Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del
Peronismo
Página/12
PRIMERA PARTE
Hacia el primer gobierno de Perón
Perón, un estudio sobre la
construcción de poder
3
BORGES: EL “POEMA
CONJETURAL”
Era parte de esa oligarquía. Sostenía
su visión de la historia,
señalaba sus linajes en ella
(Laprida, dice, es pariente
suyo), prefería a Sarmiento
antes que a José Hernández y creía que elegir
al primero y no al segundo (como cree que se
eligió) habría cambiado el destino de la
patria: tanto creía en el poder de los libros,
odió toda su vida al peronismo, hizo de ese
odio una estética, buscó siempre el lugar en
que el odio estaba y ahí se puso, escribió, con
Bioy, El matadero del peronismo y lo tituló
La fiesta del monstruo, dijo, por fin, que los
peronistas eran incorregibles. Lo eran tanto
como lo era él: su pasión antiperonista sólo
podía medirse con la pasión de los peronistas
por sí mismos. Los odió tanto como ellos
odiaron a la clase social que lo cobijaba y a la
que defendió siempre. Expresó, como pocos,
la hoy todavía vigente, todavía paralizante,
todavía mecanicista, maniquea, toscamente
dual, binaria y simplificante contradicción
peronismo-antiperonismo. Con todo, en uno
de sus poemas, fue más allá de sí mismo, de
su ideología, de los códigos de su clase, de su
amor por
su odio por los gauchos. Un poeta –como
todo verdadero artista– se excede a sí mismo.
Supera, en su arte, sus limitaciones conceptuales,
sus odios ciegos, los condicionamientos
lineales de su inserción de clase, los mandatos
paternos. O, en el caso que nos ocupa,
maternos, porque sólo a Ella solía escuchar y
hasta obedecer, a Madre, como Norman
Bates. Jorge Luis Borges –de él, se habrá ya
advertido, estamos hablando– escribió ese
poema que lo llevó más allá de sí mismo, que
lo tironeó hacia la más honda comprensión
de la patria a la que un argentino haya accedido,
al punto exquisito en que la totalidad
se constituye, en que la comprensión se conquista,
en que el todo se torna traslúcido porque
todas las partes confluyen en él, explicándose,
en un poema que escribió el 4 de julio
de 1943, puntualmente un mes después del
golpe de junio, el del GOU, el que abre la
senda tumultuosa que el peronismo habrá de
transitar.
Se trata del “Poema Conjetural”, que Borges
publica en
el general Pedro Pablo Ramírez. Una
señora de la misma clase social de Georgie o
a la que Georgie deseaba pertenecer aunque
sólo fuera como un miembro de escaso patrimonio,
con pocos campos, sin estancias ni
peones pero sin duda con un deslumbrante
talento, la señora María Esther Vázquez, que
fue su amiga, entre tantas que tuvo este hombre
que les temía a las mujeres pero no podía
vivir sin ellas, escribió una especie de biografía
en la modalidad entretenida, chispeante,
liviana y rencorosa del chisme. En ella, del
“Poema Conjetural”, escribe: “Resultó, de un
modo misterioso, profético en cuanto a la
conducta que asumiría el posterior régimen
fascista, encarnado en la figura de Juan
Domingo Perón. Perón empezaría a asolar el
país meses después, cuando se hizo cargo del
Departamento Nacional del Trabajo, transformado
en
desde donde empezó a desarrollar una
tarea demagógica que, entre otras cosas, llevaría
al país a décadas de odio. Se puede considerar
al ‘Poema Conjetural’ como una pieza
‘política’ en la que se denunciaba un pasado
que –Borges no podía imaginarlo– sería una
forma de futuro. Tras el advenimiento del
peronismo se hizo consciente esta peculiaridad
del poema, cada vez más próximo a
nosotros, siempre acorde con el ‘destino
sudamericano’ de incultura, de barbarie, de
befa y de muerte que incluye, por supuesto, a
la tristemente conocida época del Proceso,
entre 1976 y
Borges, esplendor y derrota, Tusquets, Barcelona,
1996, p. 180). Se trata de una muy pobre
interpretación del “Poema Conjetural”.
