Chomsky, Noam.
Piratas y Emperadores. Terrorismo Internacional en el Mundo de Hoy.
Byblos, Buenos Aires, 2004.
Prefacio a la primera edición (1986), pp. 7-15
Introducción (2002), pp. 17-43
Capítulo 1,Control del pensamiento, pp. 45-72.
Como fue construyendo el imperio un "neo lenguaje" para usarlo en concordancia con una política de control del pensamiento
Una pequeña introducción aclaratoria de esta problemática.
Hoy, en estos días, y desde hace un tiempo, ninguno de nosotros (es una suposición personal) ha podido escaparse de usar palabras como "rehenes", "Terrorismo", "terrorismo internacional", "terroristas", "proceso de paz", y unas cuantas otras. Suponemos, de buena fe, que estas palabras que tenemos incorporados a nuestro habla cotidiano, posiblemente sean así, y ni dudamos que su significado y contenido es el que se puede encontrar en un diccionario de la lengua.
Naom Chomsky, lingüista de excepción, desde hace muchos años viene mostrando como, palabras comunes como las que nombré más arriba, y muchas otras, NO SE CORRESPONDEN CON EL SIGNIFICADO QUE FACILMENTE SE PUEDE ENCONTRAR EN LOS DICCIONARIOS, si no que lentamente, poco a poco, desde el final de la segunda guerra mundial, cuando los estados unidos se propusieron una política de pasar a tener el dominio mundial, paralelamente a sus conquistas guerreras, fueron elucubrando, construyendo un pseudo-lenguaje, un NEOLENGUAJE, donde las palabras que se iban incorporando a su texto NADA TENÍAN EN RELACIÓN A LO QUE HASTA AHORA LOS DICCIONARIOS NOS EXPLICABAN DE ELLAS, EN CUANDO A SUS CONTENIDOS Y SIGNIFICADOS.
Para ir explicando como se va construyendo este neolenguaje, Chomsky se refiere de manera permanente a la experiencia literario-política-ficcional, que hiciera un gran escritor inglés en un libro memorable: "1984"· G. Orwell era ese auto.
Para dar sustento al lector que quiera tomar estos textos como material para su formación política, hacemos entrega también de un trabajo sobre G.Orwell.
Pedro Bugani.
Prefacio a la primera edición (1986)
San Agustín cuenta la historia de un pirata capturado por Alejandro Magno, quien le preguntó: «¿Cómo osas molestar al mar?» «¿Cómo osas tú molestar al mundo entero? – replicó el pirata –. Yo tengo un pequeño barco, por eso me llaman ladrón. Tú tienes toda una flota, por eso te llaman emperador.»
La respuesta del pirata fue «elegante y excelente», dice san Agustín. Sin duda. refleja con bastante precisión las relaciones actuales entre Estados Unidos y varios actores secundarios de la escena del terrorismo internacional: Libia, facciones de la OLP y otros. En líneas más generales, el relato de san Agustín aclara el significado del concepto de terrorismo internacional en el uso occidental contemporáneo, y llega hasta el fondo de la exaltación de incidentes escogidos de terrorismo que se utilizan en la actualidad, con supremo cinismo. como un pretexto para la violencia occidental.
El término «terrorismo» empezó a emplearse a finales del siglo XVIII, básicamente para referirse a los actos violentos de los gobiernos orientados a garantizar la sumisión del pueblo. Este concepto resulta poco útil para los que practican el terrorismo de Estado, quienes, al estar en posesión del poder, se hallan en situación de controlar el sistema de pensamiento y expresión. En consecuencia se ha abandonado el sentido original, y el término «terrorismo» ha venido a aplicarse fundamentalmente al «terrorismo al por menor» por parte de individuos o grupos.1 Si bien antiguamente esta palabra aludía a los emperadores que molestaban a sus propios súbditos y al mundo, ahora se limita a los ladrones que molestan a los poderosos, aunque no está restringido del todo: el término sigue aplicándose a los emperadores enemigos, una categoría que cambia según las necesidades del poder y la ideología.
Excluyéndonos de tales prácticas, empleamos la palabra «terrorismo» para referirnos a la amenaza o el uso de la violencia para intimidar o coaccionar (generalmente con fines políticos, religiosos o de otra índole), tanto si lo hace el emperador como el ladrón.
La máxima del pirata justifica el concepto recientemente evolucionado de «terrorismo internacional», pero sólo en parte. Es necesario añadir una segunda característica: una acción terrorista sólo puede considerarse tal si la perpetra el «otro bando», no el nuestro. Esa fue la directriz de la campaña de relaciones públicas sobre «terrorismo internacional» emprendida por la Administración Reagan cuando éste llegó al poder. Se basaba en una argumentación erudita para afirmar que esa plaga es un instrumento «de inspiración soviética, dirigido a la desestabilización de la sociedad democrática occidental», como demuestra el supuesto hecho de que el terrorismo nunca «se dirige contra la Unión Soviética ni ninguno de sus Estados satélites o clientes», sino que incide «casi exclusivamente en países democráticos o relativamente democráticos».2
La tesis es cierta, de hecho por definición, dado el modo en que el término «terrorismo» es utilizado por el emperador y su leal camarilla. Puesto que sólo las acciones perpetradas por «el otro bando» cuentan como terrorismo, se deduce que la tesis es necesariamente correcta, sean cuales fueren los hechos. En el mundo real, la historia es muy distinta. Las principales víctimas del terrorismo internacional3 en las últimas décadas han sido los cubanos, centroamericanos y habitantes del Líbano, pero por definición nada de eso importa. Cuando Israel bombardea campos de refugiados palestinos, matando a numerosos civiles – a menudo sin siquiera el pretexto de «represalia» – o envía sus tropas en operaciones «antiterroristas» contra pueblos libaneses, donde sus soldados asesinan y destruyen, o secuestra buques y manda cientos de rehenes a campos de concentración en condiciones horripilantes, eso no es «terrorismo»; de hecho, las pocas voces de protesta son tajantemente silenciadas por su «antisemitismo» y «doble rasero», una acusación que se demuestra por el hecho de que no se suman al coro de elogios a «un país que se preocupa por la vida humana» (Washington Post), cuyo «elevado propósito moral» (Time) es objeto de incesante admiración y aclamación, un país que, según sus acólitos, «se atiene a una ley superior, tal como interpretan los periodistas» (Walter Goodman).4
Tampoco es terrorismo cuando fuerzas paramilitares que actúan desde bases estadounidenses y son entrenadas por la CIA atentan contra hoteles cubanos, hunden pesqueros y atacan buques rusos en los puertos de Cuba, envenenan cultivos y ganado, intentan asesinar a Castro, etcétera, en misiones de carácter casi semanal en su momento de mayor intensidad.5 Éstas y muchas otras acciones similares por parte del emperador y sus clientes no son el tema de conferencias y volúmenes eruditos, ni de comentarios angustiados y diatribas en los medios de comunicación y artículos de opinión.
Las normas para el emperador y su corte son únicas en dos aspectos estrechamente relacionados. Primero, sus actos terroristas quedan excluidos del canon; segundo, mientras que los ataques terroristas contra ellos son juzgados con sumo rigor, hasta el punto de requerir medidas de violencia de «autodefensa ante agresiones futuras», como veremos, otras acciones terroristas comparables o incluso más graves contra los demás no merecen represalias ni medidas preventivas que, de tomarse, provocarían una temible y furiosa respuesta. La importancia de esos ataques terroristas es tan leve que apenas merecen ser mencionados, y mucho menos recordados. Supongamos, por ejemplo, que una fuerza naval libia hubiese atacado tres buques americanos en el puerto israelí de Haifa, hundiendo uno de ellos y dañando los demás, con el uso de misiles fabricados en Alemania del Este. No hace falta especular con la reacción. Volviendo al mundo real, el 5 de junio de 1986 «una fuerza naval surafricana atacó tres buques rusos en el puerto de Namibe, en el sur de Angola, hundiendo uno de ellos», con el uso de «misiles Scorpion [Gabriel] de Fabricación israelí».6
Si la Unión Soviética hubiese respondido a este ataque terrorista contra su flota mercante, como Estados Unidos habría hecho en circunstancias similares – quizá mediante un bombardeo que habría destruido Johannesburgo, a juzgar por la escala de acción-respuesta americana y de «represalia» israelí –, Estados Unidos bien habría podido plantearse un ataque nuclear como «represalia» legítima contra el demonio comunista. En el mundo real, la Unión Soviética no respondió, y los sucesos fueron considerados tan insignificantes que apenas se mencionaron en la prensa norteamericana.7
Supongamos ahora que Cuba hubiese invadido Venezuela a finales de 1976 como autodefensa contra un ataque terrorista, con el fin de instaurar allí un «Nuevo Orden» organizado por elementos bajo su control, matando a doscientos americanos que sirvieran en un sistema de defensa antiaérea, bombardeando la embajada de Estados Unidos y finalmente ocupándola varios días durante la conquista de Caracas que se habría llevado a cabo violando un alto el fuego.8 Volviendo de nuevo al mundo real, en 1982 Israel invadió el Líbano con el pretexto de proteger Galilea de ataques terroristas (un pretexto urdido para el público estadounidense, como se admitió tácitamente a nivel interno), con el fin de instaurar allí un «Nuevo Orden» organizado por elementos bajo su control, matando a doscientos rusos que servían en el sistema de defensa antiaérea, bombardeando la embajada rasa y finalmente ocupándola dos días durante la conquista de Beirut Oeste que se llevó a cabo violando un alto el fuego. Los hechos fueron mencionados de pasada en Estados Unidos, dejando de lado o negando el contexto y unos antecedentes cruciales. Por suerte, no hubo respuesta soviética, de lo contrario no estaríamos aquí para comentar el asunto.
En el mundo real damos por sentado que la Unión Soviética y otros enemigos oficiales, la mayoría de ellos indefensos, soportarán provocaciones y violencia que suscitarían una reacción furiosa, tanto verbal como militar, si las víctimas fuesen el emperador y su corte.
La asombrosa hipocresía ilustrada por estos y otros muchos casos, algunos de ellos comentados más adelante, no se limita a la cuestión del terrorismo internacional. Para mencionar un caso distinto, pensemos en los pactos de la Segunda Guerra Mundial que asignaran el control sobre regiones de Europa y Asia a las distintas potencias aliadas y exigieron la retirada en momentos concretos. Se armó un gran escándalo respecto a las acciones soviéticas en Europa oriental (sin duda atroces), claramente inspiradas en la actividad estadounidense en las regiones asignadas al control occidental por los pactos en tiempo de guerra (Italia, Grecia, Corea del Sur, etc.), y se recriminó la tardía retirada soviética del norte de Irán, mientras que Estados Unidos infringía los acuerdos firmados en tiempo de guerra para retirarse de Portugal, Islandia, Groenlandia y otros lugares, debido a que las «consideraciones militares» no aconsejaban dicha retirada, según manifestó la Junta de Jefes de Estado Mayor con el beneplácito del Departamento de Estado. No habo escándalo – ni lo ha habido hasta la fecha – por el hecho de que las operaciones de espionaje de Alemania Occidental dirigidas contra la Unión Soviética dependieran de Reinhard Gehlen, quién había dirigido operaciones similares para los nazis en Europa oriental; ni tampoco por el hecho de que la CIA mandara agentes y suministros para ayudar a los ejércitos fomentados por Hitler que luchaban en Europa oriental y Ucrania aún a finales de la década de 1950 como parte de la «estrategia de recuperación» confirmada oficialmente por el Consejo de Seguridad Nacional en NSC-68 (abril de 1950).9 El apoyo soviético a ejércitos fomentados por Hitler que en 1952 hubieran luchado en las montañas Rocosas habría provocado una reacción muy distinta.10
Los ejemplos son innumerables. Uno de los más notorios es el que se aduce a menudo como la prueba definitiva de que no se puede confiar en que los comunistas cumplan los pactos: el tratado de paz de París de 1973, con relación a Vietnam y sus consecuencias. Lo cierto es que Estados Unidos anunció inmediatamente que rechazaría todas las cláusulas del documento que se le había obligado a firmar y actuó en consecuencia. Los medios de comunicación, en un alarde de servilismo sorprendente, aceptaron la versión estadounidense del tratado (que infringía todos sus puntos fundamentales) como el texto real, de modo que las infracciones americanas no violaban el tratado mientras que la reacción comunista a esas violaciones demostraba su inveterada traición. Este ejemplo suele presentarse ahora como justificación de la negativa de Estados Unidos a negociar un acuerdo político en Centroamérica, lo cual viene a demostrar la utilidad de un buen sistema de propaganda.11
Como se ha dicho, el «terrorismo internacional» (en el sentido específico occidental) fue colocado en el centro de atención por la Administración Reagan cuando éste asumió el poder en 1981.12 Los motivos no eran difíciles de discernir, aunque eran – y siguen siendo – inexpresables dentro del sistema doctrinal.
El Gobierno se comprometió con tres políticas relacionadas, todas ellas puestas en práctica con notable éxito: 1) el traspaso de recursos de los pobres a los ricos; 2) un crecimiento a gran escala del sector estatal de la economía al modo tradicional, mediante el sistema Pentágono, un mecanismo para obligar a los ciudadanos a financiar industria de alta tecnología por medio del mercado garantizado por el Estado para la producción de excedentes de alta tecnología y contribuir así al programa de subvención pública, beneficio privado, llamado «libre empresa»; y 3) un incremento sustancial de la intervención, subversión y terrorismo en el ámbito internacional (en el sentido literal) por parte de Estados Unidos. Tales políticas no pueden presentarse al público en estos términos. Sólo pueden llevarse a cabo si la población general está adecuadamente asustada por monstruos contra los que debe defenderse.
El mecanismo estándar es un llamamiento a la amenaza de lo que el presidente denominó «la conspiración monolítica e implacable» resuelta a conquistar el mundo (según el presidente Kennedy, cuando emprendió un programa bastante parecido):13 el «Imperio del Mal» de Reagan. Pero la confrontación con el propio imperio sería una temeridad. Es mucho más fácil combatir con enemigos indefensos designados como los apoderados del Imperio del Mal, una opción que se adapta bien al tercer punto del programa de Reagan, emprendido por motivos completamente independientes: garantizar la «estabilidad» y el «orden» en los dominios mundiales de Washington. El «terrorismo» de piratas escogidos con esmero, o de enemigos como los campesinos de Nicaragua y El Salvador, que osan defenderse contra los auques del terrorismo internacional, es un blanco más fácil y mediante un sistema de propaganda eficaz resulta factible explotar esto para inducir una adecuada sensación de temor y movilización entre la población nacional.
En este contexto, el «terrorismo internacional» sustituyó a los derechos humanos como «el alma de nuestra política exterior» en la década de 1980; los derechos humanos habían adquirido este estatus como parte de la campaña para invertir la notable mejoría en el clima moral e intelectual durante la década de 1960 – el denomindado «síndrome de Vietnam» – y para superar la espantosa «crisis de la democracia», que surgió en el mismo contexto cuando amplios sectores de la población se organizaron para la acción política, amenazando el sistema de decisión de la elite y ratificación pública, conocido como «democracia» en el lenguaje occidental.14
A continuación me ocuparé del terrorismo internacional en el mundo real, centrando la atención principalmente en la cuenca mediterránea. El «terrorismo de Oriente Próximo y del Mediterráneo» fue elegido como el tema estelar de 1985 por los representantes de la prensa – básicamente norteamericanos – encuestados por Associated Press; la encuesta se realizó antes de los atentados terroristas en los aeropuertos de Roma y Viena de diciembre, que probablemente habrían eliminado las dudas subsistentes.15 En los primeros meses de 1986, la preocupación por el terrorismo en Oriente Próximo y el Mediterráneo causó un paroxismo que culminaría en el bombardeo de Libia por parte de Estados Unidos en abril. La versión oficial es que esta valiente acción dirigida contra el principal practicante del terrorismo internacional logró su objetivo. Gaddafi y otros criminales importantes se refugian ahora en sus búnkeres, domados por el bravo defensor de la dignidad y los derechos humanos. Pero, a pesar de este gran triunfo sobre las fuerzas del mal, la cuestión del terrorismo que emana del mundo islámico y la respuesta adecuada para las democracias que defienden valores civilizados sigue siendo un tema prioritario de preocupación y debate, como ilustran los numerosos libros, conferencias, artículos y editoriales, comentarios de televisión, etcétera. En la medida en que pueda llegar a un público amplio o exclusivo, la discusión observa estrictamente los principios que se acaban de enunciar: la atención se limita al terrorismo del ladrón, no del emperador y sus clientes; a sus crímenes y no a los nuestros. Yo, sin embargo, no observaré éstas buenas costumbres.
NOTAS
1. Secretariado de la ONU: «Origins and Fandamental Causes of Inernational Terrorism», reed. en M. Cherif Bassiouni (ed.): Intrernational Terrorism and Political Crimes, Charles Thomas, 1975.
