lunes, 18 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 6 .- José P. Feinmann



Peronismo


José Pablo Feinmann


Filosofía política del

Peronismo


Página/12

La caída de Perón


Sabemos que las narraciones no tienen

por qué ser lineales. Al contrario,

el quiebre de la linealidad

otorga prestigio a tantas narraciones

que sobran los escritores que

creen recibirse de genios por medio de ese mero

artilugio que ya Walter Benjamin reclamaba en

sus Tesis sobre filosofía de la historia (1940). Y

que aún antes de esa fecha varios escritores habían

impulsado. Pero los ensayos suelen ser lineales.

¿Para qué ser lineales con el peronismo? No

estamos haciendo su historia. Ni su historia

política, ni su historia social, ni su historia económica.

Estamos haciendo su filosofía política.

Estamos tratando de pensarlo. Pongamos,

entonces, que por el momento me he hartado de

Milcíades Peña y (sin abandonarlo) incursiono

en otros autores. Cada uno de ellos ha dado su

visión sobre el peronismo. ¿Dónde está la verdad?

¡Ah, la verdad! Ese sí que es un tema. El

que crea tenerla no sabe qué es la verdad. La verdad

no es. Establecer la verdad sobre algo sería

matarlo, cosificarlo, darle un sentido definitivo

entre los infinitos sentidos que sin duda tiene.

El 17 de octubre hubo gente en la calle y al final

de la jornada un coronel de nombre Perón dio

un discurso a una multitud reunida en la Plaza

de Mayo. ¿Esto es una verdad? No, esto es un

hecho. Una verdad no es un hecho. Célebremente

–en una de esas frases martillo que tantas

cabezas reventara– Friedrich Nietzsche dijo: No

hay hechos, hay interpretaciones. Iba a escribir,

irónicamente por cierto: “Nietzsche se despertó

una mañana y dijo”. Me habría referido a esa

modalidad antisistemática de su pensamiento.

Nietzsche es el pensador menos sistemático de la

historia de la filosofía. Pero esa frase vale oro:

No hay hechos, hay interpretaciones. Todos sabemos

más o menos qué ocurrió el 17 de octubre.

Sabemos los hechos. Pero, ¿qué interpretación

les damos? El pensamiento es la lucha de las

interpretaciones. Las verdades colisionan. No

hay verdades inocentes. Las verdades representan

intereses. La verdad es la cristalización de la

interpretación. Su estatuto en tanto sistema.

Pero el hecho es mudo. El hecho no dice nada o

dice lo apenas elemental. El mero punto de partida.

Ahí empieza esa tarea que llamamos hermenéutica.

Ahí empieza la lucha de las interpretaciones.

De aquí que deje por el momento a

Milcíades y me concentre en otros autores.

Busco lo diferente, lo alternativo, lo contradictorio.

Digo: atención, veamos el espectáculo de

la diferencia. Por ejemplo: Milton Eisenhower

llega a la Argentina de Perón. Para todos –para

la mayoría– viene a integrar al peronismo al sistema

económico del capitalismo de libre empresa

norteamericano. ¡Perón se traiciona!, gritan

alborozados señores que luego apoyarán gobiernos

pro norteamericanos hasta la náusea. Pero

no importa. Perón había jurado que se cortaría

un brazo antes de pedir un crédito a un banco

extranjero. La llegada de Milton Eisenhower es

la desmentida de esa afirmación. Sin embargo,

Juan José Hernández Arregui afirmará:

“EE.UU. ensayó el recurso de bloquear económicamente

a la Argentina hasta que no tuvo

más remedio que ‘capitular’ mandando a Milton

Eisenhower” (Juan José Hernández Arregui, La

formación de la conciencia nacional, Hachea,

Buenos Aires, 1970, p. 415). Hernández Arregui

hizo aquí un uso extremo de la hermenéutica.

No hay hechos, hay interpretaciones. Pero

esto no significa que se pueda interpretar cualquier

cosa. Hay interpretaciones que se vuelven

contra el interpretador. Decir que Milton Eisenhower

vino a “capitular” es tener una fe a toda

prueba sobre un peronismo que, en ese momento,

empezaba a exhibir aristas de cansancio, de

cambio de rumbo, de negociaciones con sus

enemigos. Pero Hernández Arregui lo dijo. Ya

veremos a Peña señalar en la visita del señor

Eisenhower la otra cara de la moneda: la claudicación

del régimen. Algo que tampoco es así.

Estas cuestiones –en algún aspecto– benefician a

Perón. Porque luego de su caída el país se suma

al Fondo Monetario Internacional. Los “Milton

Eisenhower” llegan en manadas a dar “instrucciones”.

Y en cuanto al Contrato con la petrolera

California (que fue un caballito de lucha de la

oposición), ¿cuántos contratos decididamente

peores se hicieron a partir de su caída? Hasta el

“héroe” de la defensa de nuestro petróleo ante la

“entrega” del peronismo, Arturo Frondizi (que

había escrito como parte de esa lucha un célebre

libro, Petróleo y política), suscribió durante su

malhadada presidencia concesiones petroleras

que lo entregaron al escándalo y a la melancolía

de la clase ilustrada que lo apoyó creyendo ver

en él al político brillante que enterraría al

“populismo” peronista. En suma, eso que

durante el gobierno peronista era escandaloso fue

natural durante los gobiernos que lo sucedieron.

