Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del
Peronismo
Página/12
Cuestiones de método:
el umbral de la
Hay algo muy delicado en todo
esto. Requiere una rigurosa
atención.
El historiador marxista
(célebre, colmado de
prestigio) Eric Hobsbawm
escribió un libro sobre los que llama rebeldes
primitivos. Tiene algunos años y alguna vez, en
otra parte, me ocupé de él. Pero se reedita
como si sus verdades fueran eternas. Y, en verdad,
no critico que se reedite. Sus verdades
son dignas de ser siempre discutidas y analizadas,
sean o no “eternas”.
Hobsbawm habla de
los movimientos primitivos y encuentra en
ellos una fase prehistórica de agitación social.
Serían nuestros migrantes.
Preguntemos: ¿por
qué son primitivos? Porque no han traspasado
“el umbral de la conciencia política”. ¿Cuál es
ese umbral? ¿Qué elementos lo constituyen?
Tienen que ser tramados por relaciones de
producción capitalistas. O sea, un movimiento
deja de ser “primitivo” cuando el capitalismo
se hace cargo de él. Toda rebelión social será
ahora superior. El esquema sigue al de Marx.
Lo moderno es la occidentalización. “En
suma: los movimientos primitivos sólo pueden
trasponer el umbral de la conciencia política
en la medida en que sean penetrados por las
fuerzas y relaciones de producción capitalistas
y sus ideologías de avanzada” (J.P. F., Estudios
sobre el peronismo, Legasa, 1983, Buenos Aires,
p. 27). Lo que Hobsbawm llama “ideologías
de avanzada” son, sin más, el socialismo. En
Europa, el socialismo (el marxismo) es una
“ideología de avanzada” del capitalismo pues
éste lo produce. No habría marxismo o socialismo
sin un desarrollo frondoso y suficiente
del capitalismo que sea capaz de generarlo. La
frase se presta a cierta confusión. Pero en esa
“confusión” radica su más honda transparencia.
El socialismo no es una “ideología de
avanzada” del capitalismo. Es la ideología que
viene a superarlo, a dejarlo atrás en ese movimiento
dialéctico que Marx toma de Hegel y
que es el Aufhebung: lo que supera conservando.
El socialismo es una “ideología de avanzada”
del capitalismo pero ese “avance” significa que
por él es que lo supera, lo reemplaza revolucionariamente.
De aquí se deduce que una sociedad
que no haya desarrollado acabada, completa y
totalmente su proceso capitalista no habrá de
generar la ideología que, surgiendo de él, sea
capaz de superarlo. He aquí la diferencia entre
los movimientos políticos y los prepolíticos.
Como los jóvenes migrantes del cuarenta
recién llegaban del interior a formar parte de
un capitalismo en cierne que los recibía para
desarrollarse resulta claro que Hobsbawm y los
rigurosos marxistas que habrán de manejarse
con estos conceptos que Marx sistematiza
tanto en el Manifiesto como en El Capital (no
hay corte entre ambos libros dado que Marx
cita textos del Manifiesto en El Capital dándolos
como verdaderos y sin arrepentirse de ellos,
motivo para el cual no tenía motivos) no podían
sino ver en los “trabajadores nuevos” a protagonistas
de un movimiento prepolítico, un
mero pasaje del ámbito rural al ámbito urbano,
que es la característica esencial de los
movimientos populistas, que se distinguen por
ser movimientos de transclase, tal como lo
sería este peronismo de los inicios: de lo rural
a lo urbano. De peones a proletarios. No poseedores
aún de las ideologías de avanzada del
proletariado moderno, estos migrantes primitivos
no podían sino caer en manos del caudillo
populista que los esperaba en la ciudad,
con sus mejoras y sus sindicatos. He aquí
–resumida y creo que bien resumida– la esencia
de todas las posturas marxistas sobre el
populismo peronista, que acabarán haciendo
de éste una enajenación de la conciencia obrera
por su inevitable carencia de conciencia de
clase o por los resabios de patronazgo que,
arrastrados del ámbito rural al urbano, los llevarían
a entregarse a un líder en lugar de desarrollar
una política autónoma. En suma, ideológica
y políticamente es poco lo que cambia:
se reemplaza al patrón rural por el líder urbano.
No es que yo critique este esquema.
Tiene puntos de verdad. Sobre todo aquel que
nos permitirá explicitar la pasividad con que el
Estado de Bienestar peronista constituye a su
sujeto social. Esto lo veremos al ver los ’70. El
proletariado peronista ofrecía “la vida por
Perón” pero no le fue necesario arriesgar la vida
ni por una sola de las cosas que el Estado peronista
le dio. El 1º de Mayo –fecha rigurosamente
celebrada por el peronismo– se transformó en
una fiesta. No en una jornada de lucha. No
había nada por qué luchar bajo Perón o con
Perón. Perón cumplía. La clase obrera recibía
los frutos de su palabra verdadera.
