lunes, 18 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE 8 - José P. Feinmann



Peronismo

José Pablo Feinmann

Filosofía política del Peronismo

Página/12

8 El bombardeo del 16 de junio


Es ahora el 11 de junio de 1955. La

oposición al régimen vive sus días de

mayor dinamización política. Perón

–que debió advertirlo– nada hace.

Pone gente en cana, lo cual acentúa

su imagen represiva, crea mártires y crea también

torturadores y hechos aberrantes como la muerte de

Ingalinella. Que fue el único muerto del régimen

peronista. Notable hecho de este gobierno autoritario

y nazifascista. Mató a un solo tipo. A una excelente

persona, sin duda. Pero los de la Libertadora

–a menos de un año– ya fusilaban a Valle y los

suyos y ya llenaban de cadáveres el barro de José

León Suárez. Nada de qué asombrarse: era Ramón

Falcón que volvía, era el coronel Varela, era Justo,

eran –antes que ellos– los asesinos paranoicos

Ambrosio Sandes, Irrazábal y Wenceslao Paunero.

Ramón Estomba y Rauch. ¿O desde cuándo los

defensores de la democracia y la república tuvieron

buenos modales? En cuanto a la tortura, torturaron

diez veces más los de la Libertadora que los “famosos”

hermanos Cardozo, tornados célebres por la

literatura antiperonista. Es ahora, decíamos, el 11

de junio de 1955. Se hace “una gigantesca y belicosa

procesión de Corpus Christi” (Halperín Donghi,

Ibid., p. 143). Se produce un episodio lamentable

porque no sirvió para nadie: la quema de la bandera

argentina. Todavía veo la foto de Perón en Noticias

Gráficas. Mira con aire consternado la bandera chamuscada.

Todo se estaba poniendo muy espeso.

Yo, a esa edad, sólo recordaba a Perón como Presidente.

Les preguntaba a mis viejos: “¿Y si lo echan a

Perón, ¿quién va a ser presidente?”. Ingenua frase

infantil que revelaba un cándido respeto por el

orden institucional. ¿Cómo lo iban a echar a Perón

si él era el presidente? Después seguía jugando con

mi Mecano o leyendo Rayo Rojo o Misterix. Escribe

Halperín Donghi: “El 16 de junio a la protesta

desarmada siguió la tentativa de golpe militar: una

parte de la Marina y la Aviación se alzó contra el

gobierno, bombardeando y ametrallando lugares

céntricos de Buenos Aires. Esa noche, sofocado el

movimiento, ardieron las iglesias del centro de la

ciudad, saqueadas por la muchedumbre e incendiadas

por equipos especializados que actuaron con

rapidez y eficacia: en San Francisco, en Santo

Domingo, el fuego se llevó todo, hasta dejar tan

sólo el ladrillo calcinado de los muros; las cúpulas,

levantadas y rotas por la presión de los gases de

combustión, dejaron paso a llamaradas gigantescas”

(Ibid., p. 144). Acabamos de leer un texto indigno

de cualquier historiador. Es posible que yo sea

demasiado directo en algunas opiniones y eso me

reste “distancia académica” ante los hechos. Lo

siento. Academia, a mí me sobra. Eso no me preocupa.

Me eduqué en Viamonte 430 con los mejores

profesores de la primavera de Risieri Frondizi. El

plus que tengo sobre los académicos es que soy un

escritor. Y un escritor es un tipo que se maneja con

imágenes. Más aún si es también un guionista cinematográfico.

Alguna vez Jorge Lafforgue me contó,

con buen humor, que al eminente Halperín Donghi

lo único que le gustaba de mi obra era el guión

del policial En retirada. A mí, por ejemplo, cada vez

se me caen más de las manos sus libros tan exaltados

por algunos de sus seguidores. Escuche, Halperín

Donghi: usted no puede despachar la jornada

del 16 de junio diciendo “una parte de la Marina y

la Aviación se alzó contra el gobierno, bombardeando

y ametrallando lugares céntricos de Buenos

Aires”. Este texto es una ofensa a los derechos

humanos en la Argentina. Tampoco puede escribir

–como escribe sólo unas páginas más adelante– “El

año 1956 transcurrió así con un rumbo político

impreciso” (Ibid., p. 155). Porque, ante todo, está

ignorando la obra maestra de Rodolfo Walsh, que

llevó las matanzas de ese año de “rumbo político

impreciso” a hecho literario, a obra maestra de

nuestras literatura. (Dejo de lado la cuestión de la

creación del periodismo de ficción y de la precedencia

de Walsh sobre Truman Capote.) Vamos

por partes. Analicemos el primer texto. (Como

verán, tengo frialdad académica.) ¿De qué nos

habla? De “una parte” de “la Marina y la Aviación

que se alzó contra el gobierno. Este alzamiento

habría implicado –para tan escueto texto– solamente

un bombardeo y ametrallamiento de “lugares céntricos”.

