sábado, 16 de agosto de 2008

FILOSOFÍA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 20 - José P. Feinmann.-

José Pablo Feinmann

Filosofía política del Peronismo

Página/12

20 Ideología del golpe de 1955

ALGO SOBRE EL PARO AGRARIO DE ESTOS DÍAS

Siempre suelo citar una frase de Borges, que también

cita Abelardo Castillo y será porque es magnífica,

que dice: “A la realidad le gustan las simetrías”.

Teníamos que entrar en la trama histórica

desatada por los hechos de septiembre de 1955 y

nos sorprende esta trama actual, la de estos días, con chacareros,

medianos y, sobre todo, grandes productores agropecuarios al

frente de algo que llaman lockout y que ha sido habitualmente

el prefacio de un golpe de Estado. La relación del campo con el

peronismo es una relación de abierto antagonismo, de insalvable

odio de clase. La oligarquía de los campos y las mieses contra un

gobierno que busca restarle recursos para favorecer (claramente

en el caso del primer peronismo) a los sectores de menos ingresos.

(Nota: Dejo de lado el tema de “los pequeños productores”,

los que tienen “sólo veinte vacas”. Pero se me ocurre: los que

tienen que diferenciarse de los grandes, si realmente son distintos

de ellos, son ante todo ellos mismos. Es una tarea de cualquier

gobierno hacer esa diferencia. Pero si los pequeños productores

se me vienen encima con su tractorcitos junto a los

tanques Sherman de los grandes, pues para mí son lo mismo,

señores. Y uno sabe cómo es la situación de lo que, en la Argentina,

suele “estar en el medio”: tienen terror de bajar y enorme

ambición de subir. Son capitalistas, tan capitalistas como los

grandes productores. Ergo, quieren trepar en la escala del dinero

y el poder. Se atan al tren de los poderosos. Que se espanten las

telarañas entonces los que cacarean con la diferenciación “de los

pequeños productores”. Si marchan junto a los grandes son tan

(oli)garcas como éstos. No es desde afuera que tiene que producirse

la diferenciación. Es desde adentro. ¿Que hay que captarlos?

¿Alguien cree que se los puede captar? Sólo el dinero, que es

poder, capta a los productores. Alguien (muy preocupado, no

un peronista, ¡ni por asomo!, sino un viejo militante del Partido

Comunista, un gran personaje del teatro argentino, no sé si te

gustará que te nombre Manuel Iedbavni, pero ya lo hice) me

dijo: “Me dijeron que a este gobierno no lo van a poder tumbar

porque tiene 50.000 millones de dólares en reservas”. Y sí,

ahora se entiende ese afán acumulativo de este gobierno. Está

muy solo. Buscan jaquearlo ahora haciendo punta con “el

campo”. Si cede, los medios –que son su principal y más eficaz

enemigo– arreciarán y en poco tiempo tendremos una coalición

encabezada por Duhalde, con Macri y vaya a saber qué exitoso

empresario de la Sociedad Rural y que nadie empiece a llorar

porque se cierran los Talleres de Teatro. Bien, aquí no puedo

desarrollar más esto). Si menciono al primer peronismo es porque,

a partir de la estructura del IAPI, llevó adelante una transferencia

de ganancias del agro a la industria que le permitió fortalecer

su poder político y llevar a cabo una redistribución de la

renta que, hemos visto, trepó a su más alto índice histórico.

Con ese antecedente, el agro está contra el peronismo. Salvo

durante el largo mandato de Carlos Menem, en que la oligarquía

y los grupos financieros y especuladores tuvieron un jolgorio

de fáciles superganancias que los condujo no sólo a aceptar y

apoyar al peronismo, sino a deglutirse la poco aristocrática figura

de un hombre como Carlos Menem, más ligado a la farándula

en su expresión Sofovich, que al esprit de finesse de la oligarquía,

que se guardó, en algún lugar a la mano para resucitarlo

no bien hiciera falta, ese esprit, y toleró de muy buen grado los

desplantes del nuevo rico, del provinciano, del muñeco deportista,

descendiente de árabes, condición detestada por Sarmiento,

quien, en el Facundo, los asemeja a lo peor de los gauchos

improductivos de las pampas o a las montoneras gauchas a las

que asimila a beduinos de Argel. Ese presidente, Carlos Menem,

era el perfecto ejemplar que Cané describía entrando en los salones

de la oligarquía “tropezando con los muebles”. Menem debe

haber tropezado con todos los muebles, no sólo con algunos,

pero los oligarcas deben haber levantado esos muebles y le

habrán pedido perdón por la torpeza de haberlos colocado en su

camino, porque así son de hipócritas (y lo han demostrado) si se

encuentran con “un gronchito”, “un negrito del interior”, “un

peronacho”, que les hace ganar fortunas. Por primera vez sus

sueños se veían realizados sin necesidad de apelar al golpe de

Estado. Aunque un golpe habían hecho. Menem es el resultado

del golpe de mercado que las clases propietarias le hacen a Alfonsín.

