lunes, 18 de agosto de 2008

FILOSOFIA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE - 10 .- José P. Feinmann



Peronismo

José Pablo Feinmann

Filosofía política

del

Peronismo


Página/12

10 Conducción política

y economía


La palabra “estrategia” se ha

transformado en una palabra

peronista, algo nada imprevisible

ya que proviene del léxico

militar de Perón. Para el mayor

de la década del ’30 estrategia es un modo de

la conducción. Hay una conducción central,

una conducción que dispone de la distribución

de todas las restantes fuerzas. Su responsabilidad

es total y –además– a esa conducción,

a la estratégica, se someten todas las

otras conducciones. El estratega es el que

conduce al conjunto de las fuerzas. A la totalidad

de ellas. Así, dice Perón: “Conducción

estratégica: Es la que se refiere a la conducción

del total de las fuerzas puestas en juego”

(Ibid., p. 135). La conducción táctica no se

refiere a la conducción de la totalidad de las

fuerzas, sino que “conduce en detalle”. Lo

estratégico se realiza a través de lo táctico. Lo

táctico es la instrumentalización de lo estratégico.

Pero lo táctico nunca debe sustantivarse.

La sustantivación de lo táctico crearía

una nueva conducción estratégica. Como se

ve, por medio del hegeliano Clausewitz entra

Hegel en el peronismo. La relación táctica y

estratégica es la relación que la dialéctica

hegeliana establece entre la totalidad y las

partes. La estrategia se refiere a la totalidad.

Pero la totalidad está tramada por todas las

líneas tácticas que le dan contenido. Un conductor

estratégico sin elementos tácticos

sería un estratega de la nada. Hay una estrategia

porque hay una táctica. Porque hay

muchas tácticas. La estrategia consiste en dar

un orden a todas las líneas tácticas, en conducirlas

a todas hacia un mismo fin. Tarea que

el Perón de Madrid llevó adelante con éxito.

Movió todas sus fuerzas en la dirección que

la estrategia planteaba. El desarrollo del arte

de la conducción se exhibió con brillantez

desde Madrid. No pudo constituirse un

peronismo sin Perón. Tomemos un ejemplo:

el vandorismo intentó ser la sustantivación

de una línea táctica. Toda línea táctica que

abandona la totalización que impone la conducción

estratégica, deja de ser táctica. Ya no

puede ser una táctica de nadie. Debe convertirse

en estratégica para seguir adelante.

Podríamos decir entonces que el vandorismo

fue la estrategia de instaurar un peronismo sin

Perón. También, en los setenta, los sectores

combativos del alternativismo, al desconocer

la conducción de Perón, se apartaban de la

estrategia totalizadora del conductor. Inauguraban

una línea estratégica: la del peronismo

sin conducción de Perón. La pregunta

es: si se seguía aceptando la identidad peronista,

¿se podía desconocer la conducción de

Perón? La respuesta planteaba complicaciones.

No respondemos a la conducción de

Perón, pero sí a la identidad del pueblo

peronista. El pueblo peronista, sin embargo,

sólo se movilizaba por la gran consigna de la

época: Perón vuelve. Esto galvanizaba a todas

las fuerzas del movimiento. Era difícil plantear

una lealtad al pueblo y una no lealtad a

Perón. De aquí que el vandorismo, en los

sesenta, fracasara. Vandor no era Perón.

Vandor no era la figura maldita. Las masas

no esperaban su regreso en un avión negro.