Que el Contrato con la California desatara un

escándalo bajo el peronismo revela la existencia

de un gobierno que cuidaba los recursos primarios,

la existencia del artículo 40 de la Constitución

del ’49. Luego, esos contratos se firmaron a

espaldas de todo el mundo, sin debates, casi sin

resistencias. Frondizi es el mayor exponente de

este engaño, de esta palabra que se ofreció y fue

luego burlada. (Nota: ¡Cuántos dolores han causado

en este país a los sufridos intelectuales sus

adhesiones generosas a políticos en los que creyeron!

Digámoslo sin vueltas: habrían merecido

mejor gente. La generación de Contorno habría

merecido algo mejor que al sinuoso Frondizi.

Los jóvenes peronistas del ’70 no merecieron al

Perón que se vino con Isabel y el matarife de

López Rega, al Perón que lo puso a Alberto

Villar (siniestro agente de contrainsurgencia formado

por la OAS y la Escuela de las Américas)

al frente de la Policía Federal, ni al Perón que se

les burló en la cara diciéndoles que era “un buen

policía” como si no supiera quién era, como si

no tuviera su foja de servicios, el listado completo,

implacable de sus hazañas de “matazurdos”.

¡Es un buen policía! Los tiempos de Frondizi y

los muchachos de Contorno son –de todos

modos– tiempos idílicos o no de barbarie, no de

muerte, al lado de los tiempos de Perón y los

jóvenes peronistas. Porque sería muy unilineal

referirse sólo a los desatinos o a las francas aberraciones

de Perón para entender una época que

no nos entregaría algo de su inteligibilidad si no

incluyéramos en ella las aberraciones de la

izquierda peronista. Tampoco Perón ni la ciudadanía

argentina (que acababa de elegirlo democráticamente

con el 62% de los votos y esperaba

un futuro menos macabro) se merecían el alevoso

asesinato de José Ignacio Rucci con veinticuatro

balazos, en el perfecto estilo de la Triple A.

“Fuimos nosotros.” “Fue la orga.”

“Fue la M.” “Fue una apretada al Viejo.”

“Hay que poner el mejor fiambre en la mesa de

negociaciones.” ¡Cuánta locura! Una pregunta

incómoda que recién responderemos mucho

más adelante: luego del asesinato de Rucci, quienes

tenían acceso a la conducción de Montoneros,

¿no sospecharon en manos de quiénes estaban?

Porque nosotros –los tipos de superficie–

no le habíamos visto la cara a esa conducción.

En el acto de Atlanta lo vimos a Firmenich dar

un discurso. Pero de lo de Rucci nos enteramos

por la increíble frase: “Fuimos nosotros”.

Recuerdo mi estupor: “¿Nosotros?”. Y el de un

par de compañeros. Uno sobre todo. Dijo lo

que todos queríamos decir: “Disculpen, pero yo

no maté a Rucci. Así que ese ‘Fuimos nosotros’

que la Orga se lo meta en el culo. Yo no fui”.

Bonasso cuenta que Firmenich explica: “Oficialmente

que Rucci fue ejecutado por la Organización.

Lo explica en términos estratégicos: la

lucha contra el vandorismo como aliado del

imperialismo en el movimiento obrero y su responsabilidad

personal en la masacre de Ezeiza.

No estoy de acuerdo y lo digo. Rucci era un

burócrata fascista y su gente torturó compañeros

en Ezeiza, pero su asesinato es una abierta provocación

a Juan Perón”. Debió agregar: y a

todos los que fueron a votar por un país que en

medio de ese desastre trataba de buscar un camino

democrático y acababa de lograrlo. Sigue

Bonasso: “El Pepe recién se impacienta cuando

argumento que una organización revolucionaria

no puede producir un ajusticiamiento sin asumirlo

públicamente, porque si no, equipara sus

acciones a las de un servicio de inteligencia. La

frase, me parece, conspira contra mis posibilidades

de ascenso” (Miguel Bonasso, Diario de un clandestino,

Planeta, Buenos Aires, 2000, pp.

141/142. Cursivas mías). Se trata de un texto

notable. Bonasso ve todo con claridad: la Orga

actúa como un servicio de inteligencia. Sin

embargo, ¡decide seguir en ella y lamenta que

ese señalamiento fundamental que hizo conspire

contra sus posibilidades de ascenso! A ver, ensayemos

una expresividad inusual. Bonasso, yo te

conozco, vos me conocés. Sos un tipo bárbaro.

Seguís peleando, no te quebraste, estás en causas

valiosas para el país. Escribiste libros importantes.

