Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del
Peronismo
Página/12
PRIMERA
PARTE
Los libros sobre el peronismo
Quiero establecer otras características
de Milcíades como
escritor político. La distancia
entre sus textos –que son
fuertemente críticos con el
peronismo– y el gorilaje (después voy a fundamentar
el uso de esta palabra que irrita a
algunos) que creció a la sombra del triunfo
alfonsinista de 1983 y que se encarnó, en el
mejor de los casos, en Juan José Sebreli (si
éste fue “el mejor de los casos”, imaginen
los otros), quien publica con urgencia, para
salir antes de las elecciones de octubre, su
texto sobre los “deseos imaginarios” del
peronismo, que formó parte de la campaña
electoral del alfonsinismo tanto como La
república perdida, de Miguel Pérez con
guión de Luis Grégorich, o el film de Héctor
Olivera No habrá más pena ni olvido,
basado en la excepcional novela de Osvaldo
Soriano (el film de Olivera era bueno), es
decisiva. Milcíades analiza con rigor. Usa
una metodología. Se maneja entre su formación
trotskista y sus sólidos conocimientos
del clasismo marxista. De aquí que lo elijamos.
Está a una distancia gigantesca de los
livianos textos de tantos periodistas que
salieron a marcar antinomias irreductibles o
a expresar sin más el rancio gorilismo de los
sectores tradicionales del país. Félix Luna
tiene derecho a deteriorar el que pudo haber
sido un buen libro –excelentemente documentado–
sobre la época del primer peronismo
con sus opiniones de afiliado radical.
Es un historiador. Ha escrito, además, El
’45, un año decisivo, libro que, al ser publicado
en los setenta, moderó las rabietas de
comité que erosionan Perón y su tiempo. El
’45, en contrario, es una herramienta indispensable
para la intelección de ese “año
decisivo”. A ver si nos entendemos: el que
quiera ser antiperonista, que lo sea. Digo,
desde ya, que no es una actitud aconsejable
a la hora de estudiar tan compleja y dilatada
historia política, que es la de
los últimos sesenta años. (Nota: En la que
también se agitaron otros actores, nacionales
y extranjeros. El genocidio de 1976-1983
no es protagonizado por el peronismo, sino
por sus enemigos más tradicionales: la oligarquía
agroexportadora y el establishment
financiero, a los que el peronismo se aliará
en la década del 90. Y el alfonsinismo de la
primera etapa de la democracia abre ese
espacio en tanto propio. Sin embargo, el
peronismo está presente, como protagonista
también, en esas dos etapas, que veremos.)
Lo de Sebreli se conoce y, si bien supera a
los aventureros del periodismo “ensayístico”,
nadie toma ya en serio sus arrebatos
bravucones. Se ha dicho, y bien, que sus
libros o sus declaraciones altisonantes sirven
más para pelear que para pensar. Además,
sus opciones políticas son, si no desconcertantes,
a menudo risibles, aunque nunca llegan
a indignar, para desgracia suya, que lo
preferiría. El periodismo “ensayístico”
puede alcanzar –cuando se acota a la sumatoria
de fuentes, a la investigación: algo que
los periodistas argentinos cada vez hacen
mejor; con frecuencia mejor que los historiadores–
alturas apreciables como Marcelo
Larraquy en su López Rega, que, en su
momento, habremos de utilizar. Tomaré,
brevemente, como ejemplo del gorilismo
pavo los dos tomos que Hugo Gambini,
periodista de larga trayectoria, tan larga que
hasta formó parte de
Sofovich durante el menemismo, escribió
sobre el peronismo, editados por una editorial
que se inclina más bien por esos libros
que lo mejor que pueden decir del peronismo
es que ha sido una anomalía excrecente
en la traslúcida historia de nuestro contitucionalismo
liberal. Es como
el gobierno de Kirchner: todo malo, nada
bueno. De algún modo, una patología. El
libro de Gambini no es malo. Sencillamente
no sirve. El hombre fue director de
de Noticias Télam durante Alfonsín.
Que ésa fue época de gorilas, nadie osará
dudarlo. La academia era de El Club Socialista.
