martes, 19 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 3 .- José P. Feinmann








Peronismo

José Pablo Feinmann

Filosofía política del

Peronismo

Página/12

PRIMERA PARTE

Hacia el primer gobierno de Perón

Perón, un estudio sobre la

construcción de poder

3

BORGES: EL “POEMA

CONJETURAL”


Era parte de esa oligarquía. Sostenía

su visión de la historia,

señalaba sus linajes en ella

(Laprida, dice, es pariente

suyo), prefería a Sarmiento

antes que a José Hernández y creía que elegir

al primero y no al segundo (como cree que se

eligió) habría cambiado el destino de la

patria: tanto creía en el poder de los libros,

odió toda su vida al peronismo, hizo de ese

odio una estética, buscó siempre el lugar en

que el odio estaba y ahí se puso, escribió, con

Bioy, El matadero del peronismo y lo tituló

La fiesta del monstruo, dijo, por fin, que los

peronistas eran incorregibles. Lo eran tanto

como lo era él: su pasión antiperonista sólo

podía medirse con la pasión de los peronistas

por sí mismos. Los odió tanto como ellos

odiaron a la clase social que lo cobijaba y a la

que defendió siempre. Expresó, como pocos,

la hoy todavía vigente, todavía paralizante,

todavía mecanicista, maniquea, toscamente

dual, binaria y simplificante contradicción

peronismo-antiperonismo. Con todo, en uno

de sus poemas, fue más allá de sí mismo, de

su ideología, de los códigos de su clase, de su

amor por la Civilización alla Sarmiento, de

su odio por los gauchos. Un poeta –como

todo verdadero artista– se excede a sí mismo.

Supera, en su arte, sus limitaciones conceptuales,

sus odios ciegos, los condicionamientos

lineales de su inserción de clase, los mandatos

paternos. O, en el caso que nos ocupa,

maternos, porque sólo a Ella solía escuchar y

hasta obedecer, a Madre, como Norman

Bates. Jorge Luis Borges –de él, se habrá ya

advertido, estamos hablando– escribió ese

poema que lo llevó más allá de sí mismo, que

lo tironeó hacia la más honda comprensión

de la patria a la que un argentino haya accedido,

al punto exquisito en que la totalidad

se constituye, en que la comprensión se conquista,

en que el todo se torna traslúcido porque

todas las partes confluyen en él, explicándose,

en un poema que escribió el 4 de julio

de 1943, puntualmente un mes después del

golpe de junio, el del GOU, el que abre la

senda tumultuosa que el peronismo habrá de

transitar.

Se trata del “Poema Conjetural”, que Borges

publica en La Nación. Ocupaba la presidencia

el general Pedro Pablo Ramírez. Una

señora de la misma clase social de Georgie o

a la que Georgie deseaba pertenecer aunque

sólo fuera como un miembro de escaso patrimonio,

con pocos campos, sin estancias ni

peones pero sin duda con un deslumbrante

talento, la señora María Esther Vázquez, que

fue su amiga, entre tantas que tuvo este hombre

que les temía a las mujeres pero no podía

vivir sin ellas, escribió una especie de biografía

en la modalidad entretenida, chispeante,

liviana y rencorosa del chisme. En ella, del

“Poema Conjetural”, escribe: “Resultó, de un

modo misterioso, profético en cuanto a la

conducta que asumiría el posterior régimen

fascista, encarnado en la figura de Juan

Domingo Perón. Perón empezaría a asolar el

país meses después, cuando se hizo cargo del

Departamento Nacional del Trabajo, transformado

en la Secretaría de Trabajo y Previsión,

desde donde empezó a desarrollar una

tarea demagógica que, entre otras cosas, llevaría

al país a décadas de odio. Se puede considerar

al ‘Poema Conjetural’ como una pieza

‘política’ en la que se denunciaba un pasado

que –Borges no podía imaginarlo– sería una

forma de futuro. Tras el advenimiento del

peronismo se hizo consciente esta peculiaridad

del poema, cada vez más próximo a

nosotros, siempre acorde con el ‘destino

sudamericano’ de incultura, de barbarie, de

befa y de muerte que incluye, por supuesto, a

la tristemente conocida época del Proceso,

entre 1976 y 1983” (María Esther Vázquez,

Borges, esplendor y derrota, Tusquets, Barcelona,

1996, p. 180). Se trata de una muy pobre

interpretación del “Poema Conjetural”.

