lunes, 18 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 5.. José P. Feinmann





Peronismo

José Pablo Feinmann

Filosofía política del

Peronismo

Página/12

Cuestiones de método:

el umbral de la

conciencia política

Hay algo muy delicado en todo

esto. Requiere una rigurosa

atención.

El historiador marxista

(célebre, colmado de

prestigio) Eric Hobsbawm

escribió un libro sobre los que llama rebeldes

primitivos. Tiene algunos años y alguna vez, en

otra parte, me ocupé de él. Pero se reedita

como si sus verdades fueran eternas. Y, en verdad,

no critico que se reedite. Sus verdades

son dignas de ser siempre discutidas y analizadas,

sean o no “eternas”.

Hobsbawm habla de

los movimientos primitivos y encuentra en

ellos una fase prehistórica de agitación social.

Serían nuestros migrantes.

Preguntemos: ¿por

qué son primitivos? Porque no han traspasado

“el umbral de la conciencia política”. ¿Cuál es

ese umbral? ¿Qué elementos lo constituyen?

Tienen que ser tramados por relaciones de

producción capitalistas. O sea, un movimiento

deja de ser “primitivo” cuando el capitalismo

se hace cargo de él. Toda rebelión social será

ahora superior. El esquema sigue al de Marx.

Lo moderno es la occidentalización. “En

suma: los movimientos primitivos sólo pueden

trasponer el umbral de la conciencia política

en la medida en que sean penetrados por las

fuerzas y relaciones de producción capitalistas

y sus ideologías de avanzada” (J.P. F., Estudios

sobre el peronismo, Legasa, 1983, Buenos Aires,

p. 27). Lo que Hobsbawm llama “ideologías

de avanzada” son, sin más, el socialismo. En

Europa, el socialismo (el marxismo) es una

“ideología de avanzada” del capitalismo pues

éste lo produce. No habría marxismo o socialismo

sin un desarrollo frondoso y suficiente

del capitalismo que sea capaz de generarlo. La

frase se presta a cierta confusión. Pero en esa

“confusión” radica su más honda transparencia.

El socialismo no es una “ideología de

avanzada” del capitalismo. Es la ideología que

viene a superarlo, a dejarlo atrás en ese movimiento

dialéctico que Marx toma de Hegel y

que es el Aufhebung: lo que supera conservando.

El socialismo es una “ideología de avanzada”

del capitalismo pero ese “avance” significa que

por él es que lo supera, lo reemplaza revolucionariamente.

De aquí se deduce que una sociedad

que no haya desarrollado acabada, completa y

totalmente su proceso capitalista no habrá de

generar la ideología que, surgiendo de él, sea

capaz de superarlo. He aquí la diferencia entre

los movimientos políticos y los prepolíticos.

Como los jóvenes migrantes del cuarenta

recién llegaban del interior a formar parte de

un capitalismo en cierne que los recibía para

desarrollarse resulta claro que Hobsbawm y los

rigurosos marxistas que habrán de manejarse

con estos conceptos que Marx sistematiza

tanto en el Manifiesto como en El Capital (no

hay corte entre ambos libros dado que Marx

cita textos del Manifiesto en El Capital dándolos

como verdaderos y sin arrepentirse de ellos,

motivo para el cual no tenía motivos) no podían

sino ver en los “trabajadores nuevos” a protagonistas

de un movimiento prepolítico, un

mero pasaje del ámbito rural al ámbito urbano,

que es la característica esencial de los

movimientos populistas, que se distinguen por

ser movimientos de transclase, tal como lo

sería este peronismo de los inicios: de lo rural

a lo urbano. De peones a proletarios. No poseedores

aún de las ideologías de avanzada del

proletariado moderno, estos migrantes primitivos

no podían sino caer en manos del caudillo

populista que los esperaba en la ciudad,

con sus mejoras y sus sindicatos. He aquí

–resumida y creo que bien resumida– la esencia

de todas las posturas marxistas sobre el

populismo peronista, que acabarán haciendo

de éste una enajenación de la conciencia obrera

por su inevitable carencia de conciencia de

clase o por los resabios de patronazgo que,

arrastrados del ámbito rural al urbano, los llevarían

a entregarse a un líder en lugar de desarrollar

una política autónoma. En suma, ideológica

y políticamente es poco lo que cambia:

se reemplaza al patrón rural por el líder urbano.

No es que yo critique este esquema.

Tiene puntos de verdad. Sobre todo aquel que

nos permitirá explicitar la pasividad con que el

Estado de Bienestar peronista constituye a su

sujeto social. Esto lo veremos al ver los ’70. El

proletariado peronista ofrecía “la vida por

Perón” pero no le fue necesario arriesgar la vida

ni por una sola de las cosas que el Estado peronista

le dio. El 1º de Mayo –fecha rigurosamente

celebrada por el peronismo– se transformó en

una fiesta. No en una jornada de lucha. No

había nada por qué luchar bajo Perón o con

Perón. Perón cumplía. La clase obrera recibía

los frutos de su palabra verdadera.