O sea, en la medida en que se desarrollan las
fuerzas de producción capitalistas crece la
posibilidad del surgimiento y desarrollo de la
conciencia política. Hobsbawm establece una
linealidad histórica, muy de cuño marxista,
una teleología, un necesario decurso histórico
(algo que los posestructuralistas del estilo de
Michel Foucault o, antes de él, Heidegger y
luego los posmodernos se encargarán de aniquilar
prolija y placenteramente). El decurso
histórico que plantea Hobsbawm es el que
sigue: Desarrollo de las fuerzas productivas =
desarrollo del capitalismo = desarrollo del imperialismo
= surgimiento y desarrollo de la conciencia
política del proletariado. Esta conciencia
política se estructura del siguiente modo.
ORGANIZACIÓN SINDICAL
Y COOPERATIVA
CLASE OBRERA INDUSTRIAL
ORGANIZACIÓN POLÍTICA
PARTIDO DE MASAS .......................... Programa
Ideología
Esta es la estructura básica de una clase obrera
autónoma.
No lo fue la peronista porque su
Organización sindical y cooperativa fue organizada
desde el Estado
.
También su organización
política al reemplazar al Partido Laborista
por el Partido Peronista.
Su Programa y su
Ideología, al ser una clase obrera heterónoma,
constituida desde arriba, en exterioridad, no
son los suyos. Son los de la estructura bonapartista
que tiende a la conciliación de clases
bajo la tutela del Estado.
Esto habría sido el
peronismo. Notemos que el análisis es similar
al que Marx hace con relación a las colonias.
Es la racionalidad europea (encarnada por el
desarrollo del capitalismo) la que permite,
penetrándolos, que los movimientos pre-políticos
traspasen el umbral de la conciencia política.
El problema de este esquema es que hace,
legalizándolo, del capitalismo una fuerza histórica
de “civilización” que, al penetrar a la “barbarie”,
hará surgir al moderno proletariado
que se liberará a sí mismo y, consigo, a las
otras clases. Con estos esquemas se han seguido
manejando los marxismos argentinos. Si no
los revisáramos, si no los cuestionáramos,
nuestra tarea no iría en busca del punto más
hondo de la cuestión.
Me permitiré insistir en un punto teóricamente
central: ¿estaban los migrantes del ’43
capacitados para transformarse en el proletariado
revolucionario que diseña Hobsbawm
como fruto maduro del desarrollo capitalista?
Hobsbawm habla del proletariado británico.
Ahí, el capitalismo llevaba siglos de desarrollo.
Ahí podía surgir un Marx y escribir –a pedido
de
Manifiesto comunista.
Pero los migrantes
recién llegaban a la urbe desde el interior rural.
Recién salían del mundo feudal y llegaban al
ámbito urbano. El que los recibió, el que les
habló, el que los respaldó, el que les dio apoyo
político fue Perón. Es verdad, los obreros no
lucharon por sus conquistas. Se las dio Perón
y por eso lo ungieron su líder.
Pero todos los
otros sujetos de ese país del ’43/’45 –y si hacemos,
creo que lo hemos hecho, un corte sincrónico
de esa estructura, se ve más que claramente–
estaban incapacitados para inteligir,
para comprender a los migrantes. Para darles
cobertura política. Se los ganó Perón.
Que el
“pueblo peronista” haya conquistado su identidad
como un pueblo más acostumbrado a
recibir sus conquistas del Estado benefactor
que a luchar por ellas en contra de un Estado
patronal burgués es indubitablemente cierto.
Y
tendrá enorme importancia siempre. Pero el
coronel sindicalista no le arruinó la fiesta a
nadie. No derrotó a ningún nucleamiento
revolucionario, no le restó bases sociales a ningún
encuadramiento clasista que tuviera una
ideología de reemplazo al capitalismo agrario y
ganadero de la oligarquía.
¿O la tenían Codovilla,
Ghioldi o José Peter? No, esperaban
órdenes de Stalin. Y Stalin se habría cortado
un brazo antes de hacerle a Estados Unidos
–su aliado– una revolución comunista en la
Argentina. Así, los migrantes sólo lo tuvieron a
Perón. De esta forma nació la clase obrera
peronista. Con ese nacimiento nacieron –también–
sus alcances y sus límites. Que la
izquierda peronista ignoró en la década del
setenta al creer que había ido más allá de ellos.
