Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del Peronismo
Página/12
8 El bombardeo del 16 de junio
Es ahora el 11 de junio de 1955. La
oposición al régimen vive sus días de
mayor dinamización política. Perón
–que debió advertirlo– nada hace.
Pone gente en cana, lo cual acentúa
su imagen represiva, crea mártires y crea también
torturadores y hechos aberrantes como la muerte de
Ingalinella. Que fue el único muerto del régimen
peronista. Notable hecho de este gobierno autoritario
y nazifascista. Mató a un solo tipo. A una excelente
persona, sin duda. Pero los de
–a menos de un año– ya fusilaban a Valle y los
suyos y ya llenaban de cadáveres el barro de José
León Suárez. Nada de qué asombrarse: era Ramón
Falcón que volvía, era el coronel Varela, era Justo,
eran –antes que ellos– los asesinos paranoicos
Ambrosio Sandes, Irrazábal y Wenceslao Paunero.
Ramón Estomba y Rauch. ¿O desde cuándo los
defensores de la democracia y la república tuvieron
buenos modales? En cuanto a la tortura, torturaron
diez veces más los de
hermanos Cardozo, tornados célebres por la
literatura antiperonista. Es ahora, decíamos, el 11
de junio de 1955. Se hace “una gigantesca y belicosa
procesión de Corpus Christi” (Halperín Donghi,
Ibid., p. 143). Se produce un episodio lamentable
porque no sirvió para nadie: la quema de la bandera
argentina. Todavía veo la foto de Perón en Noticias
Gráficas. Mira con aire consternado la bandera chamuscada.
Todo se estaba poniendo muy espeso.
Yo, a esa edad, sólo recordaba a Perón como Presidente.
Les preguntaba a mis viejos: “¿Y si lo echan a
Perón, ¿quién va a ser presidente?”. Ingenua frase
infantil que revelaba un cándido respeto por el
orden institucional. ¿Cómo lo iban a echar a Perón
si él era el presidente? Después seguía jugando con
mi Mecano o leyendo Rayo Rojo o Misterix. Escribe
Halperín Donghi: “El 16 de junio a la protesta
desarmada siguió la tentativa de golpe militar: una
parte de
gobierno, bombardeando y ametrallando lugares
céntricos de Buenos Aires. Esa noche, sofocado el
movimiento, ardieron las iglesias del centro de la
ciudad, saqueadas por la muchedumbre e incendiadas
por equipos especializados que actuaron con
rapidez y eficacia: en San Francisco, en Santo
Domingo, el fuego se llevó todo, hasta dejar tan
sólo el ladrillo calcinado de los muros; las cúpulas,
levantadas y rotas por la presión de los gases de
combustión, dejaron paso a llamaradas gigantescas”
(Ibid., p. 144). Acabamos de leer un texto indigno
de cualquier historiador. Es posible que yo sea
demasiado directo en algunas opiniones y eso me
reste “distancia académica” ante los hechos. Lo
siento. Academia, a mí me sobra. Eso no me preocupa.
Me eduqué en Viamonte 430 con los mejores
profesores de la primavera de Risieri Frondizi. El
plus que tengo sobre los académicos es que soy un
escritor. Y un escritor es un tipo que se maneja con
imágenes. Más aún si es también un guionista cinematográfico.
Alguna vez Jorge Lafforgue me contó,
con buen humor, que al eminente Halperín Donghi
lo único que le gustaba de mi obra era el guión
del policial En retirada. A mí, por ejemplo, cada vez
se me caen más de las manos sus libros tan exaltados
por algunos de sus seguidores. Escuche, Halperín
Donghi: usted no puede despachar la jornada
del 16 de junio diciendo “una parte de
y ametrallando lugares céntricos de Buenos
Aires”. Este texto es una ofensa a los derechos
humanos en
–como escribe sólo unas páginas más adelante– “El
año 1956 transcurrió así con un rumbo político
impreciso” (Ibid., p. 155). Porque, ante todo, está
ignorando la obra maestra de Rodolfo Walsh, que
llevó las matanzas de ese año de “rumbo político
impreciso” a hecho literario, a obra maestra de
nuestras literatura. (Dejo de lado la cuestión de la
creación del periodismo de ficción y de la precedencia
de Walsh sobre Truman Capote.) Vamos
por partes. Analicemos el primer texto. (Como
verán, tengo frialdad académica.) ¿De qué nos
habla? De “una parte” de “
que se alzó contra el gobierno. Este alzamiento
habría implicado –para tan escueto texto– solamente
un bombardeo y ametrallamiento de “lugares céntricos”.