De esta forma, viene para aceptar lo que le digan. Total, el célebre

pícaro sólo quería gobernar para hacer la gran fiesta que

hizo, esa fiesta que enriqueció desquiciadamente a él, a los

suyos, a los propietarios y a todo el aparato del justicialismo que

jubiloso lo acompañó, le aprobó las privatizaciones y todas las

restantes medidas de desnacionalización y venta de la soberanía

que puso en práctica.

Tengo cierto apuro (a raíz de los días agitados que corre el

país) en tratar la Revolución Libertadora. Ustedes se encargarán

de trazar las semejanzas. O, al menos, trataremos de dibujar el

rostro de la eterna clase golpista de la Argentina, la que no faltó a

ninguno, la que los promovió o los respaldó. Los buenos hombres

del campo, esos tipos orondos, corpulentos, que usan alpargatas

caras y finas, que suelen tomar mate con sus peones para

mostrarles que son uno más de ellos, que son patrones gauchos y

que aman sus mismas costumbres. Suelen acercárseles a compartir

un costillar. Y, generosos, les tiran unos pesos de más para

tenerlos contentos. En la tierra del oligarca, gauchos y patrones

suelen confundirse. Los oligarcas se definen, orgullosos, como

“hombres de campo”. Durante estos días, han sido directamente

“el campo”. Fabio Cáceres, el protagonista, junto con Don

Segundo, de la excelente novela de Güiraldes, se transforma en

estanciero y potentado. Lo asedia el temor de dejar de ser gaucho.

Don Segundo lo tranquiliza: “Si sos gaucho endeveras, no

has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por

delante como madrina’e tropilla” (J. P. F., Filosofía y nación,

Legasa, Buenos Aires, 1982, p. 183). También, en Don Segundo,

aparece ese patrón que hoy se ha visto en los paros campestres.

Tipo generoso con los suyos: “El patrón era joven y aunque

medio mandón pa’ el trabajo, es servicial cuando quiere (...).

Sabe abrir la mano grande y es fácil que se les resfalen unos patacones”

(J. P. F., Ibid., p. 183). Algo así habrá dicho, seguramente,

en algunos de sus avatares el venerable Tío Tom.

LA DESPERONIZACIÓN

Por decirlo con cierto aire posestructuralista, derrideano, si de

algo podemos estar seguros es que la Revolución Libertadora vino

a deconstruir el peronismo. Sin embargo, esta deconstrucción

remitía más fuertemente a los orígenes de la palabra en Heidegger:

Destruktion. Heidegger dice –cómo no habría de decirlo–

que Destruction no significa llanamente destruir. De acuerdo.

Pero si los de la Libertadora leyeron a Heidegger lo entendieron

mal: ellos, al peronismo, vinieron a destruirlo. El prefijo des

puede ser tomado como la bandera esencial de los libertadores.

María Moliner dice: “Su sentido fundamental es el de inversión

del significado de la palabra primitiva”. Y ejemplifica con: deshacer,

des-andar. Los hombres de septiembre partieron de una

palabra primigenia: peronismo. Y se propusieron invertir el significado

de esa palabra. Hacer todo para que en el país esa palabra

encontrara en todas partes su antagonismo o lo que no remitiera

en absoluto a ella. Las dos cosas eran esenciales y marcaban el

rumbo de esa revolución.

Voy a decirlo claro: voy a escribir Revolución Libertadora tal

como ese movimiento de sedición se presentó. Ya se ha usado

todo lo demás. Podría escribirlo con minúsculas. Podría escribirlo

con comillas. Podría escribir “la llamada revolución... etc.” Y

hasta podría escribir “la fusiladora”. No, escribiré Revolución

Libertadora o la Libertadora. Yo no estoy de acuerdo con el fraude

electoral y a los partidos conservadores de los treinta los llamo

Concordancia. Escribo Revolución del 6 de septiembre. O golpe

de Estado. Escribo unitarios, escribo federales. Y hasta a veces

escribo Proceso. O el Proceso. Se supone que es “el autoproclamado”

o “el llamado”. Aclarado el punto.

Seguimos. Los de la Libertadora se pusieron una meta: desperonizar

a la Argentina. El país se llenó de metas semejantes.

Eran tantas que admitían algo que no debieron admitir: la Argentina

era peronista. ¿Por qué no, dirían? Perón había peronizado la

Argentina. Lo había hecho por medio de su sistema demagógicoautoritario.

Los obreros, por él, eran peronistas. La economía, por

medio del intervencionismo estatal, era peronista. La cultura, por

medio de la manipulación del movimiento, era peronista. Y así,

todo. Se trataba de empezar de nuevo. Se trataba de des-peronizar

el país. Para la derecha, la cosa se basaba en la reconquista de las

instituciones democráticas. Había que des-peronizar a los peronistas

para incluirlos en el sistema democrático de un modo

racional. Este planteo lo hacía Gino Germani, a quien veo que

todavía se toma en serio. Germani decía que el peronismo había

integrado a los migrantes a la estructura política con una metodología

irracional. Se trataba de educar a esas masas e incorporarlas a

la vida democrática con una metodología racional. La izquierda,

desde el PC a los intelectuales que desde Contorno irían girando

hacia el frondicismo, se proponía la des-peronización de la clase

obrera. Lo cual era sencillo. Si uno toma los ejemplos que hemos

dado puede trazar ese proyecto:

Primero) La clase obrera peronista no tenía experiencia política.

