lunes, 18 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 4 -.jOSÉ p Feinmann



Peronismo

José Pablo Feinmann

Filosofía política del

Peronismo

Página/12

PRIMERA

PARTE


Los libros sobre el peronismo


Quiero establecer otras características

de Milcíades como

escritor político. La distancia

entre sus textos –que son

fuertemente críticos con el

peronismo– y el gorilaje (después voy a fundamentar

el uso de esta palabra que irrita a

algunos) que creció a la sombra del triunfo

alfonsinista de 1983 y que se encarnó, en el

mejor de los casos, en Juan José Sebreli (si

éste fue “el mejor de los casos”, imaginen

los otros), quien publica con urgencia, para

salir antes de las elecciones de octubre, su

texto sobre los “deseos imaginarios” del

peronismo, que formó parte de la campaña

electoral del alfonsinismo tanto como La

república perdida, de Miguel Pérez con

guión de Luis Grégorich, o el film de Héctor

Olivera No habrá más pena ni olvido,

basado en la excepcional novela de Osvaldo

Soriano (el film de Olivera era bueno), es

decisiva. Milcíades analiza con rigor. Usa

una metodología. Se maneja entre su formación

trotskista y sus sólidos conocimientos

del clasismo marxista. De aquí que lo elijamos.

Está a una distancia gigantesca de los

livianos textos de tantos periodistas que

salieron a marcar antinomias irreductibles o

a expresar sin más el rancio gorilismo de los

sectores tradicionales del país. Félix Luna

tiene derecho a deteriorar el que pudo haber

sido un buen libro –excelentemente documentado–

sobre la época del primer peronismo

con sus opiniones de afiliado radical.

Es un historiador. Ha escrito, además, El

’45, un año decisivo, libro que, al ser publicado

en los setenta, moderó las rabietas de

comité que erosionan Perón y su tiempo. El

’45, en contrario, es una herramienta indispensable

para la intelección de ese “año

decisivo”. A ver si nos entendemos: el que

quiera ser antiperonista, que lo sea. Digo,

desde ya, que no es una actitud aconsejable

a la hora de estudiar tan compleja y dilatada

historia política, que es la de la Argentina de

los últimos sesenta años. (Nota: En la que

también se agitaron otros actores, nacionales

y extranjeros. El genocidio de 1976-1983

no es protagonizado por el peronismo, sino

por sus enemigos más tradicionales: la oligarquía

agroexportadora y el establishment

financiero, a los que el peronismo se aliará

en la década del 90. Y el alfonsinismo de la

primera etapa de la democracia abre ese

espacio en tanto propio. Sin embargo, el

peronismo está presente, como protagonista

también, en esas dos etapas, que veremos.)

Lo de Sebreli se conoce y, si bien supera a

los aventureros del periodismo “ensayístico”,

nadie toma ya en serio sus arrebatos

bravucones. Se ha dicho, y bien, que sus

libros o sus declaraciones altisonantes sirven

más para pelear que para pensar. Además,

sus opciones políticas son, si no desconcertantes,

a menudo risibles, aunque nunca llegan

a indignar, para desgracia suya, que lo

preferiría. El periodismo “ensayístico”

puede alcanzar –cuando se acota a la sumatoria

de fuentes, a la investigación: algo que

los periodistas argentinos cada vez hacen

mejor; con frecuencia mejor que los historiadores–

alturas apreciables como Marcelo

Larraquy en su López Rega, que, en su

momento, habremos de utilizar. Tomaré,

brevemente, como ejemplo del gorilismo

pavo los dos tomos que Hugo Gambini,

periodista de larga trayectoria, tan larga que

hasta formó parte de la Polémica en el bar de

Sofovich durante el menemismo, escribió

sobre el peronismo, editados por una editorial

que se inclina más bien por esos libros

que lo mejor que pueden decir del peronismo

es que ha sido una anomalía excrecente

en la traslúcida historia de nuestro contitucionalismo

liberal. Es como La Nación con

el gobierno de Kirchner: todo malo, nada

bueno. De algún modo, una patología. El

libro de Gambini no es malo. Sencillamente

no sirve. El hombre fue director de la Agencia

de Noticias Télam durante Alfonsín.