Con perdón, seré franco (para eso es la

amistad y el respeto hacia vos): ¿tanto te sedujo,

te engañó, te encegueció ese conductor de esa

Orga que, según vos veías con claridad, actuaba

como un servicio de inteligencia? ¿Por qué mierda

tantos tipos valiosos como vos, Gelman,

Urondo, ¡¡¡Walsh!!!, se comieron la conducción

de Firmenich? Ahí hay un punto negro. ¿Por

qué se comieron a Galimberti? Perón no se

equivocaba cuando decía que el problema estaba

en el horizonte directivo. No sé si –de haber

dado un paso al costado ese “horizonte directivo”–

habría integrado a los militantes de la JP

porque nadie puede saber nada de esa época

sangrienta e incierta, a veces impenetrable. Pero

ustedes, que los veían, ¿estaban ciegos? ¿No les

bastó con el asesinato de Rucci? ¿No advirtieron

el delirio? ¿Quiénes eran? ¿Los marineros del

capitán Ahab, fascinados, como ellos, por la

locura del jefe? (Subnota: en cuanto a los que

hacen circular por la Red repulsas o juntan firmas

por mis críticas a la conducción de Montoneros

no se molesten más por ahora. Esperen: ni

siquiera empecé con Firmenich.)

HERNÁNDEZ ARREGUI,

MILTON EISENHOWER VIENE

A RENDIRSE

Vamos a ocuparnos –no extensamente– de

Hernández Arregui, Murmis y Portantiero y

Tulio Halperin Donghi. No necesito aclarar

ciertas cosas a esta altura. No haré una exposición

“pedagógica” de sus textos. Andaremos un

poco alrededor de ellos y veremos qué pueden

decirnos de nuevo o qué reflexiones nos pueden

provocar. Son bien distintos: Hernández Arregui

es un más que convencido peronista. Murmis

y Portantiero buscan la precisión académica.

Y Halperin Donghi es inefable, qué les puedo

decir. Sus libros son apuntes algo elementales,

las memorias de un gorila sarcástico, lleno de

arbitrariedades, de olvidos. Y pasa por ser el

mejor historiador argentino. Ya veremos cómo

ha logrado esto. Siempre es atrayente revisar un

texto suyo pues tiene ligereza, entretiene y es tan

alta la autoestima del personaje que sus líneas,

cree él (y uno se divierte observándolo ejercer

esta creencia), son la mismísima, incuestionable,

verdad de la historia.

Juan José Hernández Arregui fue un símbolo

de los ’70. Era parte de la llamada “corriente

nacional”. Algo heterogénea: Puiggrós, Jorge

Abelardo Ramos, José María Rosa, Fermín Chávez,

Arturo Jauretche y el mencionado Arregui.

La formación tardó en reeditarse. Aparecía en

fascículos de los centros de estudiantes. Por fin,

un luminoso día, aparece. Helo aquí: ¡La formación

de la conciencia nacional! Si los jóvenes de

los ’70 querían ser peronistas el libro les contaba

la historia que necesitaban. Se agotó en días o, a

lo sumo, en una semana. Un best-seller revolucionario.

Todos lo leían. Todos lo comentaban.

Hernández Arregui era un buen tipo. Le pusieron

una bomba. Hirieron mal a su mujer, él se

salvó. (Esto fue antes del ’73.) Y se murió, como

Jauretche, en el ’74. Alguna generosa mano divina

los salvó a los dos. De lo contrario, eran boleta

o se tenían que ir en menos de tres horas del

país. Bien, Hernández Arregui respondía todos

los cuestionamientos que la derecha o la izquierda

le hacían al peronismo. Era fundamental para

la militancia. ¿Cómo era la cosa? Por ejemplo,

en un barrio a un militante le decían: “El peronismo

no impulsó la industria pesada. Eso acentuó

la dependencia del país”. El militante tenía

dos libros. Uno, el de Hernández Arregui. Y

otro –muy usado– el de dos personajes de la

época que se perdieron en la noche de los tiempos

o en alguna empresa multinacional (la Coca

Cola según parece, ¡qué destinos hay en este

país!). Este libro se llamaba Peronismo y no

recuerdo qué cosa más. Sus autores eran Fernan-

II

do Alvarez (hermano de Chacho, si no me equivoco

y creo que no) y Juan Pablo Franco, bajito,

con anteojos, muy inteligente, vanidoso. Era el

Manual de respuestas del buen militante JP. Si de

la industria pesada venía la mano, el militante

buscaba y ahí estaba la cosa y así con todo. ¿Crisis

agraria? ¿Que la crisis agraria demostró la

debilidad de la economía peronista? Arregui

escribía: “Y la ‘profunda crisis agraria’ lo fue

tanto que una sequía natural sin precedentes de

dos años, no logró disminuir el nivel de vida del

pueblo argentino” (Ibid., p. 399). Juan José

Hernández Arregui es un Discépolo del ensayo.

Se me permitirá una cita extensa. Pero quiero

que se vea el entusiasmo discepoliano de sus textos.

Alguno, por ahí, se identifica con ellos.