Cualquiera se preguntaría: ¿”lugares céntricos”?
¿No hay “personas” en los “lugares céntricos”?
Parece que no. Parece que justamente en el momento
en que los aviones de
lugares céntricos ahí no hay nadie. Raro, pero tal vez
posible. Sigamos. Halperín, en cambio, nos detalla
la obra de la barbarie. Es de noche. Arden las iglesias.
Son saqueadas por las muchedumbres. (Las
“muchedumbres”, qué palabra tan precisa para
señalar el descontrol, la anarquía, la siempre retornante
barbarie de un país que no acepta nunca
regirse sabiamente por su constitucionalismo liberal.)
Las “muchedumbres”, además, “saquean”. Son
muchedumbres delictivas. Son hordas. Luego interviene
el “factor régimen”. Surgen unos “equipos
especializados”. Especializados en quemar iglesias.
Asombrosa especialización. Actúan “con rapidez y
eficacia”. Sigue la descripción de la catástrofe. El
fuego lo barre todo, “hasta dejar tan sólo el ladrillo
calcinado de los muros”. Se conduele mucho el
gran historiador argentino. No se pregunta por qué
ocurrió este hecho –injustificable, claro–, qué lo
provocó, qué provocó la furia, qué despertó el
fuego. El fuego vino del cielo. Un periodista –que
he criticado más de una vez– es en esto más sincero
que el rey de nuestros historiadores serios: “Al caer
la tarde, en los policlínicos y en las comisarías se
amontonaban los cadáveres que media docena de
camiones habían recogido en las calles. El espectáculo
más tétrico lo ofrecía un trolebús semidestruido
por una bomba, la que estalló en su interior
cuando pasaba por
ocupantes murieron en el acto. La cantidad de víctimas
–según el recuento de los diarios– habría sido
de 200 muertos y más de 800 heridos. Algunos de
éstos fallecieron después” (Hugo Gambini, Historia
del peronismo, la obsecuencia (1952-1955), Vergara,
Buenos Aires, 2007, p. 365). También Félix Luna
narra la masacre con honestidad: “Pero todo salió
mal y el saldo fue una tragedia que desde entonces
quedó fijada en la memoria colectiva con la dimensión
macabra de una injustificada masacre (...) un
panorama horrible: cuerpos destrozados, charcos de
sangre, heridos y mutilados por todos lados” (Ibid.,
pp. 236/238). Pero falta algo: “Parecía que todo
había terminado, pero a las 17.40 sobrevino el último
ataque, casi una salva, producido por una única
máquina que, después de sobrevolar la zona céntrica,
se fue alejando rumbo a Montevideo: una especie
de ‘yapa’ insensata, que no respondía a ninguna
necesidad bélica” (Ibid., p. 238). Este avión llevaba
la inscripción bélica, la insignia que daba unidad a
las luchas de la época en su fuselaje: “Cristo
Vence”. No aterrizó en ningún lugar de
Siguió hasta el Uruguay donde fue amablemente
recibido. Uruguay era un país tan jugado contra
Perón que se hizo cómplice de una de las peores
matanzas de nuestra historia. Que se aguanten
entonces a todos los insoportables, fanfarrones
turistas que les mandamos a Punta del Este, localidad
ya conquistada por lo más vulgar de la clase
media argentina, rastacuerista de alma. Recíbanlos
bien. Como a ese avión de
gente al grito guerrero de “Cristo Vence”.
