lunes, 18 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE - 9 -José P. Feinmann








Peronismo

José Pablo Feinmann

Filosofía

política del

Peronismo

Página/12

9 El concepto de

aniquilamiento




LAS VEINTE


VERDADES


El 21 de junio de 1973, al día siguiente

de la masacre de Ezeiza, Perón da

un célebre discurso en el que declara

inaugurada la “etapa dogmática” del

peronismo. Era una clara opción en

favor de los que hacían de la patria peronista su

bandera contra los de la patria socialista. En ese

discurso (y es, ahora, a esto a lo que apuntamos)

Perón –que busca congelarlo todo para frenar la

dinámica política y movilizadora de su ala izquierda–

habrá de referirse a las famosas y muy olvidadas

“veinte verdades justicialistas”. ¿Quién se acordaba

de ese catecismo de museo? ¿Cuándo el líder

revolucionario madrileño que decía que con el

Che había muerto “el mejor de los nuestros”, que

la violencia de abajo es consecuencia de la violencia

de arriba, que al enemigo ni justicia, que el

hambre es violencia y que esto lo arreglan los jóvenes

o no lo arregla nadie, se había ocupado de

hablar de esa charlatanería del pasado, del viejo

peronismo, el que todos, y sobre todo Perón,

habíamos dejado atrás? Pero no. Impávido, seguro,

prepotente, el líder dice: “Somos lo que las

veinte verdades peronistas dicen”. ¿Qué eran las

veinte verdades, quién las conocía? Cuando llegué

a la Facultad, a eso de las 4 de la tarde, ya una

agrupación había hecho un colgante con

las “veinte verdades”. Serían de Guardia

de Hierro o de los Demetrios,

el “peronismo mogólico” como

se les decía. Pero se sabían

las “veinte verdades”,

sabían dónde encontrarlas

y ahí estaban

ellos:

mostrando

en su orgulloso colgante el “nuevo” credo.

Al diablo con el socialismo nacional, la actualización

doctrinaria y el trasvasamiento generacional.

Ahora, apréndanse las “veinte verdades”, imberbes.

Un pibe que se llamaba Ernesto y que era de

una organización de la “tendencia”, no bien me

vio me preguntó dónde estaban. Todavía lo veo:

Ernesto era jovencito, tenía cejas muy pobladas,

era muy serio y conducía a los suyos con eficacia.

Esa tarde estaba desesperado. Todo lo que dijo fue

patético, ya que revelaba las sorpresas que la Tendencia

empezó a pegarse con Perón no bien el

“león herbívoro” aterrizó en la patria –ahora peronista

que lo recibía en medio de los tiros, la furia

y el miedo. “Che, José”, me dice. “¿Vos sabés qué

son las ‘veinte verdades’? Decime: ¿qué mierda

son las ‘veinte verdades’?” Acaso una historia de la

Juventud Peronista podría escribirse con este título:

¿Qué mierda son las veinte verdades? Estaban

por todas partes. Pero estaban en los viejos libros

del justicialismo. En el viejo pasado que los jóvenes

–aun bajo la conducción del líder revolucionario,

del amado por la clase obrera– habíamos venido

a “actualizar”. Nada. Nadie tenía nada de eso.

Ni un libro de lectura de la época.

Recordé, sin embargo, que en

La fuerza es el derecho de las

bestias, Perón las transcribía.

Al rato había

un nuevo colgante.

Un colgante de la

izquierda revolucionaria

con las “veinte

verdades”. Pero, ¿eso

íbamos a hacer? ¿Plegarnos

a cualquier

cosa que el Viejo dijera?

Por el momento, sí.

¿Veinte verdades? Veinte

verdades, general.

Las veinte verdades

fueron

leídas por Perón, desde “su” balcón de la Casa

Rosada, el 17 de octubre de 1950. Parecieran ser

un fruto tardío del peronismo. Venían a decir

cosas que Perón venía diciendo desde los lejanos

años de 1943. Si en 1950 parecían un fruto tardío,

en 1973 parecieron un fruto podrido o una

tontería trasnochada sólo traída a flote para frenar

el vértigo de la militancia, a bajar banderas, a

abrirles paso a los ortodoxos. Eran, con total precisión,

eso. “Los peronistas tenemos que retornar

a la conducción de nuestro movimiento (...)

