José Pablo Feinmann
Filosofía política
del
Peronismo
Página/12
10 Conducción política
y economía
La palabra “estrategia” se ha
transformado en una palabra
peronista, algo nada imprevisible
ya que proviene del léxico
militar de Perón. Para el mayor
de la década del ’30 estrategia es un modo de
la conducción. Hay una conducción central,
una conducción que dispone de la distribución
de todas las restantes fuerzas. Su responsabilidad
es total y –además– a esa conducción,
a la estratégica, se someten todas las
otras conducciones. El estratega es el que
conduce al conjunto de las fuerzas. A la totalidad
de ellas. Así, dice Perón: “Conducción
estratégica: Es la que se refiere a la conducción
del total de las fuerzas puestas en juego”
(Ibid., p. 135). La conducción táctica no se
refiere a la conducción de la totalidad de las
fuerzas, sino que “conduce en detalle”. Lo
estratégico se realiza a través de lo táctico. Lo
táctico es la instrumentalización de lo estratégico.
Pero lo táctico nunca debe sustantivarse.
La sustantivación de lo táctico crearía
una nueva conducción estratégica. Como se
ve, por medio del hegeliano Clausewitz entra
Hegel en el peronismo. La relación táctica y
estratégica es la relación que la dialéctica
hegeliana establece entre la totalidad y las
partes. La estrategia se refiere a la totalidad.
Pero la totalidad está tramada por todas las
líneas tácticas que le dan contenido. Un conductor
estratégico sin elementos tácticos
sería un estratega de la nada. Hay una estrategia
porque hay una táctica. Porque hay
muchas tácticas. La estrategia consiste en dar
un orden a todas las líneas tácticas, en conducirlas
a todas hacia un mismo fin. Tarea que
el Perón de Madrid llevó adelante con éxito.
Movió todas sus fuerzas en la dirección que
la estrategia planteaba. El desarrollo del arte
de la conducción se exhibió con brillantez
desde Madrid. No pudo constituirse un
peronismo sin Perón. Tomemos un ejemplo:
el vandorismo intentó ser la sustantivación
de una línea táctica. Toda línea táctica que
abandona la totalización que impone la conducción
estratégica, deja de ser táctica. Ya no
puede ser una táctica de nadie. Debe convertirse
en estratégica para seguir adelante.
Podríamos decir entonces que el vandorismo
fue la estrategia de instaurar un peronismo sin
Perón. También, en los setenta, los sectores
combativos del alternativismo, al desconocer
la conducción de Perón, se apartaban de la
estrategia totalizadora del conductor. Inauguraban
una línea estratégica: la del peronismo
sin conducción de Perón. La pregunta
es: si se seguía aceptando la identidad peronista,
¿se podía desconocer la conducción de
Perón? La respuesta planteaba complicaciones.
No respondemos a la conducción de
Perón, pero sí a la identidad del pueblo
peronista. El pueblo peronista, sin embargo,
sólo se movilizaba por la gran consigna de la
época: Perón vuelve. Esto galvanizaba a todas
las fuerzas del movimiento. Era difícil plantear
una lealtad al pueblo y una no lealtad a
Perón. De aquí que el vandorismo, en los
sesenta, fracasara. Vandor no era Perón.
Vandor no era la figura maldita. Las masas
no esperaban su regreso en un avión negro.
En cuanto al alternativismo de los setenta
tuvo que ir girando cada vez más hacia lo que
ya era cuando se proclamó alternativista: a la
oposición a Perón. No sólo a la no aceptación
de su conducción estratégica, sino a la abierta
oposición a ella. La lógica de la conducción es
de hierro: si el conductor estratégico conduce
a la totalidad, las líneas tácticas tienen que
aceptar la conducción estratégica. De lo contrario,
salen de la estructura de totalización y
tienen que totalizar a partir de ellas. Aquí, ya
estoy usando los conceptos del Sartre de la
Crítica de la razón dialéctica. Digámoslo así:
el que totaliza es el conductor. Las partes de la
totalidad son totalizaciones en curso, totalizaciones
parciales. Pero (a diferencia del magistral
juego de la dialéctica sartreana), la conducción
estratégica quiere totalizar desde un
esquema de poder. El que totaliza es el conductor
estratégico. No hay un juego de totalizaciones
y destotalizaciones y retotalizaciones.
