Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del
Peronismo
Página/12
La caída de Perón
Sabemos que las narraciones no tienen
por qué ser lineales. Al contrario,
el quiebre de la linealidad
otorga prestigio a tantas narraciones
que sobran los escritores que
creen recibirse de genios por medio de ese mero
artilugio que ya Walter Benjamin reclamaba en
sus Tesis sobre filosofía de la historia (1940). Y
que aún antes de esa fecha varios escritores habían
impulsado. Pero los ensayos suelen ser lineales.
¿Para qué ser lineales con el peronismo? No
estamos haciendo su historia. Ni su historia
política, ni su historia social, ni su historia económica.
Estamos haciendo su filosofía política.
Estamos tratando de pensarlo. Pongamos,
entonces, que por el momento me he hartado de
Milcíades Peña y (sin abandonarlo) incursiono
en otros autores. Cada uno de ellos ha dado su
visión sobre el peronismo. ¿Dónde está la verdad?
¡Ah, la verdad! Ese sí que es un tema. El
que crea tenerla no sabe qué es la verdad. La verdad
no es. Establecer la verdad sobre algo sería
matarlo, cosificarlo, darle un sentido definitivo
entre los infinitos sentidos que sin duda tiene.
El 17 de octubre hubo gente en la calle y al final
de la jornada un coronel de nombre Perón dio
un discurso a una multitud reunida en
de Mayo. ¿Esto es una verdad? No, esto es un
hecho. Una verdad no es un hecho. Célebremente
–en una de esas frases martillo que tantas
cabezas reventara– Friedrich Nietzsche dijo: No
hay hechos, hay interpretaciones. Iba a escribir,
irónicamente por cierto: “Nietzsche se despertó
una mañana y dijo”. Me habría referido a esa
modalidad antisistemática de su pensamiento.
Nietzsche es el pensador menos sistemático de la
historia de la filosofía. Pero esa frase vale oro:
No hay hechos, hay interpretaciones. Todos sabemos
más o menos qué ocurrió el 17 de octubre.
Sabemos los hechos. Pero, ¿qué interpretación
les damos? El pensamiento es la lucha de las
interpretaciones. Las verdades colisionan. No
hay verdades inocentes. Las verdades representan
intereses. La verdad es la cristalización de la
interpretación. Su estatuto en tanto sistema.
Pero el hecho es mudo. El hecho no dice nada o
dice lo apenas elemental. El mero punto de partida.
Ahí empieza esa tarea que llamamos hermenéutica.
Ahí empieza la lucha de las interpretaciones.
De aquí que deje por el momento a
Milcíades y me concentre en otros autores.
Busco lo diferente, lo alternativo, lo contradictorio.
Digo: atención, veamos el espectáculo de
la diferencia. Por ejemplo: Milton Eisenhower
llega a
la mayoría– viene a integrar al peronismo al sistema
económico del capitalismo de libre empresa
norteamericano. ¡Perón se traiciona!, gritan
alborozados señores que luego apoyarán gobiernos
pro norteamericanos hasta la náusea. Pero
no importa. Perón había jurado que se cortaría
un brazo antes de pedir un crédito a un banco
extranjero. La llegada de Milton Eisenhower es
la desmentida de esa afirmación. Sin embargo,
Juan José Hernández Arregui afirmará:
“EE.UU. ensayó el recurso de bloquear económicamente
a
más remedio que ‘capitular’ mandando a Milton
Eisenhower” (Juan José Hernández Arregui, La
formación de la conciencia nacional, Hachea,
Buenos Aires, 1970, p. 415). Hernández Arregui
hizo aquí un uso extremo de la hermenéutica.
No hay hechos, hay interpretaciones. Pero
esto no significa que se pueda interpretar cualquier
cosa. Hay interpretaciones que se vuelven
contra el interpretador. Decir que Milton Eisenhower
vino a “capitular” es tener una fe a toda
prueba sobre un peronismo que, en ese momento,
empezaba a exhibir aristas de cansancio, de
cambio de rumbo, de negociaciones con sus
enemigos. Pero Hernández Arregui lo dijo. Ya
veremos a Peña señalar en la visita del señor
Eisenhower la otra cara de la moneda: la claudicación
del régimen. Algo que tampoco es así.
Estas cuestiones –en algún aspecto– benefician a
Perón. Porque luego de su caída el país se suma
al Fondo Monetario Internacional. Los “Milton
Eisenhower” llegan en manadas a dar “instrucciones”.
Y en cuanto al Contrato con la petrolera
California (que fue un caballito de lucha de la
oposición), ¿cuántos contratos decididamente
peores se hicieron a partir de su caída? Hasta el
“héroe” de la defensa de nuestro petróleo ante la
“entrega” del peronismo, Arturo Frondizi (que
había escrito como parte de esa lucha un célebre
libro, Petróleo y política), suscribió durante su
malhadada presidencia concesiones petroleras
que lo entregaron al escándalo y a la melancolía
de la clase ilustrada que lo apoyó creyendo ver
en él al político brillante que enterraría al
“populismo” peronista. En suma, eso que
durante el gobierno peronista era escandaloso fue
natural durante los gobiernos que lo sucedieron.