El peronismo, aprovechándose de ese estado virginal, le había

dado una; la suya, la peronista. Se trataba ahora de darle otra, la

socialista.

Segundo) La clase obrera no había aprendido a luchar por sus

conquistas sino a recibirlas del Estado. No tenía un partido

propio ni una organización sindical propia. Era heterónoma.

¿Cómo entregarle o cómo luchar por conseguir que la clase

obrera tuviera una identidad y una organización autónomas?

Des-peronizándola.

Tercero) La clase obrera era conducida por líderes carismáticos

(Perón, Evita) y no tenía a sus propios representantes, por causa

también de la burocracia peronista. Debía establecerse una democratización

sindical. ¿Cómo? Des-peronizando a la clase obrera.

Cuarto) La clase obrera –a causa de recibir todos sus beneficios

de manos del Estado Peronista– había perdido toda su combatividad.

Era pasiva. Había que devolverle esa combatividad. Los

obreros debían empezar a pelear por sus propios objetivos, desligándose

de la burguesía a la cual el peronismo la había atado.

¿Cómo se lograba esto? Des-peronizando a la clase obrera. Que,

en este caso, significaba:

Quinto) Había que llevar a la clase obrera a la certidumbre de

que sus metas no podían alcanzarse bajo la hegemonía ni del

Estado capitalista ni del capitalismo. Que su verdadera liberación

dependía de su lucha contra el sistema que la explotaba. Que el

peronismo había obliterado esa explotación de clase por medio de

su capacidad conciliadora. El Estado peronista, al ser un Estado

distributivo, condujo engañosamente al proletariado argentino a

la certidumbre de que sus metas podían conseguirse bajo el sistema

capitalista. Ese había sido el mayor perjuicio que había causado

a la clase que decía representar. No la representaba: representaba

al capitalismo, al sistema de producción que Marx había

condenado, y había, para daño casi irreparable de su formación

combativa, integrado al proletariado al proyecto burgués-capitalista.

Se trataba, también aquí, de des-peronizar la clase obrera.

Sexto) Era una tarea de educación. Pero –en los pocos y mejores

cuadros de la izquierda, pienso siempre en un Milcíades o en

los más brillantes y políticamente talentosos hombres de Contorno

esa tarea no era similar a la que la oligarquía con sus

libros de Educación democrática (materia impuesta en los colegios

tan compulsivamente como La razón de mi vida, sólo que

se asumía como su antítesis democrática) impulsaba. Es decir,

educar a las masas para incorporarlas al nuevo proyecto burgués,

basado ahora en la oligarquía. La izquierda más lúcida, si

pensaba en alguna pedagogía de masas, lo hacía para llevar al

proletariado peronista al encuentro con su verdadera ideología:

el marxismo, el socialismo revolucionario. Lamentablemente

esto implicaba acercarse a los obreros, no como antiperonistas,

no como compañeros de ruta del Carnaval Gorila, sino como

revolucionarios que, comprendiendo la etapa peronista, comprendiendo

sus avances pero señalando las limitaciones que

habían determinado su fracaso, querían ir más allá. Esto implicaba

–con gran valentía, lucidez y capacidad de hacerse entender–

llegar a la demostración más extrema, la que más le habría

costado aceptar a un obrero peronista: que su líder había huido

porque no quería –con un enfrentamiento duro y frontal– deteriorar

al sistema que representaba. Era, insisto, lo más difícil y

doloroso para un obrero peronista: aceptar que Perón, al ser, en

última instancia, un representante del capitalismo, de la burguesía,

no quiso dar la lucha final porque sabía que el que corría el

riesgo de ser vencido, al armar a los obreros, no era él o solamente

él, sino el sistema en el que creía y dentro del cual se

había acostumbrado a conducir a los capitalistas y satisfacer a

los obreros: el capitalismo distributivo. Antes de poner en riesgo

el fundamento de todo capitalismo, aun del distributivo, es

decir, los medios de producción, el respeto a la propiedad privada,

la pasividad de las masas y la fuerza de las armas sólo en

manos de esa fundamental institución del Estado burgués que

es el Ejército, Perón había preferido borrarse de la lucha. Huir

para salvar al capitalismo argentino.

