Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía
política del
Peronismo
Página/12
9 El concepto de
aniquilamiento
LAS VEINTE
VERDADES
El 21 de junio de 1973, al día siguiente
de la masacre de Ezeiza, Perón da
un célebre discurso en el que declara
inaugurada la “etapa dogmática” del
peronismo. Era una clara opción en
favor de los que hacían de la patria peronista su
bandera contra los de la patria socialista. En ese
discurso (y es, ahora, a esto a lo que apuntamos)
Perón –que busca congelarlo todo para frenar la
dinámica política y movilizadora de su ala izquierda–
habrá de referirse a las famosas y muy olvidadas
“veinte verdades justicialistas”. ¿Quién se acordaba
de ese catecismo de museo? ¿Cuándo el líder
revolucionario madrileño que decía que con el
Che había muerto “el mejor de los nuestros”, que
la violencia de abajo es consecuencia de la violencia
de arriba, que al enemigo ni justicia, que el
hambre es violencia y que esto lo arreglan los jóvenes
o no lo arregla nadie, se había ocupado de
hablar de esa charlatanería del pasado, del viejo
peronismo, el que todos, y sobre todo Perón,
habíamos dejado atrás? Pero no. Impávido, seguro,
prepotente, el líder dice: “Somos lo que las
veinte verdades peronistas dicen”. ¿Qué eran las
veinte verdades, quién las conocía? Cuando llegué
a
agrupación había hecho un colgante con
las “veinte verdades”. Serían de Guardia
de Hierro o de los Demetrios,
el “peronismo mogólico” como
se les decía. Pero se sabían
las “veinte verdades”,
sabían dónde encontrarlas
y ahí estaban
ellos:
mostrando
en su orgulloso colgante el “nuevo” credo.
Al diablo con el socialismo nacional, la actualización
doctrinaria y el trasvasamiento generacional.
Ahora, apréndanse las “veinte verdades”, imberbes.
Un pibe que se llamaba Ernesto y que era de
una organización de la “tendencia”, no bien me
vio me preguntó dónde estaban. Todavía lo veo:
Ernesto era jovencito, tenía cejas muy pobladas,
era muy serio y conducía a los suyos con eficacia.
Esa tarde estaba desesperado. Todo lo que dijo fue
patético, ya que revelaba las sorpresas que
empezó a pegarse con Perón no bien el
“león herbívoro” aterrizó en la patria –ahora peronista–
que lo recibía en medio de los tiros, la furia
y el miedo. “Che, José”, me dice. “¿Vos sabés qué
son las ‘veinte verdades’? Decime: ¿qué mierda
son las ‘veinte verdades’?” Acaso una historia de la
Juventud Peronista podría escribirse con este título:
¿Qué mierda son las veinte verdades? Estaban
por todas partes. Pero estaban en los viejos libros
del justicialismo. En el viejo pasado que los jóvenes
–aun bajo la conducción del líder revolucionario,
del amado por la clase obrera– habíamos venido
a “actualizar”. Nada. Nadie tenía nada de eso.
Ni un libro de lectura de la época.
Recordé, sin embargo, que en
La fuerza es el derecho de las
bestias, Perón las transcribía.
Al rato había
un nuevo colgante.
Un colgante de la
izquierda revolucionaria
con las “veinte
verdades”. Pero, ¿eso
íbamos a hacer? ¿Plegarnos
a cualquier
cosa que el Viejo dijera?
Por el momento, sí.
¿Veinte verdades? Veinte
verdades, general.
Las veinte verdades
fueron
leídas por Perón, desde “su” balcón de
Rosada, el 17 de octubre de 1950. Parecieran ser
un fruto tardío del peronismo. Venían a decir
cosas que Perón venía diciendo desde los lejanos
años de 1943. Si en 1950 parecían un fruto tardío,
en 1973 parecieron un fruto podrido o una
tontería trasnochada sólo traída a flote para frenar
el vértigo de la militancia, a bajar banderas, a
abrirles paso a los ortodoxos. Eran, con total precisión,
eso. “Los peronistas tenemos que retornar
a la conducción de nuestro movimiento (...)
