martes, 19 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 2 .- José P. Feinmann


Peronismo











José Pablo Feinmann


Filosofía política del

Peronismo




PRIMERA PARTE



Página/12



Hacia el primer gobierno de


Perón




Las migraciones internas:


Los “cabecitas




negras” como sujeto político.




LA

PALABRA


“OBSTINACIÓN”


Si rondamos brevemente en

torno de la palabra obstinación

nos encontraremos con sus

sinónimos. Rondar en torno de

ella implica también una recurrencia

al Diccionario. No es fácil librarse

del Diccionario. Uno apela a él. Lo convoca.

Y, a veces, le suplica. Obstinación proviene

de obstinare (obstinarse). No avanzamos

mucho. Suelo concentrarme más en los sinónimos

que en las etimologías. Al contrario

de Heidegger, o a diferencia de él. Será porque

mis conocimientos de griego se encuentran

a distancias siderales de los suyos. Hay

motivos conceptuales: no encuentro en los

griegos todo lo que Heidegger (que, como

veremos, fue un pre-peronista, y no estoy

bromeando) encontraba: la patria del pasado

o, mejor aún, la patria del principio, ese

principio que “aún es”, según se lee en el

Discurso del rectorado. Busquemos nuestra

palabra por el lado de la eminente María

Moliner. Se sabe: si de un Diccionario se

trata, ahí tiene que estar la señora Moliner.

Que dice (no de obstinación sino de obstinarse,

que sería, por decirlo así, la puesta en

práctica de la obstinación): “Sostener alguien

una opinión, actitud o decisión a pesar de

razones que deberían disuadirle”. No es muy

buena la definición. Carece de muchos elementos.

Traslademos nuestra inquietud al

Diccionario Salamanca de la Lengua Española.

Obstinación: “Actitud de mantener una

idea a pesar de las dificultades o de otras

ideas contrarias”. Está mejor. Una obstinación

es, entre muchas otras cosas que veremos,

mantener una idea a pesar de las dificultades

para darle fundamento o a pesar de

todas las objeciones que se le hacen. Y éstas

son –más que a menudo– las ideas contrarias

que a las obstinaciones oponen los obstinados

por otras obstinaciones. De tal forma

(insistamos en esto) esas “ideas contrarias”

son, a su vez, obstinaciones que sostienen

otros tan obstinados como aquellos que lo

eran. Tendríamos una historia tramada por

las obstinaciones. Nos vamos acercando.

Acudamos ahora a los sinónimos. Ahondan

en el tema. Sinónimos de “obstinación”: persistencia,

porfía, terquedad. El concepto de

persistencia vamos a dejarlo establecido desde

ya. Una obstinación expresa una persistencia

de los hechos históricos. Una obstinación no

es teleológica. No expresa un sentido interno

de la historia. Pero puede señalar una persistencia.

El peronismo es una persistencia en

nuestra historia y esa persistencia ha sido

fruto de la obstinación de los grupos políticos

actuantes en ella. Que quede claro: no

sólo los peronistas se obstinan en el peronismo.

Muy especialmente lo hacen los antiperonistas.

Hay grupos, series, clases y sectores

de clases que encuentran su identidad en el

antiperonismo. Ellos asumieron la palabra

gorila. Que –veremos– no es una palabra

peronista. O no lo es solamente. En unas

elecciones legislativas que dio Frondizi, los

grupos de la Libertadora se presentaron bajo

el lema: “Llene de gorilas el Congreso”. Y se

veía a unos abultados, corpulentos gorilas

marchando hacia el Congreso. Los otros

sinónimos nos entregan matices más cercanos

a la pasión de los protagonistas, de los

obstinados, que conceptos que puedan aplicarse

a la historia: obsesión, testarudez,

cerrazón y hasta chifladura, fanatismo y,

desde luego, sectarismo. Pero: ¡grave error!

(Tan grave como para señalarlo con signos

de admiración, al modo de los viejos libros.)

