lunes, 18 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 7 .- José P. Feinmann



Peronismo

José Pablo Feinmann

Filosofía política del Peronismo

Página/12

7 Peronismo

y

catolicismo



No pareciera haber sido la inesperada

o sorpresiva aparición del

presidente de la República en

motoneta por las calles de Buenos

Aires (seguido por las deportivas

chicas de la UES) la que impulsó a la Iglesia

Católica a entrar en conflicto con él. ¿Cuál

fue el motivo del choque en que se enmarcó la

embestida final de todo el país antiperonista

contra el gobierno? Halperin Donghi da por

aceptado que el peronismo había decidido

implementar una “política conservadora” (Ibid.,

p. 141). Esta cuestión admite distintos puntos

de vista. Sin duda, hechos como el meneado

Congreso de la Productividad, la radicación de

capitales extranjeros, la llegada de Milton

Eisenhower y el contrato con la petrolera California

marcan tendencias del Gobierno a manejarse

cautelosamente con quienes –no lo ignora–

son y serán sus enemigos. Perón quiere

hacer –bajo su control– lo que luego harán desbocadamente

los héroes liberales del ’55, que,

en esta coyuntura, eran todos defensores de la

soberanía nacional, enemigos del capital extranjero,

de incentivar la productividad del proletariado

y hasta, si hiciera falta, irritados adversarios

de los intereses de Estados Unidos. No

encuentro en las tan cacareadas, señaladas y

censuradas “concesiones del régimen” algo que

sea esencial en el debilitamiento del peronismo.

El debilitamiento del peronismo venía de antes y

tenía que ver con la ausencia de una organización

revolucionaria de las masas más que con su “claudicación”

ante el capital extranjero o el contrato

con la California. Aclaremos, de todos modos,

que todos los que se desgarraron las vestiduras

por la California, los dólares de los yanquis o la

incentivación de la productividad de los obreros

fueron, en su mayoría, una caterva de hipócritas

que luego harían concesiones infinitamente

peores a las tibias medidas que estaba impulsando

el peronismo en una encrucijada en que

debía negociar con el Imperio o pedirles a los

obreros mayor productividad. Si de esto se tratara,

además, nadie más autorizado que el

gobierno nacional y popular para pedirles a los

obreros un esfuerzo para respaldar una economía

que muchas veces había sido puesta, sin

más, al servicio de ellos. Nada de esto llega a

configurar “una política conservadora”. En

todo caso, los tibios intentos del peronismo de

negociar con el Imperio norteamericano están a

una distancia inmensurable de la relación de

complementariedad o pertenencia que vino después.

El problema que acabó con el peronismo

se enmarcó en un problema con la Iglesia Católica.

“La obra del régimen (escribe Halperin,

quien, a no dudarlo, jamás les diría “régimen” a

los gobiernos de Frondizi o de Illia, elegidos

con el peronismo proscripto –por más buen

tipo que fuera Illia–, o a la mismísima Libertadora,

a la que opta por llamar “gobierno revolucionario”)

invadía el campo asistencial, y sin

privarlo totalmente del sello católico que tradicionalmente

había tenido el país, lo marcaba,

aún más vigorosamente, con su signo político”

(Ibid., p. 141). Cierto: la Iglesia Católica apoya

levemente al peronismo de los inicios y luego ve

que el movimiento le roba protagonismo. La

Iglesia requiere de la pobreza como del pan. Si

hay pobres tiene que haber sacerdotes que den

esperanzas, que den consuelo, que digan que

Dios sanará toda enfermedad, dará sosiego a

todo dolor, comida a los hambrientos. ¿Qué

son si no hoy las multitudinarias peregrinaciones

a San Cayetano? Apena ver a tantos ir en

busca de nada, de la manipulación, de la compasión

cedida desde un poder que no hizo nada

en este país por frenar la más grande matanza

de su historia. Si los hombres de Dios de 1976

lo querían, si viajaban en busca del Papa y le

decían la verdad y si conseguían una sola, aunque

fuese mínima condena papal, se habrían salvado

miles, miles de vidas en la Argentina. Pero

no: el Ejército luchaba contra el marxismo, enemigo

de la Iglesia, y esa lucha era justa. El catolicismo

argentino –que es parte del Estado y vive

a su amparo, dado que el Estado lo subsidia–

sabe siempre muy bien dónde está el enemigo.