Somos lo que las veinte verdades peronistas
dicen.” Veamos, ¿qué decían? Se trataba de un
ideario popular, nacionalista, cristiano, estatista y
entregaba algunas consignas para manejarse dentro
del movimiento. La democracia estaba al servicio
del Pueblo (siempre escrito con mayúsculas) y
defendía sólo su interés. El justicialismo es popular
y todo círculo político es antipopular, por consiguiente
no es justicialista. El justicialismo reconoce
una sola clase de hombres: los que trabajan.
Según recuerdo de mi larga infancia de “niño privilegiado”,
esta “verdad”, la de reconocer sólo
como hombres a los trabajadores, incomodaba a
las clases medias. “¿Cómo? ¿Y nosotros no trabajamos?”,
era la queja. Algo que entrega un elemento
certero: Perón siempre se dirigía a los trabajadores.
Aun cuando le hablara al “Pueblo”, su interlocutor
era el pueblo trabajador de la nación. Esto
mantenía siempre vigente, siempre en pie las divisiones
en las que persistió el movimiento: pueblo/
antipueblo, patria/antipatria, leales/contreras,
peronistas/antiperonistas. O sea, amigo/enemigo
al más puro estilo Carl Schmitt. La cuestión es
densa. No se marcan inocentemente antagonismos
tan fuertes. La oligarquía argentina había grabado
a sangre y fuego el más poderoso de todos:
Civilización/Barbarie. Pero los del peronismo se
extendían a otros enfrentamientos.
Decir “La vida por Perón” era decir
“Perón o muerte”. Y éste es un
antagonismo que ya señala la posibilidad
cercana de la guerra, de
la violencia. “Los conceptos de
amigo, enemigo y lucha
(escribe Carl Schmitt)
adquieren su sentido real
por el hecho de que están
y se mantienen en conexión
con la posibilidad
real de matar físicamente.
La guerra
procede de
la ene-
II
mistad, ya que ésta es una negación óntica de un
ser distinto. La guerra no es sino la realización
extrema de la enemistad. No necesita ser nada
cotidiano ni normal, ni hace falta sentirlo como
algo ideal o deseable, pero tiene desde luego que
estar dado como posibilidad efectiva si es que el
concepto del enemigo ha de tener algún sentido”
(Schmitt, ob. cit., p. 63. Bastardillas mías). Se
trata de un texto luminoso: no bien se plantea
un antagonismo en que uno de los dos elementos
antagonizados sea entendido por el otro
como enemigo y viceversa lo que se ha planteado
es la guerra y, con ella, “la posibilidad real de
matar físicamente”. De aquí que la verdad N° 7,
que establece que para un peronista no puede
haber nada mejor que otro peronista, sea modificada
por el Perón del ’73. Aquí, ya que a él le
interesaba, no regía la “etapa dogmática”. Si el
líder decidía cambiar, se cambiaba. Perón advierte
lo que señala Schmitt: si para un peronista no
puede haber nada mejor que otro peronista,
queda todo un sector de la sociedad enfrentado
al peronismo. No hay un esquema amigo/enemigo
fuerte, pero hay un reconocimiento de segundo
grado. Primero reconozco a los peronistas:
ellos, para mí que lo soy, son los mejores. Los
demás, no sé. Sobre ellos cae la sombra de una
sospecha. Pues si fueran decididamente buenos
serían peronistas. Por consiguiente, lo mejor
para mí. Pero no lo son. ¿Por qué? No puedo
saberlo, o sí. Pero lo que sé es que, al no ser
peronistas, no pueden ser “lo mejor” para mí.
Perón, en el ’73, tiene que cambiar. Quiere aglutinar
a toda la sociedad tras su proyecto y no
quiere que nadie, por no ser peronista, se sienta
excluido. De aquí la nueva formulación de la
séptima verdad: “Para un argentino no hay nada
mejor que otro argentino”. Es el Perón que plantea
un único antagonismo: el que se produce
entre el tiempo y la sangre. Volveremos sobre
esto, pero digamos que ésta es la formulación
más densa, más tramada del Perón del ’73. La
que dice: venimos de la primacía de la sangre,
ahora es la del tiempo. Otra de las caras que
llevó a la tragedia es la respuesta sincera que
muchos dieron a ese encuadre: “Corrió demasiada
sangre. Ya no nos queda tiempo”. O también:
“Corrió mucha sangre como para que ahora nos
pidan tiempo”. Toda la tragedia que se desarrolla
desde
Si no hubiese sido tan difícil traer a Perón, si
no hubieran sido necesarias tantas luchas, tantas
vidas, tanta sangre, acaso se hubiera podido frenar
el desastre.