Que el Contrato con
escándalo bajo el peronismo revela la existencia
de un gobierno que cuidaba los recursos primarios,
la existencia del artículo 40 de
del ’49. Luego, esos contratos se firmaron a
espaldas de todo el mundo, sin debates, casi sin
resistencias. Frondizi es el mayor exponente de
este engaño, de esta palabra que se ofreció y fue
luego burlada. (Nota: ¡Cuántos dolores han causado
en este país a los sufridos intelectuales sus
adhesiones generosas a políticos en los que creyeron!
Digámoslo sin vueltas: habrían merecido
mejor gente. La generación de Contorno habría
merecido algo mejor que al sinuoso Frondizi.
Los jóvenes peronistas del ’70 no merecieron al
Perón que se vino con Isabel y el matarife de
López Rega, al Perón que lo puso a Alberto
Villar (siniestro agente de contrainsurgencia formado
por
al frente de
les burló en la cara diciéndoles que era “un buen
policía” como si no supiera quién era, como si
no tuviera su foja de servicios, el listado completo,
implacable de sus hazañas de “matazurdos”.
¡Es un buen policía! Los tiempos de Frondizi y
los muchachos de Contorno son –de todos
modos– tiempos idílicos o no de barbarie, no de
muerte, al lado de los tiempos de Perón y los
jóvenes peronistas. Porque sería muy unilineal
referirse sólo a los desatinos o a las francas aberraciones
de Perón para entender una época que
no nos entregaría algo de su inteligibilidad si no
incluyéramos en ella las aberraciones de la
izquierda peronista. Tampoco Perón ni la ciudadanía
argentina (que acababa de elegirlo democráticamente
con el 62% de los votos y esperaba
un futuro menos macabro) se merecían el alevoso
asesinato de José Ignacio Rucci con veinticuatro
balazos, en el perfecto estilo de
“Fuimos nosotros.” “Fue la orga.”
“Fue
“Hay que poner el mejor fiambre en la mesa de
negociaciones.” ¡Cuánta locura! Una pregunta
incómoda que recién responderemos mucho
más adelante: luego del asesinato de Rucci, quienes
tenían acceso a la conducción de Montoneros,
¿no sospecharon en manos de quiénes estaban?
Porque nosotros –los tipos de superficie–
no le habíamos visto la cara a esa conducción.
En el acto de Atlanta lo vimos a Firmenich dar
un discurso. Pero de lo de Rucci nos enteramos
por la increíble frase: “Fuimos nosotros”.
Recuerdo mi estupor: “¿Nosotros?”. Y el de un
par de compañeros. Uno sobre todo. Dijo lo
que todos queríamos decir: “Disculpen, pero yo
no maté a Rucci. Así que ese ‘Fuimos nosotros’
que
Bonasso cuenta que Firmenich explica: “Oficialmente
que Rucci fue ejecutado por
Lo explica en términos estratégicos: la
lucha contra el vandorismo como aliado del
imperialismo en el movimiento obrero y su responsabilidad
personal en la masacre de Ezeiza.
No estoy de acuerdo y lo digo. Rucci era un
burócrata fascista y su gente torturó compañeros
en Ezeiza, pero su asesinato es una abierta provocación
a Juan Perón”. Debió agregar: y a
todos los que fueron a votar por un país que en
medio de ese desastre trataba de buscar un camino
democrático y acababa de lograrlo. Sigue
Bonasso: “El Pepe recién se impacienta cuando
argumento que una organización revolucionaria
no puede producir un ajusticiamiento sin asumirlo
públicamente, porque si no, equipara sus
acciones a las de un servicio de inteligencia. La
frase, me parece, conspira contra mis posibilidades
de ascenso” (Miguel Bonasso, Diario de un clandestino,
Planeta, Buenos Aires, 2000, pp.
141/142. Cursivas mías). Se trata de un texto
notable. Bonasso ve todo con claridad:
actúa como un servicio de inteligencia. Sin
embargo, ¡decide seguir en ella y lamenta que
ese señalamiento fundamental que hizo conspire
contra sus posibilidades de ascenso! A ver, ensayemos
una expresividad inusual. Bonasso, yo te
conozco, vos me conocés. Sos un tipo bárbaro.
Seguís peleando, no te quebraste, estás en causas
valiosas para el país. Escribiste libros importantes.