Ante la falta de cohesión de los enemigos del

peronismo vio la posibilidad de unificar la

lucha. Perón, decidido, les declara la guerra:

propone reabrir los prostíbulos, suprime la diferencia

entre hijos legítimos e hijos extramatrimoniales,

¡autoriza a los blasfemos divorciados a

volverse a casar! Elimina la educación religiosa

en las escuelas del Estado, medida que no se

llegó a implementar. Suspende los aportes del

Estado a la enseñanza privada religiosa. Y se

lanza a un camino que –se sabe– busca llegar a

la separación de la Iglesia del Estado. Halperin

Donghi admite que estas reformas “estaban

lejos de ser innecesarias” (Ibid., p. 142. Si el

gobierno actual de Cristina Fernández tomara

alguna de estas medidas lograría lo que logró

Perón en 1955: la “oposición” entera, con la

ultracatólica Carrió a la cabeza, se le iría encima

acusándola de extremismo montonero, de buscar

erradicar las creencias religiosas fundamentales

que dan identidad a nuestro país. Así estamos,

todavía.) ¿Alguien recuerda la lucha que

hubo que llevar en 1988, bajo el gobierno de

Alfonsín, para promulgar la ley de divorcio? Yo,

de sobra. Recién ahí me pude casar con una

mujer que era mi amada compañera desde hacía

ocho años. ¡Teníamos que vivir en pecado por

los sacerdotes argentinos! Seres detestables

como José María Muñoz –que mandó a las

muchedumbres del Mundial Juvenil a demostrarle

a la organización de derechos humanos de

la OEA que visitaba nuestro país (porque en el

mundo se sabía la masacre que aquí tenía lugar)

que aquí reinaba la concordia y que los argentinos

éramos derechos y humanos– hicieron

publicidad anti-divorcio con, por ejemplo,

Maradona. Era más joven nuestro “ídolo nacional”

y lo manipularon fácil. Fue así: Maradona

hacía “jueguito” con una pelota, hacía su

magia, lo que él puede hacer. Y el Gordo

Muñoz aparecía y decía: “Qué bien, Diego.

Cómo se ve que venís de una familia con amor,

con unidad. De una verdadera familia. Lo que

sos lo sos por tu familia”. La organización católica

fascista Tradición, Familia y Propiedad sacó

afiches que decían: Divorcio, ¡condenación

maligna! Esto, en 1988. Finalmente salió la ley

de divorcio. Y seré, sin duda, un poco pelotudo,

pero cuando la jueza nos dijo: “A partir de

ahora, al amor que los une se le une la ley” se

me aflojaron los pantalones. Hoy, es cierto,

nadie se casa. Y está bien. Pero en ese momento

hacerlo era un acto contra la derecha argentina,

encabezada una vez más por el poder católico.

EL PERONISMO CARECE DE

“ESPRIT DE FINESSE”

El peronismo, en 1954, no tenía una oposición

cohesionada. Había negociado lo suyo

con los yanquis. Las masas siempre lo

apoyaban. El Ejército leal era susceptible

a sus beneficios y a sus prebendas

y el debate por la

California no prosperaba

demasiado. Cooke, un

por entonces brillante

diputado,

lo

había

atacado

con más fundamentos que los Frondizi o

los Alende. Pero había dos extremos: Perón se

detenía ahí y lejos de construir poder –como lo

había hecho magistralmente entre 1943 y

1945– boludeaba con la pochoneta (nombre

que definitivamente adquirió el aparatito de la

derrota por medio de una conjunción entre

“pocho” y “motoneta”), se distraía en la UES,

organizaba los campeonatos “Evita”, recibía a

Gina Lollobrigida, a Nicola Paone y lo peor, lo

que no tiene perdón ni retorno: se dejó invadir

por todo tipo de alcahuetes, obsecuentes,

corruptos, aventureros, chantas. La figura que

encarnó todas estas calamidades fue Juan Duarte,

el hermano de Evita, el secretario del General.