Cualquiera se preguntaría: ¿”lugares céntricos”?

¿No hay “personas” en los “lugares céntricos”?

Parece que no. Parece que justamente en el momento

en que los aviones de la Marina bombardean los

lugares céntricos ahí no hay nadie. Raro, pero tal vez

posible. Sigamos. Halperín, en cambio, nos detalla

la obra de la barbarie. Es de noche. Arden las iglesias.

Son saqueadas por las muchedumbres. (Las

“muchedumbres”, qué palabra tan precisa para

señalar el descontrol, la anarquía, la siempre retornante

barbarie de un país que no acepta nunca

regirse sabiamente por su constitucionalismo liberal.)

Las “muchedumbres”, además, “saquean”. Son

muchedumbres delictivas. Son hordas. Luego interviene

el “factor régimen”. Surgen unos “equipos

especializados”. Especializados en quemar iglesias.

Asombrosa especialización. Actúan “con rapidez y

eficacia”. Sigue la descripción de la catástrofe. El

fuego lo barre todo, “hasta dejar tan sólo el ladrillo

calcinado de los muros”. Se conduele mucho el

gran historiador argentino. No se pregunta por qué

ocurrió este hecho –injustificable, claro–, qué lo

provocó, qué provocó la furia, qué despertó el

fuego. El fuego vino del cielo. Un periodista –que

he criticado más de una vez– es en esto más sincero

que el rey de nuestros historiadores serios: “Al caer

la tarde, en los policlínicos y en las comisarías se

amontonaban los cadáveres que media docena de

camiones habían recogido en las calles. El espectáculo

más tétrico lo ofrecía un trolebús semidestruido

por una bomba, la que estalló en su interior

cuando pasaba por la Casa Rosada: casi todos los

ocupantes murieron en el acto. La cantidad de víctimas

–según el recuento de los diarios– habría sido

de 200 muertos y más de 800 heridos. Algunos de

éstos fallecieron después” (Hugo Gambini, Historia

del peronismo, la obsecuencia (1952-1955), Vergara,

Buenos Aires, 2007, p. 365). También Félix Luna

narra la masacre con honestidad: “Pero todo salió

mal y el saldo fue una tragedia que desde entonces

quedó fijada en la memoria colectiva con la dimensión

macabra de una injustificada masacre (...) un

panorama horrible: cuerpos destrozados, charcos de

sangre, heridos y mutilados por todos lados” (Ibid.,

pp. 236/238). Pero falta algo: “Parecía que todo

había terminado, pero a las 17.40 sobrevino el último

ataque, casi una salva, producido por una única

máquina que, después de sobrevolar la zona céntrica,

se fue alejando rumbo a Montevideo: una especie

de ‘yapa’ insensata, que no respondía a ninguna

necesidad bélica” (Ibid., p. 238). Este avión llevaba

la inscripción bélica, la insignia que daba unidad a

las luchas de la época en su fuselaje: “Cristo

Vence”. No aterrizó en ningún lugar de la Argentina.

Siguió hasta el Uruguay donde fue amablemente

recibido. Uruguay era un país tan jugado contra

Perón que se hizo cómplice de una de las peores

matanzas de nuestra historia. Que se aguanten

entonces a todos los insoportables, fanfarrones

turistas que les mandamos a Punta del Este, localidad

ya conquistada por lo más vulgar de la clase

media argentina, rastacuerista de alma. Recíbanlos

bien. Como a ese avión de la Marina que mataba

gente al grito guerrero de “Cristo Vence”.