Esos límites habían permanecido. El pueblo
peronista buscó siempre el amparo del Estado,
la conducción de su líder y –tal como Perón se
lo señaló aun en medio de las coyunturas más
terribles– sus espacios de identidad y pertenencia
fueron siempre el trabajo y la casa. La consigna
–dirá Perón en las jornadas más terribles
del ’55– es la de siempre: “De casa al trabajo y
del trabajo a casa”. También el 21 de junio de
1973, al día siguiente de la tragedia de Ezeiza,
habrá de exigir (dirigiéndose muy claramente
a la izquierda peronista): “Es preciso volver a
lo que en su hora fue el apotegma de nuestra
creación: ‘De casa al trabajo y del trabajo a
casa’. Sólo el trabajo podrá redimirnos de los
desatinos pasados” (Roberto Baschetti, compilador,
Documentos 1973-1976, De Cámpora a
la ruptura, volumen 1, Ediciones de
la historia mundial de la clase obrera esa consigna
(que pide a los obreros que solamente
vayan al trabajo y luego a sus casas) no permanecerá
entre las más revolucionarias. “Todo el
poder a los Soviets”, sin ir más lejos, la supera.
Pero –más allá de las ironías– la consigna de
Perón era la del pueblo peronista, al que Perón
conocía muy bien. “De casa al trabajo y del
trabajo a casa” expresaba lo que Perón había
conseguido para el pueblo y lo que habría de
garantizarle siempre: un trabajo digno y una
vivienda digna. Hoy, por ejemplo, ése es un
ideal imposible. Hoy es impensable la clase
obrera peronista porque es impensable el Estado
de Bienestar. Un Estado que –entre 1946 y
1955– aumentó la participación de los obreros
en el Producto Bruto Nacional un 33%. Para
hacerlo hoy habría que hacer una revolución
completa, absoluta, sangrienta. Porque desde
la caída de Perón las clases hegemónicas lucharon
por disminuir esa participación escandalosa
de la clase obrera en las ganancias del país.
Finalmente, para conseguirlo, tuvieron que
matar treinta mil personas e instaurar el Estado
neoliberal de Martínez de Hoz que Menem
y Cavallo llevaron a su más perfecta expresión.
Esta historia, como vemos, es complicada.
Expresar esta complicación es exactamente
nuestro propósito. La experiencia del primer
peronismo pueda acaso parecerse a la del varguismo,
pero aun así es distinta. De lo que
difiere por completo es de los procesos de
adaptación del proletariado europeo a la economía
capitalista. Pretender estudiarla según
esos parámetros es condenarse al error. O a la
diatriba. O a interpretaciones que hacen de un
Perón un demagogo o un hábil manipulador y
de los obreros un material virgen, fácilmente
manejable por ese astuto “coronel sindicalista”
que captó a los obreros para la “causa de la
burguesía”. Ni hablemos de la torpeza teórica
que implica tomar al marxismo como la ratio
occidental que, en la medida en que penetra a
los movimientos pre-políticos, los eleva hacia
la luz de las verdades del proletariado auténtico.
¿Qué razón es la razón occidental? Es la
que condenaron Nietzsche, Freud, Adorno,
Horkheimer y Heidegger. Marx creyó que ella
llevaría a los obreros a la liberación de los
hombres y los llevó hacia nuevas formas de
sometimiento. Los socialismos del siglo XX
hirieron de muerte esta idea generosa de la historia,
pero ella llevaba el germen de la destruc-
ción al haberse incluido en el desarrollo de la
racionalidad burguesa poniéndola cabeza
abajo. Lenin vio que el desarrollo del capitalismo
no encaminaba al surgimiento del “proletariado
enterrador de la burguesía” sino al
proletariado de las trade-unions, de los sindicatos
que, en tanto parte del sistema capitalista,
sólo deseaban no cambiarlo, sino negociar
dentro de éste sus mejoras. Haber “importado”
a
llevó a malentender el siglo XIX y a ver en el
peronismo un movimiento anti-obrero.
OBRERISMO Y CONCIENCIA
ANTIPATRONAL
El peronismo no fue anti-obrero. Fue obrerista.