En cuanto al alternativismo de los setenta

tuvo que ir girando cada vez más hacia lo que

ya era cuando se proclamó alternativista: a la

oposición a Perón. No sólo a la no aceptación

de su conducción estratégica, sino a la abierta

oposición a ella. La lógica de la conducción es

de hierro: si el conductor estratégico conduce

a la totalidad, las líneas tácticas tienen que

aceptar la conducción estratégica. De lo contrario,

salen de la estructura de totalización y

tienen que totalizar a partir de ellas. Aquí, ya

estoy usando los conceptos del Sartre de la

Crítica de la razón dialéctica. Digámoslo así:

el que totaliza es el conductor. Las partes de la

totalidad son totalizaciones en curso, totalizaciones

parciales. Pero (a diferencia del magistral

juego de la dialéctica sartreana), la conducción

estratégica quiere totalizar desde un

esquema de poder. El que totaliza es el conductor

estratégico. No hay un juego de totalizaciones

y destotalizaciones y retotalizaciones.

En la conducción de la guerra no hay la libertad

que Sartre encuentra en la praxis dialéctica.

Perón asume la estrategia jerárquica del

conductor. Él es quien decide cuándo totaliza,

o cuándo no, a qué línea táctica otorga prioridad,

cuál avanza, cuál retrocede. y hasta cuál

muere por no tener ya el respaldo, el reconocimiento

de la conducción estratégica. El conductor

asume el papel de la astucia de la razón

hegeliana. La totalidad requiere de lo particular

porque es a través de él que se realiza. Pero

lo particular desconoce el rumbo de la totalidad.

Sólo la Historia sabe su secreta teleología.

Los particularismos actúan sin saber qué

sentido final tendrán sus acciones. Ponen la

pasión. Es la astucia del conductor la que conduce

las infinitas pasiones hacia el mismo fin.

El único que conoce el fin es el conductor

porque él lo establece con su conducción. De este

modo, el peronismo, como la Historia en

Hegel, ha hecho la historia con la pasión de

sus conductores tácticos, de sus militantes,

que, aun cuando pudieran encontrar consuelo

en la frase célebre que proclama que todo el

que es conducido tiene un papel en la conducción

o que todo soldado lleva en su

mochila el bastón de mariscal, han sido arcilla

en los designios de la conducción estratégica,

que ha hecho con ellos su plan teleológico, el

sentido final de la conducción. El fracaso de

toda esta trama se produce a partir de Ezeiza.

Ezeiza es el estallido de las conducciones tácticas.

Por decirlo algo locamente, el peronismo,

a partir de Ezeiza, pasa de Hegel a los

posestructuralistas y aun a los posmodernos.

La Historia estalla en mil pedazos. Lean al

Foucault de la Microfísica del poder o de La

verdad y las formas jurídicas. Por ejemplo, volvamos

nuestra atención hacia ese notable

texto de 1971 que es Nietzsche, la genealogía,

la historia. Escribe Foucault: “El gran juego

de la historia es quién se adueñará de las

reglas, quién ocupará la plaza de aquellos que

las utilizan, quién se disfrazará para pervertirlas,

utilizarlas a contrapelo, y utilizarlas contra

aquellos que las habían impuesto; quien

introduciéndose en el complejo aparato, lo

harán funcionar de tal modo que los dominadores

se encontrarán dominados por sus propias

reglas” (Michel Foucault, Microfísica del

poder, La Piqueta, Buenos Aires, 1992, p. 18).

Se trata de un texto de excepcional riqueza

para entender la tragedia que se extiende

desde el regreso de Perón hasta su muerte.

Sobre todo, digo, este período. El de la relación

de enfrentamiento, de discusión y apropiación

de la doctrina y de la conducción que

se da entre Perón y la izquierda peronista, ya

ahí claramente hegemonizada por Montoneros.

Observemos cómo el texto de Foucault

nos permite ver el fracaso de la dialéctica conductor/

conducidos, totalidad/particularidad

que Perón estaba acostumbrado a desarrollar

triunfalmente desde Madrid.

LO UNO Y L0 MÚLTIPLE

El peronismo establece un gran relato.

Todo gran relato requiere de una visión lineal

de la historia. El relato le entrega a los

hechos históricos un sentido, una racionalidad

de la que carecen. Pero –en ciertos

momentos– se ve un sentido en la historia.