O sea, en la medida en que se desarrollan las

fuerzas de producción capitalistas crece la

posibilidad del surgimiento y desarrollo de la

conciencia política. Hobsbawm establece una

linealidad histórica, muy de cuño marxista,

una teleología, un necesario decurso histórico

(algo que los posestructuralistas del estilo de

Michel Foucault o, antes de él, Heidegger y

luego los posmodernos se encargarán de aniquilar

prolija y placenteramente). El decurso

histórico que plantea Hobsbawm es el que

sigue: Desarrollo de las fuerzas productivas =

desarrollo del capitalismo = desarrollo del imperialismo

= surgimiento y desarrollo de la conciencia

política del proletariado. Esta conciencia

política se estructura del siguiente modo.

ORGANIZACIÓN SINDICAL

Y COOPERATIVA

CLASE OBRERA INDUSTRIAL

ORGANIZACIÓN POLÍTICA

PARTIDO DE MASAS .......................... Programa

Ideología

Esta es la estructura básica de una clase obrera

autónoma.

No lo fue la peronista porque su

Organización sindical y cooperativa fue organizada

desde el Estado

.

También su organización

política al reemplazar al Partido Laborista

por el Partido Peronista.

Su Programa y su

Ideología, al ser una clase obrera heterónoma,

constituida desde arriba, en exterioridad, no

son los suyos. Son los de la estructura bonapartista

que tiende a la conciliación de clases

bajo la tutela del Estado.

Esto habría sido el

peronismo. Notemos que el análisis es similar

al que Marx hace con relación a las colonias.

Es la racionalidad europea (encarnada por el

desarrollo del capitalismo) la que permite,

penetrándolos, que los movimientos pre-políticos

traspasen el umbral de la conciencia política.

El problema de este esquema es que hace,

legalizándolo, del capitalismo una fuerza histórica

de “civilización” que, al penetrar a la “barbarie”,

hará surgir al moderno proletariado

que se liberará a sí mismo y, consigo, a las

otras clases. Con estos esquemas se han seguido

manejando los marxismos argentinos. Si no

los revisáramos, si no los cuestionáramos,

nuestra tarea no iría en busca del punto más

hondo de la cuestión.

Me permitiré insistir en un punto teóricamente

central: ¿estaban los migrantes del ’43

capacitados para transformarse en el proletariado

revolucionario que diseña Hobsbawm

como fruto maduro del desarrollo capitalista?

Hobsbawm habla del proletariado británico.

Ahí, el capitalismo llevaba siglos de desarrollo.

Ahí podía surgir un Marx y escribir –a pedido

de la Liga de los Comunistas, en 1848– un

Manifiesto comunista.

Pero los migrantes

recién llegaban a la urbe desde el interior rural.

Recién salían del mundo feudal y llegaban al

ámbito urbano. El que los recibió, el que les

habló, el que los respaldó, el que les dio apoyo

político fue Perón. Es verdad, los obreros no

lucharon por sus conquistas. Se las dio Perón

y por eso lo ungieron su líder.

Pero todos los

otros sujetos de ese país del ’43/’45 –y si hacemos,

creo que lo hemos hecho, un corte sincrónico

de esa estructura, se ve más que claramente–

estaban incapacitados para inteligir,

para comprender a los migrantes. Para darles

cobertura política. Se los ganó Perón.

Que el

“pueblo peronista” haya conquistado su identidad

como un pueblo más acostumbrado a

recibir sus conquistas del Estado benefactor

que a luchar por ellas en contra de un Estado

patronal burgués es indubitablemente cierto.

Y

tendrá enorme importancia siempre. Pero el

coronel sindicalista no le arruinó la fiesta a

nadie. No derrotó a ningún nucleamiento

revolucionario, no le restó bases sociales a ningún

encuadramiento clasista que tuviera una

ideología de reemplazo al capitalismo agrario y

ganadero de la oligarquía.

¿O la tenían Codovilla,

Ghioldi o José Peter? No, esperaban

órdenes de Stalin. Y Stalin se habría cortado

un brazo antes de hacerle a Estados Unidos

–su aliado– una revolución comunista en la

Argentina. Así, los migrantes sólo lo tuvieron a

Perón. De esta forma nació la clase obrera

peronista. Con ese nacimiento nacieron –también–

sus alcances y sus límites. Que la

izquierda peronista ignoró en la década del

setenta al creer que había ido más allá de ellos.