Con perdón, seré franco (para eso es la
amistad y el respeto hacia vos): ¿tanto te sedujo,
te engañó, te encegueció ese conductor de esa
Orga que, según vos veías con claridad, actuaba
como un servicio de inteligencia? ¿Por qué mierda
tantos tipos valiosos como vos, Gelman,
Urondo, ¡¡¡Walsh!!!, se comieron la conducción
de Firmenich? Ahí hay un punto negro. ¿Por
qué se comieron a Galimberti? Perón no se
equivocaba cuando decía que el problema estaba
en el horizonte directivo. No sé si –de haber
dado un paso al costado ese “horizonte directivo”–
habría integrado a los militantes de
porque nadie puede saber nada de esa época
sangrienta e incierta, a veces impenetrable. Pero
ustedes, que los veían, ¿estaban ciegos? ¿No les
bastó con el asesinato de Rucci? ¿No advirtieron
el delirio? ¿Quiénes eran? ¿Los marineros del
capitán Ahab, fascinados, como ellos, por la
locura del jefe? (Subnota: en cuanto a los que
hacen circular por
por mis críticas a la conducción de Montoneros
no se molesten más por ahora. Esperen: ni
siquiera empecé con Firmenich.)
HERNÁNDEZ ARREGUI,
MILTON EISENHOWER VIENE
A RENDIRSE
Vamos a ocuparnos –no extensamente– de
Hernández Arregui, Murmis y Portantiero y
Tulio Halperin Donghi. No necesito aclarar
ciertas cosas a esta altura. No haré una exposición
“pedagógica” de sus textos. Andaremos un
poco alrededor de ellos y veremos qué pueden
decirnos de nuevo o qué reflexiones nos pueden
provocar. Son bien distintos: Hernández Arregui
es un más que convencido peronista. Murmis
y Portantiero buscan la precisión académica.
Y Halperin Donghi es inefable, qué les puedo
decir. Sus libros son apuntes algo elementales,
las memorias de un gorila sarcástico, lleno de
arbitrariedades, de olvidos. Y pasa por ser el
mejor historiador argentino. Ya veremos cómo
ha logrado esto. Siempre es atrayente revisar un
texto suyo pues tiene ligereza, entretiene y es tan
alta la autoestima del personaje que sus líneas,
cree él (y uno se divierte observándolo ejercer
esta creencia), son la mismísima, incuestionable,
verdad de la historia.
Juan José Hernández Arregui fue un símbolo
de los ’70. Era parte de la llamada “corriente
nacional”. Algo heterogénea: Puiggrós, Jorge
Abelardo Ramos, José María Rosa, Fermín Chávez,
Arturo Jauretche y el mencionado Arregui.
La formación tardó en reeditarse. Aparecía en
fascículos de los centros de estudiantes. Por fin,
un luminoso día, aparece. Helo aquí: ¡La formación
de la conciencia nacional! Si los jóvenes de
los ’70 querían ser peronistas el libro les contaba
la historia que necesitaban. Se agotó en días o, a
lo sumo, en una semana. Un best-seller revolucionario.
Todos lo leían. Todos lo comentaban.
Hernández Arregui era un buen tipo. Le pusieron
una bomba. Hirieron mal a su mujer, él se
salvó. (Esto fue antes del ’73.) Y se murió, como
Jauretche, en el ’74. Alguna generosa mano divina
los salvó a los dos. De lo contrario, eran boleta
o se tenían que ir en menos de tres horas del
país. Bien, Hernández Arregui respondía todos
los cuestionamientos que la derecha o la izquierda
le hacían al peronismo. Era fundamental para
la militancia. ¿Cómo era la cosa? Por ejemplo,
en un barrio a un militante le decían: “El peronismo
no impulsó la industria pesada. Eso acentuó
la dependencia del país”. El militante tenía
dos libros. Uno, el de Hernández Arregui. Y
otro –muy usado– el de dos personajes de la
época que se perdieron en la noche de los tiempos
o en alguna empresa multinacional (
Cola según parece, ¡qué destinos hay en este
país!). Este libro se llamaba Peronismo y no
recuerdo qué cosa más. Sus autores eran Fernan-
II
do Alvarez (hermano de Chacho, si no me equivoco
y creo que no) y Juan Pablo Franco, bajito,
con anteojos, muy inteligente, vanidoso. Era el
Manual de respuestas del buen militante JP. Si de
la industria pesada venía la mano, el militante
buscaba y ahí estaba la cosa y así con todo. ¿Crisis
agraria? ¿Que la crisis agraria demostró la
debilidad de la economía peronista? Arregui
escribía: “Y la ‘profunda crisis agraria’ lo fue
tanto que una sequía natural sin precedentes de
dos años, no logró disminuir el nivel de vida del
pueblo argentino” (Ibid., p. 399). Juan José
Hernández Arregui es un Discépolo del ensayo.
Se me permitirá una cita extensa. Pero quiero
que se vea el entusiasmo discepoliano de sus textos.
Alguno, por ahí, se identifica con ellos.