Otro los encontrará excesivos. Otro los va a

odiar. Pero tienen una transparencia en su fervor

que acaso trasmitan tanto como una pintura

de Daniel Santoro. “Ese pueblo, en los dos primeros

años del gobierno de Perón, vaciaba los

almacenes, las carnicerías, las rotiserías. Ese pueblo

no ahorraba. La razón era sencilla. Tenía

hambre. Bien pronto comenzaría a comprar la

casita, el aparato de radio, la heladera” (Ibid., p.

405). En esta memoria colectiva, en este inconsciente

perseverante, en esta inercia histórica, en

esta memoria que nadie logró borrar, se entiende

la persistencia del peronismo. Sus triunfos

electorales. El pobre mete la boleta del peronismo

en la urna y siempre espera que algo de lo

que de allí surgió una vez, durante los años

dorados, vuelva a surgir. Sigue Arregui: “Durante

la ‘década infame’ (...) Los mendigos pululaban

en las calles de Buenos Aires. En las escalinatas

del subterráneo, mujeres jóvenes y desharrapadas

imploraban la caridad pública con el

tétrico muestrario de sus criaturas hambrientas.

En el interior se robaban de noche las gallinas

para comer. Los empleados de comercio llegaban

a la vejez sin jubilaciones, los obreros eran

vejados o desatendidos por los organismos del

trabajo (...). En la Argentina sólo veraneaban las

clases pudientes. Todo esto terminó en 1946. La

vida de los argentinos se modificó. Semejante

cambió trajo sus trastornos. Los cines llenos, los

estadios llenos, las confiterías llenas. Los comercios,

hasta entonces desiertos, no daban abasto.

Se desatendía al público y los empleados se mostraban

insolentes. Pero el público podía comprar.

Se viajaba con dificultades. Pero los lugares

de veraneo estaban abarrotados. Las clases privilegiadas

protestaban. Pero las capas bajas de la

población conocieron derechos a la vida que les

habían sido negados bajo el inexorable dominio

material y político de la oligarquía (...). La Argentina

ofrecía el más alto nivel de vida de América

Latina y uno de los más altos del mundo. El

Estado financió espectáculos de cultura popular

durante una década, como los mundialmente

famosos conciertos de la Facultad de Derecho,

con los mejores directores del orbe y enteramente

gratuitos. (Algo totalmente cierto, JPF.). El

Teatro Colón, tradicional lugar de la oligarquía,

fue abierto a los sindicatos obreros. Este efectivo

elevamiento de la vida material y cultural de la

población argentina tenía una base real. A saber,

una política nacional en gran escala que por primera

vez se ensayaba en la Argentina” (Ibid., pp.

405/406. Cursivas nuestras.)

Lo del Teatro Colón no tiene desperdicio. Se

sabe que los conchetos de este país (personajes

pasionalmente aliados al ridículo) no dicen “ir al

Colón” sino “ir a Colón”. Bien, ahora tenían

que “ir a Colón” a escuchar, no a Beniamino

Gigli o a Toscanini, sino a “Marianito” Mores.

Que, como era muy jovencito, no era aún

“Mariano”. Desde luego, no iban. Que fuera la

grasada, ellos no se iban a mezclar con esa gente.

Pero, con Perón, Marianito Mores mete su

orquesta sinfónica de tango en el Primer Coliseo.

Mores es un gran compositor de tangos,

ojo. Ha trabajado con Discépolo. Escribió Uno,

Una lágrima tuya, Cafetín de Buenos Aires, Cuartito

azul, El patio de la morocha, El firulete,

Adiós, Grisel, Adiós pampa mía, Tanguera (obra

maestra instrumental que incluye un tema de

Schubert y que fue parte destacada de la película

Moulin rouge, bailada por Nicole Kidman.). Y

una joya, una obra maestra del ritmo, de la lujuria

pianística, del lucimiento milonguero:

Taquito militar. Que estaba dedicado (algo que

Marianito, que no sufrió como Hugo Del carril,

supo tachar no bien se vino la Libertadora) a

Franklin Lucero, jefe de Estado Mayor del Ejército

del General Perón. Además actuó con

intensidad en el cine peronista. Como las

Legrand. Y ahí fue nomás: a injuriar al Colón.

Horror, espanto, vergüenza. La chusma nos

ocupa nuestros santuarios. Para colmo, Marianito

les toca Taquito militar, dedicado a Lucero. Y

hasta se manda con uno de esos horrorosos

mamarrachos sinfónicos a lo Rachmaninoff:

Poema en tango. En fin, después, ya viejo, con

ese peluquín escarlata que se ponen los tangueros

(Salgán, conmovedor, se pinta el bigote que

ya no le crece: no deja de ser un artista sublime

por eso), Marianito habrá de tocar para casi

todos los gobiernos. Lo recuerdo en una de esas

fiestas de Punta del Este con Menem, Geraldine

Chaplin y Catherine Deneuve. Marianito acaba

de tocar y saluda a Menem con una inclinación

veloz y algo impersonal. Debe haber cobrado un

vagón de guita.

Y dice Arregui: “Cualquiera sea el juicio sobre

el régimen de Perón, los hechos están allí” (Ibid.,

p. 408). No tenían ninguna duda: los hechos lo

avalaban. ¿Quién podía discutir esos hechos?

