Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del
Peronismo
PRIMERA PARTE
Página/12
Hacia el primer gobierno de
Perón
Las migraciones internas:
Los “cabecitas
negras” como sujeto político.
Si rondamos brevemente en
torno de la palabra obstinación
nos encontraremos con sus
sinónimos. Rondar en torno de
ella implica también una recurrencia
al Diccionario. No es fácil librarse
del Diccionario. Uno apela a él. Lo convoca.
Y, a veces, le suplica. Obstinación proviene
de obstinare (obstinarse). No avanzamos
mucho. Suelo concentrarme más en los sinónimos
que en las etimologías. Al contrario
de Heidegger, o a diferencia de él. Será porque
mis conocimientos de griego se encuentran
a distancias siderales de los suyos. Hay
motivos conceptuales: no encuentro en los
griegos todo lo que Heidegger (que, como
veremos, fue un pre-peronista, y no estoy
bromeando) encontraba: la patria del pasado
o, mejor aún, la patria del principio, ese
principio que “aún es”, según se lee en el
Discurso del rectorado. Busquemos nuestra
palabra por el lado de la eminente María
Moliner. Se sabe: si de un Diccionario se
trata, ahí tiene que estar la señora Moliner.
Que dice (no de obstinación sino de obstinarse,
que sería, por decirlo así, la puesta en
práctica de la obstinación): “Sostener alguien
una opinión, actitud o decisión a pesar de
razones que deberían disuadirle”. No es muy
buena la definición. Carece de muchos elementos.
Traslademos nuestra inquietud al
Diccionario Salamanca de
Obstinación: “Actitud de mantener una
idea a pesar de las dificultades o de otras
ideas contrarias”. Está mejor. Una obstinación
es, entre muchas otras cosas que veremos,
mantener una idea a pesar de las dificultades
para darle fundamento o a pesar de
todas las objeciones que se le hacen. Y éstas
son –más que a menudo– las ideas contrarias
que a las obstinaciones oponen los obstinados
por otras obstinaciones. De tal forma
(insistamos en esto) esas “ideas contrarias”
son, a su vez, obstinaciones que sostienen
otros tan obstinados como aquellos que lo
eran. Tendríamos una historia tramada por
las obstinaciones. Nos vamos acercando.
Acudamos ahora a los sinónimos. Ahondan
en el tema. Sinónimos de “obstinación”: persistencia,
porfía, terquedad. El concepto de
persistencia vamos a dejarlo establecido desde
ya. Una obstinación expresa una persistencia
de los hechos históricos. Una obstinación no
es teleológica. No expresa un sentido interno
de la historia. Pero puede señalar una persistencia.
El peronismo es una persistencia en
nuestra historia y esa persistencia ha sido
fruto de la obstinación de los grupos políticos
actuantes en ella. Que quede claro: no
sólo los peronistas se obstinan en el peronismo.
Muy especialmente lo hacen los antiperonistas.
Hay grupos, series, clases y sectores
de clases que encuentran su identidad en el
antiperonismo. Ellos asumieron la palabra
gorila. Que –veremos– no es una palabra
peronista. O no lo es solamente. En unas
elecciones legislativas que dio Frondizi, los
grupos de
el lema: “Llene de gorilas el Congreso”. Y se
veía a unos abultados, corpulentos gorilas
marchando hacia el Congreso. Los otros
sinónimos nos entregan matices más cercanos
a la pasión de los protagonistas, de los
obstinados, que conceptos que puedan aplicarse
a la historia: obsesión, testarudez,
cerrazón y hasta chifladura, fanatismo y,
desde luego, sectarismo. Pero: ¡grave error!
(Tan grave como para señalarlo con signos
de admiración, al modo de los viejos libros.)
