martes, 1 de abril de 2008

El hecho concreto que sacude al país no deja espacio para medias tintas. Se está con o se está contra el lockout del “campo” o sigue "al duo pimpinela

El hecho concreto que sacude al país no deja espacio para medias tintas. Se está con o se está contra el lockout del “campo”.
“Libertad de los intereses antinacionales y antipopulares, para impedir que lo nacional y popular tenga medios de expresión. Esto es lo que se llama aquí - libertad de prensa”.
Arturo Jauretche

Primero lo primero

Por Eduardo Aliverti

El hecho concreto que sacude al país no deja espacio para medias tintas. Se está con o se está contra el lockout del “campo”. Y esto está dicho esencialmente, aunque no sólo, desde dentro del ejercicio periodístico y respecto de la cobertura de lo que sucede. Se escuchan posicionamientos ambiguos, siendo suaves, que terminan armando una ensalada indigerible entre que “lo importante es sentarse a dialogar”, que “las dos partes tienen su cuota de razón”, que “hay que bajar los decibeles”, que “la dirigencia agropecuaria fue desbordada por las bases”, que “es una locura la soberbia gubernamental y las acciones patoteriles de D’Elía y los camioneros”.

Esos ensaladeros son básicamente los pusilánimes, los mediocres, los que carecen de formación intelectual o ideológica sólida, los que no saben qué opinar y menos que menos, ni aun por intuición, de qué lado ponerse.

Pero no son subjetivamente tramposos. No les da la cabeza, simplemente, o, en el “mejor” de los casos, carecen de poder mediático para decir lo que en verdad piensan o sienten. Hay, en cambio, una fauna periodística con dos nutrientes: una está presa de que su negocio es el denuncismo antikirchnerista a rabiar, porque su target son los sectores culturalmente molestos de las clases medias urbanas; la otra, derecho viejo, está ligada a los intereses ideológicos y comerciales de sus multimedios, que le hacen el coro al “campo” con la amplificación desnuda, vacía, espectacularista, del tilingaje cacerolero y de las lágrimas de cocodrilo de gente que se cree la dueña del país. Una parte entre significativa y sustancial de la facturación de los grandes medios proviene de los emporios agropecuarios, de modo que a otro perro con el hueso de la independencia periodística en el tratamiento del lockout del “campo”. No mientan más. Basta de disfrazarse. El hecho concreto es que este paro salvaje generó un desabastecimiento cuyas víctimas, por vía inflacionaria, son los sectores más desprotegidos de la población. El hecho concreto es que los mismísimos protagonistas del paro reconocen que lo que está en juego no es perder plata, sino dejar de ganar alguna. El hecho concreto es que salieron a disputar el espacio público en defensa de sus intereses, a costa de joderle la vida a la mayoría de la sociedad porque esto no es un corte de calles en el centro porteño que perjudica la llegada puntual al trabajo. ¿Están a favor o en contra del hecho concreto? Díganlo de frente. Todo lo demás es anecdótico mientras no haya esa toma de posición definida frente a un episodio de esta magnitud.

El segundo aspecto, paradójicamente, es que todo eso que se transforma en anécdota por obra de idiotas útiles y cómplices viene a ser nada menos que el núcleo de lo que debería discutirse. En el turno gubernamental, la situación deja claro que (como en la gran mayoría de las áreas estratégicas) en el desarrollo agrícola-ganadero se carece de un proyecto de mediano y largo plazo que no sea explotar de soja, continuar aprovechando la demanda internacional de materias primas, recaudar con las retenciones y sentarse a tomar mate viendo cómo crecen las reservas del Banco Central. Por fuera de eso –y no solo como responsabilidad del Gobierno, que la tiene en primer grado, sino del conjunto de los actores sociales– no hay debate ni señalamientos alternativos que le importen mayormente a nadie. Quiénes son los principales beneficiarios de esta danza de agronegocios; qué será de la tierra con este esquema de virtual monocultivo, con crecientes riesgos de contaminación de todo tipo; cómo es posible que el 85 por ciento de la producción, en un territorio de cadena agraria, sea llevado por el más caro de todos los medios de transporte, que es el camión, mientras la recomposición de la red ferroviaria destaca como su estrella el montaje de un tren bala; cómo se explica que en este granero del mundo que puede darle de comer a 300 millones de personas haya un tercio de la población pobre e indigente; con qué se traga que más del 90 por ciento de los agentes del campo sean productores pequeños y medianos, y trabajadores rurales, pero casi la totalidad de la superficie en cultivo esté en manos de un puñado de terratenientes... El Gobierno viene eludiendo ese debate, al igual que los grandes medios de comunicación aliados a los fiesteros agroexportadores. Y un buen día, oh sorpresa, resulta que los fiesteros quieren más todavía y paran el país –no hacia dentro de sus cotos, donde siguen cosechando– ayudados por la bronca de los más débiles de la cadena, que les sirven de mano de obra piquetera. El contexto de muñeca política, nula o escasa, que tuvo el oficialismo para manejar el escenario es de segundo, tercer o último orden. El tono soberbio de Cristina, D’Elía corriendo de la plaza a los que de todas maneras se iban a ir apenas llovieran dos gotas, el uso de las huestes de Moyano como fuerza de choque, estructuralmente son pelotudeces. El partido no se juega ahí más que como sección secundaria. Se juega en cómo se reparte la torta y para qué.