María Esther llama “régimen fascista” al

gobierno de Perón y, al hacerlo, nos revela el

sello que para las clases pudientes –por decirlo

así– tenía ese gobierno. “Fascista” expresa

también el esquema “aliadófilo” con que se

empezó (y se siguió en la mayoría de los

casos) interpretando al peronismo. La “tarea”

que realiza Perón desde la Secretaría de Trabajo

y Previsión es “demagógica”. Y lleva a

“décadas de odio”. El problema que plantea

el esquema de Vázquez radica en la pobreza

de su interpretación de la “barbarie”. O de lo

que Borges –y ella lo retoma– llama en su

poema su “destino sudamericano”.

Para Vázquez, el “destino sudamericano”

expresa la incultura, la barbarie, la befa y la

muerte. Su enfoque es cerradamente sarmientino.

Cerradamente Sur, la revista

donde se concentraba el odio al peronismo y

a la “barbarie” del siglo XIX. Es notable que

María Esther –en el fondo: una buena señora–

extienda “a la tristemente conocida época

del Proceso” la presencia del peronismo y de

la barbarie gaucha. En septiembre de 1975,

en la celebración que todos los años (ignoro

si esto sigue ocurriendo) hacían de la Revolución

Libertadora quienes habían luchado en

ella o sus familiares o sus continuadores, está

presente el Almirante Rojas, el mismo que en

los noventa se abrazará con el caudillo federal

peronista y bárbaro Carlos Menem. En 1975

todo era distinto. Había que alimentar el

clima para el golpe militar. Había que liquidar

al gobierno de la heredera de Perón,

hombre de dejar herencias incómodas y hasta

belicosas. Se reúnen, por tanto, los entusiastas

de la Libertadora y el acto se lleva a cabo.

Hay –coherentemente– vivas a Rojas, a

Aramburu y hay también vivas a otro personaje

que, si bien no participó de la Libertadora,

pareciera haber actualizado su credo en

otro septiembre, no un dieciséis sino un

once. Repetidamente, a toda voz se grita:

“¡Viva Pinochet!” El cronista del diario La

Opinión (cualquiera puede verificarlo en la

edición del 17 de septiembre del ’75) escribe:

“Eso revela lo que le espera al país si esta

gente se adueña del poder”. Sí: esa gente se

adueñó del poder. El Proceso de Reorganización

Nacional se llamó de ese modo por inspirarse

en la Organización Nacional que el

país emprende después del triunfo de las clases

ilustradas en Caseros y de la consolidación

de la misma en el ochenta, con Roca

conquistando el desierto, eso que, muy acertadamente,

David Viñas, para marcar a fuego

el genocidio indígena, llama “la segunda conquista

de América”.

TIEMPOS INTERESANTES

Conducido por los misteriosos arcángeles

de la poesía, Borges supera el odio de su

clase, de su grupo de pertenencia, de Madre y

de las señoras con que tomaba el té, y entrega

la comprensión más honda (o, sin duda, una

de ellas) de este indescifrable, fascinante país.

(Nota: Digo “fascinante” porque ser argentino

es, si no ser chino, padecer la más impecable

de sus maldiciones. No hay nada peor

que una “tortura china” o una “maldición

china”. De las “maldiciones” arriesgo que la

más elaborada, sabia, esa que expresa más

que todas un añoso y hondo conocimiento

de la existencia humana, es la que dice: “Te

deseo que vivas tiempos interesantes”. A su

autobiografía, Eric Hobsbawm la tituló:

Tiempos interesantes. Son los peores. Los que

no dan paz ni tregua. Los tiempos del sonido

y de la furia. De la muerte. Sostengo que

todos o casi todos los tiempos de este país

que llamamos “nuestro” han sido interesantes.

Que ninguno dio respiro. Que si de “primaveras”

se habla uno recuerda dos: la de Cámpora

y la de Alfonsín. Luego, el frío de las

“crueles provincias”. La estética del degüello.

La mazorca federal. Los unitarios de Estomba

y de Rauch atando a los enemigos a los cañones

y ordenando disparar. La “guerra de policía”

de Mitre. La Semana Trágica. La Patagonia

Trágica. La Triple A: capucha y zanja.

La ESMA: la tortura en tanto “tarea de inteligencia”.