¿Acaso no es la historia la historia de la
pasión de sus protagonistas? Sí: la historia no
es la historia del Ser, no es la historia de las
fuerzas productivas, ni de las relaciones de
producción, ni de las tramas de la estructura,
ni del poder, ni de la resistencia al poder,
menos aún es la historia del lenguaje, de los
signos, de los significantes. O, en todo caso,
no es eso solamente. La historia (aquí, para
nosotros, y a los que no les guste pueden
dejar ya este texto pero sepan que se perderán
una de las historias más fascinantes de
América latina) es todo lo que dijimos que
no es pero sostenido, fundamentado por
aquello que esencialmente creemos que es: la
historia de los proyectos antagónicos por
medio de los que pasionalmente se enfrentan
los hombres, a medida que la hacen y son
hechos por ella.
PASIÓN DE
Es entonces el momento de hablar de la
pasión. Esta obstinación que venimos rastreando
es pasional. Si obstinación se encuentra
en su sinonimia con obsesión es porque ambas
palabras, entrecruzadas, nos entregan al universo
tormentoso de lo pasional. Pensar en
Hegel no será –aquí– ocioso. Si todo lo grande
se hace en la historia con pasión no podríamos
negar que esta obstinación argentina
debe leerse también como una pasión argentina.
Ya veremos en el trazado de este relato
colmado de estallidos, gritos, cánticos, bombas
y cadáveres –incluso de cadáveres ultrajados,
de un culto a la necrofilia como es difícil
encontrar en otros ámbitos–, de este relato de
fogosidades raramente contenidas por una
racionalidad que funcionó más para la destrucción
que para la construcción de la felicidad
de un pueblo, relato que edificó enormes
esperanzas, una, por ejemplo, patria de la felicidad
que se destrozó luego entre el odio de
enemigos inconciliables, un exceso de pasión,
una pasión sobreactuada que se extiende
desde los discursos postreros de Evita hasta la
poética macabra de las zanjas camino a Ezeiza,
generosas para cobijar cuerpos acribillados,
desde los basurales de José León Suárez,
desde esa matanza que narró Walsh hasta las
pinturas candorosas de Daniel Santoro, con
el Pulqui que sobrevuela
Niños pero con
pega al niño gorila y al niño marxista-leninista,
hasta el final del Perón de Favio, donde la
mitología del líder lleva a confundirlo con un
Moisés bíblico-militar ante quien las aguas de
un océano caudaloso, incansable, se abren
para permitirle su caminar sabio, fatigado
pero inmortal, con el peso de
sobre sus espaldas y el peso también del
deber cumplido, hacia
que le pertenece, en el que Él debe estar,
dado que si Él está ahí, ahí está el Pueblo, y
la felicidad del Pueblo y la grandeza de la
Nación. Todo eso.
Lo que nosotros estamos proponiendo es
una obstinación argentina. Pertenece a los
peronistas en la modalidad de la adhesión. A
los antiperonistas en la modalidad del rechazo.
Con el paso del tiempo esa obstinación
(insistimos: una obstinación nacional, no sólo
peronista) se ha alimentado con aquellos sectores
o grupos o agentes políticos cuya praxis
se acerca al peronismo por encontrar en él el
espacio de la política. Esto se expresaría diciendo:
No se puede hacer política fuera del peronismo.
En las elecciones presidenciales que dieron
el triunfo a Cristina Fernández todos o se
definían como peronistas o manifestaban su
adhesión a sus figuras tutelares: Perón y Evita.
La candidata de
nuclear el voto más antiperonista, se vio obligada
a declarar su admiración por Perón y
Evita. Un ex ministro de Economía, Lavagna,
se erigió, en uno de sus discursos, en custodio
de la pureza peronista. Ahí está: lo vemos
blandiendo una foto de Perón y denunciando
a los que quieren “vaciar” al peronismo por
izquierda y por derecha. Rara afirmación.
Para decir, en el siglo XXI, que el peronismo
está siendo vaciado habría que definir antes
cuál es su contenido. O por decirlo de otro
modo: de qué está siendo vaciado. Tarea áspera,
amarga si las hay. Otro político (Mauricio
Macri, que pasó de ser un Isidoro Cañones de
los boliches de los noventa a estadista de la
“culta Buenos Aires” en el nuevo siglo, asombroso
derrotero) es un peronista de pura cepa:
presidente de Boca Juniors, populista, visitante
algo patético pero no por ello menos entusiasta
en su estética nac & pop de barrios laterales
como Villa Lugano, con nenita oscurita
y pobre incluida en foto incómoda), hombre
capaz de hacer negocios y tratos o convenios
políticos de coyuntura con quien se le aparezca,
es, sobre todo por este último factor, un
neto, purísimo peronista. En suma: hoy el
país está inmerso en la obstinación peronista.
