Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del
Peronismo
Página/12
• PRÓLOGO
• INTRODUCCIÓN
1
PRÓLOGO
Esto es un ensayo. Es un libro
sobre el peronismo. No es la
desgrabación de un curso. Ni
estará escrito como si el autor
le hablara al lector y hasta dialogara
con él. Esa experiencia ya fue ensayada
con el proyecto anterior encarado desde este
diario, los días domingo, cuando la gente
quiere “cosas livianas” para leer después del
asado o al borde de la piscina (pileta) o antes
o después de jugarse un partido de fútbol o
uno de tenis o jugar al truco o a la escoba de
quince o a cualquier otra cosa. Esto es un
interpretar al peronismo. No podemos seguir
sin hacerlo. El peronismo sigue y hay que
seguirlo de cerca. O retroceder y tomarle distancia.
Tratarlo con frialdad. Como a un
objeto de estudio, arisco y feroz. Lleno de
sonido y de furia. Diferente, esquivo, no
único, pero sin duda específico. Priva en él
más la diferencia que el paralelismo con otros
partidos de otros países. No es el varguismo.
Todavía no es el PRI. No es –aunque tanto
se empeñan en que lo sea– el fascismo. Ni
menos aún esa pestilencia alemana que entre
alientos nietzscheanos, invocaciones a la
“bestia rubia” y a las “aves de rapiña”, a la
pureza de la raza, a la biología de los héroes o
a la respuesta creativa del Dasein comunitario
a la técnica como caída (en Heidegger) se
llamó nacionalsocialismo. Hay grandeza y
profundas miserias en el peronismo. Hay
demasiados muertos. Hay un plus de historicidad.
Hay una historia desbocada. Hay líderes
(sobre todo uno), hay mártires (sobre
todo una), hay obsecuentes, alcahuetes, hay
resistentes sindicales, escritores combativos,
está Walsh, Ortega Peña, está Marechal,
están Urondo y Gelman, están asesinos como
Osinde y Brito Lima, fierreros sin retorno
como el Pepe Firmenich, doble agente, traidor,
jefe lejano del riesgo, del lugar de la
batalla, jefe que manda a los suyos a la muerte
y él se queda afuera entre uniformes patéticos
y rangos militares copiados de los milicos
del genocidio con los que por fin se identificó,
hay pibes llenos de ideales, hay más de
cien desaparecidos en el Nacional de Buenos
Aires, está Haroldo Conti, muerto, Héctor
Germán Oesterheld, muerto, Roberto Carri,
muerto, y hasta Aramburu, muerto, está la
opacidad de una historia de opacidades, de
odios, venganzas, horrores, está
Henry Kissinger, el comisario Villar, formado
en
y avalado por Perón, el gran indescifrable, el
Padre Eterno, el ajedrecista genial, el que volvería
en el avión negro y volvió viejo y volvió
malo, y le dio manija a López Rega, de cuya
paranoia asesina no podía decirse inocente,
porque nadie desconoce lo que tiene tan
cerca, y si a eso que tan cerca tiene le da espacio
y le deja las armas, y encima se muere y
sabe que se muere y lo deja fuerte, consolidado,
porque de cabo lo ascendió, en acto
macabro y doloroso, a comisario general de la
policía, y si a la mediocre y manipulable y
matarife del cabarute la deja de vice, sabiendo,
como sabía, que ella no era ella, que
Daniel, el Brujo umbandista, la dominaba, le
susurraba los discursos porque era él el que
los había escrito, porque era él el que habría
de ponerle las listas, el que habría de decirle
hay que matar a éste, Chabela, y a éste y a
todos los infiltrados marxistas de la juventud
y a los combatientes de la guerrilla, hay que
dar palo porque el quebracho es duro, y si
esto, al Viejo general, le deteriora el prestigio,
le erosiona el recuerdo, la memoria de los
mejores años, de los años felices, del 53% por
ciento del Producto Bruto Interno para los
pobres, de las nacionalizaciones, del artículo
40, del Pulqui, del Estado generoso, del Bienestar
estatal, del keynesianismo desbordante,
de los sindicatos, de los abogados de los
sindicatos, del Estatuto del Peón, de las vacaciones
pagas, de la entrega de Evita hasta el