María Esther llama “régimen fascista” al
gobierno de Perón y, al hacerlo, nos revela el
sello que para las clases pudientes –por decirlo
así– tenía ese gobierno. “Fascista” expresa
también el esquema “aliadófilo” con que se
empezó (y se siguió en la mayoría de los
casos) interpretando al peronismo. La “tarea”
que realiza Perón desde
y Previsión es “demagógica”. Y lleva a
“décadas de odio”. El problema que plantea
el esquema de Vázquez radica en la pobreza
de su interpretación de la “barbarie”. O de lo
que Borges –y ella lo retoma– llama en su
poema su “destino sudamericano”.
Para Vázquez, el “destino sudamericano”
expresa la incultura, la barbarie, la befa y la
muerte. Su enfoque es cerradamente sarmientino.
Cerradamente Sur, la revista
donde se concentraba el odio al peronismo y
a la “barbarie” del siglo XIX. Es notable que
María Esther –en el fondo: una buena señora–
extienda “a la tristemente conocida época
del Proceso” la presencia del peronismo y de
la barbarie gaucha. En septiembre de 1975,
en la celebración que todos los años (ignoro
si esto sigue ocurriendo) hacían de
Libertadora quienes habían luchado en
ella o sus familiares o sus continuadores, está
presente el Almirante Rojas, el mismo que en
los noventa se abrazará con el caudillo federal
peronista y bárbaro Carlos Menem. En 1975
todo era distinto. Había que alimentar el
clima para el golpe militar. Había que liquidar
al gobierno de la heredera de Perón,
hombre de dejar herencias incómodas y hasta
belicosas. Se reúnen, por tanto, los entusiastas
de
Hay –coherentemente– vivas a Rojas, a
Aramburu y hay también vivas a otro personaje
que, si bien no participó de
pareciera haber actualizado su credo en
otro septiembre, no un dieciséis sino un
once. Repetidamente, a toda voz se grita:
“¡Viva Pinochet!” El cronista del diario La
Opinión (cualquiera puede verificarlo en la
edición del 17 de septiembre del ’75) escribe:
“Eso revela lo que le espera al país si esta
gente se adueña del poder”. Sí: esa gente se
adueñó del poder. El Proceso de Reorganización
Nacional se llamó de ese modo por inspirarse
en
país emprende después del triunfo de las clases
ilustradas en Caseros y de la consolidación
de la misma en el ochenta, con Roca
conquistando el desierto, eso que, muy acertadamente,
David Viñas, para marcar a fuego
el genocidio indígena, llama “la segunda conquista
de América”.
TIEMPOS INTERESANTES
Conducido por los misteriosos arcángeles
de la poesía, Borges supera el odio de su
clase, de su grupo de pertenencia, de Madre y
de las señoras con que tomaba el té, y entrega
la comprensión más honda (o, sin duda, una
de ellas) de este indescifrable, fascinante país.
(Nota: Digo “fascinante” porque ser argentino
es, si no ser chino, padecer la más impecable
de sus maldiciones. No hay nada peor
que una “tortura china” o una “maldición
china”. De las “maldiciones” arriesgo que la
más elaborada, sabia, esa que expresa más
que todas un añoso y hondo conocimiento
de la existencia humana, es la que dice: “Te
deseo que vivas tiempos interesantes”. A su
autobiografía, Eric Hobsbawm la tituló:
Tiempos interesantes. Son los peores. Los que
no dan paz ni tregua. Los tiempos del sonido
y de la furia. De la muerte. Sostengo que
todos o casi todos los tiempos de este país
que llamamos “nuestro” han sido interesantes.
Que ninguno dio respiro. Que si de “primaveras”
se habla uno recuerda dos: la de Cámpora
y la de Alfonsín. Luego, el frío de las
“crueles provincias”. La estética del degüello.
La mazorca federal. Los unitarios de Estomba
y de Rauch atando a los enemigos a los cañones
y ordenando disparar. La “guerra de policía”
de Mitre.
Trágica.
Las contraofensivas montoneras que
arrojaron a la muerte fácil pero infinitamente
despiadada a tantos combatientes que debieron
haber hecho otra cosa, ésa que decía
Walsh: acompañar el reflujo de masas. Todo
esto que desordenadamente digo es para
decir que hemos vivido inmersos en una
“maldición china”: la de los tiempos interesantes.