Las contraofensivas montoneras que

arrojaron a la muerte fácil pero infinitamente

despiadada a tantos combatientes que debieron

haber hecho otra cosa, ésa que decía

Walsh: acompañar el reflujo de masas. Todo

esto que desordenadamente digo es para

decir que hemos vivido inmersos en una

“maldición china”: la de los tiempos interesantes.

¿Por qué uno está escribiendo sobre la

historia del peronismo, indagando su filosofía

política? ¿Por qué un diario la publica?

Porque la historia del peronismo es malditamente

interesante. De donde podríamos extraer

nuestra primera definición del peronismo:

todo él es, como el país, una maldición

china. Sigamos.) El poema se plantea como

un monólogo interior de Francisco Laprida,

“asesinado el día 22 de septiembre de 1829,

por los montoneros de Aldao” (Jorge Luis

Borges, Obras Completas II, Emecé, Buenos

Aires, 1996, p. 245). Es curioso: pero uno no

puede sino pensar que todo es todavía más

complicado de lo que es. Hoy, cuando los

diarios se leen por Internet, imaginemos a

cualquier extranjero en cualquier lugar del

mundo con un razonable interés por la historia

de este país. Luego de leer el párrafo de

Borges que cité (ése: que Laprida fue asesinado

el 22 de septiembre de 1829 por los montoneros

de Aldao) el buen hombre se pregunta:

“¿Cómo, los Montoneros ya mataron a un

tal Laprida en 1829?” No, a Laprida lo

matan los montoneros de Fray Félix Aldao,

un “bárbaro” cuya biografía escribirá el “civilizado”

Sarmiento, que se desvivía por las

vidas azarosas de estos hombres que odiaba.

Borges elige al perfecto protagonista que

necesita para su poema: Francisco Narciso de

Laprida fue quien declaró la independencia

de esta patria tramada por los antagonismos.

Y el montonero que lo derrota (un ex fraile, a

quien también matarán) le entrega, a la vez,

una certeza inesperada. Sarmiento, al narrar

la muerte de Aldao, dice que alguien le

reprocha las desgracias que le propinó a su

patria. Y que Aldao responde: “También le di

días de gloria”. No podemos saber si uno de

ellos fue el que culminó con la muerte de

Laprida, pero es probable y hasta más que

eso. “La victoria es de los otros”, verifica

Laprida en tanto “se dispersan el día y la

batalla”. Y añade: “Vencen los bárbaros, los

gauchos vencen”. Es el triunfo de la barbarie

sobre la inteligencia. El colonialismo siempre

se adjudicó el valor de la Razón. En la Argentina,

los grandes textos colonialistas fueron

escritos por la burguesía ilustrada. El mariscal

francés Bougeaud conquistó Argelia y libró

batalla contra todos los insurrectos que

defendieron su territorio. Su lema fue:

“Combatir a la barbarie con la barbarie”. En

una de sus acciones quemó vivos a quinientos

argelinos. Sarmiento lo admiraba. En sus textos

de viajes no dejaba de mencionar su

crueldad y su decisión de batir a los bárbaros

con sus propios métodos, algo que aquí, también

para admiración de Sarmiento, hizo el

coronel Ambrosio Sandes. No obstante, aquí

no hubo algo similar al general Bougeaud. Se

le hizo la guerra a la barbarie con la barbarie,

pero el país había declarado su independencia.

Es Narciso de Laprida, precisamente,

quien lo hace. Al ser el país independiente la

tarea de “conquistarlo”, de erradicar a la barbarie,

de hacerle la guerra “con la barbarie”

cae en los círculos ilustrados, que son los que

se ligan a Europa comercial y culturalmente.

Nuestro general Bougeaud es Sarmiento, es

Mitre, es Roca. O lo fueron los lugartenientes

de Mitre que dirigieron y protagonizaron

la “guerra de policía” que se les hizo a las

provincias después de Pavón: Sandes, Irrazábal,

Paunero. Un Edward W. Said, en la

Argentina, no tendría que rastrear los textos

colonialistas en los escritores del Imperio. Ni

en Dickens ni en Jane Austen ni siquiera en

la Aída de Verdi. Al ser, desde 1810, un país

poscolonial, la Argentina dio a luz a sus propios

escritores colonialistas. Seré, por el

momento, breve: todos los escritos que justifican

la necesariedad de la penetración de la

razón europea en el país son textos colonialis-

tas. Esto no es “revisionismo histórico”. Me

refiero a otra cosa: la racionalidad europea

–la que nace con Descartes y se consolida

con la razón iluminista y se fortalece en

Nietzsche en tanto voluntad de poder– ha

sido puesta en el banquillo de los acusados

por la mayoría de las corrientes de la filosofía.