(¿Qué tenía de socialista el Club Socialista?)
La ideología residía en el “Discurso
de Parque Norte”, que escribieron Juan
Carlos Portantiero, Pablo Giussani y Juan
Carlos Torre: un manifiesto democrático
que hoy –a casi veinticinco años– resulta
tristemente patético. Las radios y los programas
de tele fueron entregados a gente del
Partido. Todos habían olvidado la palabra
“peronismo”. Sin más, decían “fascismo”.
Cierta vez fui a un programa de Enrique
Vázquez. Como tengo cierta facilidad de
palabra y suelo pensar dos o tres ideas con
algún rigor, Vázquez me dijo: “Vos no parecés
peronista”. Yo era peronista en esa etapa.
Igual que en los setenta. Estaba en
Peronista. Queríamos “renovar” al
peronismo para llevarlo al encuentro con la
“democracia”. Era un modo de “acompañar
críticamente”, es decir, del mismo lado, del
de la democracia, al radicalismo, para obliterar
cualquier posibilidad de golpe militar,
algo que, en esa época, no dejaba de mencionarse
todos los malditos días. Ahora
bien,
Carlos Grosso, el llamado “chupete” Manzano
(que se “chupeteó” todo en los noventa),
Carlos Menem y Antonio Cafiero.
Renuncié al peronismo (ojo, eh: al peronismo,
no sólo al Partido) al año siguiente. Me
fui. Escribí –en Humor, en mi recordable
columna de esos años– un texto que fue
muy leído: La creación de lo posible. Era una
despedida. (Nota: Un fragmento importante
del texto decía: “Lo reconozco: soy un intelectual.
Lo reconozco hoy –creo– porque
dejé de ser otras cosas. Un ‘infiltrado’, por
ejemplo. Dejé de serlo desde la realización
del Congreso de
Santa Rosa de
sea excesivo, tengo que decirlo una vez más:
ni yo, ni ninguno de los que sienten y piensan
al peronismo como yo, tenemos nada
que ver con esas personas. Pueden seguir sin
nosotros. Por otra parte, jamás han hecho
otra cosa. ¿Somos nosotros entonces los que
nos alejamos del peronismo? ¿O es acaso el
peronismo el que, desde hace ya muchos
años, ante nuestra impotencia y nuestra
desesperanza, se aleja de nosotros? Hoy, el
Sistema de certezas que significó para nosotros
el peronismo está quebrado. Eramos la
mayoría, ya no lo somos. Un líder de relevancia
mundial, un hombre amado por los
humildes, un mago de la política, estaba al
frente del movimiento. Ya no lo está: ha
muerto. Pertenecíamos al Tercer Mundo,
nuestra meta era la unidad latinoamericana,
hasta la ecología nos interesaba. Eramos el
cambio, la revolución. Teníamos un discurso
sobre el Estado, otro sobre la dependencia,
la cuestión nacional y la cuestión social.
Teníamos claros referentes internacionales:
Gaulle.
Teníamos a Evita, a quien todavía
tenemos pero cada vez más en el modo de la
lejanía, porque, como los elegidos de los
dioses, murió muy joven y demasiado pura.
La quiebra de este sistema de certezas desalienta
a los militantes peronistas. No podría
ser de otro modo: es casi imposible sostener
una militancia sin certezas. Pero guste o no,
habrá que aprender a vivir así; somos militantes
de la incertidumbre, de la duda, del
tránsito. Porque ni siquiera sabemos si lo
que está en juego, aquello que estamos
abandonando, es el Orden del Justicialismo
decadente y reaccionario o nuestra identidad
como peronistas”, JPF, La creación de lo
posible, Legasa, Buenos Aires, 1986, pp.