EL ODIO GORILA
Lo que Perón no pudo frenar en el ’73 no es
(como le reprochan sus enemigos) lo que él desató.
Es lo que desató el odio gorila. Perón, es cierto,
alentó a las formaciones especiales, a la violencia.
Tiene su responsabilidad en eso. Pero a la
guerrilla la creó la necedad del país antiperonista.
La torpeza miserable, clasista, racista, antidemocrática
y represiva de la oligarquía, del empresariado,
del catolicismo y del Ejército. ¡Si hasta
el santo viejito Illia, el intocado de nuestra historia,
tiene una enorme responsabilidad en esto!
¿Por qué no se jugó por
por
retornara en 1964? Vamos a darle la palabra a
una honesta, seria historiadora radical: “En
noviembre del ’64, cuando todavía no se habían
extinguido los ecos del Plan de Lucha, el gobierno
de Illia enfrentó otro grave problema: el día
12 se anunció que Perón, Jorge Antonio, Vandor,
Framini y Delia Parodi habían tomado
pasaje en Madrid y se dirigían a Buenos Aires en
un vuelo de Iberia. La opinión nacional se dividió
en peronistas deseosos de reencontrarse con
su líder y antiperonistas para quienes se corporizaba
el fantasma del regreso de Perón. En los
últimos meses había recrudecido la campaña
‘Perón Vuelve’, cuya sigla ‘PV’ se escribía con
tiza en las paredes de los barrios. La marcha
peronista cantada insistentemente en las tribunas
populares de los estadios de fútbol señalaba que
el recuerdo de Perón estaba vivo (...). El retorno
de Perón se frustró en Río de Janeiro a pedido
de
Sudamericana, Buenos Aires, 2001, p. 611).
¿Quién estaba al frente de
O mejor: ¿pertenecía esa Cancillería al
gobierno del doctor Illia? Entonces el buenazo
del doctor Illia impidió un regreso que habría
salvado infinidad de vidas en este país. Por decirlo
todo, si Perón hubiese podido regresar en
1964, Aramburu no moría. Salvo de un infarto,
de un cáncer o de un resfrío mal curado. No veo,
con sinceridad, qué cosas peores habrían podido
sucederle al país si se le permitía a Perón regresar
en esa fecha, cuando, indudablemente, lo intentó.
Pero se le temía. “El fantasma del regreso de
Perón.” Lo que era una esperanza para los peronistas
era una pesadilla para los antiperonistas.
¿Qué era lo que se temía? Estaba ahí: en los estadios
de fútbol. En los sectores populares que
cantaban, con furia, la marcha peronista. Para
mal o para bien, nadie despertó tanto el fervor
popular en este país como Perón. Y esto horroriza
a los militares, a
y a la oligarquía (“¡otra vez los negros!”).
Esas muchedumbres de los estadios eran la verificación
de algo: si Perón volvía a
podría presentarse a elecciones, arrasando. Aceptar
el regreso de Perón era aceptar entregarle el
país. ¿Cómo no lo iban a parar los radicales en
Río de Janeiro? Si no lo hacían, los echaban a
patadas. ¿O quiénes se creían que eran? ¿En serio
creían que ellos gobernaban? El buen viejo Illia
debió, sin embargo, jugarse entero. Señores, si
yo no gobierno con la ley, no gobierno. Si para
gobernar le tengo que prohibir a un argentino su
derecho de volver al país, me voy. Debió haber
hecho eso. Lo echaron de todos modos. ¿Qué
ganó obliterando el regreso del Maldito? Pero
una simple, serena reflexión sobre este retorno
nos lleva a establecer que la imbecilidad, el canallismo,
la verdadera generación de la violencia,
estuvieron antes en los gorilas que en Perón o en
las formaciones especiales. Frustrado el regreso
de 1964, las opciones para forzar el regreso del
líder proscripto (del líder popular que las masas
reclamaban desde los estadios de fútbol y desde
cualquier lugar en que mínimamente se concentraran)
debían ser mucho más drásticas. Aquí
–exactamente aquí– se abre la posibilidad histórica
de la muerte de Aramburu. ¿Quiénes abren
esta posibilidad? Los que dejan bien claro que
para traerlo a Perón va a ser necesario mucho
más que un vuelo a través del océano y un aterrizaje
en el país. Porque Perón no puede volver.