¿Milcíades Peña? Pero, ¿qué era esa charlatanería

sobre la conciencia de clase, las conquistas autónomas

de la clase obrera y las que el Estado le

entregaba sin que luchara? ¿Para que iba a

luchar? Era feliz. Era la patria del bienestar. La

patria en el pueblo tenía lo que nunca había

tenido. Lo que siempre se le había negado. El

“chamamé de la buena digestión”, como dirá

Discépolo. Y entonces lo de Milton Eisenhower:

vino a “capitular” al país de la abundancia.

¿Quién nos iba a gobernar de afuera si aquí estaban

Perón y las masas? Y la izquierda, ¡¿la

izquierda!? Rodolfo Ghioldi, en 1957, declara

orgulloso en La Nación que un abuelo suyo

había visto al general Mitre. Caramba, qué

orgullo, qué se le puede pedir a la vida después

de eso. Arregui no es mezquino en cifras. Se le

podrán refutar, pero habrá que tomarse el trabajo.

Sus cifras son fuertes, aplastantes, las cifras

de la prosperidad, de la felicidad. Admito que

Arregui era más amigo de las estadísticas que yo.

Sin embargo, Perón cae. ¿Por qué? Porque el

pueblo se había “ablandado” con tanto bienestar.

Los sindicalistas de la CGT se volvieron

burocracia. Y la “propia y dominante personalidad

de Perón” asumió en sí lo que

debió transformar en “combatividad

revolucionaria de las

masas y de sus dirigentes”

(Ibid., p. 427). Concluye

Arregui sintetizando

sin

mayor orden ni

rigor la tarea

devastadora de

la Libertadora

con las conquistas

que el pueblo

peronista había

conseguido en

diez años de

Gobierno. Nos

ocuparemos de

esto.

TULIO HALPERIN

DONGHI, “LA SEÑORA

NO ERA ASÍ”

Llegó el momento de la antítesis de

Arregui. Así como el pobre Juan José

estuvo borrado (pero borrado, eh)

durante la primavera alfonsinista,

Tulio Halperin Donghi fue declarado el

gran historiador argentino. Yo –como tantos

otros– fui alumno de él en la calle Viamonte

430, donde, según Ernesto Laclau,

“empezó todo”. Halperin era más bien

gordito de joven, hablaba muy fuerte en

sus teóricos y hasta una vez se quedó sin

voz de tanto que la esforzaba. Era adjunto

de un profesor sin muchas luces de nombre

–si no me falla la memoria– Luis

Aznar. Dictaban Introducción a la

Historia. Hice una exposición de Collinwood

y me fue muy bien. Luego vino el golpe

de Onganía y Tulio se fue a Estados Unidos.

Un exilio de lujo. No bien el país se le puso

incómodo, se fue. Se podían hacer muchas cosas

en la Universidad todavía. De hecho, a mí, que

no estaba recibido aún, me pusieron al frente de

una comisión de trabajos prácticos que tenía

doscientos alumnos. Era muy sencillo. Psicología

no se dictaba y todos los tipos de esa materia se

anotaban en Antropología filosófica para no perder

el cuatrimestre. Conrado Eggers Lan, que

estaba al frente de la cátedra, me llamó: “José,

¿podría hacerse cargo de una comisión de trabajos

prácticos? Tenemos ochocientos inscriptos”.

Le dije que sí. Le pregunté qué daba. Él me dijo

que pensaba dar Marx. “¿Qué texto le gustaría

dar a usted?” “Los Manuscritos del ’44, Conrado.

Estoy trabajando eso.” “Bueno, dé eso.” “Ah,

me olvidaba”, recordé. “Yo no cursé ni aprobé

esta materia.” “Bueno, pero necesito gente. Y

usted se las va a arreglar.” Así las cosas, en 1966,

bajo la dictadura de Onganía, cursillista, fascista,

apaleador de universitarios, dicté en el segundo

cuatrimeste de 1966 –mientras todos decían

que nada se podía hacer en la Universidad– los

Manuscritos económico filosóficos de 1844 de Karl

Marx, editados por Fondo de Cultura Económica

con unas horribles anotaciones de Erich

Fromm que evité por completo. Tenía doscientos

alumnos, tenía veintitrés años y la vida me

parecía llena de infinitas posibilidades, un horizonte

tan lejano que su fin no se veía, que acaso

no lo tuviera.

Pero Halperin Donghi se fue. Natural: tendría

muy buenas ofertas y habrá llegado con la

aureola del exiliado. Lo encontré recién en

noviembre de 1984. Era un Congreso en la

Universidad de Maryland organizado por Saúl

Sosnowsky. Eran los inicios de la democracia, el

tiempo de Alfonsín. El sarcasmo de Tulio llegó

a sus más altas cumbres. En cierto momento,

burlándose abiertamente de la Juventud Peronista

(“Esa generación que marchaba alegremente

al desastre”) contó una anécdota. Algunos

militantes de la JP iban a ver a la vieja actriz

peronista Delia Parodi y le hablaban de Evita.