Pero volvamos a Halperín. ¿Cómo ha sucedido
esto, Tulio? ¿Vale más una cúpula, algunas iglesias
(o muchas, las que usted y el antiperonismo incansable
quieran) que doscientas vidas? ¿Cómo pudo
olvidarse de algo así? ¿Qué seriedad tiene Argentina
en el callejón? ¿Cómo puedo tomar seriamente un
libro que recorta tan brutalmente la realidad? Y no
dudo de que se trató de algo inconsciente. Usted
quiso olvidar los muertos de Plaza de Mayo y
hablar de la barbarie peronista incendiando las iglesias.
Pero eso que acaso haya sido inconsciente
mientras escribía este libro de ligeras anotaciones
expresa lo que finalmente tuvo más peso en la
sociedad argentina. Hablar de la quema de las iglesias
es hablar contra la barbarie, la incultura de los
peronistas. Siempre “alpargatas sí, libros no”, al fin
y al cabo. Hablar de las víctimas del bombardeo a
Plaza de Mayo es cosa de peronistas. Increíble: el
16 de junio es una fecha de dolor que sólo le
corresponde al peronismo. Es un “hecho partidario”.
La quema de las Iglesias es una injuria a la casa
de Dios, a nuestras creencias, a la fe católica de este
país de conciencias religiosas, las que dan, al fin y al
cabo, verdadera unidad a la institución familiar,
base de nuestra sociedad... y todo eso.
Hay que decirlo claro y fuerte: el 16 de junio de
1955
abierta, hace fuego frío y deliberado, criminal,
sobre personas indefensas. Asesina (que se entienda:
asesina) a doscientas personas y a otras que mueren
después. No importan las estadísticas. Ya se sabe:
no bien empiezan las estadísticas es porque cada
una de las vidas perdió su valor. El 16 de junio de
1955 (y ésta es una tesis que pertenece sobre todo a
Guillermo Saccomanno y que, supongo, aparecerá
en su próxima novela: 77) es el prenuncio de la
ESMA.
su odio y su ensañamiento criminal.
Importa señalar que salieron obreros a dar “la
vida por Perón”.
Pietro, los convoca a la defensa de “su” gobierno.
No fueron muchos. Convendrá analizar de otro
modo la célebre consigna peronista. Sobre todo
luego de haber estudiado el tipo de “pueblo peronista”
que moldeó el Estado de Bienestar que
implantó Perón en su década de gobierno. La fórmula
Estado de Bienestar no es de la época. Pero la
utilizo igual. Es ese Estado peronista que ya hemos
estudiado pero seguiremos estudiando (falta aún):
el Estado generoso que protege al obrero y lo libra
de luchar por las conquistas sociales, concediéndoselas.
Dentro de este encuadre: ¿qué significa “la
vida por Perón”? Sé que a algunos les parecerá arbitrario
mi enfoque, pero me interesa abrir una nueva
punta, sólo eso. Si seguimos a León Rozitchner y
distinguimos el “no matarás” paterno del “vivirás”
materno, ¿no estaría ese proletariado peronista de
los años de júbilo animado por la presencia femenina
de Evita como gran madre, animado por el
“vivirás” materno? Si así fuera, tendríamos dos significados
de la frase “la vida por Perón”. El que
siempre se entiende, el más literal: “Damos la vida
por Perón” (que se liga a la muerte). Y el otro, el
II
del “vivirás” materno: “Tenemos la vida por Perón”
(que se liga a la vida). Esto permitía abrir algunos
cauces para entender los numerosos motivos de la
caída del peronismo. Un líder que no había formado
cuadros combativos. Pero para pelear hay que
matar. Y el pueblo peronista nació ligado a la vida
antes que a la muerte.
En mi relevamiento de textos importantes sobre
el peronismo he dejado de lado el célebre Estudios
sobre los orígenes del peronismo de Miguel Murmis y
Juan Carlos Portantiero. Siempre resultó algo misterioso
para mí el secreto prestigio de este libro. Se
editó primero en el Instituto Di Tella. Y luego,
supongo, el prestigio de militante de la izquierda
de, sobre todo acaso, Portantiero lo tornó de lectura
insoslayable. Lo que dice es mínimo: que los
migrantes no aparecen en el ’43 sino que ya había
una afluencia de los mismos desde la época de la
Concordancia con la supresión de importaciones.