Pero volvamos a Halperín. ¿Cómo ha sucedido

esto, Tulio? ¿Vale más una cúpula, algunas iglesias

(o muchas, las que usted y el antiperonismo incansable

quieran) que doscientas vidas? ¿Cómo pudo

olvidarse de algo así? ¿Qué seriedad tiene Argentina

en el callejón? ¿Cómo puedo tomar seriamente un

libro que recorta tan brutalmente la realidad? Y no

dudo de que se trató de algo inconsciente. Usted

quiso olvidar los muertos de Plaza de Mayo y

hablar de la barbarie peronista incendiando las iglesias.

Pero eso que acaso haya sido inconsciente

mientras escribía este libro de ligeras anotaciones

expresa lo que finalmente tuvo más peso en la

sociedad argentina. Hablar de la quema de las iglesias

es hablar contra la barbarie, la incultura de los

peronistas. Siempre “alpargatas sí, libros no”, al fin

y al cabo. Hablar de las víctimas del bombardeo a

Plaza de Mayo es cosa de peronistas. Increíble: el

16 de junio es una fecha de dolor que sólo le

corresponde al peronismo. Es un “hecho partidario”.

La quema de las Iglesias es una injuria a la casa

de Dios, a nuestras creencias, a la fe católica de este

país de conciencias religiosas, las que dan, al fin y al

cabo, verdadera unidad a la institución familiar,

base de nuestra sociedad... y todo eso.

Hay que decirlo claro y fuerte: el 16 de junio de

1955 la Marina argentina bombardea una ciudad

abierta, hace fuego frío y deliberado, criminal,

sobre personas indefensas. Asesina (que se entienda:

asesina) a doscientas personas y a otras que mueren

después. No importan las estadísticas. Ya se sabe:

no bien empiezan las estadísticas es porque cada

una de las vidas perdió su valor. El 16 de junio de

1955 (y ésta es una tesis que pertenece sobre todo a

Guillermo Saccomanno y que, supongo, aparecerá

en su próxima novela: 77) es el prenuncio de la

ESMA. La Marina muestra hasta dónde pueden llegar

su odio y su ensañamiento criminal.

Importa señalar que salieron obreros a dar “la

vida por Perón”. La CGT, a cuyo frente estaba Di

Pietro, los convoca a la defensa de “su” gobierno.

No fueron muchos. Convendrá analizar de otro

modo la célebre consigna peronista. Sobre todo

luego de haber estudiado el tipo de “pueblo peronista”

que moldeó el Estado de Bienestar que

implantó Perón en su década de gobierno. La fórmula

Estado de Bienestar no es de la época. Pero la

utilizo igual. Es ese Estado peronista que ya hemos

estudiado pero seguiremos estudiando (falta aún):

el Estado generoso que protege al obrero y lo libra

de luchar por las conquistas sociales, concediéndoselas.

Dentro de este encuadre: ¿qué significa “la

vida por Perón”? Sé que a algunos les parecerá arbitrario

mi enfoque, pero me interesa abrir una nueva

punta, sólo eso. Si seguimos a León Rozitchner y

distinguimos el “no matarás” paterno del “vivirás”

materno, ¿no estaría ese proletariado peronista de

los años de júbilo animado por la presencia femenina

de Evita como gran madre, animado por el

“vivirás” materno? Si así fuera, tendríamos dos significados

de la frase “la vida por Perón”. El que

siempre se entiende, el más literal: “Damos la vida

por Perón” (que se liga a la muerte). Y el otro, el

II

del “vivirás” materno: “Tenemos la vida por Perón”

(que se liga a la vida). Esto permitía abrir algunos

cauces para entender los numerosos motivos de la

caída del peronismo. Un líder que no había formado

cuadros combativos. Pero para pelear hay que

matar. Y el pueblo peronista nació ligado a la vida

antes que a la muerte.

En mi relevamiento de textos importantes sobre

el peronismo he dejado de lado el célebre Estudios

sobre los orígenes del peronismo de Miguel Murmis y

Juan Carlos Portantiero. Siempre resultó algo misterioso

para mí el secreto prestigio de este libro. Se

editó primero en el Instituto Di Tella. Y luego,

supongo, el prestigio de militante de la izquierda

de, sobre todo acaso, Portantiero lo tornó de lectura

insoslayable. Lo que dice es mínimo: que los

migrantes no aparecen en el ’43 sino que ya había

una afluencia de los mismos desde la época de la

Concordancia con la supresión de importaciones.