2. Claire Sterling, Walter Laqueur, véase el capítulo 5. Para referencias y comentarios, véanse mi libro Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, pp. 47 y ss., y mi capítulo en Noam Chomsky, Jonathan Steele y John Gittings: Superpowers in Collision, Penguin, 1982, ed. rev., 1984 [versión en castellano: Superpotencias en colisión, Debate, 1985]. Para más comentarios y documentación sobre el tema, véase Edward S. Herman: The Real Terror Network,, South End Press, 1982.
3. Una categoría distinta es el delito mucho más grave de agresión, como en el caso del ataque estadounidense a Vietnam del Sur, y luego a toda Indochina; la invasión soviética de Afganistán; las invasiones respaldadas por Estados Unidos de Timor y el Líbano por parte de sus satélites indonesio e israelí, etcétera. A veces las categorías son poco nítidas.
4. Washington Post (30-6-1985); Time (11-10-1982); Goodman: New York Times (7-2-1984).
5. Véanse las referencias de la nota 3, y el capátulo 5, pp. 175-179.
6. The Economist (14-6-1986); Victoria Brittain en Guardian (6-6-1986); Anthony Robinson en Financial Times (7-6-1986), desde Johannesburgo. La noticia fue difundida también por los Servicios Mundiales de la BBC. El buque hundido pudo haber sido un barco cubano de transporte de alimentos. Véase también Israeli Foreing Affaire (julio de 1986).
7. No hubo mención alguna en el New York Times, el Wall Street Journal, el Christian Science Monitor, los semanarios de actualidad ni otras publicaciones. El 8 de junio el Washington Post publicó un artículo de 120 palabras desde Moscú en la página 17, donde informaba de la condena soviética del ataque surafricano.
8. Como antecedente, en octubre de 1976 un avión de pasajeras de Cubana de Aviación fue destruido en pleno vuelo por una bomba, con el resultado de 73 muertos, entre ellos todo el equipo olímpico cubano de esgrima, ganador de una medalla de oro (compárese el caso con los hechos reales de la «Matanza de Munich», uno de los momentos culminantes del terrorismo palestino). Esta acción terrorista fue atribuida a Orlando Bosch, probablemente la figura más destacada del terrorismo internacional, que había sido entrenado por la CIA junto con sus colaboradores relacionados con la guerra terrorista contra Cuba y «mantenía estrechas relaciones con (y ha estado en la nómina de) la policía saecreta de Chile y Venezuela», las cuales, a su vez, «eran tuteladas por la CIA y mantienen estrechas relaciones con ella en la actualidad» (Herman: Real Terror Network, p. 63). ¿Cómo habría reaccionado Estados Unidos? La cuestión es puramente teórica, puesto que el primer indicio de un soldado cubano cerca de Venezuela probablemente habría desencadenado un fuerte ataque contra La Habana. Sobre la invasión israelí del Libano, véanse el capítulo 2 y las referencias citadas. La cifra de unos doscientos rusos muertos «que actuaban en la zona de las fuerzas de defensa aérea sirias» durante el ataque israelí (no provocado e inesperado) contra fuerzas sirias en el Líbano está sacada de Aviation Week & Space Technology (12-12-1983). Las fuerzas sirias habían entrado en el Líbano con el consentimiento de Estados Unidos e Israel, y estaba previsto que completaran una estancia de seis años a finales del verano de 1986. Sobre estos sucesos, véase mi libro Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983.
9. Véanse Gabriel Koldo: Politics of War, Random House, 1968 [versión en castellano: Políticas de guerra, Grijalbo, 1974], el informe clásico y todavía no superado, pese a análisis posteriores de gran valor; Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982; y mi libro Turning the Tide, South End Press, 1985, además de las fuentes citadas. Sobre material más reciente, véase mi libro Deterring Democracy, Verso, 1991; Hill & Wang, 1992, capítulo 11 [versión en castellano: El miedo a la democracia, Crítica, 1992], así como las fuentes citadas. Melvyn Leffler: «Adherence to Agreements: Yalta and the Experiences of the Early Cold War», International Security (verano de 1986); la conclusión de Leffler es que «en realidad, el modelo soviético de adhesión [a Yalta, Potsdam y otros acuerdos en tiempo de guerra] no era cualitativamente distinto del modelo americano». Cabe señalar que en Grecia y Corea del Sur, a finales de la década de 1940, Estados Unidos organizó operaciones de exterminio como parte del programa mundial de lucha contra la resistencia antifascista, a menado apoyando a colaboradores nazis y japoneses.
10. Los archivos soviéticos publicados revelan que «los servicios secretos de Estados Unidos y Gran Bretaña apoyaban acciones de rebeldes clandestinos ucranianos y polacos contra fuerzas soviéticas mucho antes de la victoria sobre Alemania», inmovilizando a varios cientos de miles de soldados soviéticos y matando a miles de oficiales, lo cual retrasó considerablemente la liberación de Europa del dominio nazi, con funestas consecuencias demasiado obvias como para ser comentadas. Esta situación se prolongó sin grandes cambios después de la guerra. Jeffrey Burds «The Early Cold War in Soviet West Ucraine, 1944-1948», The Carl Beck Papers, 1.505 (enero de 2001), Center for Russian and East European Studies, Universidad de Pittsburgh. Puede que éstas sean las revelaciones más importantes que se han obtenido hasta ahora de los archivos rusos, y de las menos conocidas.
11. Véanse Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, capítulo 3, y mi introducción a Morris Morley y James Petras: The Reagan Administration and Nicaragua, serie monográfica 1, Institute for Media Analysis, Naeva York, 1987.
12. Ya se habían sentado las bases en Estados Unidos y en una serie de conferencias para futuros expertos en terrorismo organizadas por Israel, que tiene un interés evidente en esta operación propagandística. Comentando la segunda conferencia sobre terrorismo organizada por Israel, celebrada en Washington, Wolf Blitzer señala que la atención centrada en el terrorismo árabe y el entusiasmo expresado por muchos orador es notables respecto del terrorismo y la agresión israelíes (especialmente su invasión del Líbano en 1982) dio «claramente un gran impulso a la campaña israelí de Hasbará en Estados Unidos, como reconocieron todos los participantes» (Blitzer, Jerusalem Post [29-6-1984]); la palabra hasbará, literalmente «explicación, es el término con que se designa la propaganda israelí, expresando la tesis de que, puesto que la postura de Israel es tan sumamente correcta en todas las cuestiones, sólo es necesario explicar, la propaganda es para quienes tienen algo que ocultar. Para más comentarios sobre las opiniones expresadas en esta conferencia, véase la nota 20 del capítulo 3.
13. El programa de Kennedy se limitaba al segundo y tercer puntales del programa de Reagan; el primero, aprobado con el apoyo de los demócratas del Congreso e incumpliendo directamente la voluntad popular, refleja la disminución del poder relativo de Estados Unidos en el ínterin. Ya no es factible perseguir «grandes sociedades en el país y grandes proyectos en el extranjero», en palabras del consejero de Kennedy, Walter Heller, por lo que hay que renunciar a lo primero. Sobre las actitudes del público, véase Noam Chomsky: Turning the Tide, South End Press, 1985, capitulo 5, y Thomas Ferguson y Jod Rogers: Atlantic Monthly (mayo de 1986). Sobre la relación entre el programa de Reagan y el de las últimas etapas de la Administración Carter, que los reaganistas ampliaron, véanse Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, capítulo 7, y Noam Chomsky: Turning the Tide, South End Press, 1985, capítulos 4 y 5. Véase también Joshua Cohen y Jod Rogers: Inequity and Intervention, South End Press, 1986.
14. Sobre estas cuestiones, véase Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, especialmente los capítulos 1 y 2. El programa de derechos humanos, en gran medida una iniciativa del Congreso que reflejaba el cambio de la conciencia pública, tuvo su importancia, a pesar de su explotación con fines propagandísticos y su aplicación hipócrita, que silenció sistemáticamente las atrocidades cometidas por Estados satélites, justamente lo contrario de la acusación habitual. Véase Chomsky y Herman: Political Economy of Human Rights, especialmente el vdumen 1.
15. World Press Review (febrero de 1986).
Introducción (2002)
El impacto de las atrocidades terroristas del 11 de septiembre de 2001 fue tan abrumador que la identificación que acaba de darse es redundante; basta con decir «11-S». Está generalmente admitido que el mundo ha entrado en una nueva era en la que todo será distinto: «la era del terror» .Sin lugar a dudas, el 11-S ocupará un lugar preeminente en los anales del terrorismo, aunque deberíamos pensar detenidamente por qué es así. Cualquier persona familiarizada con la historia y la actualidad sabe que la razón no reside, lamentablemente, en la dimensión de los crímenes, sino más bien en la elección de victimas inocentes. Cuáles serán las consecuencias es algo que depende sustancialmente de cómo interpreten los ricos y poderosos esta demostración dramática de que ya no son inmunes a las atrocidades como las que ellos infringen a los demás, y de cómo decidan reaccionar.
En este sentido, merece la pena considerar varios factores: 1) la «era del terror» no era inesperada; 2) la «guerra contra el terror» declarada el 11 de septiembre no es ninguna novedad, y el modo en que se llevó a cabo en un pasado muy reciente no deja de ser instructivo en nuestros días.
En lo que respecta al punto 1, aunque nadie pudo haber previsto las atrocidades específicas del 11-S, hacía ya algún tiempo que se entendía que, con la tecnología contemporánea, era probable que el mundo industrializado perdiera su monopolio de la violencia. Mucho antes del 11-S se reconoció que «una operación bien planificada para introducir ilegalmente [armas de destrucción masiva] en Estados Unidos tendría por lo menos un 90 % de probabilidades de éxito».1 Entre las amenazas contempladas figuran «pequeñas bombas atómicas», «bombas sucias» y distintas armas biológicas. La ejecución no requeriría necesariamente una habilidad técnica o una organización fuera de lo común. Además, la procedencia del terror podía ser difícil de identificar, y por lo tanto de afrontar. Nueve meses después del 11-S y del pánico del ántrax que muchos analistas consideraron aún más aterrador,2 el FBI comunicó que seguía teniendo sólo sospechas sobre los orígenes y la planificación de los atentados del 11-S: básicamente las supuestas de inmediato, antes de las que habrían sido las investigaciones internacionales más extraordinarias de la historia, que, según admitieron, arrojaron escasos resaltados; y el FBI no presentó avances en la identificación de los responsables del terror del ántrax, si bien el origen se localizó en laboratorios federales de Estados Unidos y se dedicaron ingentes recursos a la ivestigación.
En cuanto al punto 2, es importante recordar que la «guerra contra el terror» no fue desatada por George W. Bush el 11-S, sino que más bien se trató de una redeclaración. Había sido declarada veinte años antes por la Administración Reagan-Bush (número 1) con una retórica parecida y con buena parte del mismo personal en los cargos principales. Prometieron extirpar los «cánceres» que estaban propiciando «un retorno a la barbarie en la era moderna». Identificaron dos centros principales del «azote del terrorismo»: Centroamérica y la región de Oriente Próximo y el Mediterráneo. Sus campañas para erradicar la plaga en esas dos regiones ocuparon posiciones privilegiadas entre las cuestiones de política exterior de la década. En el caso de Centroamérica, esas campañas no tardaron en desencadenar una movilización popular sin precedentes. Esta tenía profundas raíces en la sociedad americana dominante y fue innovadora en las acciones que se emprendieron; durante las guerras de Estados Unidos en Indochina, como en anteriores desmanes occidentales en la mayor parte del mundo, muy pocos llegaron a plantearse la posibilidad de ir a vivir en una aldea para ayudar a las víctimas y, con su presencia, ofrecer una mínima protección contra los invasores extranjeros y sus satélites locales. Circuló también una extensa literatura sobre la «guerra contra el terror» de la Administración Reagan y encontró eco en los movimientos populares que pretendían combatir el terrorismo internacional apoyado por el Estado, aunque la corriente principal apenas la mencionó, pues se partía del supuesto de que sólo los crímenes ajenos merecen atención y provocar una denuncia vehemente. La mayor parte de lo que sigue ha sido extraído de escritos de la década de 1980 sobre este tema,3 que tiene mucha relevancia, creo, con lo que todavía está por llegar.
La base de Washington en Centroamérica para combatir la plaga fue Honduras. El funcionario al cargo durante los años más violentos fue el embajador John Negroponte, quien fue designado por George Bush (número 2) en 2001 para dirigir la faceta diplomática de la redeclarada «guerra contra el terror» en las Naciones Unidas. El enviado especial de Reagan a Oriente Próximo durante el periodo de las peores atrocidades cometidas allí fue el hoy Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, quien dirige el componente militar de la nueva fase de la campaña. Otros planificadores principales en Washington aportan también a la nueva «guerra contra el terror» la experiencia que adquirieron en la primera fase.
En ambas regiones, la Administración Reagan llevó a cabo atrocidades terroristas a gran escala, superando infinitamente aquello que afirmaban combatir. En Oriente Próximo, las peores atrocidades se deben por un amplio margen a Estados Unidos y sus satélites locales, quienes dejaron un reguero de sangre y destrucción, sobre todo en las destrozadas sociedades del Líbano y en los territorios bajo la ocupación militar de Israel. Centroamérica sufrió desastres aún peores a manos de los comandantes terroristas en Washington y sus secuaces. Uno de los objetivos era un Estado, Nicaragua que en consecuencia podía seguir el rumbo marcado por la ley y los solemnes tratados cuando un país es atacado: apelar a las autoridades internacionales. El Tribunal Internacional de Justicia falló a favor de Nicaragua: determinó que Estados Unidos era culpable de «uso ilegitimo de la fuerza» y violación de tratados, y ordenó que Washington pusiera fin a sus crímenes terroristas internacionales y pagara sustanciosas indemnizaciones. Estados Unidos rechazó el Fallo del Tribunal con desprecio, alegando oficialmente que si otras naciones no están de acuerdo con nosotros, entonces debemos decidir por nosotros mismos lo que afecta a nuestra «jurisdicción nacional»; en este caso, una guerra terrorista contra Nicaragua. Con el apoyo de los dos partidos, el gobierno intensificó inmediatamente los crímenes. Nicaragua apeló al Consejo de Seguridad, donde Estados Unidos vetó una resolución que apoyaba la decisión del Tribunal y llamaba a todos las Estados a cumplir la legislación internacional y votó en solitario (con uno o dos Estados satélites) contra resoluciones similares de la Asamblea General. Estados Unidos recrudeció los ataques al tiempo que minaba los esfuerzos de los presidentes centroamericanos por llegar a un acuerdo negociado. Cuando la población sucumbió por fin, la prensa estadounidense, si bien admitía los métodos terroristas empleados, no trató de ocultar su euforia, informando al mundo de los americanos están «unidos en el júbilo» por ese «triunfo del juego limpio estadounidense» (New York Times).
En todo el resto de Centroamérica, la población no tenía un ejército que la protegiera. Las atrocidades cometidas por fuerzas armadas y entrenadas por Estados Unidos y los Estados que se unieron a su red de terrorismo internacional fueron, por lo tanto, mucho más extremas que en Nicaragua, donde ya fueron suficientemente horripilantes. Dirigidas con una barbarie y brutalidad indescriptibles, las guerras de Estados Unidos dejaron unos doscientos mil muertos, así como millones de refugiados y huérfanos en los países devastados. Uno de los principales objetivos de la «guerra contra el terror» fue la Iglesia católica, que había cometido un pecado mortal. Abandonando su función tradicional de servicio a los ricos y poderosos, importantes sectores de la Iglesia adoptaron «la opción preferente a favor de los pobres». Sacerdotes, monjas y seglares trataron de organizar a sectores de la población que vivía en la miseria para que ejercieran cierto control sobre sus vidas, con lo cual se convirtieron en «comunistas» que debían ser exterminados. Fue más que simbólico que esa década atroz comenzara can el asesinato de un arzobispo que se había erigido en «voz para los que no tiene voz» y terminara con la brutal matanza de seis destacados intelectuales jesuitas, en ambos casos a manos de satélites de Washington. Los sucesos suscitaron escaso interés entre los responsables. Muy pocos conocen siquiera los nombres de los intelectuales asesinados, en marcado contraste con los disidentes en Estados enemigos. No resulta difícil imaginar la reacción si hubiesen sido no sólo encarcelados y exiliados, sino además asesinados por fuerzas de elite entrenadas y armadas por el Kremlin, culminando un historial de atrocidades horrendas.
Los hechos básicos son bien sabidos. La School of the Americas proclama con orgullo que «la teología de la liberación [...] fue derrotada con la ayuda del ejército de Estados Unidos», gracias en buena medida a la instrucción que proporcionó a oficiales militares de los Estadas satélites.