(Nota: Veremos, al hablar de Eva, ya que

largamente nos ocuparemos de su figura pasionaria,

las irritantes boberías, zalamerías, las

infames adulaciones ilimitadas que una Cámara

de Diputados presidida por Cámpora diría

sobre ella a propósito del Monumento que le

preparaban. Dan asco: si ése era el peronismo

en 1952 –y Perón no arrasaba con él poniendo

a cuadros de la jerarquía de John William

Cooke– iba, como fue, al derrumbe inglorioso.)

Juancito, así le decían, era un Isidoro Cañones

cuyo padre no era el Coronel Cañones sino el

Coronel Perón, que lo “apadrinaba”. Mientras

vivió Evita ella le dio carta blanca para lo que

quisiera. “Estamos robando, Juancito”, le decía

su socio. “Yo no puedo robar. ¿Cómo voy a

robar si todo es mío? Soy el hermano de Evita

y el secretario privado de Perón” (Cfr: Ay

Juancito, dirección de Héctor Olivera,

guión mío y de Olivera). Le decían

Jabón Lux. La propaganda de

este producto decía: “El

jabón que usan nueve

de cada diez estrellas

de cine”. Juancito,

lo mismo.

Anduvo con

cuanta mina de

Buenos Aires se

le cruzó.

Sobre todo

con dos:

Fanny

II

Navarro y Elina Colomer. Fanny era arrabalera,

peronista brava. La siguió de cerca a Evita y

filmó películas importantes bajo la protección

de Juancito. El grito sagrado, por ejemplo. La

Colomer era más fina, se cuidó más, se supo

esconder a tiempo. De aquí el destino diferenciado

de ambas luego de la caída de Perón. A

Fanny la borraron de todas partes. Murió sola,

olvidada y miserable. La Colomer llegó a protagonizar

La Familia Falcón, una comedia televisiva

de los sesenta, hecha bajo los tiempos

furiosos del antiperonismo. Ella era la madre

ejemplar. Y el otro... Se habían dicho siempre

dos cosas de Pedrito Quartucci: una, el tamaño

privilegiado de su miembro viril. Otra: que

había sido amante de Evita, antes de que ella

conociera a Perón, durante los años de la radio.

Quartucci, cauteloso, siempre negó la versión.

Lo notable de esto es que el padre y la madre

ejemplares de la familia Falcón, los Ingalls de la

Argentina gorila de los sesenta, uno, Quartucci,

decían que se había volteado a Evita y la otra,

Colomer, había sido clamorosamente la amante

oficial de Juan Duarte. ¿Por qué los destinos

tan dispares de Colomer y Navarro? Navarro se

ideologizó, se hizo militante, filmó –con Pedro

Maratea– cortos de propaganda, habló en Ateneos

Eva Perón, fue la actriz del “régimen”. La

otra se cuidó. De todos modos –aunque se cuidara,

el odio de la Libertadora calaba hondo–,

siempre me sorprendió la buena fortuna que

tuvo. No fue la de Hugo Del Carril ni la de

muchos artistas más. La Libertadora, en esto,

no hacía más que continuar lo que el

peronismo había hecho. Lo absurdo

era que hacía de la democracia y de

la libertad sus banderas.

Hay un elemento que aún no

he introducido y sin el que nada

puede entenderse a fondo. No

se basa en las estructuras económicas,

en las clases sociales,

o en las relaciones de

producción. Por mencionar

algunos elementos

de “lo concreto”. No se

basa en nada de eso

pero lo expresa todo.