Le hablaron con fervor. Le habrán hablado –en

suma– de esa concepción que la JP construyó de

Evita: su guevarización. Un Che con faldas. Y

de otras cosas. De su militancia. De la inspiración

que era para ellos. Entonces Tulio Halperin

Donghi –burlándose de esos jóvenes, la

mayoría, posiblemente, desaparecidos– dijo:

“Y Delia Parodi les dijo: ‘Vean, chicos: la señora

no era así’” Como diciéndoles “no sean

ingenuos, no se hagan ilusiones, yo la conocí,

no tenía nada que ver con eso que ustedes

están imaginando”. La carcajada de los eminentes

intelectuales que ahí estaban fue

abrumadora. Acaso algunos no rieron. El

chiste, de todos modos, era bueno. Y era el

momento

III

de burlarse de los jóvenes peronistas, reyes del

“malentendido”, que se habían inventado todo,

que habían sido ingenuas marionetas en manos

del manipulador fascista que siempre se negaron

a ver y que ellos, viejos antiperonistas (gorilas),

conocían de memoria. Me guardé la bronca.

Eran tiempos de derrota. Se marcaba a fuego a

los culpables del desastre y parte esencial del

mismo había sido la ingenuidad, el “malentendido”

de esos jóvenes que no escucharon a sus

padres, quienes les habrían advertido que Perón

era un nazifascista y no el líder revolucionario

que ellos, a causa de su juventud, de su inexperiencia,

creían que era. Se trataba de un discurso

de viejos resentidos. Habían perdido durante

años el centro de la escena. ¿Quién leyó a Halperin

Donghi en los setenta? Habían quedado a un

costado, esperando, rumiando su ausencia de

protagonismo. Ahora podían volver dando cátedra.

¡Ah, si nos hubieran escuchado! Ese es el

costo de desoír la voz de los mayores. Nosotros

podríamos haberles dicho que Delia Parodi tenía

razón. Que Evita era la señora anodina del retrato

de Manteola y no esa “pasionaria” que había

dibujado Carpani. (Esto, suponiendo que conocieran

a Carpani o a la CGT de los Argentinos,

de donde ese dibujo había sido originario. Ya

veremos que Halperin parece no haber tenido

noticias de Rodolfo Walsh.) Les habríamos dicho

también que la señora usaba trajes de Dior, que

era amiga de Franco, que lucía la Orden de Isabel

la Católica y que era, como su marido, fascista.

Pero ustedes no escucharon a sus mayores. Alicia

Dujovne Ortiz lo dice: “chismes de viejos”, refiriéndose

al “nazismo” de Perón. Y en esto no se

equivoca. Los pibes de la JP no eran teóricos del

peronismo. Yo, que tenía ya treinta años en

1973, sí. Era profesor desde hacía años y había

escrito unas cuantas cosas. Una vez llegué a dar

una charla en Salta. Se me acerca un compañero

de la JP, un morocho preocupado: “Che, José,

vino un tipo del FIP y nos dijo que Perón era un

burgués nacional. Y nada más, dijo. ¿Cómo?

¿Perón no fue un líder revolucionario?” ¿Y qué le

iba a decir? Si le decía que Perón había sido un

burgués nacional le debilitaba su fe, la fe que

necesitaba para su praxis, ahí, en Salta. Estas

cosas no las saben ni las supieron Halperin

Donghi o aun Sebreli porque ya eran viejos en

esa época. O, al menos Sebreli, tenía los años

suficientes como para no ser joven. De aquí,

pienso a veces, su resentimiento, su bronca visceral:

Se la perdió. Se la perdieron, señores. Se perdieron

la experiencia revolucionaria más importante

que tuvo este país. ¿O alguien duda que fue precisamente

eso? Y si no, ¿por qué mataron a todos

los que mataron? Se la perdieron. Ahora junten

bronca. Hablen del malententendido. Digan que

todos los pibes de la JP eran una caterva de boludos

meloneados por un viejo nazifascista. Se la

perdieron. Porque ni esto pueden entender. Sólo

pueden arrojar injurias. Entender la enorme

complejidad de los hechos, nunca. O de otro

modo. Como uno comprende las campañas de

Napoleón. O la batalla de Caseros. O el asesinato

de Facundo. Pero no estuvo ahí. Hay un olor de

los hechos. Hay un clima espeso de la historia en

el momento del acontecimiento. Hay caras, hay

sonrisas, hay llantos, hay abrazos. Yo nunca voy a

claudicar de mis convicciones esenciales porque

todavía veo las caras de tantos compañeros que

mataron, torturaron o tiraron al Río de la Plata.

Es así. Los veo en el triunfo. En la derrota. En el

miedo. En la incertidumbre. En el dolor. Los veo

en la plaza del 25 de mayo de 1973. Y tengo

sobre esa plaza una certeza de hierro: Esa fue la

jornada más gloriosa de la izquierda argentina.