Hay por ahí algunos gráficos de esos que parecieran
dar seriedad a algunos libros y que a mí en general
me importan poco, creo que reemplazan la capacidad
de pensar por cifras que siempre, finalmente,
tienen que pasar por la rigurosidad de la hermenéutica,
de la interpretación. Y, por fin, el verdadero
aporte teórico radica en que al transformarse el Partido
Laborista en Partido Peronista los obreros
pierden su organización de clase autónoma y pasan
a formar parte del aparato peronista. No mucho
más. Portantiero es una figura paradigmática en
nuestra cultura. Recuerdo un notable artículo suyo
de 1974 defendiendo, ante la ofensiva fascista del
isabelismo, con los Ottalagano y los Sánchez Abelenda,
el “desorden” de
como un desorden creativo, como un fervoroso
campo de ideas que daba vida a los claustros. También
–y esto lo recuerdo con enorme nostalgia y
afecto– me mandaba a sus ayudantes de cátedra
cada vez que yo daba una clase en alguna cátedra de
imaginar, pero con nivel teórico, de frente, con
ideas. Buenos tiempos. Luego Portantiero se exilio
y volvió de México hecho un “conservador y de
centro”, palabras suyas. Dio un seminario sobre
Gramsci que pudo haber incomodado a algunos.
Pero, cada vez más, se iba para la derecha. Una vez,
en un bar, allá por el ’88, el entrañable piantado de
Pancho Aricó se puso a cantar “
“¡Atrás, burgués, atrás!”, exclamaba. Portantiero me
miró con gesto de “qué piantado está, por favor”.
Pero lo quería de corazón a su amigo. Y de pronto
lo imperdonable. Hacía un buen tiempo que no
sabía nada de él. Eran los ’90. Los malditos ’90.
Portantiero era un más que importante profesor
académico. Y alguien le pide que le presente un
libro. Alguien que la jugaba de gran demócrata
durante esos años. Y el Negro acepta. Le presenta el
libro. El autor era Mariano Grondona. ¡Caramba,
Negro Portantiero, qué trayectoria! ¡De defender el
“desorden” revolucionario de
’73 contra todos los fascistas que el peronismo arrojaba
sobre ella a presentar en los noventa un libro
del autor de Meditación del elegido, abominable
texto de Grondona del año ’74 en que defiende a
López Rega y a
los Estudios sobre los orígenes del peronismo. Si hay
ahí algo más que lo busque otro.
Milcíades Peña, en cambio, no se traicionó
nunca. Se dirá que murió joven. Pero ésta es una
teoría miserable. Supone que los hombres se traicionan,
se entregan con los años. Y lo que tiene de
miserable es que justifica a quienes lo hacen. No:
nadie tiene por qué abjurar de sus pasiones tempranas.
Cambie la historia para el lado que cambie,
siempre habrá convicciones personales que dieron
sentido a nuestra vida, y de las que no vamos a
renegar. Juro, por ejemplo, que los canallas de este
país siguen siendo los mismos de siempre. Los
vamos a ir señalando sin vueltas, hasta, diría, sin
demasiada cortesía, y hasta con cierta falta de educación.
Peña, decía, es un tipo bárbaro. “Hacia
1954 es convocado por esta organización (la del
trotskista Nahuel Moreno) para colaborar en la edición
del periódico
morenista mientras funciona como fracción interna
del Partido Socialista de
(PSRN). Desde este periódico, Moreno y Peña
escribirán una serie de artículos con los cuales resisten
las tentativas cívico-militares que desembocan
en el golpe de 1955 y llaman desde entonces a la
resistencia. Peña recapitula, dos años después, esta
experiencia en el folleto “¿Quiénes supieron luchar
contra la ‘Revolución Libertadora’ antes del 16 de
septiembre de
Biográfico de
Buenos Aires, p. 501, 2007). El folleto es de 1957.
En otro texto que publica en Fichas narra cómo él y
otros fueron a pedir armas a los sindicatos y no
obtuvieron nada. ¿Qué podían obtener? Sólo podían
transformase en figuras heroicas, de enorme dignidad
(porque no eran peronistas), pero patéticas
porque pretendían luchar por un líder que ya había
puesto violín en bolsa: cañonera paraguaya y a
rajar. Luego vendrían las interminables justificaciones.