¿Por qué uno está escribiendo sobre la
historia del peronismo, indagando su filosofía
política? ¿Por qué un diario la publica?
Porque la historia del peronismo es malditamente
interesante. De donde podríamos extraer
nuestra primera definición del peronismo:
todo él es, como el país, una maldición
china. Sigamos.) El poema se plantea como
un monólogo interior de Francisco Laprida,
“asesinado el día 22 de septiembre de 1829,
por los montoneros de Aldao” (Jorge Luis
Borges, Obras Completas II, Emecé, Buenos
Aires, 1996, p. 245). Es curioso: pero uno no
puede sino pensar que todo es todavía más
complicado de lo que es. Hoy, cuando los
diarios se leen por Internet, imaginemos a
cualquier extranjero en cualquier lugar del
mundo con un razonable interés por la historia
de este país. Luego de leer el párrafo de
Borges que cité (ése: que Laprida fue asesinado
el 22 de septiembre de 1829 por los montoneros
de Aldao) el buen hombre se pregunta:
“¿Cómo, los Montoneros ya mataron a un
tal Laprida en 1829?” No, a Laprida lo
matan los montoneros de Fray Félix Aldao,
un “bárbaro” cuya biografía escribirá el “civilizado”
Sarmiento, que se desvivía por las
vidas azarosas de estos hombres que odiaba.
Borges elige al perfecto protagonista que
necesita para su poema: Francisco Narciso de
Laprida fue quien declaró la independencia
de esta patria tramada por los antagonismos.
Y el montonero que lo derrota (un ex fraile, a
quien también matarán) le entrega, a la vez,
una certeza inesperada. Sarmiento, al narrar
la muerte de Aldao, dice que alguien le
reprocha las desgracias que le propinó a su
patria. Y que Aldao responde: “También le di
días de gloria”. No podemos saber si uno de
ellos fue el que culminó con la muerte de
Laprida, pero es probable y hasta más que
eso. “La victoria es de los otros”, verifica
Laprida en tanto “se dispersan el día y la
batalla”. Y añade: “Vencen los bárbaros, los
gauchos vencen”. Es el triunfo de la barbarie
sobre la inteligencia. El colonialismo siempre
se adjudicó el valor de
los grandes textos colonialistas fueron
escritos por la burguesía ilustrada. El mariscal
francés Bougeaud conquistó Argelia y libró
batalla contra todos los insurrectos que
defendieron su territorio. Su lema fue:
“Combatir a la barbarie con la barbarie”. En
una de sus acciones quemó vivos a quinientos
argelinos. Sarmiento lo admiraba. En sus textos
de viajes no dejaba de mencionar su
crueldad y su decisión de batir a los bárbaros
con sus propios métodos, algo que aquí, también
para admiración de Sarmiento, hizo el
coronel Ambrosio Sandes. No obstante, aquí
no hubo algo similar al general Bougeaud. Se
le hizo la guerra a la barbarie con la barbarie,
pero el país había declarado su independencia.
Es Narciso de Laprida, precisamente,
quien lo hace. Al ser el país independiente la
tarea de “conquistarlo”, de erradicar a la barbarie,
de hacerle la guerra “con la barbarie”
cae en los círculos ilustrados, que son los que
se ligan a Europa comercial y culturalmente.
Nuestro general Bougeaud es Sarmiento, es
Mitre, es Roca. O lo fueron los lugartenientes
de Mitre que dirigieron y protagonizaron
la “guerra de policía” que se les hizo a las
provincias después de Pavón: Sandes, Irrazábal,
Paunero. Un Edward W. Said, en la
Argentina, no tendría que rastrear los textos
colonialistas en los escritores del Imperio. Ni
en Dickens ni en Jane Austen ni siquiera en
poscolonial,
escritores colonialistas. Seré, por el
momento, breve: todos los escritos que justifican
la necesariedad de la penetración de la
razón europea en el país son textos colonialis-
tas. Esto no es “revisionismo histórico”. Me
refiero a otra cosa: la racionalidad europea
–la que nace con Descartes y se consolida
con la razón iluminista y se fortalece en
Nietzsche en tanto voluntad de poder– ha
sido puesta en el banquillo de los acusados
por la mayoría de las corrientes de la filosofía.
