viernes, 22 de febrero de 2008

AMBICIONES IMPERIALES - LIBRO COMPLETO - Capítulo 9.- FINAL.-

Chomsky, Noam.

Ambiciones Imperiales.

Ediciones Península, Barcelona, 2005.

Capítulo 9, pp. 171-185.


9

OTRO MUNDO ES POSIBLE

LEXINGTON, MASSACHUSETTS

(8 DE FEBRERO DE 2005)


Hemos hablado del resurgir del fundamentalismo religioso que vive el país. En tu opinión, ¿cómo se explica?

En realidad no se trata de un resurgir. Este país ha sido profundamente religioso durante mucho tiempo. De hecho, no me gusta nada utilizar la palabra «religioso». No me gusta esta palabra, en parte, porque se podría decir que la religión organizada es sacrílega. Se basa en unas concepciones muy extrañas sobre la deidad. Si hay un dios, no le gustaría. Pero, de momento, empleémosla, Estados Unidos ha sido un país muy religioso desde sus orígenes. Nueva Inglaterra la crearon unos fundamentalistas religiosos que se consideraban los hijos de Israel que aplicaban los mandatos del dios guerrero al que adoraban, mientras limpiaban la tierra de los amalaquitas. Si lees las descripciones de algunas de las masacres, como la de Pequot, verás que son como capítulos extraídos de las partes más genocidas de la Biblia, que los colonos citaban, de hecho, muy profusamente. Este fundamentalismo religioso, de orígenes pseudobíblicos, impulsó la expansión por el oeste. Y se conquistaron las zonas españolas alegando una voluntad de destruir la herejía del papismo.

Entre las creencias religiosas extremistas y la industrialización se da, típicamente, una relación inversa: a mayor modernización, menos compromiso con el extremismo religioso. Sin embargo, en Estados Unidos la correlación se rompe por completo. En este sentido es como una sociedad subdesarrollada. Yo recuerdo ir en coche hace cincuenta años de una punta a otra del país, oyendo la radio. No me podía creer lo que estaba oyendo. Predicadores que deliraban, que lanzaban alaridos... Es imposible imaginar algo así en otro país.

En cuanto a los cambios de los últimos años, creo que no tienen tanto que ver con el grado de compromiso religioso, como con la forma en que se ha insertado la religión en el sistema político y en la vida política. Ya dijimos antes que todos los presidentes, desde Carter, tenían que ser «religiosos». Pero este mismo proceso lo puedes ver en otros órdenes de la vida.

Aquí es extremadamente difícil enseñar las teorías de la evolución, algo totalmente normal en cualquier otro país. Y así ha sido desde hace mucho tiempo. Yo me acuerdo de cuando mi mujer estaba estudiando en la universidad, a finales de los años cuarenta. Me acuerdo de que estaba haciendo un curso de sociología. Un día me contó que el profesor les había dicho: «La parte siguiente versará sobre la evolución. No es necesario que se lo crean, pero al menos tienen que conocer qué piensan otras personas». Dudo de que algo así pase en otros países industrializados. Y no estamos hablando del Sur profundo. Era la Universidad de Pensilvania. Así pues, podemos hablar de las causas del extremismo religioso en Estados Unidos, pero se trata de un aspecto innegable –uno de tantos– del excepcional caso americano.

Una posible causa es que, como ya se ha dicho, Estados Unidos es un país muy atemorizado. Aquí se da una sensación inusitadamente fuerte de inseguridad, que podría tener algo que ver con el grado de fundamentalismo religioso. Estados Unidos es, con diferencia, el país más poderoso y más seguro del mundo, pero es el que más inseguro se siente. John Lewis Gaddis, el conocido historiador, escribió hace poco una fiel crónica sobre la estrategia de seguridad nacional de Bush. Gaddis data sus orígenes en las épocas iniciales de la historia estadounidense, en concreto en los tiempos de John Quincy Adams, que estableció la gran estrategia para la conquista del continente. El elemento clave de su argumentación es la famosa carta que escribió Adams en 1818, en la que justificaba la conquista de Florida por Andrew Jackson, durante la primera guerra contra los seminoles.1

Gaddis menciona las palabras de Adams, que decía que era necesario atacar la zona de Florida para proteger la seguridad estadounidense, porque la región era un «estado fracasado» –utiliza esta expresión tal cual–, una especie de vacío de poder que amenazaba a Estados Unidos.