Esos límites habían permanecido. El pueblo

peronista buscó siempre el amparo del Estado,

la conducción de su líder y –tal como Perón se

lo señaló aun en medio de las coyunturas más

terribles– sus espacios de identidad y pertenencia

fueron siempre el trabajo y la casa. La consigna

–dirá Perón en las jornadas más terribles

del ’55– es la de siempre: “De casa al trabajo y

del trabajo a casa”. También el 21 de junio de

1973, al día siguiente de la tragedia de Ezeiza,

habrá de exigir (dirigiéndose muy claramente

a la izquierda peronista): “Es preciso volver a

lo que en su hora fue el apotegma de nuestra

creación: ‘De casa al trabajo y del trabajo a

casa’. Sólo el trabajo podrá redimirnos de los

desatinos pasados” (Roberto Baschetti, compilador,

Documentos 1973-1976, De Cámpora a

la ruptura, volumen 1, Ediciones de la Campana,

La Plata, 1996). Es difícil no verlo. En

la historia mundial de la clase obrera esa consigna

(que pide a los obreros que solamente

vayan al trabajo y luego a sus casas) no permanecerá

entre las más revolucionarias. “Todo el

poder a los Soviets”, sin ir más lejos, la supera.

Pero –más allá de las ironías– la consigna de

Perón era la del pueblo peronista, al que Perón

conocía muy bien. “De casa al trabajo y del

trabajo a casa” expresaba lo que Perón había

conseguido para el pueblo y lo que habría de

garantizarle siempre: un trabajo digno y una

vivienda digna. Hoy, por ejemplo, ése es un

ideal imposible. Hoy es impensable la clase

obrera peronista porque es impensable el Estado

de Bienestar. Un Estado que –entre 1946 y

1955– aumentó la participación de los obreros

en el Producto Bruto Nacional un 33%. Para

hacerlo hoy habría que hacer una revolución

completa, absoluta, sangrienta. Porque desde

la caída de Perón las clases hegemónicas lucharon

por disminuir esa participación escandalosa

de la clase obrera en las ganancias del país.

Finalmente, para conseguirlo, tuvieron que

matar treinta mil personas e instaurar el Estado

neoliberal de Martínez de Hoz que Menem

y Cavallo llevaron a su más perfecta expresión.

Esta historia, como vemos, es complicada.

Expresar esta complicación es exactamente

nuestro propósito. La experiencia del primer

peronismo pueda acaso parecerse a la del varguismo,

pero aun así es distinta. De lo que

difiere por completo es de los procesos de

adaptación del proletariado europeo a la economía

capitalista. Pretender estudiarla según

esos parámetros es condenarse al error. O a la

diatriba. O a interpretaciones que hacen de un

Perón un demagogo o un hábil manipulador y

de los obreros un material virgen, fácilmente

manejable por ese astuto “coronel sindicalista”

que captó a los obreros para la “causa de la

burguesía”. Ni hablemos de la torpeza teórica

que implica tomar al marxismo como la ratio

occidental que, en la medida en que penetra a

los movimientos pre-políticos, los eleva hacia

la luz de las verdades del proletariado auténtico.

¿Qué razón es la razón occidental? Es la

que condenaron Nietzsche, Freud, Adorno,

Horkheimer y Heidegger. Marx creyó que ella

llevaría a los obreros a la liberación de los

hombres y los llevó hacia nuevas formas de

sometimiento. Los socialismos del siglo XX

hirieron de muerte esta idea generosa de la historia,

pero ella llevaba el germen de la destruc-

ción al haberse incluido en el desarrollo de la

racionalidad burguesa poniéndola cabeza

abajo. Lenin vio que el desarrollo del capitalismo

no encaminaba al surgimiento del “proletariado

enterrador de la burguesía” sino al

proletariado de las trade-unions, de los sindicatos

que, en tanto parte del sistema capitalista,

sólo deseaban no cambiarlo, sino negociar

dentro de éste sus mejoras. Haber “importado”

a la Argentina la teleología del Manifiesto

llevó a malentender el siglo XIX y a ver en el

peronismo un movimiento anti-obrero.

OBRERISMO Y CONCIENCIA

ANTIPATRONAL

El peronismo no fue anti-obrero. Fue obrerista.