No le dio a la clase obrera una conciencia
de clase pero sin duda le dio una conciencia
antipatronal. “Mañana es San Perón/ Que trabaje
el patrón”, se gritaba a voz en cuello en la
Plaza de Mayo. (Nota: Es notable el carácter
antipatronal del decálogo que se les entregó a
los peones de campo para las elecciones de
febrero del ’46: “No concurra a ninguna fiesta
que inviten los patrones el día 23 (...) Si el
patrón de la estancia (como han prometido
algunos) cierra la tranquera con candado,
¡rompa el candado o la tranquera o corte el
alambrado y pase a cumplir con
patrón lo lleva a votar, acepte y luego haga su
voluntad en el cuarto oscuro. Si no hay automóviles
ni camiones, concurra a votar a pie, a
caballo o en cualquier otra forma. Pero no
ceda ante nada. Desconfíe de todo: toda seguridad
será poca”. Aquí, en este señalamiento al
poder embaucador de los patrones (“¡desconfíe
de todo!”) está lo irritativo de este primer
peronismo. Todo tenía que enfrentarse a
semejante actitud. Los Estados Unidos, la oligarquía,
la burguesía industrial, los estudiantes
cajetillas y el ilustrado grupo Sur, con la inefable
Victoria, con Georgie y con Bioy, atónitos
ante este coronel nazifascista que venía a soliviantarles
a los negros. “Amalia, los negros
están ensoberbecidos”. Largo es el brazo de esa
frase de Mármol. Comprendo a los que se
opusieron al primer Perón porque el personaje
surgía con un ropaje terrorífico para los que
andaban con su corazón y su bandera aliadófila
y sus amores por
glorias guerreras de Gran Bretaña, la dignidad
de su Reina y los rugidos de su magnífico león
de la batalla, de la sangre, del sudor y de las
lágrimas, el espléndido Churchill. Pero, al
margen de sus anteojeras aliadófilas, odiaron a
Perón porque odiaban desde los orígenes de la
nación a la clase social a la que Perón entregaba
poder, desdén, insolencia, irrespetuosidad,
altanería ante sus amos: a los negros, la chusma,
a los que habían nacido para servir y obedecer.
¿Qué era eso de sublevarlos contra sus
naturales patrones?) Y los industriales asistían
atónitos a los nuevos hechos que ocurrían, a
las desobediencias, a las altanerías, a las bravuconadas
de los obreros. Un obrero llevaba una
carretilla y le faltaban diez metros para depositar
su carga en el lugar de destino. Sonaba la
sirena del descanso, del almuerzo o del regreso
a casa y el obrero dejaba la carretilla en el
punto exacto en que se hallaba. “¡Es el
colmo!”, exclamaban furiosos los patrones.
“Ni siquiera son capaces de recorrer diez
metros más y terminar su tarea. Hacen su trabajo
como si nos lo regalaran.” Este era el
famoso “odio de clases” que Perón había
inculcado. Cuando la señora María Esther
Vázquez dice que Perón desarrolló una tarea
“demagógica” que llevó al país a “décadas de
odio” articula correctamente la visión de la
oligarquía. Perón les soliviantó a la negrada.
Evita les sublevó a las sirvientas. Y la tarea era
“demagógica” porque se aprovechaba de los
ignorantes obreros en beneficio de los inconfesables
intereses del coronel fascista. Interpretación
que en muy poco difiere de la que ha
dado la “izquierda” con algo más de sofisticación.
Esa conciencia antipatronal fue el más alto
punto de conflicto que el peronismo estableció
con la oligarquía. Nunca pretendió reemplazarla
como clase, expropiarla. No habría
podido, pero tampoco se lo propuso. Una
cosa, sin embargo, condicionó la otra. ¿Con
qué iba Perón a expropiar a los Bemberg?
(Crítica que la izquierda alegremente le hará
durante años.) No los expropió, pero los obligó
a lidiar con una clase trabajadora insolente,
insumisa y delatora. El tema de la delación es
constante entre los “demócratas” que critican
al peronismo. Claro que había “delación”.
Puede estudiarse el fenómeno en
José Mármol. (Libro, por otra parte, indispensable
para entender al peronismo y al país en
que vivimos.) El joven romántico Daniel
Bello le susurra a Amalia: “Oye, Amalia (...)
en el estado en que se encuentra nuestro pueblo,
de una orden, de un grito, de un momento
de malhumor, se hace de un criado un enemigo
poderoso y mortal. Se les ha abierto la
puerta a las delaciones, y bajo la sola autoridad
de un miserable, la fortuna y la vida de una
familia reciben el anatema de
los negros están ensoberbecidos” (José Mármol,
Amalia, Centro Editor de América Latina,
Buenos Aires, 1967, tomo I, p. 29). Más
adelante, María Josefa Ezcurra, dibujada por
Mármol como un insecto enorme y maloliente,
dirá: “Ahora somos todos iguales. Ya se
acabó el tiempo de los salvajes unitarios, en
que el pobre tenía que andar dando títulos al
que tenía un frac o un sombrero nuevo, porque
todos somos federales (...). Y ser todos
iguales, los pobres como los ricos, eso es Federación,
¿no es verdad?” (Ibid., p. 312). Luego,
al describir a un federal, descubrirá en su rostro
(o en su “fisonomía”): “El repugnante sello
de la insolencia plebeya” (Ibid., p. 348). Este
odio racial y de clase volveremos a encontrarlo
en La fiesta del monstruo de Borges y Bioy, una
reescritura de El matadero. Retornemos a la
delación. Se acrecentó en las postrimerías del
gobierno de Perón con los desdichados “jefes
de manzana”, medida torpe, sin duda fascista,
que ponía al barrio en manos de un capataz
arbitrario. Penoso. Pero hubo un miedo muy
anterior a ése. En mi casa, que estaba en Belgrano
R, en Echeverría y Estomba, en diagonal
a la iglesia San Patricio, y que fue, para mí,
niño de los “años privilegiados”, el hogar más
cálido que jamás haya tenido, había una joven
de nombre Rosario. Rosario era lo que se llamaba
“la sirvienta”. Era muy buena. Era la
cocinera. Otra señora se encargaba de la limpieza.