Pero ya no se trata de testarudez, sectarismo,
fanatismo. El peronismo es lo menos sectario
que hay. Si usted quiere ser peronista o militar
en sus filas, si usted quiere hacer en ese
espacio-poder buenos negocios, lanzarse a la
arena política, dialogar con hombres influyentes,
el peronismo lo recibirá. No es una
“chifladura”. Al contrario, es el exceso de la
Realpolitik. El exceso de “peronismo” que se
detecta en nuestra sociedad está en relación
directa con el defecto de ideas, de ideologías
diferenciadas, de proyectos nuevos. La modernidad
nacional popular del ‘45 y el posmilenio
supramoderno del siglo XXI se conjuran
en el peronismo. De él pueden salir desde un
plan de viviendas populares hasta un pacto
con los demócratas del Norte, que acaso exija
la aprobación de la política exterior norteamericana
(léase: permanencia en Irak o ataque
nuclear restrictivo a Irán). De él puede
esperarse una relación estrecha con Evo y
hasta con Chávez. Una cooperación elegante
con Bachelet. O medidas osadas en derechos
humanos. ¿Distribución del ingreso, aumento
de los subalternizados (los pobres) en el
producto bruto interno, erradicación nacional
de la pobreza extrema, plan intensivo de
alfabetización declarado previamente “causa
nacional”?
No se lo ve empeñado en eso a
este peronismo. Tampoco a ningún otro
grupo político. Lo cual es obvio dado que
todos los grupos políticos, de una u otra manera,
participan hoy del espacio peronista para
hacer política y ninguno, ni por asomo, se
propone ir más allá en estas cuestiones. Al
contrario.
¿Es la obstinación un enigma? Sí, en la
medida en que el peronismo lo es. No es que
desconozcamos cosas sobre él. Por el contrario:
sabemos demasiadas. Esta sobreabundancia
de hechos (de hechos de todo signo ideológico)
es la urdimbre enigmática del peronismo.
¿Por qué tantos se obstinan en una cosa a
la que dan el mismo nombre, a la que llaman
de la misma manera o de la cual recuperan la
misma historia a la que suelen envolver en
algo tan vaporoso como lo nacional, o lo
popular, o lo nacional popular. (Sus enemigos,
que van y vienen, acuden con frecuencia
al concepto de “populismo”, de compleja
definición a fuerza de lo excesivo, del manoseo
y hasta de cierto matiz despectivo, elegante
o clasista con que se presenta.) Como
hecho histórico la obstinación es agente de
dinamización y consolidación. Consolida una
identidad pero la obstinación por consolidarla
lleva a acciones con frecuencia beligerantes.
Si la historia surge del antagonismo
amigo-enemigo no hay como dos obstinaciones
para entregarla al vértigo. La obstinación
puede también instituirse, hacerse dogma. La
obstinación se transforma en un corpus, el
corpus en dogma y el dogma en verticalidad y
autoritarismo. En 1973, en su discurso del 21
de junio, Perón declara la etapa dogmática:
congela la doctrina. Congela la obstinación,
que había tomado un camino guerrero que el
líder quería frenar. Veremos que no pudo. La
obstinación establece linealidades en la historia
pero no es una linealidad. La filosofía política
del peronismo –aunque la señalemos
como una “obstinación argentina”– no es
una linealidad. Hay, en ella, quiebres, rupturas,
obstinaciones diversas, diferenciadas,
bélicas, insurgentes y contrainsurgentes. La
obstinación es identidad pero al obstinarse
tanto en “algo” (el “peronismo”) es también
la ausencia de ella. La obstinación podría
acaso darnos el sentido de la historia política
argentina. Pero el peronismo se ha vaciado.