Otro los encontrará excesivos. Otro los va a
odiar. Pero tienen una transparencia en su fervor
que acaso trasmitan tanto como una pintura
de Daniel Santoro. “Ese pueblo, en los dos primeros
años del gobierno de Perón, vaciaba los
almacenes, las carnicerías, las rotiserías. Ese pueblo
no ahorraba. La razón era sencilla. Tenía
hambre. Bien pronto comenzaría a comprar la
casita, el aparato de radio, la heladera” (Ibid., p.
405). En esta memoria colectiva, en este inconsciente
perseverante, en esta inercia histórica, en
esta memoria que nadie logró borrar, se entiende
la persistencia del peronismo. Sus triunfos
electorales. El pobre mete la boleta del peronismo
en la urna y siempre espera que algo de lo
que de allí surgió una vez, durante los años
dorados, vuelva a surgir. Sigue Arregui: “Durante
la ‘década infame’ (...) Los mendigos pululaban
en las calles de Buenos Aires. En las escalinatas
del subterráneo, mujeres jóvenes y desharrapadas
imploraban la caridad pública con el
tétrico muestrario de sus criaturas hambrientas.
En el interior se robaban de noche las gallinas
para comer. Los empleados de comercio llegaban
a la vejez sin jubilaciones, los obreros eran
vejados o desatendidos por los organismos del
trabajo (...). En
clases pudientes. Todo esto terminó en 1946. La
vida de los argentinos se modificó. Semejante
cambió trajo sus trastornos. Los cines llenos, los
estadios llenos, las confiterías llenas. Los comercios,
hasta entonces desiertos, no daban abasto.
Se desatendía al público y los empleados se mostraban
insolentes. Pero el público podía comprar.
Se viajaba con dificultades. Pero los lugares
de veraneo estaban abarrotados. Las clases privilegiadas
protestaban. Pero las capas bajas de la
población conocieron derechos a la vida que les
habían sido negados bajo el inexorable dominio
material y político de la oligarquía (...).
ofrecía el más alto nivel de vida de América
Latina y uno de los más altos del mundo. El
Estado financió espectáculos de cultura popular
durante una década, como los mundialmente
famosos conciertos de
con los mejores directores del orbe y enteramente
gratuitos. (Algo totalmente cierto, JPF.). El
Teatro Colón, tradicional lugar de la oligarquía,
fue abierto a los sindicatos obreros. Este efectivo
elevamiento de la vida material y cultural de la
población argentina tenía una base real. A saber,
una política nacional en gran escala que por primera
vez se ensayaba en
405/406. Cursivas nuestras.)
Lo del Teatro Colón no tiene desperdicio. Se
sabe que los conchetos de este país (personajes
pasionalmente aliados al ridículo) no dicen “ir al
Colón” sino “ir a Colón”. Bien, ahora tenían
que “ir a Colón” a escuchar, no a Beniamino
Gigli o a Toscanini, sino a “Marianito” Mores.
Que, como era muy jovencito, no era aún
“Mariano”. Desde luego, no iban. Que fuera la
grasada, ellos no se iban a mezclar con esa gente.
Pero, con Perón, Marianito Mores mete su
orquesta sinfónica de tango en el Primer Coliseo.
Mores es un gran compositor de tangos,
ojo. Ha trabajado con Discépolo. Escribió Uno,
Una lágrima tuya, Cafetín de Buenos Aires, Cuartito
azul, El patio de la morocha, El firulete,
Adiós, Grisel, Adiós pampa mía, Tanguera (obra
maestra instrumental que incluye un tema de
Schubert y que fue parte destacada de la película
Moulin rouge, bailada por Nicole Kidman.). Y
una joya, una obra maestra del ritmo, de la lujuria
pianística, del lucimiento milonguero:
Taquito militar. Que estaba dedicado (algo que
Marianito, que no sufrió como Hugo Del carril,
supo tachar no bien se vino
Franklin Lucero, jefe de Estado Mayor del Ejército
del General Perón. Además actuó con
intensidad en el cine peronista. Como las
Legrand. Y ahí fue nomás: a injuriar al Colón.
Horror, espanto, vergüenza. La chusma nos
ocupa nuestros santuarios. Para colmo, Marianito
les toca Taquito militar, dedicado a Lucero. Y
hasta se manda con uno de esos horrorosos
mamarrachos sinfónicos a lo Rachmaninoff:
Poema en tango. En fin, después, ya viejo, con
ese peluquín escarlata que se ponen los tangueros
(Salgán, conmovedor, se pinta el bigote que
ya no le crece: no deja de ser un artista sublime
por eso), Marianito habrá de tocar para casi
todos los gobiernos. Lo recuerdo en una de esas
fiestas de Punta del Este con Menem, Geraldine
Chaplin y Catherine Deneuve. Marianito acaba
de tocar y saluda a Menem con una inclinación
veloz y algo impersonal. Debe haber cobrado un
vagón de guita.