En la conducción de la guerra no hay la libertad
que Sartre encuentra en la praxis dialéctica.
Perón asume la estrategia jerárquica del
conductor. Él es quien decide cuándo totaliza,
o cuándo no, a qué línea táctica otorga prioridad,
cuál avanza, cuál retrocede. y hasta cuál
muere por no tener ya el respaldo, el reconocimiento
de la conducción estratégica. El conductor
asume el papel de la astucia de la razón
hegeliana. La totalidad requiere de lo particular
porque es a través de él que se realiza. Pero
lo particular desconoce el rumbo de la totalidad.
Sólo
Los particularismos actúan sin saber qué
sentido final tendrán sus acciones. Ponen la
pasión. Es la astucia del conductor la que conduce
las infinitas pasiones hacia el mismo fin.
El único que conoce el fin es el conductor
porque él lo establece con su conducción. De este
modo, el peronismo, como
Hegel, ha hecho la historia con la pasión de
sus conductores tácticos, de sus militantes,
que, aun cuando pudieran encontrar consuelo
en la frase célebre que proclama que todo el
que es conducido tiene un papel en la conducción
o que todo soldado lleva en su
mochila el bastón de mariscal, han sido arcilla
en los designios de la conducción estratégica,
que ha hecho con ellos su plan teleológico, el
sentido final de la conducción. El fracaso de
toda esta trama se produce a partir de Ezeiza.
Ezeiza es el estallido de las conducciones tácticas.
Por decirlo algo locamente, el peronismo,
a partir de Ezeiza, pasa de Hegel a los
posestructuralistas y aun a los posmodernos.
Foucault de
verdad y las formas jurídicas. Por ejemplo, volvamos
nuestra atención hacia ese notable
texto de 1971 que es Nietzsche, la genealogía,
la historia. Escribe Foucault: “El gran juego
de la historia es quién se adueñará de las
reglas, quién ocupará la plaza de aquellos que
las utilizan, quién se disfrazará para pervertirlas,
utilizarlas a contrapelo, y utilizarlas contra
aquellos que las habían impuesto; quien
introduciéndose en el complejo aparato, lo
harán funcionar de tal modo que los dominadores
se encontrarán dominados por sus propias
reglas” (Michel Foucault, Microfísica del
poder,
Se trata de un texto de excepcional riqueza
para entender la tragedia que se extiende
desde el regreso de Perón hasta su muerte.
Sobre todo, digo, este período. El de la relación
de enfrentamiento, de discusión y apropiación
de la doctrina y de la conducción que
se da entre Perón y la izquierda peronista, ya
ahí claramente hegemonizada por Montoneros.
Observemos cómo el texto de Foucault
nos permite ver el fracaso de la dialéctica conductor/
conducidos, totalidad/particularidad
que Perón estaba acostumbrado a desarrollar
triunfalmente desde Madrid.
LO UNO Y L0 MÚLTIPLE
El peronismo establece un gran relato.
Todo gran relato requiere de una visión lineal
de la historia. El relato le entrega a los
hechos históricos un sentido, una racionalidad
de la que carecen. Pero –en ciertos
momentos– se ve un sentido en la historia.
Esto lo vieron los peronistas desde el mismísimo
1955. Ni siquiera era necesario demostrar
cuál sería el sentido de la historia en los
años por venir: el regreso de Perón. Se establece
entonces un relato: 1) Paraíso; 2) Pérdida
o expulsión del Paraíso; 3) Tránsito por la
tierra del dolor. Lucha por la reconquista del
Paraíso. Acaso esto no fuera perceptible por
quienes se movían por fuera del peronismo.
Pero todas las luchas, desde
hasta el peronismo combativo de Ongaro, el
padre Mujica, Rodolfo Ortega Peña, los referentes
de la “corriente nacional” (Jauretche,
Hernández Arregui), García Elorrio y el
grupo de Cristianismo y Revolución, los sacerdotes
del Tercer Mundo, Cooke, etc., se dirigían
hacia un mismo objetivo. Algo que se
decía así: el regreso incondicional del general
Perón a la patria. Esta frase dio sentido a dieciocho
años de lucha militante en
Sí, es cierto que quienes miraban de afuera
no se incluían en este relato. Pero era
imposible no hacerlo: se incluían en tanto
eran quienes no lo hacían. Tarde o temprano,
todos los que se oponían al Régimen fueron
viendo que la imposibilidad de éste para
consolidarse, que el fracaso de todos sus
intentos era la figura indigerible de Perón.