260/261. Nos reuníamos casi diariamente
algunos que pensábamos lo mismo. Los que
ahora recuerdo son: Nicolás Casullo, Horacio
González, Alvaro Abós –que habría de
publicar durante esos días un texto bello e
inteligente: Adiós–, Elvio Vitale, Mempo
Giardinelli, Carlos Trillo, Jorge Luis Bernetti,
Alcira Argumedo. Emitimos un documento,
renunciando. Da bronca –una bronca
que uno sabe moderar porque sabe que el
objeto que la provoca vale poco– que libros
como el de Gambini traten con tanta ligereza
un proceso de tal complejidad. El peronismo
es más que Perón. Es más que la historieta
negra de los antiperonistas obstinados. Es
más que la pasión acrítica de tantos peronistas
también obstinados. Asombra que aún
hoy algunos alumnos –con cara de políticos
extraviados en las malas artes, en las trenzas
oscuras de la realpolitik–, a la salida de alguna
de mis clases, me digan: “Qué gorila se
me ha puesto, profesor”. Uno admite que la
verdad es plural, es múltiple, es una miríada
de sucesos que colisionan una y otra vez,
por decirlo con Nietzsche y con Foucault, lo
que no admite es la mediocridad, el juicio
rencoroso, el odio de clase, la obsesión turbia,
ese muro de acero que algunos levantan
en su conciencia y al que nada nuevo puede
entrar. Una duda, una sola duda los aniquilaría.
De acuerdo, que sigan felices. Pero
que no pretendan entender la complejidad
infinita, la vastedad inapresable de lo real.
De ahí en más busqué una independencia
que –por fortuna– pude mantener. Pero
quiero dejar algo muy claro: no me hice ni
jamás me haría antiperonista. De aquí que
para los campeones de los claros y los oscuros
sea siempre una cosa o la otra. No
importa.
Sigo con Gambini. La contratapa del libro
es deleitable. Figuran las laudatorias críticas
de los diarios. El cronista de
“Historia del peronismo reconstruye en su
tomo inicial una época que merecía ser reflejada,
como ocurre en este libro, con imparcialidad
y altura. Para ilustración de quienes
no la vivieron. O, más exactamente, no la
padecieron”. (¡Qué imparcialidad! ¡Qué altura!).
El de El Cronista habla del ahogo que
producía a quienes vivieron esos años el estar
“sumergidos en un régimen en el que se apelaba
de continuo a la grandeza nacional y a
la felicidad de todos los argentinos, pero en
un contexto viciado por la delación, la idolatría
y el pensamiento único”. Y el de La
Prensa (¿qué podía esperarse de él?): “Describe
con exactitud el costado más oscuro del
primer gobierno de Juan Perón (1946-
1952). La persecución, cárcel, tortura y exilio
de sus oponentes políticos y gremiales, la
suspensión de la libertad de expresión. La
cesantía de profesores universitarios y el apaleamiento
de estudiantes. Su segundo mérito
es el de poner en evidencia la naturaleza
militarista de aquel régimen”. El libro de
Gambini expresa otra modalidad que la de
sus laudatorios críticos. Los textos de La
Nación y
ha llamado recientemente Gorila 55. En
efecto, está el Gorila 55 y hay otro: el Gorila
84. Es el gorila radical, o, más precisamente,
el gorila alfonsinista. Algo que desmerece al
propio Alfonsín, que nunca fue un político
fervoroso en su antiperonismo. Tal vez por
ser un político. Tal vez eso haya posibilitado
que –en sus hazañas posteriores a sus méritos
de los dos primeros años de gestión– haya
protagonizado el turbio Pacto de Olivos con
Menem, la mancha venenosa. Pero el Gorila
84 anda por todas partes. El gorilismo ha
renacido en tiempos de Kirchner. Hay,
incluso, un nuevo odio que había decrecido
en épocas anteriores. Se odia el “setentismo”
de Kirchner. Su política de derechos humanos.
Aquí está lleno de socialistas o de trotskistas
o de socialistas o de ex alfonsinistas
que se desgarran las vestiduras por los treinta
mil desaparecidos pero odian a la generación
del setenta. Este país se empeña en ser difícil.
Si tanto odian a la generación del setenta,
acaso no debieran sufrir tanto por los desaparecidos.
De acuerdo, son ustedes buenas
personas, son humanitarios y están contra el
horroroso terrorismo de Estado. Pero, ¡qué
equivocada estaba esa generación! Y no se
engañen, eh. Fueron ellos los masacrados.