Porque no puede haber democracia ni la habrá en
tanto las masas sigan detrás de Perón asegurando
su triunfo en cualquier elección democrática.
Los que así pensaron fueron quienes hicieron
fuego sobre Aramburu, aunque en última instancia
haya sido Fernando Abal Medina quien lo
hizo. Ellos eligieron la sangre. Perón, en el país,
en 1964, no era la sangre. Era el tiempo. Una
temporalidad sin duda agitada. Y un tiempo en
que el peronismo habría vuelto al poder. Con
Perón diez años más joven. Sin formaciones guerrilleras
en acción. Con militantes duros y políticos
dialoguistas. Con el vandorismo. Con lo que
sea. Pero, todavía, no daba para la tragedia. Lo
que siguió armando la trama final de la tragedia
fue la prohibición de Perón. El miedo infame del
poder tradicional. La vigencia todavía absoluta
del artículo
Se trata del decreto-ley 4161 del 5 de marzo de
1956. Se llamaba: “Prohibición de elementos de
afirmación ideológica o de propaganda peronista”.
Se publicó en el Boletín Oficial del 9 de
marzo de 1956. Vamos a citar íntegramente su
artículo primero, ya que se trata de una pieza
imperdible: Art. 1º Queda prohibida en todo el
territorio de la nación: a) La utilización, con
fines de afirmación ideológica peronista, efectuada
públicamente, o la propaganda peronista, por
cualquier persona, ya se trate de individuos aislados
o grupos de individuos, asociaciones, sindicatos,
partidos políticos, sociedades, personas
jurídicas públicas o privadas de las imágenes,
símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas,
artículos y obras artísticas, que pretendan
tal carácter, o pudieran ser tenidas por alguien
como tales, pertenecientes o empleados por los
individuos representativos u organismos del
peronismo. Se considerará especialmente violatoria
de esta disposición la utilización de la fotografía,
retrato o escultura de los funcionarios
peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera
peronista, el nombre propio del presidente
depuesto, el de sus parientes, las expresiones
“peronismo”, “peronista”, “ justicialismo”, “justicialista”,
“tercera posición”, la abreviatura P,
las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las
composiciones musicales “Marcha de los muchachos
peronistas” y “Evita capitana”, o fragmentos
de las mismas, y los discursos del presidente
depuesto o su esposa, o fragmentos de los mismos.
b) La utilización, por las personas y con los
fines establecidos en el inciso anterior, de las
imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas,
doctrina, artículos y obras artísticas que
pretendan tal carácter, o pudieran ser tenidas por
alguien como tales, creados o por crearse, que de
alguna manera cupieran ser referidos a los individuos
representativos, organismos o ideología del
peronismo. c) La reproducción por las personas
y con los fines establecidos en el inciso a),
mediante cualquier procedimiento, de las imágenes,
símbolos y demás objetos señalados en los
dos incisos anteriores.) El miedo a las masas. La
jactancia de clase. El racismo. “Somos superiores.
Las masas son brutas. Son ignorantes. Perón
es un fascista. No volveremos al régimen peronista.”
O la humorada tan festejada de Borges:
“Los peronistas son incorregibles”. Bien, desde
este preciso instante de la historia en que estamos,
noviembre de 1964, el gobierno de Illia
prohibiendo (con, desde luego, enormes presiones
militares y eclesiásticas y oligárquicas) el
regreso de Perón, se podría decir: “Los antiperonistas
no son incorregibles, son brutos”. Con
menos imbecilidad, con algo de inteligencia, con
menos odio, con menos miedo, habría corrido
mucha menos sangre. No fue Perón el que,
engañándola, le hizo creer a la izquierda peronista
de los ’70 que él era un líder revolucionario.