Pero Milcíades y los que fueron a pedir armas
tenían su visión de
que bien pudo ser. Y que habría sido interesante de
observar. Con un Ejército con mayor poder de
fuego, con los sindicatos dispuestos a la lucha (al
menos los que armaron las barricadas obreras contra
el golpe de Menéndez), con los sectores del pueblo
peronista no ablandados por el Estado de Bienestar
o con los que descubrían que los que venían,
que los jovencitos del Cristo Vence, la clase media
gorila, que los estudiantes de las clases acomodadas,
que los izquierdistas dispuestos a barrer contra la
demagogia populista, con los engaños a la clase
obrera y sus genuinos intereses, que con los comandos
civiles herederos de
Marina, perderían años de conquistas, serían perseguidos,
volverían los días de la soberbia de los
patrones, la falta de trabajo, la baja de los sueldos y
todo ese mundo que había odiado al peronismo
porque era obrerista, porque representaba a la
negrada, a las sirvientas, a los delegados fabriles y
porque, aunque robaba como habían robado todos
los gobiernos de
se corrompieran, aunque le pusiera el nombre
de Perón al buzón de la esquina, siempre sería más
de ellos que la vieja Argentina que se venía, rencorosa,
vengativa, oligárquica y oligárquicamente burguesa.
Contra todo esto se jugaron Milcíades y los
suyos. ¿Dónde estaban los fusiles? Querían pelear.
No querían caer sin dignidad, mansamente. Pero la
foto que tenemos del último acto de Perón en el
país que requería su conducción es la de ese hombre
que se mete inseguro en una cañonera de un
país dictatorial, bananero aunque no tuviera bananas.
No es la última imagen de Salvador Allende.
Con el casco de guerra, la metralleta y mirando
hacia el frente esperando a los asesinos. Se dirá: a
Allende lo mataron, de nada sirvió su última foto
heroica. Pero hay en un líder revolucionario algo de
los comandantes de los barcos que se hunden. Son
los últimos que abandonan la lucha. ¿De qué sirvió
la huida de Perón? Nadie puede tener una respuesta
clara para esto. Pero es hora de hacer todas las
preguntas. Acaso no sea eso de la “versión definitiva”
del peronismo con la que, desde luego, no estoy
de acuerdo porque nunca la habrá, la que esté muy
lejos de expresar estas desmedidas preguntas, o las
que no tenga por qué evitarlas, ya que nos hemos
III
animado a hablar de la “locura” de una versión
definitiva no habrá tema que quede afuera. Volvió
viejo. Rodeado por un clown sanguinario y una
cabaretera perversa (hay cabareteras que son dulces,
espléndidas mujeres, pero ésta era ponzoñoza)
que regaron de sangre el país ayudados por tipos
siniestros como el comisario Villar, el héroe cordobés
Navarro (el de la “desobediencia histórica”,
parapolicial comparado con San Martín), con
Osinde, con paras franceses y luego con un Ejército
al que cada vez permitió más y más participar
en una represión que paulatinamente perdía sus
límites. ¿No habrían sido preferibles a estas catástrofes
y a todos los años de persecuciones que
sufrió la clase obrera luego de la huida de su conductor
una lucha abierta y franca en 1955, cuando
se tenían todas las posibilidades de ganar? ¿Quién
puede decir que habría sido imposible? Sólo hacía
falta un líder decidido. Lo demás estaba. A ver si
nos entendemos: el Ejército leal era más poderoso
que el rebelde y habría aplastado el golpe. Milcíades
Peña y muchos otros como él no eran suicidas.