Fueron, en alguna medida, años de felicidad.
Todo estaba claro. El pueblo peronista, todos
los grasitas que esperaban a Perón, era lo que
el marxismo llamaba “las masas”. No era el
proletariado británico, lo hemos dicho. Pero
eran las masas. Marx también hablaba de “las
masas”. Las “masas” eran peronistas y esperaban
a Perón: había que traerlo. En lo que
–no explícita pero sí claramente– se difería
era en la concepción de la recuperación del
Paraíso. Para muchos, y, sobre todo, para las
“masas peronistas”, para “el pueblo peronista”
por todos invocado, recuperar el Paraíso
era volver a “los años felices”. Favio fue tal
vez el que mejor interpretó siempre a este
pueblo peronista. El peronista simple que
sólo quería vivir bajo el amparo del general
Perón. Quería sentir que el Estado volvía a
cuidar de él. Ya se sabía: el peronismo no
era el capitalismo ni era el marxismo.
Era una tercera posición humanista
y cristiana. Los que luchaban para
que la vuelta de Perón se pusiera
al servicio de las luchas
revolucionarias en
las luchas del socialismo
latinoamericano, del Che, de
que la recuperación del Paraíso
II
se lograra sólo con el regreso de Perón. Ése
era un punto de partida. Hubo incluso una
llamada “teoría del primer mes” que circuló
profusamente entre la militancia juvenil.
Apenas volviera Perón había que tomar el
poder en el primer mes aprovechando el desconcierto
del enemigo. La que tomó el poder
en el primer mes terminó por ser la derecha
del movimiento. Fascista y violenta, asesina.
Vamos al texto de Foucault. Contra toda
visión de la historia como expresión de un
decurso lineal, Foucault se propone que “el
gran juego de la historia” reside en quién se
apropiará de las reglas”. Hasta su regreso, las
reglas (la estrategia) las tenía Perón. A partir
de su regreso, los Montoneros empiezan a
disputárselas. “Quién ocupará la plaza de
aquellos que las utilizan”. Es decir, si Perón
ocupa
reglas a partir de su reconocimiento
como conductor habrá que
disputarle la plaza desconociéndole
ese papel, el de
poseedor de las reglas. Y el
siguiente texto de Foucault es
luminoso: quién se
disfrazará para
pervertir las
reglas, para
“usarlas a
contrapelo”,
para usarlas “contra
aquellos que las habían
impuesto”. El que no quiera
entender el juego de máscaras de
la izquierda peronista a través de
este texto e insista
en el malentendido
o en la
ingenua generación engañada, entiende
poco de lo que pasó. La izquierda peronista
“se disfraza” de peronista para “pervertir las
reglas”. Era necesario “disfrazarse de peronista”
para llevar las reglas del peronismo,
pervirtiéndolas, es decir, negando su sentido
originario, pero ya primitivo, hacia los valores
revolucionarios de la época que se vivía
en América Latina. Esto implicaba utilizar
las reglas “contra aquellos que las habían
impuesto”. Implicaba introducirse “en el
complejo aparato” (en el movimiento peronista)
y hacerlo “funcionar de tal modo que
los dominadores se encontraran dominados
por sus propias reglas”. Este pasaje de Hegel
a Foucault (a quien sería impropio llamar
“posmoderno” pero ha sido quien les dio lo
mejor de los materiales con que habrían de
trabajar: la discontinuidad, la multiplicidad,
el choque de las diferencias dentro de la
trama histórica, la ausencia de un centro, la
ausencia de un sujeto trascendental, de un
sujeto constituyente de esa trama, su decurso
no lineal sino quebrado, caótico, el “disparate”
nietzscheano) es el pasaje del Perón
conductor estratégico hasta el 20 de junio de
1973 al estallido de las contradicciones que
se produce a partir de esa fecha, de un modo
evidente. Lo que estaba oculto en las sombras,
conjurado por el conductor, estalla.
Observemos esto: Perón, en tanto conductor
estratégico, juega el papel del sujeto trascendental
de las filosofías de la llamada “metafísica
del sujeto”. Es desde Perón que el peronismo
se constituye. Luego de Ezeiza, la
consagración de lo múltiple. De esta forma,
Ezeiza implicaría el pasaje de una filosofía
de lo uno a una filosofía de lo múltiple.