Durante años lleva entregándonos más una
ausencia de sentido que una presencia. Es un
significante que no significa. Significa tanto
que no significa nada. Es –como bien dice
Ernesto Laclau en una definición ya célebre–
un significante vacío. Mientras vivió, lo llenaba
Perón. Y ni siquiera vivo lo llenó. Ya que
luego de Ezeiza los significantes se multiplicaron.
Que el peronismo pueda serlo todo
nos remite al último rostro de la obstinación:
la obstinación como enigma. ¿Por qué tantos
se obstinan por algo que ya no saben decir
qué es? Porque en esa poderosa indefinición el
peronismo se da el lujo de serlo todo. De contener
en sí todas las obstinaciones. Parte de
esa obstinación es este libro.
LOS MIGRANTES: EL
NUEVO SUJETO POLÍTICO
mantenía alejada de las tormentas bélicas que
sacudían a los europeos. La prosperidad
había surgido de esas tormentas, como un
fruto inesperado de ellas. Se suele decir: Crisis
en la metrópoli-prosperidad en la colonia. O
se solía decir. Como sea, lo que el esquema
interpretativo dice se centra en que Argentina
era una colonia o –sin duda– una semicolonia.
Esto es parte del vocabulario nacionalista.
Que, a esta altura, era el vocabulario
que habían pulido los hombres de FORJA
(Fuerza de Orientación Radical de
Argentina). Estas cosas debieran ser largamente
conocidas pero sabemos cuánto se ha
retrocedido y sobre todo hasta qué punto el
pensamiento del nacionalismo argentino ha
sido sofocado desde la dictadura militar y,
muy especialmente, desde el surgimiento de
la democracia. Si un joven de hoy supiera
que el radicalismo levantó las banderas del
nacionalismo popular se sorprendería. ¿Alguna
vez el radicalismo habló de patria, colonia,
coloniaje, imperialismo, soberanía popular,
soberanía nacional? ¿No es ése el lenguaje
pedestre y vulgar del peronismo populista?
¿No sabemos desde Alfonsín en adelante y
desde las cátedras que respaldaron su gestión
que la patria es la república, el pueblo el
ciudadano, el Estado autoritario y toda
la otra jerga cosa de peronistas nostálgicos?
No, y no podemos detenernos
mucho en esto ni siquiera solucionarlo:
se ha avanzado en exceso y
posiblemente sea ya tarde, imposible
o –lo peor– innecesario.
Si alguien quiere saber un par
de cosas sobre ese grupo de
jóvenes radicales (todos
antipersonalistas, antialvearistas,
yrigoyenistas)
puede leer algún libro
de Hernández Arregui
o Arturo Jauretche.
Ahora –luego de la fiesta
democrática o la fiesta
menemista– han aparecido
(otra vez) algunos. Volvemos: hablábamos
de la prosperidad argentina de
1943. Durante la década del treinta
alguien –célebremente– había dicho
que
de la corona británica. Cuando la corona
británica vive estragada por la guerra, la
joya más preciada tiene que abastecerse a sí
misma. A esto se le llama “sustitución de
importaciones”. Se sigue exportando
hacia la metrópoli en desdicha lo que
ya se exportaba y no hay otra salida
más que incurrir en una política
industrialista. Fabricar en casa lo
que nos venía de afuera. A esto
–dijimos– se le llama sustituir
importaciones. Todo proceso de
producción genera empleos,
dado que necesita obreros.
Los obreros trabajan y
cobran sus sueldos.
Con
esos
sueldos consumen, algo que no sabían. Al
consumir aumenta la producción fabril. Esa
producción tiene asiento en las ciudades. Las
que empiezan a llenarse de fábricas. Los peones
del interior reciben la noticia. Hacen su
bagayito y se van para la ciudad. Llegan y
encuentran trabajo en seguida. La industria
le quita hombres al campo. Nacen las primeras
villas miseria. Pero son fruto de un desarrollo
que beneficia a los nuevos obreros. Ya
tienen trabajo, pronto tendrán hogar. Por
ahora, la villa. Pero hay un horizonte: lo
dibuja el humo de algunas chimeneas, el
ruido de los tornos, el rechinar de las máquinas.