aliento postrero, mala suerte, general, usted
se lo buscó, vino y no tenía salud para venir,
al ajedrez se juega de afuera, en política al
menos, el Mago para ser Mago de
para ser Mito y Esperanza tiene que estar
lejos, manejar los hilos desde la distancia,
desde arriba, manejar las contradicciones sin
ser una de ellas, pero si el Mito regresa el
Mito se historiza, ya no maneja las contradicciones,
él, ahora, es una más y tiene que
tomar partido, y la historia se lo come, mito
que regresa pierde porque ya no puede ser
mito, el avión negro regresó y llegó entre el
estruendo de las balas y los gritos de los
muertos y los torturados y aterrizó en
Morón, lejos del pueblo, en medio de los asesinos,
de los franceses de
de Favio: el que nada vio, el que nada supo
aunque estaba arriba, bien arriba en ese palco
colmado de hienas y de buitres y vampiros,
de los pretorianos que afilaban sus cuchillos
para una de las noches más negras de
que si no fue la más negra se debió a
la que vino después, a la de los militares de la
Seguridad Nacional, que encontraron el
terreno fértil, las víctimas fáciles, los perejiles
abandonados y sofocados por el miedo, y se
dieron todos los gustos, pusieron a los Martínez
de Hoz, a los Walter Klein, a los Juan
Alemann, a los que exigieron a fondo la limpieza
para aplicar el plan que tenían, el de las
privatizaciones, el del Imperio, el de
de Chicago, el de Milton Friedman y el del
ingeniero Alsogaray y ni por asomo el de
Keynes, y el país fue una timba y se llenó de
argentinos del deme dos, y
infierno que nadie, ni en su peor pesadilla,
pudo prever, y ahí torturaron, empalaron,
violaron mujeres, torturaron niños frente a
sus padres, quemaron vivos a pobres pibes
que sólo habían alfabetizado en una villa
miseria o que en un pizarrón indefenso enseñaron
el vocabulario a niños ignorantes que
siguieron así, ignorantes, porque sus púberes
maestros se fueron de la noche a la mañana,
se fueron para no volver jamás, y esos vuelos
y esos sacerdotes que bendecían a los asesinos,
y les decían hijo mío cumples con la
Patria, Dios te absolverá porque tu tarea es
purificadora, el Evangelio está contigo porque
está con quienes hacen justicia aunque, a
veces, la justicia, que es ciega, se parezca al
horror porque tiene que ser impiadosa para el
triunfo del bien, para el triunfo del Señor
que te mira, te juzga y te perdona por medio
de mi palabra, que es
tarea porque es la de
cristiano, y la mayoría de los que morían eran
peronistas jóvenes, inocentes todos, porque
cualquiera que muera así, como un perro, es
inocente, porque nadie, hombre o mujer,
miliciano o perejil de superficie o sacerdote
del Tercer Mundo o sindicalista o simple
vecino del barrio al que se lo chuparon porque
estaba en una libreta de direcciones o
porque sí nomás y para meter miedo, merece
morir de ese modo, como un perro, y ni
siquiera un perro lo merece. ¡Qué centuriones
tan despiadados se escondían en los pliegues
de la patria! Quién lo hubiera dicho.
Aquí, en
Trujillo multiplicado hasta el espanto.
¿Dónde quedó
La que conquistó el corazón amargo de Discépolo.
La que le dio alegría. La que le hizo
olvidar la tristeza y los barrios pobres de los
tangos y elegir los umbrales, porque en ellos
estaban los novios, el portland porque por
ahí caminaban felices los postergados de
siempre, la abundancia, la comida y el chamamé
de la buena digestión, la patria de los
cincuenta quedó lejos, el peronismo se alejó
del peronismo, y lo mató a Troxler a quien
ni los centuriones de los basurales de José
León Suárez supieron hacerlo, y lo mató a
Atilio López con más de ochenta balazos, y a
Silvio Frondizi y al Padre Mujica y a Rodolfo
Ortega Peña, en una noche cruel, en una
emboscada sórdida, tan sórdida e inesperada
que Rodolfo, al caer moribundo, alcanzó a
decirle a su compañera la frase del asombro,
de la incredulidad, del final: “¿Qué pasa,
flaca?”