Esto lo vieron los peronistas desde el mismísimo

1955. Ni siquiera era necesario demostrar

cuál sería el sentido de la historia en los

años por venir: el regreso de Perón. Se establece

entonces un relato: 1) Paraíso; 2) Pérdida

o expulsión del Paraíso; 3) Tránsito por la

tierra del dolor. Lucha por la reconquista del

Paraíso. Acaso esto no fuera perceptible por

quienes se movían por fuera del peronismo.

Pero todas las luchas, desde la Resistencia

hasta el peronismo combativo de Ongaro, el

padre Mujica, Rodolfo Ortega Peña, los referentes

de la “corriente nacional” (Jauretche,

Hernández Arregui), García Elorrio y el

grupo de Cristianismo y Revolución, los sacerdotes

del Tercer Mundo, Cooke, etc., se dirigían

hacia un mismo objetivo. Algo que se

decía así: el regreso incondicional del general

Perón a la patria. Esta frase dio sentido a dieciocho

años de lucha militante en la Argentina.

Sí, es cierto que quienes miraban de afuera

no se incluían en este relato. Pero era

imposible no hacerlo: se incluían en tanto

eran quienes no lo hacían. Tarde o temprano,

todos los que se oponían al Régimen fueron

viendo que la imposibilidad de éste para

consolidarse, que el fracaso de todos sus

intentos era la figura indigerible de Perón.

Fueron, en alguna medida, años de felicidad.

Todo estaba claro. El pueblo peronista, todos

los grasitas que esperaban a Perón, era lo que

el marxismo llamaba “las masas”. No era el

proletariado británico, lo hemos dicho. Pero

eran las masas. Marx también hablaba de “las

masas”. Las “masas” eran peronistas y esperaban

a Perón: había que traerlo. En lo que

–no explícita pero sí claramente– se difería

era en la concepción de la recuperación del

Paraíso. Para muchos, y, sobre todo, para las

“masas peronistas”, para “el pueblo peronista”

por todos invocado, recuperar el Paraíso

era volver a “los años felices”. Favio fue tal

vez el que mejor interpretó siempre a este

pueblo peronista. El peronista simple que

sólo quería vivir bajo el amparo del general

Perón. Quería sentir que el Estado volvía a

cuidar de él. Ya se sabía: el peronismo no

era el capitalismo ni era el marxismo.

Era una tercera posición humanista

y cristiana. Los que luchaban para

que la vuelta de Perón se pusiera

al servicio de las luchas

revolucionarias en la Argentina,

las luchas del socialismo

latinoamericano, del Che, de

la Cuba de Castro, no veían

que la recuperación del Paraíso

II

se lograra sólo con el regreso de Perón. Ése

era un punto de partida. Hubo incluso una

llamada “teoría del primer mes” que circuló

profusamente entre la militancia juvenil.

Apenas volviera Perón había que tomar el

poder en el primer mes aprovechando el desconcierto

del enemigo. La que tomó el poder

en el primer mes terminó por ser la derecha

del movimiento. Fascista y violenta, asesina.

Vamos al texto de Foucault. Contra toda

visión de la historia como expresión de un

decurso lineal, Foucault se propone que “el

gran juego de la historia” reside en quién se

apropiará de las reglas”. Hasta su regreso, las

reglas (la estrategia) las tenía Perón. A partir

de su regreso, los Montoneros empiezan a

disputárselas. “Quién ocupará la plaza de

aquellos que las utilizan”. Es decir, si Perón

ocupa la Plaza de Mayo porque utiliza las

reglas a partir de su reconocimiento

como conductor habrá que

disputarle la plaza desconociéndole

ese papel, el de

poseedor de las reglas. Y el

siguiente texto de Foucault es

luminoso: quién se

disfrazará para

pervertir las

reglas, para

“usarlas a

contrapelo”,

para usarlas “contra

aquellos que las habían

impuesto”. El que no quiera

entender el juego de máscaras de

la izquierda peronista a través de

este texto e insista

en el malentendido

o en la

ingenua generación engañada, entiende

poco de lo que pasó. La izquierda peronista

“se disfraza” de peronista para “pervertir las

reglas”. Era necesario “disfrazarse de peronista”