Los pibes de
Nacional Buenos Aires. Los que trabajaban
en las villas. Los que alfabetizaban. Y si no,
vayan al Parque de
nombres uno por uno. Miren las edades.
Producen escalofríos: dieciséis, veintidós,
veinticinco, diecinueve, catorce. Pero, ¡tan
equivocados! Y sobre todo: tan ingenuos.
Tan víctimas del “malentendido”.
EL MALENTENDIDO
El que hizo célebre esa expresión (malentendido)
fue el columnista de Alfonsín,
Pablo Giussani. El “malentendido”. Era
muy simple y, creo, algo cruel; si no burlona,
animada por el desdén: los jóvenes de
los setenta (¡tan virginales e inocentes como
los jóvenes obreros del ’45, los migrantes!)
se habían confundido con Perón. En gran
medida no habían escuchado la vieja sabiduría
gorila de sus padres. Ese coronel de
socialista no tiene nada. Ese coronel es un
fascista. Ustedes no entienden. Por el contrario,
mal-entienden. Creen entender que
el jefe que han elegido (por seguir un viejo
error de la clase obrera argentina que se
arrastra ya penosamente desde 1945, si no
antes) es un revolucionario. Y no. Nosotros,
que tenemos experiencia, lo sabemos. Nosotros,
que somos verdaderos marxistas, lo
sabemos todavía mejor. Los jóvenes, en
suma, desoían los consejos de sus padres y
los de los teóricos de la revista Contorno. O
de otros teóricos clasistas que la tenían clara
por conocer la ciencia de la revolución.
Importa marcar lo siguiente: observemos
que el malentendido en un aggiornamento
de la teoría de la manipulación del ’45. Así
como los migrantes (por inexperiencia)
habían seguido la demagogia de Perón en
lugar de elegir conducciones clasistas, los
jóvenes de los ’70 elegían a Perón también
por inexperiencia, por “no conocerlo”, por
no haber vivido bajo su gobierno, o
por no haber leído a los grandes
teóricos del marxismo. Así,
tan ingenuos, tan virginales
como los jóvenes
migrantes (aunque no
cabecitas negras,
sino militantes de
clase media, chicos
del secundario
o estudiantes
de las
universidades)
creían (malentendían)
que
Perón era un
líder revolucionario
cuando era un reaccionario,
un fascista, o, en el mejor de
los casos, un líder burgués.
No vamos a
entrar ahora en la
complejidad de
esta cuestión.
Pero –algo provocativamente–
digamos: la
izquierda peronista
se puso la máscara peronista. Perón se
puso la máscara socialista. Así, mintiéndose,
se entendieron. Luego, llegó el momento
de sacarse esas máscaras. Y el rostro que
apareció fue el de
En cambio, ustedes, los maduros,
los adultos, ustedes sí que entendieron
bien. Por eso resulta inaceptable
que gente como “esa”, ¡que tan
mal entendió la historia!, esté ahora
gobernando el país. ¡Todos Montoneros,
además! Mienten y saben que
mienten. Este no es un gobierno de
montoneros, aunque algunos que ahí estuvieron
estén ahora aquí. Este gobierno –que
durante estos días se ha ido– tuvo muchos
defectos y muchos aciertos. Pero lo que les
irrita no es que sea un “Gobierno Montonero”,
sino que les meta en cana a militares
asesinos, a curas torturadores, que León
Ferrari se ría de Bergoglio y de la gorila ’84,
Carrió. Con todo, durante estos días asume
Cristina F, y por ahí les arruina la fiesta:
termina con el peronismo y empieza algo
nuevo. ¿A quién van a odiar?
¿Todo esto para qué? Para decir que no
hay que tomar en serio a tanto pavo que
anda por ahí metiendo ruido. Aquí, en este
ensayo, nos vamos a ocupar de lo que del
peronismo dijo Milcíades Peña. Porque ese
tipo sabía pensar y porque lo que le reprochó
a Perón no fue que agredió a las instituciones
de
argentino, a la prensa libre y al campo que
es la natural fuente de riquezas de este país.