No le dio a la clase obrera una conciencia

de clase pero sin duda le dio una conciencia

antipatronal. “Mañana es San Perón/ Que trabaje

el patrón”, se gritaba a voz en cuello en la

Plaza de Mayo. (Nota: Es notable el carácter

antipatronal del decálogo que se les entregó a

los peones de campo para las elecciones de

febrero del ’46: “No concurra a ninguna fiesta

que inviten los patrones el día 23 (...) Si el

patrón de la estancia (como han prometido

algunos) cierra la tranquera con candado,

¡rompa el candado o la tranquera o corte el

alambrado y pase a cumplir con la Patria! Si el

patrón lo lleva a votar, acepte y luego haga su

voluntad en el cuarto oscuro. Si no hay automóviles

ni camiones, concurra a votar a pie, a

caballo o en cualquier otra forma. Pero no

ceda ante nada. Desconfíe de todo: toda seguridad

será poca”. Aquí, en este señalamiento al

poder embaucador de los patrones (“¡desconfíe

de todo!”) está lo irritativo de este primer

peronismo. Todo tenía que enfrentarse a

semejante actitud. Los Estados Unidos, la oligarquía,

la burguesía industrial, los estudiantes

cajetillas y el ilustrado grupo Sur, con la inefable

Victoria, con Georgie y con Bioy, atónitos

ante este coronel nazifascista que venía a soliviantarles

a los negros. “Amalia, los negros

están ensoberbecidos”. Largo es el brazo de esa

frase de Mármol. Comprendo a los que se

opusieron al primer Perón porque el personaje

surgía con un ropaje terrorífico para los que

andaban con su corazón y su bandera aliadófila

y sus amores por la Francia humillada y las

glorias guerreras de Gran Bretaña, la dignidad

de su Reina y los rugidos de su magnífico león

de la batalla, de la sangre, del sudor y de las

lágrimas, el espléndido Churchill. Pero, al

margen de sus anteojeras aliadófilas, odiaron a

Perón porque odiaban desde los orígenes de la

nación a la clase social a la que Perón entregaba

poder, desdén, insolencia, irrespetuosidad,

altanería ante sus amos: a los negros, la chusma,

a los que habían nacido para servir y obedecer.

¿Qué era eso de sublevarlos contra sus

naturales patrones?) Y los industriales asistían

atónitos a los nuevos hechos que ocurrían, a

las desobediencias, a las altanerías, a las bravuconadas

de los obreros. Un obrero llevaba una

carretilla y le faltaban diez metros para depositar

su carga en el lugar de destino. Sonaba la

sirena del descanso, del almuerzo o del regreso

a casa y el obrero dejaba la carretilla en el

punto exacto en que se hallaba. “¡Es el

colmo!”, exclamaban furiosos los patrones.

“Ni siquiera son capaces de recorrer diez

metros más y terminar su tarea. Hacen su trabajo

como si nos lo regalaran.” Este era el

famoso “odio de clases” que Perón había

inculcado. Cuando la señora María Esther

Vázquez dice que Perón desarrolló una tarea

“demagógica” que llevó al país a “décadas de

odio” articula correctamente la visión de la

oligarquía. Perón les soliviantó a la negrada.

Evita les sublevó a las sirvientas. Y la tarea era

“demagógica” porque se aprovechaba de los

ignorantes obreros en beneficio de los inconfesables

intereses del coronel fascista. Interpretación

que en muy poco difiere de la que ha

dado la “izquierda” con algo más de sofisticación.

Esa conciencia antipatronal fue el más alto

punto de conflicto que el peronismo estableció

con la oligarquía. Nunca pretendió reemplazarla

como clase, expropiarla. No habría

podido, pero tampoco se lo propuso. Una

cosa, sin embargo, condicionó la otra. ¿Con

qué iba Perón a expropiar a los Bemberg?

(Crítica que la izquierda alegremente le hará

durante años.) No los expropió, pero los obligó

a lidiar con una clase trabajadora insolente,

insumisa y delatora. El tema de la delación es

constante entre los “demócratas” que critican

al peronismo. Claro que había “delación”.

Puede estudiarse el fenómeno en la Amalia de

José Mármol. (Libro, por otra parte, indispensable

para entender al peronismo y al país en

que vivimos.) El joven romántico Daniel

Bello le susurra a Amalia: “Oye, Amalia (...)

en el estado en que se encuentra nuestro pueblo,

de una orden, de un grito, de un momento

de malhumor, se hace de un criado un enemigo

poderoso y mortal. Se les ha abierto la

puerta a las delaciones, y bajo la sola autoridad

de un miserable, la fortuna y la vida de una

familia reciben el anatema de la Mazorca (...)

los negros están ensoberbecidos” (José Mármol,

Amalia, Centro Editor de América Latina,

Buenos Aires, 1967, tomo I, p. 29). Más

adelante, María Josefa Ezcurra, dibujada por

Mármol como un insecto enorme y maloliente,

dirá: “Ahora somos todos iguales. Ya se

acabó el tiempo de los salvajes unitarios, en

que el pobre tenía que andar dando títulos al

que tenía un frac o un sombrero nuevo, porque

todos somos federales (...). Y ser todos

iguales, los pobres como los ricos, eso es Federación,

¿no es verdad?” (Ibid., p. 312). Luego,

al describir a un federal, descubrirá en su rostro

(o en su “fisonomía”): “El repugnante sello

de la insolencia plebeya” (Ibid., p. 348). Este

odio racial y de clase volveremos a encontrarlo

en La fiesta del monstruo de Borges y Bioy, una

reescritura de El matadero. Retornemos a la

delación. Se acrecentó en las postrimerías del

gobierno de Perón con los desdichados “jefes

de manzana”, medida torpe, sin duda fascista,

que ponía al barrio en manos de un capataz

arbitrario. Penoso. Pero hubo un miedo muy

anterior a ése. En mi casa, que estaba en Belgrano

R, en Echeverría y Estomba, en diagonal

a la iglesia San Patricio, y que fue, para mí,

niño de los “años privilegiados”, el hogar más

cálido que jamás haya tenido, había una joven

de nombre Rosario. Rosario era lo que se llamaba

“la sirvienta”. Era muy buena. Era la

cocinera. Otra señora se encargaba de la limpieza.