Avellaneda, Munro, Berisso, ¡cuántos
tallercitos aparecen por ahí! El tallercito crece
y es ahora una fábrica. Los obreros ganan su
dinero y de a poco salen de la villa hacia una
vivienda escueta pero digna y siempre provisoria,
porque el trabajo tiene eso: le da al
obrero la certidumbre del futuro, el esfuerzo
dará sus frutos. Esto venía ocurriendo desde
al menos 1935. Cada vez con mayor intensidad.
La década –políticamente– era ultrajante,
una burla a los derechos civiles de los
pobres. Era la década del fraude conservador.
De los caudillos comiteriles. De Alberto Barceló.
De Juan Nicolás Ruggiero (Ruggierito).
De los que les decían a los humildes: “Vos ya
votaste”. Alguien le puso un nombre que
perduró: Década infame. Ahí surge FORJA.
Los jóvenes radicales. Buenos tipos, talentosos:
Homero Manzi, Scalabrini Ortiz, Arturo
Jauretche. Sin estar en FORJA, desde otras
zonas, Roberto Arlt y Enrique Santos Discépolo
narraron esos tiempos. La cuestión es
ésta: previa al golpe de 1943
ponía próspera, había trabajo,
nacían industrias y –¡aquí viene el sujeto!–
un proletariado nuevo, joven, hecho de hombres
que habían apenas dejado atrás la vida
triste del peón, llegaba a las ciudades. Era los
migrantes internos. Los que Eva Perón habrá
de llamar “mis grasitas”. Los que serán apodados
“cabecitas negras”. Por el pelo negro,
cortón y áspero. Los tipos de las zapatillas.
No tienen experiencia sindical alguna.
¿Quién habrá de darles cobertura política?
¿Quién los descubrirá como lo que eran: el
sujeto nuevo de la nueva sociedad argentina?
¿Qué interpretación de la historia nacional e
internacional era necesario poseer para poder
verlos? Porque se trataba de eso: de verlos.
Como en el arte, como en la narrativa o la
pintura o la música se trata de eso: de ver lo
nuevo. A veces, en el arte, ver lo nuevo es ver
que no hay nada nuevo, que la vanguardia es
insistir con lo que ya está porque aún restan
ahí posibilidades inéditas. Pero, en
de 1943, había un nuevo sujeto. Nada
menos que eso: una clase social reclamaba un
nuevo protagonismo. Requería que alguien
viera que estaba ahí, que había llegado del
campo, que había llenado las villas, que había
salido de ellas, que llenaba las fábricas, que
consumía, empezaba a ir al cine, a comer
mejor, a vestirse con alguna dignidad. Era el
joven proletariado. Los migrantes internos.
No sabían nada de la guerra europea o, si lo
sabían, no les importaba. No entendían qué
era eso. Europa era lo infinitamente lejano.
Si alguien les decía “Europa” casi no tenían a
qué referir la palabra. Sabían algo: ellos no
eran “Europa”. “Europa” podía ser, acaso, la
riqueza, lejanamente la cultura o el abecedario, el
saber leer. Y era “la guerra”. Algo que apenas
podían imaginar. Buscaban sobrevivir. Habían
dado el primer paso: escaparle al patrón de la
estancia feudal y expoliadora. Llegar a la ciudad.
Y, para colmar la dicha, trabajar. Apenas sabían
que había, para ellos, sindicatos. Que tenían
derechos políticos. Que, en algún momento,
deberían votar. Nada de esto los atraía. No
encontraban “dónde” poner esas cosas. No
encontraban un partido político que los convocara,
que supiera hablarles. Los sindicalistas tradicionales
tenían para ellos las únicas palabras que
tenían y que honestamente les entregaban, pero
esas palabras eran tan tradicionales como ellos.
“Socialismo”, “comunismo”, “anarquismo” no
decían mucho para un cabecita negra del ’43.
Tampoco la palabra “líder” les era cercana. Eso
fue, sin embargo, lo que encontraron: un líder.
También el líder los encontró a ellos. Porque los
buscó.