Para sus enemigos,

el peronismo carece

de “esprit de finesse”. Tanto la oligarquía como

la izquierda culta comparten este desdén. Hoy,

por ejemplo, este elemento está muy presente.

No en vano tantos “progresistas” se vuelcan a

las páginas de La Nación. Es sacar patente de

“culto”, de “fino”. También otorga este halo la

relación del intelectual con la academia argentina

pero, sobre todo, con la academia norteamericana

o francesa o, desde luego, la alemana. Si

se observa la bibliografía de los ensayos actuales

se verá que se cita –siempre que se puede– en

cualquier idioma que no sea el español aun

cuando el libro citado tenga edición española. A

lo sumo, el autor, benévolo, pone: “Hay edición

en español. Véase... tal cosa”. Con frecuencia,

esta atención hacia el lector no bilingüe

o trilingüe comme il faut corre a cargo del

editor, dado que el ensayista ni se molesta en tal

aclaración. Aun cuando se mencione la edición

en español, el autor no cita de ella, de modo

que es trabajoso encontrar esa cita. Si ustedes

consultan los suplementos de filosofía que

publiqué durante 2006 y 2007 en este diario

verán que los libros citados están en español. Y

eso que se trata de filosofía. Sólo cuando definitivamente

no existe el texto en nuestro idioma

uso una edición extranjera. Esto –que a muchos

bobos les sonará a populismo– es, en efecto,

carecer de “esprit de finesse”. Ser “nacionalista”.

Hoy, para un intelectual, querer ser comprendido

y ayudar al lector a comprender entregándole

los medios más accesibles para ello es ser

“nacionalista” o “populista”. Carecer de “esprit

de finesse”. El peronismo carece por completo

de tal cosa. Pensemos seriamente la cuestión:

ser peronista es ser grasa. El peronismo, al ser

grasa, al no tener “finesse”, carece de todo eso

que la “finesse” conlleva: las instituciones republicanas,

el Parlamento, la democracia, el liberalismo,

el constitucionalismo, el academicismo,

la alta cultura, el dominio de los idiomas

extranjeros, el grupo “Sur”, Borges, Bioy y Victoria.

La Sociedad Rural le fue siempre incómoda

al “progresismo” pero ella ponía por sobre

todas las cosas el “esprit de finesse”. Todavía en

el Jockey Club está la puerta de la antigua sede

injuriada por la barbarie. Esa herida aún se

exhibe. De todos modos, va poca gente por ahí.

Y durante la década del noventa se metieron

tanto en la escoria menemista que demostraron

–para toda la eternidad– que, si de los buenos

negocios se trata, la oligarquía manda al diablo

el “esprit de finesse”. No hubo peronista más

grasa, guarango, ajeno por completo a los “idiomas

extranjeros”, no hubo peronista que más haya

entrado a los salones tropezando con los muebles

(como decía el patricio Miguel Cané de los advenedizos),

no hubo peronista más impresentable,

más ajeno al “esprit de finesse” que Carlos

Menem. Y la oligarquía se le unió entusiasta.

Hizo miles de negocios infinitamente rentables

con él y su pandilla. Porque la oligarquía argentina

y los empresarios del capital financiero nacional

y transnacional viven obsesionados por la rentabilidad.

Y por ella se pueden aliar a lo más

groncho del peronismo o colaborar activamente en

un proyecto criminal que requiera la vida de

treinta mil personas. De aquí que haya sonado

tan grata a nuestros oídos la frase de Cristina F.

Porque dio en el clavo: la rentabilidad. De la

cual, les dijo a los empresarios, no piensa convertirse

en gendarme.

LA IGLESIA COHESIONA

A LA OPOSICIÓN

Si tomo la cuestión en este exacto punto es

porque en 1955 toda la reacción contra el peronismo

se organizó en torno del “esprit de finesse”.