Pero si analizas los ensayos históricos, resulta de lo más interesante. Sin duda, Gaddis sabe que los ensayos históricos que cita señalan que la invasión de Florida por Andrew Jackson no tuvo nada que ver con la seguridad nacional. Aquello solo tuvo que ver con el deseo expansionista, con el afán por conquistar las colonias españolas. La única amenaza existente eran los indios «desmandados» y los esclavos fugitivos. Los indios estaban desmandados porque los habían expulsado de sus hogares y los habían asesinado, y los esclavos huían porque no querían ser esclavos. Hubo casos de ataques indios a asentamientos estadounidenses, pero respondían al deseo de tomar represalias por ataques previos de los estadounidenses. A eso lo llamaron terror, claro, y nosotros teníamos que defendernos conquistando Florida.

La tesis de Gaddis es que en la historia de Estados Unidos, uno de los principios rectores viene a ser que la única forma de ganar en seguridad es a través de la expansión territorial. Dado que no nos habíamos expandido hacia Florida, nos hallábamos en una situación de inseguridad, y la manera de aumentar nuestra seguridad era expandirnos. La lucha por Florida se convirtió en una auténtica guerra de exterminio, una guerra atroz y asesina. Pero no pasa nada, porque lo estábamos haciendo por nuestra seguridad. Y puedes seguir el rastro de esta argumentación hasta el momento actual. En estos momentos se está aduciendo estos mismos argumentos para la militarización del espacio: la única manera de tener seguridad es expandirnos hacia el espacio y, en última instancia, apropiarnos de él.

Otro aspecto de la religión en Estados Unidos es la disensión y la oposición, lo cual quedó reflejado en el movimiento de solidaridad con Centroamérica en los años ochenta y durante la reciente invasión de Irak, cuando parte del clero y algunas iglesias han hecho declaraciones.

El caso de Centroamérica es muy llamativo, porque, básicamente, Estados Unidos mantuvo una guerra con la Iglesia Católica. En los años sesenta y setenta la Iglesia Católica había modificado en América Latina su vocación tradicional. Había adoptado aspectos de la teología de la liberación y había reconocido lo que se dio en llamar «la opción preferente por los pobres». Sacerdotes, monjas y trabajadores seglares estaban organizando a los campesinos en comunidades, donde leían los Evangelios y les daban clases sobre organización, que luego podrían utilizar para tratar de tomar las riendas de su vida. Y, por supuesto, eso los convirtió al instante en encarnizados enemigos de Estados Unidos. Washington inició la guerra para acabar con ellos. Por ejemplo, uno de los argumentos publicitarios del School of the Americas, que en 2000 cambió de nombre y pasó a llamarse Western Hemisphere Institute for Security Cooperation, dice que el Ejército de Estados Unidos contribuyó a «derrotar la teología de la liberación», cosa muy cierta.2

El movimiento de solidaridad con Centroamérica, que se desarrolló en Estados Unidos en los años ochenta, fue algo absolutamente novedoso. Creo que en la historia de Europa jamás ha habido nada semejante. No sé de nadie en Francia que se marchase a vivir a un pueblo argelino para ayudar a la gente y protegerla contra los paramilitares franceses que merodeaban por sus alrededores. Sin embargo, en los años ochenta decenas de miles de estadounidenses viajaron a Centroamérica para proteger a la gente a la que Estados Unidos estaba atacando. El centro de los movimientos de solidaridad de los años ochenta en Estados Unidos no se hallaba en las universidades de elite, sino en las parroquias, incluidas iglesias del Medio Oeste y de zonas rurales. No fue como en los años sesenta. Fue algo bastante extendido entre la gente de a pie.

Resulta interesante volver la vista atrás, hacia lo que estaba ocurriendo en aquel momento. He aquí este país, supuestamente muy religioso, Estados Unidos, que libra una guerra contra la religión organizada. Y la razón que da para ello es que la Iglesia estaba trabajando por y para los pobres. Mientras la religión trabaje para los ricos, todo bien; pero no para los pobres.

Cambiemos de tercio y hablemos ahora de la economía del imperio. En estos momentos el dólar está débil, el déficit del gobierno es elevado, la deuda familiar también, están subiendo los tipos de interés de las tarjetas de crédito, y la tasa de ahorro personal se halla en sus cotas más bajas, mientras los inversores extranjeros son los que financian la deuda del país al comprar bonos del Tesoro estadounidense. ¿Hasta cuándo podrá mantenerse esta situación?