Hay por ahí algunos gráficos de esos que parecieran

dar seriedad a algunos libros y que a mí en general

me importan poco, creo que reemplazan la capacidad

de pensar por cifras que siempre, finalmente,

tienen que pasar por la rigurosidad de la hermenéutica,

de la interpretación. Y, por fin, el verdadero

aporte teórico radica en que al transformarse el Partido

Laborista en Partido Peronista los obreros

pierden su organización de clase autónoma y pasan

a formar parte del aparato peronista. No mucho

más. Portantiero es una figura paradigmática en

nuestra cultura. Recuerdo un notable artículo suyo

de 1974 defendiendo, ante la ofensiva fascista del

isabelismo, con los Ottalagano y los Sánchez Abelenda,

el “desorden” de la Universidad del ’73

como un desorden creativo, como un fervoroso

campo de ideas que daba vida a los claustros. También

–y esto lo recuerdo con enorme nostalgia y

afecto– me mandaba a sus ayudantes de cátedra

cada vez que yo daba una clase en alguna cátedra de

la JP para que me rompieran lo que ustedes pueden

imaginar, pero con nivel teórico, de frente, con

ideas. Buenos tiempos. Luego Portantiero se exilio

y volvió de México hecho un “conservador y de

centro”, palabras suyas. Dio un seminario sobre

Gramsci que pudo haber incomodado a algunos.

Pero, cada vez más, se iba para la derecha. Una vez,

en un bar, allá por el ’88, el entrañable piantado de

Pancho Aricó se puso a cantar “La Internacional”.

“¡Atrás, burgués, atrás!”, exclamaba. Portantiero me

miró con gesto de “qué piantado está, por favor”.

Pero lo quería de corazón a su amigo. Y de pronto

lo imperdonable. Hacía un buen tiempo que no

sabía nada de él. Eran los ’90. Los malditos ’90.

Portantiero era un más que importante profesor

académico. Y alguien le pide que le presente un

libro. Alguien que la jugaba de gran demócrata

durante esos años. Y el Negro acepta. Le presenta el

libro. El autor era Mariano Grondona. ¡Caramba,

Negro Portantiero, qué trayectoria! ¡De defender el

“desorden” revolucionario de la Universidad del

’73 contra todos los fascistas que el peronismo arrojaba

sobre ella a presentar en los noventa un libro

del autor de Meditación del elegido, abominable

texto de Grondona del año ’74 en que defiende a

López Rega y a la Triple A! Terminanos, así, con

los Estudios sobre los orígenes del peronismo. Si hay

ahí algo más que lo busque otro.

LA CONDUCCIÓN NO CONDUCE

Milcíades Peña, en cambio, no se traicionó

nunca. Se dirá que murió joven. Pero ésta es una

teoría miserable. Supone que los hombres se traicionan,

se entregan con los años. Y lo que tiene de

miserable es que justifica a quienes lo hacen. No:

nadie tiene por qué abjurar de sus pasiones tempranas.

Cambie la historia para el lado que cambie,

siempre habrá convicciones personales que dieron

sentido a nuestra vida, y de las que no vamos a

renegar. Juro, por ejemplo, que los canallas de este

país siguen siendo los mismos de siempre. Los

vamos a ir señalando sin vueltas, hasta, diría, sin

demasiada cortesía, y hasta con cierta falta de educación.

Peña, decía, es un tipo bárbaro. “Hacia

1954 es convocado por esta organización (la del

trotskista Nahuel Moreno) para colaborar en la edición

del periódico La Verdad, que edita la corriente

morenista mientras funciona como fracción interna

del Partido Socialista de la Revolución Nacional

(PSRN). Desde este periódico, Moreno y Peña

escribirán una serie de artículos con los cuales resisten

las tentativas cívico-militares que desembocan

en el golpe de 1955 y llaman desde entonces a la

resistencia. Peña recapitula, dos años después, esta

experiencia en el folleto “¿Quiénes supieron luchar

contra la ‘Revolución Libertadora’ antes del 16 de

septiembre de 1955”?” (Horacio Tarcus, Diccionario

Biográfico de la Izquierda Argentina, Emecé,

Buenos Aires, p. 501, 2007). El folleto es de 1957.