El «triunfo del juego limpio estadounidense» dejó algo más que un rastro de cuerpos mutilados y vidas destrozadas, en medio de un desastre ecológico. Después de que Estados Unidos volviera a ocuparla en 1990, Nicaragua descendió hasta el puesto del país occidental más pobre detrás de Haití – que, casualmente, ha sido el blanco preferente de la intervención y la violencia estadounidenses durante un siglo –, y ahora comparte con Cuba el honor de sufrir un demoledor embargo por parte de Estados Unidos. En el resto de la región,
las políticas económicas neoliberales, como acabar con los precios subsidiados y aumentar los impuestos sobre las ventas, han empeorado la situación de los pobres, a juicio de la ONU. El gasto social anual en los cuatro países centroamericanos azotados por la sequía es de 100 dólares per cápita, la sexta parte de la media latinoamericana [lo que ya es bastante vergonzoso]. Los datos compilados para la reunión anual de la Organización para la Alimentación y la Agricultura de la ONU, celebrada en Roma esta semana [11 de junio de 2002], demuestran que la cifra de personas que padecen hambre crónica en Centroamérica ha aumentado casi un tercio en la última década, pasando de 5 millones a 6,4 millones, en una población de 28 millones.4
Las agencias de la ONU buscan soluciones, «pero sin una reforma agraria eficaz esas medidas sólo pueden tener una repercusión limitada». Las organizaciones populares que habrían podido mostrar el camino de la reforma agraria y proponer otras medidas que beneficiaran a la mayoría pobre fueron eficazmente destruidas por la «guerra contra el terror» de Washington. Se instauró una democracia formal que en general sólo convence a los ideólogos. Las elecciones celebradas en la zona revelan que la fe en la democracia ha disminuido paulatinamente, en parte debido a la destrucción de la base social necesaria para una democracia eficaz, y en parte, muy probablemente, porque la instauración de la democracia formal estuvo acompañada por políticas neoliberales que reducen el espacio para la participación democrática.
Analizando el programa de «llevar la democracia a Latinoamérica», Thomas Carothers, quien trabajó en los proyectos de «incremento de la democracia» de la Administración Reagan, concluye que tales políticas fueron «sinceras», pero que «fracasaron» de forma sistemática. Allí donde la influencia de Washington era menor – en el cono sur –, los éxitos fueron mayores, pese al esfuerzo del gobierno de Reagan por impedirlo; allí donde la influencia de Washington era mayor, los éxitos fueron menores. El motivo, concluye Carothers, es que Washington pretendía mantener «el orden básico de [...] sociedades absolutamente antidemocráticas» y evitar el «cambio de base populista [...], [buscando] inevitablemente sólo formas aparentes de cambio democrático que no amenazaran las estructuras tradicionales de poder con las que Estados Unidos mantiene una alianza desde hace mucho tiempo». Carothers rechaza la «crítica liberal» de este enfoque debido a su «eterno punto débil»: no ofrece alternativa alguna. La opción de conceder a la población una voz significativa en la gestión de sus propios asuntos no figura en la agenda.5
En la cultura de terrorismo predominante, los crímenes de la «guerra contra el terror» y sus consecuencias suscitaron escasa inquietud, aparte de las consideraciones tácticas. Los hechos fueron ampliamente denunciados por las organizaciones de defensa de los derechos humanos, grupos eclesiásticos y otros, a veces incluso por la prensa, pero fueron generalmente rechazados con disculpas vergonzosas. No van a enseñarnos nada sobre la «guerra contra el terror». La mayor parte de los sucesos fueron extirpados de la historia, e incluso se habló de «una inspiración para el triunfo de la democracia en nuestro tiempo» (New Republic).. Ahogada en sangre la amenaza de una democracia coherente y la reforma que tanto necesitaba, la región volvió a sumirse en la oscuridad de años anteriores, cuando la inmensa mayoría sufría amargamente pero en silencio, mientras que los inversores extranjeros y «las estructuras tradicionales de poder con las que Estados Unidos mantiene una alianza desde hace mucho tiempo» se enriquecían.
La reacción durante todo el proceso concuerda con el supuesto imperante de que las víctimas son «simples cosas» cuyas vidas no tienen «ningún valor», tomando prestada la elegante expresión de Hegel para referirse a las clases inferiores. Si intentan «levantar la cabeza», deben ser aplastadas por el terrorismo internacional, que será elogiado como una causa noble. Si resisten en silencio, su desgracia puede ser ignorada. La historia imparte pocas lecciones tan prístinamente.
Si bien Centroamérica se perdió de vista en la década de 1990, el terror en otros lugares siguió ocupando un lugar destacado en d programa político y, después de derrotar la teoría de la liberación, el ejército de Estados Unidos recibió la asignación de nuevas tareas. Haití y Colombia se erigieron en los nuevos focos de inquietud en Occidente. En Haití, Estados Unidos había prestado un amplio apoyo a la violencia estatal durante la década de 1980 (como también anteriormente), pero en 1990 surgieron problemas nuevos cuando, para sorpresa de todo el mundo, un sacerdote populista se alzó con una abrumadora victoria en los primeros comicios democráticos celebrados en Haití, merced a una movilización a gran escala en los suburbios y las zonas rurales que habían sido olvidadas. El gobierno democrático fue pronto derrocado por un golpe militar. La junta recurrió inmediatamente a un terrorismo atroz para destruir las organizaciones populares, con el apoyo tácito de Bush (número 1) i Clinton. Finalmente se restituyó al presidente electo, pero con la condición de que cumpliera las rigurosas políticas neoliberales del candidato respaldado por Estados Unidos, que había obtenido el 14% de los votos en los comicios de l990. Haití se sumió en la miseria, mientras que Washington recibió nuevas alabanzas por su magnífica dedicación a la libertad, la justicia y la democracia.
Mucho más importante para la política de Estados Unidos es Colombia, donde los terribles crímenes de años precedentes aumentaron bruscamente en la década de 1990, y el país se convirtió en el principal receptor de armas e instrucción estadounidenses de Occidente, de acuerdo con un patrón coherente. A finales de la década, se producían unos diez asesinatos políticos al día (desde entonces puede que se hayan duplicado, según las organizaciones humanitarias colombianas), y la cifra de personas desplazadas había alcanzado los dos millones, con aproximadamente 300.000 más cada año, en constante aumento. El Departamento de Estado norteamericano y Rand Corporation están de acuerdo con las organizaciones humanitarias en que entre un 75 y un 80 % de las atrocidades son atribuibles al ejército y los paramilitares. Estos últimos están tan estrechamente vinculados al primero que Human Rights Watch se refiere a ellos como la «sexta división» del ejército, al lado de las cinco divisiones oficiales. La proporción de atrocidades atribuidas a las seis divisiones se ha mantenido bastante constante a lo largo de la década, pero con un desplazamiento de las militares a los paramilitares a medida que el terror se ha privatizado, un recurso conocido que ha sido utilizado en los últimos años por parte de Serbia, Indonesia y otros Estados terroristas que buscan la «denegación plausible» para sus crímenes. Estados Unidos está empleando una táctica parecida, privatizando la instrucción y dirección de atrocidades, al igual que su ejecución, como en las operaciones de guerra química («fumigación») que han tenido consecuencias devastadoras en la mayor parte de la población campesina bajo ridículos pretextos de lucha contra el narcotráfico.6 Tales operaciones se están transfiriendo cada vez más a empresas privadas (MPRI, Dyncorps), que son financiadas por Washington y emplean oficiales estadounidenses en una estratagema eficaz para escapar del limitado examen del Congreso en busca de una implicación directa en el terrorismo de Estado.
En 1999, en plena escalada de las atrocidades, Colombia se convirtió en el principal receptor de ayuda militar estadounidense en todo d mundo (detrás de los inamovibles Israel y Egipto), desbancando a Turquía. Ésta, un aliado situado en una posición estratégica, había recibido una importante ayuda e instrucción militar de Estados Unidos desde la década de 1940, pero hubo un brasco incremento a mediados de los ochenta, cuando Turquía puso en marcha una campaña contrainsurgente contra su terriblemente reprimida población kurda. Las operaciones de terrorismo de Estado aumentaron en la década de 1990, erigiéndose en algunos de los peores crímenes de ese sangriento período. Las operaciones, llevadas a cabo con torturas y una barbarie indescriptible, desalojaron a millones de personas de los territorios devastados y mataron a decenas de miles. La población restante vive confinada en una verdadera mazmorra, privada de los derechos más básicos.7 A medida que el terrorismo de Estado iba en aumento, también lo hacía el apoyo estadounidense a los crímenes. Clinton suministró a Turquía un 80 % de su armamento; sólo en 1997 el flujo de armas superó al de todo el periodo de la guerra fría combinado con el inicio de la campaña contrainsurgente.8
No deja de ser instructivo que en la avalancha de comentarios sobre la segunda fase de la «guerra contra el terror», la historia más reciente y sumamente relevante no merezca atención alguna. Tampoco existe una preocupación perceptible por el hecho de que la segunda fase esté dirigida por el único Estado que ha sido condenado por terrorismo internacional por parte de las más altas autoridades internacionales, y que la coalición de los justos reúna una serie singular de Estados terroristas: Rusia, China y otros, que guardan turno con el fin de obtener autorización para sus atrocidades terroristas por parte del líder mundial, que promete erradicar el mal del planeta. Nadie se sorprende cuando la defensa de Kabul contra el terror pasa de las manos de un Estado terrorista (Gran Bretaña) a otro, Turquía, que obtuvo el privilegio merced a sus «experiencias positivas» en la lucha contra el terror, según el Departamento de Estado estadounidense y la prensa americana. Un estudio de la Brookings Institution afirma que Turquía se ha convertido en un «aliado fundamental en la nueva guerra de Washington contra el terrorismo». Ha «combatido la violencia terrorista» durante los últimos años y por lo tanto se sitúa en una posición privilegiada que le permite contribuir al nuevo esfuerzo mundial por acabar con esta amenaza».9
Como ilustran los pocos ejemplos citados – hay muchos más –, el papel de Washington en el terrorismo internacional orquestado por el Estado persistió sin cambios notables en el ínterin entre las dos fases de la «guerra contra el terror», junto con la reacción al mismo.
Tal como había ocurrido durante la primera fase de la «guerra contra el terror», se ha obtenido amplia información sobre los casos más recientes de terrorismo internacional apoyado por el Estado por parte de las principales organizaciones de defensa de los derechos humanos, cuya intervención se solicita con avidez cuando tienen algo que contar que es ideológicamente práctico. Evidentemente, ése no es el caso que nos ocupa. En consecuencia, se omiten los hechos, o, cuando eso resulta imposible, se desechan como un mal menor o una desviación involuntaria del recto camino. La actuación fue especialmente impresionante en la década de 1990, cuando fue preciso suprimir el papel de Estados Unidos y sus aliados en Turquía, Colombia, Timor Oriental, Oriente Próximo y muchos otros lugares, al tiempo que se elogiaba la actitud de Washington por acceder a una «fase noble» en su política exterior con un«aura beatífica» cuando los líderes del «Nuevo mundo idealista inclinados a poner fin a la crueldad» se consagraron, por primera vez en la historia, a «principios y valores» en su celo por defender los derechos y la libertad. Es extraordinario que el torrente fluyera sin estorbos; el hecho no fuese obstaculizdo por la participación de esos mismos personajes santos en algunos de los peores crímenes de la década habría silenciado incluso a Jonathan Swift.10
Los éxitos de la primera fase de la «guerra contra el terror» en Centroamérica se repitieron en la segunda área principal de preocupación: la región de Oriente Próximo y el Mediterráneo. En el Líbano, los refugiados palestinos fueron aplastados por operaciones terroristas respaldadas por Estados Unidos, y la sociedad libanesa sufrió un trauma aún mayor. Unas veinte mil personas murieron durante la invasión israelí de 1982, y durante los años sucesivos muchas más perecieron víctimas de las atrocidades del ejército israelí (FDI, Fuerzas de Defensa de Israel) y sus mercenarios en el Líbano ocupado. Esto prosiguió a lo largo de la década de 1990 con invasiones israelíes periódicas que dejaron sin hogar a cientos de miles de personas y acabaron con la vida de centenares. El gobierno libanés denuncia veinticinco mil muertos tras la invasión de 1982. Rara vez habo un pretexto creíble de defensa propia, como las autoridades de Israel reconocieron (salvo en la propaganda dirigida a Estados Unidos). El apoyo norteamericano fue constante y decisivo durante todo el proceso.
En los territorios ocupados por Israel, el terror y la represión se intensificaron durante la década de 1980. Israel prohibió el desarrollo en los territorios ocupados, apropiándose de tierras valiosas y de la mayor parte de los recursos, al mismo tiempo que organizaba proyectos de asentamiento de tal manera que dejasen a la población autóctona aislada e indefensa. Los planes y programas dependían fundamentalmente del apoyo militar, económico, diplomático e ideológico de Estados Unidos.
En los primeros días de los 35 años de ocupación militar, Moshé Dayán – uno de los líderes israelíes más compasivos con la situación de los palestinos – aconsejó a sus colegas del gobierno que Israel advirtiera a los palestinos que «vivirán como perros, y que quien lo desee puede marcharse».11 Como muchas de esas maniobras, el sello de la ocupación ha sido la humillación y degradación de los arabushim (término despectivo para designar a los árabes), a quienes hay que enseñar a no «levantar la cabeza», utilizando el lenguaje estándar. Hace veinte años, analizando uno de los primeros brotes de violencia de los colonos y las FDI, el analista político Yoram Peri observó con tristeza que setecientos cincuenta mil jóvenes israelíes han aprendido del servicio militar «que la misión del ejército no es sólo defender el Estado en el campo de batalla contra un ejército extranjero, sino también aplastar los derechos de gente inocente sólo porque son arabushim que viven en territorios que Dios nos prometió a nosotros». Entonces las «bestias con dos patas» (según el primer ministro Menájem Beguin) sólo podrán «corretear como cucarachas drogadas dentro de un frasco» (según el jefe del Estado Mayor Rafael Eitán). El jefe de Eitán, Ariel Sharón, poco después de su invasión del Líbano y la matanza de Sabra y Shatila, aconsejó que la forma de tratar a los manifestantes era «cortarles los testículos». La prensa hebrea de la corriente dominante publicó «relatos detallados de actos terroristas [por parte de las FDI y los colonos] en los territorios conquistados», que fueron presentados al primer ministro Beguin por prominentes figuras políticas, entre ellas destacados halcones. Entre las vejaciones reiteradas estaba la de obligar a los arabushim a orinar y defecar unos sobre otros y arrastrarse por el suelo mientras gritaban «Larga vida al Estado de Israel» o lamían la tierra; o también, el día del Holocausto, a escribirse cifras en las manos «en recuerdo de los judíos de los campos de exterminio». Desde entonces tales acciones han escandalizado a la mayoría de la población israelí, también cuando se repitieron durante la invasión de Sharón en abril de 2002.
El respetado activista por las derechos humanos y especialista jurídico Raja Shehadá escribió hace veinte años que para los palestinos sometidos a la ocupación hay pocas opciones «Viviendo así, hay que resistir constantemente las tentaciones gemelas de conformarse con el plan del carcelero, o bien enloquecer por un odio dominante hacia el carcelero y hacia uno mismo, el prisionero». La única alternativa es ser uno de los samidín, los que resisten en silencio, conteniendo la ira.
Uno de los escritores más eminentes de Israel, Boaz Evron, describió sucintamente la técnica de la ocupación: «atarlos corto», para cerciorarse de que saben «que el látigo pende sobre sus cabezas». Esto tiene más sentido que las matamas, porque entonces las personas civilizadas pueden «aceptarlo todo tranquilamente», preguntando: «¿Qué es tan terrible? ¿Acaso matan a alguien?»
La ácida crítica de Evron da en el clavo. Su exactitud se ha demostrado reiteradamente, de forma may acusada en abril de 2002, cuando el último de los crímenes de guerra de Sharón fue hábilmente convertido por el lobby proisraelí en una demostración de que, excepción hecha de Estados Unidos, el mundo está dominado por un antisemitismo imposible de erradicar. La prueba es que los primeros temores de una gigantesca matanza resultaron infundados, y lo único que ocurrió fue la destrucción del campo de refugiados de Yenín, la ciudad vieja de Nablús y el centro cultural y otras instituciones civiles de Ramala. junto con la habitual y obscena humillación, el brutal castigo colectivo de cientos de miles de personas inocentes y otras nimiedades semejantes que los americanos educados y muchos israelíes pueden «aceptar tranquilamente». Sin duda nadie, exceptuando algún racista antiiraquí histérico, se opondría a que las fuerzas de Saddam Hussein llevaran a cabo acciones parecidas en Israel o Estados Unidos.