¿Acaso no es la historia la historia de la

pasión de sus protagonistas? Sí: la historia no

es la historia del Ser, no es la historia de las

fuerzas productivas, ni de las relaciones de

producción, ni de las tramas de la estructura,

ni del poder, ni de la resistencia al poder,

menos aún es la historia del lenguaje, de los

signos, de los significantes. O, en todo caso,

no es eso solamente. La historia (aquí, para

nosotros, y a los que no les guste pueden

dejar ya este texto pero sepan que se perderán

una de las historias más fascinantes de

América latina) es todo lo que dijimos que

no es pero sostenido, fundamentado por

aquello que esencialmente creemos que es: la

historia de los proyectos antagónicos por

medio de los que pasionalmente se enfrentan

los hombres, a medida que la hacen y son

hechos por ella.

LA OBSTINACIÓN EN TANTO

PASIÓN DE LA HISTORIA

Es entonces el momento de hablar de la

pasión. Esta obstinación que venimos rastreando

es pasional. Si obstinación se encuentra

en su sinonimia con obsesión es porque ambas

palabras, entrecruzadas, nos entregan al universo

tormentoso de lo pasional. Pensar en

Hegel no será –aquí– ocioso. Si todo lo grande

se hace en la historia con pasión no podríamos

negar que esta obstinación argentina

debe leerse también como una pasión argentina.

Ya veremos en el trazado de este relato

colmado de estallidos, gritos, cánticos, bombas

y cadáveres –incluso de cadáveres ultrajados,

de un culto a la necrofilia como es difícil

encontrar en otros ámbitos–, de este relato de

fogosidades raramente contenidas por una

racionalidad que funcionó más para la destrucción

que para la construcción de la felicidad

de un pueblo, relato que edificó enormes

esperanzas, una, por ejemplo, patria de la felicidad

que se destrozó luego entre el odio de

enemigos inconciliables, un exceso de pasión,

una pasión sobreactuada que se extiende

desde los discursos postreros de Evita hasta la

poética macabra de las zanjas camino a Ezeiza,

generosas para cobijar cuerpos acribillados,

desde los basurales de José León Suárez,

desde esa matanza que narró Walsh hasta las

pinturas candorosas de Daniel Santoro, con

el Pulqui que sobrevuela la Ciudad de los

Niños pero con la Evita castigadora, que le

pega al niño gorila y al niño marxista-leninista,

hasta el final del Perón de Favio, donde la

mitología del líder lleva a confundirlo con un

Moisés bíblico-militar ante quien las aguas de

un océano caudaloso, incansable, se abren

para permitirle su caminar sabio, fatigado

pero inmortal, con el peso de la Historia

sobre sus espaldas y el peso también del

deber cumplido, hacia la Casa Rosada, lugar

que le pertenece, en el que Él debe estar,

dado que si Él está ahí, ahí está el Pueblo, y

la felicidad del Pueblo y la grandeza de la

Nación. Todo eso.

Lo que nosotros estamos proponiendo es

una obstinación argentina. Pertenece a los

peronistas en la modalidad de la adhesión. A

los antiperonistas en la modalidad del rechazo.

Con el paso del tiempo esa obstinación

(insistimos: una obstinación nacional, no sólo

peronista) se ha alimentado con aquellos sectores

o grupos o agentes políticos cuya praxis

se acerca al peronismo por encontrar en él el

espacio de la política. Esto se expresaría diciendo:

No se puede hacer política fuera del peronismo.

En las elecciones presidenciales que dieron

el triunfo a Cristina Fernández todos o se

definían como peronistas o manifestaban su

adhesión a sus figuras tutelares: Perón y Evita.

La candidata de la Coalición Cívica, pese a

nuclear el voto más antiperonista, se vio obligada

a declarar su admiración por Perón y

Evita. Un ex ministro de Economía, Lavagna,

se erigió, en uno de sus discursos, en custodio

de la pureza peronista. Ahí está: lo vemos

blandiendo una foto de Perón y denunciando

a los que quieren “vaciar” al peronismo por

izquierda y por derecha. Rara afirmación.