Le reprochó que no les dio armas a los obreros
en el ’55. Que él y otros las fueron a
buscar a los sindicatos (¡para defenderlo a
Perón, él, Milcíades, que tanto y tan duramente
lo había criticado!) y no las consiguieron.
Porque si Milcíades fue a pedir
armas en el ’55 fue porque no ignoraba que,
si Perón caía, no venían los “libertadores”,
los “republicanos”, los “democráticos”, sino
lo que vino: los que persiguieron a los obreros,
los que hambrearon a los pobres, los
que fusilaron a Valle, los que escamotearon
el cadáver de Evita (¿por qué le temían
tanto?), los que inauguraron las matanzas
clandestinas, la poética oscura de las zanjas,
ahí, en José León Suárez, veintiocho cadáveres,
los que prohibieron al peronismo, los
“democráticos” que hasta prohibieron pronunciar
el nombre de Perón, el de Evita, los
que sellaron nuestra entrada al Fondo
Monetario Internacional, la vieja oligarquía
de la mano de
ilustrada, de los intelectuales de izquierda
que se juntaron con los vivaban
“¡Cristo Vence!”
y no fueron
por los barrios, por las calles de tierra,
no indagaron en el alma de los pobres y no
supieron que para ellos ése fue un día de
miedo y de dolor, una derrota. Tampoco
para Milcíades ése fue un día de júbilo. Y
eso que ni una le perdonó a Perón. Pero el
día de la batalla –cuando
del 16 de junio, cuando los nacionalistas
católicos como Lonardi (que fue, de
todos modos, el único honesto), cuando los
Comandos Civiles de los niños bien, herederos
de
calle a descabezar al régimen, Milcíades se
puso del lado de ese Perón al que tanta
bronca le tuvo, al que tanto criticó, cuestionó,
al que tantas agachadas le echó en cara,
porque sabía que lo otro era peor, y porque
era un hombre de la izquierda revolucionaria,
un teórico que sabía, como siempre hay
que saber, dónde están los que más daño le
van a hacer al pueblo, y ponerse enfrente.
EL NUEVO SUJETO
POLÍTICO: “ALPARGATAS SÍ,
LIBROS NO”
Peña insiste en aclarar su interpretación
del bonapartismo. Se sabe: este concepto lo
utiliza Marx en su texto El 18 Brumario de
Luis Bonaparte. Básicamente expresa el
comportamiento de la pequeña burguesía
francesa en los laberintos del Coup d’Etat
por el que el descendiente del verdadero, del
gran Bonaparte, del opulento emperador
que se coronó a sí
mismo y llevó
bélicamente
por medio
mundo los
principios de
Francesa
hasta hundirse,
como
Hitler, en las
redes del Gene-
ral Invierno, gran aliado de los rusos, se adueñó
del poder en
Bonaparte –pese a sufrir la misma derrota que
sufriría Hitler en el invierno ruso– no era
Hitler. En medio de su megalomanía, de su
expansionismo rayano en el delirio, expresaba el
avance de la burguesía capitalista. Bastó su
derrota para que regresara lo peor, lo más rancio
de la monarquía,
sagaz de Metternich. No es ésa, con todo, nuestra
historia. ¿Qué uso, aquí estábamos, le da
Peña al concepto de bonapartismo y por qué lo
aplica al proyecto peronista? Afirma que el régimen
surgido del golpe de junio del ’43 era
bonapartista “porque no representaba a ninguna
clase, grupo de clase o imperialismo, pero extraía
su fuerza de los conflictos de las diversas clases
e imperialismos” (Ibid., p. 68). La cuestión
es así: la candidatura de Patrón Costas se elige
en
La vieja oligarquía, por medio del fraude, se
preparaba otra vez para gobernar. Nadie podría
frenarla. La burguesía industrial era muy débil.
El proletariado era muy joven y no tenía organización.
Los militares deciden intervenir y cubren
el papel histórico que debió desempeñar la burguesía.