No voy a disculparme por estos desvíos que se

relacionan con experiencias mías. Este texto se

publica en entregas. Será un libro y conservará

este aliento. Es el aliento de eso que la “entrega

semanal” posibilita: Ir descubriendo cosas sobre la

marcha. Ahora veo algo que acaso ustedes ya

hayan visto hace rato. Esto es un ensayo. Participa

del universo teórico. Pero tiene mucho de

narración. Esto es, entonces, una novela teórica. Así

desearía que se lo lea y así pienso seguir escribiéndolo.

Si algún teórico piensa que esto le resta

rigurosidad al texto, que se olvide. Al contrario.

El más grande ensayo escrito en nuestra patria es

una novela teórica. Lo saben: es el Facundo. No

creo estar escribiendo el Facundo del peronismo.

(Además, conociendo esta jungla, ni loco lo

diría.) Pero no me pienso privar de lo narrativo

en una historia tramada por las pasiones más desmedidas,

los odios más extremos, por la vida y

por la muerte. Creo que puedo arriesgarme.

Publiqué mi primera novela en 1979. Sé que soy

un buen novelista, sé que no soy el mejor y Dios

me libre de ocupar ese espacio. Pero, por si no lo

saben, voy a decirlo: me he ganado algunos derechos

en la ficción y en el ensayo. También escribí

guiones cinematográficos que muchos conocen.

Justamente el de Eva Perón (que tuvo esa gran

actuación de Esther Goris, que en buena medida

lo ha tornado insoslayable: no habrá otra Eva

como ella) será utilizado cuando nos ocupemos

de Eva. Esto es, entonces, una novela teórica.

Entre la precisión del concepto y la narratividad

literaria se tramarán muchos de sus pasajes.

UN CALÍGULA BONACHÓN

Volvemos a Halperin Donghi y partimos de

un pasaje en que se ocupa de Eva Perón. Sin sarcasmos,

con toda seriedad, THD analiza el

“renunciamiento” de Evita. Notable lo que ocurre

con Eva. Aun los peores gorilas la respetan.

Será por su muerte dolorosa y temprana o por

algo de su temple pasional, pero es así. “La candidatura

de la señora de Perón” (escribe THD)

“fue vetada por el ejército y su esposo se inclinó

ante ese veto” (Tulio Halperin Donghi, Argentina

en el callejón, Ariel, Buenos Aires, 2006, p.

134). Observemos ahora el señalamiento que

hace THD: la pasión de Eva es genuina. Si el

régimen se hubiera tomado en serio como ella lo

había hecho otra habría sido su historia: “La

mujer de rostro tenso y afilado” (escribe), que

había surgido de la alegre y exuberante Evita de

los primeros tiempos de grandeza, era en parte el

producto de una enfermedad implacable, que fue

resistida con temple admirable, en el que se mostraba

una recia autenticidad. Ese valor y esa consagración

figuraron, junto con la devoción tan

firme de las grandes masas populares, entre las

pocas cosas serias de una época que no pareció

advertir del todo que la obra de transformación

social que le estaba históricamente fijada era

digna de ser tomada en serio” (Ibid., pp.

134/135). Señala, entonces, THD que sólo Eva

Perón asume la seriedad de la tarea que debía realizarse.

Todo lo demás no tomó en serio su papel

histórico. Suponemos que sería arduo encontrar

demasiados ejemplos de tal cosa entre los años

1946 y 1951. Pero Halperin da un salto notable

y se concentra en un período que –en efecto–

resulta arduo de explicar. A partir de 1954, el

Gobierno empieza a organizar a los grupos juveniles

mediante la U.E.S. secundaria y la C.G.U.

universitaria. Perón se pone con fervor al frente

de tal tarea. “Luego de la muerte de Eva Perón

(escribe Halperin Donghi), su esposo, lejos de

mostrar la reserva dolorida que hubiese sido

decente, se lanzó con frenesí a actividades que

hacían de él una suerte de Calígula bonachón.

Estas etapas finales del régimen que mostraron al

jefe del Estado capitaneando por las calles céntricas

de la capital a una muchedumbre de morrudas

adolescentes, esas etapas que rodearon a la

silueta deliciosamente absurda de la motoneta de

un equívoco aire erótico, esas etapas en que el

‘Líder de los Trabajadores’ agregaba a múltiples y

sonoros apelativos el extrañamente familiar de

Pocho, esas etapas acaso no pueden explicarse sin

tomar en cuenta el hecho, más patético que grotesco,

de que el general estaba atravesando, en

posición demasiado expuesta a la curiosidad

pública, el delicioso y angustioso verano de San

Juan de su vida erótico-sentimental” (Ibid., pp.

140/141). El texto de Halperin Donghi es preciso,

pega donde tiene que pegar, su sarcasmo tiene

esta vez dónde herir y la expresión Calígula bonachón

puede ser considerada un hallazgo literario

de alta eficacia.

La foto en cuestión aparece (¡cómo se la iban a

perder!) en la tapa del segundo tomo del libro de

Gambini. Parece más Menem que Perón. Se lo

ve sonriente y el gorrito (al que se le llamaba

“pochito”, por el simpático apelativo “Pocho”

con que ya todos llamaban al “coronel sindicalista”)

cubre el rostro de Perón hasta los ojos. Tiene

una campera blanca y encabeza una caravana.