Que ésa fue época de gorilas, nadie osará

dudarlo. La academia era de El Club Socialista.

(¿Qué tenía de socialista el Club Socialista?)

La ideología residía en el “Discurso

de Parque Norte”, que escribieron Juan

Carlos Portantiero, Pablo Giussani y Juan

Carlos Torre: un manifiesto democrático

que hoy –a casi veinticinco años– resulta

tristemente patético. Las radios y los programas

de tele fueron entregados a gente del

Partido. Todos habían olvidado la palabra

“peronismo”. Sin más, decían “fascismo”.

Cierta vez fui a un programa de Enrique

Vázquez. Como tengo cierta facilidad de

palabra y suelo pensar dos o tres ideas con

algún rigor, Vázquez me dijo: “Vos no parecés

peronista”. Yo era peronista en esa etapa.

Igual que en los setenta. Estaba en la Renovación

Peronista. Queríamos “renovar” al

peronismo para llevarlo al encuentro con la

“democracia”. Era un modo de “acompañar

críticamente”, es decir, del mismo lado, del

de la democracia, al radicalismo, para obliterar

cualquier posibilidad de golpe militar,

algo que, en esa época, no dejaba de mencionarse

todos los malditos días. Ahora

bien, la Renovación Peronista la formaban

Carlos Grosso, el llamado “chupete” Manzano

(que se “chupeteó” todo en los noventa),

Carlos Menem y Antonio Cafiero.

Renuncié al peronismo (ojo, eh: al peronismo,

no sólo al Partido) al año siguiente. Me

fui. Escribí –en Humor, en mi recordable

columna de esos años– un texto que fue

muy leído: La creación de lo posible. Era una

despedida. (Nota: Un fragmento importante

del texto decía: “Lo reconozco: soy un intelectual.

Lo reconozco hoy –creo– porque

dejé de ser otras cosas. Un ‘infiltrado’, por

ejemplo. Dejé de serlo desde la realización

del Congreso de la Unidad Justicialista en

Santa Rosa de La Pampa. Porque, aunque

sea excesivo, tengo que decirlo una vez más:

ni yo, ni ninguno de los que sienten y piensan

al peronismo como yo, tenemos nada

que ver con esas personas. Pueden seguir sin

nosotros. Por otra parte, jamás han hecho

otra cosa. ¿Somos nosotros entonces los que

nos alejamos del peronismo? ¿O es acaso el

peronismo el que, desde hace ya muchos

años, ante nuestra impotencia y nuestra

desesperanza, se aleja de nosotros? Hoy, el

Sistema de certezas que significó para nosotros

el peronismo está quebrado. Eramos la

mayoría, ya no lo somos. Un líder de relevancia

mundial, un hombre amado por los

humildes, un mago de la política, estaba al

frente del movimiento. Ya no lo está: ha

muerto. Pertenecíamos al Tercer Mundo,

nuestra meta era la unidad latinoamericana,

hasta la ecología nos interesaba. Eramos el

cambio, la revolución. Teníamos un discurso

sobre el Estado, otro sobre la dependencia,

la cuestión nacional y la cuestión social.

Teníamos claros referentes internacionales:

la China de Mao, Vietnam, incluso De

Gaulle.


Teníamos a Evita, a quien todavía

tenemos pero cada vez más en el modo de la

lejanía, porque, como los elegidos de los

dioses, murió muy joven y demasiado pura.

La quiebra de este sistema de certezas desalienta

a los militantes peronistas. No podría

ser de otro modo: es casi imposible sostener

una militancia sin certezas. Pero guste o no,

habrá que aprender a vivir así; somos militantes

de la incertidumbre, de la duda, del

tránsito. Porque ni siquiera sabemos si lo

que está en juego, aquello que estamos

abandonando, es el Orden del Justicialismo

decadente y reaccionario o nuestra identidad

como peronistas”, JPF, La creación de lo

posible, Legasa, Buenos Aires, 1986, pp.