Somos lo que las veinte verdades peronistas

dicen.” Veamos, ¿qué decían? Se trataba de un

ideario popular, nacionalista, cristiano, estatista y

entregaba algunas consignas para manejarse dentro

del movimiento. La democracia estaba al servicio

del Pueblo (siempre escrito con mayúsculas) y

defendía sólo su interés. El justicialismo es popular

y todo círculo político es antipopular, por consiguiente

no es justicialista. El justicialismo reconoce

una sola clase de hombres: los que trabajan.

Según recuerdo de mi larga infancia de “niño privilegiado”,

esta “verdad”, la de reconocer sólo

como hombres a los trabajadores, incomodaba a

las clases medias. “¿Cómo? ¿Y nosotros no trabajamos?”,

era la queja. Algo que entrega un elemento

certero: Perón siempre se dirigía a los trabajadores.

Aun cuando le hablara al “Pueblo”, su interlocutor

era el pueblo trabajador de la nación. Esto

mantenía siempre vigente, siempre en pie las divisiones

en las que persistió el movimiento: pueblo/

antipueblo, patria/antipatria, leales/contreras,

peronistas/antiperonistas. O sea, amigo/enemigo

al más puro estilo Carl Schmitt. La cuestión es

densa. No se marcan inocentemente antagonismos

tan fuertes. La oligarquía argentina había grabado

a sangre y fuego el más poderoso de todos:

Civilización/Barbarie. Pero los del peronismo se

extendían a otros enfrentamientos.

Decir “La vida por Perón” era decir

“Perón o muerte”. Y éste es un

antagonismo que ya señala la posibilidad

cercana de la guerra, de

la violencia. “Los conceptos de

amigo, enemigo y lucha

(escribe Carl Schmitt)

adquieren su sentido real

por el hecho de que están

y se mantienen en conexión

con la posibilidad

real de matar físicamente.

La guerra

procede de

la ene-

II

mistad, ya que ésta es una negación óntica de un

ser distinto. La guerra no es sino la realización

extrema de la enemistad. No necesita ser nada

cotidiano ni normal, ni hace falta sentirlo como

algo ideal o deseable, pero tiene desde luego que

estar dado como posibilidad efectiva si es que el

concepto del enemigo ha de tener algún sentido”

(Schmitt, ob. cit., p. 63. Bastardillas mías). Se

trata de un texto luminoso: no bien se plantea

un antagonismo en que uno de los dos elementos

antagonizados sea entendido por el otro

como enemigo y viceversa lo que se ha planteado

es la guerra y, con ella, “la posibilidad real de

matar físicamente”. De aquí que la verdad N° 7,

que establece que para un peronista no puede

haber nada mejor que otro peronista, sea modificada

por el Perón del ’73. Aquí, ya que a él le

interesaba, no regía la “etapa dogmática”. Si el

líder decidía cambiar, se cambiaba. Perón advierte

lo que señala Schmitt: si para un peronista no

puede haber nada mejor que otro peronista,

queda todo un sector de la sociedad enfrentado

al peronismo. No hay un esquema amigo/enemigo

fuerte, pero hay un reconocimiento de segundo

grado. Primero reconozco a los peronistas:

ellos, para mí que lo soy, son los mejores. Los

demás, no sé. Sobre ellos cae la sombra de una

sospecha. Pues si fueran decididamente buenos

serían peronistas. Por consiguiente, lo mejor

para mí. Pero no lo son. ¿Por qué? No puedo

saberlo, o sí. Pero lo que sé es que, al no ser

peronistas, no pueden ser “lo mejor” para mí.

Perón, en el ’73, tiene que cambiar. Quiere aglutinar

a toda la sociedad tras su proyecto y no

quiere que nadie, por no ser peronista, se sienta

excluido. De aquí la nueva formulación de la

séptima verdad: “Para un argentino no hay nada

mejor que otro argentino”. Es el Perón que plantea

un único antagonismo: el que se produce

entre el tiempo y la sangre. Volveremos sobre

esto, pero digamos que ésta es la formulación

más densa, más tramada del Perón del ’73. La

que dice: venimos de la primacía de la sangre,

ahora es la del tiempo. Otra de las caras que

llevó a la tragedia es la respuesta sincera que

muchos dieron a ese encuadre: “Corrió demasiada

sangre. Ya no nos queda tiempo”. O también:

“Corrió mucha sangre como para que ahora nos

pidan tiempo”. Toda la tragedia que se desarrolla

desde 1955 a 1976 radica en la imbecilidad gorila.

