendados
y escritores festejábamos (la escena transcurre en la ciudad
de Salta, lugar en que reside una oligarquía poderosa, J.P.F.)
ruidosamente en la sala la caída del tirano (sic), en un rincón
de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían
los ojos empapados de lágrimas. Y aunque en todos aquellos
años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al
pueblo argentino, en este momento se me apareció en su forma
más conmovedora. Pues, ¿qué más nítida caracterización del
drama de nuestra patria que aquella doble escena casi ejemplar?
Muchos millones de desposeídos y de trabajadores derramaban
lágrimas en aquellos instantes, para ellos duros y sombríos.
Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban simbolizadas
en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una
cocina de Salta” (ver: Joseph A. Page, Perón, Segunda Parte,
Javier Vergara, Buenos Aires, 1984, p. 84. Volveremos sobre el
texto de Sabato que es El otro rostro del peronismo. Aún no lo
conseguí. Pero sé que mis colaboradores ya lo tienen. La bibliografía
de
momento en que se concentra acaso más que nunca la totalidad
de la derecha argentina y el fervor con que gran parte del
pueblo, sobre todo sus clases medias, lo festeja. Nadie salió a
festejar el golpe de Videla. Había demasiado miedo. Ni tampoco
el de Onganía. ¡Pero el de los católicos del lonardismo fue
un solo grito alborozado! ¡Volvían los días felices! La patria “de
nuestros padres y abuelos”. Que era, de pronto, la de todos.)
Ahí estaban, la mirada del “escritor sensible” las había descubierto:
dos indias. Estaban en la antecocina y lloraban. Sabato
sabe también –lo descubre ahí– que son “millones” los “desposeídos”
y los “trabajadores” que derraman lágrimas en ese
momento. Mas no tiene dudas: la revolución debió hacerse
porque Perón era un “tirano”. Esto le revela la “trágica dualidad”
del país, en la que tanto ha meditado “durante todos
aquellos años”. Sabato siempre ha tenido o ha querido ofrecer
la imagen de una sensibilidad tramada por la tragedia. Sin
duda leyó el libro de Leon Chestov, célebre durante sus años
tempranos, La filosofía de tragedia. Pero se le podría decir que
esa “trágica dualidad” no es tal. Que lo que él vio esa noche
fue, sencillamente, la lucha de clases. Que lo que festejaban sus
III
amigos era el triunfo de una clase sobre otra. Que
él, Sabato, llamó correctamente “desposeídos” a
los “trabajadores”. Porque, en efecto, lo que
caracteriza al trabajador es eso: es un desposeído.
¿De qué está desposeído el desposeído? El desposeído
desposee de capital. El poseedor lo tiene. El
desposeído sólo tiene una posesión: su fuerza de
trabajo. El poseedor se la compra y lo pone a trabajar
para él. Esta “dualidad” puede ser calificada
de trágica, pero Marx evitó hacerlo así. A esa
“dualidad trágica” la llamó, con mayor precisión
“lucha de clases”. Que es la que se da entre los
poseedores y los desposeídos.