Mi vieja, que recuerde, limitaba su

laboriosidad a indicarles sus tareas. Mi viejo

era médico pero había largado la medicina

(jamás sabré bien por qué) y ahora tenía una

fábrica de metales, mediana, nada del otro

mundo, pero próspera. Bien, voy a esto: el 26

de julio de 1952 se muere Evita. Rosario estaba

en la cocina. Dan la noticia por la radio.

Rosario se pone a llorar. Yo estaba jugando a

no sé qué juego de la época en el comedor.

Creo que armaba un Mecano o asaltaba un

fuerte con unos soldaditos. Mi madre andaba

por ahí. De pronto, no sé por qué alternativa

del juego, yo me largo a reír. Y se oye la voz de

Rosario: “Que no se ría. ¡Que no le falte el

respeto a la señora!”. Mi madre me pegó un

mamporro durísimo y, en voz baja pero imperativa,

dijo: “¡Callate!”. Salió corriendo para la

cocina. Me acerqué, paré la oreja y escuché el

diálogo. Rosario lloraba y a la vez decía: “Su

hijo se está riendo, señora. Evita se murió y él

se ríe. Se está burlando”. Mi madre, con

miedo, trataba de calmarla: “Es un chico,

Rosario. Está con sus juguetes. No sabe lo que

pasa”. La “patrona” tenía que darle explicaciones

a la “sirvienta”. Eso era nuevo en el país.

El miedo de las clases poseedoras se acentuó

con los jefes de manzana. (El de mi barrio

resultó un buen tipo que nos ayudaba a

remontar barriletes y hasta se prendió en un

partido de fútbol en el potrero de la vieja iglesia,

porque aún no habían construido la

nueva. Que es, sí, la iglesia en que mataron a

los curas palotinos. Ni el barrio de tu infancia

te dejaron sin sangre los militares de Videla,

impecables servidores de la oligarquía y de los

grupos financieros que tiraron a Perón. Ya

veremos mejor todo esto.) Pero había rituales

que cumplir. En la fábrica del viejo (yo, a

veces, iba de excursión, a curiosear un poco)

recuerdo las fotos de Perón y de Evita. Y mi

viejo no era peronista. Pero esas fotos eran

obligatorias. Y algo inolvidable. Esto sí fue el

miedo. Era el 31 de agosto de 1955. Con tres

amiguitos jugábamos al Estanciero en la mesa

del comedor. Un poco más allá, sentados en

los sillones, mis padres y mi hermano mayor

escuchaban el discurso de Perón. Fue ése en

que dijo que un peronista podía matar a otro

que no fuera peronista ahí donde lo encontrara.

Y que por cada uno de los nuestros que

caiga caerán cinco de ellos. Terminó el discurso

y mi padre nos reunió a todos alrededor de

la mesa. Yo no entendía mucho, pero entendía

que algo grave había sucedido porque papá

estaba muy serio, preocupado. Por fin dijo

una frase que nunca olvidé: “Escuchen bien: a

partir de hoy somos todos peronistas”. Desde

ese día todos tuvimos miedo. Pero no sólo por

lo que Perón había dicho. Por los otros, por

sus enemigos también. Habían bombardeado

la Plaza de Mayo. Ese día, papá tardó mucho

en volver. Siempre que regresaba del centro

tomaba el 76 en Chacarita y llegaba, por avenida

Forest, hasta Echeverría. Ahí se bajaba y

caminaba una cuadra hasta casa. El 16 de

junio de 1955 me senté en el cordón de la

vereda de Avda. Forest y Echeverría y lo esperé

durante horas. Tenía doce años. Y ya no era

un niño de esa “patria de la felicidad” que

pinta Daniel Santoro.

EL TECNICOLOR DE LOS

DÍAS GLORIOSOS

Sigamos con Peña. Sostiene la tesis de la

revolución que Perón hizo abortar desde la

Secretaría de Trabajo y que, fatalmente, se

habría producido si el joven proletariado

hubiera tenido que luchar por ellas, arrancárselas

al Estado burgués, en lugar de recibirlas

de éste como una dádiva, como un beneficio

de un Estado al que nosotros (no Peña) llamamos

“benefactor” para unirlo a la

imagen keynesiana, dado que sostenemos

que Perón fue un militar

keynesiano y que ese keynesianismo

hizo lo mejor que

se podía hacer en ese

momento por los

obreros pero los

modeló con una

–digamos– materia

prima que les

habría de quitar

combatividad.