Si no hubiese sido tan difícil traer a Perón, si

no hubieran sido necesarias tantas luchas, tantas

vidas, tanta sangre, acaso se hubiera podido frenar

el desastre.

EL ODIO GORILA

Lo que Perón no pudo frenar en el ’73 no es

(como le reprochan sus enemigos) lo que él desató.

Es lo que desató el odio gorila. Perón, es cierto,

alentó a las formaciones especiales, a la violencia.

Tiene su responsabilidad en eso. Pero a la

guerrilla la creó la necedad del país antiperonista.

La torpeza miserable, clasista, racista, antidemocrática

y represiva de la oligarquía, del empresariado,

del catolicismo y del Ejército. ¡Si hasta

el santo viejito Illia, el intocado de nuestra historia,

tiene una enorme responsabilidad en esto!

¿Por qué no se jugó por la Ley, por la Justicia,

por la Libertad, por el Derecho y dejó que Perón

retornara en 1964? Vamos a darle la palabra a

una honesta, seria historiadora radical: “En

noviembre del ’64, cuando todavía no se habían

extinguido los ecos del Plan de Lucha, el gobierno

de Illia enfrentó otro grave problema: el día

12 se anunció que Perón, Jorge Antonio, Vandor,

Framini y Delia Parodi habían tomado

pasaje en Madrid y se dirigían a Buenos Aires en

un vuelo de Iberia. La opinión nacional se dividió

en peronistas deseosos de reencontrarse con

su líder y antiperonistas para quienes se corporizaba

el fantasma del regreso de Perón. En los

últimos meses había recrudecido la campaña

‘Perón Vuelve’, cuya sigla ‘PV’ se escribía con

tiza en las paredes de los barrios. La marcha

peronista cantada insistentemente en las tribunas

populares de los estadios de fútbol señalaba que

el recuerdo de Perón estaba vivo (...). El retorno

de Perón se frustró en Río de Janeiro a pedido

de la Cancillería argentina” (María Sáenz Quesada,

La Argentina, historia del país y de su gente,

Sudamericana, Buenos Aires, 2001, p. 611).

¿Quién estaba al frente de la Cancillería argentina?

O mejor: ¿pertenecía esa Cancillería al

gobierno del doctor Illia? Entonces el buenazo

del doctor Illia impidió un regreso que habría

salvado infinidad de vidas en este país. Por decirlo

todo, si Perón hubiese podido regresar en

1964, Aramburu no moría. Salvo de un infarto,

de un cáncer o de un resfrío mal curado. No veo,

con sinceridad, qué cosas peores habrían podido

sucederle al país si se le permitía a Perón regresar

en esa fecha, cuando, indudablemente, lo intentó.

Pero se le temía. “El fantasma del regreso de

Perón.” Lo que era una esperanza para los peronistas

era una pesadilla para los antiperonistas.

¿Qué era lo que se temía? Estaba ahí: en los estadios

de fútbol. En los sectores populares que

cantaban, con furia, la marcha peronista. Para

mal o para bien, nadie despertó tanto el fervor

popular en este país como Perón. Y esto horroriza

a los militares, a la Iglesia (“¡nos roban al pueblo!”)

y a la oligarquía (“¡otra vez los negros!”).

Esas muchedumbres de los estadios eran la verificación

de algo: si Perón volvía a la Argentina

podría presentarse a elecciones, arrasando. Aceptar

el regreso de Perón era aceptar entregarle el

país. ¿Cómo no lo iban a parar los radicales en

Río de Janeiro? Si no lo hacían, los echaban a

patadas. ¿O quiénes se creían que eran? ¿En serio

creían que ellos gobernaban? El buen viejo Illia

debió, sin embargo, jugarse entero. Señores, si

yo no gobierno con la ley, no gobierno. Si para

gobernar le tengo que prohibir a un argentino su

derecho de volver al país, me voy. Debió haber

hecho eso. Lo echaron de todos modos. ¿Qué

ganó obliterando el regreso del Maldito? Pero

una simple, serena reflexión sobre este retorno

nos lleva a establecer que la imbecilidad, el canallismo,

la verdadera generación de la violencia,

estuvieron antes en los gorilas que en Perón o en

las formaciones especiales. Frustrado el regreso

de 1964, las opciones para forzar el regreso del

líder proscripto (del líder popular que las masas

reclamaban desde los estadios de fútbol y desde

cualquier lugar en que mínimamente se concentraran)