Y dice Arregui: “Cualquiera sea el juicio sobre
el régimen de Perón, los hechos están allí” (Ibid.,
p. 408). No tenían ninguna duda: los hechos lo
avalaban. ¿Quién podía discutir esos hechos?
¿Milcíades Peña? Pero, ¿qué era esa charlatanería
sobre la conciencia de clase, las conquistas autónomas
de la clase obrera y las que el Estado le
entregaba sin que luchara? ¿Para que iba a
luchar? Era feliz. Era la patria del bienestar. La
patria en el pueblo tenía lo que nunca había
tenido. Lo que siempre se le había negado. El
“chamamé de la buena digestión”, como dirá
Discépolo. Y entonces lo de Milton Eisenhower:
vino a “capitular” al país de la abundancia.
¿Quién nos iba a gobernar de afuera si aquí estaban
Perón y las masas? Y la izquierda, ¡¿la
izquierda!? Rodolfo Ghioldi, en 1957, declara
orgulloso en
había visto al general Mitre. Caramba, qué
orgullo, qué se le puede pedir a la vida después
de eso. Arregui no es mezquino en cifras. Se le
podrán refutar, pero habrá que tomarse el trabajo.
Sus cifras son fuertes, aplastantes, las cifras
de la prosperidad, de la felicidad. Admito que
Arregui era más amigo de las estadísticas que yo.
Sin embargo, Perón cae. ¿Por qué? Porque el
pueblo se había “ablandado” con tanto bienestar.
Los sindicalistas de
burocracia. Y la “propia y dominante personalidad
de Perón” asumió en sí lo que
debió transformar en “combatividad
revolucionaria de las
masas y de sus dirigentes”
(Ibid., p. 427). Concluye
Arregui sintetizando
sin
mayor orden ni
rigor la tarea
devastadora de
con las conquistas
que el pueblo
peronista había
conseguido en
diez años de
Gobierno. Nos
ocuparemos de
esto.
TULIO HALPERIN
DONGHI, “
NO ERA ASÍ”
Llegó el momento de la antítesis de
Arregui. Así como el pobre Juan José
estuvo borrado (pero borrado, eh)
durante la primavera alfonsinista,
Tulio Halperin Donghi fue declarado el
gran historiador argentino. Yo –como tantos
otros– fui alumno de él en la calle Viamonte
430, donde, según Ernesto Laclau,
“empezó todo”. Halperin era más bien
gordito de joven, hablaba muy fuerte en
sus teóricos y hasta una vez se quedó sin
voz de tanto que la esforzaba. Era adjunto
de un profesor sin muchas luces de nombre
–si no me falla la memoria– Luis
Aznar. Dictaban Introducción a la
Historia. Hice una exposición de Collinwood
y me fue muy bien. Luego vino el golpe
de Onganía y Tulio se fue a Estados Unidos.
Un exilio de lujo. No bien el país se le puso
incómodo, se fue. Se podían hacer muchas cosas
en
no estaba recibido aún, me pusieron al frente de
una comisión de trabajos prácticos que tenía
doscientos alumnos. Era muy sencillo. Psicología
no se dictaba y todos los tipos de esa materia se
anotaban en Antropología filosófica para no perder
el cuatrimestre. Conrado Eggers Lan, que
estaba al frente de la cátedra, me llamó: “José,
¿podría hacerse cargo de una comisión de trabajos
prácticos? Tenemos ochocientos inscriptos”.
Le dije que sí. Le pregunté qué daba. Él me dijo
que pensaba dar Marx. “¿Qué texto le gustaría
dar a usted?” “Los Manuscritos del ’44, Conrado.
Estoy trabajando eso.” “Bueno, dé eso.” “Ah,
me olvidaba”, recordé. “Yo no cursé ni aprobé
esta materia.” “Bueno, pero necesito gente. Y
usted se las va a arreglar.” Así las cosas, en 1966,
bajo la dictadura de Onganía, cursillista, fascista,
apaleador de universitarios, dicté en el segundo
cuatrimeste de 1966 –mientras todos decían
que nada se podía hacer en
Manuscritos económico filosóficos de 1844 de Karl
Marx, editados por Fondo de Cultura Económica
con unas horribles anotaciones de Erich
Fromm que evité por completo. Tenía doscientos
alumnos, tenía veintitrés años y la vida me
parecía llena de infinitas posibilidades, un horizonte
tan lejano que su fin no se veía, que acaso
no lo tuviera.
Pero Halperin Donghi se fue. Natural: tendría
muy buenas ofertas y habrá llegado con la
aureola del exiliado. Lo encontré recién en
noviembre de 1984. Era un Congreso en la
Universidad de Maryland organizado por Saúl
Sosnowsky. Eran los inicios de la democracia, el
tiempo de Alfonsín. El sarcasmo de Tulio llegó
a sus más altas cumbres. En cierto momento,
burlándose abiertamente de
(“Esa generación que marchaba alegremente
al desastre”) contó una anécdota. Algunos
militantes de
peronista Delia Parodi y le hablaban de Evita.