O como razón instrumental que se apropia
de la naturaleza y lleva ese dominio,
luego, al de los hombres. O en tanto sofocamiento
de los instintos para crear una cultura
del malestar. O en tanto razón que instaura
la injusticia de clases. O el colonialismo. O
(como dice Heidegger en su célebre párrafo
final de La frase de Nietzsche “Dios ha muerto”)
como “la más tenaz adversaria del pensar”.
O, como en Walter Benjamin, la razón
que ha construido una historia de ruinas, una
historia-catástrofe ante la que se horroriza el
Angelus Novus. O, como en
Frankfurt, la razón capitalista burguesa que
lleva de las certezas de
campos de exterminio.
El Facundo de Sarmiento es el más grande
de nuestros textos colonialistas. El más notable
y hasta genial esfuerzo para demostrar
que la racionalidad europea era el Progreso,
a penetrar también a las interpretaciones del
peronismo. No queríamos sino dejarlo planteado
desde ahora. Desde aquí: en que tenemos
a Laprida, el ilustrado, a punto de morir
a manos de los bárbaros de Aldao, el montonero.
“Yo –piensa Laprida–, que estudié las
leyes y los cánones.” El, el hombre de razón,
el que representa los intereses de la cultura,
que es, desde luego, la cultura de los cánones,
de las leyes, huye sin esperanzas hacia el Sur,
“por arrabales últimos”. La palabra “arrabal”
es anacrónica (no había “arrabales” en 1829)
pero plenamente borgeana. Expresa la periferia,
lo que se aparta de la civilización. En
suma, el Sur. Este territorio es, en Borges, el
territorio de la barbarie. Su mejor cuento (es
sólo mi opinión) se llama así: “El Sur”. Y la
historia es también la de un hombre de la
ciudad, un hombre de libros, tal vez el
mismo Borges, un hombre llamado Juan
Dahlmann que sale de una clínica luego de
una larga postración y se dirige hacia el Sur.
Entra en un Almacén y lo provocan unos
muchachones. Un viejo, que es una cifra del
Sur, le hace llegar un puñal, para que pelee.
Dahlmann sabe que si agarra el puñal es
hombre muerto: está, todavía, débil, no
podrá pelear. Vagamente piensa: en
no habrían permitido que esto me pasara.
Sin embargo, agarra el cuchillo y sale a pelear.
Va a morir acometiendo y a cielo abierto.
Va a morir inmerso en la cultura bravía del
Sur. Borges, no tan secretamente como suele
suponerse, sino con claridad, con lucidez,
amaba el Sur. El Sur era lo Otro. Amaba su
Otro. Su Otro lo completaba. No pretendo
decir nada original con esto. También podría
sugerir unas disculpas por si alguien se incomoda
ante la palabra “Otro” escrita así: con
mayúscula. Pero necesito desarrollar estos
temas. Si la filosofía política que vamos a instrumentar
se basa en el antagonismo amigoenemigo
acordemos que la palabra “Otro”
tiene relevancia. El “amigo” es el Otro del
enemigo. El “enemigo” es el Otro del amigo.
Volvemos a Laprida: huye hacia el Sur,
donde Dahlmann murió de cara al sol y
sobre la tierra, en territorio ajeno. “Oigo los
cascos/ de mi caliente muerte que me busca/
con jinetes, con belfos y con lanzas”, piensa
Laprida. Y su muerte, sabe, está cerca, ya
sobre él. “Yo que anhelé ser otro, ser un
hombre/ de sentencias, de libros, de
dictámenes/ a cielo abierto yaceré
entre ciénagas.” Pero algo inesperado
sucede: un hecho extraordinario.
“Me endiosa –piensa Laprida– un
júbilo secreto.” ¿Cuál es? ¿Cuál es
el “júbilo secreto” del hombre de
libros, de dictámenes? “Al fin me
encuentro con mi destino sudamericano.”
Como Dahlmann: pelear ahí, en la
llanura, con un cuchillero que, sabe, lo
matará, completa su figura, entrega densidad
a su destino, dibuja su totalidad impensable
sin ese duelo. “Al fin –piensa Laprida– he
descubierto la recóndita clave de mis años.