Mi vieja, que recuerde, limitaba su
laboriosidad a indicarles sus tareas. Mi viejo
era médico pero había largado la medicina
(jamás sabré bien por qué) y ahora tenía una
fábrica de metales, mediana, nada del otro
mundo, pero próspera. Bien, voy a esto: el 26
de julio de 1952 se muere Evita. Rosario estaba
en la cocina. Dan la noticia por la radio.
Rosario se pone a llorar. Yo estaba jugando a
no sé qué juego de la época en el comedor.
Creo que armaba un Mecano o asaltaba un
fuerte con unos soldaditos. Mi madre andaba
por ahí. De pronto, no sé por qué alternativa
del juego, yo me largo a reír. Y se oye la voz de
Rosario: “Que no se ría. ¡Que no le falte el
respeto a la señora!”. Mi madre me pegó un
mamporro durísimo y, en voz baja pero imperativa,
dijo: “¡Callate!”. Salió corriendo para la
cocina. Me acerqué, paré la oreja y escuché el
diálogo. Rosario lloraba y a la vez decía: “Su
hijo se está riendo, señora. Evita se murió y él
se ríe. Se está burlando”. Mi madre, con
miedo, trataba de calmarla: “Es un chico,
Rosario. Está con sus juguetes. No sabe lo que
pasa”. La “patrona” tenía que darle explicaciones
a la “sirvienta”. Eso era nuevo en el país.
El miedo de las clases poseedoras se acentuó
con los jefes de manzana. (El de mi barrio
resultó un buen tipo que nos ayudaba a
remontar barriletes y hasta se prendió en un
partido de fútbol en el potrero de la vieja iglesia,
porque aún no habían construido la
nueva. Que es, sí, la iglesia en que mataron a
los curas palotinos. Ni el barrio de tu infancia
te dejaron sin sangre los militares de Videla,
impecables servidores de la oligarquía y de los
grupos financieros que tiraron a Perón. Ya
veremos mejor todo esto.) Pero había rituales
que cumplir. En la fábrica del viejo (yo, a
veces, iba de excursión, a curiosear un poco)
recuerdo las fotos de Perón y de Evita. Y mi
viejo no era peronista. Pero esas fotos eran
obligatorias. Y algo inolvidable. Esto sí fue el
miedo. Era el 31 de agosto de 1955. Con tres
amiguitos jugábamos al Estanciero en la mesa
del comedor. Un poco más allá, sentados en
los sillones, mis padres y mi hermano mayor
escuchaban el discurso de Perón. Fue ése en
que dijo que un peronista podía matar a otro
que no fuera peronista ahí donde lo encontrara.
Y que por cada uno de los nuestros que
caiga caerán cinco de ellos. Terminó el discurso
y mi padre nos reunió a todos alrededor de
la mesa. Yo no entendía mucho, pero entendía
que algo grave había sucedido porque papá
estaba muy serio, preocupado. Por fin dijo
una frase que nunca olvidé: “Escuchen bien: a
partir de hoy somos todos peronistas”. Desde
ese día todos tuvimos miedo. Pero no sólo por
lo que Perón había dicho. Por los otros, por
sus enemigos también. Habían bombardeado
en volver. Siempre que regresaba del centro
tomaba el 76 en Chacarita y llegaba, por avenida
Forest, hasta Echeverría. Ahí se bajaba y
caminaba una cuadra hasta casa. El 16 de
junio de 1955 me senté en el cordón de la
vereda de Avda. Forest y Echeverría y lo esperé
durante horas. Tenía doce años. Y ya no era
un niño de esa “patria de la felicidad” que
pinta Daniel Santoro.
EL TECNICOLOR DE LOS
DÍAS GLORIOSOS
Sigamos con Peña. Sostiene la tesis de la
revolución que Perón hizo abortar desde la
Secretaría de Trabajo y que, fatalmente, se
habría producido si el joven proletariado
hubiera tenido que luchar por ellas, arrancárselas
al Estado burgués, en lugar de recibirlas
de éste como una dádiva, como un beneficio
de un Estado al que nosotros (no Peña) llamamos
“benefactor” para unirlo a la
imagen keynesiana, dado que sostenemos
que Perón fue un militar
keynesiano y que ese keynesianismo
hizo lo mejor que
se podía hacer en ese
momento por los
obreros pero los
modeló con una
–digamos– materia
prima que les
habría de quitar
combatividad.