260/261. Nos reuníamos casi diariamente

algunos que pensábamos lo mismo. Los que

ahora recuerdo son: Nicolás Casullo, Horacio

González, Alvaro Abós –que habría de

publicar durante esos días un texto bello e

inteligente: Adiós–, Elvio Vitale, Mempo

Giardinelli, Carlos Trillo, Jorge Luis Bernetti,

Alcira Argumedo. Emitimos un documento,

renunciando. Da bronca –una bronca

que uno sabe moderar porque sabe que el

objeto que la provoca vale poco– que libros

como el de Gambini traten con tanta ligereza

un proceso de tal complejidad. El peronismo

es más que Perón. Es más que la historieta

negra de los antiperonistas obstinados. Es

más que la pasión acrítica de tantos peronistas

también obstinados. Asombra que aún

hoy algunos alumnos –con cara de políticos

extraviados en las malas artes, en las trenzas

oscuras de la realpolitik–, a la salida de alguna

de mis clases, me digan: “Qué gorila se

me ha puesto, profesor”. Uno admite que la

verdad es plural, es múltiple, es una miríada

de sucesos que colisionan una y otra vez,

por decirlo con Nietzsche y con Foucault, lo

que no admite es la mediocridad, el juicio

rencoroso, el odio de clase, la obsesión turbia,

ese muro de acero que algunos levantan

en su conciencia y al que nada nuevo puede

entrar. Una duda, una sola duda los aniquilaría.

De acuerdo, que sigan felices. Pero

que no pretendan entender la complejidad

infinita, la vastedad inapresable de lo real.

De ahí en más busqué una independencia

que –por fortuna– pude mantener. Pero

quiero dejar algo muy claro: no me hice ni

jamás me haría antiperonista. De aquí que

para los campeones de los claros y los oscuros

sea siempre una cosa o la otra. No

importa.

Sigo con Gambini. La contratapa del libro

es deleitable. Figuran las laudatorias críticas

de los diarios. El cronista de La Nación dice:

Historia del peronismo reconstruye en su

tomo inicial una época que merecía ser reflejada,

como ocurre en este libro, con imparcialidad

y altura. Para ilustración de quienes

no la vivieron. O, más exactamente, no la

padecieron”. (¡Qué imparcialidad! ¡Qué altura!).

El de El Cronista habla del ahogo que

producía a quienes vivieron esos años el estar

“sumergidos en un régimen en el que se apelaba

de continuo a la grandeza nacional y a

la felicidad de todos los argentinos, pero en

un contexto viciado por la delación, la idolatría

y el pensamiento único”. Y el de La

Prensa (¿qué podía esperarse de él?): “Describe

con exactitud el costado más oscuro del

primer gobierno de Juan Perón (1946-

1952). La persecución, cárcel, tortura y exilio

de sus oponentes políticos y gremiales, la

suspensión de la libertad de expresión. La

cesantía de profesores universitarios y el apaleamiento

de estudiantes. Su segundo mérito

es el de poner en evidencia la naturaleza

militarista de aquel régimen”. El libro de

Gambini expresa otra modalidad que la de

sus laudatorios críticos. Los textos de La

Nación y La Prensa pertenecen a algo que se

ha llamado recientemente Gorila 55. En

efecto, está el Gorila 55 y hay otro: el Gorila

84. Es el gorila radical, o, más precisamente,

el gorila alfonsinista. Algo que desmerece al

propio Alfonsín, que nunca fue un político

fervoroso en su antiperonismo. Tal vez por

ser un político. Tal vez eso haya posibilitado

que –en sus hazañas posteriores a sus méritos

de los dos primeros años de gestión– haya

protagonizado el turbio Pacto de Olivos con

Menem, la mancha venenosa. Pero el Gorila

84 anda por todas partes. El gorilismo ha

renacido en tiempos de Kirchner. Hay,

incluso, un nuevo odio que había decrecido

en épocas anteriores. Se odia el “setentismo”

de Kirchner. Su política de derechos humanos.

Aquí está lleno de socialistas o de trotskistas

o de socialistas o de ex alfonsinistas

que se desgarran las vestiduras por los treinta

mil desaparecidos pero odian a la generación

del setenta. Este país se empeña en ser difícil.

Si tanto odian a la generación del setenta,

acaso no debieran sufrir tanto por los desaparecidos.