LOS LIBERTADORES Y SU FE CATÓLICA

No creo que este último punto estuviera muy claro en la

izquierda de entonces. No había tantos que pensaran con la lucidez

de un Milcíades o con la claridad con que hoy uno puede

enunciarlo luego de las décadas que han pasado y del conocimiento

de las acciones del Tercer Perón que retornan sobre el primero

permitiendo una mayor inteligibilidad sobre él. No había

una izquierda que tuviera la lucidez de todo el programa que

acabo de explicitar. Y es muy sencillo entender por qué no la

hubo y es inevitable lamentar que no la hubiera: la izquierda

(sobre todo el Partido Comunista, pero todos en general) se

sumó al Gran Carnaval Oligárquico. Se sumó a la des-peronización

del país. Acompañó a las “masas” que salieron a la calle a

vivar a Lonardi y a Rojas y a los revolucionarios antiperonistas

no bien éstos anunciaron que saldrían al balcón de la Rosada.

Hacia ahí fueron todos. Yo tenía doce años. Un chico de doce

años en 1955 no era lo que hoy es. Era un niño aún. Sobre todo

si se había criado en Belgrano R. La pobreza lleva más rápido

hacia adelante, hacia los años, porque la pobreza hace crecer,

obliga a crecer de golpe, y a golpes, la pobreza se roba la niñez y

sobre todo la adolescencia que, según todos célebremente sabemos,

es un lujo burgués. Pero desde mis doce años de Belgrano

R recuerdo la fiesta “popular”. Recuerdo el clima de alegría, de

“alivio”, de festividad, de “patria recobrada”, de “democracia”

retornante que cundía por el país. A mí me sorprendía: no sabía

que era tanto lo que la Argentina se había sacado de encima.

Luego, asombrado, vi una caricatura del dibujante del diario

socialista La Vanguardia, Tristán, al que todos recordarán, sus

caricaturas antiperonistas fueron célebres, desde la época de Braden

se venía burlando de Perón y dibujándolo con rasgos, por

decirlo con mesura, horripilantes. Tristán había dibujado a un

hombre que abría enormemente su boca y vomitaba. Debajo del

dibujo se leía: La gran náusea. No había puesto vómito, por la

época supongo. Esa castidad de los cincuenta. Pero era eso: El

gran vómito. El vómito era grande porque era la Argentina que

vomitaba al peronismo. Había de todo en ese vómito: picanas

eléctricas, joyas, manoplas, pieles carísimas, revólveres, etc. Lo

que más recuerdo eran los elementos de tortura. Sobre esto,

sobre la tortura, regresaremos. Ahora quiero mencionar la Gran

Fiesta. La lideraba la oligarquía católica, la alta clase media católica,

la clase media de profesionales, empleados y empleados del

aparato del Estado católicos. Eran todos católicos. Aun cuando

II

se insista en que había otras fuerzas, otros partidos, otros hombres,

la Revolución del ’55 fue hegemonizada por el catolicismo.

Fue una revolución que surgió de un enfrentamiento muy duro

con la Iglesia, enfrentamiento que no se resolvió y llevó a un

golpe de Estado. Todos los protagonistas dieron ese golpe en

nombre de Dios, del Dios de la Iglesia argentina cruelmente

agredido por el “tirano” y por sus “huestes”. En algún momento

analizaremos narrativas ejemplares de este momento. Digamos:

el cuento “La noche de ‘la alianza’” de Félix Luna. A esta altura

de la historia la revolución del ’55 –y perdón si exagero– es similar

al menemismo: fue tan torpe todo, tan clasista, tan católico,

tan agresivo con los pobres, y fue, sobre todo, tan lamentable lo

que siguió que quienes actuaron y dieron sus entusiastas testimonios

durante esos días quedaron poderosamente escrachados.

¿Cuándo suceden estas cosas? Cuando se juzga que los procesos

históricos son definitivos. El 23 de septiembre de 1955 la ciudad

de Buenos Aires recibió al general Lonardi, que venía de Córdoba,

como a un nuevo y más glorioso general San Martín. Pese a

que Félix Luna se empeña en marcar que el movimiento insurgente

no era tan marcadamente católico, lo era su conducción.

Por supuesto que no todos los que adherían eran católicos. ¡Si

adhirieron todos menos los pobres, todos menos los obreros

peronistas, la negritud de la periferia! Arturo Frondizi, el presidente

del radicalismo, no era ni nunca fue, que yo sepa, un cuadro

militante del catolicismo, y adhirió, como adhirieron los

socialistas, los jóvenes de las universidades, ni hablar los de los

colegios católicos o las universidades católicas. El santo y seña de

la revolución fue: Dios es justo. La “Marcha de la libertad” se

grabó en el sótano de la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro.