Lo veremos
en las Charlas
de Mordisquito
de
Discépolo.
Con su frescura,
su talento, el
poeta le dirá a su
adversario Mordisquito,
en
quien había
dibujado al
perfecto contrera
de la época,
que el peronismo
estaba ganado una
III
guerra y la ganaba para él, porque también él, el
contrera, ganaba esa guerra: “Y la estás ganando
mientras vas al cine, comés cuatro veces al día y
sentís el ruido alegre y rendidor que hace el
metabolismo de todos los tuyos. Porque es la primera
vez que la guerra la hacen cincuenta personas
mientras dieciséis millones duermen tranquilos porque
tienen trabajo y encuentran respeto” (Las cursivas
me pertenecen). Y más adelante estampa una
frase fenomenal, en la que resume lo que muchos
sentían, lo que era cierto para la mayoría de los
humildes: “Estamos viviendo el tecnicolor de los
días gloriosos”. Si se quiere captar la esencia más
honda de este texto no hay que pronunciar técnicolor.
Menos todavía (como todos saben hoy)
technicolor. No: Discépolo decía “tecnicolor”.
Así se decía en esos años. Nadie “traducía” nada.
Las palabras exóticas se pronunciaban como las
decía el pueblo. “Firestone”. “Colgate”. ¡Coca
Cola y no Coke! No había Citiphone Banking
por ejemplo. ¿Qué era eso?
Farmacia y hasta
No Open 24 hs. En fin, esto ya se sabe. Discépolo
y el peronismo de los cincuenta no estaban
globalizados. Pero los textos del vate de la tristeza
de los ’30 tornado optimista irredento en los ’50
(en una radio en que nadie podía contestarle,
algo que Discépolo debió medir) son trágicos:
expresan la pasividad del pueblo peronista. La
“guerra” la hacen cincuenta personas: el Gobierno,
desde luego. Y, en tanto esas cincuenta personas
hacen la guerra, dieciséis millones duermen
tranquilos. Pocas veces se expresó más clara y
drásticamente la diferenciación entre un Gobierno
y un pueblo que en algún momento acaso
debiera defenderlo, ya que tan suyo era. El pueblo
“duerme tranquilo” porque “tiene trabajo y
encuentra respeto”. ¡Duerme tranquilo! ¿Ese era
el “pueblo peronista” al que
la revolución en los setenta? Y no digo esto para
validar el foquismo de la guerrilla. No: si tenés
ese pueblo te adaptás a él. Te das una política
que contemple esos factores. Precisamente las
condiciones de posibilidad de constitución de la
entidad “pueblo peronista” se ignoró por completo.
Se creyó que las masas eran revolucionarias
porque iban a la plaza a gritar “la vida por
Perón”. Era una frase retórica. Nada las había
preparado para “dar la vida por Perón”. Si esta
frase se hubiera tomado en serio la formación de
cuadros del peronismo debió apuntar a lo que
tardíamente intentó Evita: las milicias populares.
Hubo atisbos. Hubo barricadas obreras durante
el golpe de Menéndez en el ’51. Pero fueron atisbos,
excepciones. El “pueblo peronista” fue un
pueblo feliz. De aquí que esa frase de Discépolo
tenga tan elevado valor teórico: “Estamos viviendo
el tecnicolor de los días gloriosos”. He visto un
bello film (tan hondo, tan bello que habré de
retornar sobre él) que lleva por título Pulqui, un
instante en la patria de la felicidad. Es la cosmovisión
que del peronismo tiene el notable (o más
que notable) artista plástico Daniel Santoro. El
peronismo fue la “felicidad”. Fue una etapa de
plenitud. Esa temporalidad que también se describe
en el Martín Fierro, en la que el gaucho
tiene casa, prienda y hacienda. Como estamos
empezando esta enorme saga, este gran relato que
es el peronismo nos podemos plantear provisoriamente
estas cuestiones que irán logrando, densidad
(tragedia, sangre, dolor, cadáveres) a medida
que ahondemos en ellas. Pero verlas desde ahora
nos permite saber hacia dónde vamos y proponer
a la reflexión temáticas que necesariamente
habrán de desvelarnos, sorprendernos o paralizarnos
por la angustia y la visión intolerable del
horror. Los días gloriosos del tecnicolor terminaron.