De acuerdo, son ustedes buenas

personas, son humanitarios y están contra el

horroroso terrorismo de Estado. Pero, ¡qué

equivocada estaba esa generación! Y no se

engañen, eh. Fueron ellos los masacrados.

Los pibes de la Juventud Peronista. Los del

Nacional Buenos Aires. Los que trabajaban

en las villas. Los que alfabetizaban. Y si no,

vayan al Parque de la Memoria. Miren los

nombres uno por uno. Miren las edades.

Producen escalofríos: dieciséis, veintidós,

veinticinco, diecinueve, catorce. Pero, ¡tan

equivocados! Y sobre todo: tan ingenuos.

Tan víctimas del “malentendido”.

EL MALENTENDIDO

El que hizo célebre esa expresión (malentendido)

fue el columnista de Alfonsín,

Pablo Giussani. El “malentendido”. Era

muy simple y, creo, algo cruel; si no burlona,

animada por el desdén: los jóvenes de

los setenta (¡tan virginales e inocentes como

los jóvenes obreros del ’45, los migrantes!)

se habían confundido con Perón. En gran

medida no habían escuchado la vieja sabiduría

gorila de sus padres. Ese coronel de

socialista no tiene nada. Ese coronel es un

fascista. Ustedes no entienden. Por el contrario,

mal-entienden. Creen entender que

el jefe que han elegido (por seguir un viejo

error de la clase obrera argentina que se

arrastra ya penosamente desde 1945, si no

antes) es un revolucionario. Y no. Nosotros,

que tenemos experiencia, lo sabemos. Nosotros,

que somos verdaderos marxistas, lo

sabemos todavía mejor. Los jóvenes, en

suma, desoían los consejos de sus padres y

los de los teóricos de la revista Contorno. O

de otros teóricos clasistas que la tenían clara

por conocer la ciencia de la revolución.

Importa marcar lo siguiente: observemos

que el malentendido en un aggiornamento

de la teoría de la manipulación del ’45. Así

como los migrantes (por inexperiencia)

habían seguido la demagogia de Perón en

lugar de elegir conducciones clasistas, los

jóvenes de los ’70 elegían a Perón también

por inexperiencia, por “no conocerlo”, por

no haber vivido bajo su gobierno, o

por no haber leído a los grandes

teóricos del marxismo. Así,

tan ingenuos, tan virginales

como los jóvenes

migrantes (aunque no

cabecitas negras,

sino militantes de

clase media, chicos

del secundario

o estudiantes

de las

universidades)

creían (malentendían)

que

Perón era un

líder revolucionario

cuando era un reaccionario,

un fascista, o, en el mejor de

los casos, un líder burgués.

No vamos a

entrar ahora en la

complejidad de

esta cuestión.

Pero –algo provocativamente–

digamos: la

izquierda peronista

se puso la máscara peronista. Perón se

puso la máscara socialista. Así, mintiéndose,

se entendieron. Luego, llegó el momento

de sacarse esas máscaras. Y el rostro que

apareció fue el de la Muerte.

En cambio, ustedes, los maduros,

los adultos, ustedes sí que entendieron

bien. Por eso resulta inaceptable

que gente como “esa”, ¡que tan

mal entendió la historia!, esté ahora

gobernando el país. ¡Todos Montoneros,

además! Mienten y saben que

mienten. Este no es un gobierno de

montoneros, aunque algunos que ahí estuvieron

estén ahora aquí. Este gobierno –que

durante estos días se ha ido– tuvo muchos

defectos y muchos aciertos. Pero lo que les

irrita no es que sea un “Gobierno Montonero”,

sino que les meta en cana a militares

asesinos, a curas torturadores, que León

Ferrari se ría de Bergoglio y de la gorila ’84,

Carrió. Con todo, durante estos días asume

Cristina F, y por ahí les arruina la fiesta:

termina con el peronismo y empieza algo

nuevo. ¿A quién van a odiar?

¿Todo esto para qué? Para decir que no

hay que tomar en serio a tanto pavo que

anda por ahí metiendo ruido. Aquí, en este

ensayo, nos vamos a ocupar de lo que del

peronismo dijo Milcíades Peña. Porque ese

tipo sabía pensar y porque lo que le reprochó

a Perón no fue que agredió a las instituciones

de la República, al estilo de vida

argentino, a la prensa libre y al campo que

es la natural fuente de riquezas de este país.