Fueron a pedir armas. Fueron a defender a un
gobierno para el que tenían muchas críticas pero lo
sabían querido por el pueblo. Y sobre todo: ¡conocían
la vieja ralea que se venía! “Poco antes del 16
de septiembre,
dispuesta a formar milicias obreras” (Peña,
Ibid., p. 127). Pero el líder de la clase obrera no se
hacía presente. Esto enfriaba a
Leal. Este Ejército (y éste es un punto muy delicado)
temía la formación de milicias obreras. El
problema de un Ejército burgués y de un orden
burgués como el del Estado de Bienestar Peronista
es que si arma a la clase obrera no sabe dónde ésta
se va a detener. Curiosamente o no, durante las
jornadas de septiembre aparecieron muchos obreros
dispuestos a la lucha. Esto no desmiente la teoría
del pueblo de las conquistas “concedidas” y no
“conquistadas”. Pero –ante la desesperación y cabe
suponer que este factor tuvo importancia, es decir,
la certeza de que se estaba a punto de perder todo
lo conquistado en diez años– más obreros de los
que esperaban los sindicatos y el Ejército salieron
en busca de armas. ¿Por qué los sindicatos aflojaron
su combatividad, por qué la aflojó el Ejército?
Porque la conducción se hizo humo aduciendo la
transitada excusa del bien de la patria, de su unidad
y para no desatar una guerra civil. Entregó así al
proletariado argentino a años de persecuciones,
proscripciones y desamparos. Pero no hubo guerra.
Milcíades habrá de escribir un texto terrible.
Figura en él la palabra afeminado aplicada a Perón
y esa palabra era una palabra del gorilaje de la
época. Porque
zaherir la valentía de Perón. Perón se defendió y ya
veremos cómo. Voy a citar el texto de Milcíades
porque es impecable, lúcido. Quien quiera quitarle
la palabra “afeminado” se la quita. Yo prefiero
obviarla. Es innecesaria. Pero lo demás, hay que
leerlo, pensarlo largamente y estudiarlo y discutirlo.
Escribe Milcíades Peña: “Quedaba definitivamente
claro que el afeminado general don Juan
Domingo Perón no era el tipo de caudillo capaz
de ponerse al frente de sus hombres e imantarlos
con el ejemplo de su coraje personal. Generales
insospechables empezaron a pasarse a los rebeldes,
y finalmente el lunes
la renuncia de Perón, que cedía el poder al Ejército
(...) Sin embargo, las fuerzas ‘leales’ eran militarmente
más poderosas que las insurrectas, controlaban
la capital y contaban con la simpatía total y
activa de la clase obrera y el pueblo trabajador.
Militarmente, los rebeldes no habían aniquilado,
ni siquiera debilitado a los ‘leales’. Habían derrotado
su lealtad (...) Perón declaró en el exilio que en
sus manos estaban los arsenales y que no quiso dar
armas a los obreros que las pedían insistentemente,
para evitar una matanza (El Plata, de Montevideo,
octubre 3, 1955)”, Peña, Ibid., p. 128.
Ahora bien, lo que seguidamente dice Peña es su
tesis central. Se cree en ella o no. Se la discute. Se
la acepta. Se la rechaza. Escribe: “En verdad, no fue
la matanza lo que Perón trató de evitar, sino el
derrumbe burgués que podría haber acarreado el
armamento del proletariado. La cobardía personal
del líder estuvo perfectamente acorde con las necesidades
del orden social del cual era servidor (...) La caída
ingloriosa del régimen peronista dio lugar, pues, a
gérmenes de una insurrección obrera. Diez años de
educación política peronista y el ejemplo de la dirección
peronista se encargaron de que esos gérmenes no
prosperaran” (Peña, Ibid., pp. 128/129).
DAR
No es fácil responder la cuestión. Por una parte
sabemos que el peronismo –tal como se organizó–
no lo hizo para desatar una rebelión obrera armada
aunque fuera en defensa de su gobierno. La única
que planteó seriamente esta cuestión fue Evita.
Compró armas al príncipe Bernardo de Holanda y
las entregó a
Solari denunciaron el hecho a Perón. Perón reprime
duramente a Espejo, le dice que Evita, por su
enfermedad, ya no puede tomar decisiones, y
envía las armas al arsenal Esteban de Luca. De este
arsenal tomarán estas armas los “libertadores” para
usarlas contra Perón en septiembre de 1955.