para llevar las reglas del peronismo,

pervirtiéndolas, es decir, negando su sentido

originario, pero ya primitivo, hacia los valores

revolucionarios de la época que se vivía

en América Latina. Esto implicaba utilizar

las reglas “contra aquellos que las habían

impuesto”. Implicaba introducirse “en el

complejo aparato” (en el movimiento peronista)

y hacerlo “funcionar de tal modo que

los dominadores se encontraran dominados

por sus propias reglas”. Este pasaje de Hegel

a Foucault (a quien sería impropio llamar

“posmoderno” pero ha sido quien les dio lo

mejor de los materiales con que habrían de

trabajar: la discontinuidad, la multiplicidad,

el choque de las diferencias dentro de la

trama histórica, la ausencia de un centro, la

ausencia de un sujeto trascendental, de un

sujeto constituyente de esa trama, su decurso

no lineal sino quebrado, caótico, el “disparate”

nietzscheano) es el pasaje del Perón

conductor estratégico hasta el 20 de junio de

1973 al estallido de las contradicciones que

se produce a partir de esa fecha, de un modo

evidente. Lo que estaba oculto en las sombras,

conjurado por el conductor, estalla.

Observemos esto: Perón, en tanto conductor

estratégico, juega el papel del sujeto trascendental

de las filosofías de la llamada “metafísica

del sujeto”. Es desde Perón que el peronismo

se constituye. Luego de Ezeiza, la

consagración de lo múltiple. De esta forma,

Ezeiza implicaría el pasaje de una filosofía

de lo uno a una filosofía de lo múltiple.

Perón quiso mantener su filosofía de lo uno:

todos deben acatar la voluntad de la conducción

estratégica. No se hizo así. Los elementos

de la totalización –que hacía del movimiento

la máxima forma de

lo uno, y es coherente

que Perón declare la

etapa dogmática el 21 de

junio, pues lo dogmático es

lo uno– se desgajan de la

totalización, la destotalizan.

La totalidad ya no controla a la

destotalizaciones ni nadie espera

que se llegue a una nueva totalización.

Quiero decir: cada fracción

lucha por ser ella la que, por fin, totalice.

La que logre totalizar a las demás

habrá triunfado. Pero no estamos en un

esquema epistemológico, sino que estamos

en presencia de una epistemología de guerra.

La particularidad que logre ocupar el

espacio de la totalización habrá liquidado,

por la fuerza, por la violencia, a las otras.

Busco apoyo en Foucault: “Nietzsche coloca

en el núcleo, en la raíz del conocimiento,

algo así como el odio, la lucha, la relación de

poder (...) Solamente en esas relaciones de

lucha y poder, en la manera en que las cosas

se oponen entre sí, en la manera en que se

odian entre sí los hombres, luchan, procuran

dominarse unos a otros, quieren establecer

relaciones de poder unos sobre otros, comprendemos

en qué consiste el conocimiento

(...) Cuando Nietzsche habla del carácter

perspectívico del conocimiento, quiere señalar

el hecho de que sólo hay conocimiento

bajo la forma de ciertos actos que son diferentes

entre sí y múltiples en su esencia,

actos por los cuales el ser humano se apodera

violentamente de ciertas cosas, reacciona a

ciertas situaciones, les impone relaciones de

fuerza. O sea, el conocimiento es siempre una

cierta relación estratégica en la que el hombre

está situado” (Michel Foucault, La verdad y

las formas jurídicas, Gedisa, 2003, pp.

28/39. Bastardillas mías). Notable texto

cuya última línea Sartre habría suscripto.

LO UNO EN TANTO

SIGNIFICANTE VACÍO

Conceptualmente (también en este

plano), el período que va de 1955 hasta

1973 y –sobre todo– el que se dilata trágicamente

entre 1973 y 1974, en vida de Perón,

y luego sigue hasta el golpe, es el período

más rico, más sobredeterminado del peronismo.