Córdoba, ciudad católica e hispánica si las hubo (Sarmiento en

Facundo: “Córdoba es un claustro encerrado entre barrancas”),

fue el centro del movimiento. Y célebre fue su radio rebelde: La

Voz de la Libertad. (Véase: Horacio Verbitsky, Cristo Vence,

Sudamericana, Tomo I, Buenos Aires, 2007, Tercera Parte: Dios

es justo). Videla Balaguer era un católico implacable. La radio

cordobesa que conducía y que bajaba la línea de los días de la

revolución decía: “No en vano en los pechos de soldados y civiles,

en las alas de los aviones, en las baterías de artillería, se vio

lucir un nuevo lábaro, una cruz y una V = Cristo Vence” (Verbitsky,

Ibid., p. 338). Copello lo espera a Lonardi en la Casa de

Gobierno y luego le pone la banda presidencial. En el movimiento

están también Angelelli y De Nevares. Tres meses después,

otro cura, Miguel Ramondetti, y otros “que habían participado

con entusiasmo en la procesión de Corpus Christi” recorren

la ciudad y advierten que la Av. Rivadavia es el límite entre

dos países: “En la zona norte todo es algarabía. En el sur la gente

llora. ¿Para esto trabajamos nosotros?”, se preguntó Ramondetti.

A conclusiones similares llegarían luego Angelelli y De Nevares...

(Verbitsky, Ibid., p. 340). Cuando un diario chileno le pide a

Lonardi que se defina, el general responde: “Soy católico” (Verbitsky,

Ibid., p. 340). El periodista habría esperado otra cosa.

Pero hay respuestas así: sorprendentes. En Casablanca, un jerarca

nazi, sentado a la mesa del Rick’s Caffe Americain junto al mismísimo

Rick Blaine, le pide que se defina políticamente. Rick Blaine

(Bogart) lo mira impasible y dice: “Soy un borracho”. Pero

durante los días de la Libertadora decir: “Soy un católico” era

decirlo todo. Era decir: soy un hombre de bien, un hombre

decente, enemigo de ese tirano que agredió a nuestra Iglesia y, en

ese agravio, agravió a nuestro Dios, soy un hombre que, en nombre

de ese Dios, arriesga su vida por la libertad, por la moral de

la República, por la educación y por sus ilustres tradiciones. Pese

al clima de claustro que destiló el golpe contra Perón, la bulliciosa

alegría de la oligarquía, de las clases altas, de las señoras

“bien”, del grupo Sur, de la señora Ocampo, y pese a la tristeza

de los pobres, de las sirvientas de las casas que no escondían su

tristeza y hasta, si se atrevían, lloraban abiertamente, a nadie le

pareció no pertinente ir el 23 de septiembre a transformar la

Plaza de Mayo en otra Plaza, la Plaza de la gente culta, de la

gente bien, de la libertad, de la educación, de la caída de la tiranía,

de los felices tiempos por venir. Con mis doce años escuché

todo el Carnaval Católico-Democrático por radio. Y luego, al

día siguiente, los diarios. Había tipos que se presentaron con

motonetas y llevaban carteles colgados al cuello que decían: “Me

la compré yo”. Y todos reían felices. Había empleados. Estaba

toda, pero toda, la clase media argentina.

EL ARGENTINO QUE MIRÓ

HACIA LA COCINA

Estaban todos los partidos políticos. Sólo un argentino desvió

su generosa mirada hacia la cocina. Acaso, luego de intentarlo

por tantos medios, el empeñoso Ernesto Sabato logre su

inmortalidad por este gesto insólito, único, en ese momento de

exaltación del país oligárquico, católico, radical, socialista y clasemediero

de ese día de septiembre de 1955: “Aquella noche de

septiembre de 1955 (escribe), mientras los doctores, hacendados

y escritores festejábamos (la escena transcurre en la ciudad

de Salta, lugar en que reside una oligarquía poderosa, J.P.F.)

ruidosamente en la sala la caída del tirano (sic), en un rincón

de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían

los ojos empapados de lágrimas. Y aunque en todos aquellos

años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al

pueblo argentino, en este momento se me apareció en su forma

más conmovedora. Pues, ¿qué más nítida caracterización del

drama de nuestra patria que aquella doble escena casi ejemplar?

Muchos millones de desposeídos y de trabajadores derramaban

lágrimas en aquellos instantes, para ellos duros y sombríos.

Grandes multitudes de compatriotas humildes estaban simbolizadas

en aquellas dos muchachas indígenas que lloraban en una

cocina de Salta” (ver: Joseph A. Page, Perón, Segunda Parte,

Javier Vergara, Buenos Aires, 1984, p. 84. Volveremos sobre el

texto de Sabato que es El otro rostro del peronismo. Aún no lo

conseguí. Pero sé que mis colaboradores ya lo tienen. La bibliografía

de la Revolución Libertadora no tiene desperdicio. Es un

momento en que se concentra acaso más que nunca la totalidad

de la derecha argentina y el fervor con que gran parte del

pueblo, sobre todo sus clases medias, lo festeja. Nadie salió a

festejar el golpe de Videla. Había demasiado miedo. Ni tampoco

el de Onganía. ¡Pero el de los católicos del lonardismo fue

un solo grito alborozado! ¡Volvían los días felices! La patria “de

nuestros padres y abuelos”. Que era, de pronto, la de todos.)