En otro texto que publica en Fichas narra cómo él y

otros fueron a pedir armas a los sindicatos y no

obtuvieron nada. ¿Qué podían obtener? Sólo podían

transformase en figuras heroicas, de enorme dignidad

(porque no eran peronistas), pero patéticas

porque pretendían luchar por un líder que ya había

puesto violín en bolsa: cañonera paraguaya y a

rajar. Luego vendrían las interminables justificaciones.

Pero Milcíades y los que fueron a pedir armas

tenían su visión de la Historia. Se jugaban a una

que bien pudo ser. Y que habría sido interesante de

observar. Con un Ejército con mayor poder de

fuego, con los sindicatos dispuestos a la lucha (al

menos los que armaron las barricadas obreras contra

el golpe de Menéndez), con los sectores del pueblo

peronista no ablandados por el Estado de Bienestar

o con los que descubrían que los que venían,

que los jovencitos del Cristo Vence, la clase media

gorila, que los estudiantes de las clases acomodadas,

que los izquierdistas dispuestos a barrer contra la

demagogia populista, con los engaños a la clase

obrera y sus genuinos intereses, que con los comandos

civiles herederos de la Liga Patriótica, que con

la Iglesia, la Sociedad Rural y la aristocracia de la

Marina, perderían años de conquistas, serían perseguidos,

volverían los días de la soberbia de los

patrones, la falta de trabajo, la baja de los sueldos y

todo ese mundo que había odiado al peronismo

porque era obrerista, porque representaba a la

negrada, a las sirvientas, a los delegados fabriles y

porque, aunque robaba como habían robado todos

los gobiernos de la Argentina, aunque sus dirigentes

se corrompieran, aunque le pusiera el nombre

de Perón al buzón de la esquina, siempre sería más

de ellos que la vieja Argentina que se venía, rencorosa,

vengativa, oligárquica y oligárquicamente burguesa.

Contra todo esto se jugaron Milcíades y los

suyos. ¿Dónde estaban los fusiles? Querían pelear.

No querían caer sin dignidad, mansamente. Pero la

foto que tenemos del último acto de Perón en el

país que requería su conducción es la de ese hombre

que se mete inseguro en una cañonera de un

país dictatorial, bananero aunque no tuviera bananas.

No es la última imagen de Salvador Allende.

Con el casco de guerra, la metralleta y mirando

hacia el frente esperando a los asesinos. Se dirá: a

Allende lo mataron, de nada sirvió su última foto

heroica. Pero hay en un líder revolucionario algo de

los comandantes de los barcos que se hunden. Son

los últimos que abandonan la lucha. ¿De qué sirvió

la huida de Perón? Nadie puede tener una respuesta

clara para esto. Pero es hora de hacer todas las

preguntas. Acaso no sea eso de la “versión definitiva”

del peronismo con la que, desde luego, no estoy

de acuerdo porque nunca la habrá, la que esté muy

lejos de expresar estas desmedidas preguntas, o las

que no tenga por qué evitarlas, ya que nos hemos

III

animado a hablar de la “locura” de una versión

definitiva no habrá tema que quede afuera. Volvió

viejo. Rodeado por un clown sanguinario y una

cabaretera perversa (hay cabareteras que son dulces,

espléndidas mujeres, pero ésta era ponzoñoza)

que regaron de sangre el país ayudados por tipos

siniestros como el comisario Villar, el héroe cordobés

Navarro (el de la “desobediencia histórica”,

parapolicial comparado con San Martín), con

Osinde, con paras franceses y luego con un Ejército

al que cada vez permitió más y más participar

en una represión que paulatinamente perdía sus

límites. ¿No habrían sido preferibles a estas catástrofes

y a todos los años de persecuciones que

sufrió la clase obrera luego de la huida de su conductor

una lucha abierta y franca en 1955, cuando

se tenían todas las posibilidades de ganar? ¿Quién

puede decir que habría sido imposible? Sólo hacía

falta un líder decidido. Lo demás estaba. A ver si

nos entendemos: el Ejército leal era más poderoso

que el rebelde y habría aplastado el golpe. Milcíades

Peña y muchos otros como él no eran suicidas.