LOS DEL GOU
El 4 de junio es el día del golpe militar. Ese
Ejército que sale a las calles tiene unos cascos
que (sobre todo vistos desde hoy, en algunos
noticiosos de la época) apestan de tanto que se
parecen a los de los soldados alemanes. Era así:
esos militares nacionalistas se habían educado
con los textos de los grandes teóricos prusianos
de la guerra. Sobre todo con Karl von Clausewitz,
a quien también leerán minuciosamente los
Montoneros, sobre todo en la peor etapa de su
extravío: entre 1975 y 1980. Falta mucho para
esto. Clausewitz nace en 1780 y muere en 1831,
el año en que muere Hegel, Rector de
de Berlín para entonces, el gran cuadro
intelectual de Federico Guillermo de Prusia.
Clausewitz había leído al maestro de Jena y
había estudiado las batallas de Napoleón. Nació
en el momento justo. Dirigió
de Guerra. Escribió el voluminoso Sobre la
guerra, cuya influencia en el campo de la estrategia
y la táctica guerreras es inabarcable. Dijo que
cualquier consideración de humanidad volvería a
cualquier ejército más débil ante un enemigo
más sanguinario. “¿No matarás?” El hombre no
sólo mata sino que hace del supremo arte de
matar –la guerra– una ciencia que se enseña en
las academias militares. (Nota: Acaba de aparecer,
editado por
grueso volumen que recoge todas las polémicas
que giraron alrededor de una Carta inesperada,
un grito sin esperanzas del filósofo Oscar del
Barco.
de Jorge Ricardo Masetti, quien, al frente
de un grupo de no más de veinte milicianos
creó, bajo la inspiración del Guerrillero Heroico,
Ernesto Guevara, un foco guerrillero en el
monte salteño, bajo el nombre de Ejército Guerrillero
del Pueblo. No hicieron ningún operativo,
salvo que Masetti ordenó fusilar a dos jóvenes
integrantes del grupo. Se habían quebrado,
no daban más. Los mataron por cobardía. Del
Barco escribe una Carta a la revista cordobesa La
Intemperie. El planteo es extremo. Todos los que
apoyaron las acciones guerrilleras en el país y en
el continente son responsables de esas muertes,
hayan o no hayan empuñado armas. Aclaremos:
no de las muertes de los jóvenes que ordenó
Masetti, sino de todas las muertes de los grupos
guerrilleros.
matar– parece el delirio culposo de un hombre
abrumado: Del Barco anda por los ochenta años.
Propone un imposible: “No matarás”. Sabe que
es un imposible pero sabe que es el único principio
de una actitud responsable frente a la vida
del Otro. Apela a Levinas. En su momento –en
medio de esta historia de muerte en que se irá
convirtiendo el peronismo hasta llegar a los picos
de 1974/1975– nos ocuparemos de esa polémica.
No se puede hacer una reflexión o una filosofía
política del peronismo si no se asume el tema
de la muerte violenta, de la muerte a manos de
Otro. La recurrencia al pensamiento de Emmanuel
Levinas se hará también insoslayable.) De
esa ciencia se nutrieron los hombres del golpe
del ’43. También leían a Colmar von der Goltz
que, incluso, solía venirse por aquí. Autor de La
nación en armas, hay una foto que lo muestra
cuerpo a tierra junto a soldados argentinos,
ensuciándose el vistoso y ultracondecorado uniforme
prusiano pero formando a ese ejército pro
germánico y joven.
El 4 de junio cae el proyecto oligárquico y probritánico
del fraude: se pensaba imponer como
Presidente a Robustiano Patrón Costas. No: los
milicos salen a la calle y toman el poder. ¿Quiénes
eran? Habían abandonado el proyecto que
encarnara en la década anterior (ésa a la que José
Luis Torres llamó “infame”) el general Manuel
A. Rodríguez, ministro de Guerra de Justo. Un
tipo, Justo, que siempre sonreía. Un gordito con
pinta de general sosegado que veía una cámara y
decía “cheese” o “whisky”. Osvaldo Bayer dice
que cuando a él le sacan una foto y quiere salir
sonriendo dice: “anarquía”. Para sonreír es lo
mismo, pero sólo para eso. El general Manuel
Rodríguez solía declarar cosas como ésta: “Desgraciado
el país en que los militares puedan
expresar sus ideas políticas; en él habrá de concluir
la disciplina del Ejército”. (Nota: Alberto
Ciria, Partidos y poder en
(1930-46), Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968, p.