Le reprochó que no les dio armas a los obreros

en el ’55. Que él y otros las fueron a

buscar a los sindicatos (¡para defenderlo a

Perón, él, Milcíades, que tanto y tan duramente

lo había criticado!) y no las consiguieron.

Porque si Milcíades fue a pedir

armas en el ’55 fue porque no ignoraba que,

si Perón caía, no venían los “libertadores”,

los “republicanos”, los “democráticos”, sino

lo que vino: los que persiguieron a los obreros,

los que hambrearon a los pobres, los

que fusilaron a Valle, los que escamotearon

el cadáver de Evita (¿por qué le temían

tanto?), los que inauguraron las matanzas

clandestinas, la poética oscura de las zanjas,

ahí, en José León Suárez, veintiocho cadáveres,

los que prohibieron al peronismo, los

“democráticos” que hasta prohibieron pronunciar

el nombre de Perón, el de Evita, los

que sellaron nuestra entrada al Fondo

Monetario Internacional, la vieja oligarquía

de la mano de la Iglesia y de la clase media

ilustrada, de los intelectuales de izquierda

que se juntaron con los vivaban

“¡Cristo Vence!”

y no fueron

por los barrios, por las calles de tierra,

no indagaron en el alma de los pobres y no

supieron que para ellos ése fue un día de

miedo y de dolor, una derrota. Tampoco

para Milcíades ése fue un día de júbilo. Y

eso que ni una le perdonó a Perón. Pero el

día de la batalla –cuando la Marina masacradora

del 16 de junio, cuando los nacionalistas

católicos como Lonardi (que fue, de

todos modos, el único honesto), cuando los

Comandos Civiles de los niños bien, herederos

de la Liga Patriótica– salieron a la

calle a descabezar al régimen, Milcíades se

puso del lado de ese Perón al que tanta

bronca le tuvo, al que tanto criticó, cuestionó,

al que tantas agachadas le echó en cara,

porque sabía que lo otro era peor, y porque

era un hombre de la izquierda revolucionaria,

un teórico que sabía, como siempre hay

que saber, dónde están los que más daño le

van a hacer al pueblo, y ponerse enfrente.

EL NUEVO SUJETO

POLÍTICO: “ALPARGATAS SÍ,

LIBROS NO”

Peña insiste en aclarar su interpretación

del bonapartismo. Se sabe: este concepto lo

utiliza Marx en su texto El 18 Brumario de

Luis Bonaparte. Básicamente expresa el

comportamiento de la pequeña burguesía

francesa en los laberintos del Coup d’Etat

por el que el descendiente del verdadero, del

gran Bonaparte, del opulento emperador

que se coronó a sí

mismo y llevó

bélicamente

por medio

mundo los

principios de

la Revolución

Francesa

hasta hundirse,

como

Hitler, en las

redes del Gene-

ral Invierno, gran aliado de los rusos, se adueñó

del poder en la París de 1851. Aclaremos que

Bonaparte –pese a sufrir la misma derrota que

sufriría Hitler en el invierno ruso– no era

Hitler. En medio de su megalomanía, de su

expansionismo rayano en el delirio, expresaba el

avance de la burguesía capitalista. Bastó su

derrota para que regresara lo peor, lo más rancio

de la monarquía, la Santa Alianza, de la mano

sagaz de Metternich. No es ésa, con todo, nuestra

historia. ¿Qué uso, aquí estábamos, le da

Peña al concepto de bonapartismo y por qué lo

aplica al proyecto peronista? Afirma que el régimen

surgido del golpe de junio del ’43 era

bonapartista “porque no representaba a ninguna

clase, grupo de clase o imperialismo, pero extraía

su fuerza de los conflictos de las diversas clases

e imperialismos” (Ibid., p. 68). La cuestión

es así: la candidatura de Patrón Costas se elige

en la Cámara de Comercio Argentino-Británica.

La vieja oligarquía, por medio del fraude, se

preparaba otra vez para gobernar. Nadie podría

frenarla. La burguesía industrial era muy débil.

El proletariado era muy joven y no tenía organización.