Fueron los antiperonistas. Que Perón era lo intragable
para el régimen se leía en el odio de los
militares, en el odio de
Iglesia, de los sectores académicos, del periodismo
ilustrado (
escribe en Primera Plana, la revista política de
elite de los ’60, es totalmente gorila), en las clases
medias, en todas partes menos en la clase obrera,
en los sectores populares. ¿Cómo diablos iba a
creer la juventud que se preparaba para buscar al
sujeto revolucionario en el peronismo y en el
maldito, el expulsado Perón, las leyendas satánicas
de sus padres? “Era un nazi. Los hermanos
Cardozo. Lombilla. El boxeador Lowel.
centro de depravación. Los jefes de manzana. La
afiliación obligatoria. La adolescente Nelly
Rivas.” Pero, sobre todo, lo que los padres gorilas
o gorilizados por la impresionante máquina
de propaganda antiperonista que se montó a partir
de 1955 les decían a sus hijos era: “Fue un
nazi”. ¿Qué habríamos tenido si los jóvenes de la
izquierda peronista hubieran creído en esas letanías
de sus padres? La generación-Uki Goñi.
Las restantes verdades peronistas expresaban el
ideario del primer peronismo. Perón regresa a
ellas en 1973 porque son la garantía de un capitalismo
popular, que era lo que buscaba. Y aquí
el rechazo del peronismo combativo es unánime.
¿Dieciocho años de lucha para un capitalismo
popular? ¿Para darles la manija a los sindicatos
conciliadores, amigos de la burguesía? ¿A Gelbard
y a
Los Montoneros hicieron un encuadre
típico de su modo de pensar: cambiamos sangre
por poder. Nosotros pusimos los muertos para
que el líder regresara/ nosotros queremos compartir
la conducción con el líder. Conducción,
conducción/ Montoneros y Perón. Y si no, lucha
interna. Asesinato de Rucci.
LOS “APUNTES
DE HISTORIA MILITAR”
Apuntes de historia militar es el libro que Perón
escribe para sus alumnos de
Pretende entregarles una ayuda práctica para
que puedan profundizar los conocimientos que
adquieren en las clases. En cuanto a la existencia
del libro no hay otra cosa que la explique mejor.
Se hizo para eso y para eso sirvió. Sin embargo,
tuvo y tiene una vigencia importante en la historia
argentina. Toda esa jerga que los peronistas utilizaron
acerca de la estrategia y la táctica. Todo el
III
tema de la conducción y los cuadros auxiliares.
La famosa frase del bastón de mariscal que cada
soldado debe llevar en su mochila está ahí. Perón
habla y sabe de lo que habla. Se trata de un militar
culto. De un militar que forma oficiales. De
un militar que ha leído a Clausewitz y a los otros
principales teóricos de la guerra.
Uno de los conceptos centrales que utiliza
Perón, y al que habrá de retornar en el manual
de Conducción Política, es el de economía de
fuerzas. Perón parte de un texto del mariscal
Ferdinand Foch (1851-1911). Foch es un mítico
militar francés, héroe de la guerra francoprusiana
y director de
francesa entre 1907 y 1911. Cuenta un encuentro
entre dos militares. Uno de ellos, casi nada,
es Napoleón Bonaparte. El otro es Moreau.
Napoleón le dice que desde hace ya tiempo
deseaba conocerlo. Moreau no parece sentirse
muy orgulloso ante Napoleón, pues su última
campaña guerrera no le ha sido favorable. “Llegáis
de Egipto victorioso”, le dice a Napoleón.
“Yo, de Italia, después de una gran derrota”
(Mayor de E.M. Juan Perón, Apuntes de historia
militar, Círculo Militar, Biblioteca del Oficial,
Buenos Aires, 1951, p. 42. La primera edición
es de 1932. Hubo otra en 1934. Y esta de 1951
ya es parte del aparato propagandístico del peronismo.