Ahí estaban, la mirada del “escritor sensible” las había descubierto:

dos indias. Estaban en la antecocina y lloraban. Sabato

sabe también –lo descubre ahí– que son “millones” los “desposeídos”

y los “trabajadores” que derraman lágrimas en ese

momento. Mas no tiene dudas: la revolución debió hacerse

porque Perón era un “tirano”. Esto le revela la “trágica dualidad”

del país, en la que tanto ha meditado “durante todos

aquellos años”. Sabato siempre ha tenido o ha querido ofrecer

la imagen de una sensibilidad tramada por la tragedia. Sin

duda leyó el libro de Leon Chestov, célebre durante sus años

tempranos, La filosofía de tragedia. Pero se le podría decir que

esa “trágica dualidad” no es tal. Que lo que él vio esa noche

fue, sencillamente, la lucha de clases. Que lo que festejaban sus

III

amigos era el triunfo de una clase sobre otra. Que

él, Sabato, llamó correctamente “desposeídos” a

los “trabajadores”. Porque, en efecto, lo que

caracteriza al trabajador es eso: es un desposeído.

¿De qué está desposeído el desposeído? El desposeído

desposee de capital. El poseedor lo tiene. El

desposeído sólo tiene una posesión: su fuerza de

trabajo. El poseedor se la compra y lo pone a trabajar

para él. Esta “dualidad” puede ser calificada

de trágica, pero Marx evitó hacerlo así. A esa

“dualidad trágica” la llamó, con mayor precisión

“lucha de clases”. Que es la que se da entre los

poseedores y los desposeídos.

1955: LA LUCHA DE

CLASES AL DESNUDO

Lo que había ocurrido en la Argentina en septiembre

de 1955 era un hecho de clase. Era la

resolución de una situación de clase. Los desposeídos,

que se sentían protegidos por un Estado que

los nucleaba a través de sindicatos creados para

ellos, que habían recibido notables mejoras de ese

Estado y sabían, por los relatos de sus padres, que

los Estados anteriores los habían explotado y estafado,

sentían que habían perdido a ese Estado que

los cuidaba, que estaba del lado de ellos, a ese político

que les hablaba y los hacía sentir, sin duda

alguna (porque esto es indudable), no sometidos a la

arbitrariedad patronal, no carentes de derechos, no

material descartable, sino argentinos de primera,

tuvieran la piel que tuviesen, y, sobre todo, si la

tenían tirando a oscura, ellos eran, bajo el Estado

peronista, ciudadanos argentinos y no negros de

mierda, ni maltratados peones, ni siquiera peones

que debían tolerar la generosidad del patrón, porque

no necesitaban ya a los patrones buenos que

habían pintado Hernández y Güiraldes, sino que

tenían un gran patrón, El Estado Nacional, que

los trataba bien, no sólo igual que a los otros, los

oligarcas, sino mejor, todo eso, los desposeídos, esa

noche de septiembre veintitrés de 1955, sabían

que acababan de perderlo y que se les venían encima

años duros, de injurias, de revanchas, de pérdida

de derechos. Los otros, en cambio, la oligarquía,

los cultos (a los que el régimen peronista,

todos lo saben, no había sabido tratar, aunque

habría que ver qué hubiera ocurrido si se les acercaba,

qué hubiera ocurrido si Perón les tendía una

mano a Martínez Estrada o a Borges o a Bioy o a

Victoria o a Sabato), los radicales, la clase media,

los socialistas, los comunistas, la parte “racional”

de la sociedad, la parte “democrática”, los que

estaban con la “libertad”, festejaban. Pero ésta no

era “una trágica dualidad” que incomprensiblemente

escindía al pueblo argentino. Así se habla

cuando no se quiere hablar claro. O cuando no se

sabe un pito de algunas cuestiones. El ’55 fue la

expresión desnuda de la lucha de clases en la

Argentina. Los poseedores asaltaron un Estado que

protegía a los desposeídos. Así lo sintieron los desposeídos

de entonces. Y si algún sabio de la Revolución

hubiera ido a decirles que lloraban a un

gobierno que no representaba sus verdaderos intereses

históricos, no habría salido del barrio tal

como entró. Sólo algo más deteriorado. Y si hubiera

insistido en decirles que lloraban a un demagogo,

a un dictador, le habrían explicado que eso lo

tenían muy claro. Que Perón era un demagogo con

ellos (porque les daba cosas, les hablaba lindo, y hasta

les ofrecía vacaciones y abogados que los defendieran

de los patrones) y que, para conseguirles todo eso,

tenía que ser un dictador con los oligarcas, porque si

no, no hay modo.

Descabezado Lonardi, quien dura muy poco,

asume el ultraliberal y ferviente gorila Eugenio

Aramburu. Así, la revolución del ’55 sigue el

derrotero de los cuartelazos en la Argentina. Los

dan los nacionalistas y los copan los liberales.