Lo veremos

en las Charlas

de Mordisquito

de

Discépolo.

Con su frescura,

su talento, el

poeta le dirá a su

adversario Mordisquito,

en

quien había

dibujado al

perfecto contrera

de la época,

que el peronismo

estaba ganado una

III

guerra y la ganaba para él, porque también él, el

contrera, ganaba esa guerra: “Y la estás ganando

mientras vas al cine, comés cuatro veces al día y

sentís el ruido alegre y rendidor que hace el

metabolismo de todos los tuyos. Porque es la primera

vez que la guerra la hacen cincuenta personas

mientras dieciséis millones duermen tranquilos porque

tienen trabajo y encuentran respeto” (Las cursivas

me pertenecen). Y más adelante estampa una

frase fenomenal, en la que resume lo que muchos

sentían, lo que era cierto para la mayoría de los

humildes: “Estamos viviendo el tecnicolor de los

días gloriosos”. Si se quiere captar la esencia más

honda de este texto no hay que pronunciar técnicolor.

Menos todavía (como todos saben hoy)

technicolor. No: Discépolo decía “tecnicolor”.

Así se decía en esos años. Nadie “traducía” nada.

Las palabras exóticas se pronunciaban como las

decía el pueblo. “Firestone”. “Colgate”. ¡Coca

Cola y no Coke! No había Citiphone Banking

por ejemplo. ¿Qué era eso? La Farmacia era la

Farmacia y hasta la Botica. Pero no Pharmacity.

No Open 24 hs. En fin, esto ya se sabe. Discépolo

y el peronismo de los cincuenta no estaban

globalizados. Pero los textos del vate de la tristeza

de los ’30 tornado optimista irredento en los ’50

(en una radio en que nadie podía contestarle,

algo que Discépolo debió medir) son trágicos:

expresan la pasividad del pueblo peronista. La

“guerra” la hacen cincuenta personas: el Gobierno,

desde luego. Y, en tanto esas cincuenta personas

hacen la guerra, dieciséis millones duermen

tranquilos. Pocas veces se expresó más clara y

drásticamente la diferenciación entre un Gobierno

y un pueblo que en algún momento acaso

debiera defenderlo, ya que tan suyo era. El pueblo

“duerme tranquilo” porque “tiene trabajo y

encuentra respeto”. ¡Duerme tranquilo! ¿Ese era

el “pueblo peronista” al que la JP salió a pedirle

la revolución en los setenta? Y no digo esto para

validar el foquismo de la guerrilla. No: si tenés

ese pueblo te adaptás a él. Te das una política

que contemple esos factores. Precisamente las

condiciones de posibilidad de constitución de la

entidad “pueblo peronista” se ignoró por completo.

Se creyó que las masas eran revolucionarias

porque iban a la plaza a gritar “la vida por

Perón”. Era una frase retórica. Nada las había

preparado para “dar la vida por Perón”. Si esta

frase se hubiera tomado en serio la formación de

cuadros del peronismo debió apuntar a lo que

tardíamente intentó Evita: las milicias populares.

Hubo atisbos. Hubo barricadas obreras durante

el golpe de Menéndez en el ’51. Pero fueron atisbos,

excepciones. El “pueblo peronista” fue un

pueblo feliz. De aquí que esa frase de Discépolo

tenga tan elevado valor teórico: “Estamos viviendo

el tecnicolor de los días gloriosos”. He visto un

bello film (tan hondo, tan bello que habré de

retornar sobre él) que lleva por título Pulqui, un

instante en la patria de la felicidad. Es la cosmovisión

que del peronismo tiene el notable (o más

que notable) artista plástico Daniel Santoro. El

peronismo fue la “felicidad”. Fue una etapa de

plenitud. Esa temporalidad que también se describe

en el Martín Fierro, en la que el gaucho

tiene casa, prienda y hacienda. Como estamos

empezando esta enorme saga, este gran relato que

es el peronismo nos podemos plantear provisoriamente

estas cuestiones que irán logrando, densidad

(tragedia, sangre, dolor, cadáveres) a medida

que ahondemos en ellas. Pero verlas desde ahora

nos permite saber hacia dónde vamos y proponer

a la reflexión temáticas que necesariamente

habrán de desvelarnos, sorprendernos o paralizarnos

por la angustia y la visión intolerable del

horror. Los días gloriosos del tecnicolor terminaron.