En realidad no lo sabemos. De hecho, la situación con la deuda es complicada. La deuda de los hogares estadounidenses está por las nubes, pero la de las empresas es muy baja. A decir verdad, las empresas están obteniendo unos beneficios inmensos. Forma parte del cambio que se está produciendo en la manera de llevar a cabo los planes económicos, que tienden a beneficiar a los extremadamente ricos y a las grandes empresas, y perjudican a la población general. De hecho, la proporción entre ingresos después de impuestos y producto interior bruto está cerca de encontrarse en las cotas más bajas de la historia, en perjuicio de la población general, mucho más que en ningún momento anterior. Las grandes empresas casi no pagan impuestos. El tipo impositivo de las empresas es ya muy bajo, pero además las grandes empresas han ideado toda una serie de técnicas complejas para no tener que pagar ni un centavo de impuestos en muchos casos.

Por ponerte un ejemplo, a mediados de los años noventa se puso mucha ilusión en los denominados mercados emergentes de América Latina. Por pura curiosidad, empecé a leer los informes del Departamento de Comercio estadounidense que hablaban de la inversión directa extranjera (FDI, en sus siglas en inglés) en América Latina. Resulta que, ciertamente, a mediados de los años noventa la inversión extranjera directa en América Latina experimentó en repunte importante. Sin embargo, su composición es de lo más interesante: De manera sistemática, aproximadamente el 25 por 100 de la FDI iba a parar a las Bermudas, un 15 por 100 aproximadamente iba a las británicas Islas Caimán y más o menos el 10 por 100 iba a parar a Panamá. Esto suma aproximadamente el 50 por 100 de lo que llamaban inversión extranjera directa, y desde luego no iba destinada a construir fábricas siderúrgicas, Era, sencillamente, dinero que viajaba a una serie de paraísos fiscales. Del resto, la mayor parte iba a fusiones y adquisiciones y demás. Estamos hablando de cantidades ingentes. La escala del robo puro y duro por parte del poder empresarial es gigantesca.

En cualquier caso, las grandes empresas y los ricos casi no pagan impuestos, así que les va bien. Pero la población general lleva treinta años padeciendo o bien un estancamiento o bien una bajada de los salarios reales; la gente trabaja más horas y tiene menos ventajas y beneficios. Creo que nunca había habido un periodo como este en la historia de Estados Unidos.

Con todo, Estados Unidos sigue siendo un país muy rico. Tiene unas ventajas enormes de tamaño, de recursos, de lo que se te ocurra. Pero está siendo sometido a unas políticas internas que dan miedo. Los economistas conservadores se tiran de los pelos cuando ven que, supuestamente, la Administración Bush está llevando al país a contraer un grado de endeudamiento increíble. La idea de la Administración Bush consiste en transferir los costes a las generaciones futuras. Ese es su plan, básicamente. Sus valores son: servir a los ricos y poderosos, y trasladar los costes a la población general de las generaciones futuras. Cuando hablamos de sus «valores morales», nos estamos refiriendo a eso.

Tomemos el ejemplo de los gastos del sistema sanitario, que también están por las nubes. Estados Unidos cuenta con un sistema de salud pública altamente ineficiente, el peor del mundo industrializado, con unos gastos enormes, mucho más elevados que en cualquier otro país, y con resultados relativamente pobres. Los costes están aumentando aún más, en parte por el poder tremendo de las grandes empresas farmacéuticas y en parte por todos los costes administrativos de un sistema sanitario privatizado. Esto sí es una verdadera crisis, y no la de la Seguridad Social, que no es tal.

¿Por qué nos preocupa tanto la Seguridad Social y no el sistema médico? Creo que es evidente. Fíjate en alguien como yo, un catedrático de universidad excesivamente bien pagado y ahora jubilado. Yo recibo dinero de la Seguridad Social, pero no es una porción muy grande de mis ingresos. Recibo una atención médica alucinante porque soy rico, y la atención médica se reparte en función de la riqueza. Si eres rico, el sistema funciona de perlas. Las aseguradoras, las organizaciones sanitarias, las grandes farmacéuticas lo están haciendo de maravilla. A la gente con dinero nos va de perlas. ¿Que la mayoría de la población no puede recibir una atención médica decente? Pues no es problema nuestro. ¿Que los costes de la atención sanitaria son astronómicos? Pues qué pena.