A ver si soy claro: en 1955, Perón estaba

extraviado y cometía todo tipo de errores. El

principal fue lograr (porque fue obra de su torpeza)

que la oposición se nucleara alrededor de

la Iglesia, esa fuerza eterna del alma argentina,

imperecedera. Félix Luna trata bien el tema. “El

5 de noviembre casi todos los diarios oficiales

anunciaron con gran dedicación de espacio que

se había descubierto un grupo de pervertidos en

Rosario, y a través de perífrasis se daba a entender

que estaban vinculados al cardenal Caggiano”

(Félix Luna, Perón y su tiempo, Editorial

Sudamericana, Buenos Aires, 1993, p. 847. No

creo que muchos lectores tengan recuerdos amables

del cardenal Caggiano, unido luego a todas

las persecuciones de la Libertadora, a las conspiraciones

militares y a los golpes de Estado. Pero

eso no justifica lo que hace el peronismo en ese

momento. Sobre todo por su torpeza inenarrable.

Además, “pervertidos”. ¡Qué época! Pobrecitos

los homosexuales de los cincuenta. Tremendamente

lejos de ser “gays” debían cargar

con el mote de “pervertidos”. Entre otros tanto

o más injuriantes. Pero esto no le pertenecía

sólo al peronismo. Era la sociedad machista de

la eterna Argentina patriarcal, hecha por los

varones guerreros, por los hombres de coraje. En

fin, por toda esa ralea que cubre con su iconografía

y sus estatuas y los nombres de las calles el

ámbito visual –además del conceptual– de nuestro

país. En cuanto al cardenal Caggiano me he

quedado un poco corto. Importante personaje

de nuestras luchas políticas, nace en 1889, es el

primer obispo de Rosario y el 15 de agosto de

1959 el papa Juan XXIII lo lleva hasta la cima

del Arzobispado de Buenos Aires. Fallece el 29

de octubre de 1979 luego de haber denunciado

valientemente ante las autoridades vaticanas las

violaciones a los derechos humanos en la Argentina.

¿Alguien se creyó esto? No, ¿por qué será?

¿Por qué sonará tan absurdo, imposible, por qué

sonará como un sombrío, doloroso chiste? No,

señores: el cardenal Caggiano siempre tuvo clara

su misión terrenal, la defensa de los valores eternos

en esta tierra de pecados. En julio de 1971,

el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer

Mundo (¡cuántas esperanzas había despertado

este Encuentro!) emite un documento en el que

adhiere al Movimiento Peronista, al que considera

“revolucionario” por su potencial de masas

(este “potencial de masas” era el valor de verdad

que seducía a todos y los llevaba a sumarse al

peronismo, para alegría del Perón madrileño,

que manejaba todos los hilos: ya veremos su

interpretación de la “conducción” como arte).

Pero aquí es donde se hace oír la voz potente del

III

cardenal Caggiano. El mismo 11 de julio, el

mismo día en que los Sacerdotes para el Tercer

Mundo publican su Documento, el Cardenal ya

señala su carácter “marxista”. Los marxistas están

infiltrados en la Iglesia argentina y trabajan para

desunirla, para disociarla. En una furibunda

homilía afirma: “La libertad desaparecerá con el

marxismo y vendrán los campos de concentración

hasta para los escritores de fama mundial”.

¿Lo habrá dicho para proteger a Borges? Porque

otro “escritor de fama mundial” no teníamos por

aquí. Sabato era una figurita nacional que iba de

un lado a otro buscando ubicarse en alguno sin

que lo confundieran con un peronista, con un

marxista o con un cura del Tercer Mundo. Difícil

lo suyo. Caggiano, por fin y por esas cosas de

la historia, es quien celebra la Misa de cuerpo

presente cuando muere Perón antes de que el

féretro fuera trasladado al Salón Azul del Congreso.

Pero no fue un “descuido” ni “un cambio de

actitud luego de una larga reflexión” ni una respuesta

a algún mandato divino. El Perón para el

que el cardenal Caggiano oficia misa en 1974 le

era muy cercano al viejo luchador antimarxista.