(...) En el espejo de esta noche alcanzo/ mi
insospechado rostro eterno. El círculo/ se va
a cerrar. Yo aguardo que así sea. (...) Pisan
mis pies las sombras de las lanzas/ que me
buscan. Las befas de mi muerte,/ los jinetes,
las crines, los caballos,/ se ciernen sobre mí...
Ya el primer golpe,/ ya el duro hierro que me
raja el pecho,/ el íntimo cuchillo en la garganta”.
El “íntimo cuchillo” cierra el círculo.
¿Por qué ese cuchillo es “íntimo”? Porque ese
cuchillo es el de la barbarie. Y ese cuchillo lo
completa a Laprida. Totaliza su figura de
sudamericano. Morir así, a manos de la barbarie,
no le hace perder su condición de ilustrado,
pero le señala el territorio en que vive:
es un sudamericano como los gauchos que lo
ultiman. No hay Civilización y Barbarie.
Hay una geografía urdida por los cánones y
los jinetes, las crines, los caballos. Este hombre
culto, este hombre a la europea no es un
europeo. Un europeo no muere así. “En arrabales
últimos.” El cuchillo es “íntimo” (gran
adjetivo borgeano) porque totaliza su identidad.
Como hombre de libros y sentencias
Laprida era una parcialidad. El cuchillo de la
montonera lo entrega a la historia áspera,
bárbara del país que habita. El círculo se cierra.
Ahora, él, Laprida, es una
totalidad, la barbarie ha
hendido, ha rasgado
con su puñal el
pecho del civilizado,
haciéndolo
suyo.
Como vemos, el
Poema conjetural va más
lejos del golpe del ’43 y
de todas las burdas
interpretaciones sobre
el antiperonismo de
Borges y de su profética
visión de la “barbarie
peronista”. Civilización
y barbarie se
diluyen en el
poema,
son
categorías
desleídas,
moribundas
o definitivamente
muertas. Nadie
ignora que Borges
habrá de ejercer luego
un apasionado antiperonismo.
Aprobará los
fusilamientos del ’56. Hará
todos los rituales del odio
de clase. Pero –aquí– en
este poema luminoso, la
contradicción que estructura
este país se conjura en
una totalidad que las contiene
a ambas. El Poema conjetural
es el aufhebung
a la
contradicción
Civilización/
Barbarie. Su totalización superadora.
Ser argentino es ser hombre de cánones y
hombre de cuchillo y de cielo abierto. Si el
cuchillo del montonero le es “íntimo” a
Laprida es porque completa su figura. No se
es sudamericano sin incluir al otro, al bárbaro,
al diferente.
Algo cuya infrecuencia será agobiante. Aún
hoy la contradicción está. Cuando la candidata
de
lúcido, ilustrado de los “centros urbanos” y
propone marchar al rescate de “nuestros hermanos
los pobres” apresados por el clientelismo
peronista retrocede a los tiempos de “El
Matadero” echevarriano. Sin el talento de
Echeverría. El sistema de libremercado –que
sigue funcionando– crea una y otra vez, sin
cesar, espacios de “barbarie”. El “bárbaro” es
el que no pertenece a la centralidad, a la
polis, a la civitas. El “bárbaro” es el que está
afuera y su verdadera peligrosidad reside en
su deseo de “entrar”. La civilización es todo
aquello que la barbarie no es. La barbarie es
todo aquello que no es la civilización. Si
Roma sucumbe ante la barbarie es porque
ésta la ha penetrado. No hay mayor amenaza
para la civilización que la amenaza de la
barbarie. O la civilización elimina
barbarie incluyéndola, es decir, incorporándola a
la civilización. O la elimina por medio de la guerra,
exterminándola. Actualmente la única medida
que parece tomar el Imperio es destruir a los
bárbaros, ya que no puede incorporarlos. Pero los
bárbaros amenazan doblemente al Imperio: A)
Quieren entrar en él. Sobrepoblarlo. Algo que el
Imperio vive en el modo de la invasión. B) Los
bárbaros atacan al Imperio por medio del terrorismo.
De esto estamos lejos. Volvemos a la sociedad
argentina del cuarenta. Ahí, Borges escribe el
Poema conjetural. No hay verdadera civilización si
no se le entrega la complejidad de la barbarie. Un
país como
brazos, dos rostros que deben fundirse. El rostro
final de Laprida no es ni el del bárbaro ni el del
civilizado. Tampoco es una suma de los dos. Es
la compleja trama que origina una nueva figura:
la del hombre sudamericano.