Luego de Uriburu viene Justo. Luego de Lonardi,

Aramburu. Luego de Pedro Pablo Ramírez viene

Rawson, pero ahí se produjo otra cosa: Perón, y el

movimiento obrero que ya lo respaldaba, frenan el

golpe liberal el 17 de octubre. En enero del ’76 el

peligrosísimo y ultranacionalista brigadier Capellini

se levanta en armas, pero los liberales, con Videla

a la cabeza, lo frenan: todavía no, brigadier. Lo

de Capellini les servirá luego a los militantes del

Partido Comunista para amenazar con su presencia:

apoyemos a Videla, porque detrás de él se

viene el golpe de Capellini, el golpe de los nacionalistas,

que será más cruento. ¡Más cruento que

Videla! Recuerdo a un buen tipo que creía en estos

artilugios ideológicos para apoyar a Videla y proponer

el pacto cívico-.militar: “Cuidado, José, no

se equivoque. Videla es la línea blanda, la línea

liberal. Los nacionalistas, los Vilas, los Saint-Jean,

los Capellini, son la línea nacionalistas. Son más

asesinos”. “Pero, Gerardo (así se llamaba, lo juro),

son lo mismo.” “No son lo mismo. Hay diferencias.

Tenues, de acuerdo. Pero, José, es por esas

diferencias que todavía estamos vivos.” Como

argumentación era fuerte.

LEGITIMIDAD E ILEGITIMIDAD

DE LA VIOLENCIA

El caso es que se viene el liberalismo con todo.

Y procede a desmantelar todo el aparato estatal

peronista. ¿Saben algo? Igual que ahora. Todo lo

que están haciendo los gorilas de hoy, con el lumpenaje

de las radios, el ímpetu golpista de La

Nación y la pluma incisiva del fiscal del Gobierno

(que tendrá su lugar en la Historia, que lo busca

con pasión, por estas notas desestabilizantes) Joaquín

Morales Solá, junto a dinosaurios como

Grondona, o aventureros como los que se han

metido en las páginas del diario de los ganaderos,

del campo, de los consorcios internacionales y de

los intereses de Estados Unidos para la región, de

los panfletos como Perfil lleno de conversos como

Sarlo, Sebreli y hasta el educado y amable Kovadloff

es atacar a un Gobierno que osa retener las

superganancias del campo y que cometió el error

garrafal de no distinguir entre pequeños y grandes

propietarios y no retenerles a éstos o retenerles

menos, y esa clase media rubia, elegante, que sale

a cacerolear, mientras apuesta a la división del

peronismo y a que Duhalde derrote a este gobierno

que jode una y otra vez con los derechos

humanos, gobierno al que califican de montonero,

revanchista y subversivo, al que odian con un

odio que traspasa límites que uno no se explica y

que se acrecienta con los abrazos impolíticos de

Cristina a Hebe de Bonafini, busca lo mismo.

Nota: Hebe ha cometido errores serios como elogiar

a la ETA o alegrarse con lo de las Torres

Gemelas o viajar a Irán o andar con ese freak de

Schoklender. Hebe, nosotros los respetamos. Y

todos los desaparecidos merecen nuestro apoyo y

nuestro dolor, pero los mocos que se mandaron

son inaceptables. Son mis compañeros y merecen

mi piedad y hasta mi amor porque no debieron

morir así. Pero ojo: su lucha fue la mía hasta cierto

momento. Y no estoy diciendo esto ahora. Yo

ya pensaba y discutía esto en los setenta. Hebe, si

usted quiere compartir los ideales de los que

mataron a Rucci a dos días de que Perón asumiera

con más del 60 por ciento, perdonemé, pero yo

no. Si usted comparte los ideales de los que asaltaron

la Guarnición de Azul permitiéndole a Perón,

calzándose su uniforme de milico, de teniente

general, descabezar a Bidegain, perdonemé, pero

yo no. Si usted comparte la voladura del microcine

de la policía, que fue una masacre que dolorosamente

contribuyó a planear Rodolfo Walsh, yo,

que admiro a Walsh como no admiro a ningún

otro escritor argentino, perdonemé, pero no. Si

usted cree en los que asaltaron la guarnición de

Monte Chingolo, jactándose Santucho (que

luego, pero tarde, se arrepintió) de ser la “operación

miliciana más importante desde el Moncada”,

perdonemé, pero yo no. Ni ahora ni en esa

época. Discutimos con ardor. No con los conductores,

porque eran inhallables, sino con los militantes

de superficie. La violencia se legitima hasta

la llegada de Cámpora al poder, porque es la violencia

que el pueblo debe (debe) ejercer contra un régimen

dictatorial. El pueblo tiene el derecho constitucional

de alzarse contra la tiranía. Y Aramburu

había sido el artífice, el disparador de la tiranía, el

que dormía cuando Valle le manda su carta. Yo

odio la violencia. Sólo trato de entenderla. Soy

incapaz de matar a nadie. Ni nunca tuve un arma

en mis manos. Pero los gobiernos torpemente dictatoriales

que prohibieron neurótica, paranoicamente,

al peronismo, los que no dejaron retornar

a Perón en 1964, recogieron los vientos que sembraron.