Fueron a pedir armas. Fueron a defender a un

gobierno para el que tenían muchas críticas pero lo

sabían querido por el pueblo. Y sobre todo: ¡conocían

la vieja ralea que se venía! “Poco antes del 16

de septiembre, la CGT había hecho como si estuviera

dispuesta a formar milicias obreras” (Peña,

Ibid., p. 127). Pero el líder de la clase obrera no se

hacía presente. Esto enfriaba a la CGT y al Ejército

Leal. Este Ejército (y éste es un punto muy delicado)

temía la formación de milicias obreras. El

problema de un Ejército burgués y de un orden

burgués como el del Estado de Bienestar Peronista

es que si arma a la clase obrera no sabe dónde ésta

se va a detener. Curiosamente o no, durante las

jornadas de septiembre aparecieron muchos obreros

dispuestos a la lucha. Esto no desmiente la teoría

del pueblo de las conquistas “concedidas” y no

“conquistadas”. Pero –ante la desesperación y cabe

suponer que este factor tuvo importancia, es decir,

la certeza de que se estaba a punto de perder todo

lo conquistado en diez años– más obreros de los

que esperaban los sindicatos y el Ejército salieron

en busca de armas. ¿Por qué los sindicatos aflojaron

su combatividad, por qué la aflojó el Ejército?

Porque la conducción se hizo humo aduciendo la

transitada excusa del bien de la patria, de su unidad

y para no desatar una guerra civil. Entregó así al

proletariado argentino a años de persecuciones,

proscripciones y desamparos. Pero no hubo guerra.

Milcíades habrá de escribir un texto terrible.

Figura en él la palabra afeminado aplicada a Perón

y esa palabra era una palabra del gorilaje de la

época. Porque la Libertadora se solazó, además, en

zaherir la valentía de Perón. Perón se defendió y ya

veremos cómo. Voy a citar el texto de Milcíades

porque es impecable, lúcido. Quien quiera quitarle

la palabra “afeminado” se la quita. Yo prefiero

obviarla. Es innecesaria. Pero lo demás, hay que

leerlo, pensarlo largamente y estudiarlo y discutirlo.

Escribe Milcíades Peña: “Quedaba definitivamente

claro que el afeminado general don Juan

Domingo Perón no era el tipo de caudillo capaz

de ponerse al frente de sus hombres e imantarlos

con el ejemplo de su coraje personal. Generales

insospechables empezaron a pasarse a los rebeldes,

y finalmente el lunes 19 a las 13 se anunció al país

la renuncia de Perón, que cedía el poder al Ejército

(...) Sin embargo, las fuerzas ‘leales’ eran militarmente

más poderosas que las insurrectas, controlaban

la capital y contaban con la simpatía total y

activa de la clase obrera y el pueblo trabajador.

Militarmente, los rebeldes no habían aniquilado,

ni siquiera debilitado a los ‘leales’. Habían derrotado

su lealtad (...) Perón declaró en el exilio que en

sus manos estaban los arsenales y que no quiso dar

armas a los obreros que las pedían insistentemente,

para evitar una matanza (El Plata, de Montevideo,

octubre 3, 1955)”, Peña, Ibid., p. 128.

Ahora bien, lo que seguidamente dice Peña es su

tesis central. Se cree en ella o no. Se la discute. Se

la acepta. Se la rechaza. Escribe: “En verdad, no fue

la matanza lo que Perón trató de evitar, sino el

derrumbe burgués que podría haber acarreado el

armamento del proletariado. La cobardía personal

del líder estuvo perfectamente acorde con las necesidades

del orden social del cual era servidor (...) La caída

ingloriosa del régimen peronista dio lugar, pues, a

gérmenes de una insurrección obrera. Diez años de

educación política peronista y el ejemplo de la dirección

peronista se encargaron de que esos gérmenes no

prosperaran” (Peña, Ibid., pp. 128/129).

LA DECISIÓN DE

DAR LA BATALLA

No es fácil responder la cuestión. Por una parte

sabemos que el peronismo –tal como se organizó–

no lo hizo para desatar una rebelión obrera armada

aunque fuera en defensa de su gobierno. La única

que planteó seriamente esta cuestión fue Evita.

Compró armas al príncipe Bernardo de Holanda y

las entregó a la CGT. Los generales leales Lucero y

Solari denunciaron el hecho a Perón. Perón reprime

duramente a Espejo, le dice que Evita, por su

enfermedad, ya no puede tomar decisiones, y

envía las armas al arsenal Esteban de Luca. De este

arsenal tomarán estas armas los “libertadores” para

usarlas contra Perón en septiembre de 1955.