El Perón hegeliano de siempre, el Perón

de lo uno, el Perón de la conducción estratégica,

se ve cuestionado por la multiplicidad a

partir de Ezeiza. O algo peor aún para su

poder estratégico: la conducción estratégica

trabaja por afuera de las conducciones tácticas.

Cuando, en Conducción política –que es

un libro muy importante–, Perón se asume

como el Padre Eterno lo hace porque, como

bien dice, siempre que se forman dos bandos

peronistas él no se embandera con ninguno.

La función del conductor estratégico es estar

con todos. Pero, a partir de Ezeiza (y aquí

reside la tragedia de Perón), la conducción

estratégica tiene que hundirse en el desorden

de las conducciones tácticas. Al hacerlo, ya

no puede conducir a la totalidad. Vamos a

recurrir al excelente trabajo que Ernesto

Laclau ha hecho sobre esta cuestión. Escribe

Laclau: Perón, en Madrid, “intervenía sólo

de modo distante en las actividades de su

movimiento, teniendo buen cuidado de no

tomar parte en las luchas fraccionales internas

del peronismo” (Ernesto Laclau, Emancipación

y diferencia, Buenos Aires, Ariel,

1996, p. 101). Aquí, según vimos, Perón es

el momento de la totalización. Para serlo,

tiene que enunciar de tal modo que sus

enunciaciones valgan para todos. Perón es el

significante. El único significante del movimiento

peronista hasta Ezeiza es el significante

“Perón”. Laclau lo va a decir desde una posición

más cercana a la semiología y al lacanismo

(disciplinas que no son excesivamente ni

medianamente de mi agrado, pero, como

decía Foucault cuando le reprocharon que

conocía poco del positivismo lógico: Nobody

is perfect), no obstante –contrariamente a lo

que suele suceder–, este hecho no le restará

transparencia: “En tales circunstancias

(Perón en Madrid, Perón en el exilio, Perón

afuera, JPF), él estaba en las condiciones

ideales para pasar a ser un ‘significante

vacío’ que encarnara el momento de universalidad

en la cadena de equivalencias que

unificaba al campo popular” (Ibid., p. 111).

El campo popular está fraccionado. Todos

saben quiénes son y quiénes serán cuando

llegue el momento de la lucha, el momento

en que cada una de las fracciones busque

imponerse en tanto totalidad, en tanto

momento universal en la cadena de equivalencias.

Volviendo: si el campo popular está

unido es porque el campo de equivalencias

se remite a una instancia de universalidad.

En suma, al conductor estratégico. A Perón.

Perón es un significante vacío porque encarna

el momento de universalidad. Sólo él

puede encarnarlo. Una vez en el campo de

operaciones, en tierra argentina, el significante

ya no expresa lo universal, deviene una

particularidad más dentro de la lucha de

particularidades. No hay, a partir de Ezeiza,

totalización. No hay momento de universalidad.

Hay lucha. Fragmentación. Choques

de lo múltiple. Todos los elementos de lo

múltiple remiten a un nuevo momento de

universalización: la Muerte. Si todos matan,

es la Muerte la que totaliza. A partir de Ezeiza

y a partir de la muerte de Perón (aunque

Perón, en tanto significante vacío, en tanto

de elemento de universalidad, ya había

muerto en Ezeiza), lo múltiple se enfrenta en

la modalidad de la violencia. El conocimiento

que cada praxis diferenciada adquiere de

sí misma y de su enemigo es ese conocimiento

que, según Foucault, Nietzsche veía

como lucha, odio, relación de poder. Si de

definir se trata, recordemos que definió al

conocimiento como “relaciones de poder”.