debían ser mucho más drásticas. Aquí

exactamente aquí– se abre la posibilidad histórica

de la muerte de Aramburu. ¿Quiénes abren

esta posibilidad? Los que dejan bien claro que

para traerlo a Perón va a ser necesario mucho

más que un vuelo a través del océano y un aterrizaje

en el país. Porque Perón no puede volver.

Porque no puede haber democracia ni la habrá en

tanto las masas sigan detrás de Perón asegurando

su triunfo en cualquier elección democrática.

Los que así pensaron fueron quienes hicieron

fuego sobre Aramburu, aunque en última instancia

haya sido Fernando Abal Medina quien lo

hizo. Ellos eligieron la sangre. Perón, en el país,

en 1964, no era la sangre. Era el tiempo. Una

temporalidad sin duda agitada. Y un tiempo en

que el peronismo habría vuelto al poder. Con

Perón diez años más joven. Sin formaciones guerrilleras

en acción. Con militantes duros y políticos

dialoguistas. Con el vandorismo. Con lo que

sea. Pero, todavía, no daba para la tragedia. Lo

que siguió armando la trama final de la tragedia

fue la prohibición de Perón. El miedo infame del

poder tradicional. La vigencia todavía absoluta

del artículo 4161. A Perón, ni nombrarlo. (Nota:

Se trata del decreto-ley 4161 del 5 de marzo de

1956. Se llamaba: “Prohibición de elementos de

afirmación ideológica o de propaganda peronista”.

Se publicó en el Boletín Oficial del 9 de

marzo de 1956. Vamos a citar íntegramente su

artículo primero, ya que se trata de una pieza

imperdible: Art. 1º Queda prohibida en todo el

territorio de la nación: a) La utilización, con

fines de afirmación ideológica peronista, efectuada

públicamente, o la propaganda peronista, por

cualquier persona, ya se trate de individuos aislados

o grupos de individuos, asociaciones, sindicatos,

partidos políticos, sociedades, personas

jurídicas públicas o privadas de las imágenes,

símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas,

artículos y obras artísticas, que pretendan

tal carácter, o pudieran ser tenidas por alguien

como tales, pertenecientes o empleados por los

individuos representativos u organismos del

peronismo. Se considerará especialmente violatoria

de esta disposición la utilización de la fotografía,

retrato o escultura de los funcionarios

peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera

peronista, el nombre propio del presidente

depuesto, el de sus parientes, las expresiones

“peronismo”, “peronista”, “ justicialismo”, “justicialista”,

“tercera posición”, la abreviatura P,

las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las

composiciones musicales “Marcha de los muchachos

peronistas” y “Evita capitana”, o fragmentos

de las mismas, y los discursos del presidente

depuesto o su esposa, o fragmentos de los mismos.

b) La utilización, por las personas y con los

fines establecidos en el inciso anterior, de las

imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas,

doctrina, artículos y obras artísticas que

pretendan tal carácter, o pudieran ser tenidas por

alguien como tales, creados o por crearse, que de

alguna manera cupieran ser referidos a los individuos

representativos, organismos o ideología del

peronismo. c) La reproducción por las personas

y con los fines establecidos en el inciso a),

mediante cualquier procedimiento, de las imágenes,

símbolos y demás objetos señalados en los

dos incisos anteriores.) El miedo a las masas. La

jactancia de clase. El racismo. “Somos superiores.

Las masas son brutas. Son ignorantes. Perón

es un fascista. No volveremos al régimen peronista.”