Eso, qué pasa. Qué pasó. Qué pasará. Porque
esta historia sigue. Y contarla es aceptar
el desafío de lo cósmico. Lo inabarcable. Lo
infinitamente contradictorio. Una totalidad
que no deja de destotalizarse y retotalizarse.
De ganar un sentido y perderlo y engendrar
–de pronto, entre alucinaciones– diez, quince,
treinta sentidos. No digo que el peronismo
sea incomprensible. Sólo digo que comprenderlo
“en totalidad” es una tarea gigantesca,
desaforada.
Hacia ella vamos.
INTRODUCCIÓN
Se trata de partir de un hecho primario,
comprobable por todos, aceptado por
muchos aunque no siempre por los mismos,
rechazado por otros tantos o por otros
menos y también no siempre por los mismos,
con lo que tal vez podríamos acceder a
nuestra primera aseveración en un tema que
no se caracterizará por ellas, dado que las
elude constantemente: el peronismo perdura
pero quienes se encuadran bajo su rótulo o
quienes se deciden a apoyarlo varían según
las diversas coyunturas históricas. Podría
verificarse un matiz importante: se han acercado
al peronismo o han trabado excelentes
relaciones con él personas o sectores políticos
o económicos que escasamente se han
arrogado tal condición. Tomemos dos “abrazos
históricos”. El dirigente radical Ricardo
Balbín se abraza con Perón en 1972. Balbín
fue un porfiado antiperonista a lo largo de su
vida. Va a ver a Perón. Perón está en la residencia
de Gaspar Campos. Al ser difícil el
acceso, Balbín se encuentra ante la necesidad
de “saltar” un muro. Lo hace. Luego se abraza
con Perón. Tenemos dos acercamientos
de Balbín a Perón: el “salto” del muro y el
abrazo. Luego, muerto Perón, dice un discurso
que él pretende sea “para la historia” y
–aunque la historicidad de ese momento es
de una densidad y un desbocamiento dramáticos,
sofocantes– lo es. En el discurso Balbín
dice: “Este viejo adversario hoy despide a
un amigo”. Si algo no es Balbín aquí es lo
que fue toda su vida: un antiperonista. Pareciera
jugar dentro del campo del peronismo.
Sin duda, contribuye a su perdurabilidad, a
su capacidad inagotable de sumar, que es
parte sustancial de su obstinación en “la
patria de los argentinos” como solía decir ese
líder radical que no le hizo a la patria un
solo mal aunque acaso no le haya hecho ningún
bien remarcable. (Nota: Sin embargo,
dos males serios le ocasionó a “la patria de
los argentinos”. Habló de “la guerrilla en las
fábricas” poco antes del golpe del 24 de
marzo de 1976. Y –cuando le dieron la cadena
nacional de radiodifusión para que hiciera
algo por frenar el golpe– acudiendo a ciertos
aires de compadrito en que solía solazarse
dijo “me piden soluciones” y contestó una
burrada política fenomenal: “No las tengo”.
Los militares habrían de tomar esa frase
como una confesión de la “dirigencia civil” y
justificarían, con ella, la necesariedad de
apoderarse del Estado. Ellos sí tenían respuestas.
En otro de sus dramatizados discursos,
también por televisión, se dirigió a los
jóvenes de la guerrilla. Usó a uno solo como
figura de todos. “Muchacho”, le dijo, “contiene
tu puñal. Y si yo no cumplo, entonces...
clávamelo”. Al día siguiente de la tragedia
de Chile le preguntan qué opina: condena
el golpe y lamenta que “el presidente
Allende se haya suicidado”. Le dicen que lo
mataron. “No lo sé –dice–. Pero tenía un
arma en las manos.” Le preguntan qué
habría hecho él en esa situación. Pone su
mejor cara de “guapo del
no: a mí no me hacen eso”. “Eso” era el
golpe de Pinochet. Regresa de un viaje y le
preguntan por los desaparecidos: “Los desaparecidos
están muertos”, responde, dando
por inútil la consigna central de las Madres
de Plaza de Mayo: “Con vida los queremos”.
Le decían “Chino” porque –en sus mejores
momentos– se parecía algo a Akira Kurosawa.
Y “guitarrero” por su estilo oratorio.