¿Creía Evita en la posibilidad de una defensa

popular armada del gobierno de Perón? ¿Era eso el

peronismo? La cuestión es así: ¿se había formado a

sí mismo el peronismo como para enfrentar su

lucha final armando a la clase obrera a la que había

educado con la consigna que aconsejaba “de casa

al trabajo y del trabajo a casa”? Este enfoque es

fácil de resolver. Es la vulgata de la cuestión. Una

vulgata que viene tanto de la izquierda como de la

derecha. También del peronismo. Todo está claro.

Un Estado de Bienestar no es un Estado revolucionario.

Si cae, no evitará esa caída apelando a la

lucha armada. Hay, incluso, en ese peronismo

cuasi místico de Favio una visión de Perón como

ángel de la paz y de la vida, como un general

bueno que no llevará a su pueblo por las sendas de

la muerte. En fin. Pero hay otro punto de la cuestión.

No es el tradicional.

Nadie puede controlar hasta dónde llegarán los

obreros cuando se les empiezan a conceder mejoras.

Cuando se los incita contra los patrones. Cuando

se les hace ver que si vienen los de antes volverán

los años de miseria y persecución. El peronismo

tiró mucho de esta piola. Los discursos de Evita

fueron incendiarios. Y ni hablemos de los últimos

discursos de Perón. Seamos claros: un líder no

puede decir el discurso que dijo Perón el 31 de

agosto de 1955 y meterse en una cañonera de otro

país (“¡tomarse el buque!”) dos semanas más tarde.

El discurso del 31 de agosto no tiene otra opción

más que asumirse. El líder que lo dijo se pone al

frente de esas palabras, no las niega y huye. Esas

palabras incendiaron los ánimos de los obreros y es

posible que hayan llevado a muchos más allá del

esquema del Estado de Bienestar. Por primera vez

Perón reclamaba la acción directa de su pueblo. “A

la violencia le hemos de contestar con una violencia

mayor. Con nuestra tolerancia exagerada nos

hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente.”

Pero es otro el párrafo totalmente nuevo en

el lenguaje de Perón. “Establecemos (dice) como

una conducta permanente para nuestro movimiento:

aquel que en cualquier lugar intente alterar el

orden en contra de las autoridades constituidas o

en contra de la ley o la Constitución, puede ser

muerto por cualquier argentino”. Esta conducta,

insistió, debía ser seguida por todos los peronistas. Y

luego lanzó la célebre consigna del “cinco por

uno”. Señalemos hasta qué punto se estaba escribiendo

una historia para ese momento y para los

largos años que vendrían en nuestra patria. La frase

que habrá de decir Perón tiñe de sangre la argentina

contemporánea ya que habrá de ser recogida por

distintos sectores armados. La guerrilla recogerá el

“cinco por uno”. Y los militares del Estado genocida

la transformarán en “cincuenta por uno”. Si calculamos

los muertos de la guerrilla en aproximadamente

seiscientos la cifra de “cincuenta por uno”

nos da la de los treinta mil desaparecidos. Esta proyección

tiene la frase que Perón lanza el 31 de agosto:

“La consigna para todo peronista, esté aislado o

dentro de una organización, es contestar a una

acción violenta con otra más violenta. ¡Y cuando

uno de los nuestros caiga caerán cinco de ellos!”.

Recién en 1973 volvería a hablar desde los balcones

de la Rosada: con un vidrio de protección que la

derecha le había puesto para indicar que los “zurdos”

querían matarlo. El sol daba sobre el vidrio y

se hizo muy difícil verlo a Perón.

“Parece que cuando Perón abandona el balcón

–es la noche del 31 de agosto– le dice al jefe de

Policía:

–¡Por favor, Gamboa, saque toda la policía a

la calle! ¡No sea cosa que pase algo!” (Luna,

Ibid., p. 943).