1955:
CLASES AL DESNUDO
Lo que había ocurrido en
de 1955 era un hecho de clase. Era la
resolución de una situación de clase. Los desposeídos,
que se sentían protegidos por un Estado que
los nucleaba a través de sindicatos creados para
ellos, que habían recibido notables mejoras de ese
Estado y sabían, por los relatos de sus padres, que
los Estados anteriores los habían explotado y estafado,
sentían que habían perdido a ese Estado que
los cuidaba, que estaba del lado de ellos, a ese político
que les hablaba y los hacía sentir, sin duda
alguna (porque esto es indudable), no sometidos a la
arbitrariedad patronal, no carentes de derechos, no
material descartable, sino argentinos de primera,
tuvieran la piel que tuviesen, y, sobre todo, si la
tenían tirando a oscura, ellos eran, bajo el Estado
peronista, ciudadanos argentinos y no negros de
mierda, ni maltratados peones, ni siquiera peones
que debían tolerar la generosidad del patrón, porque
no necesitaban ya a los patrones buenos que
habían pintado Hernández y Güiraldes, sino que
tenían un gran patrón, El Estado Nacional, que
los trataba bien, no sólo igual que a los otros, los
oligarcas, sino mejor, todo eso, los desposeídos, esa
noche de septiembre veintitrés de 1955, sabían
que acababan de perderlo y que se les venían encima
años duros, de injurias, de revanchas, de pérdida
de derechos. Los otros, en cambio, la oligarquía,
los cultos (a los que el régimen peronista,
todos lo saben, no había sabido tratar, aunque
habría que ver qué hubiera ocurrido si se les acercaba,
qué hubiera ocurrido si Perón les tendía una
mano a Martínez Estrada o a Borges o a Bioy o a
Victoria o a Sabato), los radicales, la clase media,
los socialistas, los comunistas, la parte “racional”
de la sociedad, la parte “democrática”, los que
estaban con la “libertad”, festejaban. Pero ésta no
era “una trágica dualidad” que incomprensiblemente
escindía al pueblo argentino. Así se habla
cuando no se quiere hablar claro. O cuando no se
sabe un pito de algunas cuestiones. El ’55 fue la
expresión desnuda de la lucha de clases en la
Argentina. Los poseedores asaltaron un Estado que
protegía a los desposeídos. Así lo sintieron los desposeídos
de entonces. Y si algún sabio de
hubiera ido a decirles que lloraban a un
gobierno que no representaba sus verdaderos intereses
históricos, no habría salido del barrio tal
como entró. Sólo algo más deteriorado. Y si hubiera
insistido en decirles que lloraban a un demagogo,
a un dictador, le habrían explicado que eso lo
tenían muy claro. Que Perón era un demagogo con
ellos (porque les daba cosas, les hablaba lindo, y hasta
les ofrecía vacaciones y abogados que los defendieran
de los patrones) y que, para conseguirles todo eso,
tenía que ser un dictador con los oligarcas, porque si
no, no hay modo.
Descabezado Lonardi, quien dura muy poco,
asume el ultraliberal y ferviente gorila Eugenio
Aramburu. Así, la revolución del ’55 sigue el
derrotero de los cuartelazos en
dan los nacionalistas y los copan los liberales.
Luego de Uriburu viene Justo. Luego de Lonardi,
Aramburu. Luego de Pedro Pablo Ramírez viene
Rawson, pero ahí se produjo otra cosa: Perón, y el
movimiento obrero que ya lo respaldaba, frenan el
golpe liberal el 17 de octubre. En enero del ’76 el
peligrosísimo y ultranacionalista brigadier Capellini
se levanta en armas, pero los liberales, con Videla
a la cabeza, lo frenan: todavía no, brigadier. Lo
de Capellini les servirá luego a los militantes del
Partido Comunista para amenazar con su presencia:
apoyemos a Videla, porque detrás de él se
viene el golpe de Capellini, el golpe de los nacionalistas,
que será más cruento. ¡Más cruento que
Videla! Recuerdo a un buen tipo que creía en estos
artilugios ideológicos para apoyar a Videla y proponer
el pacto cívico-.militar: “Cuidado, José, no
se equivoque. Videla es la línea blanda, la línea
liberal. Los nacionalistas, los Vilas, los Saint-Jean,
los Capellini, son la línea nacionalistas. Son más
asesinos”. “Pero, Gerardo (así se llamaba, lo juro),
son lo mismo.” “No son lo mismo. Hay diferencias.
Tenues, de acuerdo. Pero, José, es por esas
diferencias que todavía estamos vivos.” Como
argumentación era fuerte.
LEGITIMIDAD E ILEGITIMIDAD
DE
El caso es que se viene el liberalismo con todo.