Para decir, en el siglo XXI, que el peronismo

está siendo vaciado habría que definir antes

cuál es su contenido. O por decirlo de otro

modo: de qué está siendo vaciado. Tarea áspera,

amarga si las hay. Otro político (Mauricio

Macri, que pasó de ser un Isidoro Cañones de

los boliches de los noventa a estadista de la

“culta Buenos Aires” en el nuevo siglo, asombroso

derrotero) es un peronista de pura cepa:

presidente de Boca Juniors, populista, visitante

algo patético pero no por ello menos entusiasta

en su estética nac & pop de barrios laterales

como Villa Lugano, con nenita oscurita

y pobre incluida en foto incómoda), hombre

capaz de hacer negocios y tratos o convenios

políticos de coyuntura con quien se le aparezca,

es, sobre todo por este último factor, un

neto, purísimo peronista. En suma: hoy el

país está inmerso en la obstinación peronista.

Pero ya no se trata de testarudez, sectarismo,

fanatismo. El peronismo es lo menos sectario

que hay. Si usted quiere ser peronista o militar

en sus filas, si usted quiere hacer en ese

espacio-poder buenos negocios, lanzarse a la

arena política, dialogar con hombres influyentes,

el peronismo lo recibirá. No es una

“chifladura”. Al contrario, es el exceso de la

Realpolitik. El exceso de “peronismo” que se

detecta en nuestra sociedad está en relación

directa con el defecto de ideas, de ideologías

diferenciadas, de proyectos nuevos. La modernidad

nacional popular del ‘45 y el posmilenio

supramoderno del siglo XXI se conjuran

en el peronismo. De él pueden salir desde un

plan de viviendas populares hasta un pacto

con los demócratas del Norte, que acaso exija

la aprobación de la política exterior norteamericana

(léase: permanencia en Irak o ataque

nuclear restrictivo a Irán). De él puede

esperarse una relación estrecha con Evo y

hasta con Chávez. Una cooperación elegante

con Bachelet. O medidas osadas en derechos

humanos. ¿Distribución del ingreso, aumento

de los subalternizados (los pobres) en el

producto bruto interno, erradicación nacional

de la pobreza extrema, plan intensivo de

alfabetización declarado previamente “causa

nacional”?



No se lo ve empeñado en eso a

este peronismo. Tampoco a ningún otro

grupo político. Lo cual es obvio dado que

todos los grupos políticos, de una u otra manera,

participan hoy del espacio peronista para

hacer política y ninguno, ni por asomo, se

propone ir más allá en estas cuestiones. Al

contrario.

¿Es la obstinación un enigma? Sí, en la

medida en que el peronismo lo es. No es que

desconozcamos cosas sobre él. Por el contrario:

sabemos demasiadas. Esta sobreabundancia

de hechos (de hechos de todo signo ideológico)

es la urdimbre enigmática del peronismo.

¿Por qué tantos se obstinan en una cosa a

la que dan el mismo nombre, a la que llaman

de la misma manera o de la cual recuperan la

misma historia a la que suelen envolver en

algo tan vaporoso como lo nacional, o lo

popular, o lo nacional popular. (Sus enemigos,

que van y vienen, acuden con frecuencia

al concepto de “populismo”, de compleja

definición a fuerza de lo excesivo, del manoseo

y hasta de cierto matiz despectivo, elegante

o clasista con que se presenta.) Como

hecho histórico la obstinación es agente de

dinamización y consolidación. Consolida una

identidad pero la obstinación por consolidarla

lleva a acciones con frecuencia beligerantes.

Si la historia surge del antagonismo

amigo-enemigo no hay como dos obstinaciones

para entregarla al vértigo. La obstinación

puede también instituirse, hacerse dogma. La

obstinación se transforma en un corpus, el

corpus en dogma y el dogma en verticalidad y

autoritarismo. En 1973, en su discurso del 21

de junio, Perón declara la etapa dogmática:

congela la doctrina. Congela la obstinación,

que había tomado un camino guerrero que el

líder quería frenar. Veremos que no pudo. La

obstinación establece linealidades en la historia

pero no es una linealidad. La filosofía política

del peronismo –aunque la señalemos

como una “obstinación argentina”– no es

una linealidad. Hay, en ella, quiebres, rupturas,

obstinaciones diversas, diferenciadas,

bélicas, insurgentes y contrainsurgentes. La

obstinación es identidad pero al obstinarse

tanto en “algo” (el “peronismo”) es también

la ausencia de ella. La obstinación podría

acaso darnos el sentido de la historia política

argentina. Pero el peronismo se ha vaciado.