Había tratado, vanamente, de erradicar un “Mal”

al que otros pondrían fin. Pero lo había intentado.

Había hecho lo suyo. Veremos qué fue lo que

hizo y cómo lo hizo. Veremos por qué se ganó

una Misa de su viejo enemigo, uno de los baluartes

de la caída de su primer gobierno. Es notable

aquí la transparencia de los hechos históricos,

que suelen ser tan poco lineales. No creo que la

relación Perón-Caggiano sea lineal, ni mucho

menos. Pero expresa ciertas persistencias que

entregan claridad a dos situaciones complejísimas:

1955 y 1974. En 1955, Perón era, para

Caggiano, un peligro para la Iglesia, su “régimen”

podía degenerar en un estallido de masas dada la

conflictividad política reinante. Hemos visto,

además, los otros factores “irritativos”. En 1974,

Perón era, para Caggiano, un aliado en la lucha

implacable de la iglesia contra el marxismo ateo.

Sobre esta temática es altamente recomendable el

libro de Horacio Verbitsky Cristo vence. Sobre

todo su tomo primero.) Perón reúne a sus gobernadores

y les pide informes sobre los sacerdotes

de sus provincias. ¡Para qué! En medio de la

alcahuetería reinante cada uno se esmera en contarle

todo tipo de historias en que los “hombres

de fe” quedan mal parados. No se sabrá jamás si

Perón necesitaba estos informes para el discurso

que dio. ¿Tendría la cuestión con el catolicismo

la gravedad que le dio? Porque su enfoque es impecable,

al menos en el planteo inicial. Denuncia que

la cuestión no es con los estudiantes católicos ni

con la Iglesia, sino que se está en presencia de la

revolución con que soñaban sus enemigos desde

hacía diez años y que ahora había encontrado su

epicentro en la Iglesia. En otras palabras (o en

palabras parecidas), la oposición –que no había

logrado nuclearse– encuentra en la Iglesia su bandera,

su centro de fe, su misión cuasi evangélica.

Anotemos similitudes notables con nuestro presente.

A los dos días de asumir su mandato, la

presidenta Cristina F recibe al cardenal Bergoglio,

una figura que tiene un poder difícilmente

explicable en la Argentina. O no. Bergoglio había

colisionado ya con Néstor Kirchner. Ahí, algunos

grupos de la desmembrada oposición que tiene

este Gobierno recordaron el conflicto tradicional

peronismo-Iglesia. La cosa no pasó a mayores.

Asume Cristina y ya hay una foto en que le

extiende la mano a Bergoglio y se la estrecha. No

sé por qué (o sí sé) pero Cristina ha de estrechar

una mano con más firmeza que el susodicho cardenal,

quien debe entregar la suya como una

esponja resbaladiza. He sido amigo de muchos

curas en mi vida. O de unos cuantos. Fueron

–¡por supuesto!– casi todos sacerdotes del Tercer

Mundo u otros que lo siguieron siendo en años

posteriores aunque ya no se definan así, dado que

también eso fue aniquilado en la Argentina. Respeto

a los hombres de fe. Y hasta diría que soy

–contradictoria, dificultosamente– uno de ellos.

Pero pocas veces vi a un cura con más cara de

cura que el cardenal Bergoglio. De cura-vaticano,

claro. ¿Por qué este hombre es tan poderoso en la

Argentina? Porque representa el poder del Vaticano.

Y porque late en su figura la posibilidad de

reunificar a la oposición si este “gobierno de montoneros”

comete errores graves. Esta situación –que

Cristina F trata de controlar recibiendo al escurridizo

(eso: se lo ve escurridizo, de modales cautelosos,

de palabras elegidas con circunspección,

de intrigas silenciosas, de asechanzas) Bergoglio–

fue la que Perón manejó pésimamente entregándole

a la oposición, que andaba a los tumbos, la

bandera de la fe, la causa de Cristo. En un pasaje

de su discurso, Perón se manda una de esas compadreadas

que han sido parte de su estilo:

“¡Déjenlos que formen lo que quieran! Si quieren

formar el Partido Demócrata Cristiano o Demócrata

Católico a nosotros no nos importa. Ahí

tienen: que vayan, que presenten su plataforma y

lo inscriban y que se presenten después a las elecciones.

