viernes, 22 de febrero de 2008

AMBICIONES IMPERIALES - LIBRO COMPLETO - Capítulo 8.-




Chomsky, Noam.

Ambiciones Imperiales.

Ediciones Península, Barcelona, 2005.

Capítulo 8, pp. 159-170.


8

DEMOCRACIA Y EDUCACIÓN

LEXINGTON, MASSACHUSETTS

(7 DE FEBRERO DE 2005)


John Dewey, uno de los pensadores más destacados del siglo XX, supuso una gran influencia para ti durante tus años de formación. Tus padres te mandaron a un colegio de Filadelfia que aplicaba los preceptos de Dewey.

Mi padre dirigía el sistema escolar hebreo de Filadelfia, donde vivíamos, que seguía las ideas de Dewey, es decir: tratar de centrarse en la creatividad individual, en actividades en grupo, en proyectos estimulantes. Después di clases allí. En el colegio al que iba estudiábamos las asignaturas normales, pero haciendo hincapié en las preocupaciones del niño, en sus compromisos y en su participación creativa. Entre los alumnos no había ningún tipo de competitividad. Yo ni siquiera me enteré de que era un buen estudiante hasta que salí del cole para empezar en el instituto. En el instituto se clasificaba a todo el mundo, de modo que cada cual sabía en qué lugar estaba. Hasta ese momento jamás se me ocurrió pensar de ese modo.

¿Qué motivó a tus padres a mandarte a ese colegio?

En parte fue porque los dos trabajaban, por lo que yo tenía que estar en el colegio todo el día. Pero la verdad es que no hubiese querido estar en ningún otro sitio. Empecé con dieciocho meses y salí al acabar octavo.

Háblame de tu padre. ¿Cómo era vuestra relación? No solo fue tu primer profesor, sino también, parece, tu primer jefe.

Era un estudioso hebreo. Teníamos una relación muy entrañable. No pasábamos mucho tiempo juntos –yo me quedaba en el colegio casi todo el día o en la calle con mis amigos–, pero los ratos que pasábamos juntos estaban llenos de significado y valor. Los viernes por la noche leíamos juntos textos tradicionales y contemporáneos de la literatura hebrea. Como mis padres eran maestros y no trabajaban en verano, pasábamos largas vacaciones juntos. Mi padre trabajaba durante el día y volvía a casa por la tarde, y nos íbamos todos juntos a nadar. Cuando yo tenía más o menos once o doce años, creo, empecé a interesarme por su trabajo de estudioso. Mi padre estaba terminando una tesis doctoral sobre David Kimhi, el gramático hebreo medieval. Recuerdo haberla leído. También leía sus artículos, y luego hablábamos de ellos.

¿Crees que eso contribuyó a entrenar tu mente de alguna manera, en el sentido de dominar un lenguaje complejo a través de una gramática bastante densa?

Es difícil saberlo. Así empecé a interesarme por la lingüística semítica, que estudié en la universidad. Y seguramente alguna influencia indirecta tuvo en el hecho de que acabase metido en el mundo de la lingüística. Pero en realidad no sé de dónde me viene.

En Propaganda and the Public Mind, dijiste: «Cuando entré en el instituto mi avance intelectual se frenó. Fue como si me hubiese metido en un agujero negro».1

Se ajusta bastante a lo que me pasó. Pasar al instituto fue un poco una conmoción. Fui a un instituto académico, muy riguroso y disciplinado.

Me desagradaba prácticamente todo, salvo mis amigos. Pero recuerdo muy pocas cosas, mientras que el colegio de primaria lo recuerdo muy vívidamente. No veía el momento de salir de aquel instituto.

Cuando terminé, fui a ver la universidad que había en Filadelfia, la Universidad de Pensilvania. En la mente no tenía otra cosa que vivir en casa de mis padres, trabajar, ir a la facultad en el transporte público y volver a casa. Y tenía muchas ganas de emprender esa vida. El catálogo de las carreras tenía muy buena pinta. Pero al año, aproximadamente, se me quitaron esas ideas fabulosas de la cabeza. Descubrí que todo era una especie de aburrida prolongación del instituto, nada más, y estuve en un tris de dejar colgados los estudios.

Pero en un momento dado conociste a Zellig Harris, que daba clases de lingüística en la Universidad de Pensilvania.

En realidad, lo conocí a través de contactos políticos cuando tenía yo unos diecisiete años. Estaba en primero y empezaba a plantearme la posibilidad de dejar la carrera. De hecho, dedicaba muy poco tiempo al trabajo académico. Creo que en esa época debía de estar especializándome en frontón. Estaba muy comprometido con el movimiento sionista, en concreto con su ala binacionalista y antiestatal. Y resultó que Harris era una figura destacada de dicho movimiento. Además, era una persona muy carismática e intelectualmente muy interesante. Yo estaba tratando de ahondar en temas que a él también le interesaban, como el pensamiento anarquista, la izquierda antibolchevique y demás.