Durante años lleva entregándonos más una

ausencia de sentido que una presencia. Es un

significante que no significa. Significa tanto

que no significa nada. Es –como bien dice

Ernesto Laclau en una definición ya célebre–

un significante vacío. Mientras vivió, lo llenaba

Perón. Y ni siquiera vivo lo llenó. Ya que

luego de Ezeiza los significantes se multiplicaron.

Que el peronismo pueda serlo todo

nos remite al último rostro de la obstinación:

la obstinación como enigma. ¿Por qué tantos

se obstinan por algo que ya no saben decir

qué es? Porque en esa poderosa indefinición el

peronismo se da el lujo de serlo todo. De contener

en sí todas las obstinaciones. Parte de

esa obstinación es este libro.

LOS MIGRANTES: EL

NUEVO SUJETO POLÍTICO

La Argentina de 1943 era próspera y se

mantenía alejada de las tormentas bélicas que

sacudían a los europeos. La prosperidad

había surgido de esas tormentas, como un

fruto inesperado de ellas. Se suele decir: Crisis

en la metrópoli-prosperidad en la colonia. O

se solía decir. Como sea, lo que el esquema

interpretativo dice se centra en que Argentina

era una colonia o –sin duda– una semicolonia.

Esto es parte del vocabulario nacionalista.

Que, a esta altura, era el vocabulario

que habían pulido los hombres de FORJA

(Fuerza de Orientación Radical de la Joven

Argentina). Estas cosas debieran ser largamente

conocidas pero sabemos cuánto se ha

retrocedido y sobre todo hasta qué punto el

pensamiento del nacionalismo argentino ha

sido sofocado desde la dictadura militar y,

muy especialmente, desde el surgimiento de

la democracia. Si un joven de hoy supiera

que el radicalismo levantó las banderas del

nacionalismo popular se sorprendería. ¿Alguna

vez el radicalismo habló de patria, colonia,

coloniaje, imperialismo, soberanía popular,

soberanía nacional? ¿No es ése el lenguaje

pedestre y vulgar del peronismo populista?

¿No sabemos desde Alfonsín en adelante y

desde las cátedras que respaldaron su gestión

que la patria es la república, el pueblo el

ciudadano, el Estado autoritario y toda

la otra jerga cosa de peronistas nostálgicos?

No, y no podemos detenernos

mucho en esto ni siquiera solucionarlo:

se ha avanzado en exceso y

posiblemente sea ya tarde, imposible

o –lo peor– innecesario.

Si alguien quiere saber un par

de cosas sobre ese grupo de

jóvenes radicales (todos

antipersonalistas, antialvearistas,

yrigoyenistas)

puede leer algún libro

de Hernández Arregui

o Arturo Jauretche.

Ahora –luego de la fiesta

democrática o la fiesta

menemista– han aparecido

(otra vez) algunos. Volvemos: hablábamos

de la prosperidad argentina de

1943. Durante la década del treinta

alguien –célebremente– había dicho

que la Argentina era la joya más preciada

de la corona británica. Cuando la corona

británica vive estragada por la guerra, la

joya más preciada tiene que abastecerse a sí

misma. A esto se le llama “sustitución de

importaciones”. Se sigue exportando

hacia la metrópoli en desdicha lo que

ya se exportaba y no hay otra salida

más que incurrir en una política

industrialista. Fabricar en casa lo

que nos venía de afuera. A esto

–dijimos– se le llama sustituir

importaciones. Todo proceso de

producción genera empleos,

dado que necesita obreros.

Los obreros trabajan y

cobran sus sueldos.

Con

esos

sueldos consumen, algo que no sabían. Al

consumir aumenta la producción fabril. Esa

producción tiene asiento en las ciudades. Las

que empiezan a llenarse de fábricas. Los peones

del interior reciben la noticia. Hacen su

bagayito y se van para la ciudad. Llegan y

encuentran trabajo en seguida. La industria

le quita hombres al campo. Nacen las primeras

villas miseria. Pero son fruto de un desarrollo

que beneficia a los nuevos obreros. Ya

tienen trabajo, pronto tendrán hogar. Por

ahora, la villa. Pero hay un horizonte: lo

dibuja el humo de algunas chimeneas, el

ruido de los tornos, el rechinar de las máquinas.