¿Creía Evita en la posibilidad de una defensa
popular armada del gobierno de Perón? ¿Era eso el
peronismo? La cuestión es así: ¿se había formado a
sí mismo el peronismo como para enfrentar su
lucha final armando a la clase obrera a la que había
educado con la consigna que aconsejaba “de casa
al trabajo y del trabajo a casa”? Este enfoque es
fácil de resolver. Es la vulgata de la cuestión. Una
vulgata que viene tanto de la izquierda como de la
derecha. También del peronismo. Todo está claro.
Un Estado de Bienestar no es un Estado revolucionario.
Si cae, no evitará esa caída apelando a la
lucha armada. Hay, incluso, en ese peronismo
cuasi místico de Favio una visión de Perón como
ángel de la paz y de la vida, como un general
bueno que no llevará a su pueblo por las sendas de
la muerte. En fin. Pero hay otro punto de la cuestión.
No es el tradicional.
Nadie puede controlar hasta dónde llegarán los
obreros cuando se les empiezan a conceder mejoras.
Cuando se los incita contra los patrones. Cuando
se les hace ver que si vienen los de antes volverán
los años de miseria y persecución. El peronismo
tiró mucho de esta piola. Los discursos de Evita
fueron incendiarios. Y ni hablemos de los últimos
discursos de Perón. Seamos claros: un líder no
puede decir el discurso que dijo Perón el 31 de
agosto de 1955 y meterse en una cañonera de otro
país (“¡tomarse el buque!”) dos semanas más tarde.
El discurso del 31 de agosto no tiene otra opción
más que asumirse. El líder que lo dijo se pone al
frente de esas palabras, no las niega y huye. Esas
palabras incendiaron los ánimos de los obreros y es
posible que hayan llevado a muchos más allá del
esquema del Estado de Bienestar. Por primera vez
Perón reclamaba la acción directa de su pueblo. “A
la violencia le hemos de contestar con una violencia
mayor. Con nuestra tolerancia exagerada nos
hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente.”
Pero es otro el párrafo totalmente nuevo en
el lenguaje de Perón. “Establecemos (dice) como
una conducta permanente para nuestro movimiento:
aquel que en cualquier lugar intente alterar el
orden en contra de las autoridades constituidas o
en contra de la ley o
muerto por cualquier argentino”. Esta conducta,
insistió, debía ser seguida por todos los peronistas. Y
luego lanzó la célebre consigna del “cinco por
uno”. Señalemos hasta qué punto se estaba escribiendo
una historia para ese momento y para los
largos años que vendrían en nuestra patria. La frase
que habrá de decir Perón tiñe de sangre la argentina
contemporánea ya que habrá de ser recogida por
distintos sectores armados. La guerrilla recogerá el
“cinco por uno”. Y los militares del Estado genocida
la transformarán en “cincuenta por uno”. Si calculamos
los muertos de la guerrilla en aproximadamente
seiscientos la cifra de “cincuenta por uno”
nos da la de los treinta mil desaparecidos. Esta proyección
tiene la frase que Perón lanza el 31 de agosto:
“La consigna para todo peronista, esté aislado o
dentro de una organización, es contestar a una
acción violenta con otra más violenta. ¡Y cuando
uno de los nuestros caiga caerán cinco de ellos!”.
Recién en 1973 volvería a hablar desde los balcones
de
derecha le había puesto para indicar que los “zurdos”
querían matarlo. El sol daba sobre el vidrio y
se hizo muy difícil verlo a Perón.
“Parece que cuando Perón abandona el balcón
–es la noche del 31 de agosto– le dice al jefe de
Policía:
–¡Por favor, Gamboa, saque toda la policía a
la calle! ¡No sea cosa que pase algo!” (Luna,
Ibid., p. 943).