Le hablaron con fervor. Le habrán hablado –en
suma– de esa concepción que
Evita: su guevarización. Un Che con faldas. Y
de otras cosas. De su militancia. De la inspiración
que era para ellos. Entonces Tulio Halperin
Donghi –burlándose de esos jóvenes, la
mayoría, posiblemente, desaparecidos– dijo:
“Y Delia Parodi les dijo: ‘Vean, chicos: la señora
no era así’” Como diciéndoles “no sean
ingenuos, no se hagan ilusiones, yo la conocí,
no tenía nada que ver con eso que ustedes
están imaginando”. La carcajada de los eminentes
intelectuales que ahí estaban fue
abrumadora. Acaso algunos no rieron. El
chiste, de todos modos, era bueno. Y era el
momento
III
de burlarse de los jóvenes peronistas, reyes del
“malentendido”, que se habían inventado todo,
que habían sido ingenuas marionetas en manos
del manipulador fascista que siempre se negaron
a ver y que ellos, viejos antiperonistas (gorilas),
conocían de memoria. Me guardé la bronca.
Eran tiempos de derrota. Se marcaba a fuego a
los culpables del desastre y parte esencial del
mismo había sido la ingenuidad, el “malentendido”
de esos jóvenes que no escucharon a sus
padres, quienes les habrían advertido que Perón
era un nazifascista y no el líder revolucionario
que ellos, a causa de su juventud, de su inexperiencia,
creían que era. Se trataba de un discurso
de viejos resentidos. Habían perdido durante
años el centro de la escena. ¿Quién leyó a Halperin
Donghi en los setenta? Habían quedado a un
costado, esperando, rumiando su ausencia de
protagonismo. Ahora podían volver dando cátedra.
¡Ah, si nos hubieran escuchado! Ese es el
costo de desoír la voz de los mayores. Nosotros
podríamos haberles dicho que Delia Parodi tenía
razón. Que Evita era la señora anodina del retrato
de Manteola y no esa “pasionaria” que había
dibujado Carpani. (Esto, suponiendo que conocieran
a Carpani o a
de donde ese dibujo había sido originario. Ya
veremos que Halperin parece no haber tenido
noticias de Rodolfo Walsh.) Les habríamos dicho
también que la señora usaba trajes de Dior, que
era amiga de Franco, que lucía
Pero ustedes no escucharon a sus mayores. Alicia
Dujovne Ortiz lo dice: “chismes de viejos”, refiriéndose
al “nazismo” de Perón. Y en esto no se
equivoca. Los pibes de
peronismo. Yo, que tenía ya treinta años en
1973, sí. Era profesor desde hacía años y había
escrito unas cuantas cosas. Una vez llegué a dar
una charla en Salta. Se me acerca un compañero
de
vino un tipo del FIP y nos dijo que Perón era un
burgués nacional. Y nada más, dijo. ¿Cómo?
¿Perón no fue un líder revolucionario?” ¿Y qué le
iba a decir? Si le decía que Perón había sido un
burgués nacional le debilitaba su fe, la fe que
necesitaba para su praxis, ahí, en Salta. Estas
cosas no las saben ni las supieron Halperin
Donghi o aun Sebreli porque ya eran viejos en
esa época. O, al menos Sebreli, tenía los años
suficientes como para no ser joven. De aquí,
pienso a veces, su resentimiento, su bronca visceral:
Se la perdió. Se la perdieron, señores. Se perdieron
la experiencia revolucionaria más importante
que tuvo este país. ¿O alguien duda que fue precisamente
eso? Y si no, ¿por qué mataron a todos
los que mataron? Se la perdieron. Ahora junten
bronca. Hablen del malententendido. Digan que
todos los pibes de
meloneados por un viejo nazifascista. Se la
perdieron. Porque ni esto pueden entender. Sólo
pueden arrojar injurias. Entender la enorme
complejidad de los hechos, nunca. O de otro
modo. Como uno comprende las campañas de
Napoleón. O la batalla de Caseros. O el asesinato
de Facundo. Pero no estuvo ahí. Hay un olor de
los hechos. Hay un clima espeso de la historia en
el momento del acontecimiento. Hay caras, hay
sonrisas, hay llantos, hay abrazos. Yo nunca voy a
claudicar de mis convicciones esenciales porque
todavía veo las caras de tantos compañeros que
mataron, torturaron o tiraron al Río de
Es así. Los veo en el triunfo. En la derrota. En el
miedo. En la incertidumbre. En el dolor. Los veo
en la plaza del 25 de mayo de 1973. Y tengo
sobre esa plaza una certeza de hierro: Esa fue la
jornada más gloriosa de la izquierda argentina.