241.) Rodríguez pasa a la historia como “El hombre
del deber”. ¿Cómo no iba a ser fiel un liberal
a los militares liberales si eran éstos los que
gobernaban? Una farsa.
Nada que ver con el profesionalismo los oficiales
del GOU. Ya que estamos: ¿qué significa
GOU? Si lo dijimos, lo decimos de nuevo. La
definición más usual es Grupo de Oficiales Unidos.
Pero es demasiado sensata. La mentalidad
germano industrialista y la tendencia al exceso
de muchos de sus integrantes torna más verosímil
la que propone Carlos Fayt en La naturaleza
del peronismo (libro prescindible, avejentado):
Grupo Obra de Unificación. Me inclino por la
imperativa que propone Puiggrós en El peronismo:
sus causas (creo que se ha reeditado recientemente:
es un libro que conserva su valor):
¡Gobierno! ¡Orden! ¡Unidad! Los oficiales de
escuela prusiana vivían entre signos de admiración.
Imponen la violencia expresiva de las órdenes.
“¡Atención soldados!” O si no: “¡Avancen
sobre el enemigo!” (Que no es tal: son otros grupos
de soldados que juegan a ser el enemigo:
cuando el Ejército Argentino, no el nacionalista
sino el mayormente liberal y genocida de la
“guerra sucia”, se encontró con un enemigo “en
serio” –Malvinas– no se caracterizó por el valor
ni la eficacia. Más bien sacrificó a sus tiernos,
inexpertos, jóvenes soldados, muchachos de las
provincias en su mayoría, cuyas vidas –en doloroso
número– arruinó, conduciendo a muchos, a
más de doscientos, al suicidio, a morir o a vivir
con el dolor de una guerra sin gloria, una
maniobra de una Junta malherida, desesperada y
retirándose malamente, ensayando su último
manotón de ahogado para legitimar un gobierno
criminal que se caía irremisiblemente.) Volvamos
a los soldados del GOU. Sus apellidos
asombraron a la oligarquía cuando salieron a la
luz: Ramírez, Farrell, Perón, Mercante, González.
¿Quiénes eran? “Eran los hijos de los inmigrantes
de la laboriosa clase media yrigoyenista
que los había introducido a la vida militar buscando
la ansiada meta del ascenso social. Habían
participado del golpe del ‘30, habían padecido
los años de Justo, eran católicos, nacionalistas,
simpatizantes del Eje más por formación profesional
que por real identificación política” (JPF,
El peronismo y las Fuerzas Armadas, revista Envido,
Nº 9, mayo de 1973, p. 8). Los había enfurecido
la defección de Uriburu, su traición incluso.
Habían escuchado arengas de Carlés, discursos
de Lugones y Carlos Ibarguren. Habrán incluso,
el 6 de septiembre de ese año de 1943, de festejar
el golpe del ’30. Se sentían sus herederos.
EL CORONEL Y SU BERRETÍN
CON
Había entre ellos un tipo raro. No tenía el
berretín de la siderurgia como sus compañeros de
armas. Los hombres del GOU, en efecto, eran
industrialistas. Buscaban la industria pesada. Se
morían por los Altos Hornos. El tipo raro, no. Su
berretín era la clase obrera. Los migrantes internos.
Los negritos que llegaban sin cesar a la ciudad.
Cuando sus compañeros le preguntaron qué
quería contestó algo que sorprendió a todos: el
Departamento de Trabajo, pronto trastrocado en
Secretaría de Trabajo y Previsión. Los del GOU se
asombraron y hasta sonrieron con cierto desdén:
¿qué le dio a Perón? (Así se llamaba el tipo raro;
que era raro, desde el vamos, por el puesto que
pidió.) ¿
qué podía hacer desde ahí?