Perón quiso mantener su filosofía de lo uno:
todos deben acatar la voluntad de la conducción
estratégica. No se hizo así. Los elementos
de la totalización –que hacía del movimiento
la máxima forma de
lo uno, y es coherente
que Perón declare la
etapa dogmática el 21 de
junio, pues lo dogmático es
lo uno– se desgajan de la
totalización, la destotalizan.
La totalidad ya no controla a la
destotalizaciones ni nadie espera
que se llegue a una nueva totalización.
Quiero decir: cada fracción
lucha por ser ella la que, por fin, totalice.
La que logre totalizar a las demás
habrá triunfado. Pero no estamos en un
esquema epistemológico, sino que estamos
en presencia de una epistemología de guerra.
La particularidad que logre ocupar el
espacio de la totalización habrá liquidado,
por la fuerza, por la violencia, a las otras.
Busco apoyo en Foucault: “Nietzsche coloca
en el núcleo, en la raíz del conocimiento,
algo así como el odio, la lucha, la relación de
poder (...) Solamente en esas relaciones de
lucha y poder, en la manera en que las cosas
se oponen entre sí, en la manera en que se
odian entre sí los hombres, luchan, procuran
dominarse unos a otros, quieren establecer
relaciones de poder unos sobre otros, comprendemos
en qué consiste el conocimiento
(...) Cuando Nietzsche habla del carácter
perspectívico del conocimiento, quiere señalar
el hecho de que sólo hay conocimiento
bajo la forma de ciertos actos que son diferentes
entre sí y múltiples en su esencia,
actos por los cuales el ser humano se apodera
violentamente de ciertas cosas, reacciona a
ciertas situaciones, les impone relaciones de
fuerza. O sea, el conocimiento es siempre una
cierta relación estratégica en la que el hombre
está situado” (Michel Foucault, La verdad y
las formas jurídicas, Gedisa, 2003, pp.
28/39. Bastardillas mías). Notable texto
cuya última línea Sartre habría suscripto.
LO UNO EN TANTO
SIGNIFICANTE VACÍO
Conceptualmente (también en este
plano), el período que va de 1955 hasta
1973 y –sobre todo– el que se dilata trágicamente
entre 1973 y 1974, en vida de Perón,
y luego sigue hasta el golpe, es el período
más rico, más sobredeterminado del peronismo.
El Perón hegeliano de siempre, el Perón
de lo uno, el Perón de la conducción estratégica,
se ve cuestionado por la multiplicidad a
partir de Ezeiza. O algo peor aún para su
poder estratégico: la conducción estratégica
trabaja por afuera de las conducciones tácticas.
Cuando, en Conducción política –que es
un libro muy importante–, Perón se asume
como el Padre Eterno lo hace porque, como
bien dice, siempre que se forman dos bandos
peronistas él no se embandera con ninguno.
La función del conductor estratégico es estar
con todos. Pero, a partir de Ezeiza (y aquí
reside la tragedia de Perón), la conducción
estratégica tiene que hundirse en el desorden
de las conducciones tácticas. Al hacerlo, ya
no puede conducir a la totalidad. Vamos a
recurrir al excelente trabajo que Ernesto
Laclau ha hecho sobre esta cuestión. Escribe
Laclau: Perón, en Madrid, “intervenía sólo
de modo distante en las actividades de su
movimiento, teniendo buen cuidado de no
tomar parte en las luchas fraccionales internas
del peronismo” (Ernesto Laclau, Emancipación
y diferencia, Buenos Aires, Ariel,
1996, p. 101). Aquí, según vimos, Perón es
el momento de la totalización. Para serlo,
tiene que enunciar de tal modo que sus
enunciaciones valgan para todos. Perón es el
significante. El único significante del movimiento
peronista hasta Ezeiza es el significante
“Perón”. Laclau lo va a decir desde una posición
más cercana a la semiología y al lacanismo
(disciplinas que no son excesivamente ni
medianamente de mi agrado, pero, como
decía Foucault cuando le reprocharon que
conocía poco del positivismo lógico: Nobody
is perfect), no obstante –contrariamente a lo
que suele suceder–, este hecho no le restará
transparencia: “En tales circunstancias
(Perón en Madrid, Perón en el exilio, Perón
afuera, JPF), él estaba en las condiciones
ideales para pasar a ser un ‘significante
vacío’ que encarnara el momento de universalidad
en la cadena de equivalencias que
unificaba al campo popular” (Ibid., p. 111).