No voy a disculparme por estos desvíos que se
relacionan con experiencias mías. Este texto se
publica en entregas. Será un libro y conservará
este aliento. Es el aliento de eso que la “entrega
semanal” posibilita: Ir descubriendo cosas sobre la
marcha. Ahora veo algo que acaso ustedes ya
hayan visto hace rato. Esto es un ensayo. Participa
del universo teórico. Pero tiene mucho de
narración. Esto es, entonces, una novela teórica. Así
desearía que se lo lea y así pienso seguir escribiéndolo.
Si algún teórico piensa que esto le resta
rigurosidad al texto, que se olvide. Al contrario.
El más grande ensayo escrito en nuestra patria es
una novela teórica. Lo saben: es el Facundo. No
creo estar escribiendo el Facundo del peronismo.
(Además, conociendo esta jungla, ni loco lo
diría.) Pero no me pienso privar de lo narrativo
en una historia tramada por las pasiones más desmedidas,
los odios más extremos, por la vida y
por la muerte. Creo que puedo arriesgarme.
Publiqué mi primera novela en 1979. Sé que soy
un buen novelista, sé que no soy el mejor y Dios
me libre de ocupar ese espacio. Pero, por si no lo
saben, voy a decirlo: me he ganado algunos derechos
en la ficción y en el ensayo. También escribí
guiones cinematográficos que muchos conocen.
Justamente el de Eva Perón (que tuvo esa gran
actuación de Esther Goris, que en buena medida
lo ha tornado insoslayable: no habrá otra Eva
como ella) será utilizado cuando nos ocupemos
de Eva. Esto es, entonces, una novela teórica.
Entre la precisión del concepto y la narratividad
literaria se tramarán muchos de sus pasajes.
UN CALÍGULA BONACHÓN
Volvemos a Halperin Donghi y partimos de
un pasaje en que se ocupa de Eva Perón. Sin sarcasmos,
con toda seriedad, THD analiza el
“renunciamiento” de Evita. Notable lo que ocurre
con Eva. Aun los peores gorilas la respetan.
Será por su muerte dolorosa y temprana o por
algo de su temple pasional, pero es así. “La candidatura
de la señora de Perón” (escribe THD)
“fue vetada por el ejército y su esposo se inclinó
ante ese veto” (Tulio Halperin Donghi, Argentina
en el callejón, Ariel, Buenos Aires, 2006, p.
134). Observemos ahora el señalamiento que
hace THD: la pasión de Eva es genuina. Si el
régimen se hubiera tomado en serio como ella lo
había hecho otra habría sido su historia: “La
mujer de rostro tenso y afilado” (escribe), que
había surgido de la alegre y exuberante Evita de
los primeros tiempos de grandeza, era en parte el
producto de una enfermedad implacable, que fue
resistida con temple admirable, en el que se mostraba
una recia autenticidad. Ese valor y esa consagración
figuraron, junto con la devoción tan
firme de las grandes masas populares, entre las
pocas cosas serias de una época que no pareció
advertir del todo que la obra de transformación
social que le estaba históricamente fijada era
digna de ser tomada en serio” (Ibid., pp.
134/135). Señala, entonces, THD que sólo Eva
Perón asume la seriedad de la tarea que debía realizarse.
Todo lo demás no tomó en serio su papel
histórico. Suponemos que sería arduo encontrar
demasiados ejemplos de tal cosa entre los años
1946 y 1951. Pero Halperin da un salto notable
y se concentra en un período que –en efecto–
resulta arduo de explicar. A partir de 1954, el
Gobierno empieza a organizar a los grupos juveniles
mediante
universitaria. Perón se pone con fervor al frente
de tal tarea. “Luego de la muerte de Eva Perón
(escribe Halperin Donghi), su esposo, lejos de
mostrar la reserva dolorida que hubiese sido
decente, se lanzó con frenesí a actividades que
hacían de él una suerte de Calígula bonachón.
Estas etapas finales del régimen que mostraron al
jefe del Estado capitaneando por las calles céntricas
de la capital a una muchedumbre de morrudas
adolescentes, esas etapas que rodearon a la
silueta deliciosamente absurda de la motoneta de
un equívoco aire erótico, esas etapas en que el
‘Líder de los Trabajadores’ agregaba a múltiples y
sonoros apelativos el extrañamente familiar de
Pocho, esas etapas acaso no pueden explicarse sin
tomar en cuenta el hecho, más patético que grotesco,
de que el general estaba atravesando, en
posición demasiado expuesta a la curiosidad
pública, el delicioso y angustioso verano de San
Juan de su vida erótico-sentimental” (Ibid., pp.
140/141). El texto de Halperin Donghi es preciso,
pega donde tiene que pegar, su sarcasmo tiene
esta vez dónde herir y la expresión Calígula bonachón
puede ser considerada un hallazgo literario
de alta eficacia.
La foto en cuestión aparece (¡cómo se la iban a
perder!) en la tapa del segundo tomo del libro de
Gambini. Parece más Menem que Perón. Se lo
ve sonriente y el gorrito (al que se le llamaba
“pochito”, por el simpático apelativo “Pocho”
con que ya todos llamaban al “coronel sindicalista”)
cubre el rostro de Perón hasta los ojos. Tiene
una campera blanca y encabeza una caravana.