Ese proletariado peronista no estaba listo

para la guerra que le hicieron. Pero, hagamos la

pregunta: esos migrantes, ese proletariado joven,

esos muchachos y chicas de piel oscura que tenían

por primera vez casa, trabajo, vacaciones y hasta

orgullo, ¿no tenían derecho a vivir esa etapa antes

de pasar a la otra, a la que no pasaron, a la de la

combatividad para defender lo que el Estado les

había concedido? Y otra más: ¿se habría puesto

Perón al frente de una revolución o de una insumisión

popular? ¿Habría vencido al hombre de

orden, al militar que siempre latía en él, al soldado

que se había educado en la disciplina, en el respeto

al orden, en el odio a la anarquía?

CONSTRUCCIÓN DE PODER Y

NUEVO SUJETO POLÍTICO

Creemos que no. Creemos, también, que esto

no lo condena. No era un líder revolucionario.

No quería darles el poder a los obreros. Quería,

sí (y esto era una dura blasfemia en la Argentina

que lo recibió en el ’45), que los obreros fueran

parte del poder. Gobernó, incluso, para ellos. Les

dio lo que nadie les había dado. Y lo que nadie

les habría dado si no hubiera aparecido él, con su

esquema de construcción de poder ligado a beneficiar

a los pobres, a darles todos los derechos que

les dio y que tanto odio despertaron. Hubo dos

errores ante este hecho: 1) El de las concepciones

clasistas (tipo Milcíades Peña) que le reprochan

preservar el “orden burgués, alejando a la clase

obrera de la lucha autónoma, privándola de conciencia

de clase, sumergiéndola en la ideología

del acatamiento a la propiedad privada capitalista”

(Ibid., p. 71). 2) El de la izquierda peronista

que creyó que ese “pueblo peronista” pelearía

por el socialismo, algo que le era totalmente

ajeno. Además –y esto se olvida con excesiva frecuencia–

¿alguien imagina a Perón y a la clase

obrera argentina derrotando al orden burgués y a

la propiedad privada capitalista en 1945/46/47

cuando Estados Unidos ya había salido de la

guerra? ¿Qué piensan que habrían hecho los

Estados Unidos? Tenían ya elaborada la doctrina

de la lucha contra el nazismo. La Argentina –sostuvieron

siempre– era una cueva de nazis. Poco

les habría costado esgrimir este aspecto de la

cuestión para intervenir directa o –sobre todo–

indirectamente armando a quien hubiera que

armar, respaldando con dinero o con una acción

diplomática feroz a los sectores oligárquicos,

conservadores, radicales y comunistas que se

habrían alzado ante una revolución nazifascista

en la Argentina. Ni hablar del aislamiento diplomático

que tal intentona habría padecido. No

sólo por parte de Estados Unidos, sino por parte

de todo el mundo “libre”. ¿Una revolución encabezada

por un coronel “filonazi” en 1946? Esto

es trabajar en el aire. El primer peronismo hizo

lo que hizo. Su jefe era un coronel. Raro que un

coronel encabece una revolución proletaria. Pero

fue el único que vio al nuevo sujeto de la Argentina

de los cuarenta. En efecto: verticalmente,

desde el Estado les dio todos los beneficios que

tuvieron. Así consolidó su poder y convocó el

amor de esa clase. Creó los sindicatos. A esos sindicatos

(por ausencia de experiencia sindical)

fueron los migrantes y no a los sindicatos socialistas

que no tenían figuras con carisma ni discurso

adecuado para captarlos. De modo que

habrá que poner entre paréntesis si fue por

“inexperiencia sindical” que no fueron a los viejos

sindicatos (lo que carga la responsabilidad en

los obreros jóvenes) o por la falta de lenguaje,

por el stalinismo y la ausencia total de figuras

nuevas, al tono con los nuevos tiempos de los

sindicatos tradicionales (lo que les carga la responsabilidad

a los viejos socialistas). Transformó

al Partido Laborista en Partido Peronista. El

coronel era autoritario. Le gustaba concentrar

poder. El Partido Laborista no era una creación

suya, su héroe era Cipriano Reyes, al que castigó

luego duramente. (Nota: El destino de este buen

cuadro sindical fue particularmente penoso. No

hubo golpe de Estado antiperonista que no lo

utilizara. La Libertadora lo llevaba por las fábricas

para que mostrara a los obreros cómo la policía

peronista lo había castrado. También lo usó

Onganía y también Lanusse. Y hasta Alfonsín.

En 1983, la revista Superhumor sacó otra triste

nota a Cipriano titulada: “La picana no la inventó

el Proceso”. Era parte de la campaña radical

que optaba por aliviar las culpas de la dictadura

con tal de atacar electoralmente al peronismo.

Ahí, en esa nota, un viejo Cipriano Reyes –que

sólo en estas coyunturas volvía a cobrar una

notoriedad que sin duda algún dolor le mitigaba–

cumplía una vez más con narrar cómo había

sido torturado por la policía peronista. Ahora su

relato se ponía al servicio de la campaña de

Alfonsín. Todo muy triste. Sin duda, el peronismo

lo torturó. Pero el uso que hicieron de él fue

lastimoso.) No podía tolerarlo: debía ser peronista.