Y procede a desmantelar todo el aparato estatal
peronista. ¿Saben algo? Igual que ahora. Todo lo
que están haciendo los gorilas de hoy, con el lumpenaje
de las radios, el ímpetu golpista de La
Nación y la pluma incisiva del fiscal del Gobierno
(que tendrá su lugar en
con pasión, por estas notas desestabilizantes) Joaquín
Morales Solá, junto a dinosaurios como
Grondona, o aventureros como los que se han
metido en las páginas del diario de los ganaderos,
del campo, de los consorcios internacionales y de
los intereses de Estados Unidos para la región, de
los panfletos como Perfil lleno de conversos como
Sarlo, Sebreli y hasta el educado y amable Kovadloff
es atacar a un Gobierno que osa retener las
superganancias del campo y que cometió el error
garrafal de no distinguir entre pequeños y grandes
propietarios y no retenerles a éstos o retenerles
menos, y esa clase media rubia, elegante, que sale
a cacerolear, mientras apuesta a la división del
peronismo y a que Duhalde derrote a este gobierno
que jode una y otra vez con los derechos
humanos, gobierno al que califican de montonero,
revanchista y subversivo, al que odian con un
odio que traspasa límites que uno no se explica y
que se acrecienta con los abrazos impolíticos de
Cristina a Hebe de Bonafini, busca lo mismo.
Nota: Hebe ha cometido errores serios como elogiar
a
Gemelas o viajar a Irán o andar con ese freak de
Schoklender. Hebe, nosotros los respetamos. Y
todos los desaparecidos merecen nuestro apoyo y
nuestro dolor, pero los mocos que se mandaron
son inaceptables. Son mis compañeros y merecen
mi piedad y hasta mi amor porque no debieron
morir así. Pero ojo: su lucha fue la mía hasta cierto
momento. Y no estoy diciendo esto ahora. Yo
ya pensaba y discutía esto en los setenta. Hebe, si
usted quiere compartir los ideales de los que
mataron a Rucci a dos días de que Perón asumiera
con más del 60 por ciento, perdonemé, pero yo
no. Si usted comparte los ideales de los que asaltaron
calzándose su uniforme de milico, de teniente
general, descabezar a Bidegain, perdonemé, pero
yo no. Si usted comparte la voladura del microcine
de la policía, que fue una masacre que dolorosamente
contribuyó a planear Rodolfo Walsh, yo,
que admiro a Walsh como no admiro a ningún
otro escritor argentino, perdonemé, pero no. Si
usted cree en los que asaltaron la guarnición de
Monte Chingolo, jactándose Santucho (que
luego, pero tarde, se arrepintió) de ser la “operación
miliciana más importante desde el Moncada”,
perdonemé, pero yo no. Ni ahora ni en esa
época. Discutimos con ardor. No con los conductores,
porque eran inhallables, sino con los militantes
de superficie. La violencia se legitima hasta
la llegada de Cámpora al poder, porque es la violencia
que el pueblo debe (debe) ejercer contra un régimen
dictatorial. El pueblo tiene el derecho constitucional
de alzarse contra la tiranía. Y Aramburu
había sido el artífice, el disparador de la tiranía, el
que dormía cuando Valle le manda su carta. Yo
odio la violencia. Sólo trato de entenderla. Soy
incapaz de matar a nadie. Ni nunca tuve un arma
en mis manos. Pero los gobiernos torpemente dictatoriales
que prohibieron neurótica, paranoicamente,
al peronismo, los que no dejaron retornar
a Perón en 1964, recogieron los vientos que sembraron.
Recogieron la nacionalización del estudiantado,
el surgimiento de las guerrillas, el Cordobazo.
Ahí, la guerrilla podía argumentar que no
había modo de arrancarles a los militares el regreso
de Perón que todo el pueblo, todos los desposeídos,
todos los que amaron ese gobierno popular
deseaban. Fue lamentable, pero esa obstinación, ese
odio militar, oligárquico, eclesiástico y de las clases
altas arrojaron a las armas a una juventud que no lo
habría hecho de haber regresado Perón en 1964. Lo
impidió Illia, presionado, sin duda, por todo el establishment
argentino, que no quería otra vez a la
negrada en el poder. El odio de clase en
es un odio racista. Civilización y barbarie.