Rara frase. ¿Quería que no pasara nada luego de

ese discurso? Di Pietro se entusiasma y empieza a

armar milicias populares. Las milicias no se arman

por una locura de Di Pietro sino porque hay

muchos obreros que se desbordaron de los esquemas

del Estado de Bienestar. ¿Está claro? El discurso

de Perón rompía con el Estado de Bienestar. Era

un discurso de guerra. Reclamaba la acción de

cada peronista. No es casual que si el líder llama a

la lucha muchos obreros rompan el cerco ideológico

y organizativo establecido hasta entonces. Una

cosa es pedir a esos que el conductor conduce que

“vayan de casa al trabajo y del trabajo a casa” y

otra –distinta– es pedirles que maten a cualquiera

que intente alterar el orden. “Contestar una acción

violenta con otra acción violenta”. ¿Cuál es el

ámbito de esta acción? ¿Dónde tiene lugar? ¿En el

trabajo? ¿En la casa? No, en la lucha, en la política

hecha guerra, a lo sumo: en la política organizada

desde los sindicatos adonde habría que ir a buscar

las armas y defender al gobierno del pueblo. No

fueron todos los obreros: muchos siguieron dentro

del esquema del Estado que proveía y ellos que

recibían. Tenían miedo –posiblemente– y este

esquema les permitía seguir siendo peronistas sin

arriesgar la vida. Pero hubo otros que entendieron

el nuevo encuadre: el Estado los reclamaba. Ese

Estado que siempre les había dado concesiones, no

podría dárselas en el futuro si ellos no lo defendían

ahora. De casa a la CGT y de la CGT a la guerra.

Muchos lo interpretaron así y así estaban dispuestos

a actuar. Por otro lado, los hombres de armas

–pese a que son naturalmente renuentes a las milicias

armadas– no abandonan a Perón. Que quede

claro: Perón se va con un Ejército que le sigue

siendo leal y es superior al enemigo. Con una

CGT decidida a la lucha. Y con los obreros que se

habían olvidado de los amparos del Estado de Bienestar

y se la jugaban por él. Lo que falla es la conducción.

Es difícil saber quién habría ganado.

(Todo parece indicar que habría sido Perón. La

clase media estaba aterrorizada, los jovencitos del

Cristo Vence paralizados y los comandos civiles

habrían sido un aperitivo para el Ejército de Lucero.)

Cuando la situación se plantea de este modo

lo que la resuelve es la decisión de dar la batalla. El

Ejército leal, la CGT y los obreros movilizados

pierden la conducción. No la tienen. La conducción

huye. Nada puede desalentar más a los que

están decididos a pelear. Los rebeldes, en cambio,

estaban decididos a todo. ¿Perón quiso evitar una

guerra civil? ¿Fue víctima de sus condicionamientos

de clase? ¿Había perdido energía vital, creatividad?

¿Toda esa parafernalia de la UES, la pochoneta,

la adulación, los bronces, los monumentos,

la alcahuetería lo habían deteriorado como líder

combativo? Si fue un líder combativo, ¿no tenía

esa combatividad los límites de la coalición militar,

empresarial, burguesa y proletaria que le dio textura?

Todo esto es posible. Una cosa fue real: en septiembre

de 1955, a todos los que salieron a pelear,

el conductor los dejó solos. Pero tampoco los

había preparado. Perón organiza a los obreros

desde el sindicalismo controlado por el Estado

Peronista. Se trata de una organización estatal.

Nunca hubo una organización de cuadros preparados

para luchar en una coyuntura como la del ‘55.

Los que salen en las jornadas de septiembre lo

hacen por las suyas. Recorren las calles. Gritan

“¡La vida por Perón!” Van hacia la CGT. No existía

una sola estructura organizativa de cuadros políticos

que pudiera sostener al gobierno ante un ataque

armado. Sólo el Ejército. Era así: tampoco el

Ejército habría tolerado una organización de cuadros

leales. Cuando se forman barricadas contra el golpe

de Menéndez son los leales Solari y Lucero quienes

se quejan ante Perón. Lo mismo con las armas que

hace traer Evita. “Nos tiene a nosotros.” Lo terrible

de septiembre de 1955 es que no los había perdido.

Ese Ejército burgués, institucional, profesional,

insistía en su lealtad al líder. De modo que Perón

no necesitaba una estructura de cuadros que saliera

a defenderlo. Por decirlo todo, en 1955 el Ejército

leal estaba dispuesto a hacer sentir su mayor poder

de fuego sobre el rebelde, los obreros que habían

roto los marcos conceptuales del Estado de Bienestar

pelearían por Perón como siempre lo habían

proclamado, la CGT se movilizaría en totalidad.

Todos querían pelear, pero el jefe los abandonó.