MILCÍADES PEÑA, LA
INTERPRETACIÓN BASADA EN
La mejor, la más impecable interpretación que
el marxismo argentino ofreció del peronismo surgió
de la pluma de Milcíades Peña. Milcíades
nació el 12 de mayo de 1933 y murió, suicidándose,
el 29 de diciembre de 1965. Fue un hombre
de una inteligencia luminosa. Si, sobre todo,
entendemos inteligencia en tanto rigor para
seguir una teoría y aplicarla. Por medio –y esto es
muy importante– de una escritura ágil, lúcida,
irónica, precisa, rigurosa. Muy tempranamente
descubrí a Milcíades en las viejas ediciones de
Ediciones Fichas, a fines de los años sesenta,
comienzos de los setenta. Uno elige sus contendientes
y hay en eso, ciertas veces, una oculta
admiración. Admiré a Peña hasta el plagio. De
hecho, el primer trabajo que publiqué en la revista
Envido –en 1970– se llamó El extraño nacionalismo
de José Hernández. Había tomado la idea
central de un texto –breve, tendría no más de
una página y media– de Milcíades. Escribí un
trabajo largo, fundamentado por otras fuentes.
Dos cosas me llevaron a no reconocer mi deuda
con él: 1) Mi inexperiencia. O mi joven vanidad:
quería ser original. Me moría por ser original; 2)
El mayor desarrollo que mi trabajo tenía sobre el
tema que ya Peña había tratado. ¿Por qué reconocer
como fuente una anotación suya casi fugaz?
Grave error. Al salir, mi trabajo fue bien aceptado
y recogí los reconocimientos que buscaba.
Incluso el de la originalidad. A lo largo de los
años me fueron señalando mi silencio: Peña
había escrito antes que yo sobre las contradicciones
o los fundamentos ideológicos de Martín Fierro
y de su autor, Hernández. Esa crítica, sobre
todo, la hizo Horacio Tarcus en un libro que
dedicó a Peña y a Silvio Frondizi y cuya lectura
recomiendo vehementemente. (Nota: Horacio
Tarcus, El marxismo olvidado en
Frondizi y Milcíades Peña, Ediciones El Cielo
por Asalto, 1996. Se verá que Peña jamás fue un
marxista que yo haya olvidado. Incluso suelo
intentar convencer a más de un editor acerca de
la necesariedad de reeditar su obra. Mis alumnos
saben el respeto con que lo trato en clase. Incluso
este año –sin saber yo que estaba presente– me lo
agradeció, al final de una larga exposición de
Masas, caudillos y elites, su hijo Milcíades.) Aclaro
que, en ese libro, Tarcus ataca duramente mi
libro Filosofía y nación. Defiende a su biografiado.
No importa si tiene o no razón. Quiero señalar
otra cosa: si yo discutí con Peña en ese temprano
ensayo (Filosofía y nación) fue porque lo
admiraba. No me hubiera medido con otro.
Hoy, tantos años después, lo elijo para ejemplicar
una perfecta interpretación marxista del peronismo.
Habrá acuerdos o desacuerdos, pero es el
primer texto del que me ocupo. Está lleno de
libros que diversos periodistas han escrito o escriben
sobre el peronismo. Ninguno araña el rigor
de Peña. Nada más saludable que encontrar
alguien sólido con quien discutir. Eso fue y es
Peña para mí: un contrincante de lujo. Y muchas
veces un aliado.
Peña –en el citado Masas, caudillos y elites– inicia
su análisis del peronismo en el capítulo Un
coronel sindicalista. Perón, dice, ha venido a terminar
con la lucha de clases. El Estado habrá de
tutelar ese enfrentamiento y conciliará a obreros
y patrones. La lucha de clases, escribe, no se dejará
abolir. Pero, de esa lucha, habrá de aprovecharse
el “coronel sindicalista”. Señala el carácter
virginal del nuevo proletariado. De los migrantes
que llegaban intocados a la gran urbe. Sobre ellos
habrá de construir Perón su liderazgo. “La mayor
parte del nuevo proletariado (anota), de los trabajadores
de origen rural recién ingresados a la
industria, permanecía fuera de los sindicatos y era
campo virgen para el proselitismo de los sindicalistas
peronistas” (Masas, caudillos y elites, Ediciones
Fichas, Buenos Aires, 1971, p. 61). Pero
resulta apresurado hablar de “sindicalistas peronistas”.