O como razón instrumental que se apropia

de la naturaleza y lleva ese dominio,

luego, al de los hombres. O en tanto sofocamiento

de los instintos para crear una cultura

del malestar. O en tanto razón que instaura

la injusticia de clases. O el colonialismo. O

(como dice Heidegger en su célebre párrafo

final de La frase de Nietzsche “Dios ha muerto”)

como “la más tenaz adversaria del pensar”.

O, como en Walter Benjamin, la razón

que ha construido una historia de ruinas, una

historia-catástrofe ante la que se horroriza el

Angelus Novus. O, como en la Escuela de

Frankfurt, la razón capitalista burguesa que

lleva de las certezas de la Ilustración a los

campos de exterminio.

El Facundo de Sarmiento es el más grande

de nuestros textos colonialistas. El más notable

y hasta genial esfuerzo para demostrar

que la racionalidad europea era el Progreso,

la Civilización. Este esquema va a seguir y va

a penetrar también a las interpretaciones del

peronismo. No queríamos sino dejarlo planteado

desde ahora. Desde aquí: en que tenemos

a Laprida, el ilustrado, a punto de morir

a manos de los bárbaros de Aldao, el montonero.

“Yo –piensa Laprida–, que estudié las

leyes y los cánones.” El, el hombre de razón,

el que representa los intereses de la cultura,

que es, desde luego, la cultura de los cánones,

de las leyes, huye sin esperanzas hacia el Sur,

“por arrabales últimos”. La palabra “arrabal”

es anacrónica (no había “arrabales” en 1829)

pero plenamente borgeana. Expresa la periferia,

lo que se aparta de la civilización. En

suma, el Sur. Este territorio es, en Borges, el

territorio de la barbarie. Su mejor cuento (es

sólo mi opinión) se llama así: “El Sur”. Y la

historia es también la de un hombre de la

ciudad, un hombre de libros, tal vez el

mismo Borges, un hombre llamado Juan

Dahlmann que sale de una clínica luego de

una larga postración y se dirige hacia el Sur.

Entra en un Almacén y lo provocan unos

muchachones. Un viejo, que es una cifra del

Sur, le hace llegar un puñal, para que pelee.

Dahlmann sabe que si agarra el puñal es

hombre muerto: está, todavía, débil, no

podrá pelear. Vagamente piensa: en la Clínica

no habrían permitido que esto me pasara.

Sin embargo, agarra el cuchillo y sale a pelear.

Va a morir acometiendo y a cielo abierto.

Va a morir inmerso en la cultura bravía del

Sur. Borges, no tan secretamente como suele

suponerse, sino con claridad, con lucidez,

amaba el Sur. El Sur era lo Otro. Amaba su

Otro. Su Otro lo completaba. No pretendo

decir nada original con esto. También podría

sugerir unas disculpas por si alguien se incomoda

ante la palabra “Otro” escrita así: con

mayúscula. Pero necesito desarrollar estos

temas. Si la filosofía política que vamos a instrumentar

se basa en el antagonismo amigoenemigo

acordemos que la palabra “Otro”

tiene relevancia. El “amigo” es el Otro del

enemigo. El “enemigo” es el Otro del amigo.

Volvemos a Laprida: huye hacia el Sur,

donde Dahlmann murió de cara al sol y

sobre la tierra, en territorio ajeno. “Oigo los

cascos/ de mi caliente muerte que me busca/

con jinetes, con belfos y con lanzas”, piensa

Laprida. Y su muerte, sabe, está cerca, ya

sobre él. “Yo que anhelé ser otro, ser un

hombre/ de sentencias, de libros, de

dictámenes/ a cielo abierto yaceré

entre ciénagas.” Pero algo inesperado

sucede: un hecho extraordinario.

“Me endiosa –piensa Laprida– un

júbilo secreto.” ¿Cuál es? ¿Cuál es

el “júbilo secreto” del hombre de

libros, de dictámenes? “Al fin me

encuentro con mi destino sudamericano.”

Como Dahlmann: pelear ahí, en la

llanura, con un cuchillero que, sabe, lo

matará, completa su figura, entrega densidad

a su destino, dibuja su totalidad impensable

sin ese duelo. “Al fin –piensa Laprida– he

descubierto la recóndita clave de mis años.