A Perón le editaban hasta los estornudos.)
Moreau ofrece algunas explicaciones acerca
de su derrota y concluye diciendo: “Era
imposible que nuestro valiente ejército no fuera
abrumado por tanta fuerza reunida. Es siempre
el número mayor el que bate al más pequeño”.
¡Ah, torpe Moreau, qué tontería has dicho
delante de un genio como Napoleón, la pagarás
cara! Bonaparte le dice que tiene razón, que es
siempre el número mayor el que bate al más
pequeño. “Sin embargo, general –dice Moreau–,
con pequeños ejércitos habéis batido a
grandes.” Napoleón dice que es cierto. Pero que
aun en esos casos ha sido el mayor número el que
batió al menor. Crea planteado el problema que
asombra a Moreau y que Perón buscará explicar:
¿cómo puede un ejército inferior en número vencer
a otro superior y precisamente por ser superior
en número. En suma, cómo es posible ser
más que el enemigo cuando se es menos. Más
aún: cómo es posible tener más soldados cuando
el otro tiene más. Napoleón –su genio militar–
tiene la respuesta. Dice: “Cuando con fuerzas
inferiores me encontraba en presencia de un
gran ejército, concentrando con rapidez el mío,
me dejaba caer como un rayo sobre una de sus
alas y la desbarataba. Aprovechaba en seguida el
desorden, nunca dejaba de producir en el ejército
enemigo para atacarlo en otra parte, siempre
con todas mis fuerzas. Lo batía así en detalle y la
victoria que resultaba era siempre, como usted
lo ve, el triunfo del mayor número sobre el más
pequeño” (Ibid., p. 43. Bastardillas mías). He
aquí el principio de economía de fuerzas. Se trata
de más numeroso en el lugar en que se decide la
batalla. “He aquí el arte de la guerra, según
Napoleón”, dice Perón, cuyo apellido afortunado,
que rima con tantas cosas, rima también
con el del glorioso cautivo de Santa Elena. Y
anota: “He ahí la teoría del arte en su enunciado
y la tarea del artista en su ejecución” (Ibid., p.
42). La teoría del arte es el principio de economía
de fuerzas. La tarea del artista –el artista es
el conductor– radica en aplicar la teoría. Según
vemos, para los teóricos de la guerra, la guerra
es un arte y el conductor es el artista que aplica
la normativa de ese arte: la teoría de la guerra.
Luego Perón inicia su exposición de Clausewitz.
Toma del teórico prusiano su principal concepto
(aunque los clausewitzianos traten de negarlo):
El aniquilamiento del enemigo. Si Clausewitz
es o no el teórico del aniquilamiento tal vez lo
veamos más adelante. Para Perón, lo es. El fin
de la acción guerrera es el “aniquilamiento del
enemigo” (Ibid., p. 108). “Recalco bien (escribe)
esta finalidad y cada uno de los que inicien
el estudio de la guerra debe ser guiado por esta
premisa. Ella encarna en las operaciones estratégicas
el objetivo militar o estratégico. Sólo el
aniquilamiento del enemigo es en la guerra moderna
el objetivo que guía a la conducción superior.
El olvido de este objetivo (...) llevó a una deformación
de la acción guerrera, hasta que Napoleón
los llamó a la realidad con sus operaciones y
batallas que tenían un sello de aniquilamiento.
Es, pues, la guerra moderna, eminentemente de
aniquilamiento” (Ibid., p. 108. Bastardillas
mías). Ignoro si el general Justo José de Urquiza
había leído a Clausewitz, pero sé que luego de la
batalla de Vences (o, al menos, no dudo en afirmarlo)
aplicó el principio de aniquilamiento del
enemigo. Cierto es que eso le valió el incómodo
apodo de El carnicero de Vences. Ya lo tenía de
una batalla anterior: India Muerta. Vamos a
tomar la narración que hace la historiadora
entrerriana Beatriz Bosch, apasionada defensora
de Urquiza, en su voluminoso Urquiza y su
tiempo. Si ustedes me lo preguntan o, de lo contrario,
me lo pregunto yo, no coincido con Beatriz
Bosch, acaso porque no soy entrerriano.