Hoy, todo él, es pasado y olvido. Con todo,
yo sería injusto si no dijera que –en 1973–
lo habría preferido a él como vice de Perón
en lugar de Isabel, con el Brujo atrás. Y que
no era ni habría podido ser un carnicero
como López Rega o Videla, aun cuando se
haya equivocado gravemente un par de
veces. En un país en que ha corrido tanta
sangre, en un país tan colmado de asesinos
corresponde decir esto de alguien si decirlo
es la verdad.) El “otro” abrazo es más inesperado
y fue impensable hasta el grado del
delirio, la insensatez o la blasfemia. Sucedió
en una época que contenía todos esos matices
de la condición humana, añadiéndoles
los de la falsedad, el robo, la befa, la farandulización
de la existencia toda y el canallismo
jocoso, circense: la “fiesta” menemista.
Otra variedad de la “obstinación” peronista
cuyo análisis requerirá espacio, tiempo y
templanza, si es que deseamos apartar de
nosotros el único modo de recordarlo: el de
la ira, el de una insoslayable y fiera vehemencia.
Trataremos de hacerlo. Buscamos
tornar transparente hasta lo posible nuestro
objeto de estudio. Será sensato advertir que
parte de esa transparencia estará en las pasiones,
en las broncas, en las heridas aún abiertas
porque fueron hechas para sangrar sin
perecer, de las que estamos hechos. Este
ensayo se escribe buscando todos los rostros
del objeto al que asedia, pero ese “objeto” (el
peronismo) ha provocado, en todos nosotros,
desilusiones, tristezas, derrotas, pérdidas
sin reparo, muertes que no debieron ser,
pavores sorprendentes, ilusiones luminosas,
desengaños en los que aprendimos la resistencia
de la realidad, la dureza de lo imposible.
Una amiga no peronista, que se aferró a
la esperanza-Alfonsín, me contó que el
mayor dolor de su vida, su mayor tragedia,
fue la pérdida de dos amigos que cobijó en
su casa en algún mes del año 1976. Eran dos
jóvenes peronistas, se los llevaron y no los
vio más. Todavía, al hablar de ellos, al contar
esa historia, los ojos se le humedecen, se
pone pálida y hasta tiene miedo otra vez.
Prometemos, sí, asediar a nuestro objeto y
estudiarlo con rigor. Pero no lo haríamos si
dejáramos de lado las ilusiones que ese
“objeto de estudio” despertó en nosotros, las
desesperanzas, los espantos, y la prolija, fría
idea de la muerte y la tortura. Volvemos al
“segundo” abrazo. Fue, dije, durante la “fiesta”
menemista. Alianza entre el peronismo y
el establishment agrícola-ganadero, el establishment
empresarial y financiero y las corporaciones
transnacionales. Carlos Menem,
en algún ágape de esos años de jolgorio, se
encuentra con el Almirante Rojas, el inventor
de la línea Mayo-Caseros, el más puro
símbolo del gorilismo nacional, el que ordenó,
junto con Aramburu, los fusilamientos
del ‘56 y las masacres de esa “operación” que
narrará Rodolfo Walsh. El “Jefe” lo ve al
Almirante y se le acerca con su sonrisa de
plástico. El Almirante hace lo que siempre
ha hecho: lo mejor para su clase social, la
oligarquía, y el brazo vigoroso que la custodia,
las Fuerzas Armadas. Se abraza con el
peronista Menem. Ahí están, mírenlos: el
masacrador del 16 de junio de 1955 y el
caudillo del interior federal postergado, el
caudillo riojano en que se encarna el otro, el
que cantó Sarmiento, el feroz Facundo, el
Tigre de los Llanos. Este Tigre –sin embargo–
se ha olvidado de los Llanos. Se recortó
las patillas. Se viste alla Versace. Gobierna
para las clases altas, para el Fondo Monetario
Internacional y hasta ha enviado un cascajo
que flota a
guerra de Estados Unidos pero que él hace
suya dado que con el gigante del Norte quiere
relaciones cercanas, a las que llama “carnales”.
Algunos dicen que no es peronista.
Usan, para desautorizarlo, un concepto inesperado
pero que hace historia: “menemismo”.