Quien mantiene, desde
Trabajo y Previsión, un diálogo directo, abierto,
con los migrantes es el propio Perón, cuya estructura,
hasta el momento, es sólo la que le aseguró
su pertenencia al GOU. Peña, a renglón seguido,
lo reconoce: “Desde las oficinas de
de Trabajo y Previsión se fue estructurando así
una nueva organización sindical que culminaría
en
y fundamental característica era depender en
todo sentido del Estado que le había dado vida”
(Ibid., p. 61). El proceso es simultáneo: Perón
forma su organización sindical en la medida en
que atrae a quienes conforman el nuevo sujeto
político, los migrantes. Acude a viejos sindicalistas
de todo origen. Pero el sindicalismo peronista no
estaba “esperando” a los migrantes. Se forma con
ellos, se nutre de ellos. El proyecto es uno. Es
paralelo. Perón capta al sujeto desde
de Trabajo y, una vez realizada esta tarea o para
completarla, para darle forma, encuadra al Sujeto
en un sindicalismo que él, Perón, controla y
habrá de controlar desde el Estado. Un Estado
–señalemos ya esto– que la nueva clase obrera
jamás dejará de ver, sentir o interpretar como su
Estado, el Estado que habrá de darle trabajo,
derechos, el Estado que habrá de estar ahí sobre
todo y ante todo para beneficiarla. Claramente:
desde el inicio la clase obrera peronista ve al Estado
de Perón como su Estado benefactor. Sin
haber leído a Keynes.
Peña señala que
a los obreros hacia los sindicatos que ella controla.
Sugiere –o más que sugiere– que la “presión”
llega a ilegalizar o condenar “a la clandestinidad”
a los otros sindicatos. Un punto muy discutible
sobre el que no abunda. Por el contrario,
escribe: “Pero el énfasis no se puso en la represión,
sino en las concesiones reales a la clase obrera
efectuadas a través de los sindicatos estatizados”
(Ibid., p. 62. Cursivas nuestras). Pero, ¿terminarán
esas concesiones beneficiando realmente al
joven proletariado? En principio, son muchas:
“Mejoras apreciables en los salarios y en las condiciones
de trabajo, una marcada tendencia a
favorecer a los obreros en los conflictos gremiales,
el amparo concedido a los dirigentes y delegados
frente a la tradicional prepotencia patronal en el
trato con los obreros, todo esto facilitó que los
obreros se dejaran afiliar en los sindicatos estatizados”
(Ibid., p. 62. Cursivas nuestras). Peña, aquí,
habrá de señalar que este proceso debió tener un
signo contrario. Con Perón (es apresurado hablar
aquí de “peronismo”), los obreros no fueron hacia
los sindicatos, no se movieron hacia ellos. Esto
habría sido lo correcto: una clase obrera que,
desde sí, organiza su propio sindicalismo. Digámoslo
ya: una clase obrera autónoma, no heterónoma.
Por el contrario, “los sindicatos –
de Trabajo– fueron hacia los obreros. Así se creó
la nueva Confederación General del Trabajo
(CGT) que pronto unificó en su seno a la totalidad
de la clase obrera” (Ibid., p. 62). Se crea una
organización poderosa. Pero ese poder es el poder
de la organización, no el de la clase obrera. Esa
CGT es fruto del proyecto de construcción de
poder de Perón pero no es fruto de las conquistas
obreras. Los obreros no conquistan nada. El Estado,
por medio de
las mejoras que necesitan y por medio de esas
mejoras habrá de conquistar su respaldo político.
Se plantea un problema: ¿qué grado de combatividad,
de lucha, podrá tener una clase obrera creada
en exterioridad, desde el Estado y los sindicatos
del Estado? Lo esencial de la nueva CGT es
que no ha surgido de una movilización autónoma
de la clase obrera. Pudo ser creada porque el sujeto
político que nucleó carecía por completo de experiencia
política y sindical. Recién entraba a la
industria. Recién llegaba a las ciudades. Aquí, los
esperaba el “coronel sindicalista”. Un astuto flautista
de Hamelin que habría de seducirla con
beneficios que les llegaban, a los silvestres, inocentes
migrantes, verticalmente, desde el Estado.