Al echar la vista atrás, sospecho que Harris en realidad pretendía hacerme volver otra vez al mundo universitario. No me lo decía, pero sí que me sugirió que me apuntase a algunos de sus cursos de licenciatura, cosa que yo hice. Entre el profesorado había unos cuantos talentos extremadamente buenos en diferentes materias: uno en matemáticas, otro en filosofía, otro en otra cosa. Si sabías elegir, podías salir con una formación muy interesante, carente de una estructura excesivamente formal. Y como la Universidad de Pennsylvania ya era bastante informal de por sí, tampoco importaba tanto.

¿Al final conseguiste un título de verdad, en papel?

Acabé sacando todos los cursos formalmente, pero sin haber cumplido los requisitos típicos. El Departamento de Lingüística estaba bastante desestructurado. Quien lo dirigía, prácticamente, era Harris. En cierto modo, fue una ventaja para mí el haber ido a un colegio no muy prestigioso desde el punto de vista académico, porque no exigía requisitos muy duros ni aplicaba una supervisión estricta ni cosas así. Más o menos podías hacer lo que te daba la gana... O, al menos, yo podía.

Entonces, contando los primeros años, llevas más de seis décadas dedicado a la enseñanza. Habrás tenido a miles de alumnos. ¿Qué cualidades buscas en un estudiante?

Independencia de criterio, entusiasmo, dedicación a la materia y estar dispuesto a plantear desafíos, a cuestionar las cosas y a explorar nuevos derroteros. Hay mucha gente así, pero en los colegios no se suele alentar este tipo de características.

¿No te suele pasar que los estudiantes te tienen tanto respeto –quiero decir, porque eres un personaje muy conocido–, que se muestren reacios a cuestionar tus afirmaciones?

Alguna vez sí. En ocasiones, es lo que pasa con los estudiantes que vienen de países asiáticos, de una enseñanza tradicional, por ejemplo. Pero en un sitio como el MIT es relativamente raro. Esto es una universidad principalmente científica, por lo que en realidad se alienta a los estudiantes a investigar, a plantear retos, a cuestionar las cosas.

Conforme se desarrollaba tu carrera en el mundo de la lingüística, ibas también involucrándote cada vez más en la política. ¿Qué opinaban tus padres de eso? ¿No tenían miedo de que pudieras meterte en líos?

Yo siempre he estado metido en política, pero en los años sesenta tenían motivos para preocuparse, porque me arrestaron varias veces y tuve que ir a la cárcel y tal. Cuando el tema de Israel y los palestinos acaparó toda la atención, sobre todo a partir de 1967, y se produjo aquella avalancha de vilipendios, odio, difamación, denuncia, mis padres apoyaban mis puntos de vista, pero lo pasaron mal. Vivían prácticamente en un gueto judío y lo pasaron fatal con toda esa difamación histérica y con los ataques personales. Mi padre llegó a escribir en la prensa hebrea para responder a algunas de las acusaciones y denuncias. No fue fácil para ellos. De hecho, mientras vivieron, yo creo que de una manera semiinconsciente les ahorré detalles para que no sufrieran más de la cuenta.

Estudiaste ciencias puras, donde prima la demostración empírica, mientras que la ideología no suele requerir ningún tipo de demostración.

En realidad, el verdadero compromiso con la ideología niega y trata de evitar las pruebas y demostraciones. Pero yo no estudié ciencias puras. Tengo algo de formación en ciencias puras –incluso me dediqué a las matemáticas un tiempo–, pero tampoco quiero exagerar. Como dije antes, casi no tengo formación formal en ninguna materia, ni siquiera en lingüística. Principalmente, soy un autodidacta. Pero me parece que no hay ningún motivo especial para no estudiar la historia, la sociedad o la economía empleando, básicamente, los mismos métodos que se usan en el ámbito de las ciencias. La demostración empírica posee una importancia crucial. Nos inunda, y hay que intentar seleccionar lo significativo. Es imposible analizar las pruebas sin partir de ninguna creencia o principio, pero debemos ser capaces de cuestionarlos en cualquier momento. Los problemas que se plantean en el ámbito de la historia son diferentes de los de la física, pero el método de estudio debería ser más o menos el mismo.

A veces te tildan de anarcosindicalista, y hasta te he oído a ti mismo decir que eres un conservador a la antigua. ¿Qué sientes al pensar en esas etiquetas?