Nadie, sin embargo, ve con claridad el cuadro
de situación. Los militares del GOU no son
obreristas. Celebran el aniversario del golpe uriburista
del 6 de septiembre. Sueñan con los Altos
Hornos, con la siderurgia. Los comunistas son
aliadófilos. La oligarquía es aliadófila. Los estudiantes
son aliadófilos y sólo ven a una pandilla
de nazis en el nuevo gobierno. No podían ver
otra cosa. ¿Qué estudiantado era ése? Era el estudiantado
de los patrones, que estudiaban para
ser los abogados, los arquitectos, los ingenieros
de los patrones. Los obreros no entraban a la
Universidad, que se manejaba con los valores de
libertad y democracia que los aliados defendían
en Europa. Atención ahora: siempre, de un
modo agobiante, irrecuperable ya, se ha señalado
el carácter barbárico del peronismo porque
los tempranos obreros que adhirieron a su causa
lanzaron la consigna Alpargatas sí, libros no. El
clasismo, el culturanismo de élite de nuestra oligarquía
y de nuestras clases medias (que se mueren
por el ascenso social, es decir, por ser oligarcas)
ve en esa consigna un desdén por la cultura.
Oigan, un obrero no entraba en
En
por consiguiente, no eran para los obreros. Eran
para los estudiantes, para los hijos de las clases
acomodadas. Los libros los agredían. Los libros
eran, para ellos, un lujo de clase, un lujo inalcanzable.
Los negaron. Los negaron porque
ellos, los libros, los negaban a ellos, porque estaban
en manos de los estudiantes que vivando a
la democracia y a la libertad y a los aliados los
despreciaban como a negros incultos. Entonces
dijeron: libros no. Por otra parte, ¿qué factor de
identificación tenía el pobre migrante que acababa
de llegar del campo, el cabecita que sólo recibía
el desdén de los cultos? Lo suyo era la alpargata.
Entonces dijeron: alpargatas sí. La consigna,
en suma, decía: nosotros sí, ustedes no. O más
exactamente: Nosotros, los que usamos alpargatas,
sí; ustedes, los que leen libros, no. Quedó entonces
eso que quedó: alpargatas sí, libros no. Era
un enfrentamiento de clase y hasta de color de
piel. Para colmo, para mayor irritación de los
estudiantes (que, en esto, tenían razón), los torpes,
filonazis militares del GOU, llenan las Universidades
de profesores católicos, de ultramontanos,
cultores trasnochados de esencias y de
categorías aristotélico-tomistas. Todo mal.
Nadie veía al sujeto que habría de protagonizar
la nueva historia. “En septiembre de 1943 (escribe
Peña), el Partido Comunista, que controlaba
al gremio de la carne, cortó sus últimas amarras
con la clase obrera, entregando al gobierno una
gran huelga de los frigoríficos para no perturbar
a las empresas anglo-americanas, aliadas de la
URSS” (Ibid., p. 70). Insiste Peña en la inocencia,
en la condición virginal de los migrantes.
Cae aquí en un lugar común de los análisis del
período: a los migrantes, a los obreros nuevos,
se los pinta tan inocentes que ciertas veces parecen
abiertamente idiotas. La finalidad es demostrar
que Perón se aprovechó de ellos. ¿Por qué
no se aprovecharon los dirigentes comunistas?
¿Por qué no vieron Codovilla, Rodolfo Ghioldi,
Américo Ghioldi o José Peter que ahí estaba la
materia prima de la revolución socialista? No se
lo pregunta Peña, aunque señala las falencias de
aquéllos. Se obstina, sin embargo, es afirmar
que “Perón hizo abortar”. Oigamos bien: hizo
abortar. “Canalizando por vía estatal las demandas
obreras, el ascenso combativo del proletariado
argentino, que se hubiera producido probablemente
al término de la guerra. Porque es evidente
que si Perón no hubiera concedido mejoras,
el proletariado hubiera luchado por conseguirlas
(...). El bonapartismo del gobierno militar preservó,
pues, al orden burgués, alejando a la clase
obrera de la lucha autónoma, privándola de
conciencia de clase, sumergiéndola en la ideología
del acatamiento a la propiedad privada capitalista”
(Ibid., p. 71. Cursivas nuestras). Años
más tarde, el ERP acusará a Cámpora (¡a Cámpora!)