Hace poco la Administración anunció que iba a recortar las subvenciones federales a Medicaid.3 Pero no pasa nada, porque, total, eso solo perjudica a la gente pobre. Ahora, lo de la Seguridad Social sí que es un problema grave, porque no hace nada para los ricos. Es un sistema inútil.

Sobre cuánto tiempo podrá sostenerse esta situación, yo creo que nadie lo sabe de verdad. Podría haber una sublevación, podríamos sufrir un descalabro económico brutal, podríamos llegar a tal grado de improvisación temeraria que al final se desatase una guerra a gran escala.

Hablando de atención sanitaria, hace poco me hablaste de una visita que hiciste a la clínica de aquí, del MIT.

Llevo mucho tiempo en el MIT, así que mi mujer y yo conocemos a gran parte del personal médico. Dicen que ahora dedican el 40 por 100 del tiempo a rellenar impresos. Los tienen sometidos a supervisión y control constante. Están perdiendo muchísimo tiempo en rellenar montañas de papelotes que no sirven para nada. Pero todo eso tiene sus costes.

Los economistas tienen formas muy ideológicas de medir los costes. Estoy seguro de que habrás tenido esta experiencia: Supón que quieres encargar un billete de avión, arreglar un error del extracto bancario o dar de baja la suscripción al servicio de reparto del periódico, o lo que sea. Antes podías hacer una llamada, hablabas con alguien y solucionabas el problema en un par de minutos. Ahora lo que pasa es que llamas a un número y oyes un mensaje grabado que dice: «Gracias por su llamada. Nos interesa saber qué necesita. Todos nuestros operadores están ocupados». En primer lugar, te recitan un menú que no eres capaz de entender, y que además no contiene la función que tú necesitas. Entonces la voz te dice que esperes a que te atiendan personalmente. Tú esperas, mientras te ponen una musiquita, y de tanto en tanto salta esa voz que te pide que te mantengas a la espera... y ahí te puedes quedar una hora esperando. Al final se pone alguien, que probablemente te atiende desde la India y no sabe exactamente de qué le estás hablando. Y entonces igual consigues lo que necesitas, o igual no.

Para los economistas, esto es de lo más eficiente. Incrementa la productividad, y la productividad es lo que de verdad importa, porque es lo que mejora la vida de todos y cada uno de nosotros. ¿Que por qué es eficiente? Porque las empresas se están ahorrando dinero. Los costes se trasladan al usuario, por supuesto, pero eso no se mide. Nadie mide la cantidad de tiempo que necesitas para que hagan algo sencillo o para corregir un error. Eso no se cuenta. Si fuésemos a contar este tipo de coste real, la economía resultaría extremadamente ineficiente. Pero el principio ideológico es que solo contamos los costes que importan a los ricos y a las grandes empresas.

Un estudio reciente realizado por la Facultad de Medicina de Harvard y Public Citizen comparaba los sistemas de atención sanitaria canadiense y estadounidense.4 El estudio puso de manifiesto que Estados Unidos se está gastando varios cientos de miles de millones de dólares al año en costes administrativos excesivos. Una de las cosas que hicieron estos investigadores fue comparar uno de los hospitales más importantes de Boston con uno de los mejores hospitales de Toronto. Cuando el equipo visitó el hospital de Toronto, quisieron examinar el departamento de cuentas. Nadie sabía dónde estaba. Al final, encontraron un despachito en el sótano, en el que había un departamento de facturación para los ciudadanos estadounidenses que iban a Canadá, En Boston, la oficina de cuentas ocupa una planta entera llena de contables, ordenadores y papelotes. Todo eso cuesta dinero.

En una charla que diste para el Programa Sindical de Harvard dijiste que Estados Unidos sí que tiene un sistema de atención sanitaria universal. Es lo que se llama salas de urgencias. ¿Podrías explicar a qué te referías?

La mayoría de los estados tienen leyes que estipulan que si entras en el servicio de urgencias, tienen que ocuparse de ti, aunque no estés cubierto por el seguro médico. En eso consiste la atención médica universal. A veces los servicios de urgencias están hasta arriba y no puedes ni entrar. O, si consigues entrar, puede que tengas que esperar mucho rato hasta que un médico pueda atenderte. El padre de un amigo mío se puso muy mal y tuvo que llevarlo al hospital. El padre no tenía seguro médico y mi amigo tuvo que quedarse tres días allí con él, llevándole comida y ocupándose de él, hasta que por fin los médicos pudieron verle. No se estaba muriendo, solo necesitaba atención médica.