El “menemista” Menem no será peronista
pero todo el peronismo lo respalda.
Durante su Gobierno, Ubaldini, el sindicalista
que vivía haciéndole huelgas a Alfonsín,
pierde visibilidad; tanta, que casi se torna
invisible. No: Menem es peronista. Y hace
todo lo que no hizo Perón. O digámoslo con
mayor propiedad: des-hace lo que hizo
Perón. Qué cosa el peronismo, caramba.
Cómo diablos será posible entenderlo. El
que mejor desperonizó al país (una obsesión
que compartieron durante años la oligarquía
y la izquierda revolucionaria o académica)
fue un peronista. Y no uno que vino de arriba,
de algún planeta exótico para hacer la
tarea. No: un peronista de verdad. Con historia,
militancia y discurso peronista. Bastaba
oírlo hablar y uno advertía que el tipo, al
manual de conducción política de Perón se lo
sabía de cabo a rabo. A comienzos de 2003,
cuando se baja del ballottage para restarle a
Kirchner los seguros y frondosos votos que
cosecharía en una segunda vuelta, dice, por
televisión y con el propósito de justificar su
alejamiento, un discurso en que palabras
como “arte de la conducción”, “táctica”,
“estrategia”, “información”, “control de la
situación” y hasta “economía de fuerzas” van
de aquí para allá, incesantes. Había hecho
los deberes del buen justicialista: conocer la
doctrina. No los había hecho por casualidad.
Carlos Menem, el político que desarmó sin
prisa, sin pausa y sobre todo sin piedad el
Estado de Bienestar que Perón había construido
desde 1943 y que ni los militares de
a cenizas, era un peronista de larga historia,
un caudillo de la más federal de
las provincias, la de Facundo
Quiroga, la de Ángel
Vicente Peñaloza,
Nada de
esto impidió su abrazo con Rojas. Era más
fuerte aquello que lo tornaba posible: un
nuevo rostro del peronismo, un peronismo
neoliberal, construido al calor de la caída del
Muro de Berlín, del triunfo global de la
democracia neoliberal de mercado, de la
hiperinflación alfonsinista, del golpe de mercado
oligopólico y de una época que encarnó
la “ética indolora” (el concepto es de
Gilles Lipovetsky) de la posmodernidad.
Hasta posmoderno fue el peronismo. Luego
de ser, como había sido, el símbolo de los
valores de la modernidad en
Estado fuerte, política, enfrentamiento de
clases, inclusión social de las clases postergadas,
nacionalismo, primacía de la industria
sobre los productos primarios. Ese abrazo
Menem-Rojas disparó una frase de un peronista
de también larga trayectoria, hombre
que transitó de
Renovación en el 84/85 y al menemismo en
los noventa. La frase fue: “El abrazo
Menem-Rojas equivale al abrazo Perón-Balbín”.
Le dije a otro peronista cómo era posible
que Fulano dijera eso. Y me dijo: “Dejalo:
dice eso y morfa un año entero”. Esto,
también, es un elemento teórico. Y hasta lo
es en la elección de la palabra “morfar” en
lugar de “comer”. Un peronista morfa. Un
oligarca come. Y esto, a los peronistas,
los colma de
III
orgullo. (Nota: Que un oligarca”come” se puede
observar en ese inmenso libro de chismes que se
publicó recientemente bajo el nombre de Adolfo
Bioy Casares. Parece que habitualmente Borges
visitaba a Bioy para “comer” en su casa. Ahí
–con una maldad clasista de viejas oligarcas y
obviamente ociosas– le comentaba todo tipo de
cosas a su amigo, quien, acaso asombrosamente,
las anotaba con pulcritud. Más asombroso es
que se hayan publicado. Todavía más es que se
lean. Como sea, la fórmula que Bioy utiliza para
abrir la narración de las veladas con su compinche
de mínimas charlas de cajetillas aburridos es:
“Borges hoy come en casa”. O “Borges come en
casa”. O “Come Borges en casa”. No sabemos si
almuerza o cena. Ni lo sabremos, ya que es de
mal gusto, de grasas y de negros peronistas, decir
que alguien “almuerza” o “cena”. La gente
comme il faut “come”. Algo similar a lo que ocurre
con el “rojo” y el “colorado”. Lo correcto es
“colorado”. Ha sido posible observar –desmintiendo
esta modalidad– que cierta oligarquía no
ha cesado de hablar del “trapo rojo” aludiendo a
eso con que los “zurdos” pretenden reemplazar a
la bandera de Belgrano. No hay nada como el
odio para perder los modales.) A los peronistas
nacional populares. A los que no fueron atrapados
por eso que suele denominarse el “glamour
de la oligarquía”. Con todo, en esto los peronistas
no han cedido demasiado terreno. Menem
llenó su década de esplendor invitando a comer
(o a “morfar”) pizza con champán a sus más elegantes
y rancios contertulios. Un peronista
entrega a las clases dominantes el patrimonio
nacional pero sigue citando a Jauretche. La
izquierda ilustrada, en cambio, la izquierda
–pongamos– “académica”, compra los valores y
los símbolos de la oligarquía como parte de su
“conversión”. La “socialdemocracia” de los
ochenta, el alfonsinismo ilustrado incurrió en
una incondicional adoración de Victoria Ocampo,
Borges y Bioy, quienes fueron transformados
en la cifra de nuestra cultura, el signo de su excelencia.