O la humorada tan festejada de Borges:

“Los peronistas son incorregibles”. Bien, desde

este preciso instante de la historia en que estamos,

noviembre de 1964, el gobierno de Illia

prohibiendo (con, desde luego, enormes presiones

militares y eclesiásticas y oligárquicas) el

regreso de Perón, se podría decir: “Los antiperonistas

no son incorregibles, son brutos”. Con

menos imbecilidad, con algo de inteligencia, con

menos odio, con menos miedo, habría corrido

mucha menos sangre. No fue Perón el que,

engañándola, le hizo creer a la izquierda peronista

de los ’70 que él era un líder revolucionario.

Fueron los antiperonistas. Que Perón era lo intragable

para el régimen se leía en el odio de los

militares, en el odio de la Sociedad Rural, de la

Iglesia, de los sectores académicos, del periodismo

ilustrado (la Historia del peronismo que se

escribe en Primera Plana, la revista política de

elite de los ’60, es totalmente gorila), en las clases

medias, en todas partes menos en la clase obrera,

en los sectores populares. ¿Cómo diablos iba a

creer la juventud que se preparaba para buscar al

sujeto revolucionario en el peronismo y en el

maldito, el expulsado Perón, las leyendas satánicas

de sus padres? “Era un nazi. Los hermanos

Cardozo. Lombilla. El boxeador Lowel. La UES,

centro de depravación. Los jefes de manzana. La

afiliación obligatoria. La adolescente Nelly

Rivas.” Pero, sobre todo, lo que los padres gorilas

o gorilizados por la impresionante máquina

de propaganda antiperonista que se montó a partir

de 1955 les decían a sus hijos era: “Fue un

nazi”. ¿Qué habríamos tenido si los jóvenes de la

izquierda peronista hubieran creído en esas letanías

de sus padres? La generación-Uki Goñi.

Las restantes verdades peronistas expresaban el

ideario del primer peronismo. Perón regresa a

ellas en 1973 porque son la garantía de un capitalismo

popular, que era lo que buscaba. Y aquí

el rechazo del peronismo combativo es unánime.

¿Dieciocho años de lucha para un capitalismo

popular? ¿Para darles la manija a los sindicatos

conciliadores, amigos de la burguesía? ¿A Gelbard

y a la CGE? Acaso sí. Pero era difícil aceptarlo.

Los Montoneros hicieron un encuadre

típico de su modo de pensar: cambiamos sangre

por poder. Nosotros pusimos los muertos para

que el líder regresara/ nosotros queremos compartir

la conducción con el líder. Conducción,

conducción/ Montoneros y Perón. Y si no, lucha

interna. Asesinato de Rucci.

LOS “APUNTES

DE HISTORIA MILITAR”

Apuntes de historia militar es el libro que Perón

escribe para sus alumnos de la Escuela de Oficiales.

Pretende entregarles una ayuda práctica para

que puedan profundizar los conocimientos que

adquieren en las clases. En cuanto a la existencia

del libro no hay otra cosa que la explique mejor.

Se hizo para eso y para eso sirvió. Sin embargo,

tuvo y tiene una vigencia importante en la historia

argentina. Toda esa jerga que los peronistas utilizaron

acerca de la estrategia y la táctica. Todo el

III

tema de la conducción y los cuadros auxiliares.

La famosa frase del bastón de mariscal que cada

soldado debe llevar en su mochila está ahí. Perón

habla y sabe de lo que habla. Se trata de un militar

culto. De un militar que forma oficiales. De

un militar que ha leído a Clausewitz y a los otros

principales teóricos de la guerra.

Uno de los conceptos centrales que utiliza

Perón, y al que habrá de retornar en el manual

de Conducción Política, es el de economía de

fuerzas. Perón parte de un texto del mariscal

Ferdinand Foch (1851-1911). Foch es un mítico

militar francés, héroe de la guerra francoprusiana

y director de la Escuela de Guerra

francesa entre 1907 y 1911. Cuenta un encuentro

entre dos militares. Uno de ellos, casi nada,

es Napoleón Bonaparte. El otro es Moreau.

Napoleón le dice que desde hace ya tiempo

deseaba conocerlo. Moreau no parece sentirse

muy orgulloso ante Napoleón, pues su última

campaña guerrera no le ha sido favorable. “Llegáis

de Egipto victorioso”, le dice a Napoleón.