Hace un par de meses me puse a sangrar cada dos por tres por la nariz de manera incontrolable. Mi vida no corría peligro, pero fue molestísimo. Llamé al MIT y me dijeron que me acercase a la clínica Lahey, que es un complejo hospitalario modernísimo, para gente muy fina, cerca de donde vivo. Así pues, me acerqué a urgencias de la clínica Lahey y me quedé allí sentado un par de horas. Al final, me atendió un especialista, que estaba muchísimo más preparado de lo que realmente necesitaba. El sistema de atención de urgencias no ofrece a la gente el tipo de atención que necesita. Derrocha una cantidad inmensa de tiempo. No da atención preventiva, no se dedica a averiguar la manera de evitar una enfermedad. Es el tipo de atención sanitaria universal más caro y más ineficiente que te puedas imaginar.

En el centro de Boston hay dos grandes hospitales, pegados puerta con puerta: el Boston City Hospital, de propiedad municipal, y un hospital privado que forma parte del sistema médico Tufts. Hace un tiempo hablé con personal del Boston City Hospital y me contaron que si llega una ambulancia al Tufts Medical Center, muchas veces la mandan a continuación al hospital municipal. La explicación es que si una ambulancia lleva a un paciente enfermo al hospital, este tiene que hacerse cargo de él. Si el paciente es un indigente, el hospital tendrá que correr con los gastos. Así que, como prefieren que lo pague el ayuntamiento, lo mandan a la puerta de al lado,

Cualquiera diría que un tema así sería capaz de reunir muchísimo apoyo popular para obligar a cambiar las cosas. Hay cuarenta y cinco millones de estadounidenses sin cobertura médica alguna, pero la gente parece más preocupada con que a Janet Jackson se le vea el pecho en la Super Bowl.

Yo no creo que estén más preocupados por eso. En mi opinión, la gente está muy preocupada con la situación de la atención sanitaria. Cada vez que se plantea el asunto en los sondeos públicos, la gente lo califica como una preocupación prioritaria. Creo que aproximadamente tres cuartos de la población, en el último sondeo que vi, quiere que se aumente el gasto en atención sanitaria.5

Conozco esos sondeos, pero me llama la atención que cientos de miles de personas se echasen a la calle para protestar contra la Guerra de Irak, mientras que el tema de la atención sanitaria, que afecta a todo el mundo, parece que no fuera un asunto tan urgente.

Los cientos de miles de personas que se echaron a la calle formaron parte de un episodio único e irrepetible, en el sentido de que se puede organizar una manifestación y la gente acude. Luego la mayoría se marcha a casa y sigue con su vida. Lo de la atención médica es diferente. No se zanja con una manifestación. Tienes que tener una sociedad democrática que funcione, con asociaciones populares, sindicatos y grupos políticos dedicados al tema día tras día. Así se organiza a la gente para obtener atención médica. Y eso es lo que falta.

Estados Unidos es, básicamente, lo que se denomina un «Estado fracasado». Cuenta con unas instituciones democráticas formales, pero casi no funcionan. Por eso, da igual que aproximadamente tres cuartos de la población crean que deberíamos tener algún tipo de sistema médico subvencionado por el gobierno. Da igual, incluso, que una gran mayoría de la población considere la atención sanitaria como un valor moral. Cuando los comentaristas desvarían sobre los valores morales, están hablando de prohibir el matrimonio homosexual, no de que todo el mundo debería contar con asistencia médico-sanitaria decente. Y es así porque no les interesa a ellos. Son como yo; ellos ya reciben asistencia sanitaria buena. ¿Qué más les da? Sin embargo, para la gran mayoría de la población la falta de atención sanitaria es un problema muy importante y se está convirtiendo en un problema más grave cada día. Cuando desmantelen Medicaid del todo, como probablemente sucederá, la gente va a verse perjudicada de verdad. Pero esas personas no están organizadas. No están afiliadas a sindicatos, ni pertenecen a ninguna asociación política, ni participan en ningún partido político. La genialidad de la política estadounidense ha estribado en marginar y aislar a la gente. De hecho, uno de los principales motivos que explica el vehemente esfuerzo por acabar con los sindicatos es que son uno de los pocos mecanismos a través de los cuales la gente de a pie puede agruparse y contrarrestar la concentración de capital y poder. Por eso Estados Unidos tiene una historia obrera tan violenta, con reiterados esfuerzos por acabar con los sindicatos cada vez que conseguían algún avance.