“Solamente (reiteramos la cita) en esas relaciones

de lucha y poder, en la manera en

que las cosas se oponen entre sí, en la manera

en que se odian entre sí los hombres,

luchan, procuran dominarse unos a otros,

quieren establecer relaciones de poder sobre

otros, comprendemos en qué consiste el

conocimiento”. ¿Cuál es el nuevo universal

III

que se establece? ¿Cuál es el nuevo significante

vacío que da unidad a todas las praxis

en la medida en que todos remiten a él:

la Muerte. Lo uno es la muerte. Sospecho

que algo parecido han hecho Verón y Sigal

en Perón o muerte pero no tengo a mano

ahora ese libro; excelente, sin duda.

Volviendo. En la etapa anterior a Ezeiza,

cuando Perón es el momento de universalidad

del peronismo, su significante vacío,

aquél al cual todos remiten y el único

enunciador de las acciones del movimiento,

el único que puede validarlas, reconociéndolas,

¿cómo se planteaban las cosas? Las

particularidades acataban a Perón, pero ese

acatamiento, ¿era sincero o era una máscara

que todos se ponían porque no se podía

hacer política sino en nombre del peronismo

y en nombre de Perón?

Mi novela La astucia de la razón plantea

este tema en un diálogo ficcional que

trama entre René Rufino Salamanca, el

líder obrero de los mecánicos cordobeses, y

John William Cooke. Voy a vulgarizar un

poco la novela transcribiendo sólo los diálogos.

Estos diálogos, en ella, se mezclan

con bloques narrativos, algo que los torna

complejos en su lectura. Ahorrémonos eso

aquí. Cooke había ido a Córdoba para dar

una conferencia sobre el fallido regreso de

Perón de 1964, abortado por la Cancillería

del gobierno de Arturo Humberto Illia y

todo el país gorila. Ahora, Cooke y Salamanca

están en la calle 27 de Abril, en la

casa de los mecánicos, y ahí tienen un diálogo

trascendente. Salamanca dice a

Cooke:

–Mirá, Gordo, el problema es éste: los

obreros son peronistas, pero el peronismo

no es obrero.

Cooke responde:

–Si el peronismo fuera obrero como los

obreros son peronistas, la revolución la

haríamos mañana mismo.

–Y sí, claro –dice Salamanca–. Tenemos

que conducir a la clase obrera al encuentro

con su propia ideología. Que no es el peronismo.

–Estás equivocado –dice Cooke–. Eso es

ponerse afuera de los obreros. Eso es hacer

vanguardismo ideológico, Salamanca.

Recordá el brillante consejo de Lenín: hay

que partir del estado de conciencia de las

masas. ¿Está claro, no? La identidad política

de los obreros argentinos es el peronismo.

No estar ahí, es estar afuera.

Salamanca, muy firme, dice:

–Bueno, compañero. entonces nosotros

estamos afuera. Afuera del peronismo y

sobre todo afuera de la conducción de

Perón.

Cooke, irónico, sonríe. Se siente seguro.

Sabe que tiene algo sorpresivo para decirle

a Salamanca (y probablemente a todos

nosotros). Antes, lo agrede un poco. Siempre

con estima, con respeto, pero no deja

de decirle lo que duele de los tipos como

Salamanca, de la izquierda obrera argentina.

De los cordobeses combativos.

–No hay caso entre ustedes y Perón, ¿eh?

Cómo les jode, che. “Bonapartista.”

“Nacionalista burgués.” A veces, “fascista”.

Pero esto, menos. Se lo dejan a la derecha.

Pero todo lo que le dicen, también “populista”

y algo más que seguramente olvido,

son distintas formas de decir lo mismo,

Salamanca. Que Perón no representa los

verdaderos intereses de la clase obrera. Que

la clase obrera argentina tiene un líder y

una ideología burgueses. Bueno, mirá,

escuchame bien. –Y aquí dijo su frase sorpresiva.

La frase más inesperada de la

noche. Ahí, en la calle 27 de Abril, la calle

de los mecánicos. Dijo Cooke–: Yo me

cago en Perón.