Ese proletariado peronista no estaba listo
para la guerra que le hicieron. Pero, hagamos la
pregunta: esos migrantes, ese proletariado joven,
esos muchachos y chicas de piel oscura que tenían
por primera vez casa, trabajo, vacaciones y hasta
orgullo, ¿no tenían derecho a vivir esa etapa antes
de pasar a la otra, a la que no pasaron, a la de la
combatividad para defender lo que el Estado les
había concedido? Y otra más: ¿se habría puesto
Perón al frente de una revolución o de una insumisión
popular? ¿Habría vencido al hombre de
orden, al militar que siempre latía en él, al soldado
que se había educado en la disciplina, en el respeto
al orden, en el odio a la anarquía?
CONSTRUCCIÓN DE PODER Y
NUEVO SUJETO POLÍTICO
Creemos que no. Creemos, también, que esto
no lo condena. No era un líder revolucionario.
No quería darles el poder a los obreros. Quería,
sí (y esto era una dura blasfemia en
que lo recibió en el ’45), que los obreros fueran
parte del poder. Gobernó, incluso, para ellos. Les
dio lo que nadie les había dado. Y lo que nadie
les habría dado si no hubiera aparecido él, con su
esquema de construcción de poder ligado a beneficiar
a los pobres, a darles todos los derechos que
les dio y que tanto odio despertaron. Hubo dos
errores ante este hecho: 1) El de las concepciones
clasistas (tipo Milcíades Peña) que le reprochan
preservar el “orden burgués, alejando a la clase
obrera de la lucha autónoma, privándola de conciencia
de clase, sumergiéndola en la ideología
del acatamiento a la propiedad privada capitalista”
(Ibid., p. 71). 2) El de la izquierda peronista
que creyó que ese “pueblo peronista” pelearía
por el socialismo, algo que le era totalmente
ajeno. Además –y esto se olvida con excesiva frecuencia–
¿alguien imagina a Perón y a la clase
obrera argentina derrotando al orden burgués y a
la propiedad privada capitalista en 1945/46/47
cuando Estados Unidos ya había salido de la
guerra? ¿Qué piensan que habrían hecho los
Estados Unidos? Tenían ya elaborada la doctrina
de la lucha contra el nazismo.
siempre– era una cueva de nazis. Poco
les habría costado esgrimir este aspecto de la
cuestión para intervenir directa o –sobre todo–
indirectamente armando a quien hubiera que
armar, respaldando con dinero o con una acción
diplomática feroz a los sectores oligárquicos,
conservadores, radicales y comunistas que se
habrían alzado ante una revolución nazifascista
en
que tal intentona habría padecido. No
sólo por parte de Estados Unidos, sino por parte
de todo el mundo “libre”. ¿Una revolución encabezada
por un coronel “filonazi” en 1946? Esto
es trabajar en el aire. El primer peronismo hizo
lo que hizo. Su jefe era un coronel. Raro que un
coronel encabece una revolución proletaria. Pero
fue el único que vio al nuevo sujeto de
de los cuarenta. En efecto: verticalmente,
desde el Estado les dio todos los beneficios que
tuvieron. Así consolidó su poder y convocó el
amor de esa clase. Creó los sindicatos. A esos sindicatos
(por ausencia de experiencia sindical)
fueron los migrantes y no a los sindicatos socialistas
que no tenían figuras con carisma ni discurso
adecuado para captarlos. De modo que
habrá que poner entre paréntesis si fue por
“inexperiencia sindical” que no fueron a los viejos
sindicatos (lo que carga la responsabilidad en
los obreros jóvenes) o por la falta de lenguaje,
por el stalinismo y la ausencia total de figuras
nuevas, al tono con los nuevos tiempos de los
sindicatos tradicionales (lo que les carga la responsabilidad
a los viejos socialistas). Transformó
al Partido Laborista en Partido Peronista. El
coronel era autoritario. Le gustaba concentrar
poder. El Partido Laborista no era una creación
suya, su héroe era Cipriano Reyes, al que castigó
luego duramente. (Nota: El destino de este buen
cuadro sindical fue particularmente penoso. No
hubo golpe de Estado antiperonista que no lo
utilizara.
para que mostrara a los obreros cómo la policía
peronista lo había castrado. También lo usó
Onganía y también Lanusse. Y hasta Alfonsín.
En 1983, la revista Superhumor sacó otra triste
nota a Cipriano titulada: “La picana no la inventó
el Proceso”. Era parte de la campaña radical
que optaba por aliviar las culpas de la dictadura
con tal de atacar electoralmente al peronismo.
Ahí, en esa nota, un viejo Cipriano Reyes –que
sólo en estas coyunturas volvía a cobrar una
notoriedad que sin duda algún dolor le mitigaba–
cumplía una vez más con narrar cómo había
sido torturado por la policía peronista. Ahora su
relato se ponía al servicio de la campaña de
Alfonsín. Todo muy triste. Sin duda, el peronismo
lo torturó. Pero el uso que hicieron de él fue
lastimoso.) No podía tolerarlo: debía ser peronista.