de entregar a la clase obrera a la patronal
y al imperialismo e impedir su lucha por el
poder. El texto es de mayo de 1973 y es (en lo
que aquí atañe) el siguiente: “Si Ud. Presidente
Cámpora quiere verdaderamente la liberación
debería sumarse valientemente a la lucha popular:
en el terreno militar armar el brazo del pueblo,
favorecer el desarrollo del ejército popular
revolucionario que está naciendo a partir de la
guerrilla y alejarse de los López Aufranc, los
Carcagno y Cía., que lo están rodeando para
utilizarlo contra el pueblo; en el terreno sindical
debe enfrentar a los burócratas traidores que
tiene a su lado y favorecer decididamente el
desarrollo de la nueva dirección sindical clasista
y combativa que surgió en estos años de heroica
lucha antipatronal y antidictatorial, enfrentada a
la burocracia cegetista; en el terreno económico
realizar la reforma agraria, expropiar a la oligarquía
terrateniente y poner las estancias en
manos del Estado y de los trabajadores agrarios;
expropiar para el Estado toda gran industria,
tanto la de capital norteamericano como europeo
y también el gran capital argentino, colocando
las empresas bajo administración obreroestatal,
estatizar todos los bancos de capital privado,
tanto los de capital imperialista como de
la gran burguesía argentina” (Por qué el Ejército
Revolucionario del Pueblo no dejará de combatir).
Esto era un delirio en 1973. Cuando Perón
regresa lo hace dentro de un encuadre que la
militancia de izquierda se empeña en negar:
regresa condicionado. La condición es ordenar el
país. Lo que significaba terminar con la guerrilla.
(Que nadie se preocupe: veremos con tanta
exhausitividad esta etapa –1973-1976– que
nada quedará en eso que solía llamarse “el tintero”.)
En el ’45 la clase obrera sólo podía organizarse
creando sus propios líderes revolucionarios
o remitiéndose a los de los partidos que la representaban,
sobre todo el comunista. La creación
de líderes revolucionarios habría sido demasiado
lenta y la burguesía habría derrocado a Perón y
contraatacado triunfalmente. No lo hizo porque
los obreros respaldaron a Perón, que fue el
único que supo verlos como lo que eran: el
nuevo sujeto político. En cuanto a los líderes del
Partido Comunista, dependían todos de la
Unión Soviética, de Josef Stalin, a quien poco le
habría interesado una revolución en el Cono
Sur que perjudicara a su aliado norteamericano.
Es hablar en el aire. Es diseñar lo imposible. No
es ni siquiera “seamos realistas, pidamos lo
imposible”. Los migrantes habrían escuchado
con una mezcla de asombro e incredulidad la
poética consigna de los jóvenes franceses de la
burguesía estudiantil, protagonistas de una
revolución en la que nadie murió. (Nota: Ver el
cuento memorable del peruano Bryce Echenique,
“La más bella muerte del Mayo francés”. El
fue su testigo porque, en medio del caos de los
jóvenes iracundos y para escabullirse de tanto
barullo, se metió en un cine a ver Madigan, formidable
film policial dirigido por Don Siegel y
protagonizado por Richard Widmark, quien
muere de un modo inolvidable, a lo grande. Esa
es, para Alberto Bryce Echenique (1939, Lima),
la más bella muerte del Mayo francés. Ver:
César Aira, Diccionario de autores latinoamericanos,
Emecé-Ada Korn, Buenos Aires, 2001, p.