Hablar con los migrantes. Saludar a los negritos.
Sonreírles. El coronel tenía una sonrisa que
ni la de Gardel. Cincuentón, pintonazo, entrador.
Usaba un lenguaje pintoresco. Rosas le
explicaba a Santiago Varela, representante del
Uruguay, que se había tenido que hacer gaucho
para ganarse el favor de esa clase, de esos hombres
de la pampa. Perón les pone el cuerpo a los
obreros. Les habla con palabras de ellos o decididamente
nuevas. O no tanto: venían de FORJA,
del radicalismo antialvearista. Dice Década Infame,
cipayos, vendepatrias, semicolonia, explotación.
Llama compañeros y muchachos a sus amigos, contras
a sus enemigos, bolichero al comerciante,
peliagudo a lo difícil, queso a lo que ambicionan
los políticos, cuento chino a la mentira, pan comido
a lo fácil, bosta de oveja a lo indefinido.
La situación es así: tenemos que analizar el
proceso de construcción de poder al que se entrega
Perón. Aquí, las categorías de “bueno” o de
“malo” son insustanciales. Se trata de un análisis
despojado de juicios morales. Los actores sociales
de esa coyuntura histórica eran los siguientes:
A) La oligarquía. Era aliadófila. La aliadofilia
fue el gran obstáculo para descubrir al nuevo
sujeto político de la etapa. Ser aliadófilo era
mirar hacia Europa. La suerte del entero mundo
se jugaba ahí: las democracias occidentales
enfrentaban al Eje y de su triunfo dependía el
futuro de
no necesitaba descubrir al nuevo sujeto político.
Lo había explotado en sus estancias. Ahora se le
aparecía en las ciudades. Fue –como más tarde
se dijo– un aluvión. Traducido al presente, a
nuestra historicidad de hoy, a la oligarquía de
los cuarenta le pasó lo que quieren evitar los
porteños de hoy: que la chusma se les venga
encima. Y no sólo los porteños: los ciudadanos
de las grandes orbes del mundo también. Los
parisinos que eligen a Sarkozy le requieren dureza
con los musulmanes (aunque tengan tres
generaciones de franceses detrás), dureza con la
Banlieue, con la periferia, con la negritud que
los rodea, con la barbarie. También el Muro de
Bush cumple esa función: que los desastrados
del mundo no vengan a comer de nuestro propio
plato. Hay un temor de las ciudades y es un
temor viejo, añoso: la invasión de los bárbaros.
La oligarquía de los cuarenta mal podía elegir a
sus peones súbitamente urbanizados como su
sujeto político porque los odiaba. Los recibía
con temor. Habría deseado mantenerlos bajo la
égida del capataz, comprando víveres en el
almacén de sus patrones, no con dinero sino
con vales, con indignas papeletas. Ahora estaban
aquí. Les violaban la ciudad. Esta oligarquía era,
además, racista. Para la “negrada” sólo tenía un
desdén patronal y racial. Desde esta óptica
–aunque, es cierto, Perón trajo a muchos nazis–
el peronismo careció del elemento esencial del
nacionalsocialismo: el racismo biologista. El que
recibió al “diferente”, al racialmente detestado,
denigrado, fue Perón. No le molestó la “negrada”.
con ellos como Alfred Rosenberg con los
judíos. En agosto de 1944, ante una consulta
que sobre salarios le hace
y Previsión, responde: “En la fijación de salarios
es primordial determinar el estándar de vida
del peón común. Son a veces tan limitadas sus
necesidades materiales que un remanente trae
destinos socialmente poco interesantes. Últimamente
se ha visto en la zona maicera entorpecerse
la recolección debido a que con la abundancia
del cereal y el buen jornal por bolsa, resultaba
que con pocos días de trabajo se daban por
satisfechos, holgando los demás” (Nota: Anales de
nuestras). En resumen: al nuevo sujeto que asomaba
en la escena política de la urbe portuaria
la oligarquía creía conocerlo bien: venía del
campo, era racialmente inferior y apenas juntaba
unos pesos se dedicaba a la holganza. Un
pésimo encuadre para captar su adhesión.