(...) En el espejo de esta noche alcanzo/ mi

insospechado rostro eterno. El círculo/ se va

a cerrar. Yo aguardo que así sea. (...) Pisan

mis pies las sombras de las lanzas/ que me

buscan. Las befas de mi muerte,/ los jinetes,

las crines, los caballos,/ se ciernen sobre mí...

Ya el primer golpe,/ ya el duro hierro que me

raja el pecho,/ el íntimo cuchillo en la garganta”.

El “íntimo cuchillo” cierra el círculo.

¿Por qué ese cuchillo es “íntimo”? Porque ese

cuchillo es el de la barbarie. Y ese cuchillo lo

completa a Laprida. Totaliza su figura de

sudamericano. Morir así, a manos de la barbarie,

no le hace perder su condición de ilustrado,

pero le señala el territorio en que vive:

es un sudamericano como los gauchos que lo

ultiman. No hay Civilización y Barbarie.

Hay una geografía urdida por los cánones y

los jinetes, las crines, los caballos. Este hombre

culto, este hombre a la europea no es un

europeo. Un europeo no muere así. “En arrabales

últimos.” El cuchillo es “íntimo” (gran

adjetivo borgeano) porque totaliza su identidad.

Como hombre de libros y sentencias

Laprida era una parcialidad. El cuchillo de la

montonera lo entrega a la historia áspera,

bárbara del país que habita. El círculo se cierra.

Ahora, él, Laprida, es una

totalidad, la barbarie ha

hendido, ha rasgado

con su puñal el

pecho del civilizado,

haciéndolo

suyo.

Como vemos, el

Poema conjetural va más

lejos del golpe del ’43 y

de todas las burdas

interpretaciones sobre

el antiperonismo de

Borges y de su profética

visión de la “barbarie

peronista”. Civilización

y barbarie se

diluyen en el

poema,

son

categorías

desleídas,

moribundas

o definitivamente

muertas. Nadie

ignora que Borges

habrá de ejercer luego

un apasionado antiperonismo.

Aprobará los

fusilamientos del ’56. Hará

todos los rituales del odio

de clase. Pero –aquí– en

este poema luminoso, la

contradicción que estructura

este país se conjura en

una totalidad que las contiene

a ambas. El Poema conjetural

es el aufhebung

a la

contradicción

Civilización/

Barbarie. Su totalización superadora.

Ser argentino es ser hombre de cánones y

hombre de cuchillo y de cielo abierto. Si el

cuchillo del montonero le es “íntimo” a

Laprida es porque completa su figura. No se

es sudamericano sin incluir al otro, al bárbaro,

al diferente.



Algo cuya infrecuencia será agobiante. Aún

hoy la contradicción está. Cuando la candidata

de la Coalición Cívica habla del voto

lúcido, ilustrado de los “centros urbanos” y

propone marchar al rescate de “nuestros hermanos

los pobres” apresados por el clientelismo

peronista retrocede a los tiempos de “El

Matadero” echevarriano. Sin el talento de

Echeverría. El sistema de libremercado –que

sigue funcionando– crea una y otra vez, sin

cesar, espacios de “barbarie”. El “bárbaro” es

el que no pertenece a la centralidad, a la

polis, a la civitas. El “bárbaro” es el que está

afuera y su verdadera peligrosidad reside en

su deseo de “entrar”. La civilización es todo

aquello que la barbarie no es. La barbarie es

todo aquello que no es la civilización. Si

Roma sucumbe ante la barbarie es porque

ésta la ha penetrado. No hay mayor amenaza

para la civilización que la amenaza de la

barbarie. O la civilización elimina


barbarie incluyéndola, es decir, incorporándola a

la civilización. O la elimina por medio de la guerra,

exterminándola. Actualmente la única medida

que parece tomar el Imperio es destruir a los

bárbaros, ya que no puede incorporarlos. Pero los

bárbaros amenazan doblemente al Imperio: A)

Quieren entrar en él. Sobrepoblarlo. Algo que el

Imperio vive en el modo de la invasión. B) Los

bárbaros atacan al Imperio por medio del terrorismo.

De esto estamos lejos. Volvemos a la sociedad

argentina del cuarenta. Ahí, Borges escribe el

Poema conjetural. No hay verdadera civilización si

no se le entrega la complejidad de la barbarie. Un

país como la Argentina tiene dos fuentes, dos

brazos, dos rostros que deben fundirse. El rostro

final de Laprida no es ni el del bárbaro ni el del

civilizado. Tampoco es una suma de los dos. Es

la compleja trama que origina una nueva figura:

la del hombre sudamericano.