El campo popular está fraccionado. Todos
saben quiénes son y quiénes serán cuando
llegue el momento de la lucha, el momento
en que cada una de las fracciones busque
imponerse en tanto totalidad, en tanto
momento universal en la cadena de equivalencias.
Volviendo: si el campo popular está
unido es porque el campo de equivalencias
se remite a una instancia de universalidad.
En suma, al conductor estratégico. A Perón.
Perón es un significante vacío porque encarna
el momento de universalidad. Sólo él
puede encarnarlo. Una vez en el campo de
operaciones, en tierra argentina, el significante
ya no expresa lo universal, deviene una
particularidad más dentro de la lucha de
particularidades. No hay, a partir de Ezeiza,
totalización. No hay momento de universalidad.
Hay lucha. Fragmentación. Choques
de lo múltiple. Todos los elementos de lo
múltiple remiten a un nuevo momento de
universalización:
es
y a partir de la muerte de Perón (aunque
Perón, en tanto significante vacío, en tanto
de elemento de universalidad, ya había
muerto en Ezeiza), lo múltiple se enfrenta en
la modalidad de la violencia. El conocimiento
que cada praxis diferenciada adquiere de
sí misma y de su enemigo es ese conocimiento
que, según Foucault, Nietzsche veía
como lucha, odio, relación de poder. Si de
definir se trata, recordemos que definió al
conocimiento como “relaciones de poder”.
“Solamente (reiteramos la cita) en esas relaciones
de lucha y poder, en la manera en
que las cosas se oponen entre sí, en la manera
en que se odian entre sí los hombres,
luchan, procuran dominarse unos a otros,
quieren establecer relaciones de poder sobre
otros, comprendemos en qué consiste el
conocimiento”. ¿Cuál es el nuevo universal
III
que se establece? ¿Cuál es el nuevo significante
vacío que da unidad a todas las praxis
en la medida en que todos remiten a él:
que algo parecido han hecho Verón y Sigal
en Perón o muerte pero no tengo a mano
ahora ese libro; excelente, sin duda.
Volviendo. En la etapa anterior a Ezeiza,
cuando Perón es el momento de universalidad
del peronismo, su significante vacío,
aquél al cual todos remiten y el único
enunciador de las acciones del movimiento,
el único que puede validarlas, reconociéndolas,
¿cómo se planteaban las cosas? Las
particularidades acataban a Perón, pero ese
acatamiento, ¿era sincero o era una máscara
que todos se ponían porque no se podía
hacer política sino en nombre del peronismo
y en nombre de Perón?
Mi novela La astucia de la razón plantea
este tema en un diálogo ficcional que
trama entre René Rufino Salamanca, el
líder obrero de los mecánicos cordobeses, y
John William Cooke. Voy a vulgarizar un
poco la novela transcribiendo sólo los diálogos.
Estos diálogos, en ella, se mezclan
con bloques narrativos, algo que los torna
complejos en su lectura. Ahorrémonos eso
aquí. Cooke había ido a Córdoba para dar
una conferencia sobre el fallido regreso de
Perón de 1964, abortado por
del gobierno de Arturo Humberto Illia y
todo el país gorila. Ahora, Cooke y Salamanca
están en la calle 27 de Abril, en la
casa de los mecánicos, y ahí tienen un diálogo
trascendente. Salamanca dice a
Cooke:
–Mirá, Gordo, el problema es éste: los
obreros son peronistas, pero el peronismo
no es obrero.
Cooke responde:
–Si el peronismo fuera obrero como los
obreros son peronistas, la revolución la
haríamos mañana mismo.
–Y sí, claro –dice Salamanca–. Tenemos
que conducir a la clase obrera al encuentro
con su propia ideología. Que no es el peronismo.
–Estás equivocado –dice Cooke–. Eso es
ponerse afuera de los obreros. Eso es hacer
vanguardismo ideológico, Salamanca.
Recordá el brillante consejo de Lenín: hay
que partir del estado de conciencia de las
masas. ¿Está claro, no? La identidad política
de los obreros argentinos es el peronismo.
No estar ahí, es estar afuera.
Salamanca, muy firme, dice:
–Bueno, compañero. entonces nosotros
estamos afuera. Afuera del peronismo y
sobre todo afuera de la conducción de
Perón.