Avellaneda, Munro, Berisso, ¡cuántos

tallercitos aparecen por ahí! El tallercito crece

y es ahora una fábrica. Los obreros ganan su

dinero y de a poco salen de la villa hacia una

vivienda escueta pero digna y siempre provisoria,

porque el trabajo tiene eso: le da al

obrero la certidumbre del futuro, el esfuerzo

dará sus frutos. Esto venía ocurriendo desde

al menos 1935. Cada vez con mayor intensidad.

La década –políticamente– era ultrajante,

una burla a los derechos civiles de los

pobres. Era la década del fraude conservador.

De los caudillos comiteriles. De Alberto Barceló.

De Juan Nicolás Ruggiero (Ruggierito).

De los que les decían a los humildes: “Vos ya

votaste”. Alguien le puso un nombre que

perduró: Década infame. Ahí surge FORJA.

Los jóvenes radicales. Buenos tipos, talentosos:

Homero Manzi, Scalabrini Ortiz, Arturo

Jauretche. Sin estar en FORJA, desde otras

zonas, Roberto Arlt y Enrique Santos Discépolo

narraron esos tiempos. La cuestión es

ésta: previa al golpe de 1943 la Argentina se

ponía próspera, había trabajo,

nacían industrias y –¡aquí viene el sujeto!–

un proletariado nuevo, joven, hecho de hombres

que habían apenas dejado atrás la vida

triste del peón, llegaba a las ciudades. Era los

migrantes internos. Los que Eva Perón habrá

de llamar “mis grasitas”. Los que serán apodados

“cabecitas negras”. Por el pelo negro,

cortón y áspero. Los tipos de las zapatillas.

No tienen experiencia sindical alguna.

¿Quién habrá de darles cobertura política?

¿Quién los descubrirá como lo que eran: el

sujeto nuevo de la nueva sociedad argentina?

¿Qué interpretación de la historia nacional e

internacional era necesario poseer para poder

verlos? Porque se trataba de eso: de verlos.

Como en el arte, como en la narrativa o la

pintura o la música se trata de eso: de ver lo

nuevo. A veces, en el arte, ver lo nuevo es ver

que no hay nada nuevo, que la vanguardia es

insistir con lo que ya está porque aún restan

ahí posibilidades inéditas. Pero, en la Argentina

de 1943, había un nuevo sujeto. Nada

menos que eso: una clase social reclamaba un

nuevo protagonismo. Requería que alguien

viera que estaba ahí, que había llegado del

campo, que había llenado las villas, que había

salido de ellas, que llenaba las fábricas, que

consumía, empezaba a ir al cine, a comer

mejor, a vestirse con alguna dignidad. Era el

joven proletariado. Los migrantes internos.

No sabían nada de la guerra europea o, si lo

sabían, no les importaba. No entendían qué

era eso. Europa era lo infinitamente lejano.

Si alguien les decía “Europa” casi no tenían a

qué referir la palabra. Sabían algo: ellos no

eran “Europa”. “Europa” podía ser, acaso, la

riqueza, lejanamente la cultura o el abecedario, el

saber leer. Y era “la guerra”. Algo que apenas

podían imaginar. Buscaban sobrevivir. Habían

dado el primer paso: escaparle al patrón de la

estancia feudal y expoliadora. Llegar a la ciudad.

Y, para colmar la dicha, trabajar. Apenas sabían

que había, para ellos, sindicatos. Que tenían

derechos políticos. Que, en algún momento,

deberían votar. Nada de esto los atraía. No

encontraban “dónde” poner esas cosas. No

encontraban un partido político que los convocara,

que supiera hablarles. Los sindicalistas tradicionales

tenían para ellos las únicas palabras que

tenían y que honestamente les entregaban, pero

esas palabras eran tan tradicionales como ellos.

“Socialismo”, “comunismo”, “anarquismo” no

decían mucho para un cabecita negra del ’43.

Tampoco la palabra “líder” les era cercana. Eso

fue, sin embargo, lo que encontraron: un líder.

También el líder los encontró a ellos. Porque los

buscó.