MILCÍADES PEÑA, LA

INTERPRETACIÓN BASADA EN

LA LUCHA DE CLASES

La mejor, la más impecable interpretación que

el marxismo argentino ofreció del peronismo surgió

de la pluma de Milcíades Peña. Milcíades

nació el 12 de mayo de 1933 y murió, suicidándose,

el 29 de diciembre de 1965. Fue un hombre

de una inteligencia luminosa. Si, sobre todo,

entendemos inteligencia en tanto rigor para

seguir una teoría y aplicarla. Por medio –y esto es

muy importante– de una escritura ágil, lúcida,

irónica, precisa, rigurosa. Muy tempranamente

descubrí a Milcíades en las viejas ediciones de

Ediciones Fichas, a fines de los años sesenta,

comienzos de los setenta. Uno elige sus contendientes

y hay en eso, ciertas veces, una oculta

admiración. Admiré a Peña hasta el plagio. De

hecho, el primer trabajo que publiqué en la revista

Envido –en 1970– se llamó El extraño nacionalismo

de José Hernández. Había tomado la idea

central de un texto –breve, tendría no más de

una página y media– de Milcíades. Escribí un

trabajo largo, fundamentado por otras fuentes.

Dos cosas me llevaron a no reconocer mi deuda

con él: 1) Mi inexperiencia. O mi joven vanidad:

quería ser original. Me moría por ser original; 2)

El mayor desarrollo que mi trabajo tenía sobre el

tema que ya Peña había tratado. ¿Por qué reconocer

como fuente una anotación suya casi fugaz?

Grave error. Al salir, mi trabajo fue bien aceptado

y recogí los reconocimientos que buscaba.

Incluso el de la originalidad. A lo largo de los

años me fueron señalando mi silencio: Peña

había escrito antes que yo sobre las contradicciones

o los fundamentos ideológicos de Martín Fierro

y de su autor, Hernández. Esa crítica, sobre

todo, la hizo Horacio Tarcus en un libro que

dedicó a Peña y a Silvio Frondizi y cuya lectura

recomiendo vehementemente. (Nota: Horacio

Tarcus, El marxismo olvidado en la Argentina: Silvio

Frondizi y Milcíades Peña, Ediciones El Cielo

por Asalto, 1996. Se verá que Peña jamás fue un

marxista que yo haya olvidado. Incluso suelo

intentar convencer a más de un editor acerca de

la necesariedad de reeditar su obra. Mis alumnos

saben el respeto con que lo trato en clase. Incluso

este año –sin saber yo que estaba presente– me lo

agradeció, al final de una larga exposición de

Masas, caudillos y elites, su hijo Milcíades.) Aclaro

que, en ese libro, Tarcus ataca duramente mi

libro Filosofía y nación. Defiende a su biografiado.

No importa si tiene o no razón. Quiero señalar

otra cosa: si yo discutí con Peña en ese temprano

ensayo (Filosofía y nación) fue porque lo

admiraba. No me hubiera medido con otro.

Hoy, tantos años después, lo elijo para ejemplicar

una perfecta interpretación marxista del peronismo.

Habrá acuerdos o desacuerdos, pero es el

primer texto del que me ocupo. Está lleno de

libros que diversos periodistas han escrito o escriben

sobre el peronismo. Ninguno araña el rigor

de Peña. Nada más saludable que encontrar

alguien sólido con quien discutir. Eso fue y es

Peña para mí: un contrincante de lujo. Y muchas

veces un aliado.

Peña –en el citado Masas, caudillos y elites– inicia

su análisis del peronismo en el capítulo Un

coronel sindicalista. Perón, dice, ha venido a terminar

con la lucha de clases. El Estado habrá de

tutelar ese enfrentamiento y conciliará a obreros

y patrones. La lucha de clases, escribe, no se dejará

abolir. Pero, de esa lucha, habrá de aprovecharse

el “coronel sindicalista”. Señala el carácter

virginal del nuevo proletariado. De los migrantes

que llegaban intocados a la gran urbe. Sobre ellos

habrá de construir Perón su liderazgo. “La mayor

parte del nuevo proletariado (anota), de los trabajadores

de origen rural recién ingresados a la

industria, permanecía fuera de los sindicatos y era

campo virgen para el proselitismo de los sindicalistas

peronistas” (Masas, caudillos y elites, Ediciones

Fichas, Buenos Aires, 1971, p. 61). Pero

resulta apresurado hablar de “sindicalistas peronistas”.