“Yo, de Italia, después de una gran derrota”

(Mayor de E.M. Juan Perón, Apuntes de historia

militar, Círculo Militar, Biblioteca del Oficial,

Buenos Aires, 1951, p. 42. La primera edición

es de 1932. Hubo otra en 1934. Y esta de 1951

ya es parte del aparato propagandístico del peronismo.

A Perón le editaban hasta los estornudos.)

Moreau ofrece algunas explicaciones acerca

de su derrota y concluye diciendo: “Era

imposible que nuestro valiente ejército no fuera

abrumado por tanta fuerza reunida. Es siempre

el número mayor el que bate al más pequeño”.

¡Ah, torpe Moreau, qué tontería has dicho

delante de un genio como Napoleón, la pagarás

cara! Bonaparte le dice que tiene razón, que es

siempre el número mayor el que bate al más

pequeño. “Sin embargo, general –dice Moreau–,

con pequeños ejércitos habéis batido a

grandes.” Napoleón dice que es cierto. Pero que

aun en esos casos ha sido el mayor número el que

batió al menor. Crea planteado el problema que

asombra a Moreau y que Perón buscará explicar:

¿cómo puede un ejército inferior en número vencer

a otro superior y precisamente por ser superior

en número. En suma, cómo es posible ser

más que el enemigo cuando se es menos. Más

aún: cómo es posible tener más soldados cuando

el otro tiene más. Napoleón –su genio militar–

tiene la respuesta. Dice: “Cuando con fuerzas

inferiores me encontraba en presencia de un

gran ejército, concentrando con rapidez el mío,

me dejaba caer como un rayo sobre una de sus

alas y la desbarataba. Aprovechaba en seguida el

desorden, nunca dejaba de producir en el ejército

enemigo para atacarlo en otra parte, siempre

con todas mis fuerzas. Lo batía así en detalle y la

victoria que resultaba era siempre, como usted

lo ve, el triunfo del mayor número sobre el más

pequeño” (Ibid., p. 43. Bastardillas mías). He

aquí el principio de economía de fuerzas. Se trata

de más numeroso en el lugar en que se decide la

batalla. “He aquí el arte de la guerra, según

Napoleón”, dice Perón, cuyo apellido afortunado,

que rima con tantas cosas, rima también

con el del glorioso cautivo de Santa Elena. Y

anota: “He ahí la teoría del arte en su enunciado

y la tarea del artista en su ejecución” (Ibid., p.

42). La teoría del arte es el principio de economía

de fuerzas. La tarea del artista –el artista es

el conductor– radica en aplicar la teoría. Según

vemos, para los teóricos de la guerra, la guerra

es un arte y el conductor es el artista que aplica

la normativa de ese arte: la teoría de la guerra.

Luego Perón inicia su exposición de Clausewitz.

Toma del teórico prusiano su principal concepto

(aunque los clausewitzianos traten de negarlo):

El aniquilamiento del enemigo. Si Clausewitz

es o no el teórico del aniquilamiento tal vez lo

veamos más adelante. Para Perón, lo es. El fin

de la acción guerrera es el “aniquilamiento del

enemigo” (Ibid., p. 108). “Recalco bien (escribe)

esta finalidad y cada uno de los que inicien

el estudio de la guerra debe ser guiado por esta

premisa. Ella encarna en las operaciones estratégicas

el objetivo militar o estratégico. Sólo el

aniquilamiento del enemigo es en la guerra moderna

el objetivo que guía a la conducción superior.

El olvido de este objetivo (...) llevó a una deformación

de la acción guerrera, hasta que Napoleón

los llamó a la realidad con sus operaciones y

batallas que tenían un sello de aniquilamiento.

Es, pues, la guerra moderna, eminentemente de

aniquilamiento” (Ibid., p. 108. Bastardillas

mías). Ignoro si el general Justo José de Urquiza

había leído a Clausewitz, pero sé que luego de la

batalla de Vences (o, al menos, no dudo en afirmarlo)

aplicó el principio de aniquilamiento del

enemigo. Cierto es que eso le valió el incómodo

apodo de El carnicero de Vences. Ya lo tenía de

una batalla anterior: India Muerta. Vamos a

tomar la narración que hace la historiadora

entrerriana Beatriz Bosch, apasionada defensora

de Urquiza, en su voluminoso Urquiza y su

tiempo. Si ustedes me lo preguntan o, de lo contrario,

me lo pregunto yo, no coincido con Beatriz

Bosch, acaso porque no soy entrerriano.