No utilizo estas etiquetas, pero sí que siento que mis puntos de vista partieron de la tradición anarcosindicalista. Creo que el anarcosindicalismo representa un enfoque razonable desde el que tratar los problemas generales de la sociedad humana. Claro que no puedes coger las doctrinas anarquistas y aplicarlas de manera mecánica. Pero en general me parece que el control de la industria por parte de los trabajadores y el control de las comunidades por parte de la propia gente es una base sensata para una sociedad compleja como la nuestra. En cuanto al término «conservador a la antigua», en parte refleja mis gustos musicales, literarios y demás, y en parte mi creencia en el valor de las doctrinas clásicas liberales. Una vez más, no se pueden aplicar mecánicamente en el mundo contemporáneo tal como se formularon, pero sí creo que deberíamos respetar profundamente los ideales de la Ilustración –razón, análisis crítico, libertad de expresión, libertad de investigación– y tratar de ampliarlos, modificarlos y adaptarlos a la sociedad contemporánea.

Últimamente oímos con frecuencia que se está atacando las ideas ilustradas, en especial en el ámbito de la educación, donde se incita más a la abstinencia sexual que a utilizar otro tipo de medidas profilácticas, o donde se defiende el creacionismo y se censura los libros de texto. ¿Te preocupa esta tendencia?

Es un rasgo muy preocupante de la cultura estadounidense. No hay ningún otro país industrializado que tenga unas creencias religiosas tan extremistas y unos compromisos tan irracionales como los que puedes ver en Estados Unidos de manera tan común. Esta idea de que hay que evitar enseñar la evolución en los colegios, o fingir que no la estás enseñando, es algo único en el mundo industrializado. Las estadísticas son para quedarse a cuadros. Aproximadamente la mitad de la población cree que el mundo se creó hace un par de milenios. Un alto porcentaje, quizá un cuarto de la población más o menos, dice haber vivido una experiencia de renacimiento religioso. Una cantidad considerable cree en lo que se conoce como «el éxtasis». Una gran cantidad de gente está convencida de la existencia de los milagros, del demonio y demás.

Esta propensión se remonta a épocas bastante lejanas de la historia estadounidense, pero en los últimos años ha llegado a afectar la vida social y política a un nivel desconocido hasta ahora. Por ejemplo, antes de Jimmy Carter ningún presidente estadounidense tenía que fingir que era un fanático religioso. Sin embargo, desde entonces todos han tenido que hacerlo, lo cual ha contribuido al proceso de auténtico debilitamiento de la democracia desde los años setenta. Carter, seguramente sin darse cuenta, nos enseñó la lección de que se puede movilizar a un electorado muy numeroso si das una imagen, falsa o no, de cristiano evangélico y temeroso de la Biblia. Hasta ese momento, las creencias religiosas pertenecían al ámbito privado de cada cual. Pero la industria de las relaciones públicas se ha adueñado conscientemente del sistema electoral, que hoy nos vende candidatos igual que antes vendía artículos de consumo. Y la imagen que se puede vender bien es la de una persona temerosa de Dios, creyente, con una fe profunda, que nos va a proteger de las amenazas del mundo contemporáneo.

Yo trabajo en la radio, y no podemos poner el «Aullido» de Allen Ginsberg, que para muchos es uno de los grandes poemas del siglo XX, porque en él aparece una palabra prohibida. Tampoco podemos poner la canción «Call It Democracy» de Bruce Cockburn, porque dice algo muy poco halagüeño sobre el FMI; ni la canción «Hurricane» de Bob Dylan, que habla del encarcelamiento injusto de Rubin «Hurricane» Carter, un célebre boxeador, que además utiliza también una palabra tabú.

Se está produciendo un ataque a gran escala a la libertad de expresión en todas partes, en la radio, en las universidades. En estos momentos más de una docena de asambleas legislativas de estados del país se están planteando aprobar leyes para controlar lo que dicen los maestros y los profesores en las aulas y para cerciorarse de que los maestros no «adoctrinen a los estudiantes».2 Supongo que algunas aprobarán estas leyes. Como explicó uno de los patrocinadores de este tipo de legislación: «el 80 por 100 aproximadamente de [los profesores] [...] es demócrata, liberal o socialista, o tienen el carné del partido comunista».3 Esto forma parte de una vieja corriente innatista que hoy están convirtiendo en un arma arrojadiza contra cualquier institución que no se haya vendido del todo o que no esté totalmente bajo control. Las universidades son bastante de derechas, pero no pertenecen por completo a las filiales del sector empresarial, y eso es intolerable.

En Estados Unidos ha habido una tradición muy importante y rica de libertad académica que no debería desdeñarse. Se ha atacado esta libertad académica, pero también se la ha protegido y defendido. A principios de los años cincuenta hubo graves retrocesos, pero al final se superaron y hemos asistido al arrepentimiento y retracción de algunas instituciones por la conducta que tuvieron en el pasado. Pero la libertad académica está siempre bajo asedio. Y ahora va en aumento, como parte del esfuerzo por asegurar el dominio de la ultraderecha. Así, hay que suprimir y disciplinar a cualquiera que quede fuera de control.