Los casos individuales suelen revelar las actitudes predominantes hacia el terror más gráficamente que el panorama general. No existe un símbolo más vivo y duradero del «malévolo azote del terrorismo» que el brutal asesinato de un minusválido estadounidense, Leon Klinghoffer, durante el secuestro del Achille Lauro en octubre de 1985. Esta atrocidad no queda mitigada en modo alguno por la pretensión, por parte de los terroristas, de que el secuestro era una represalia por el bombardeo israelí, con respaldo estadounidense, de Túnez una semana antes, que había matado 75 tunecinos y palestinos sin un pretexto creíble. Las reacciones fueron may distintas cuando unos reporteros británicos encontraron «los restos aplastados de una silla de ruedas» en el campo de refugiados de Yenín tras el ataque de Sharón. «Había quedado completamente destrozada, aplastada como en los dibujos animados – informaron –. Entre los restos había una bandera blanca rota.» Un minusválido palestino, Kemal Zaghayer, «murió a balazos cuando intentaba huir impulsando su silla de ruedas. Los tanques israelíes debieron de pasar por encima del cadáver, porque cuando [un amigo] lo encontró, le faltaban una pierna y ambos brazos, y la cara, dijo, había quedado partida en dos».12 Aparentemente, el suceso ni siquiera mereció ser difundido en Estados Unidos y, de haberse publicado, habría sido negado y habría conllevado un alud de acusaciones de antisemitismo que probablemente habría conducido a una disculpa y retracción. En caso de reconocerse, el crimen se habría despachado como un error involuntario en el transcurso de una represalia justificada, a diferencia de la atrocidad del Achille Lauro. Kemal Zughayer no entrará en los anales del terrorismo al lado de Leon Klinghoffer.
Resulta demasiado fácil multiplicar tales ejemplos. Los aliados de Estados Unidos deben distinguirse de los arabushim que aplastan bajo sus botas, así como a lo largo de los siglos los seres humanos no deben confundirse con «simples cosas».
El antiguo jefe de los servicios secretos israelíes, Shlomo Gazit, un alto oficial de la administración militar en sus primeros tiempos, describió la ocupación de 1985 como un «éxito». La población no causaba problemas. Había samidín que no levantaban la cabeza. El objetivo principal se había conseguido: «impedir que los habitantes de los territorios participaran en la configuración del futuro político de la región» o «que fueran considerados socios para las relaciones con Israel». Eso implicaba «la prohibición absoluta de toda organización política, por cuanto todo el mundo entendía claramente que si se permitía el activismo y la organización políticos, sus líderes podrían participar en los asuntas políticos». Las mismas consideraciones exigen «la destrucción de toda iniciativa y todo esfuerzo por parte de los habitantes de los territorios que sirva como conducto para negociaciones, que sea un canal para el liderazgo árabe palestino fuera de la región». El principio rector había sido enunciado en 1972 por el eminente diplomático israelí Jaím Herzog, más tarde presidente: «No niego a los palestinos una posición, una actitud o una opinión en todas las cuestiones [...]. Pero ciertamente no estoy dispuesto a considerarlos como socios en ningún aspecto en una tierra que ha estado consagrada a nuestra nación durante miles de años. Para los judíos de esa tierra no puede haber ningún socio. »13
Para los socios, los problemas sólo aparecen si las cucarachas drogadas acaban tan «enloquecidas por el odio dominante» que se atreven a levantar la cabeza e incluso se revuelven contra sus carceleros. En ese caso el castigo es severo, alcanzando niveles extremos de brutalidad, siempre con impunidad mientras el mecenas esté de acuerdo. Hasta diciembre de 1987, cuando estalló la primera Intifada, los palestinos que residían en los territorios estuvieron extraordinariamente sometidos. Cuando finalmente levantaron la cabeza en los territorios ocupados, las FDI, la patrulla de fronteras (de estilo paramilitar) y los colonos estallaron en un paroxismo de terror y brutalidad.14
La repercusión en Estados Unidos fue escasa. La prensa y los comentaristas se mantuvieron generalmente fieles, mientras que Washington fingía valientemente «no ver» las propuestas de la OLP y otros organismos para una solución política. Por último, cuando se estaba convirtiendo en objeto de ridículo internacional, Washington accedió a hablar con la OLP, con la pretensión pueril, aceptada sin escrúpulos por la comunidad intelectual y los medios de comunicación, de que la OLP había sucumbido y había accedido mansamente a aceptar la firme postura estadounidense. En la primera reunión (notificada en Israel y Egipto, pero no en Estados Unidos, dentro de la corriente principal), Washington exigió a la OLP que cesaran los «disturbios» en los territorios bajo ocupación militar, «que consideramos como actos terroristas contra Israel», encaminados a «minar la seguridad y estabilidad [de Israel]». El «terrorismo» no es el del ejército de ocupación; su violencia es legítima, dadas las prioridades del gobierno estadounidense, como lo fue en el Líbano. Los culpables son los que osan levantar la cabeza. El primer ministro Rabin aseguró a los líderes de Shalom Ashjav (Paz Ahora) que el objetivo de las negociaciones «de bajo nivel» entre Estados Unidos y la OLP era conceder a Israel el tiempo suficiente para aplastar la Intifada mediante una «fuerte presión militar y económica», que «rompería» a los palestinos.
Como suele ocurrir, la violencia dio resultado. Cuando quedaron rotos y regresaron a la condición de samidín, las inquietudes en Estados Unidos disminuyeron, demostrando una vez más la precisión del análisis de Evron, anteriormente citado.
Así siguieron las cosas durante la década de 1990, esta vez dentro del marco del «proceso de paz de Oslo». En la Franja de Gaza, unos pocos miles de colonos judíos viven lujosamente, con piscinas, viveros de peces y una agricultura muy productiva gracias a la apropiación de la mayor parte de los escasos recursos hidráulicos de la región. Un millón de palestinos sobreviven precariamente en la miseria, encarcelados detrás de un muro sin acceso al mar ni a Egipto, a menudo obligados a salvar a pie o a nado las barreras de las FDI que, en lugar de cumplir una función de seguridad, imponen un castigo duro y degradante. Con frecuencia se exponen a los disparos si pretenden desplazarse dentro de la mazmorra. Gaza se ha convertido en la «colonia penal» de Israel, su «isla de los demonios, Alcatraz», como escribe el destacado columnista Nahum Barnea.
Al igual que en Centroamérica, la situación se deterioró gradualmente durante la década de 1990.15 Las propuestas de Clinton y Barak, del verano de 2000 en Camp David fueron profusamente elogiadas como «magnánimas» y «generosas», y es justo afirmar que ofrecían una mejora. Por entonces los palestinos estaban confinados en unos doscientos enclaves de Cisjordania, la mayoría de ellos diminutos. Clinton y Barak propusieron magnánimamente reducir la cifra a tres cantones, eficazmente separados unos de otros y del centro de la vida, la cultura y las comunicaciones palestinas en Jerusalén Este. Entonces la entidad palestina pasaría a ser una «dependencia neocolonial permanente», como el ministro de Asuntos Exteriores de Barak definió el objetivo del proceso de Oslo, reiterando la observación que Moshé Dayán hiciera treinta años antes acerca de que la ocupación es «permanente». Siguiendo el modelo de Gaza, en el verano de 2002 se estaba construyendo un muro para recluir a la población, con barreras internas que sólo serán franqueables, a lo sumo, después de un largo período de hostigamiento y premeditada humillación de la gente que desee llegar a los hospitales, visitar a sus parientes, ir a la escuela, encontrar trabajo, transportar productos agrícolas, en otras palabras, sobrevivir en la mazmorra. Si tales medidas restablecen el monopolio de violencia y terror del que antaño gozó el régimen satélite de Washington, la política en Cisjordania también será calificada de éxito.
A mediados de 2002, el Programa de las Naciones Unidas para la Alimentación Mundial solicitó apoyo en una campaña para alimentar a medio millón de palestinos que padecen hambre y desnutrición, por cuanto «un número creciente de familias en los territorios ocupados por Israel se ven obligadas a saltarse comidas o reducir su alimentación», según advertía el programa, calculando que la situación se agravará todavía más si Israel sigue impidiendo la libre circulación de productos entre los ocho cantones que está estableciendo en la «colonia penal».16
Como su modelo de Gaza, el muro de Cisjordania será «semipermeable». Las FDI, los colonos judíos y los turistas extranjeros pueden circular libremente en ambas direcciones, pero no las «simples cosas» cuyas vidas no tienen «ningún valor» para los gobernantes.
Mientras la gente cuyas vidas tienen valor sea inmune, el destino de sus víctimas podrá ser ignorado. Si levantan la cabeza, habrá que darles lecciones de obediencia. En general la violencia es la primera opción, lo cual explica por qué el terrorismo internacional dirigido por el Estado es una plaga tan extendida. Si fracasa, hay que plantearse otros medios. Durante la primera Intifada, incluso los partidarios extremos del terror israelí empezaron a pedir una retirada parcial debido a los costes para Israel. En los primeros días de la segunda Intifada, ni siquiera la matanza de cientos de palestinos y el castigo colectivo a gran escala impidieron nuevos envíos de helicópteros y otras armas para difundir el terror, pero cuando la lntifada se descontroló, llegando a la propia Israel, hubo que tomar otras medidas. El presidente Bush incluso proclamó entre grandes aplausos su «visión» de un posible Estado de Palestina, aproximándose (desde abajo) a la postura de los racistas surafricanos de cuarenta años antes, quienes no sólo tuvieron una «visión» de Estados gobernados por negros, sino que además la pusieron en práctica.
No se llegó a determinar cómo debería ser y dónde debería estar el Estado final. El líder de la mayoríaa del Congreso, Dick Armey, observó que «hay muchas naciones árabes» que poseen suficientes tierras, bienes y oportunidades para fundar un Estado palestino, de modo que Israel debería «apoderarse de toda Cisjordania» y «los palestinos deberían marcharse». Sus homólogos señalan que hay muchos judíos en Nueva York y Los Ángeles, y que el país más rico del mundo no tendría ninguna dificultad para absorber a unos millones más, lo cual resolvería el problema. En el extremo opuesto del espectro Anthony Lewis elogió al «viejo soldado nada sentimental» Yitsjak Rabin, un hombre de «absoluta honradez intelectual» que estaba dispuesto a firmar los acuerdos de Oslo. Pero el ala derecha israelí, a diferencia de Rabin, «se opone a cualquier solución que conceda a los palestinos un Estado viable: minúsculo, desarmado, pobre y dominado por Israel, pero propio». Ése es «el quid de la cuestión», y si la noble visión de Rabin fracasa, el proceso de paz se extinguirá.17
Mientras, el terror de Estado signe siendo el medio de control autorizado. En los primeros días de la Intifada, Israel utilizó helicópteros estadounidenses para atacar objetivos civiles, matando e hiriendo a decenas de personas. Clinton respondió con el mayor envío de helicópteros militares en una década, y los envíos no cesaron cuando Israel empezó a utilizarlos para perpetrar asesinatos políticos y otros actos terroristas. Estados Unidos se negó sistemáticamente a autorizar observadores internacionales, cuya presencia probablemente habría reducido la violencia. En diciembre de 2001, además de vetar otra resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, que exigía el envío de observadores, la Administración Bush dio un paso más para aumentar el terror (el crimen de Arafat, según el presidente) minando el empeño internacional por poner fin a las «graves violaciones» de la Cuarta Convención de Ginebra por parte de Israel. En su principal declaración política sobre el conflicto árabe-israelí (24 de junio de 2002), el presidente expresó con acierto la actitud general: la directriz es que sólo «aquellos líderes no comprometidos por el terror» serán admitidos en el proceso diplomático conducido por Estados Unidos. Ariel Sharón cumple por definición esta condición, un hecho que no parece haber suscitado comentario alguno, aún cuando algunos se estremecieron cuando el presidente lo calificó de «hombre de paz»; algo que su historial de cincuenta años de atrocidades demuestra perfectamente. Ningún líder estadounidense puede estar tan comprometido, por definición. Sólo los líderes palestinos deben satisfacer la exigencia de que su violencia y represión se dirijan únicamente contra otras bestias con dos patas, como en el pasado, cuando tales prácticas merecieron el apoyo y el aplauso de la alianza Estados Unidos-Israel durante los años de Oslo. Si se alejan de esa misión o pierden el control, deben ser eliminados y sustituidos por títeres más fiables, preferiblemente mediante unas elecciones que serán declaradas «libres» si la persona adecuada obtiene la victoria.
Los principios básicos con respecto al terror han sido trazados con cierta franqueza por estadistas honestos: por ejemplo, Winston Churchill. Él advirtió al Parlamento antes de la Primera Guerra Mundial que
no somos un pueblo joven con un historial inocente y un legado insuficiente. Nos hemos apoderado [...] de una parte absolutamente desproporcionada de la riqueza y el comercio del mundo. Hemos obtenido todos los territorios que hemos querido, y nuestra pretensión de disfrutar sin más de ingentes y espléndidas posesiones, fundamentalmente adquiridas por la violencia y mayormente conservadas por la fuerza, suele antojarse menos razonable para los demás que para nosotros.
Cuando Estados Unidos y Gran Bretaña resultaron victoriosos en 1945, Churchill sacó las conclusiones adecuadas de sus realistas observaciones:
El gobierno del mundo deberá confiarse a naciones satisfechas que no aspiren a más de lo que tienen. Si el gobierno mundial estuviera en manos de naciones hambrientas, siempre habría peligro. Pero ninguno de nosotros tendría razón alguna para desear nada más. La paz sería mantenida por pueblos que vivirían a su manera y no serían ambiciosos. Nuestro poder nos puso por encima del resto. Éramos como los ricos que viven en paz en sus aposentos.18
Otros que han conquistado «ingentes y espléndidas posesiones», también de un modo poco cortés, comprenden bien los principios de Churchill. Se considera que los gobiernos de Kennedy y Reagan ocupan polos opuestos en el espectro político estadounidense, pero en este sentido eran parecidos. Ambos reconocieron la necesidad de recurrir al terror para garantizar la subordinación a los ricos que deseaban disfrutar de sus posesiones sin más. Al cabo de sólo unos meses en el cargo, Kennedy ordenó que se infligieran los «terrores de la tierra» a Cuba hasta eliminar a Fidel Castro. El terror a gran escala continuó durante los años del mandato de Kennedy, que aprobó nuevas operaciones terroristas diez días antes de su asesinato. Los motivos eran claros y explícitos. Los cubanos habían levantado la cabeza; y aún peor, daban un «ejemplo y estímulo general» que podía «fomentar la agitación y el cambio radical» en otras partes de Latinoamérica, donde «las condiciones sociales y económicas [...] invitan a la oposición a la autoridad gobernante». Lo que importa no es lo que hace Castro; más bien los intelectuales de Kennedy reconocían que «la mera existencia de su régimen [...] supone un claro desafío a Estados Unidos, una negación de toda nuestra política occidental de casi medio siglo», basada en el principio de subordinación a la voluntad del coloso del norte. Los consejeros de Kennedy advirtieron al presidente entrante que la amenaza planteada por Castro era «la difusión de la idea castrista de controlar los asuntos propios», un grave peligro cuando «la distribución de tierras y otras formas de riqueza nacional favorecen en gran medida a Ios terratenientes [y] los pobres y desfavorecidos, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, exigen ahora oportunidades para una vida decente».19
Aún sin la amenaza de un buen ejemplo, el «exitoso desafío a Estados Unidos» no puede tolerarse. Por lo general, «oonservar la credibilidad» es un principio fundamental del arte de gobernar y la justificación oficial más habitual en política. Si el mundo está lo bastante asustado, el beneficio es seguro. Los planificadores de Reagan advirtieron a Europa que si no se unían a la «guerra contra el terror» de Washington con el entusiasmo suficiente, «los locos americanos» podrían «tomar los asuntos en sus propias manos». La prensa elogió el éxito de esta valiente actitud que puso de acuerdo a los «peleles» europeos. El Mando Estratégico (STRATCOM) de Clinton aconsejó que «una parte de la imagen nacional que proyectamos» fuera la de una potencia «irracional y vengativa», con algunos elementos “potencialmente descontrolados”».
Destacados especialistas en asuntos internacionales han advertido desde la década de 1980 que muchos ven a Estados Unidos como una «superpotencia sin escrúpulos» y como una grave amenaza para su existencia. Pero todo eso es para bien, si produce miedo y subordinación.
Los políticos actuales, muchos de ellos remanentes de la época Reagan, son muy francos a la hora de adoptar esta postura. Cuando el príncipe saudí Abdulá visitó Estados Unidos en abril de 2002 para instar a Washington a que prestara cierta atención a las dificultades causadas a sus aliados en el mundo árabe por el apoyo estadounidense al terror y la represión israelíes, se le informó sin ambages de que sus inquietudes carecían de importancia: «La idea era que, si creía que éramos fuertes en la operación Tormenta del Desierto, hoy somos diez veces más fuertes – declaró un oficial –. Fue para darle ana idea de lo que Afganistán demostró sobre nuestras posibilidades.»