Rara frase. ¿Quería que no pasara nada luego de
ese discurso? Di Pietro se entusiasma y empieza a
armar milicias populares. Las milicias no se arman
por una locura de Di Pietro sino porque hay
muchos obreros que se desbordaron de los esquemas
del Estado de Bienestar. ¿Está claro? El discurso
de Perón rompía con el Estado de Bienestar. Era
un discurso de guerra. Reclamaba la acción de
cada peronista. No es casual que si el líder llama a
la lucha muchos obreros rompan el cerco ideológico
y organizativo establecido hasta entonces. Una
cosa es pedir a esos que el conductor conduce que
“vayan de casa al trabajo y del trabajo a casa” y
otra –distinta– es pedirles que maten a cualquiera
que intente alterar el orden. “Contestar una acción
violenta con otra acción violenta”. ¿Cuál es el
ámbito de esta acción? ¿Dónde tiene lugar? ¿En el
trabajo? ¿En la casa? No, en la lucha, en la política
hecha guerra, a lo sumo: en la política organizada
desde los sindicatos adonde habría que ir a buscar
las armas y defender al gobierno del pueblo. No
fueron todos los obreros: muchos siguieron dentro
del esquema del Estado que proveía y ellos que
recibían. Tenían miedo –posiblemente– y este
esquema les permitía seguir siendo peronistas sin
arriesgar la vida. Pero hubo otros que entendieron
el nuevo encuadre: el Estado los reclamaba. Ese
Estado que siempre les había dado concesiones, no
podría dárselas en el futuro si ellos no lo defendían
ahora. De casa a
Muchos lo interpretaron así y así estaban dispuestos
a actuar. Por otro lado, los hombres de armas
–pese a que son naturalmente renuentes a las milicias
armadas– no abandonan a Perón. Que quede
claro: Perón se va con un Ejército que le sigue
siendo leal y es superior al enemigo. Con una
CGT decidida a la lucha. Y con los obreros que se
habían olvidado de los amparos del Estado de Bienestar
y se la jugaban por él. Lo que falla es la conducción.
Es difícil saber quién habría ganado.
(Todo parece indicar que habría sido Perón. La
clase media estaba aterrorizada, los jovencitos del
Cristo Vence paralizados y los comandos civiles
habrían sido un aperitivo para el Ejército de Lucero.)
Cuando la situación se plantea de este modo
lo que la resuelve es la decisión de dar la batalla. El
Ejército leal,
pierden la conducción. No la tienen. La conducción
huye. Nada puede desalentar más a los que
están decididos a pelear. Los rebeldes, en cambio,
estaban decididos a todo. ¿Perón quiso evitar una
guerra civil? ¿Fue víctima de sus condicionamientos
de clase? ¿Había perdido energía vital, creatividad?
¿Toda esa parafernalia de
la adulación, los bronces, los monumentos,
la alcahuetería lo habían deteriorado como líder
combativo? Si fue un líder combativo, ¿no tenía
esa combatividad los límites de la coalición militar,
empresarial, burguesa y proletaria que le dio textura?
Todo esto es posible. Una cosa fue real: en septiembre
de
el conductor los dejó solos. Pero tampoco los
había preparado. Perón organiza a los obreros
desde el sindicalismo controlado por el Estado
Peronista. Se trata de una organización estatal.
Nunca hubo una organización de cuadros preparados
para luchar en una coyuntura como la del ‘55.
Los que salen en las jornadas de septiembre lo
hacen por las suyas. Recorren las calles. Gritan
“¡La vida por Perón!” Van hacia
una sola estructura organizativa de cuadros políticos
que pudiera sostener al gobierno ante un ataque
armado. Sólo el Ejército. Era así: tampoco el
Ejército habría tolerado una organización de cuadros
leales. Cuando se forman barricadas contra el golpe
de Menéndez son los leales Solari y Lucero quienes
se quejan ante Perón. Lo mismo con las armas que
hace traer Evita. “Nos tiene a nosotros.” Lo terrible
de septiembre de 1955 es que no los había perdido.
Ese Ejército burgués, institucional, profesional,
insistía en su lealtad al líder. De modo que Perón
no necesitaba una estructura de cuadros que saliera
a defenderlo. Por decirlo todo, en 1955 el Ejército
leal estaba dispuesto a hacer sentir su mayor poder
de fuego sobre el rebelde, los obreros que habían
roto los marcos conceptuales del Estado de Bienestar
pelearían por Perón como siempre lo habían
proclamado,
Todos querían pelear, pero el jefe los abandonó.