¡Vamos a ver cuántos votos sacan!” (Luna,

Ibid., p. 177). Importa señalar (para ver las permanencias

en el estilo de hacer política de Perón

y, sobre todo, cuando, haciendo política, perdía

los estribos) las semejanzas entre el discurso contra

la Iglesia y el célebre “reto” televisivo (que fue

un golpe bajo, cruel y altanero) a los diputados

peronistas (de la Juventud Peronista) que se opusieron

a las Reformas al Código Penal que implicaban

reflotar toda la legislación represiva. Esto

fue en enero de 1974. Perón les dice a los jóvenes

diputados: “Nadie está obligado a permanecer en

una fracción política. El que no está contento, se

va (...) Lo que no es lícito, diría, es estar defendiendo

otras causas y usar la camiseta peronista

(...) El que no esté de acuerdo, se va. Por perder

un voto no nos vamos a poner tristes” (Baschetti,

Documentos 1973-1976, volumen I, ed. cit., pp.

400/401. Bastardillas mías). Esta última frase se

torna inolvidable por el modo en que la dijo:

sonriendo de costado, guiñando un ojo y levantando

el dedo índice de la mano derecha. Un

voto. Veremos qué le costó la guapeada de 1974.

Ahora veamos los resultados de la de 1954. “Con

su agresión –escribe Luna– había conseguido,

nada más ni nada menos, que inventar una oposición

nueva, una oposición no política sino apoyada

en una mística trascendente, una oposición

que antes podía ser latente y estar en una actitud

pasiva pero desde ahora se lanzaría a la lucha con

todo el fervor de las convicciones religiosas. Y,

además, brindaba a los partidos políticos y a la

contra, en general, una formidable trinchera que

no tardarían en aprovechar” (Luna, Ibid., p.

853). Resulta interesante lo que Luna señala a

propósito de este discurso. Le resulta inexplicable.

Convengamos que un historiador que le dedica

tres tomos (así era la edición original) a Perón (y

su tiempo) raramente confiesa que no hay “explicación

racional” para esta actitud de Perón. Lo

único que ensaya es que Perón se haya sentido

molesto por las críticas de los sectores a la UES.

Estas críticas, sin embargo, no sólo provenían de

la Iglesia. Gran parte del país (incluso muchísimos

peronistas) hacía chistes acerca de la UES.

Era un deporte nacional. Yo tendría diez años en

ese entonces y –en mi imaginación esponja de

niño de los cincuenta– la UES era sinónimo de

pecado. Luna, en rigor, se pregunta con honestidad

el tema. Y llega a concluir que “el poder

absoluto corrompe absolutamente”. Sin embargo,

todo provenía de algo más grave y menos psicologista.

No quiero decir que no incida en todo

esto la “psicología” de un tipo tan complejo (tan

difícilmente descifrable) como Perón, sino que

habrá que buscar las causas de esos dislates por

otras partes. Por la ausencia de una verdadera

organizatividad popular, por la burocratización

de los sindicatos y del Partido Peronista, por la

adulonería de la Cámara de Diputados y por los

serviles de los que Perón se rodeaba. Del modo

que sea, el peronismo había tomado y se proponía

tomar medidas muy perjudiciales para la Iglesia.

Las hemos visto: la Fundación Eva Perón asumía

la ayuda caritativa desde el Estado (más profunda

y generosa que esa a que la Iglesia acostumbraba),

se establecía el divorcio vincular, se eliminaba la

educación religiosa en las escuelas estatales, los

aportes a la enseñanza religiosa privada y se buscaba

el camino hacia una separación de la Iglesia

del Estado. Era la más grande blasfemia al Crucificado

que jamás hubiese tenido lugar.