Salamanca responde:

–Nosotros también nos cagamos en

Perón. Parece que estamos más de acuerdo

de lo que creíamos.

–No –dice Cooke–, no estamos de

acuerdo. Porque ustedes se cagan en Perón

de una manera y yo y los peronistas como

yo de otra. Porque, para ustedes, compañero,

cagarse en Perón es quedarse afuera.

Afuera de Perón y de la identidad política

del proletariado. Mientras que para nosotros,

cagarnos en Perón es rechazar la

obsecuencia y la adulonería de los burócratas

del peronismo. Es reconocer el liderazgo

de Perón, pero no someternos mansamente

a su condición estratégica. Para

nosotros, Salamanca, para mí y para los

peronistas como yo, para los peronistas

revolucionarios, cagarnos en Perón es creer

y saber que el peronismo es más que Perón.

Que Perón es el líder de los trabajadores

argentinos, pero que nosotros, los militantes

de la izquierda peronista, tenemos que

hacer del peronismo un movimiento revolucionario.

De extrema izquierda. Y tenemos

que hacerlo le guste o no a Perón. Porque

si lo hacemos, compañero, a Perón le

va a gustar. Porque Perón es un estratega y

un estratega trabaja con la realidad. Una

realidad que, más allá de sus convicciones

que son muy difíciles de conocer, Perón

va a tener que aceptar. Porque Perón,

Salamanca, ya no se pertenece. Quiero

decir: lo que no le pertenece es el sentido

polítíco último que tiene en nuestra historia.

Porque Perón va a tener que aceptar lo

que realmente es, lo que el pueblo hizo de

él: el líder de la revolución nacional y

social en la Argentina. Ésa es, entonces,

compañero, en suma, mi manera de cagarme

en Perón”.

EL ARTÍCULO 40 DE LA

CONSTITUCIÓN DEL ’49

La Constitución de 1949 tiene la explicitación

y fundamentación de los elementos

centrales de la economía peronista. Es

notorio que pocos recurren a este texto.

Los antiperonistas lo relegan argumentando

que sólo tenía el propósito de posibilitar

la reelección de Perón. Escrita en gran

medida y pensada casi por completo por

un jurista de talento como Arturo Sampay,

ese texto tiene una vigencia revolucionaria

en más de uno o dos y más aspectos. Tampoco

los peronistas lo citan muchos pues

lo consideran impracticable y no desean

comprometerse con un corpus jurídico e

ideológico salido de las entrañas de lo

mejor del primer peronismo, hecho que los

comprometería como peronistas y los llevaría

a la encrucijada de hacerse cargo de él

en épocas como ésta, en que cuestiones

como la “función social de la propiedad

privada” suenan a subversión pura. Y, en

efecto, lo son. Nadie desconoce el atraso

que las mejores causas que podrían dibujar

el rostro de una nación autónoma han

sufrido en tantos años de masacres, retrocesos

o triunfos mundiales del pensamiento

de derecha.

El artículo 38 de esa Constitución que,

es razonable decirlo ya, fue uno de los elementos

centrales de la cultura del peronismo

que la “Libertadora” prohibió, se

asume desde una polémica con la concepción

alberdiana de la Constitución de

1853 que proponía, como era esperable, la

inviolabilidad de la propiedad privada.

Hegel decía que la propiedad privada es la

expresión objetiva de la libertad de los

sujetos. La Constitución del ’49 desmiente

a Hegel y a Alberdi. El texto de Sampay

llena de cierta nostalgia al ser leído hoy, al

recordarlo a él como el gran jurista que fue

y cómo se puso codo a codo con un

gobierno cuestionado por los “doctores”,

clase a la que pertenecía. Leemos en el artículo

38: “La propiedad privada tiene una

función social y, en consecuencia, estará

sometida a las obligaciones que establezca

la ley con fines de bien común”. El concepto

es éste: la función social de la propiedad

privada. Que la propiedad privada

tenga una función social implica erosionar

toda la concepción burguesa acerca del

poder. Es un avance del Estado sobre el

poder individual. Sobre uno de los dogmas

sagrados del liberalismo constitucional.