Educados contra negros brutos. Durante esos
años escuché a muchos estudiantes (sobre todo de
abogacía) pedir el voto calificado. Esta situación
produce la muerte de Aramburu, ¿es una venganza
o es un arreglo de cuentas con uno de los símbolos
más poderosos de
gorila, que impediría hasta morir el regreso de
Perón? Además, ¿quién lo mató? Aramburu buscaba
ser el líder de una salida negociada. ¿En serio
quería eso? Si lo quería, desvariaba. Él, justamente,
sobre quien pesaba
que tiene el tono acusatorio, catilinario de la de
Walsh, ¿prenda de paz? La guerrilla, en
se valida por 18 años de proscripciones, de
represión, de marchas militares, de Onganía
entrando en carroza a
Universidades avasalladas, del catolicismo cursillista
del general del labio leporino, ¡de la consagración
del país a
prohibitivas para el peronismo, ¡de la elección
como Presidente de
Levingston, un torpe con cara de perro, que venía
de Estados Unidos, y a quien conocimos por televisión!,
de la abominación del líder al que el pueblo
reclamaba, por la masacre de José León Suárez,
por el asesinato de Felipe Vallese, por las
detenciones de Ongaro, por las prohibiciones de
las películas que queríamos ver, ¿qué éramos, idiotas?,
¿niños de
una película metafísica, ontológica, desesperada,
trágica, por una escena en que el protagonista
tenía un tristísimo coito anal con su amante, una
película inmensa de Bernardo Bertolucci con una
actuación memorable de Brando, ¿y por qué no
podíamos ver eso?, porque se formaban Comisiones
de Calificación de Películas integradas por
viejas de la oligarquía, frígidas, idiotas, chupacirios,
por abogados cursillistas, por tipos de Dios,
Familia y Propiedad, por reprimidos, por neuróticos
que si veían una teta veían al Maligno, estábamos
hartos, no dábamos más, y apareció la guerrilla,
y todos la recibieron bien, y nadie lloró demasiado
la muerte de Aramburu, y, para colmo,
Onganía declara la pena de muerte, que lee un
locutor odiado por todos, cuyo nombre olvidé, y
aparecen los curas del Tercer Mundo, y el Ejército,
que es el que gobierna, se desgasta cada vez
más, y Perón les dice: sigan dándole duro, muchachos,
y los militares no aflojan. Bien, hasta ahí,
agredidos, silenciados, proscriptos, la guerrilla,
como parte de la furia y la negación de todo un
pueblo por dictaduras oligárquicas, militares y
católicas, como parte de ese pueblo, insisto, no como
vanguardia, se podía legitimar. El 11 de marzo
gana Cámpora y se acabó la violencia. Todo lo
demás, no. Ya llegaremos a estos temas que trataremos
con extremo cuidado. Con espíritu abierto.
Pero yo pienso exactamente lo que pensaba en los
setenta. La violencia solo si es parte de un gran
movimiento popular. Sola, aislada, sin amarras
con las masas (Repito: sin amarras con las masas),
no, nunca. Así, sólo sirve a los propósitos de la derecha
violenta, justifica su contraataque que toma
como blanco a los perejiles porque los heroicos milicianos
están en la clandestinidad y las conducciones
fuera del país. Y si quieren odiarme, háganlo. Pero
no voy a cambiar este punto de vista. Todos los
desaparecidos son mis compañeros. También los
que eligieron los fierros: no debieron morir así,
como bestias, torturados, humillados, empalados,
masacrados, arrojados vivos de los aviones. Pero
no compartí ni comparto la modalidad de la
lucha que llevaron a cabo. Desde el 11 de marzo,
la violencia sin masas, sin bases, solitaria, con uniformes
(después del 24 de marzo) y rangos militares,
sólo servía a la contrainsurgencia, que, por lo
demás, aniquiló a la guerrilla con relativa sencillez,
y se ensañó con toda la población (del centro
a la izquierda) bajo el pretexto que toda acción
miliciana de los luchadores solitarios le entregaba.
Colaboración especial:
Germán Ferrari - Virginia Feinmann