La filosofía de los altos mandos del Departamento de Defensa fue esbozada por Jay Farrar, un ex funcionario del Departamento que dirige proyectos especiales en el Centro para Estadios Estratégicos e Internacionales, un gabinete centrista de Washington: si Estados Unidos «se muestra firme, duro y actúa con decisión, sobre todo en esa parte del planeta, el resto del mundo nos acompañará y respetará, y no se meterá con nosotros».20
En resumen, vete al cuerno. O estás con nosotros o contra nosotros, como dijo el presidente, y si no estás con nosotros te haremos puré. Es por este motivo que bombardeamos países como Afganistán: para dar a los recalcitrantes una idea de lo que somos capaces de hacer si alguien se interpone en nuestro camino. Las consecuencias en lo que a terrorismo se refiere tienen sólo una importancia secundaria; de hecho, el servicio secreto admite que el bombardeo de Afganistán probablemente acrecentó la amenaza extendiendo la red de al-Qaeda y engendrando otras por el estilo. Además, como se ha dicho anteriormente, nueve meses después de los ataques del 11-S los servicios secretos sabían poco sobre su origen, y sólo «creían» que la idea pudo haberse tramado en Afganistán, aunque no su ejecución y planificación.21 Según las normas establecidas por los ricos y poderosos, eso basta para justificar los bombardeos contra gente inocente y para suscitar declaraciones elocuentes sobre el respeto de nuestros lideres por los más altos principios de moralidad y derecho internacional.
Todo hace suponer que la nueva «guerra contra el terror» se parecerá a su predecesora y a otros muchos episodios de terrorismo de Estado que no recibieron la designación oficial orweliana. No obstante, existen diferencias cruciales. En el caso del 11-S, la guerra fue declarada como respuesta a una atrocidad terrorista real y muy grave, no con pretextos inventados. Pero las instituciones se mantienen estables, y las políticas que emanan de ellas tienden a adoptar formas parecidas, adaptadas a las nuevas circunstancias. Un elemento estable es la doctrina de Churchill: los ricos y poderosos tienen derecho a exigir que los dejen en paz para disfrutar de lo que han conseguido, a menudo mediante la violencia y el terror; los demás pueden ser ignorados mientras sufran en silencio, pero si se entrometen en las vidas de quienes gobiernan el mundo por derecho, «los terrores de la tierra» se cernirán sobre ellos con justa ira, a menos que el poder sea incomodado desde dentro.
Los cinco primeros capítulos que siguen se refieren a la primera fase de la «guerra contra el terror», durante los gobiernos de Reagan y Bush (número 1). El prefacio y los tres primeros capítulos constituyen la publicación original: Pirates and Emperors (Claremont, 1986). El capítulo 1 está dedicado al marco conceptual en el que ésta y otras cuestiones relacionadas se presentan en el sistema doctrinal dominante. El capítulo 2 aporta una muestra – sólo una muestra – del terrorismo de Oriente Próximo en el mundo real, junto con algunos comentarios sobre el estilo disculpatorio empleado para garantizar que éste transcurra sin estorbos. El capítulo 3 se centra en el papel desempeñado por Libia en el sistema doctrinal durante aquellos años. El capítulo 4 figura en la edición de 1987 de Pirates and Emperors (Black Rose, Montreal); es la transcripción de un discurso de apertura en la Asociación Árabe de la Convención de Licenciados Universitarios del 15 de noviembre de 1986. El capítulo 5 (julio de 1989) aparece en Western State Terrorism (1991), editado por Alexander George.
El capitulo 6 se ocupa de la segunda fase de la «guerra contra el terror», redeclarada tras el 11-S. Se basa en una charla en el congreso del American Friends Service Committee y el Peace and Justice Studies Program and Peace Coalition de la Universidad de Tufos: «Alter September 11: Paths to Peace, Justicie and Security», Universidad de Tufts, 8 de diciembre de 2001. El capitdo 7, al igual que el 4, se refiere a las políticas estadounidenses en Oriente Próximo. Es la introducción a la obra de Roane Carey, The New Intifada (2001).
Algunas partes del capítulo 1 aparecieron en Utne Reader (febrero-marzo de 1986), Index on Censorship (Londres) (julio de 1986) y en Il Manifesto (Roma) (30-1-1986). Ciertos fragmentos del capítulo 2 figuran en Race & Class (Londres) (verano de 1986) y otra versión en Michael Sprinker (ed): Negatiotions: Spurious Scholarship an the Palestinian Question, Verso, 1987. El capítulo aparece también en Edward Said y Christopher Hitchens.: Blaming the Victims, Verso, 1988. El capítulo 3 es una versión modificada y ampliada de un artículo publicado en el Covert Action Information Bulletin (verano de 1986). Versiones anteriores de esos artículos aparecen en el New Statesman (Londres), ENDpapers (Nottingham), El País (Madrid) y en Italia, México, Uruguay y otros lugares. Partes de los capítulos 2 y 3 se incluyen también en mi ponencia «International Terrorism: Image and Reality», presentada en la Conferencia de Frankfurt sobre Terrorismo Internacional (abril de 1986), y publicada en Crime and Social Justice, 27-28 (1987), un número de la revista que analiza estos temas en líneas generales.
Los capítulos han sido adaptados para suprimir cuestiones que ya no son pertinentes, redundancias, etcétera. En ellos, los términos «en la actualidad», «recientemente» y similares se refieren al tiempo de la publicación. No he actualizado las notas para incluir la gran cantidad de material sumamente pertinente después de la publicación.
NOTAS
1. Estudio técnico citado por Charles Glaser y Steve Fetter: «National Missile Defense and the Future of U.S. Nuclear Weapons Policy», International Security, 26, núm. 1 (verano de 2001).
2. Véase Strobe Talbott y Nayan Chanda: The Age of Terror, Basic Books y Yale University Center for the Study of Globalization, 2001.
3. Véase abajo para identificación. Para más detalles y fuentes no citadas aquí, véanse los capítulos siguientes. Sobre el terrorismo internacional en la época anterior, véase Chomsky y Edward Herman: The Political Economy of Human Rights, South End Press, 1979, 2 vols. Para un análisis general de la primera fase de la «guerra contra el terror», véase Alexander George (ed.): Western States Terrorism, Polity/Blackwell, 1991.
4. Andrew Bounds: «How the Land of Maize [Guatemala] became a Land of Starvation», Financial Times (11-6-1998).
5. Carothers: «The Reagan Years», en Abraham Lowenthal (ed.): Exporting Democracy, Johns Hopkins University Press, 1991; In the Name of Democracy, University of California Press, 1991; New York Times Book Review (15-11-1998).
6. En mayo de 2002, escuché durante horas testimonios de campesinos e indígenas sobre sus traumáticas experiencias cuando fueron expulsados de la región mediante un proceso de fumigación que destruyó sus ricos y diversificados cultivos, envenenó a sus hijos y sus tierras y mató a sus animales, dejando las tierras expeditas para la explotación de recursos por parte de las multinacionales y con el tiempo, quizá, para las empresas agroexportadoras que emplean semillas suministradas por Monsanto, una vez que la diversidad biológica y las antiquísimas tradiciones de agricultura eficaz hayan sido aniquiladas. Esto ocurrió en Cauca, donde la población pobre había conseguido elegir a su gobernador, un líder indígena orgulloso y soberbio, tal vez el primero de Occidente. Los éxitos del bloque social conllevaron un brusco aumento del terror paramilitar y la represión guerrillera, así como la fumigación de zonas que ni siquiera habían sido inspeccionadas para ver si crecían coca o adormideras entre las plantas de café y otros cultivos diversos, todos ellos destruidos. Cauca alcanzó el primer lugar en violaciones de los derechos humanos en 2001, un logro nada despreciable en este Estado terrorista. La idea de que Estados Unidos tiene el derecho de destruir los cultivos que no aprueba en algún otro país se da por supuesta en la superpotencia terrorista, pero es tan disparatada que apenas resulta posible hacer comentarios: desde luego, nadie tiene derecho a destruir sustancias mucho más letales que se producen en Carolina del Norte y Kentucky.
7. Tuve ocasión de presenciar algunas de las consecuencias en Diyarbakir, la capital kurda semioficial, en febrero de 2002. Al igual que en Colombia, resulta alentador ver el valor de las víctimas, y de los intelectuales urbanos que les dan apoyo y se enfrentan constantemente a unas leyes y prácticas draconianas, exponiéndose a penas que pueden llegar a ser muy severas.
8. Véase un análisis en mis libros New Military Humanism, Common Courage, 1999; A New Generation Draws the Line, Verso, 2000 [versión en castellano: Una nueva generación dicta las reglas, Crítica, 2002], y Rouge States, South End Press, 2000 [versión en castellano: Estados canallas: el imperio de la fuerza en los asuntos mundiales, Paidós, 2002). Véase Haman Rights Watch (HRW): The Sixth Division: Military-Paramilitary Ties and U.S. Policy in Colombia (septiembre de 2001). También Crisis in Colombia (febrero de 2002), redactado por HRW, Anmistía lnternacianal y Washington Office on Latin America para unas comparecencias de certificación en el Congreso, un análisis extraordinariamente detallado de los crímenes y la impunidad del ejército colombiano. Una vez más, el Departamento de Estado no prestó atención al informe, y se aprobó la política de Colombia basándose en la «mejora» de los derechos humanos que es rutinariamente visible para el gobierno, aunque para nadie más, en los Estados satélites. En este caso el servicio fue prestado por el secretario de Estado Colin Powell: Memorandum (1-5-2002).
9. Judith Millar, New York Times (30-4-2000), p. 1, un artículo que divulga sin hacer comentarios el último informe del Departamento de Estado sobre el terrorismo, donde se destacan además otros dos Estados terroristas (Argelia y España) por sus logros en la lucha contra el terror. Steven Cook: «U.S.-Turkey Relations and the War on Terrorism», America’s Response to Terrorism, documento de análisis número 96 (noviembre de 2001), Brookings.
10. Véanse las referencias de la nota 8. Para comentarios más extensos sobre la fase actual de la «guerra contra el terror», véanse mi libro 9-11, Seven Stories, 2001 [versión en castellano: 11-9-2001, RBA, 2002]; y mis ensayos en Ken Booth y Tim Dunne (eds.): Worlds in Collision, Palgrave, 2002, y James Sterba (ed.): Terorism and International Justice, Oxford, 2002.
11. Yossi Beilin: Mehiro shel Ihud, Revivim, 1985, p. 42; un importante análisis de los archivos del gobierno del partido laborista. Para más detalles sobre lo que sigue, véase mi libro Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983, capítulos 4, 3, 5, 5.1; versión actualizada en 1999.
12. Jastin Huggler y Phil Reeves, Independent (25-4-2002).
13. Yossi Beilin: Mehiro shel Ihud, Revivim, 1985, p. 147.
14. Para información sobre atrocidades espeluznantes a las órdenes del alto mando y con verdadera impunidad, sacada de la prensa hebrea de Israel, véase mi libro Noam Chomsky: Necessary Illusions, South End Press, 1989, apéndice 4.1. También Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983, capítulo 8, incluidas algunas observaciones personales, publicadas en la prensa hebrea. En Boaz Evron: Yediot Ajronot (26-8-1988), se describe ana reacción, que empezó por cierta incredulidad, hasta que encontró pruebas concluyentes aún más terribles en una revista del kibbutz. Para más comentarios y análisis, véanse Zachary Lockman y Joel Benin (eds.): Intimada, Princenton, 1991; Joost Hiltermann, Behind the Intimada, Princenton, 1991; Patricia Strum, The Women are Marching, Lawrence Hill, 1992.
15. Véanse los ensayos de Mouin Rabbani, Sara Roy y otros en Roane Carey (ed.): The New Intimada, Verso, 2001; y Roy: Current History (enero de 2001).
16. Brian Whitaker: Guardian (22-5-2002).
17. Armey, en el programa Hardball de la CNBC (1-5-2002). Lewis: «Solving the Insoluble», New York Times (13-4-1998). Rabin descartó la posibilidad de un Estado palestino, como hizo Shimón Peres durante su mandato.
18. Clive Pointing: Chuerchill, Sinclair-Stevenson, 1994, p. 132; Churchill, The Second World War, vol. 5, Houghton Mifflin, 1951, p. 13 yss.
19. Piero Gleigeses, Conflicting Missions, University of North Carolina, 2002, p. 16, 22, 26, citando a John Fitzgerald Kennedy, la CIA y el Estado a partir de documentos desclasificados; Foreign Relations of the United States, 1961-1963, vol. XII, American Republics, p. 13 y ss.
20. Patrick Tyler: New York Times (25-4-2002); John Donnelly: Boston Globe (28-4-2002).
21. David Johnston, Don Van Natta Jr. Y Judith Millar: «Qaeda’s New Links Increase Threats From Far-Flung Sites», New York Times (16-6-2002). Véase también la nota 3 del capítulo 6.
1
Control de pensamiento: el caso de Oriente Próximo (1986)
Comparativamente, el caso de Estados Unidos es insólito, si no único, por su falta de restricciones a la libertad de expresión. Es también insólito por el alcance y la eficacia de los métodos utilizados para reprimir la libertad de pensamiento. Ambos fenómenos están relacionados. Los teóricos democráticos liberales han observado desde hace tiempo que en una sociedad en la que se escucha la voz del pueblo, los grupos de elite deben cerciorarse de que esa voz sólo dirá las cosas adecuadas. Cuanta menos capacidad tiene el Estado de emplear la violencia en defensa de los intereses de los grupos de elite que lo dominan eficazmente, más necesario resulta concebir técnicas de «producción de consenso», en palabras de Walter Lippmann hace más de sesenta años, o de «ingeniería de consenso», la expresión preferida por Edward Bernays, uno de los padres fundadores de la industria americana de relaciones públicas.
En el artículo «propaganda» la Encyclopaedia of the Social Sciences de 1933, Harold Lasswell explicaba que no debemos sucumbir a los «dogmatismos democráticos de que cada hombre es el que mejor conoce sus propios intereses». Debemos encontrar métodos para asegurar que la población respalde las decisiones tomadas por sus clarividentes líderes: una lección que las elites dominantes aprendieron mucho antes, y de la cual la industria de relaciones públicas es un ejemplo notable. Allí donde se garantiza la obediencia por medio de la violencia, los gobernantes pueden tender a una visión «conductista»: basta con que el pueblo obedezca; lo que piense no importa demasiado. Cuando el Estado carece de los medios de coacción adecuados, es importante controlar también lo que el pueblo piensa.1
Esta actitad es común entre los intelectuales de todo el espectro político, y generalmente se mantiene cuando se mueven por este espectro según las circunstancias. Una versión fue expresada por el reputadísimo moralista y comentarista político Reinhold Niebuhr cuando escribió en 1932 – a la sazón desde una perspectiva cristiana de izquierdas – que, dada «la estupidez del hombre medio», es responsabilidad de «observadores fríos» aportar la «ilusión necesaria» que proporciona la fe que se debe inspirar en las mentes de los menos dotados.2 La doctrina es también conocida en su versión leninista, así como en la ciencia social americana y en el comentario liberal en general. Pensemos en el bombardeo de Libia en abril de 1986. Leímos sin sorprendernos que fue un éxito de relaciones públicas en Estados Unidos. «Está teniendo aceptación» y su «positiva repercusión política» debería «reforzar la influencia del presidente Reagan a la hora de tratar con el Congreso sobre temas como el presupuesto militar y la ayuda a la Contra nicaragüense». «Este tipo de campaña de educación pública es la esencia del arte de gobernar», según el doctor Everett Ladd, un eminente especialista en opinión pública, quien agregó que un presidente «debe intervenir en la ingeniería del consenso democrático», la genial expresión orwelliana habitual en las relaciones públicas y en los círculos académicos para referirse a los métodos para minar la participación democrática significativa en la configuración de la política pública.3
El problema de «organizar el consentimiento político» surge de forma especialmente brusca cuando la política del Estado es indefendible, y se agrava en la medida en que aumenta la gravedad de las cuestiones. No cabe duda sobre la gravedad de las cuestiones que surgen en Oriente Próximo, especialmente el conflicto árabe-israelí, que se considera comúnmente – y de forma plausible – como el «polvorín» más propicio para desencadenar una guerra nuclear irreversible cuando el conflicto regional involucre a las superpotencias, como ha estado a punto de ocurrir en el pasado. Además, la política de Estados Unidos ha contribuido materialmente a mantener el estado de confrontación militar y se basa en supuestos racistas implícitos que no serían tolerados si se manifestaran abiertamente. Existe también una marcada divergencia entre las actitudes populares, que en general se muestran a favor de un Estado palestino cuando se plantea la cuestión en las encuestas, y la política de Estado, que excluye explícitamente esta opción,4 si bien la divergencia es de poca importancia mientras los elementos políticamente activos y articulados de la población mantengan la disciplina adecuada. Para garantizar este resultado, es necesario realizar lo que los historiadores americanos llamaron «ingeniería histórica» cuando prestaron su talento a la Administración Wilson durante la Primera Guerra Mundial en uno de los primeros ejercicios de «producción de consentimiento» organizado. Existen varias maneras de conseguir este resultado.