Quien mantiene, desde la Secretaría de

Trabajo y Previsión, un diálogo directo, abierto,

con los migrantes es el propio Perón, cuya estructura,

hasta el momento, es sólo la que le aseguró

su pertenencia al GOU. Peña, a renglón seguido,

lo reconoce: “Desde las oficinas de la Secretaría

de Trabajo y Previsión se fue estructurando así

una nueva organización sindical que culminaría

en la CGT del período 1946-1955 y cuya primera

y fundamental característica era depender en

todo sentido del Estado que le había dado vida”

(Ibid., p. 61). El proceso es simultáneo: Perón

forma su organización sindical en la medida en

que atrae a quienes conforman el nuevo sujeto

político, los migrantes. Acude a viejos sindicalistas

de todo origen. Pero el sindicalismo peronista no

estaba “esperando” a los migrantes. Se forma con

ellos, se nutre de ellos. El proyecto es uno. Es

paralelo. Perón capta al sujeto desde la Secretaría

de Trabajo y, una vez realizada esta tarea o para

completarla, para darle forma, encuadra al Sujeto

en un sindicalismo que él, Perón, controla y

habrá de controlar desde el Estado. Un Estado

–señalemos ya esto– que la nueva clase obrera

jamás dejará de ver, sentir o interpretar como su

Estado, el Estado que habrá de darle trabajo,

derechos, el Estado que habrá de estar ahí sobre

todo y ante todo para beneficiarla. Claramente:

desde el inicio la clase obrera peronista ve al Estado

de Perón como su Estado benefactor. Sin

haber leído a Keynes.

Peña señala que la Secretaría de Trabajo empuja

a los obreros hacia los sindicatos que ella controla.

Sugiere –o más que sugiere– que la “presión”

llega a ilegalizar o condenar “a la clandestinidad”

a los otros sindicatos. Un punto muy discutible

sobre el que no abunda. Por el contrario,

escribe: “Pero el énfasis no se puso en la represión,

sino en las concesiones reales a la clase obrera

efectuadas a través de los sindicatos estatizados”

(Ibid., p. 62. Cursivas nuestras). Pero, ¿terminarán

esas concesiones beneficiando realmente al

joven proletariado? En principio, son muchas:

“Mejoras apreciables en los salarios y en las condiciones

de trabajo, una marcada tendencia a

favorecer a los obreros en los conflictos gremiales,

el amparo concedido a los dirigentes y delegados

frente a la tradicional prepotencia patronal en el

trato con los obreros, todo esto facilitó que los

obreros se dejaran afiliar en los sindicatos estatizados

(Ibid., p. 62. Cursivas nuestras). Peña, aquí,

habrá de señalar que este proceso debió tener un

signo contrario. Con Perón (es apresurado hablar

aquí de “peronismo”), los obreros no fueron hacia

los sindicatos, no se movieron hacia ellos. Esto

habría sido lo correcto: una clase obrera que,

desde sí, organiza su propio sindicalismo. Digámoslo

ya: una clase obrera autónoma, no heterónoma.

Por el contrario, “los sindicatos –la Secretaría

de Trabajo– fueron hacia los obreros. Así se creó

la nueva Confederación General del Trabajo

(CGT) que pronto unificó en su seno a la totalidad

de la clase obrera” (Ibid., p. 62). Se crea una

organización poderosa. Pero ese poder es el poder

de la organización, no el de la clase obrera. Esa

CGT es fruto del proyecto de construcción de

poder de Perón pero no es fruto de las conquistas

obreras. Los obreros no conquistan nada. El Estado,

por medio de la CGT, habrá de concederles

las mejoras que necesitan y por medio de esas

mejoras habrá de conquistar su respaldo político.

Se plantea un problema: ¿qué grado de combatividad,

de lucha, podrá tener una clase obrera creada

en exterioridad, desde el Estado y los sindicatos

del Estado? Lo esencial de la nueva CGT es

que no ha surgido de una movilización autónoma

de la clase obrera. Pudo ser creada porque el sujeto

político que nucleó carecía por completo de experiencia

política y sindical. Recién entraba a la

industria. Recién llegaba a las ciudades. Aquí, los

esperaba el “coronel sindicalista”. Un astuto flautista

de Hamelin que habría de seducirla con

beneficios que les llegaban, a los silvestres, inocentes

migrantes, verticalmente, desde el Estado.