102.) La historia se desarrolla por medio de las
materialidades con que cuenta. Importa también
la constitución de las subjetividades. Los
migrantes, los negros, los cabecitas, habían
encontrado en Perón al único que sabía dirigirse
a ellos. Al único que los escuchaba. Que nadie
se pregunte si Perón era bueno o era malo, si era
generoso o si manipulaba a los migrantes. Yo no
dudaría de la generosidad pasional de Evita,
pero ella no era una estratega. Todo lo abordaba
pasionalmente. Perón no. Había escrito un libro
de estrategia y táctica militares. Se dijo: lo
nuevo aquí, la palanca con que moveré el
mundo, son estos obreros con nula o escasa
experiencia sindical. Eso se llama construcción de
poder. En una coyuntura histórica en que el
único que no está devorado por el “aliadofismo”
echa una mirada al país, una mirada virgen, sin
anteojeras, una mirada que busca al sujeto con
el que se pueda hacer avanzar la historia, gana.
Ganó Perón. Y no es tan cierto que le hizo un
favor a la burguesía, a las clases dominantes. Al
contrario, las llenó de odio. ¿O por qué el imperialismo
agredió tanto a Perón? Ya habían ganado
la guerra. ¿En qué podían perjudicarlos las
veleidades “fascistas” de Perón? ¿No veían en
cambio que ese “fascista” les estaba haciendo, en
que no les hacían las clases dominantes ni los
buenos comunistas aliadófilos? ¿Por qué no vio
el Departamento de Estado que Perón era el
único que podía frenar una revolución obrera
en
Perón, en cambio, se proponía desarrollar algo,
que si bien no era una revolución comunista,
era altamente irritativo para los intereses norteamericanos:
les estaba dando poder a esos malditos
negros que habían colmado Buenos Aires.
Peña lo confiesa: “En 1945 (escribe) llegó a su
más alto grado la campaña que desde tiempo
atrás llevaban contra el gobierno militar, y contra
Perón en particular, la burguesía argentina
toda, vastos sectores de la clase media y Estados
Unidos (...). La prensa norteamericana rebosaba
amenazas contra
argentina las reproducía con satisfacción. La
burguesía en pleno se sumaba a los Estados
Unidos, horrorizada por el obrerismo de Perón.
La oposición antiperonista más enérgica procedía
de la burguesía industrial, y ello por razones
fundamentales. La industria era el sector que
más intensamente necesitaba el capital norteamericano.
(...) Y sentía verdadero terror ante la
organización de las masas obreras, aunque fueran
dirigidas desde
75. Cursivas nuestras).
La industria que el peronismo habrá de desarrollar
–por medio de su sagaz ministro de Economía,
Miguel Miranda– habrá de ser la industria
liviana. Esta habrá de adherir al proyecto
peronista. Luego, durante mucho tiempo, se le
reprochará a este primer peronismo no haber
desarrollado la industria pesada. Pero el “coronel
sindicalista” necesita nuclear y organizar a sus
bases, a los jóvenes obreros. Necesitaba darles trabajo.
La industria pesada no requiere mucha
mano de obra. La liviana, sí. De modo que el
desarrollo de ésta fue el instrumento político para
dar inmediato trabajo a los migrantes. Y, con
ello, cobertura política. Había que captar a ese
contingente. No dejarlo a la deriva, “disponible”.
Los militares del GOU, los nacionalistas, los filonazis,
habrían desarrollado la siderurgia. Pero
habrían tenido algo inesperado: serios problemas
obreros. No habrían podido darles trabajo a los
migrantes. Habrían tenido que reprimirlos. Aquí
habría surgido acaso esa “revolución” que –se
dice– Perón controló. Vemos que de haber triunfado
los filonazis, de haberse impuesto al obrerismo
de Perón y crear altos hornos, siderurgia,
acero, hoy viviríamos en una Argentina socialista.
O, al menos, habría existido una experiencia
revolucionaria, un asalto al poder o huelgas salvajes,
incontrolables, en esa Argentina del ’45. En
fin, suena muy improbable este relato armado
entre altos hornos y obreros sin trabajo y revolucionarios.
Tan improbable que nunca fue. Por el
contrario, Perón dio desarrollo a la dinámica
industria liviana, creó miles y miles de puestos de
trabajo y ahí estuvieron los migrantes, con sindicatos,
abogados, delegados fabriles, aguinaldo,
viviendas dignas y vacaciones pagas. Así, cualquiera
se olvida de la revolución comunista.