Pero por algo más también. Urquiza fue un
militar sanguinario y el más grande traidor a la
causa del federalismo. Gran parte de nuestra
historia tiene su momento de quiebre en esa
retirada miserable de Pavón en la que cede a
Mitre la posibilidad de arrasar las provincias.
Las decisiones de los individuos forman parte de
la trama histórica. Porque Urquiza fue Urquiza
nuestro país fue como fue. Pudo haber sido de
otro modo. No todo hombre se vende. Buenos
Aires tal vez no habría podido comprar a otro
general. Si menciono a Urquiza (y si volveré a
mencionarlo) es porque a partir de 1973, algo
secretamente, se elabora una teoría que une la
figura de Urquiza a
Urquiza, al federalismo. Perón, a las ilusiones de
izquierda que había apoyado desde su exilio.
Incluso David Viñas publica en ese mismo año
o en el siguiente una novela que se llama General
muerto y que establece esa incómoda simetría.
Volviendo, ahora, a la teoría del aniquilamiento.
Bosch narra el final de batalla de Vences
y la tarea de aniquilamiento a que se entregan
los hombres de Urquiza y Urquiza mismo.
“Aplastante triunfo del ejército federal. Cinco
jefes, setenta y un oficiales y mil doscientos cuarenta
individuos de tropa quedan prisioneros,
según el parte del día siguiente de la victoria.
Banderas, estandartes, armas y carruajes integran
el copioso trofeo. Al descalabro sigue la
inmediata persecución. Urquiza mismo corre a lo
largo de tres leguas a los fugitivos, que buscan los
montes” (Beatriz Bosch, Urquiza y su tiempo,
Eudeba, Buenos Aires, 1980, p. 119. Bastardillas
mías). A continuación la señora Bosch
estampa una frase definitiva: “Cruento matiz
caracteriza la jornada” (Ibid., p. 120). Urquiza,
en Vences, guerrea como hombre de Rosas. Su
enemigo es el gobernador Madariaga, hombre
de los unitarios. El 23 de diciembre Urquiza
dice: “
por más tiempo quedasen impunes los horrendos
crímenes con que estos malvados han hecho
gemir a la humanidad. (¿A la humanidad? Era
un conflicto entre Entre Ríos y Corrientes,
JPF.) Otros cabecillas empecinados y famosos
salteadores también han sido fusilados en los
Distritos donde fueron aprendidos, quedando
en consecuencia esta Provincia limpia de malvados
y sin el más mínimo germen de rebelión”
(Ibid., p. 120). Esta última línea de Urquiza es
de notable justeza: sin el más mínimo germen de
rebelión. En suma, la guerra de aniquilamiento
persigue que no quede vivo ni un solo germen de
la rebelión que se ha querido sofocar.
EL CONCEPTO DE
“ANIQUILAMIENTO”
APLICADO A
Sigue su análisis Perón: se concentra en Clausewitz.
Antes, cita una frase de Foch que siempre
me resultó más que divertida: “No hay victoria
sin batalla”. Es posible sacar las frases más
disparatadas de este esquema. “No se llega al
centro sin tomar el subterráneo.” O “no hay resfrío
sin bacteria”. O “no tendré los pantalones
húmedos si no me meo encima”. Creo que ésta
es la más inspirada, aunque deteriore la seriedad
de este texto. Ahora bien, Perón sabe por qué
cita la frase de Foch. Y luego lo sabrá cualquier
peronista. O cualquier guerrillero. O cualquier
revolucionario. “No se toma el poder sin lucha
armada.” “No se gana una elección sin lograr el
apoyo del pueblo.” En suma, “no se gana un
partido sin jugarlo”, sería la expresión futbolera
de este axioma del glorioso mariscal Foch. Pero
(según dijimos) en quien desea concentrarse
Perón es en Clausewitz. Tengamos algo por
cierto: Perón leyó atentamente al gran teórico
de la guerra y sus Apuntes de historia militar son
excelentes. Más adelante, en Conducción
política, dirá, sin más, que pueden aplicarse a la
política. Si es así, ¿es entonces el peronismo un
movimiento que surge de la aplicación a la política
de un manual de historia militar? Habrá que
responder a esta pregunta.