Tuvieron los beneficios pero no tuvieron que

luchar por ellos. De este modo, se conforma un

proletariado pasivo, que lo espera todo de la bondad

de su líder, el “coronel sindicalista”, y del

Estado que el líder controla. Una clase obrera es

autónoma cuando crea sus propias organizaciones.

Cuando conquista sus derechos. Cuando sus

organizaciones son controladas desde el Estado,

cuando sus derechos se le conceden como “beneficios”

es heterónoma. Algo es “heterónomo”

cuando lo que tiene le ha sido dado. No lo conquistó

desde la lucha. La “lucha” contra las clases

que la oprimen es central para la clase obrera. Si

hay un Estado que le “concede” beneficios sin

impulsarla a luchar por conquistarlos, ese Estado

la condena a la pasividad, a la mansedumbre, elimina

en ella la “lucha”. Al eliminar la “lucha” elimina

el conflicto de clases. Es el Estado, entonces,

el que se transforma en el árbitro entre las

clases. A esto se le llama bonapartismo. (Volveremos

sobre este tema.)

EL TAN INVOCADO

“PUEBLO PERONISTA”

Sin embargo, Peña detecta que las clases propietarias

están indignadas con “el coronel sindicalista”.

Lejos de agradecerle el evitar un conflicto

de clases. Impedir que el proletariado luche

por sus verdaderos derechos contra quienes lo

explotan. Lejos de agradecerle a Perón el sagaz

control del posible alzamiento obrero que habría

provocado la concentración urbana creada por la

industria, se le enfrentan, le dicen nazi y demagogo.

“Por cierto (escribe Peña), las positivas mejoras

que la clase obrera recibía fueron inclinándola

poco a poco en favor de Trabajo y Previsión y

muy particularmente del Coronel Perón. Pronto

las organizaciones de la burguesía argentina

–Unión Industrial, Sociedad Rural, Cámara de

Comercio, etc.– comenzaron a indisponerse con

el secretario de Trabajo y se empezaron a escuchar

acusaciones de demagogia” (Ibid., p. 63).

Lejos de advertir que Perón les estaba haciendo el

inmenso favor de frenar una “revolución social”

o, sin más, “socialista”, la oligarquía, aliadófila

ella, veía al coronel como un fascista y cantaba

La Marsellesa” el día de la liberación de París,

algo que llevará a Borges a decir una frase famosa:

que una emoción colectiva puede no ser

indigna. Como la oligarquía no suele equivocarse

en sus odios, convendrá mantener entre paréntesis

la teoría que hace de Perón el abortista

maquiavélico de una revolución obrera. Pareciera,

por el contrario, que el “control social” del

líder obrerista implicaba un costo excesivo que la

oligarquía no estaba dispuesta a pagar porque,

sobre todo, lo consideraba innecesario. Si así

fuera sería recomendable no insistir con una

famosa bobería: que Perón impidió, frenó o controló

un inevitable alzamiento revolucionario en

la Argentina de los ’40.

Aquí, con todo, se agita algo más importante.

En un documental sobre la organización Montoneros,

una ex militante desecha toda posibilidad

de retornar a la violencia. Y, amargamente, dice:

“¿Con este pueblo?” Acaso le había llevado tiempo

conocer –conocer verdadera, hondamente– la

naturaleza del tan invocado “pueblo peronista”.

Porque si el “pueblo peronista” surge a la historia

nacional como Peña lo plantea, pedir, en los

setenta, a ese “pueblo” que transforme sus casas

en “fortines” (A la lata, al latero, las casas peronistas

son fortines montoneros) implicaba un grave

desconocimiento de su historia. Grave, porque se

trabajaba con una materia prima inadecuada para

el proyecto político revolucionario en que se la

quería incluir. O grave –también– si se buscaba

construir el mito de un pueblo peronista combativo,

que si había estado, en los cuarenta y en los

cincuenta, dispuesto a “dar la vida por Perón”,

estaría ahora, en los setenta, dispuesto a “dar la

vida” por un proyecto socialista, emancipatorio.

Un proyecto que formara parte de los movimientos

de liberación del Tercer Mundo.