Los militares deciden intervenir y cubren

el papel histórico que debió desempeñar la burguesía.

Nadie, sin embargo, ve con claridad el cuadro

de situación. Los militares del GOU no son

obreristas. Celebran el aniversario del golpe uriburista

del 6 de septiembre. Sueñan con los Altos

Hornos, con la siderurgia. Los comunistas son

aliadófilos. La oligarquía es aliadófila. Los estudiantes

son aliadófilos y sólo ven a una pandilla

de nazis en el nuevo gobierno. No podían ver

otra cosa. ¿Qué estudiantado era ése? Era el estudiantado

de los patrones, que estudiaban para

ser los abogados, los arquitectos, los ingenieros

de los patrones. Los obreros no entraban a la

Universidad, que se manejaba con los valores de

libertad y democracia que los aliados defendían

en Europa. Atención ahora: siempre, de un

modo agobiante, irrecuperable ya, se ha señalado

el carácter barbárico del peronismo porque

los tempranos obreros que adhirieron a su causa

lanzaron la consigna Alpargatas sí, libros no. El

clasismo, el culturanismo de élite de nuestra oligarquía

y de nuestras clases medias (que se mueren

por el ascenso social, es decir, por ser oligarcas)

ve en esa consigna un desdén por la cultura.

Oigan, un obrero no entraba en la Universidad.

En la Universidad están los libros. Los libros,

por consiguiente, no eran para los obreros. Eran

para los estudiantes, para los hijos de las clases

acomodadas. Los libros los agredían. Los libros

eran, para ellos, un lujo de clase, un lujo inalcanzable.

Los negaron. Los negaron porque

ellos, los libros, los negaban a ellos, porque estaban

en manos de los estudiantes que vivando a

la democracia y a la libertad y a los aliados los

despreciaban como a negros incultos. Entonces

dijeron: libros no. Por otra parte, ¿qué factor de

identificación tenía el pobre migrante que acababa

de llegar del campo, el cabecita que sólo recibía

el desdén de los cultos? Lo suyo era la alpargata.

Entonces dijeron: alpargatas sí. La consigna,

en suma, decía: nosotros sí, ustedes no. O más

exactamente: Nosotros, los que usamos alpargatas,

sí; ustedes, los que leen libros, no. Quedó entonces

eso que quedó: alpargatas sí, libros no. Era

un enfrentamiento de clase y hasta de color de

piel. Para colmo, para mayor irritación de los

estudiantes (que, en esto, tenían razón), los torpes,

filonazis militares del GOU, llenan las Universidades

de profesores católicos, de ultramontanos,

cultores trasnochados de esencias y de

categorías aristotélico-tomistas. Todo mal.

Nadie veía al sujeto que habría de protagonizar

la nueva historia. “En septiembre de 1943 (escribe

Peña), el Partido Comunista, que controlaba

al gremio de la carne, cortó sus últimas amarras

con la clase obrera, entregando al gobierno una

gran huelga de los frigoríficos para no perturbar

a las empresas anglo-americanas, aliadas de la

URSS” (Ibid., p. 70). Insiste Peña en la inocencia,

en la condición virginal de los migrantes.

Cae aquí en un lugar común de los análisis del

período: a los migrantes, a los obreros nuevos,

se los pinta tan inocentes que ciertas veces parecen

abiertamente idiotas. La finalidad es demostrar

que Perón se aprovechó de ellos. ¿Por qué

no se aprovecharon los dirigentes comunistas?

¿Por qué no vieron Codovilla, Rodolfo Ghioldi,

Américo Ghioldi o José Peter que ahí estaba la

materia prima de la revolución socialista? No se

lo pregunta Peña, aunque señala las falencias de

aquéllos. Se obstina, sin embargo, es afirmar

que “Perón hizo abortar”. Oigamos bien: hizo

abortar. “Canalizando por vía estatal las demandas

obreras, el ascenso combativo del proletariado

argentino, que se hubiera producido probablemente

al término de la guerra. Porque es evidente

que si Perón no hubiera concedido mejoras,

el proletariado hubiera luchado por conseguirlas

(...). El bonapartismo del gobierno militar preservó,

pues, al orden burgués, alejando a la clase

obrera de la lucha autónoma, privándola de

conciencia de clase, sumergiéndola en la ideología

del acatamiento a la propiedad privada capitalista”