Tuvieron los beneficios pero no tuvieron que
luchar por ellos. De este modo, se conforma un
proletariado pasivo, que lo espera todo de la bondad
de su líder, el “coronel sindicalista”, y del
Estado que el líder controla. Una clase obrera es
autónoma cuando crea sus propias organizaciones.
Cuando conquista sus derechos. Cuando sus
organizaciones son controladas desde el Estado,
cuando sus derechos se le conceden como “beneficios”
es heterónoma. Algo es “heterónomo”
cuando lo que tiene le ha sido dado. No lo conquistó
desde la lucha. La “lucha” contra las clases
que la oprimen es central para la clase obrera. Si
hay un Estado que le “concede” beneficios sin
impulsarla a luchar por conquistarlos, ese Estado
la condena a la pasividad, a la mansedumbre, elimina
en ella la “lucha”. Al eliminar la “lucha” elimina
el conflicto de clases. Es el Estado, entonces,
el que se transforma en el árbitro entre las
clases. A esto se le llama bonapartismo. (Volveremos
sobre este tema.)
EL TAN INVOCADO
“PUEBLO PERONISTA”
Sin embargo, Peña detecta que las clases propietarias
están indignadas con “el coronel sindicalista”.
Lejos de agradecerle el evitar un conflicto
de clases. Impedir que el proletariado luche
por sus verdaderos derechos contra quienes lo
explotan. Lejos de agradecerle a Perón el sagaz
control del posible alzamiento obrero que habría
provocado la concentración urbana creada por la
industria, se le enfrentan, le dicen nazi y demagogo.
“Por cierto (escribe Peña), las positivas mejoras
que la clase obrera recibía fueron inclinándola
poco a poco en favor de Trabajo y Previsión y
muy particularmente del Coronel Perón. Pronto
las organizaciones de la burguesía argentina
–Unión Industrial, Sociedad Rural, Cámara de
Comercio, etc.– comenzaron a indisponerse con
el secretario de Trabajo y se empezaron a escuchar
acusaciones de demagogia” (Ibid., p. 63).
Lejos de advertir que Perón les estaba haciendo el
inmenso favor de frenar una “revolución social”
o, sin más, “socialista”, la oligarquía, aliadófila
ella, veía al coronel como un fascista y cantaba
“
algo que llevará a Borges a decir una frase famosa:
que una emoción colectiva puede no ser
indigna. Como la oligarquía no suele equivocarse
en sus odios, convendrá mantener entre paréntesis
la teoría que hace de Perón el abortista
maquiavélico de una revolución obrera. Pareciera,
por el contrario, que el “control social” del
líder obrerista implicaba un costo excesivo que la
oligarquía no estaba dispuesta a pagar porque,
sobre todo, lo consideraba innecesario. Si así
fuera sería recomendable no insistir con una
famosa bobería: que Perón impidió, frenó o controló
un inevitable alzamiento revolucionario en
Aquí, con todo, se agita algo más importante.
En un documental sobre la organización Montoneros,
una ex militante desecha toda posibilidad
de retornar a la violencia. Y, amargamente, dice:
“¿Con este pueblo?” Acaso le había llevado tiempo
conocer –conocer verdadera, hondamente– la
naturaleza del tan invocado “pueblo peronista”.
Porque si el “pueblo peronista” surge a la historia
nacional como Peña lo plantea, pedir, en los
setenta, a ese “pueblo” que transforme sus casas
en “fortines” (A la lata, al latero, las casas peronistas
son fortines montoneros) implicaba un grave
desconocimiento de su historia. Grave, porque se
trabajaba con una materia prima inadecuada para
el proyecto político revolucionario en que se la
quería incluir. O grave –también– si se buscaba
construir el mito de un pueblo peronista combativo,
que si había estado, en los cuarenta y en los
cincuenta, dispuesto a “dar la vida por Perón”,
estaría ahora, en los setenta, dispuesto a “dar la
vida” por un proyecto socialista, emancipatorio.
Un proyecto que formara parte de los movimientos
de liberación del Tercer Mundo.