LOS DEL GOU

El 4 de junio es el día del golpe militar. Ese

Ejército que sale a las calles tiene unos cascos

que (sobre todo vistos desde hoy, en algunos

noticiosos de la época) apestan de tanto que se

parecen a los de los soldados alemanes. Era así:

esos militares nacionalistas se habían educado

con los textos de los grandes teóricos prusianos

de la guerra. Sobre todo con Karl von Clausewitz,

a quien también leerán minuciosamente los

Montoneros, sobre todo en la peor etapa de su

extravío: entre 1975 y 1980. Falta mucho para

esto. Clausewitz nace en 1780 y muere en 1831,

el año en que muere Hegel, Rector de la Universidad

de Berlín para entonces, el gran cuadro

intelectual de Federico Guillermo de Prusia.

Clausewitz había leído al maestro de Jena y

había estudiado las batallas de Napoleón. Nació

en el momento justo. Dirigió la Escuela Alemana

de Guerra. Escribió el voluminoso Sobre la

guerra, cuya influencia en el campo de la estrategia

y la táctica guerreras es inabarcable. Dijo que

cualquier consideración de humanidad volvería a

cualquier ejército más débil ante un enemigo

más sanguinario. “¿No matarás?” El hombre no

sólo mata sino que hace del supremo arte de

matar –la guerra– una ciencia que se enseña en

las academias militares. (Nota: Acaba de aparecer,

editado por la Universidad de Córdoba, un

grueso volumen que recoge todas las polémicas

que giraron alrededor de una Carta inesperada,

un grito sin esperanzas del filósofo Oscar del

Barco. La Carta de Del Barco se refiere a la guerrilla

de Jorge Ricardo Masetti, quien, al frente

de un grupo de no más de veinte milicianos

creó, bajo la inspiración del Guerrillero Heroico,

Ernesto Guevara, un foco guerrillero en el

monte salteño, bajo el nombre de Ejército Guerrillero

del Pueblo. No hicieron ningún operativo,

salvo que Masetti ordenó fusilar a dos jóvenes

integrantes del grupo. Se habían quebrado,

no daban más. Los mataron por cobardía. Del

Barco escribe una Carta a la revista cordobesa La

Intemperie. El planteo es extremo. Todos los que

apoyaron las acciones guerrilleras en el país y en

el continente son responsables de esas muertes,

hayan o no hayan empuñado armas. Aclaremos:

no de las muertes de los jóvenes que ordenó

Masetti, sino de todas las muertes de los grupos

guerrilleros. La Carta –editada en el libro No

matar– parece el delirio culposo de un hombre

abrumado: Del Barco anda por los ochenta años.

Propone un imposible: “No matarás”. Sabe que

es un imposible pero sabe que es el único principio

de una actitud responsable frente a la vida

del Otro. Apela a Levinas. En su momento –en

medio de esta historia de muerte en que se irá

convirtiendo el peronismo hasta llegar a los picos

de 1974/1975– nos ocuparemos de esa polémica.

No se puede hacer una reflexión o una filosofía

política del peronismo si no se asume el tema

de la muerte violenta, de la muerte a manos de

Otro. La recurrencia al pensamiento de Emmanuel

Levinas se hará también insoslayable.) De

esa ciencia se nutrieron los hombres del golpe

del ’43. También leían a Colmar von der Goltz

que, incluso, solía venirse por aquí. Autor de La

nación en armas, hay una foto que lo muestra

cuerpo a tierra junto a soldados argentinos,

ensuciándose el vistoso y ultracondecorado uniforme

prusiano pero formando a ese ejército pro

germánico y joven.

El 4 de junio cae el proyecto oligárquico y probritánico

del fraude: se pensaba imponer como

Presidente a Robustiano Patrón Costas. No: los

milicos salen a la calle y toman el poder. ¿Quiénes

eran? Habían abandonado el proyecto que

encarnara en la década anterior (ésa a la que José

Luis Torres llamó “infame”) el general Manuel

A. Rodríguez, ministro de Guerra de Justo. Un

tipo, Justo, que siempre sonreía. Un gordito con

pinta de general sosegado que veía una cámara y

decía “cheese” o “whisky”. Osvaldo Bayer dice

que cuando a él le sacan una foto y quiere salir

sonriendo dice: “anarquía”. Para sonreír es lo

mismo, pero sólo para eso. El general Manuel

Rodríguez solía declarar cosas como ésta: “Desgraciado

el país en que los militares puedan

expresar sus ideas políticas; en él habrá de concluir

la disciplina del Ejército”. (Nota: Alberto

Ciria, Partidos y poder en la Argentina moderna

(1930-46), Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968, p.