Un método es concebir una forma apropiada de neolengua en la que una serie de términos cruciales adquieran un sentido técnico, diferente de sus significados corrientes. Tomemos como ejemplo la expresión «proceso de paz». En su sentido técnico, como suele emplearse en los medios de comunicación y entre los intelectuales de Estados Unidos, se refiere a las propuestas de paz presentadas por el gobierno estadounidense. La gente consciente espera que Jordania se sume al proceso de paz, es decir, que acepte los dictados de Estados Unidos. La gran incógnita es si la OLP accederá a entrar en el proceso de paz, o si se le puede permitir el ingreso en esta ceremonia. El titular de una crítica del «proceso de paz» de Bernard Gwertzman en el New York Times dice: «¿Están los palestinos dispuestos a buscar la paz?»5 En el sentido normal de la palabra «paz», la respuesta es, naturalmente, «si». Todo el mundo basca la paz, a su manera; Hitler, por ejemplo, buscó sin dada la paz en 1939, aunque según sus condiciones. Pero en el sistema de control de pensamiento, la pregunta significa otra cosa: «¿Están los palestinos dispuestos a aceptar las condiciones de paz de Estados Unidos?» Resulta que esas condiciones les niegan el derecho a la autodeterminación nacional, y la renuencia a aceptar esta condición demuestra que los palestinos no buscan la paz, en el sentido técnico.
Obsérvese que para Gwertzman no es necesario preguntar si Estados Unidos o Israel están «dispuestos a buscar la paz». En el caso de Estados Unidos, esta característica se cumple por definición, y las convenciones del periodismo responsable implican que pueda decirse lo mismo de un Estado satélite obediente.
Gwertzman afirma además que la OLP siempre ha rechazado «toda conversación sobre una paz negociada con Israel». Eso es falso, pero es verdad en el mundo de la ilusión necesaria construido por el «Boletín Oficial», que, junto con otros periódicos responsables, ha suprimido los datos pertinentes o los ha relegado al práctico «agujero de memoria» de Orwell.
Desde luego que hay propuestas de paz árabes, entre ellas las de la OLP, pero no forman parte del «proceso de paz». Así, en un análisis de «Dos décadas bus-cando la paz en Oriente Próximo», el corresponsal del Times en Jerusalén, Thomas Friedman, excluye las principales propuestas de paz árabes (entre ellas las de la OLP); tampoco se enumeran propuestas israelíes, porque no se ha presentado ninguna seria, un hecho que nadie discute.6
¿Cuál es la naturaleza del «proceso de paz» oficial y de las propuestas árabes que se excluyen del mismo? Antes de contestar a esta pregunta, debemos aclarar otra palabra técnica: «rechacismo». En su uso orwelliano, este término se refiere exclusivamente a la postura de los árabes que niegan a los judíos israelíes el derecho a la autodeterminación nacional, o que se niegan a aceptar el «derecho a existir» de Israel, un concepto nuevo e ingenioso concebido para excluir a los palestinos del «proceso de paz», demostrando el «extremismo» de quienes se niegan a reconocer la justicia de algo que para ellos es el robo de su patria, y que insisten en la visión tradicional – la adoptada por el sistema ideológico imperante en Estados Unidos así como la práctica internacional predominante con respecto a todos los Estados aparte de Israel – de que, si bien los Estados están reconocidos en el orden internacional, no ocurre lo mismo con su «derecho a existir» abstracto.
Hay elementos en el mundo árabe a los que se atribuye el término «rechacismo»: Libia, el minoritario Frente de Rechazo de la OLP y otros. Pero no se debería pasar por alto el hecho de que, en la neolengua oficial, la palabra se usa en un sentido estrictamente racista. Abandonando tales supuestos, observamos que hay dos grupos que reivindican el derecho a la autodeterminación nacional en la antigua Palestina: la población autóctona y los colonos judíos que la desplazaron en gran parte, a veces con considerable violencia. Presumiblemente, la población autóctona posee derechos comparables a los de los inmigrantes judíos (algunos podrían aducir que incluso más, pero dejo esta cuestión a un lado). En ese caso, el término «rechacismo» debería emplearse para referirse a la negación del derecho a la autodeterminación nacional a cualquiera de los grupos nacionales rivales. Sin embargo, no es posible utilizar el término en su sentido no racista en el sistema doctrinal estadounidense, porque en ese caso se vería enseguida que Estados Unidos e Israel encabezan el bando rechacista.
Una vez hechas estas puntualizaciones, podemos volver a la pregunta: ¿qué es el «proceso de paz»?
El «proceso de paz» oficial es explícitamente rechacista, así como Estados Unidos y los dos principales grupos políticos de Israel. De hecho, su rechacismo es tan extremo que los palestinos ni siquiera pueden elegir a sus propios representantes en las negociaciones finales sobre su destino, al igual que se les niega las elecciones municipales u otros sistemas democráticos bajo la ocupación militar israelí. ¿Hay una propuesta de paz no rechacista en el orden del día? En el sistema doctrinal estadounidense, la respuesta es naturalmente «no», por definición. En el mundo real, las cosas son distintas. Las condiciones básicas de esta propuesta son conocidas y reflejan un amplio consenso internacional: incluyen un Estado palestino en Cisjordania y la Franja de Gaza al lado de Israel y el principio de que «es fundamental garantizar la seguridad y la soberanía de todos los estados de la región, incluidas las de Israel».
Las palabras citadas son de una alocución Leonid Brézhnev durante el Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética de febrero de 1981, en la que expresaba la coherente postura soviética. El discurso de Brézhnev fue reproducido en el New York Times omitiendo este fragmento crucial; el hecho de que se suprimieran en el Pravda fragmentos de una declaración de Reagan posterior a una cumbre suscitó una indignación muy justificada. En abril de 1981, la OLP se adhirió unánimemente a la declaración de Brézhnev, pero en el Times no se informó de ello. La doctrina oficial sostiene que la Unión Soviética, como siempre, sólo pretende causar problemas y obstaculizar la paz, y en consecuencia apoya el rechacismo y el extremismo. Los medios de comunicación cumplen debidamente la función que tienen asignada.
Podríamos citar más ejemplos. En octubre de 1977, una declaración conjunta de Carter y Brézhnev reclamó el « fin del estado de guerra y el establecimiento de relaciones pacíficas normales» entre Israel y sus vecinos. Estas palabras recibieron la aprobación de la OLP, aunque Carter las retiró tras una furiosa reacción por parte de Israel y su lobby americano. En enero de 1976, Jordania, Siria y Egipto apoyaron una propuesta en favor del establecimiento de dos estados debatida por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La resolución incorporó el redactado esencial de la resolución 242 de la ONU, el documento nuclear de la diplomacia pertinente, donde se garantizaba el derecho de todos los estados de la región a «vivir en paz dentro de unas fronteras seguras y reconocidas». La propuesta fue aprobada por la OLP; según el presidente de Israel, Jaím Herzog (a la sazón embajador de la ONU), fue «redactada» por la OLP. Recibió el respaldo de casi todo el mundo y fue vetada por Estadas Unidos.7
La mayor parte de esto se ha eliminado de la historia, tanto en el ámbito periodístico como en el intelectual. La iniciativa internacional de 1976 ni siquiera aparece mencionada en el extraordinariamente meticuloso análisis de Seth Tillman en su libro The Unated States and the Middle East (Indiana, 1982). Sí es citada por Steven Spiegel en The Other Arab-Israeli Conflict (Chicago, 1985, p. 306), una obra de erudición muy respetada, junto con algunos comentarios interesantes. Spiegel escribe que Estados Unidos «vetó la resolución a favor de Palcstina» para «demostrar que estaba dispuesto a escuchar las aspiraciones palestinas, pero que no accedería a exigencias que amenazaran a Israel». El compromiso con el rechacismo estadounidense e israelí no podía ser más evidente, y es aceptado en Estados Unidos, junto con el principio de que las exigencias que amenazan a los palestinos son absolutamente legítimas e incluso loables: las condiciones del «proceso de paz» oficial, por ejemplo. La afirmación de que los estados árabes y la OLP nunca han abandonado su negativa a entenderse con Israel, aparte de Sadat con su viaje a Jerusalén en 1977, es una cuestión de doctrina en el debate público. Los hechos no deben ser ningún estorbo, ni siquiera una leve molestia, para un sistema eficaz de «ingeniería histórica».
La reacción de Israel a la propuesta de paz de 1976 respaldada por la OLP y los «estados de confrontación» árabes fue bombardear el Líbano (sin el pretexto de la «represalia», salvo contra el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), matando a más de cincuenta personas, y anunciar que no establecería negociaciones con los palestinos sobre ninguna cuestión política. Fue el gobierno laborista de las palomas dirigido por Yitsjak Rabin, quien, en sus memorias, identifica dos formas de «extremismo»: el del gobierno de Beguin, y la propuesta de «los extremistas palestinos (básicamente la OLP)», es decir, «fundar un estado palestino soberano en Cisjordania y la Franja de Gaza». Sólo el estilo de rechacismo del partido laborista se aparta del «extremismo», un punto de vista compartido por los comentaristas americanos.8
Anotamos otros dos conceptos de neolengua: «extremista» y «moderado». El segundo se refiere a los que aceptan la postura de Estados Unidos, y el primero, a los que no la aceptan. Así pues, la postura americana es por definición moderada, así como la de la coalición laborista israelí (generalmente), puesto que su retórica tiende a acercarse a la de Estados Unidos. Así, Rabin se ajusta a la práctica aceptada en su uso de los términos «moderado» y «extremista». De modo similar, en un angustiado análisis del «extremismo» y su influencia, el corresponsal del New York Times en Israel, Thomas Friedman, incluye bajo este término a los que defienden una solución no racista de acuerdo con el consenso internacional, mientras que los líderes occidentales del bando rechacista, que también toman la iniciativa en operaciones terroristas, son los «moderados»; por definición, se podría añadir. Friedman escribe que «los extremistas siempre han sabido explotar los medios de comunicación mucho mejor». Tiene razón: Israel y Estados Unidos han demostrado un dominio incomparable de este arte, como queda patente en sus propios artículos y reportajes.9 Su conveniente versión de la historia y el marco conceptual de sus reportajes, como se acaba de ilustrar, aportan unos pocos de los muchos ejemplos de la eficacia de los extremistas al «explotar los medios de comunicación», empleando la expresión en su sentido literal.
Adoptando un marco conceptual diseñado para excluir la comprensión de los hechos y situaciones, el Times sigue la práctica de modelos israelíes como Rabin, que adquieren la condición de «moderados» en virtud de su conformidad general con las exigencias del gobierno estadounidense. Es, por lo tanto, perfectamente normal que cuando Friedman analiza «Dos décadas buscando la paz en Oriente Próximo», las principales propuestas rechazadas por Estados Unidos e Israel sean omitidas por inapropiadas para los anales de la historia. Entretanto, los editores del Times elogian a los líderes israelíes por su «pragmatismo saludable», mientras la OLP es denunciada por interponerse en el camino de la paz.10
Por cierto, ingrediente esencial del sistema ideológico es afirmar que los medios de comunicación se muestran sumamente críticos con Israel y Estados Unidos, y mucho más benevolentes con los extremistas árabes. El hecho de que tal afirmación pueda hacerse sin siquiera provocar el ridículo es otra muestra de los extraordinarios logros del sistema de adoctrinamiento.
Volviendo a los «extremistas» oficiales, en abril-mayo de 1984 Yassir Arafat hizo una serie de declaraciones pidiendo unas negociaciones que llevasen al reconocimiento mutuo. La prensa estadounidense se negó a publicar los hechos; el Times incluso omitió las cartas que se referían a ellos, mientras seguía denunciando al «extremista» Arafat por obstaculizar un acuerdo pacífico.11
Estos y otros muchos ejemplos demuestran que hay propuestas no rechacistas que cuentan con un amplio respaldo; con algunos matices por parte de la mayor parte de Europa, la Unión Soviética, los estados no alineados, los principales estados árabes y la corriente principal de la OLP, y la mayoría de la opinión pública americana (a juzgar por las pocas encuestas existentes). Sin embargo, estas propuestas no forman parte del proceso de paz porque el gobierno de Estados Unidos se opone a ellas. Así pues, los ejemplos citados se han excluido del análisis del Times de «Dos décadas buscando la paz en Oriente Próximo», y también de la bibliografía periodística y académica.
Hay otros incidentes que no son declarados como parte del proceso de paz. Así, el análisis del Times no menciona la oferta por parte de Anuar el-Sadat de un tratado de paz íntegro sobre las fronteras internacionalmente reconocidas – de acuerdo con la política oficial estadounidense de la época – en febrero de 1971, rechazado por Israel con el apoyo de Estados Unidos. Cabe destacar que esta propuesta era rechacista por cuanto no ofrecía nada a los palestinos. En sus memorias, Henry Kissinger describe su pensamiento en aquella época: «Hasta que algún estado árabe mostrara la voluntad de separarse de los soviéticos, o éstos estuvieran dispuestos a desligarse del máximo programa árabe, no teníamos motivos para modificar nuestra política» de «punto muerto.» La Unión Soviética era extremista, en el sentido técnico, al apoyar lo que resultaba ser la política estadounidense oficial (aunque no operativa), que estaba alejada del «máximo programa árabe». Kissinger tenía razón al afirmar que los estados árabes como Arabia Saudí se negaban a «separarse de los soviéticos», aunque no observó, y según parece ignoraba, que eso habría sido una imposibilidad lógica: Arabia Saudí ni siquiera mantenía relaciones diplomáticas con la Unión Soviética y nunca las había tenido. La impresionante disciplina de los medios de comunicación y los intelectuales se manifiesta en el hecho de que esas asombrosas declaraciones escapan a todo comentario, por cuanto ningún comentarista responsable señaló que la dichosa ignorancia e insistencia de Kissinger en la confrontación militar fueron factores primordiales que condujeron a la guerra de 1973.12
La oferta de paz de Sadat ha sido suprimida del registro histórico.13 La versión estándar dice que Sadat era el típico matón árabe, interesado sólo en matar judíos, aunque se dio cuenta de su error tras su intento frustrado de destruir Israel en 1973 y, bajo la bondadosa tutela de Kissinger y Carter, se convirtió en un hombre de paz. Así, en su necrología de dos páginas tras el asesinato de Sadat, el Times no sólo omite los hechos reales, sino que los niega explícitamente, afirmando que hasta su viaje a Jerusalén en 1977 Sadat no estuvo dispuesto a «aceptar la existencia de Israel como Estado soberano».14 Newsweek se negó incluso a publicar una carta que corregía las obvias falsedades sobre esta cuestión de su columnista George Will, aunque el departamento de investigación admitió los hechos en privado. Esta práctica es habitual.
Los términos «terrorismo» y «represalia» poseen también un sentido especial en el sistema doctrinal. «Terrorismo» se refiere a actos terroristas perpetrados por distintos piratas, en especial los árabes. Las acciones terroristas llevadas a cabo por el emperador y sus partidarios se denominan «represalias» o tal vez «ataques preventivos legítimos para evitar el terrorismo», al margen de los hechos, como se verá en los siguientes capítulos.
La palabra «rehén» – como «terrorismo», «moderado», «democrático» y otros términos del discurso político – adquiere también un sentido orwelliano técnico en el sistema doctrinal imperante. Según la acepción del diccionario, el pueblo de Nicaragüa está siendo tomado como rehén en una importante operación terrorista dirigida desde los centros del terrorismo internacional en Washington y Miami. La finalidad de esta campaña de terrorismo internacional es inducir cambios en el comportamiento del gobierno nicaragüense: fundamentalmente, poner fin a los programas que destinan los recursos a la mayoría pobre y el regreso a políticas «moderadas» y «democráticas» que favorezcan los intereses comerciales de Estados Unidos y sus socios locales. Hay poderosas razones para afirmar que éste es el motivo principal de la guerra terrorista orquestada por Estados Unidos contra Nicaragua, un argumento que no se niega, sino que ni siquiera se puede plantear.15 Se trata de un empleo del terrorismo especialmente sádico, no sólo debido a su alcance y objetivo, sino también por los medios utilizados, que superan con creces la práctica habitual de los terroristas «al por menor», cuyas hazañas suscitan tanto horror en los ámbitos civilizados: Leon Klinghoffer y Natasha Simpson murieron asesinados a manos de terroristas, pero no fueron sometidos antes a torturas brutales, mutilación, violación y otras prácticas habituales en los terroristas entrenados y apoyados por Estados Unidos y sus satélites, tal como la crónica histórica, generalmente omitida, deja meridianamente claro. La política estadounidense consiste en garantizar que los ataques terroristas continúen hasta que el gobierno ceda o sea derrocado, al tiempo que los secuaces del emperador pronuncian palabras tranquilizadoras sobre «democracia» y «derechos humanos
En el uso técnico preferido, los términos «terrorismo» y «rehén» se limitan a una determinada clase de actos terroristas: el terrorismo del pirata, dirigido contra aquellos que consideran el terrorismo y la toma de rehenes a gran escala como su prerrogativa. En Oriente Próximo los bombardeos mortíferos, la piratería, la toma de rehenes, los ataques contra aldeas indefensas, etcétera, no entran en el concepto de terrorismo, como se ha interpretado adecuadamente dentro del sistema doctrinal, cuando son perpetradas por Washington o su satélite israelí.