Pero por algo más también. Urquiza fue un

militar sanguinario y el más grande traidor a la

causa del federalismo. Gran parte de nuestra

historia tiene su momento de quiebre en esa

retirada miserable de Pavón en la que cede a

Mitre la posibilidad de arrasar las provincias.

Las decisiones de los individuos forman parte de

la trama histórica. Porque Urquiza fue Urquiza

nuestro país fue como fue. Pudo haber sido de

otro modo. No todo hombre se vende. Buenos

Aires tal vez no habría podido comprar a otro

general. Si menciono a Urquiza (y si volveré a

mencionarlo) es porque a partir de 1973, algo

secretamente, se elabora una teoría que une la

figura de Urquiza a la Perón: dos traidores.

Urquiza, al federalismo. Perón, a las ilusiones de

izquierda que había apoyado desde su exilio.

Incluso David Viñas publica en ese mismo año

o en el siguiente una novela que se llama General

muerto y que establece esa incómoda simetría.

Volviendo, ahora, a la teoría del aniquilamiento.

Bosch narra el final de batalla de Vences

y la tarea de aniquilamiento a que se entregan

los hombres de Urquiza y Urquiza mismo.

“Aplastante triunfo del ejército federal. Cinco

jefes, setenta y un oficiales y mil doscientos cuarenta

individuos de tropa quedan prisioneros,

según el parte del día siguiente de la victoria.

Banderas, estandartes, armas y carruajes integran

el copioso trofeo. Al descalabro sigue la

inmediata persecución. Urquiza mismo corre a lo

largo de tres leguas a los fugitivos, que buscan los

montes” (Beatriz Bosch, Urquiza y su tiempo,

Eudeba, Buenos Aires, 1980, p. 119. Bastardillas

mías). A continuación la señora Bosch

estampa una frase definitiva: “Cruento matiz

caracteriza la jornada” (Ibid., p. 120). Urquiza,

en Vences, guerrea como hombre de Rosas. Su

enemigo es el gobernador Madariaga, hombre

de los unitarios. El 23 de diciembre Urquiza

dice: “La Justicia Divina no ha permitido que

por más tiempo quedasen impunes los horrendos

crímenes con que estos malvados han hecho

gemir a la humanidad. (¿A la humanidad? Era

un conflicto entre Entre Ríos y Corrientes,

JPF.) Otros cabecillas empecinados y famosos

salteadores también han sido fusilados en los

Distritos donde fueron aprendidos, quedando

en consecuencia esta Provincia limpia de malvados

y sin el más mínimo germen de rebelión”

(Ibid., p. 120). Esta última línea de Urquiza es

de notable justeza: sin el más mínimo germen de

rebelión. En suma, la guerra de aniquilamiento

persigue que no quede vivo ni un solo germen de

la rebelión que se ha querido sofocar.

EL CONCEPTO DE

“ANIQUILAMIENTO”

APLICADO A LA GUERRILLA

Sigue su análisis Perón: se concentra en Clausewitz.

Antes, cita una frase de Foch que siempre

me resultó más que divertida: “No hay victoria

sin batalla”. Es posible sacar las frases más

disparatadas de este esquema. “No se llega al

centro sin tomar el subterráneo.” O “no hay resfrío

sin bacteria”. O “no tendré los pantalones

húmedos si no me meo encima”. Creo que ésta

es la más inspirada, aunque deteriore la seriedad

de este texto. Ahora bien, Perón sabe por qué

cita la frase de Foch. Y luego lo sabrá cualquier

peronista. O cualquier guerrillero. O cualquier

revolucionario. “No se toma el poder sin lucha

armada.” “No se gana una elección sin lograr el

apoyo del pueblo.” En suma, “no se gana un

partido sin jugarlo”, sería la expresión futbolera

de este axioma del glorioso mariscal Foch. Pero

(según dijimos) en quien desea concentrarse

Perón es en Clausewitz. Tengamos algo por

cierto: Perón leyó atentamente al gran teórico

de la guerra y sus Apuntes de historia militar son

excelentes. Más adelante, en Conducción

política, dirá, sin más, que pueden aplicarse a la

política. Si es así, ¿es entonces el peronismo un

movimiento que surge de la aplicación a la política

de un manual de historia militar? Habrá que

responder a esta pregunta.