Cooke, irónico, sonríe. Se siente seguro.
Sabe que tiene algo sorpresivo para decirle
a Salamanca (y probablemente a todos
nosotros). Antes, lo agrede un poco. Siempre
con estima, con respeto, pero no deja
de decirle lo que duele de los tipos como
Salamanca, de la izquierda obrera argentina.
De los cordobeses combativos.
–No hay caso entre ustedes y Perón, ¿eh?
Cómo les jode, che. “Bonapartista.”
“Nacionalista burgués.” A veces, “fascista”.
Pero esto, menos. Se lo dejan a la derecha.
Pero todo lo que le dicen, también “populista”
y algo más que seguramente olvido,
son distintas formas de decir lo mismo,
Salamanca. Que Perón no representa los
verdaderos intereses de la clase obrera. Que
la clase obrera argentina tiene un líder y
una ideología burgueses. Bueno, mirá,
escuchame bien. –Y aquí dijo su frase sorpresiva.
La frase más inesperada de la
noche. Ahí, en la calle 27 de Abril, la calle
de los mecánicos. Dijo Cooke–: Yo me
cago en Perón.
Salamanca responde:
–Nosotros también nos cagamos en
Perón. Parece que estamos más de acuerdo
de lo que creíamos.
–No –dice Cooke–, no estamos de
acuerdo. Porque ustedes se cagan en Perón
de una manera y yo y los peronistas como
yo de otra. Porque, para ustedes, compañero,
cagarse en Perón es quedarse afuera.
Afuera de Perón y de la identidad política
del proletariado. Mientras que para nosotros,
cagarnos en Perón es rechazar la
obsecuencia y la adulonería de los burócratas
del peronismo. Es reconocer el liderazgo
de Perón, pero no someternos mansamente
a su condición estratégica. Para
nosotros, Salamanca, para mí y para los
peronistas como yo, para los peronistas
revolucionarios, cagarnos en Perón es creer
y saber que el peronismo es más que Perón.
Que Perón es el líder de los trabajadores
argentinos, pero que nosotros, los militantes
de la izquierda peronista, tenemos que
hacer del peronismo un movimiento revolucionario.
De extrema izquierda. Y tenemos
que hacerlo le guste o no a Perón. Porque
si lo hacemos, compañero, a Perón le
va a gustar. Porque Perón es un estratega y
un estratega trabaja con la realidad. Una
realidad que, más allá de sus convicciones
que son muy difíciles de conocer, Perón
va a tener que aceptar. Porque Perón,
Salamanca, ya no se pertenece. Quiero
decir: lo que no le pertenece es el sentido
polítíco último que tiene en nuestra historia.
Porque Perón va a tener que aceptar lo
que realmente es, lo que el pueblo hizo de
él: el líder de la revolución nacional y
social en
compañero, en suma, mi manera de cagarme
en Perón”.
EL ARTÍCULO 40 DE LA
CONSTITUCIÓN DEL ’49
y fundamentación de los elementos
centrales de la economía peronista. Es
notorio que pocos recurren a este texto.
Los antiperonistas lo relegan argumentando
que sólo tenía el propósito de posibilitar
la reelección de Perón. Escrita en gran
medida y pensada casi por completo por
un jurista de talento como Arturo Sampay,
ese texto tiene una vigencia revolucionaria
en más de uno o dos y más aspectos. Tampoco
los peronistas lo citan muchos pues
lo consideran impracticable y no desean
comprometerse con un corpus jurídico e
ideológico salido de las entrañas de lo
mejor del primer peronismo, hecho que los
comprometería como peronistas y los llevaría
a la encrucijada de hacerse cargo de él
en épocas como ésta, en que cuestiones
como la “función social de la propiedad
privada” suenan a subversión pura. Y, en
efecto, lo son. Nadie desconoce el atraso
que las mejores causas que podrían dibujar
el rostro de una nación autónoma han
sufrido en tantos años de masacres, retrocesos
o triunfos mundiales del pensamiento
de derecha.
El artículo 38 de esa Constitución que,
es razonable decirlo ya, fue uno de los elementos
centrales de la cultura del peronismo
que la “Libertadora” prohibió, se
asume desde una polémica con la concepción
alberdiana de
1853 que proponía, como era esperable, la
inviolabilidad de la propiedad privada.