Los antecedentes del engaño con relación al terrorismo, a los que me referiré en los capítulos siguientes, son sumamente instructivos con respecto a la naturaleza de la cultura occidental. La cuestión relevante en el contexto actual es que se ha inventado una historia adecuada y una forma de discurso apropiada en la que el terrorismo es competencia de los palestinos, mientras que los israelíes llevan a cabo «represalias», o a veces «prevención» legítima, reaccionando de vez en cuando con lamentable dureza, como haría cualquier Estado en tan difíciles circunstancias. El sistema doctrinal está concebido para garantizar que estas conclusiones sean ciertas por definición, sean cuales fueren los hechos, que o bien no se divulgan, o se transmiten de modo que se amolden a las necesidades doctrinales, o – de tarde en tarde – se difunden honestamente pero después se envían al agujero de la memoria. Puesto que Israel es un estado satélite leal y muy útil, que sirve de «baza estratégica» en Oriente Próximo y está dispuesto a emprender tareas como el apoyo al cuasigenocidio en Guatemala cuando el Congreso de Estados Unidos impide a la administración participar en este ejercicio necesario, resulta incuestionable, al margen de los hechos, que Israel está totalmente entregado a los más altos valores morales y la «pureza de armas», mientras que los palestinos son el paradigma del extremismo, el terrorismo y la barbarie. La sugerencia de que podría haber cierta simetría en derechos y en la práctica terrorista es rechazada estruendosamente en la corriente principal – o lo sería, si se pudiera oír tal sugerencia – como un antisemitismo apenas disimulado. Una valoración racional, que proporcionara una descripción y un análisis detallados del alcance y los objetivos del terrorismo del emperador y del pirata, es excluida a priori, y de hecho sería difícilmente comprensible por su alejamiento de las ortodoxias recibidas.
Los favores de Israel a Estados Unidos como «baza estratégica» en Oriente Próximo y en otros lugares ayudan a explicar la dedicación de Washington, desde que Kissinger asumió la política en Oriente Próximo a principios de la década de 1970, a mantener la confrontación militar y el «punto muerto» kissingeriano.16 Si Estados Unidos llegara a permitir una solución pacífica de acuerdo con el consenso internacional, Israel se incluiría gradualmente en la región y Estados Unidos perdería los favores de un valioso Estado mercenario, militarmente competente y tecnológicamente avanzado, un Estado paria, absolutamente dependiente de Estados Unidos para su supervivencia económica y militar – y por lo tanto fiable –, dispuesto a prestar servicio cuando sea necesario.
Elementos del llamado «lobby israelí» también tienen interés en mantener la confrontación militar, como el eminente periodista israelí Danny Rubinstein comprobó durante una visita a Estados Unidos en 1983.17 Durante las entrevistas con representantes de las principales organizaciones judías (la Liga Antidifamación de B’nai Brit, World Jewish Congress, ha-Dassá, rabinos de todas las denominaciones, etcétera), Rubinstein descubrió que sus exposiciones sobre la situación actual en Israel suscitaban una considerable hostilidad porque en ellas subrayaba el hecho de que Israel no afrontaba tanto peligros militares como la «destrucción política, social y moral» resultante de la toma de los territorios ocupados. «No me interesa – le dijo un funcionario –; no puedo hacer nada con semejante argumento.» Rubinstein constató en muchos de esos intercambios de impresiones que según gran parte de la sociedad judía, lo importante es enfatizar una y otra vez los peligros externos que afronta Israel [...] La sociedad judía en América necesita a Israel sólo como víctima de un cruel ataque árabe. Para ese Israel se puede conseguir apoyo, ayudas y dinero. ¿Cómo se puede conseguir dinero para combatir un peligro demográfico? ¿Quién donará un solo dólar para luchar contra lo que yo llamo «el peligro de la anexión»? [...] Todo el mundo conoce la suma oficial de las contribuciones recaudadas por United Jewish Appeal en América, donde se utiliza el nombre de Israel, aunque aproximadamente la mitad de lo recaudado no se destina a Israel, sino a las instituciones judías en América. ¿Cabe mayor cinismo?
Rubinstein agrega que Appeal,
que se gestiona como un negocio sólido y eficiente, posee un lenguaje común con las posturas de los halcones en Israel. Por otro lado, el intento de comunicarse con los árabes, los esfuerzos por el reconocimiento mutuo con los palestinos y las posturas moderadas, de las palomas, son desfavorables al negocio de recaudar contribuciones. No sólo reducen la cantidad de dinero que se envía a Israel. Más concretamente, reducen la cantidad de dinero disponible para financiar las actividades de las comunidades judías.
Los observadores de las actividades habituales de la policía del pensamiento del lobby israelí, interesada en detectar el menor indicio de sugerencia a favor de la reconciliación y un acuerdo político significativo, y en echar por tierra esta herejía con furiosos artículos y cartas a la prensa, circulación de información difamatoria inventada sobre los herejes, etcétera, sabrán perfectamente con qué se tropezó Rubinstein.
Los comentarios de Rubinstein nos llaman la atención sobre otro orwellismo: la expresión «partidarios de Israel», empleada convencionalmente para aludir a quienes no están preocupados por «la destrucción política, social y moral» de Israel (y, a más largo plazo, muy posiblemente también su destrucción física) y contribuyen de hecho a estas consecuencias mediante el apoyo «ciegamente chovinista y cerrado» que brindan a la «postura de intransigencia recalcitrante» de Israel, como han advertido a menudo las palomas israelíes.18
Un punto de vista semejante fue reiterado por el coronel (retirado) Meir Pail, un historiador militar israelí que condena la «veneración idólatra de una fortaleza-Estado judía» por parte de la comunidad judía americana, advirtiendo que con su rechacismo «han transformado el Estado de Israel en un dios de la guerra parecido a Marte, un Estado que «combinará la estructura estatal racista de Sudáfrica con el tejido social violento y dominado por el terror de Irlanda del Norte», «una contribución original a los anales de la ciencia política del siglo XXI: una clase única de Estado judío que será motivo de vergüenza para todos los judíos dondequiera que estén, no sólo en el presente, sino también en el futuro».19
En la misma línea, podemos observar la interesante forma en que el término «sionismo» es definido tácitamente por quienes asumen el papel de guardianes de la pureza doctrinal. Mis propias ideas, por ejemplo, son habitualmente tachadas de «antisionismo militante» por personas que son bien conocedoras de esas ideas, expresadas repetida y claramente: que Israel, dentro de sus fronteras reconocidas internacionalmente, debería recibir los derechos de cualquier estado del sistema internacional, ni más ni menos, y que en todos los estados, incluido Israel, las estructuras discriminatorias que por ley y en la práctica otorgan un rango especial a una categoría de ciudadanos (judíos, blancos, cristianos, etcétera), garantizándoles unos derechos negados a los demás, deberían desmantelarse. No entraré aquí en la cuestión de qué debería llamarse propiamente «sionismo», pero me gustaría señalar lo que resulta de tachar esas ideas de «antisionismo militante»: así, el sionismo concebido como la doctrina de que Israel debe recibir más derechos que cualquier otro estado; debe mantener el control de los territorios ocupados, impidiendo así cualquier forma significativa de autodeterminación para los palestinos, y debe seguir siendo un estado basado en el principio de discriminación contra los ciudadanos no judíos. Quizá resulte de cierto interés que quienes se declaran «partidarios de Israel» insisten en la validez de la celebérrima resolución de la ONU declarando que el sionismo es racista.
Estas cuestiones no son meramente abstractas y teóricas. El problema de la discriminación es grave en Israel, donde, por ejemplo, más del 90 % de las tierras son asignadas, mediante una compleja práctica legislativa y administrativa, al control de una organización dedicada a los intereses de «personas de religión, raza a origen judíos», por lo que los ciudadanos no judíos quedan excluidos de hecho. El compromiso con las prácticas discriminatorias es tan profundo, que ni siquiera se puede debatir el tema en el Parlamento, donde las nuevas leyes prohíben la presentación de cualquier proyecto de ley que «niegue la existencia del estado de Israel como el estado del pueblo judío». De este modo, la legislación elimina cualquier desafío parlamentario al carácter discriminatorio del estado y prohíbe de hecho los partidos políticos comprometidos con el principio democrático de que un estado es el estado de sus ciudadanos.20
Es sorprendente que la prensa israelí y la mayor parte de la opinión culta parezca no haber advertido nada extraño en el hecho de que esta nueva legislación se asociara con un proyecto de ley «antirracismo» (de hecho, los cuatro votos contrarios se opusieron a este aspecto de la medida). El titular del Jerusalem Post reza: «La Knésset prohíbe los proyectos de ley racistas y antisionistas», sin ironía, interpretando el término «sionista» como en la nueva legislación. Por lo visto, los lectores del Jerusalem Post en Estados Unidos tampoco advirtieron nada de particular en esta combinación, como no han encontrado ninguna dificultad en reconciliar el carácter profundamente antidemocrático de su versión de sionismo con la aclamación entusiasta del carácter democrático del estado en el que se manifiesta.
No menos sorprendentes son los ingeniosos usos del concepto «antisemitismo», por ejemplo para referirse a quienes exhiben «antiimperialismo de los necios» (una variedad de antisemitismo) al oponerse al papel de Israel en el tercer mundo al servicio del poder estadounidense, por ejemplo en Guatemala; o a los palestinos que se niegan a entender que el problema puede solucionarse mediante «repoblación y repatriación». Si los supervivientes del poblado de Dueimá, donde quizá cientos de personas fueron asesinadas por el ejército israelí durante una operación de desmonte del terreno en 1948, o los residentes de la Franja de Gaza, parecida a Soweto, se oponen a la repoblación y «repatriación», eso demuestra que están inspirados por el antisemitismo.21 Habría que remontarse a los anales del estalinismo para encontrar algo semejante, pero no faltan ejemplos comparables en el discurso culto en Estados Unidos con respecto a Israel, que pasan desapercibidos en América, a pesar de que las palomas israelíes no han dejado de señalar, y condenar, las actuaciones vergonzosas.
El mecanismo principal del sistema de «lavado de cerebro con libertad», desarrollado de un modo tan impresionante en el país que es quizá el más libre, consiste en fomentar el debate sobre cuestiones políticas, pero dentro de un marco de presuposiciones que incluyen las doctrinas básicas de la línea del partido. Cuanto más enérgico sea el debate, más efectivamente se inculcan esas presuposiciones, al tiempo que participantes y espectadores son dominados por el asombro y la autoadulación por su valentía. Así, en el caso de la guerra de Vietnam, las instituciones ideológicas permitieron un debate entre halcones y palomas; de hecho. el debate no sólo fue permitido. sino incluso fomentado en 1968, cuando sectores importantes del empresariado americano se volvieron contra la guerra por resultar demasiado costosa y perjudicial para sus intereses. Los halcones sostuvieron que, con firmeza y dedicación, Estados Unidos podría triunfar en su «defensa de Vietnam del Sur contra la agresión comunista». Las palomas respondieron poniendo en duda la fiabilidad de este noble esfuerzo, o deploraron el uso excesivo de la fuerza y la violencia para llevarlo a cabo, O bien lamentaron los «errores» y «malentendidos» que desencaminaron a los americanos en «nuestro exceso de rectitud y benevolencia desinteresada» (según el historiador de Harvard John King Fairbank, decano de estudios asiáticos en Estados Unidos y una destacada paloma académica) y los «torpes esfuerzos por hacer el bien» (Anthony Lewis, probablemente la principal paloma de los medios de comunicación). O a veces, en los límites exteriores del sistema doctrinal. preguntaban si realmente Vietnam del Norte y el Vietcong eran culpables de agresión, y sugerían que tal vez la acusación era exagerada.
La cuestión principal de la guerra, sencillamente es que Estados Unidos no defendía el país que «era fundamentalmente una invención de Estados Unidos».22 Más bien, atacaba el país, sobre todo desde 1962, cuando la aviación estadounidense empezó a participar en bombardeos en Vietnam del Sur y se emprendió la guerra química (defoliación y destrucción de cultivos) como parte del intento de mandar a millones de personas a campamentos donde podrían estar «protegidos» de las guerrillas survietnamitas a las que apoyaban por voluntad propia (como el gobierno de Estados Unidos admitió en privado), después de que Estados Unidos hubiese minado toda posibilidad de acuerdo político e instalado un régimen satélite que ya había matado a decenas de miles de survietnamitas. En el transcurso de la guerra, la principal ofensiva norteamericana fue contra Vietnam del Sur, y consiguió, a finales de la década de 1960, destruir la resistencia survietnamita al mismo tiempo que extendía la guerra al resto de Indochina. Cuando la Unión Soviética ataca Afganistán, podemos entenderlo como una agresión; cuando Estados Unidos ataca Vietnam del Sur, es en «defensa»: defensa contra la «agresión interna», como Adlai Stevenson proclamó en las Naciones Unidas en 1964; contra el «ataque desde dentro», en palabras del presidente Kennedy.
Nadie niega que Estados Unidos estuvo ocupado en un ataque contra Vietnam del Sur, sin embargo, es una idea que no se puede expresar, ni imaginar siquiera. No se encuentra insinuación alguna de un hecho como «el ataque estadounidense contra Vietnam del Sur» en los medios de comunicación o los intelectuales de la corriente principal, ni siquiera en la mayoría de las publicaciones del movimiento pacifista.23
Existen pocos ejemplos más contundentes del poder del poder del sistema de control del pensamiento en libertad que el debate acerca de la agresión norvietnamita y si Estados Unidos tenía derecho, bajo la legislación internacional, a combatirla en «autodefensa colectiva contra un ataque armado». Se escribieron obras eruditas que abogaban por las posturas contrarias y, en términos menos exaltados, el debate se trasladó al ruedo público abierto por el movimiento pacifista. El logro es impresionante: mientras el debate se centre en la cuestión de si los vietnamitas son culpables de agresión en Vietnam, no puede haber discusión sobre si la agresión norteamericana contra Vietnam del Sur fue en realidad lo que evidentemente fue. Por mi experiencia personal en este debate, con plena conciencia de lo que acontecía, sólo puedo decir que los adversarios de la violencia de Estado están atrapados, enredados en un sistema de propaganda de enorme eficacia. Fue preciso que los críticos de la guerra de Estados Unidos en Vietnam se hicieran expertos en los entresijos de los asuntos de Indochina: en gran parte algo irrelevante, puesto que la cuestión, siempre eludida,era los asuntos de Estados Unidos, como no necesitamos hacernos especialistas en Afganistán para oponernos a la agresión soviética contra ese país. Fue necesario, de principio a fin, entrar en el ruedo del debate en las condiciones establecidas por el Estado y la opinión de elite que le sirve, por más que uno pudiera entender que, al hacerlo, contribuía todavía más al sistema de adoctrinamiento. La alternativa es contar la pura verdad, lo que sería equivalente a hablar en una lengua extranjera.
Lo mismo puede decirse del debate actual sobre Centroamérica. La guerra terrorista de Estados Unidos en El Salvador no es un tema de discusión entre la gente respetable: no existe. El intento norteamericano de «contener» a Nicaragua es un tema permisible de debate, pero dentro de unos límites restringidos. Podemos preguntar si es lícito emplear la fuerza para «extirpar el cáncer» (según George Shultz. secretario de Estado) e impedir que los sandinistas exporten su «revolución sin fronteras», una descabellada construcción del sistema de propaganda del Estado, invención de los periodistas y otros comentaristas que adoptan esta retórica. Pero no podemos comentar la idea de que «el cáncer» que se debe extirpar es «la amenaza de un buen ejemplo» que podría extender el «contagio» por toda la región y fuera de ella, un hecho a veces admitido indirectamente, como cuando los funcionarios del gobierno explican que el ejército apoderado de Estados Unidos ha logrado «obligar [a los sandinistas] a destinar sus escasos recursos a la guerra alejándolos de los programas sociales».24
Durante los tres primeros meses de 1986, cuando se intensificó el debate sobre la inminente votación del Congreso sobre la ayuda al ejército apoderado de Estados Unidos que atacaba Nicaragua desde sus bases en Honduras y Costa Rica, la prensa nacional (New York Times y Washington Post) publicó 85 artículos de opinión de columnistas y colaboradores especiales sobre la política estadounidense con respecto a Nicaragua. Todos ellos censuraban a los sandinistas en posturas que iban desde la crítica más dura (la inmensa mayoría) hasta la moderada. Eso es lo que se llama «debate público». El hecho incontestable de que el gobierno sandinista había llevado a cabo reformas sociales eficaces durante los primeros años, antes de que la guerra de Estados Unidos desmantelara tales esfuerzos, apenas se podía mencionar; en 85 columnas, había dos frases que aludían a la existencia de esas reformas sociales, y la idea de que ésa es la razón fundamental para el ataque estadounidense – lo que no constituye un secreto para nadie – no se podía mencionar.