He discurrido en otras ocasiones sobre
estas modalidades de época.
Los dos abrazos exhiben la amplitud del peronismo.
Esta “amplitud” ya había sido largamente
ejercida y teorizada por el mismo Perón: “En el
peronismo, en cuanto a ideología, tiene que haber
de todo. Me dicen que Cooke era muy izquierdista.
Pero también lo tuvimos a Remorino que era
de derecha”. El peronismo no es –entonces– una
obstinación peronista. Es una obstinación argentina.
Si la obstinación prosigue, si no se detiene, es
porque todos la alimentan. Peronistas y no peronistas.
No sólo los no peronistas que pactan con
el peronismo o se le acercan en coyunturas en que
“la patria lo reclama”. Sino (y muy poderosamente)
los antiperonistas. Estamos aquí ante un fenómeno
marcadamente argentino. O sea, casi indescifrable:
el peronismo ha sido una y muchas cosas
más. Tal vez ya no sea nada. Tal vez la identidad
peronista se haya disuelto en las borrascas de la
historia que a partir de ella (de quienes reclamaban
encarnarla) se han desatado. Lo que no desapareció
es el antiperonismo. Es un argumento que
usó cierta vez, en mi contra, el malogrado y querido
historiador Fermín Chávez. Yo había escrito
un texto demostrando que la identidad peronista
ya no tenía existencia. Era tanto que era nada. El
ser y la nada (en el primer capítulo de
Hegel) se identifican, son intercambiables: cuando
algo es el todo es la nada porque las cosas se
definen por aquello que las diferencia de las otras.
El ser es diferencia. Lo han dicho los postestructuralistas
–basándose en el sistema de la lengua de
Ferdinand de Saussure– y tienen razón. Todo elemento
se refiere a otro del cual se diferencia. Una
estructura es una totalidad de diferencias. Nada es.
Todo ser es diferencia. Todo ser, en su ser, se
refiere a otro. Seamos, ahora, precisos: si el peronismo
es todo, cuál es su diferencia. Tiene que
existir algo que no sea el peronismo para que el
peronismo sea algo. Cuando propuse la fórmula:
El peronismo, al serlo todo, no es nada, Fermín
Chávez me refutó. Dijo: Si el peronismo no es
nada, si no tiene identidad, ¿cómo es posible que
haya antiperonistas? Perfecto: otra incógnita
demoledora. Uno ya no sabe qué es el peronismo.
O tiene que estar tres horas para explicáserlo a
alguien. Sobre todo a un extranjero. Pero antiperonistas
hay por todas partes: sacan diarios prestigiosos,
escriben concurridas columnas de opinión,
publican libros, dan conferencias para empresarios,
y hasta no faltan quienes se sienten “mártires”
o “líderes” de la prensa libre agredidos por el
“peronismo”. Incluso defienden a la “república” o
a las “instituciones” que el “peronismo” agrede.
Algo que ocurre porque –dicen– el gobierno que
durante estos días gobierna es... peronista. Sin
embargo, ese gobierno ha reducido a una expresión
mínima los símbolos clásicos del justicialismo,
las fotos de Perón, las de Evita o la ineludible
entonación entusiasta de la marcha partidaria.