De hecho, Missouri e Indiana han abolido hace poco el derecho de los trabajadores del sector público a participar en la negociación colectiva.6

El gobierno federal ha hecho tres cuartos de lo mismo, prácticamente. Parte del chanchullo del Departamento de Seguridad Interior de la Administración Bush consistió en despojar de los derechos sindicales a ciento ochenta mil trabajadores del gobierno.7 ¿Por qué? ¿Es que van a trabajar con menos eficacia si están sindicados? No. Es, sencillamente, que hay que eliminar el peligro de que la gente pueda agruparse y tratar de conseguir disparates como atención médica, salarios decentes o cualquier cosa que beneficie a la población y no beneficie a los ricos. Casi se puede predecir una línea política aplicando este sencillo principio, a saber: ¿Ayuda a los ricos o ayuda a la población general? De ahí puedes deducir prácticamente lo que va a pasar a continuación.

A menudo te preguntan por las posibilidades que tenemos para el futuro. Para algunos, una de las fuentes de esperanza del mundo actual es el Foro Social Mundial, que agrupa cada año a decenas de miles de activistas de todo el mundo. El lema del foro reza: «Es posible otro mundo». Me llama la atención la redacción del lema. No es una pregunta, sino una afirmación. ¿Qué aspecto podría tener otro mundo que a ti te resultase atrayente?

Se puede empezar por las cosas pequeñas. Por ejemplo, creo que sería una mejora que Estados Unidos se volviese tan democrático como Brasil. No suena a utopía, ¿verdad que no? Pues no tienes más que comparar las dos elecciones más recientes celebradas aquí y en Brasil. En Brasil, donde hay movimientos populares muy activos, la gente tuvo la posibilidad de elegir a un presidente, Lula, salido de sus propias filas. Puede que no les guste todo lo que está haciendo Lula, pero es un personaje impactante, un hombre que antes era trabajador del metal. Creo que no fue la universidad. Y la gente pudo elegirlo presidente. Algo así es inconcebible en Estados Unidos. Aquí elegimos entre un rico de Yale y otro rico de Yale. Porque no tenemos organizaciones populares, como las de los brasileños.

Fíjate en Haití. Se considera un «estado fracasado», pero resulta que en 1990 Haití celebró unas elecciones democráticas que para nosotros serían un sueño. Se trata de un país extremadamente pobre, donde la gente que vive en las montañas y en los arrabales se juntó y eligió presidente a uno de los suyos. Aquella elección puso los pelos de punta a todo el mundo, razón por la cual en 1991 se produjo un golpe de Estado militar, apoyado por Estados Unidos, para aplastar aquel gobierno democrático. Que nosotros nos volvamos igual de democráticos que Haití no suena precisamente utópico, Que logremos tener un sistema médico como el de Canadá no es pedir la luna. Que tengamos una sociedad en la que la riqueza del país no se concentre en manos de una elite diminuta no es utópico.

A partir de ahí puedes ir a por objetivos de mayor envergadura. Muchas de las instituciones básicas de nuestra sociedad son totalmente ilegítimas. ¿Las grandes empresas tienen que estar controladas por presidentes y propietarios, y estar entrega-das al bienestar de los accionistas, o tienen que estar controladas por la gente que trabaja en ellas y estar dedicadas a la comunidad y a los trabajadores? No es ninguna ley de la Naturaleza.

NOTAS

1 John Lewis Gaddis, Surprise, Security, and the American Experience (Harvard University Press, 2004). John Quincy Adams, carta a George Erving, 29 de noviembre de 1818, en Worthington Chauncey Ford, editor, Writings of John Quincy Adams (Macmillan, 1916), p. 483.

2 Joy Olson y Adam Isacson, Just the Facts (Latin America Working Group, 1998-2001).

3 Raymond Hernandez y Al Baker, New York Times, 9 de enero de 2005. Mike Allen y Peter Baker, Washington Post, 9 de febrero de 2005.

4 Steffie Woolhandler, Terry Campbell y David U. Himmelstein, International Journal of Health Services 34, nº 1 (2004); y David U. Himmelstein, Steffie Woolhandler y Sidny M. Wolfe, International Journal of Health Services 34, nº 1 (2004).

5 Véase, entre otros, el sondeo National Public Radio/Kaiser/Kennedy School del 5 de junio de 2002.

6 David K. Shipler, Los Angeles Times, 6 de marzo de 2005.

7 Stephen Barr, Washington Post, 30 de octubre de 2003.