Recogieron la nacionalización del estudiantado,

el surgimiento de las guerrillas, el Cordobazo.

Ahí, la guerrilla podía argumentar que no

había modo de arrancarles a los militares el regreso

de Perón que todo el pueblo, todos los desposeídos,

todos los que amaron ese gobierno popular

deseaban. Fue lamentable, pero esa obstinación, ese

odio militar, oligárquico, eclesiástico y de las clases

altas arrojaron a las armas a una juventud que no lo

habría hecho de haber regresado Perón en 1964. Lo

impidió Illia, presionado, sin duda, por todo el establishment

argentino, que no quería otra vez a la

negrada en el poder. El odio de clase en la Argentina

es un odio racista. Civilización y barbarie.

Educados contra negros brutos. Durante esos

años escuché a muchos estudiantes (sobre todo de

abogacía) pedir el voto calificado. Esta situación

produce la muerte de Aramburu, ¿es una venganza

o es un arreglo de cuentas con uno de los símbolos

más poderosos de la Argentina intransigente,

gorila, que impediría hasta morir el regreso de

Perón? Además, ¿quién lo mató? Aramburu buscaba

ser el líder de una salida negociada. ¿En serio

quería eso? Si lo quería, desvariaba. Él, justamente,

sobre quien pesaba la Carta del General Valle,

que tiene el tono acusatorio, catilinario de la de

Walsh, ¿prenda de paz? La guerrilla, en la Argentina,

se valida por 18 años de proscripciones, de

represión, de marchas militares, de Onganía

entrando en carroza a la Sociedad Rural, de las

Universidades avasalladas, del catolicismo cursillista

del general del labio leporino, ¡de la consagración

del país a la Virgen de Luján!, de elecciones

prohibitivas para el peronismo, ¡de la elección

como Presidente de la República del general

Levingston, un torpe con cara de perro, que venía

de Estados Unidos, y a quien conocimos por televisión!,

de la abominación del líder al que el pueblo

reclamaba, por la masacre de José León Suárez,

por el asesinato de Felipe Vallese, por las

detenciones de Ongaro, por las prohibiciones de

las películas que queríamos ver, ¿qué éramos, idiotas?,

¿niños de la Acción Católica?, prohibieron

una película metafísica, ontológica, desesperada,

trágica, por una escena en que el protagonista

tenía un tristísimo coito anal con su amante, una

película inmensa de Bernardo Bertolucci con una

actuación memorable de Brando, ¿y por qué no

podíamos ver eso?, porque se formaban Comisiones

de Calificación de Películas integradas por

viejas de la oligarquía, frígidas, idiotas, chupacirios,

por abogados cursillistas, por tipos de Dios,

Familia y Propiedad, por reprimidos, por neuróticos

que si veían una teta veían al Maligno, estábamos

hartos, no dábamos más, y apareció la guerrilla,

y todos la recibieron bien, y nadie lloró demasiado

la muerte de Aramburu, y, para colmo,

Onganía declara la pena de muerte, que lee un

locutor odiado por todos, cuyo nombre olvidé, y

aparecen los curas del Tercer Mundo, y el Ejército,

que es el que gobierna, se desgasta cada vez

más, y Perón les dice: sigan dándole duro, muchachos,

y los militares no aflojan. Bien, hasta ahí,

agredidos, silenciados, proscriptos, la guerrilla,

como parte de la furia y la negación de todo un

pueblo por dictaduras oligárquicas, militares y

católicas, como parte de ese pueblo, insisto, no como

vanguardia, se podía legitimar. El 11 de marzo

gana Cámpora y se acabó la violencia. Todo lo

demás, no. Ya llegaremos a estos temas que trataremos

con extremo cuidado. Con espíritu abierto.

Pero yo pienso exactamente lo que pensaba en los

setenta. La violencia solo si es parte de un gran

movimiento popular. Sola, aislada, sin amarras

con las masas (Repito: sin amarras con las masas),

no, nunca. Así, sólo sirve a los propósitos de la derecha

violenta, justifica su contraataque que toma

como blanco a los perejiles porque los heroicos milicianos

están en la clandestinidad y las conducciones

fuera del país. Y si quieren odiarme, háganlo. Pero

no voy a cambiar este punto de vista. Todos los

desaparecidos son mis compañeros. También los

que eligieron los fierros: no debieron morir así,

como bestias, torturados, humillados, empalados,

masacrados, arrojados vivos de los aviones. Pero

no compartí ni comparto la modalidad de la

lucha que llevaron a cabo. Desde el 11 de marzo,

la violencia sin masas, sin bases, solitaria, con uniformes

(después del 24 de marzo) y rangos militares,

sólo servía a la contrainsurgencia, que, por lo

demás, aniquiló a la guerrilla con relativa sencillez,

y se ensañó con toda la población (del centro

a la izquierda) bajo el pretexto que toda acción

miliciana de los luchadores solitarios le entregaba.

Colaboración especial:

Germán Ferrari - Virginia Feinmann