(Ibid., p. 71. Cursivas nuestras). Años

más tarde, el ERP acusará a Cámpora (¡a Cámpora!)

de entregar a la clase obrera a la patronal

y al imperialismo e impedir su lucha por el

poder. El texto es de mayo de 1973 y es (en lo

que aquí atañe) el siguiente: “Si Ud. Presidente

Cámpora quiere verdaderamente la liberación

debería sumarse valientemente a la lucha popular:

en el terreno militar armar el brazo del pueblo,

favorecer el desarrollo del ejército popular

revolucionario que está naciendo a partir de la

guerrilla y alejarse de los López Aufranc, los

Carcagno y Cía., que lo están rodeando para

utilizarlo contra el pueblo; en el terreno sindical

debe enfrentar a los burócratas traidores que

tiene a su lado y favorecer decididamente el

desarrollo de la nueva dirección sindical clasista

y combativa que surgió en estos años de heroica

lucha antipatronal y antidictatorial, enfrentada a

la burocracia cegetista; en el terreno económico

realizar la reforma agraria, expropiar a la oligarquía

terrateniente y poner las estancias en

manos del Estado y de los trabajadores agrarios;

expropiar para el Estado toda gran industria,

tanto la de capital norteamericano como europeo

y también el gran capital argentino, colocando

las empresas bajo administración obreroestatal,

estatizar todos los bancos de capital privado,

tanto los de capital imperialista como de

la gran burguesía argentina” (Por qué el Ejército

Revolucionario del Pueblo no dejará de combatir).

Esto era un delirio en 1973. Cuando Perón

regresa lo hace dentro de un encuadre que la

militancia de izquierda se empeña en negar:

regresa condicionado. La condición es ordenar el

país. Lo que significaba terminar con la guerrilla.

(Que nadie se preocupe: veremos con tanta

exhausitividad esta etapa –1973-1976– que

nada quedará en eso que solía llamarse “el tintero”.)

En el ’45 la clase obrera sólo podía organizarse

creando sus propios líderes revolucionarios

o remitiéndose a los de los partidos que la representaban,

sobre todo el comunista. La creación

de líderes revolucionarios habría sido demasiado

lenta y la burguesía habría derrocado a Perón y

contraatacado triunfalmente. No lo hizo porque

los obreros respaldaron a Perón, que fue el

único que supo verlos como lo que eran: el

nuevo sujeto político. En cuanto a los líderes del

Partido Comunista, dependían todos de la

Unión Soviética, de Josef Stalin, a quien poco le

habría interesado una revolución en el Cono

Sur que perjudicara a su aliado norteamericano.

Es hablar en el aire. Es diseñar lo imposible. No

es ni siquiera “seamos realistas, pidamos lo

imposible”. Los migrantes habrían escuchado

con una mezcla de asombro e incredulidad la

poética consigna de los jóvenes franceses de la

burguesía estudiantil, protagonistas de una

revolución en la que nadie murió. (Nota: Ver el

cuento memorable del peruano Bryce Echenique,

La más bella muerte del Mayo francés”. El

fue su testigo porque, en medio del caos de los

jóvenes iracundos y para escabullirse de tanto

barullo, se metió en un cine a ver Madigan, formidable

film policial dirigido por Don Siegel y

protagonizado por Richard Widmark, quien

muere de un modo inolvidable, a lo grande. Esa

es, para Alberto Bryce Echenique (1939, Lima),

la más bella muerte del Mayo francés. Ver:

César Aira, Diccionario de autores latinoamericanos,

Emecé-Ada Korn, Buenos Aires, 2001, p.