Quisiera preguntarte por las armas nucleares. Se acaba de anunciar que Estados Unidos está desarrollando una nueva generación.

Los signatarios del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (NPT, en sus siglas en inglés) tienen la obligación de hacer esfuerzos de buena fe por eliminar las armas nucleares. Forma parte del pacto mediante el cual otros países acordaron no desarrollar armas nucleares.

Todos los países del NPT han violado el acuerdo, pero los recientes pasos dados por la Administración Bush van mucho más allá de la mera no-adhesión. Dichas medidas se han expuesto de una manera anodina; solo pretendemos mejorar las armas y hacerlas más seguras. Pero, en realidad, seguramente vamos hacia la reanudación de las pruebas nucleares y hacia el desarrollo de armas más destructivas. Resulta especialmente peligroso si tenemos en cuenta que Estados Unidos se reserva oficialmente el derecho a utilizar armas nucleares en un primer ataque, incluso contra potencias no-nucleares. Todos los días oímos que países que no tienen armas nucleares podrían estar iniciando programas nucleares, y por supuesto que no queremos que semejante cosa suceda. Pero es mucho más grave y peligroso que los Estados que sí tienen armas nucleares vulneren el tratado. En varias ocasiones han puesto al mundo al borde de la destrucción, y es muy probable que vuelvan a hacerlo.

En el año 2005 se cumple el sexagésimo aniversario de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. En el momento de los ataques debías de tener unos dieciséis años. ¿Qué efecto te causaron?

En aquel tiempo era delegado juvenil de un campamento de verano de habla hebrea, en algún lugar de Poconos, cerca de Filadelfia, donde vivíamos. Cuando nos enteramos de la noticia, recuerdo vívidamente que me dejó como doblemente impactado: en primer lugar, por la noticia en sí, y, en segundo lugar, por el hecho de que a nadie le importó, cosa que me pareció tan alucinante e increíble que me marché yo solo al bosque y me tiré un par de horas sentado allí, dándole vueltas al asunto.

¿Quizá porque ninguno era capaz de conceptualizar lo que significaba? ¿Porque para ellos no era más que otra bomba más?

Creo que no. Es un fenómeno que suele darse. ¿Resulta sorprendente que unos chavales de un campamento de verano no prestasen mucha atención al hecho de que se hubiese producido un bombardeo atómico? Remontémonos a unos meses antes. En marzo de 1945 hubo una incursión aérea sobre Tokio, ciudad elegida porque los Aliados sabían que podrían destruirla fácilmente, ya que estaba hecha de madera en su mayor parte. Nadie sabe cuánta gente murió. Tal vez cien mil personas, muertas en los incendios. ¿Recuerdas que se hablase de aquello? De hecho, ha pasado el quincuagésimo aniversario del bombardeo de Tokio y casi nadie ha dicho nada.

Si repasas los muchos años que has dedicado a la enseñanza y al activismo político, ¿qué crees que has estado tratando de hacer?

Mi dedicación a la enseñanza y mi dedicación al activismo persiguen objetivos diferentes. En la enseñanza y la investigación, que son inseparables, mi objetivo es entender algo de la naturaleza de la mente humana. En especial, me interesa el lenguaje, pero más como una especie de ventana abierta a la naturaleza de los sistemas cognitivos, de los sistemas de pensamiento, interpretación y planificación. Hay una serie de temas que me interesan de manera específica. Uno de ellos es un tema que hasta hace muy poquito ha sido muy difícil de estudiar: el grado en que se pueden determinar las características de los sistemas biológicos –yo asumo que los sistemas de pensamiento y de planificación, así como el lenguaje, son sistemas biológicos– a partir de propiedades muy generales de las leyes físicas, de principios matemáticos y demás. En estos momentos empezamos a ver avances en este terreno. Ha sido un trabajo muy interesante de estos últimos años, al menos para mí.

En cuanto al activismo, es simplemente algo elemental. Existe una cantidad inmensa de sufrimiento y miseria humana, que se puede aliviar y superar. Hay opresión, que no debería existir. Hay una incesante lucha por la libertad. Hay peligros muy graves: la especie puede estar encaminándose a la extinción. No puedo entender cómo alguien puede no estar interesado en tratar de ayudar a la gente a implicarse más, a pensar más en estos problemas, para hacer algo al respecto.

NOTAS

1. David Barsamian y Noam Chomsky, Propaganda and the Public Mind (South End Press, 2001), p. 19.

2. Jeffrey Dubner, The American Prospect (abril de 2005).

3. Kathy Lynn Gray, Columbus Dispatch, 27 de enero de 2005, citando al senador republicano de Ohio, Larry A. Mumper.