Clausewitz es implacable. Toda la dureza que

se le achaca, toda la inhumanidad que se le

reprocha y de la que intentan defenderlo sus

apasionados adherentes es real, cierta. Perón cita

una de sus frases centrales, o acaso la que vertebra

su obra: “La victoria es el precio de la sangre;

debe adoptarse el procedimiento o no hacer la guerra.

Todas las consideraciones de humanidad que se

pudieran hacer valer os expondrían a ser batidos

por un enemigo menos sentimental”. El comentario

que Perón ofrece de este texto es también de

gran precisión, de gran contundencia, y si agita

algo en quienes lo leemos es porque estamos

pensando qué papel habrán jugado estas durísimas

concepciones en el Perón político, en todos

los “perones” que tuvo el país (el del primer

gobierno, el del segundo, el del exilio, el del

regreso, etc.). “Las guerras (escribe, comentando

a Clausewitz) serán cada vez más encarnizadas y

en los tiempos que corren sólo el aniquilamiento

puede ser el fin. Los medios para conseguirlo

pueden variar en forma apreciable , pero la finalidad

de la guerra se ha cristalizado en este precepto:

‘Aniquilar al enemigo para someterlo a

nuestra voluntad’” (Ibid., p. 130). Lo espinoso de

este tema radica en que no es posible imaginar a

dirigentes peronistas de primera línea que no

conozcan este texto de Perón. No digo los de

ahora. Ahora, época en la que el peronismo

puede ser cualquier cosa y cualquiera puede ser

peronista, ya que el peronismo se define más por

su aparato que por alguna ideología (en una

época, es cierto, en que así funcionan las cosas:

no hay ideas, hay líneas de fuerza), el que se hace

peronista ni idea tiene de las veinte verdades o

(menos aún) de los Apuntes de historia militar.

Pero cuando se firma el decreto de “aniquilamiento”

de la guerrilla los peronistas que lo firmaron

debían saber que los militares que recibían esa

orden, esa orden expresada por esa palabra, sólo

podían entender una cosa, ya que conocían los textos

prusianos en los que se teorizaba sobre el aniquilamiento

como función final de la guerra. Eso

es lo que habían estudiado en las escuelas de

guerra. Todo militar pasa por Clausewitz. No

creo que el general Acdel Vilas –el primero en

comandar el Operativo Independencia en 1975–

no supiera qué significaba “aniquilamiento”. No

me estoy agarrando de una palabra. No es, además,

una palabra: es un concepto. El concepto

viene de Clausewitz (es el concepto fundamental

de su poderosa obra De la guerra), lo retoma

Perón porque sabe que hablar de Clausewitz es

hablar del aniquilamiento y lo retoma el gobierno

de Luder al firmar la orden para liquidar a la

guerrilla, sin que quede vivo ni un solo germen de

la rebelión que se pretende sofocar, por decirlo con

las palabras de Urquiza, el carnicero de la batalla

de Vences. Esa palabra, en suma, está puesta en

ese decreto con clara deliberación, con el completo

saber de lo que ella significa. Y –en la práctica

del Operativo Independencia– significó lo

que se proponían que significara quienes la esgrimieron:

el aniquilamiento total del enemigo.

Hay diferencias y son importantes. Cuando

Clausewitz habla de aniquilamiento habla de aniquilamiento

en batalla y de acuerdo a las leyes de

la guerra. Urquiza no: era, justamente, un carnicero

porque el aniquilamiento incluyó la persecución

feroz del enemigo y la muerte de cientos

de hombres indefensos, inermes. Pero, sobre

todo, Clausewitz habla de batallas entre ejércitos,

entre ejércitos de distintas naciones, no de un Ejército

persiguiendo a un grupo de civiles armados,

connacionales. Esto no es una guerra. Además, si

Karl von Clausewitz hubiera presenciado las

atrocidades que los hombres de Vilas y luego los

de Bussi hicieron en el monte tucumano, las

habría desaprobado con indignación, asqueado.