Que sigue teniendo frases tan improbables como
“combatiendo al capital” en un mundo en que
nadie lo combate en ninguna parte. O afirma que
la “Argentina grande con que San Martín soñó es
la realidad efectiva que debemos a Perón” cuando,
en rigor, los “grasitas” de Evita y los “negritos” de
Perón andan por las calles pidiendo limosna o
acarreando cartones y el pueblo de
Federal votó al hijo de un empresario (que si no
es peronista lo puede ser en cualquier momento)
para que los limpie del paisaje urbano, los arroje a
la periferia y arrase con esa villa, la 31, de la cual
salen delincuentes y drogadictos (o delincuentes
drogados) para alterar la placidez de la metrópoli
opulenta. En suma, los antiperonistas son más
obstinados que los peronistas. Entre unos y otros
dibujan esa modalidad del ánimo (una modalidad
subjetiva) con que se presenta el peronismo en
nuestra historia: la obstinación. Hagamos, pues, la
pregunta: ¿qué es una obstinación?
La relevancia de la pregunta surge –en una
instancia inicial– porque forma parte del título
de este ensayo, que llama al peronismo “una obstinación
argentina”. Después, se afirma en que
nadie dudará acerca de la persistencia del fenómeno
en nuestra historia: nace con el golpe militar
del 4 de junio de 1943 y todavía sigue fuerte
y una mujer que proviene del riñón de su historia,
de una de sus facetas más tormentosas y castigadas
(la izquierda de los ’70), acaba de ganar
unas elecciones que la llevarán a la presidencia
del país. Ella no luce excesivamente peronista:
dio un discurso plural el día en que ganó, se reunió
con un periodista del diario del establishment
(un hombre que siguió día a día el gobierno
de Néstor Kirchner con una obsesividad
digna de algún prestigioso diván de la ciudad de
Buenos Aires, desbordante de neuróticos y de
psicoanalistas neuróticos que debieran mejorar a
esos neuróticos o, en su defecto, medicarlos
bien, y de todos los días en que anduvo tras él,
criticándolo, encarnando odios, creando opiniones
adversas, asumiendo el estrellato de su diario
venerable, hijo dilecto de la pampa húmeda y de
capitales transnacionales, del ALCA, y ahora, a
diferencia de otros irritables momentos de su
historia en que reclamó hechos que –por el
momento– olvidaremos, custodio de las libertades,
de las de prensa sobre todo, y de las instituciones,
y custodio, muy privativamente, de esa
acuosa, impalpable entidad a la que se llama “la
República” y en cuyo nombre se han cometido
por estos lares las más horrendas tropelías, este
periodista, decía, pasará a la historia como “el
fiscal del kirchnerismo” pero –conjetura uno– al
costo de haberle dedicado cuatro años de su vida
al líder de esa tendencia, Néstor Kirchner, y al
costo de verlo hasta donde no estaba o de encontrarlo,
inesperadamente, en sus pesadillas, y en
las peores) y citó escasa o nulamente a Perón y a
Evita. De hecho, la presidenta Cristina Fernández
pareciera haber elaborado mejor su relación
con el peronismo que muchos antiperonistas,
dado que en gran medida y no asombrosamente
el peronismo vive más en el odio o el desdén o la
obsesión de los antiperonistas que en la adhesión
de los peronistas. Ocurre (y veremos intensivamente
este aspecto) que en la mayoría de los
antiperonistas, cuando se llega al fondo de ellos,
al abismo de su repulsa, priva el odio al diferente
encarnado en la figura del grasa, del pobre o del
negro o del groncho. Y sus actuales manifestaciones:
el piquetero, el villero, el pordiosero, los cartoneros
y los chicos de la calle. Que, con el mero
trámite de lanzarse a limpiar el parabrisas de los
automóviles, arrojan al odio a sus conductores,
al desborde y a la frase que la mayoría de la clase
media de los “centros urbanos” destina al diferente
cuando busca solucionar el problema que
plantean a la serenidad, a la placidez, a la pulcritud
de la polis: hay que matarlos a todos. En resumen,
el antiperonismo es una obstinación argentina
y esa obstinación alimenta al peronismo
tanto (y a veces más) como él se alimenta a sí
mismo.