Hegel decía que la propiedad privada es la
expresión objetiva de la libertad de los
sujetos.
a Hegel y a Alberdi. El texto de Sampay
llena de cierta nostalgia al ser leído hoy, al
recordarlo a él como el gran jurista que fue
y cómo se puso codo a codo con un
gobierno cuestionado por los “doctores”,
clase a la que pertenecía. Leemos en el artículo
38: “La propiedad privada tiene una
función social y, en consecuencia, estará
sometida a las obligaciones que establezca
la ley con fines de bien común”. El concepto
es éste: la función social de la propiedad
privada. Que la propiedad privada
tenga una función social implica erosionar
toda la concepción burguesa acerca del
poder. Es un avance del Estado sobre el
poder individual. Sobre uno de los dogmas
sagrados del liberalismo constitucional.
Veamos cuál es el papel del Estado:
“Incumbe al Estado fiscalizador la distribución
y la utilización del campo e intervenir
con el objeto de desarrollar e incrementar
su rendimiento en interés de la comunidad
y procurar a cada labriego la posibilidad de
convertirse en propietario de la tierra que
cultiva”. Se dirá que es charlatanería demagógica.
Ningún obrero leía este texto. Era
el avance de una línea, dentro del movimiento,
que buscaba avanzar sobre el
poder del capitalismo agrario. Esa línea era
la de Sampay. Esa línea fue la que los enemigos
del peronismo siempre vieron como
la presencia de una peligrosidad que, al
margen de los retrocesos del peronismo del
’52 al ’55, siempre podía actualizarse en el
curso de los hechos. Quiero decir: un
Gobierno que redacta un texto así nunca
va a ser confiable para la oligarquía argentina,
para los defensores extremos de la
propiedad privada. El Partido Peronista,
en uno de sus mejores aportes al constitucionalismo
argentino, explicita, justificándola,
defendiéndola, los alcances que el
concepto de propiedad privada en función
social tiene: “La modificación del artículo
17 es una de las más trascendentales en
orden a las proyectadas.
del ’53 declara que la propiedad es inviolable
(...) la propiedad no es inviolable ni
siquiera intocable sino simplemente respetable
a condición de que sea útil no solamente
al propietario sino a la colectividad.
Lo que en ella interesa no es el beneficio
individual que reporta sino la función social
que cumple” (todas las bastardillas son
nuestras).
por la indiferencia ante las conmociones
en que la nación puede verse
envuelta: “Ni las necesidades militares en
tiempo de guerra podían ser atendidas en
gracia a la inviolabilidad de la propiedad.
Este tabú trágico podía hacer morir a los
ejércitos de la patria antes de permitir una
requisación salvadora. Ni en la paz ni en la
guerra se conmovía el concepto de la propiedad
ni la sensibilidad de los propietarios”.
El más célebre de todos los artículos de
Hay, con él, una paradoja que señala la
compleja historia del peronismo. Fueron
los peronistas quienes más a fondo aniquilaron
este formidable artículo. En 1971, el
Gobierno de
Allende, lo incorpora al artículo 10 de
Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo,
inalienable e imprescriptible de todas
las minas, las covaderas, las arenas metalíferas,
los salares, los depositos de carbón e
hidrocarburos y demás sustancias fósiles,
con excepción de las arcillas superficiales”.
El artículo 40, en su pasaje más definitorio,
afirma lo que vino a negar la gavilla
del doctor Carlos Menem, todos los aventureros
que acompañaron esa política
entregada a la enajenación de los resortes
esenciales que hacen que un país lo sea,
que una nación exista, que un Estado no
se someta a los capitales extranacionales o
a los oligopolios que trabajan en complicidad
con el empresariado nacional, pues,
precisamente, lo que afirma el artículo 40
es lo que sigue: “Los minerales, las caídas
de agua, los yacimientos de petróleo, de
carbón y de gas, y las fuentes naturales de
energía, con excepción de los vegetales,
son propiedades imprescriptibles e inalienables
de
Arturo Enrique Sampay, “La reforma
constitucional debe favorecer a la modernización
de las estructuras”,
6/5/1972. Anteproyecto de reforma de la
Constitución, Partido Peronista, Buenos
Aires, 1949, y el libro de Arturo E. Sampay
Constitución y pueblo, Cuenca Ediciones,
Buenos Aires, 1973, p. 209).