102.) La historia se desarrolla por medio de las

materialidades con que cuenta. Importa también

la constitución de las subjetividades. Los

migrantes, los negros, los cabecitas, habían

encontrado en Perón al único que sabía dirigirse

a ellos. Al único que los escuchaba. Que nadie

se pregunte si Perón era bueno o era malo, si era

generoso o si manipulaba a los migrantes. Yo no

dudaría de la generosidad pasional de Evita,

pero ella no era una estratega. Todo lo abordaba

pasionalmente. Perón no. Había escrito un libro

de estrategia y táctica militares. Se dijo: lo

nuevo aquí, la palanca con que moveré el

mundo, son estos obreros con nula o escasa

experiencia sindical. Eso se llama construcción de

poder. En una coyuntura histórica en que el

único que no está devorado por el “aliadofismo”

echa una mirada al país, una mirada virgen, sin

anteojeras, una mirada que busca al sujeto con

el que se pueda hacer avanzar la historia, gana.

Ganó Perón. Y no es tan cierto que le hizo un

favor a la burguesía, a las clases dominantes. Al

contrario, las llenó de odio. ¿O por qué el imperialismo

agredió tanto a Perón? Ya habían ganado

la guerra. ¿En qué podían perjudicarlos las

veleidades “fascistas” de Perón? ¿No veían en

cambio que ese “fascista” les estaba haciendo, en

la Argentina, el más grande de los favores, el

que no les hacían las clases dominantes ni los

buenos comunistas aliadófilos? ¿Por qué no vio

el Departamento de Estado que Perón era el

único que podía frenar una revolución obrera

en la Argentina? Porque tal cosa era un dislate.

Perón, en cambio, se proponía desarrollar algo,

que si bien no era una revolución comunista,

era altamente irritativo para los intereses norteamericanos:

les estaba dando poder a esos malditos

negros que habían colmado Buenos Aires.

Peña lo confiesa: “En 1945 (escribe) llegó a su

más alto grado la campaña que desde tiempo

atrás llevaban contra el gobierno militar, y contra

Perón en particular, la burguesía argentina

toda, vastos sectores de la clase media y Estados

Unidos (...). La prensa norteamericana rebosaba

amenazas contra la Argentina y la gran prensa

argentina las reproducía con satisfacción. La

burguesía en pleno se sumaba a los Estados

Unidos, horrorizada por el obrerismo de Perón.

La oposición antiperonista más enérgica procedía

de la burguesía industrial, y ello por razones

fundamentales. La industria era el sector que

más intensamente necesitaba el capital norteamericano.

(...) Y sentía verdadero terror ante la

organización de las masas obreras, aunque fueran

dirigidas desde la Casa de Gobierno” (Ibid., p.

75. Cursivas nuestras).

La industria que el peronismo habrá de desarrollar

–por medio de su sagaz ministro de Economía,

Miguel Miranda– habrá de ser la industria

liviana. Esta habrá de adherir al proyecto

peronista. Luego, durante mucho tiempo, se le

reprochará a este primer peronismo no haber

desarrollado la industria pesada. Pero el “coronel

sindicalista” necesita nuclear y organizar a sus

bases, a los jóvenes obreros. Necesitaba darles trabajo.

La industria pesada no requiere mucha

mano de obra. La liviana, sí. De modo que el

desarrollo de ésta fue el instrumento político para

dar inmediato trabajo a los migrantes. Y, con

ello, cobertura política. Había que captar a ese

contingente. No dejarlo a la deriva, “disponible”.

Los militares del GOU, los nacionalistas, los filonazis,

habrían desarrollado la siderurgia. Pero

habrían tenido algo inesperado: serios problemas

obreros. No habrían podido darles trabajo a los

migrantes. Habrían tenido que reprimirlos. Aquí

habría surgido acaso esa “revolución” que –se

dice– Perón controló. Vemos que de haber triunfado

los filonazis, de haberse impuesto al obrerismo

de Perón y crear altos hornos, siderurgia,

acero, hoy viviríamos en una Argentina socialista.

O, al menos, habría existido una experiencia

revolucionaria, un asalto al poder o huelgas salvajes,

incontrolables, en esa Argentina del ’45. En

fin, suena muy improbable este relato armado

entre altos hornos y obreros sin trabajo y revolucionarios.

Tan improbable que nunca fue. Por el

contrario, Perón dio desarrollo a la dinámica

industria liviana, creó miles y miles de puestos de

trabajo y ahí estuvieron los migrantes, con sindicatos,

abogados, delegados fabriles, aguinaldo,

viviendas dignas y vacaciones pagas. Así, cualquiera

se olvida de la revolución comunista.