No obstante, la palabra obstinación pareciera
cargar con una cuota excesiva de subjetividad. Si
uno dice que el peronismo es una obstinación
argentina está diciendo otra cosa que si dice: el
peronismo es una persistencia argentina. Se
puede hablar de la persistencia de los hechos.
Hablar de la obstinación introduce una direccionalidad
subjetiva en el análisis. Rechazamos toda
idea de una continuidad en la historia. No hay
un tiempo lineal, una temporalidad homogénea,
no hay sentido ni sujeto interno de la historia.
Estas son ya viejas discusiones y las hemos zanjado.
(Nota: Hemos escrito en otro lugar: “No
queremos una historia de la continuidad. Pero
no queremos una historia de la exaltación del
azar y lo discontinuo. Porque es cierto: no hay una
historia de la continuidad. Pero hay continuidades
en la historia. Hay persistencias en la historia. Las
tenemos que rastrear. Las tenemos que develar.
Esas persistencias deberán ser conquistadas entre
las miríadas de sucesos que exaltan los foucaultianos,
pero no bien las conquistemos deberemos
establecerlas, no cosificarlas, pero tenerlas presentes
para la praxis. No hay acción política que
no se establezca sobre el develamiento de una continuidad”,
JPF, La filosofía y el barro de la historia,
suplementos publicados en este diario entre
junio de 2006 y mayo de 2007. El libro completo
y revisado aparecerá en abril del año próximo
editado por Editorial Planeta.) Con todo, hemos
elegido la palabra “obstinación” (y trataremos de
hacer de ella un concepto) y no la palabra “persistencia”.
Bien cierto es que el peronismo es una
persistencia en nuestra historia. No lo es menos
que establece continuidades. Pero nuestro propósito
es deliberadamente humanista. La historia
del peronismo es una historia hecha por los
hombres. Bajo determinadas circunstancias,
como pedía Marx. Pero nos resulta imposible no
ver en la trama histórica del peronismo la acción
de sujetos prácticos, de sujetos enfrentados, de
sujetos constituidos por la historia y constituyentes
de ella. Hay una sobredosis de humanismo
histórico en el peronismo. De aquí que nuestra
posición acerca de la filosofía política del
movimiento habrá de recurrir (no solamente,
desde luego) a las posiciones de Carl Schmmit.
Este genial teórico alemán (cuyos compromisos
con el nacionalsocialismo nadie ignora) se pregunta,
en uno de sus trabajos esenciales, por el
“concepto de lo político”, busca la especificidad
de las categorías políticas, aquellos elementos
por los cuales son “políticas” y no otra cosa. Y
escribe: “Pues bien, la distinción específica,
aquella a la que pueden reconducirse todas las
acciones y motivos políticos, es la distinción de
amigo y enemigo” (Carl Schmitt, El concepto de lo
político, Alianza, Madrid, 2002, p. 56. Debe
consultarse también el excelente ensayo de
Chantal Mouffe: En torno a lo político, Fondo de
Cultura Económica, Buenos Aires, 2007. El
libro es un derroche de lucidez, de inteligencia.
Sin duda alguna, recurriremos a él no bien sea
necesario.) Sobre esa Distinción esencial, que se
expresa ya como contradicción o conflicto o
antagonismo o guerra, elaboraremos nuestra filosofía
política del peronismo. Pero buscaremos
–en la distinción amigo y enemigo– la praxis que
anima a cada uno de esos grupos. Los grupos
están constituidos por sujetos. Los sujetos tienen
subjetividades. Las subjetividades generan conceptos
aptos para dar cuenta de ellas. Una persistencia
de la historia nos revela algo que ocurre en
la historia. Una obstinación (y soy consciente
también del riesgo poético o literario de la palabra,
que, a mí al menos, no me disgusta) nos
revela algo más: algo que los hombres hacen. Los
hechos no se obstinan. Los sujetos sí. Podríamos
plantearlo de este modo: los hechos concretos de la
filosofía política del peronismo expresan una
persistencia histórica alimentada por una obstinación
de los sujetos que la protagonizan.
Volveremos sobre el tema.