BORLENGHI Y LA POLICÍA

Lo innegable es que la “cuestión con la Iglesia

galvanizó a la oposición. Es notable cómo se

puede observar cuándo la iniciativa política se

desplaza de un actor social a otro. Aquí, el peronismo,

ya está derrotado. Si tiene al Ejército no

lo tiene por convicciones sino por los buenos

tratos con que lo seduce. No hay militares peronistas.

Hay militares leales a Perón que lo seguirán

en tanto éste pueda seguir abriéndoles puertas

que les solucionen problemas o les permitan

desarrollarse en determinadas cuestiones nada

ligadas a intereses estratégicos importantes. El

sindicalismo cumple con sus funciones de garantizar

a los obreros lo que luego se les negará

durante décadas: un buen sueldo, una buena

vivienda, vacaciones, salud. Pero lo que uno

nota –desde la lejanía de los años, no quiero

decir nada más que esto: una lejanía que nos

permite cierta visión equilibrada y no conformista

en absoluto de los hechos– es que se tenía lo

que se tenía pero no se hacía nada para conservarlo.

O se hacía mal: Borlenghi, por ejemplo, decide

que la policía no puede ser apolítica. Que la

policía tiene que ser peronista. Pero una medida

de este tipo no se decide para defender a un régimen

(creo que, en este momento, el peronismo

es un “régimen”: ha perdido su vitalidad histórica

y ha afianzado solamente su estructura autoritaria)

sino para desarrollar un proceso revolucionario.

Por otra parte, Borlenghi sólo sinceró una

verdad que cualquiera sabe: la policía es siempre

la policía del poder. ¿O Ramón Falcón era un

policía de toda la sociedad argentina? ¿O Leopoldo

Lugones (hijo) no usaba la picana al servicio

del gobierno de Uriburu? ¿O la policía de

Aramburu no era la policía de Aramburu? Lo

que Borlenghi dijo fue que la policía no podía

pasar de un gobierno a otro y ser la policía de

todos. Que la de ellos tenía que ser peronista.

Pero la policía siempre fue ideologizada. Y siempre

tuvo valores básicos que fueron –por supuesto–

los que instauraron el país de la oligarquía:

respeto a las jerarquías, defensa de la propiedad,

castigo a las clases inferiores, respeto a las superiores,

palos a los huelguistas, adhesiones a las

patronales, catolicismo, clericalismo, nacionalismo,

antisemitismo, anticomunismo, etc. ¿Habrá

querido Borlenghi cambiar esa policía? Los

pequeños historiadores del gorilaje (me resulta

risueño y hasta tierno por su ingenuidad el libro

de Gambini: no falta nada, hasta lo de Nelly

Rivas está, creo que se le quedó en el tintero que

Perón era amante del boxeador negro Archie

Moore, ¿o no lo sería?) se horrorizan con el discurso

de Borlenghi, pero siempre fue así. Ocurre

que cuando el peronismo hace algo que las clases

dominantes hicieron siempre no se lo perdonan,

pero lo dan por naturalmente aceptado cuando

las mismas medidas, con otro plumaje, con otra

elegancia, otro glamour, otros personajes más

cultos y más distinguidos, vienen de manos del

eterno poder que ha dominado este país. Como

sea, luego de tanta historia que ha corrido tomada

de la mano compleja del peronismo, luego de

tanta obstinación en mantenerlo a flote, no deja

de ser cierto que siempre que jugó claramente

del lado “correcto”, del lado del poder, del lado

de las clases dominantes, de las clases hegemónicas,

se le aceptó todo y hasta se lo vio hermoso.

¿O no fue bello Menem para esos infalibles

miembros del establishment que fueron Alvaro

Alsogaray y su hija, la niña del tapado de visón,

de las piernas largas y los negocios turbios?