Pero no se ven chicas. Lástima para Gambini y
sus editores. ¿Qué pasó? ¿No consiguieron una
con chicas de
Fue toda una época. Fue la tonalidad del Perón
de su última etapa en
acompañan unos señores que se ven tan patéticos
como él. Sucede con la llamada motoneta que no
es una moto ni un auto. No tiene otra entidad
que la del ridículo. Tiene algo de juguete frágil y
bobo. Si uno recuerda esos Mercedes Benz
negros, brillosos, en que se exhibía Hitler, advierte
que, de eso, la motoneta nada. La cuestión
–aún misteriosa para mí– es la causa del exhibicionismo
bobo. No faltarán peronistas jurásicos
que hablarán de la importancia del deporte y de
otras pavadas por el estilo. Políticamente, Perón
le entregaba a la oposición un material de burla
inapreciable. Ya en el ’55, el cómico Adolfo
Stray, en el teatro de revistas El Nacional, cruzaba
el escenario, de izquierda a derecha, manejando
una motoneta, con el gorrito pochito, seguido
por una serie de coristas que le gritaban “¡Pocho!
¡Pocho!”. Stray les decía: “¡Vamos, chicas!” y
desaparecía por derecha. La clase media y alta
que asistía al espectáculo reía a carcajadas. También
en El Nacional se hizo célebre el monologuista
Pepe Arias. Todos iban a escucharlo. Arias
no se privaba de nada. Me ha dicho un amigo
gorila que tengo –y al que quiero mucho– que,
luego del golpe, la gente fue a El Nacional y
cuando salió Pepe Arias a decir su monólogo lo
aplaudieron de pie durante diez minutos. ¡Qué
momento, don Pepe,
imaginan? Todos de pie, aplaudiendo. ¿Qué
aplaudían? Al monologuista que había ayudado a
que la libertad y la democracia retornaran al país.
Volvía el país de nuestros padres y de nuestros
abuelos. El tirano se había ido.
Pero
pochito, ese gorro que Perón usaba para ir en la
llamada “pochoneta”, se transformaría, diecisiete
años después, en un símbolo de la transgresión,
de la burla a los modos solemnes de la oligarquía,
a las formalidades de tantos presidentes
fraudulentos, a las rigideces cuarteleras de los
militares, al sistema entero del país burgués, en
el encuadre que le dio
cosa fue así: al día siguiente del primer regreso
de Perón, el del 17 de noviembre de 1972, toda
la militancia fue a verlo a Gaspar Campos, residencia
en la que el líder esperado durante todos
esos años se había instalado. Yo iba en tren con
mi amigo Arturo Armada: él dirigía Envido, yo
era miembro del Consejo de Redacción. Suben
unos cuantos militantes ruidosos. Muchachos de
alguna villa, con bombos, con mucha alegría. Se
ponen a cantar la marcha de Los muchachos peronistas.
Yo sabía su letra por los actos de la época
y por haberla cantado en quinto y sexto grado
del colegio primario. Pero siempre tenía problemas
con esa estrofa sobre
con que San Martín soñó. Como me trabé,
Arturo me miró y dijo: “Tenés tus buenos problemas
con
sabés más de Hegel que del peronismo. Algo de
eso había. Muchas cosas las habíamos tenido que
aprender de pronto. Hubo que hacerse peronista.
Ya vamos a ver el tema de las 20 verdades después
de Ezeiza. Llegamos a Gaspar Campos. Era
impresionante. Había pibes de
de los cables de luz. La consigna era:
Gobierno/ cambió de dirección/ está en Vicente
López/ por orden de Perón. A esto se le llamaba
doble poder. El poder del régimen estaba en la
Casa Rosada (Lanusse). Y el poder del pueblo en
Gaspar Campos (Perón). De pronto, un griterío
infernal. Todos gritan: “¡Perón! ¡Perón! ¡Perón!”.
Y ahí estaba el Viejo. Asomado a una ventana.
Vestía un piyama claro y saludaba con los brazos
abiertos, como él, como Perón. A un lado, López
Rega. Al otro, Isabel. Ni idea teníamos aún de lo
que esto significaba. Abrevio: al rato, alguien
grita “¡El pochito!”. Y todos empiezan a gritar:
“¡El pochito! ¡El pochito!”. Ignoro de dónde lo
sacaron, pero en breve tiempo Perón, muy divertido,
se ponía el célebre, el injuriado, el parodiado
hasta el insulto y la carcajada soez, pochito.
Para qué. Fue el delirio. Perón saludaba y tenía
puesto el pochito. A mi lado (lo juro), alguien
dijo: “¿Se reían del pochito? Ahora se lo van a
tener que meter en el culo”.