241.) Rodríguez pasa a la historia como “El hombre

del deber”. ¿Cómo no iba a ser fiel un liberal

a los militares liberales si eran éstos los que

gobernaban? Una farsa.

Nada que ver con el profesionalismo los oficiales

del GOU. Ya que estamos: ¿qué significa

GOU? Si lo dijimos, lo decimos de nuevo. La

definición más usual es Grupo de Oficiales Unidos.

Pero es demasiado sensata. La mentalidad

germano industrialista y la tendencia al exceso

de muchos de sus integrantes torna más verosímil

la que propone Carlos Fayt en La naturaleza

del peronismo (libro prescindible, avejentado):

Grupo Obra de Unificación. Me inclino por la

imperativa que propone Puiggrós en El peronismo:

sus causas (creo que se ha reeditado recientemente:

es un libro que conserva su valor):

¡Gobierno! ¡Orden! ¡Unidad! Los oficiales de

escuela prusiana vivían entre signos de admiración.

Imponen la violencia expresiva de las órdenes.

“¡Atención soldados!” O si no: “¡Avancen

sobre el enemigo!” (Que no es tal: son otros grupos

de soldados que juegan a ser el enemigo:

cuando el Ejército Argentino, no el nacionalista

sino el mayormente liberal y genocida de la

“guerra sucia”, se encontró con un enemigo “en

serio” –Malvinas– no se caracterizó por el valor

ni la eficacia. Más bien sacrificó a sus tiernos,

inexpertos, jóvenes soldados, muchachos de las

provincias en su mayoría, cuyas vidas –en doloroso

número– arruinó, conduciendo a muchos, a

más de doscientos, al suicidio, a morir o a vivir

con el dolor de una guerra sin gloria, una

maniobra de una Junta malherida, desesperada y

retirándose malamente, ensayando su último

manotón de ahogado para legitimar un gobierno

criminal que se caía irremisiblemente.) Volvamos

a los soldados del GOU. Sus apellidos

asombraron a la oligarquía cuando salieron a la

luz: Ramírez, Farrell, Perón, Mercante, González.

¿Quiénes eran? “Eran los hijos de los inmigrantes

de la laboriosa clase media yrigoyenista

que los había introducido a la vida militar buscando

la ansiada meta del ascenso social. Habían

participado del golpe del ‘30, habían padecido

los años de Justo, eran católicos, nacionalistas,

simpatizantes del Eje más por formación profesional

que por real identificación política” (JPF,

El peronismo y las Fuerzas Armadas, revista Envido,

Nº 9, mayo de 1973, p. 8). Los había enfurecido

la defección de Uriburu, su traición incluso.

Habían escuchado arengas de Carlés, discursos

de Lugones y Carlos Ibarguren. Habrán incluso,

el 6 de septiembre de ese año de 1943, de festejar

el golpe del ’30. Se sentían sus herederos.

EL CORONEL Y SU BERRETÍN

CON LA CLASE OBRERA

Había entre ellos un tipo raro. No tenía el

berretín de la siderurgia como sus compañeros de

armas. Los hombres del GOU, en efecto, eran

industrialistas. Buscaban la industria pesada. Se

morían por los Altos Hornos. El tipo raro, no. Su

berretín era la clase obrera. Los migrantes internos.

Los negritos que llegaban sin cesar a la ciudad.

Cuando sus compañeros le preguntaron qué

quería contestó algo que sorprendió a todos: el

Departamento de Trabajo, pronto trastrocado en

Secretaría de Trabajo y Previsión. Los del GOU se

asombraron y hasta sonrieron con cierto desdén:

¿qué le dio a Perón? (Así se llamaba el tipo raro;

que era raro, desde el vamos, por el puesto que

pidió.) ¿La Secretaría de Trabajo y Previsión? ¿Y

qué podía hacer desde ahí?

Hablar con los migrantes. Saludar a los negritos.