Veamos cuál es el papel del Estado:

“Incumbe al Estado fiscalizador la distribución

y la utilización del campo e intervenir

con el objeto de desarrollar e incrementar

su rendimiento en interés de la comunidad

y procurar a cada labriego la posibilidad de

convertirse en propietario de la tierra que

cultiva”. Se dirá que es charlatanería demagógica.

Ningún obrero leía este texto. Era

el avance de una línea, dentro del movimiento,

que buscaba avanzar sobre el

poder del capitalismo agrario. Esa línea era

la de Sampay. Esa línea fue la que los enemigos

del peronismo siempre vieron como

la presencia de una peligrosidad que, al

margen de los retrocesos del peronismo del

’52 al ’55, siempre podía actualizarse en el

curso de los hechos. Quiero decir: un

Gobierno que redacta un texto así nunca

va a ser confiable para la oligarquía argentina,

para los defensores extremos de la

propiedad privada. El Partido Peronista,

en uno de sus mejores aportes al constitucionalismo

argentino, explicita, justificándola,

defendiéndola, los alcances que el

concepto de propiedad privada en función

social tiene: “La modificación del artículo

17 es una de las más trascendentales en

orden a las proyectadas. La Constitución

del ’53 declara que la propiedad es inviolable

(...) la propiedad no es inviolable ni

siquiera intocable sino simplemente respetable

a condición de que sea útil no solamente

al propietario sino a la colectividad.

Lo que en ella interesa no es el beneficio

individual que reporta sino la función social

que cumple” (todas las bastardillas son

nuestras). La Constitución del ’53 es cuestionada

por la indiferencia ante las conmociones

en que la nación puede verse

envuelta: “Ni las necesidades militares en

tiempo de guerra podían ser atendidas en

gracia a la inviolabilidad de la propiedad.

Este tabú trágico podía hacer morir a los

ejércitos de la patria antes de permitir una

requisación salvadora. Ni en la paz ni en la

guerra se conmovía el concepto de la propiedad

ni la sensibilidad de los propietarios”.

El más célebre de todos los artículos de

la Constitución del ’49 es el artículo 40.

Hay, con él, una paradoja que señala la

compleja historia del peronismo. Fueron

los peronistas quienes más a fondo aniquilaron

este formidable artículo. En 1971, el

Gobierno de la Unidad Popular de Salvador

Allende, lo incorpora al artículo 10 de

la Constitución política del Estado: “El

Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo,

inalienable e imprescriptible de todas

las minas, las covaderas, las arenas metalíferas,

los salares, los depositos de carbón e

hidrocarburos y demás sustancias fósiles,

con excepción de las arcillas superficiales”.

El artículo 40, en su pasaje más definitorio,

afirma lo que vino a negar la gavilla

del doctor Carlos Menem, todos los aventureros

que acompañaron esa política

entregada a la enajenación de los resortes

esenciales que hacen que un país lo sea,

que una nación exista, que un Estado no

se someta a los capitales extranacionales o

a los oligopolios que trabajan en complicidad

con el empresariado nacional, pues,

precisamente, lo que afirma el artículo 40

es lo que sigue: “Los minerales, las caídas

de agua, los yacimientos de petróleo, de

carbón y de gas, y las fuentes naturales de

energía, con excepción de los vegetales,

son propiedades imprescriptibles e inalienables

de la Nación” (Nota: Fuentes consultadas:

Arturo Enrique Sampay, “La reforma

constitucional debe favorecer a la modernización

de las estructuras”, La Opinión,

6/5/1972. Anteproyecto de reforma de la

Constitución, Partido Peronista, Buenos

Aires, 1949, y el libro de Arturo E. Sampay

Constitución y pueblo, Cuenca Ediciones,

Buenos Aires, 1973, p. 209).