Pero no se ven chicas. Lástima para Gambini y

sus editores. ¿Qué pasó? ¿No consiguieron una

con chicas de la UES? Porque había a montones.

Fue toda una época. Fue la tonalidad del Perón

de su última etapa en la Presidencia. Aquí, lo

acompañan unos señores que se ven tan patéticos

como él. Sucede con la llamada motoneta que no

es una moto ni un auto. No tiene otra entidad

que la del ridículo. Tiene algo de juguete frágil y

bobo. Si uno recuerda esos Mercedes Benz

negros, brillosos, en que se exhibía Hitler, advierte

que, de eso, la motoneta nada. La cuestión

–aún misteriosa para mí– es la causa del exhibicionismo

bobo. No faltarán peronistas jurásicos

que hablarán de la importancia del deporte y de

otras pavadas por el estilo. Políticamente, Perón

le entregaba a la oposición un material de burla

inapreciable. Ya en el ’55, el cómico Adolfo

Stray, en el teatro de revistas El Nacional, cruzaba

el escenario, de izquierda a derecha, manejando

una motoneta, con el gorrito pochito, seguido

por una serie de coristas que le gritaban “¡Pocho!

¡Pocho!”. Stray les decía: “¡Vamos, chicas!” y

desaparecía por derecha. La clase media y alta

que asistía al espectáculo reía a carcajadas. También

en El Nacional se hizo célebre el monologuista

Pepe Arias. Todos iban a escucharlo. Arias

no se privaba de nada. Me ha dicho un amigo

gorila que tengo –y al que quiero mucho– que,

luego del golpe, la gente fue a El Nacional y

cuando salió Pepe Arias a decir su monólogo lo

aplaudieron de pie durante diez minutos. ¡Qué

momento, don Pepe, la Historia lo acarició! ¿Lo

imaginan? Todos de pie, aplaudiendo. ¿Qué

aplaudían? Al monologuista que había ayudado a

que la libertad y la democracia retornaran al país.

Volvía el país de nuestros padres y de nuestros

abuelos. El tirano se había ido.

Pero la Historia tiene sus vueltas. Ese gorro

pochito, ese gorro que Perón usaba para ir en la

llamada “pochoneta”, se transformaría, diecisiete

años después, en un símbolo de la transgresión,

de la burla a los modos solemnes de la oligarquía,

a las formalidades de tantos presidentes

fraudulentos, a las rigideces cuarteleras de los

militares, al sistema entero del país burgués, en

el encuadre que le dio la Juventud Peronista. La

cosa fue así: al día siguiente del primer regreso

de Perón, el del 17 de noviembre de 1972, toda

la militancia fue a verlo a Gaspar Campos, residencia

en la que el líder esperado durante todos

esos años se había instalado. Yo iba en tren con

mi amigo Arturo Armada: él dirigía Envido, yo

era miembro del Consejo de Redacción. Suben

unos cuantos militantes ruidosos. Muchachos de

alguna villa, con bombos, con mucha alegría. Se

ponen a cantar la marcha de Los muchachos peronistas.

Yo sabía su letra por los actos de la época

y por haberla cantado en quinto y sexto grado

del colegio primario. Pero siempre tenía problemas

con esa estrofa sobre la Argentina grande

con que San Martín soñó. Como me trabé,

Arturo me miró y dijo: “Tenés tus buenos problemas

con la Marcha vos, eh”. Era decir: vos

sabés más de Hegel que del peronismo. Algo de

eso había. Muchas cosas las habíamos tenido que

aprender de pronto. Hubo que hacerse peronista.

Ya vamos a ver el tema de las 20 verdades después

de Ezeiza. Llegamos a Gaspar Campos. Era

impresionante. Había pibes de la JP hasta arriba

de los cables de luz. La consigna era: La Casa de

Gobierno/ cambió de dirección/ está en Vicente

López/ por orden de Perón. A esto se le llamaba

doble poder. El poder del régimen estaba en la

Casa Rosada (Lanusse). Y el poder del pueblo en

Gaspar Campos (Perón). De pronto, un griterío

infernal. Todos gritan: “¡Perón! ¡Perón! ¡Perón!”.

Y ahí estaba el Viejo. Asomado a una ventana.

Vestía un piyama claro y saludaba con los brazos

abiertos, como él, como Perón. A un lado, López

Rega. Al otro, Isabel. Ni idea teníamos aún de lo

que esto significaba. Abrevio: al rato, alguien

grita “¡El pochito!”. Y todos empiezan a gritar:

“¡El pochito! ¡El pochito!”. Ignoro de dónde lo

sacaron, pero en breve tiempo Perón, muy divertido,

se ponía el célebre, el injuriado, el parodiado

hasta el insulto y la carcajada soez, pochito.

Para qué. Fue el delirio. Perón saludaba y tenía

puesto el pochito. A mi lado (lo juro), alguien

dijo: “¿Se reían del pochito? Ahora se lo van a

tener que meter en el culo”.