Sonreírles. El coronel tenía una sonrisa que

ni la de Gardel. Cincuentón, pintonazo, entrador.

Usaba un lenguaje pintoresco. Rosas le

explicaba a Santiago Varela, representante del

Uruguay, que se había tenido que hacer gaucho

para ganarse el favor de esa clase, de esos hombres

de la pampa. Perón les pone el cuerpo a los

obreros. Les habla con palabras de ellos o decididamente

nuevas. O no tanto: venían de FORJA,

del radicalismo antialvearista. Dice Década Infame,

cipayos, vendepatrias, semicolonia, explotación.

Llama compañeros y muchachos a sus amigos, contras

a sus enemigos, bolichero al comerciante,

peliagudo a lo difícil, queso a lo que ambicionan

los políticos, cuento chino a la mentira, pan comido

a lo fácil, bosta de oveja a lo indefinido.

La situación es así: tenemos que analizar el

proceso de construcción de poder al que se entrega

Perón. Aquí, las categorías de “bueno” o de

“malo” son insustanciales. Se trata de un análisis

despojado de juicios morales. Los actores sociales

de esa coyuntura histórica eran los siguientes:

A) La oligarquía. Era aliadófila. La aliadofilia

fue el gran obstáculo para descubrir al nuevo

sujeto político de la etapa. Ser aliadófilo era

mirar hacia Europa. La suerte del entero mundo

se jugaba ahí: las democracias occidentales

enfrentaban al Eje y de su triunfo dependía el

futuro de la Humanidad. La oligarquía, además,

no necesitaba descubrir al nuevo sujeto político.

Lo había explotado en sus estancias. Ahora se le

aparecía en las ciudades. Fue –como más tarde

se dijo– un aluvión. Traducido al presente, a

nuestra historicidad de hoy, a la oligarquía de

los cuarenta le pasó lo que quieren evitar los

porteños de hoy: que la chusma se les venga

encima. Y no sólo los porteños: los ciudadanos

de las grandes orbes del mundo también. Los

parisinos que eligen a Sarkozy le requieren dureza

con los musulmanes (aunque tengan tres

generaciones de franceses detrás), dureza con la

Banlieue, con la periferia, con la negritud que

los rodea, con la barbarie. También el Muro de

Bush cumple esa función: que los desastrados

del mundo no vengan a comer de nuestro propio

plato. Hay un temor de las ciudades y es un

temor viejo, añoso: la invasión de los bárbaros.

La oligarquía de los cuarenta mal podía elegir a

sus peones súbitamente urbanizados como su

sujeto político porque los odiaba. Los recibía

con temor. Habría deseado mantenerlos bajo la

égida del capataz, comprando víveres en el

almacén de sus patrones, no con dinero sino

con vales, con indignas papeletas. Ahora estaban

aquí. Les violaban la ciudad. Esta oligarquía era,

además, racista. Para la “negrada” sólo tenía un

desdén patronal y racial. Desde esta óptica

–aunque, es cierto, Perón trajo a muchos nazis–

el peronismo careció del elemento esencial del

nacionalsocialismo: el racismo biologista. El que

recibió al “diferente”, al racialmente detestado,

denigrado, fue Perón. No le molestó la “negrada”.

La Sociedad Rural, en cambio, se comportaba

con ellos como Alfred Rosenberg con los

judíos. En agosto de 1944, ante una consulta

que sobre salarios le hace la Secretaría de Trabajo

y Previsión, responde: “En la fijación de salarios

es primordial determinar el estándar de vida

del peón común. Son a veces tan limitadas sus

necesidades materiales que un remanente trae

destinos socialmente poco interesantes. Últimamente

se ha visto en la zona maicera entorpecerse

la recolección debido a que con la abundancia

del cereal y el buen jornal por bolsa, resultaba

que con pocos días de trabajo se daban por

satisfechos, holgando los demás” (Nota: Anales de

la Sociedad Rural, agosto de 1944, cursivas

nuestras). En resumen: al nuevo sujeto que asomaba

en la escena política de la urbe portuaria

la oligarquía creía conocerlo bien: venía del

campo, era racialmente inferior y apenas juntaba

unos pesos se dedicaba a la holganza. Un

pésimo encuadre para captar su adhesión.