Fue una modalidad del régimen. Dado que, a
no dudarlo, se trató de un régimen. Las libertades
democráticas fueron erosionadas. Los diarios
opositores acallados.
de la vieja, rancia, rencorosa, desbordante de
odio clasista, oligarquía, eso que los muchachos
de los setenta llamaban, muy expresivamente
convengamos, “la puta oligarquía”– fue cerrada y
expropiada. Una medida, qué duda cabe, profundamente
antidemocrática, pero que cualquier
revolucionario de izquierda habría tomado a lo
sumo antes de la media hora de tomar el gobierno.
La policía peronista no era amable con esta
gente. El 20 de agosto de 1945 la policía allanó
el local de
espasmos entre los redactores de
dieron la noticia entre el estupor y la indignación
ante este manotazo fascista. “Desde 1930 (escribe
Milcíades Peña con tono gozoso), los gobernantes
conservadores, criaturas incubadas en la
Sociedad Rural y el Jockey Club, habían hecho
la apoteosis del sable policial, y ahora el sable
policial mandaba sobre ellos. Habían perseguido
a la prensa opositora, y ahora era perseguida su
propia prensa. Sometieron a las asambleas populares
a la vigilancia de la policía; (ahora) sus salones
se hallaban bajo la vigilancia de la policía.
Decretaron el estado de sitio, y el estado de sitio
se decretaba contra ellos (...). Habían sofocado
todo movimiento de la clase obrera mediante el
poder del Estado; el poder del Estado sofocaba
todos los movimientos de su sociedad. Se habían
rebelado, llevados por el poder de su bolsa, contra
los políticos yrigoyenistas; sus políticos fueron
apartados de en medio y su bolsa se veía
saqueada” (Ibid., p. 76). No pocos problemas les
traía el peronismo a
Club pese a la condición militar de Perón y a
esa clase obrera cuyo rostro el Estado burgués
bonapartista había diseñado. De aquí el odio sin
límites que aflorará en las jornadas de junio y
septiembre de 1955. La izquierda, entre tanto,
todos esos dirigentes “socialistas” que figuran en
el Diccionario de Horacio Tarcus (¡hasta Federico
Pinedo figura!), festejaba, en la palabra de
Rodolfo Ghioldi, la reorganización del Partido
Conservador. Con estos “dirigentes” se iba a llevar
a cabo la “revolución” que el peronismo
frenó o controló. No hay que perder más tiempo:
con el primer peronismo el joven proletariado
argentino gana su dignidad, sus derechos, su
ideología antipatronal y el sentido de ser parte
de la nación con el mismo derecho con que lo
eran quienes habían sido sus dueños “naturales”.
Ya no lo eran. Un obrero valía tanto como
un oligarca. Y hasta valía más. Porque el obrero
tenía al Estado de su parte. Ese Estado era su
Estado. Un obrero, además, la tenía a Evita.
Aún no hemos hablado de ella porque le dedicaremos
el espacio que merece, que requiere para
que el peronismo pueda ser explicado. Sin
Evita, el peronismo no se entiende. Evita es la
que rompe con todos esos esquemas fáciles de
ver en el peronismo una mecánica traslación del
fascismo italiano. No es que no fuera autoritaria.
Era más autoritaria que Perón. Ella habría
fusilado a Menéndez. Ocurre que era una
mujer. Una actriz. Que Perón comete el más
transgresor de sus actos (acaso el único verdaderamente
“revolucionario”) al “meterse” con ella.
Llevarla al Palco del Colón. Refregarla en la
nariz fruncida de la oligarquía. De los militares
machistas. Ni Clara Petacci ni Eva Braun (por
darles el gusto a los que quieren que hablemos
de las mujeres de los dictadores nazifascistas)
hicieron política. Fueron figuras de salón o de
dormitorio. Eva fue un cuadro político de
excepción y Perón no le puso frenos. Eva fue
amada por los humildes como nadie en esta tierra.
Como ninguno de los grandes machos de la
Argentina. Ni como Rosas, ni como Facundo,
ni como Sarmiento, ni como Yrigoyen, ni como
Perón. Nadie fue tan amada por el pueblo,
nadie fue tan odiada por la oligarquía. Ese
hecho –indiscutido– tuvo raíces profundas,
motivos racionales, emocionales y hasta religiosos.
Pero –no vamos a negarlo justamente
en este texto– que la oligarquía la haya odiado
(¡hasta el punto de escribir “Viva el cáncer” en
tanto agonizaba, en tanto se moría sufriendo!) y
que el pueblo la haya amado es un atributo, un
privilegio que ningún político combativo o contestatario
ha tenido tan honda, tan soberanamente,
en este país.