Fue una modalidad del régimen. Dado que, a

no dudarlo, se trató de un régimen. Las libertades

democráticas fueron erosionadas. Los diarios

opositores acallados. La Prensa –que era el órgano

de la vieja, rancia, rencorosa, desbordante de

odio clasista, oligarquía, eso que los muchachos

de los setenta llamaban, muy expresivamente

convengamos, “la puta oligarquía”– fue cerrada y

expropiada. Una medida, qué duda cabe, profundamente

antidemocrática, pero que cualquier

revolucionario de izquierda habría tomado a lo

sumo antes de la media hora de tomar el gobierno.

La policía peronista no era amable con esta

gente. El 20 de agosto de 1945 la policía allanó

el local de la Sociedad Rural. La noticia produjo

espasmos entre los redactores de La Prensa que

dieron la noticia entre el estupor y la indignación

ante este manotazo fascista. “Desde 1930 (escribe

Milcíades Peña con tono gozoso), los gobernantes

conservadores, criaturas incubadas en la

Sociedad Rural y el Jockey Club, habían hecho

la apoteosis del sable policial, y ahora el sable

policial mandaba sobre ellos. Habían perseguido

a la prensa opositora, y ahora era perseguida su

propia prensa. Sometieron a las asambleas populares

a la vigilancia de la policía; (ahora) sus salones

se hallaban bajo la vigilancia de la policía.

Decretaron el estado de sitio, y el estado de sitio

se decretaba contra ellos (...). Habían sofocado

todo movimiento de la clase obrera mediante el

poder del Estado; el poder del Estado sofocaba

todos los movimientos de su sociedad. Se habían

rebelado, llevados por el poder de su bolsa, contra

los políticos yrigoyenistas; sus políticos fueron

apartados de en medio y su bolsa se veía

saqueada” (Ibid., p. 76). No pocos problemas les

traía el peronismo a la Sociedad Rural y al Jockey

Club pese a la condición militar de Perón y a

esa clase obrera cuyo rostro el Estado burgués

bonapartista había diseñado. De aquí el odio sin

límites que aflorará en las jornadas de junio y

septiembre de 1955. La izquierda, entre tanto,

todos esos dirigentes “socialistas” que figuran en

el Diccionario de Horacio Tarcus (¡hasta Federico

Pinedo figura!), festejaba, en la palabra de

Rodolfo Ghioldi, la reorganización del Partido

Conservador. Con estos “dirigentes” se iba a llevar

a cabo la “revolución” que el peronismo

frenó o controló. No hay que perder más tiempo:

con el primer peronismo el joven proletariado

argentino gana su dignidad, sus derechos, su

ideología antipatronal y el sentido de ser parte

de la nación con el mismo derecho con que lo

eran quienes habían sido sus dueños “naturales”.

Ya no lo eran. Un obrero valía tanto como

un oligarca. Y hasta valía más. Porque el obrero

tenía al Estado de su parte. Ese Estado era su

Estado. Un obrero, además, la tenía a Evita.

Aún no hemos hablado de ella porque le dedicaremos

el espacio que merece, que requiere para

que el peronismo pueda ser explicado. Sin

Evita, el peronismo no se entiende. Evita es la

que rompe con todos esos esquemas fáciles de

ver en el peronismo una mecánica traslación del

fascismo italiano. No es que no fuera autoritaria.

Era más autoritaria que Perón. Ella habría

fusilado a Menéndez. Ocurre que era una

mujer. Una actriz. Que Perón comete el más

transgresor de sus actos (acaso el único verdaderamente

“revolucionario”) al “meterse” con ella.

Llevarla al Palco del Colón. Refregarla en la

nariz fruncida de la oligarquía. De los militares

machistas. Ni Clara Petacci ni Eva Braun (por

darles el gusto a los que quieren que hablemos

de las mujeres de los dictadores nazifascistas)

hicieron política. Fueron figuras de salón o de

dormitorio. Eva fue un cuadro político de

excepción y Perón no le puso frenos. Eva fue

amada por los humildes como nadie en esta tierra.

Como ninguno de los grandes machos de la

Argentina. Ni como Rosas, ni como Facundo,

ni como Sarmiento, ni como Yrigoyen, ni como

Perón. Nadie fue tan amada por el pueblo,

nadie fue tan odiada por la oligarquía. Ese

hecho –indiscutido– tuvo raíces profundas,

motivos racionales, emocionales y hasta religiosos.

Pero –no vamos a negarlo justamente

en este texto– que la oligarquía la haya odiado

(¡hasta el punto de escribir “Viva el cáncer” en

tanto agonizaba, en tanto se moría sufriendo!) y

que el pueblo la haya amado es un atributo, un

privilegio que ningún político combativo o contestatario

ha tenido tan honda, tan soberanamente,

en este país.