Los supuestos «apólogos» de los sandinistas fueron denunciados con dureza (anónimamente, para asegurarse de que no tuvieran oportunidad de responder, por insignificante que fuera esa posibilidad en todos los casos), pero no se permitió que ninguno de estos criminales expresara su punto de vista. No hubo referencia alguna a la conclusión de Oxfam de que Nicaragua era «excepcional» entre los 76 países en vías de desarrollo en los que esta organización trabajaba en el compromiso de los líderes políticos «de mejorar la situación de las personas y fomentar su participación activa en el proceso de desarrollo», y que de los cuatro países centroamericanos donde Oxfam trabajaba, «sólo en Nicaragua se ha hecho un esfuerzo considerable por resolver las injusticias en la posesión de tierras y por hacer llegar servicios sanitarios, educativos y agrícolas a las familias campesinas pobres», pese a que la guerra de la Contra puso fin a esas amenazas e hizo que Oxfam desviara sus esfuerzos de los proyectos de desarrollo a ayuda para aliviar los efectos de la guerra. No es concebible que la prensa americana permitiera un debate sobre la posibilidad de que el denodado esfuerzo de Estados Unidos por extirpar este «cáncer» incurriera estrictamente en su vocación histórica. Se puede abrir un debate sobre el método apropiado para combatir este enclave despiadado del imperio del mal, pero no puede sobrepasar estos límites autorizados en un foro nacional.25
En una dictadura o una «democracia» gobernada por militares, la línea del partido es clara, manifiesta y explícita, anunciada por el Ministerio de la Verdad o evidenciada por otros sistemas. Y debe ser obedecida públicamente; el precio de la desobediencia puede ir desde la prisión y el exilio en condiciones terribles, como en la Unión Soviética y sus satélites de Europa del Este, hasta espantosas torturas, violaciones, mutilaciones y genocidios, como en un dominio típico de Estados Unidos como es el caso de El Salvador. En una sociedad libre no se dispone de estos mecanismos y se utilizan medios más sutiles. La línea del partido no queda enunciada, sino que más bien se presupone. Aquellos que no la aceptan no son encarcelados ni enterrados en fosas tras ser sometidos a tortura y mutilación, pero la población es protegida de sus herejías. Dentro de la corriente principal, apenas es posible siquiera entender sus palabras en las pocas ocasiones en que se puede oír un discurso tan poco frecuente. En la época medieval, se consideraba necesario tomarse la herejía en serio, comprenderla y combatirla mediante una discusión racional. Hoy en día, basta con señalarla. Se ha inventado toda una serie de conceptos –«equivalencia moral», «marxista», «radical»... – para identificar la herejía y rechazarla sin mayores discusiones ni comentarios. Estas doctrinas peligrosas y prácticamente inexpresables se convierten incluso en «ortodoxias nuevas»26 que deben ser combatidas (más específicamente, identificadas y desechadas con horror) por la minoría en orden de batalla que domina la expresión pública en casi su totalidad. Pero las más de las veces simplemente se hace caso omiso de la herejía, mientras prosigue el debate acerca de cuestiones limitadas y generalmente marginales entre quienes aceptan las doctrinas de la fe.
Lo mismo puede decirse cuando volvemos a nuestro tema actual, el de Oriente Próximo. Podemos debatir si se debería permitir a los palestinos entrar en el «proceso de paz», pero no se nos consentirá que entendamos que Estados Unidos e Israel encabezan el bando rechacista y que han bloqueado sistemáticamente cualquier «proceso de paz» auténtico, a menudo con una violencia considerable. Con respecto al terrorismo. un erudito crítico advierte que deberíamos abstenernos de la «simplificación excesiva» y «examinar los orígenes sociales e ideológicos del actual radicalismo islámico y de Oriente Próximo», que da lugar a «problemas irresolubles y sin embargo reales»; deberíamos tratar de entender qué induce a los terroristas a proseguir con sus malvados procedimientos.27 Así pues, el debate sobre el terrorismo queda bien delimitado: en un extremo están los que lo ven simplemente como una conspiración del imperio del mal y sus agentes, y en el otro extremo hallamos pensadores más equilibrados que evitan esta «simplificación excesiva» y siguen investigando los orígenes internos del terror árabe e islámico. La idea de que puede haber otras fuentes de terrorismo en Oriente Próximo – que el emperador y sus clientes intervienen también en el drama – está excluida a priori; no se niega, pero es impensable: un logro considerable.
Durante todo el proceso, los moderados, las palomas liberales, desempeñan un destacado papel en la garantía del correcto funcionamiento del sistema de adoctrinamiento, al establecer firmemente los límites del pensamiento concebible.
En su Journal, Henry David Thoreau, quien en otra parte explicó que no pierde el tiempo leyendo periódicos, escribió:
No hay necesidad de una ley para controlar la libertad de prensa. Ya es ley suficiente, y más que suficiente, para sí misma. Prácticamente, la comunidad se ha reunido y ha acordado qué cosas se dirán, ha concertado una plataforma y la excomunión de quien se aleje de ella, y ni uno entre mil se atreve a decir nada más.
Su afirmación no es muy exacta. El filósofo John Dolan observa: «La gente no carecerá del valor para expresar pensamientos fuera del alcance permitido, sino que se verá privada de la capacidad de pensar tales cosas.»28 Ésa es la cuestión esencial, la fuerza impulsora de los «ingenieros del consenso democrático».
En el Nem York Tines, Walter Reich, del Woodrow Hudson International Center, refiriéndose al secuestro del Achille Lauro, exige que se apliquen normas de justicia estrictas a las personas que han «perpetrado asesinatos terroristas», tanto a los agentes como a los planificadores de esos actos:
Imponer un castigo menor por motivo de que un terrorista se cree un guerrero de la libertad marginado y agraviado mina la base en la que se asienta la justicia, al aceptar el argumento de los terroristas de que sólo sus conceptos de justicia y derecho, así como sus sufrimientos, son válidos. [...] Los palestinos – y cualquiera de los numerosos grupos que utilizan el terrorismo para satisfacer agravios – deberían abandonar el terror y encontrar otros medios, que impliquen inevitablemente un término medio, para obtener sus fines. Y las democracias occidentales deben rechazar el argumento de que cualquier excusa – incluso una que incluya un trasfondo de marginación – puede «atenuar» la responsabilidad del terrorismo contra inocentes.
Nobles palabras, que podrían tomarse en serio si el severo mandamiento judicial de llevar a cabo acciones punitivas rigurosas se aplicara también al emperador y sus clientes; de lo contrario, estas censuras tienen tanto mérito como las frases magnánimas generadas por el World Peace Council y otras organizaciones del frente comunista con respecto a las atrocidades de la resistencia afgana.
Mark Heller, director adjunto del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Tel-Aviv, explica que «el terrorismo patrocinado por el Estado es una guerra de baja intensidad, y por consiguiente sus víctimas, incluido Estados Unidos, tienen derecho a responder con todos los medios a su alcance». Se deduce entonces que otras víctimas de la «guerra de baja intensidad» y del «errorismo patrocinado por el Estado» «tienen derecho a responder con todos los medios a su alcance»: salvadoreños, nicaragüenses, palestinos, libaneses y muchas otras víctimas del emperador y sus adláteres en buena parte del mundo.29
Es cierto que estas consecuencias resultan sólo si aceptamos un principio moral básico: que nos apliquemos a nosotros mismos las mismas normas que aplicamos a los demás (y, si somos rigurosos, incluso más estrictas), Pero ese principio, y lo que resulta de adoptarlo, es poco comprensible en la cultura intelectual dominante, y apenas podría expresarse en los periódicos que exigen un castigo severo para los demás por sus crímenes. De hecho, si alguien sacara las consecuencias lógicas de estas sentencias y las expresara claramente, sería perseguido por incitar a la violencia terrorista contra los líderes políticos de Estados Unidos y sus aliados.
Las voces más escépticas en Estados Unidos están de acuerdo en que «el apoyo abierto del coronel Gaddafi al terrorismo es un mal flagrante» y «no hay ningún motivo para dejar que los asesinos salgan impunes si se conoce su autor [sic]. Ni puede ser un factor decisivo que en la represalia mueran algunos civiles inocentes, o que los Estados sanguinarios no teman jamás el justo castigo» (Anthony Lewis).30 Este principio da derecho a un gran número de personas en todo el mundo a asesinar al presidente Reagan y bombardear Washington aun cuando «en esta represalia mueran algunos civiles inocentes». Mientras estas verdades sencillas sean inexpresables e incomprensibles, en los casos aquí ilustrados y en otros muchos, nos estaremos engañando si creemos que participamos en una forma de gobierno democrática.
Existe un encendido debate en los medios de comunicación sobre si es lícito permitir a los piratas y a los ladrones expresar sus exigencias y puntos de vista. La NBC, por ejemplo, fue duramente condenada por realizar una entrevista al hombre acusado de planificar el secuestro del Achille Lauro, sirviendo así los intereses de los terroristas al concederles la libre expresión sin refutación, una vergonzosa desviación de la uniformidad exigida en una sociedad libre que funciona correctamente. ¿Deberían permitir los medios de comunicación a Ronald Reagan, George Shultz, Menájem Beguin, Shimón Peres y otras voces del emperador y su corte hablar sin refutación, defendiendo la «guerra de baja intensidad» y la «represalia» o la «acción preventiva»? ¿Están concediendo por tanto a los dirigentes terroristas la libre expresión, sirviendo así como agentes del terrorismo en masa? La pregunta no puede contestarse y, en caso de formularse, sólo sería rechazada con repugnancia u horror.
La censura literal apenas existe en Estados Unidos, pero el control de pensamiento es una industria próspera, ciertamente indispensable en una sociedad libre basada en el principio de decisión de la elite y en el respaldo o pasividad del público.
NOTAS
1. Sobre las cuestiones que se comentan aquí, véase Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, especialmente los capítulos 1 y 2.
2. Citado por Richard Fox: Reinhol Nebuhr, Pantheon, 1985, p.138.
3. John Dillin: Christian Science Monitor (22-4-1986).
4. «Una mayoría de americanos se muestra a favor del plan de paz saudí» (Mark Sappenfield, en Christian Science Monitor [15-4-2002], informando de los resultados de las encuestas). Este plan, adoptado por los Estados árabes en marzo de 2002, reitera el llamamiento a un acuerdo político entre dos Estados en términos del consenso internacional que ha predominado desde 1976, al que Washington sigue oponiéndose.
5. New York Times (2-6-1985).
6. New York Times (17-3-1985).
7. Véase Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, pp. 267, 300, 461; Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983, pp. 67, 189.
8. Isaac [Yitsjak] Rabin: The Rabin Memoirs, Little, Brown, 1979, p. 332. Ciñéndose a su postura moderada, Rabin cree que los «refugiados de la Franja de Gaza y Cisjordania» deberían ser trasladados al este del Jordán; véase Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, p.234, para citas representativas. Véase Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983, sobre el antiguo concepto de «traslado» de la población autóctona como solución al problema, y sus variantes actuales; por ejemplo, del rabino racista Kahane, o el socialista democrático Michael Walzer, quien insinúa que hay que «ayudar a marcharse» a aquellos que están «al margen de la nación», es decir, los ciudadanos árabes de Israel. La expresión «al margen de la nación» pone de manifiesto la contradicción entre los criterios democráticos básicos y el sionismo de corriente mayoritaria y su puesta en práctica en Israel. Véanse en Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982 y Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983, mis comentarios sobre este asunto, que casi no se puede mencionar en Estados Unidos.
9. Friedman aportó informaciones serias y profesionales desde el Líbano durante la guerra de 1982, y a veces lo hace también desde Israel; véase por ejemplo su crónica sobre la Franja de Gaza del 5 de abril de 1986.
10. Friedman: New York Times Magazine (7-10-1984); New York Times (17-3-1985); New York Times (21-3-1985), editorial; y muchos otros artículos de opinión e información.
11. Véase el capítulo 2, nota 58 y texto, para los detalles. Para una discusión más extensa del «proceso de paz» y el «rechacismo» en las acepciones no orwelianas de estos términos – es decir, en el mundo real – y de los eficaces esfuerzos del sistema de adoctrinamiento para eliminar los hechos de la historia, véase Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983.
12. Para una discusión más extensa, véase mi análisis de las memorias de Kissinger, reproducido en Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982.
13. La oferta de Sadat fue una respuesta a la propuesta del mediador de la ONU Gunnar Jarring, que Sadat aceptó. Israel reconoció oficialmente que ésta era una propuesta de paz seria, pero prefirió la expansión territorial a la paz. Cuando Jarring falleció el 29 de mayo de 2002, los principales periódicos estadounidenses publicaron necrológicas, pero omitieron el acontecimiento más importante de su carrera política, con una sola excepción: Los Angeles Times, que afirmó falsamente que ambas partes se habían negado a aceptar la propuesta de Jarring (Dennis McLellan, 1-6-2002, reimpreso en Boston Globe).
14. Eric Pace: New York Times (7-10-1981).
15. Para más comentarios, véanse Noam Chomsky: Turning the Tide, South End Press, 1985 y mis ensayos en Lawrence Friedman (ed.): U.S. International and Security Policy: The New Right in Historical Perspective, Psichohistory Review 15.2 (invierno de 1987), y en Thomas Walter (ed.): Reagan vs. The Sandinistas, Westview, 1987. También mi introducción a Morley y Petras: The Reagan Administration. El índice de engaño sobre estas cuestiones es impresionante.
16. Sobre estas cuestiones, incluidos los orígenes del concepto de «baza estratégica», las negociaciones posteriores a 1973 que condujeron al acuerdo de Camp David en 1979 y las acciones inmediatas de Washington para minar el Plan Reagan de 1982, así como el Plan Shultz para el Líbano pocos meses después, véase Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983. La realidad, suficientemente clara por entonces, es muy distinta de las versiones repetidas por los medios de comunicación y la mayoría de intelectuales, aunque a veces reconocida en parte años después; véase, por ejemplo, el capítulo 2, nota 47 y texto.
17. Rubinstein: Davar [diario official del partido laborista], (5-8-1983).
18. General (retirado) Mattityahu Peled: «American Jewry: “More Israeli than Israelis”», New Outlook (mayo-junio de 1975).
19. Pail: «Zionism in Danger of Cancer», New Outlook (octubre-diciembre de 1983, enero de 1984).
20. Véase Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982, pp. 247 y ss., para los detalles. Sobre la nueva legislación, véase Aryé Rubinstein: Jerusalem Post (14-11-1985). Para algunos comentarios israelíes que comparan las leyes israelíes con el apartheid surafricano, véase Ori Shohet: «No One Shall Grow Tomatoes…», suplemento del ha-Arets (27-9-1985) (traducido en News from Within, Jerusalén, 23-6-1986), donde se habla de los instrumentos que garantizan la discriminación contra los ciudadanos árabes en Israel y los árabes de los territorios ocupados con respecto a la tierra y otros derechos. El título se refiere a las normas militares que exigen a los árabes de Cisjordania obtener una licencia para plantar un árbol frutal u hortalizas, uno de los recursos empleados para permitir que Israel se apodere de tierras en los territorios ocupados basándose en derecho inadecuado.
21. Paul Berman: «The Anti-imperialism of Fools», Village Voice, 22 de abril de 1986, citando «un excelente ensayo» de Bernard Lewis en el New York Review donde se expone esta práctica doctrina. Para algunas otras aplicaciones ingeniosas del concepto de antisemitismo, véase Noam Chomsky: Fateful Triangle: The United States, Israel and the palestinians, South End Press, 1983, pp. 14 y ss. Sobre la matanza de Dueimá, véase Noam Chomsky: Turning the Tide, South End Press, 1985, p. 76.
22. Analyst, Pentagon Papers, 2, núm. 22, Gravel Edition, Beacon Press, 1971. La amenaza militar estadounidense, como se admitió, fue esencial para permitir la intervención de Estados Unidos con el fin de impedir el acuerdo político redactado en la Conferencia de Ginebra de 1954.
23. Para más comentarios, véanse Noam Chomsky: Towards a New Cold War, Pantheon, 1982 y mi libro For Reasons of State, Pantheon, 1973 [versión en castellano: Por razones de Estado, Ariel, 1975].
24. Julia Preston: Boston Globe (9-2-1986).
25. Para una discusión sobre estas cuestiones, véanse las referencias de la nota 15. El asunto del que se trata es el repertorio expresivo que se permite en el foro nacional, no las contribuciones individuales, que deben juzgarse según sus méritos.
26. Véase, por ejemplo, Timothy Garton Ash: «New Orthodoxies: I», Spectator (Londres) (19-7-1986). El cómico «debate sobre la “equivalencia moral” en Estados Unidos» (en el que sólo un bando recibe expresión pública pese a la rebuscada pretensión de lo contrario) merece una discusión por separado.
27. Shaul Bakhash: New York Review of Books (14-8-1986).
28. «Non-Orwellian Propaganda Systems», Thoreau Quarterly (invierno-primavera de 1984). Véase mi charla a un grupo de periodistas reproducida aquí, y la discusión subsiguiente, para más información sobre estos temas.
29. Reich: New York Times (24-7-1986); Mark Séller: New York Times (10-6-1986).
30. New York Times (21-4-1986).