Clausewitz es implacable. Toda la dureza que
se le achaca, toda la inhumanidad que se le
reprocha y de la que intentan defenderlo sus
apasionados adherentes es real, cierta. Perón cita
una de sus frases centrales, o acaso la que vertebra
su obra: “La victoria es el precio de la sangre;
debe adoptarse el procedimiento o no hacer la guerra.
Todas las consideraciones de humanidad que se
pudieran hacer valer os expondrían a ser batidos
por un enemigo menos sentimental”. El comentario
que Perón ofrece de este texto es también de
gran precisión, de gran contundencia, y si agita
algo en quienes lo leemos es porque estamos
pensando qué papel habrán jugado estas durísimas
concepciones en el Perón político, en todos
los “perones” que tuvo el país (el del primer
gobierno, el del segundo, el del exilio, el del
regreso, etc.). “Las guerras (escribe, comentando
a Clausewitz) serán cada vez más encarnizadas y
en los tiempos que corren sólo el aniquilamiento
puede ser el fin. Los medios para conseguirlo
pueden variar en forma apreciable , pero la finalidad
de la guerra se ha cristalizado en este precepto:
‘Aniquilar al enemigo para someterlo a
nuestra voluntad’” (Ibid., p. 130). Lo espinoso de
este tema radica en que no es posible imaginar a
dirigentes peronistas de primera línea que no
conozcan este texto de Perón. No digo los de
ahora. Ahora, época en la que el peronismo
puede ser cualquier cosa y cualquiera puede ser
peronista, ya que el peronismo se define más por
su aparato que por alguna ideología (en una
época, es cierto, en que así funcionan las cosas:
no hay ideas, hay líneas de fuerza), el que se hace
peronista ni idea tiene de las veinte verdades o
(menos aún) de los Apuntes de historia militar.
Pero cuando se firma el decreto de “aniquilamiento”
de la guerrilla los peronistas que lo firmaron
debían saber que los militares que recibían esa
orden, esa orden expresada por esa palabra, sólo
podían entender una cosa, ya que conocían los textos
prusianos en los que se teorizaba sobre el aniquilamiento
como función final de la guerra. Eso
es lo que habían estudiado en las escuelas de
guerra. Todo militar pasa por Clausewitz. No
creo que el general Acdel Vilas –el primero en
comandar el Operativo Independencia en 1975–
no supiera qué significaba “aniquilamiento”. No
me estoy agarrando de una palabra. No es, además,
una palabra: es un concepto. El concepto
viene de Clausewitz (es el concepto fundamental
de su poderosa obra De la guerra), lo retoma
Perón porque sabe que hablar de Clausewitz es
hablar del aniquilamiento y lo retoma el gobierno
de Luder al firmar la orden para liquidar a la
guerrilla, sin que quede vivo ni un solo germen de
la rebelión que se pretende sofocar, por decirlo con
las palabras de Urquiza, el carnicero de la batalla
de Vences. Esa palabra, en suma, está puesta en
ese decreto con clara deliberación, con el completo
saber de lo que ella significa. Y –en la práctica
del Operativo Independencia– significó lo
que se proponían que significara quienes la esgrimieron:
el aniquilamiento total del enemigo.
Hay diferencias y son importantes. Cuando
Clausewitz habla de aniquilamiento habla de aniquilamiento
en batalla y de acuerdo a las leyes de
la guerra. Urquiza no: era, justamente, un carnicero
porque el aniquilamiento incluyó la persecución
feroz del enemigo y la muerte de cientos
de hombres indefensos, inermes. Pero, sobre
todo, Clausewitz habla de batallas entre ejércitos,
entre ejércitos de distintas naciones, no de un Ejército
persiguiendo a un grupo de civiles armados,
connacionales. Esto no es una guerra. Además, si
Karl von Clausewitz hubiera presenciado las
atrocidades que los hombres de Vilas y luego los
de Bussi hicieron en el monte tucumano, las
habría desaprobado con indignación, asqueado.