Sin embargo, que el Gobierno se apropie de una parte de las rentas descomunales del “campo” no puede ser puesto en duda como derecho del Estado, en tanto lo estatal es concebido como regulador de los desequilibrios sociales. Es atrozmente cínico sostener que uno se deja meter la mano en el bolsillo por el fisco sólo si ve que eso es devuelto en el mejoramiento de la calidad de vida de la sociedad. ¿Desde cuándo les importa a estos tipos que las rentas del Estado vuelvan al pueblo en salud, educación, vivienda, servicios públicos? La discusión primaria no puede basarse en si es justificable la atribución del Estado para tomar porciones de lo que produce la economía. Para qué se usa esa retención es un debate que viene después, y que los fiesteros pretenden poner antes. Propiciadores, mandantes y socios de cada dictadura que asoló al país, la única novedad de esta oligarquía, a la que hoy quedaron pegados sectores dirigentes del agro con propuestas históricamente progresistas, es que el gran capitalista agrario tradicional cedió terreno frente a un conjunto limitadísimo de transnacionales y grupos locales, introductores de la valorización financiera de la tierra a través de sus fondos de inversión. Concentración extranjerizada, pero en el fondo semántico, como categoría política, los mismos intereses de la derecha oligárquica de toda la vida.

¿A favor o en contra de su lockout? Para empezar a entenderse desde un lugar tan concreto como la medida que lanzaron. El resto lo discutimos después.



EL DUO PIMPINELA O LA VERSIÓN TRAGICÓMICA DEL "PERIODISMO"

Ernesto Tenembaum Y Marcelo Zlotogwiazda


Esta pareja de periodistas "progres" se han montado sobre el negocio de "pegar al kirchnerismo". De manera insistentes, escriban o actúen graciosamente en televisión, todo su razonamiento los lleva inexorablemente a "pegar" al gobierno anterior y al actual. Ellos ante las cámaras siempre ríen. Comenten lo que comenten, una fingida y nerviosa risa instalan permanentemente en sus rostros, como si estuvieran estalados en la "luna de Valencia", o en alguna nube interestelar.

Son la mejor representación de la versión periodística que Eduardo Aliverti enuncia como:Hay, en cambio, una fauna periodística con dos nutrientes:

  1. una está presa de que su negocio es el denuncismo antikirchnerista a rabiar, porque su target son los sectores culturalmente molestos de las clases medias urbanas;
  2. la otra, derecho viejo, está ligada a los intereses ideológicos y comerciales de sus multimedios, que le hacen el coro al “campo” con la amplificación desnuda, vacía, espectacularista, del tilingaje cacerolero y de las lágrimas de cocodrilo de gente que se cree la dueña del país.
  3. Ud. elija en cual de estas dos categorías los ubica

OPINION

Estamos todos locos

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Imagen: Guadalupe Lombardo
Por Ernesto Tenembaum

El conflicto entre el sector rural y el Gobierno puede ser analizado desde distintos puntos de vista. Como siempre, las perspectivas ideologizadas, maniqueas y moralistas suelen ser más estruendosas y vendedoras que las posiciones moderadas. También, suelen ser las que más daño le hacen al país. A mi entender –que, naturalmente, es discutible– hay dos posiciones extremas que evitan abordar lo que realmente es el tema de discusión. Para una de ellas –expresada por el Gobierno y por sus simpatizantes– se trata de un conflicto entre el campo popular y la oligarquía. Según esta concepción, el Gobierno, en defensa de los intereses de todos los argentinos, impone retenciones al campo, y la oligarquía reacciona con un lockout patronal con tufillo golpista. Algunos de los defensores de esta posición la atenúan, al destacar que el poder político debería atender los reclamos de los pequeños y medianos productores, pero que el eje del problema no es ése, sino el intento desestabilizador que pusieron en marcha los sectores del privilegio para evitar la distribución del ingreso. La posición opuesta sostiene que la voracidad fiscal del Estado oprime al campo, que mantiene al país y es víctima de una actitud autoritaria y rapaz. Por lo tanto, la única alternativa que les queda, para ser escuchados, consiste en desabastecer de alimentos al resto de la sociedad.

Es un clásico argentino. Demasiada gente grita, utiliza conceptos ideológicos, recurre a medidas extremas, patotea, alza las banderas para que pase la farolera, y muy pocos discuten realmente los hechos. Siempre fue así. Hubo bandos desde que comenzó la historia del país. Y palabras grandilocuentes, estruendosas que justificaban las peores locuras y ubicaban en el lugar del traidor a cualquiera que dudara: a izquierda y a derecha, siempre fue así. En este caso, quizás haya una lectura intermedia que permita percibir otros elementos. A mi entender, lo que ha ocurrido en la Argentina en los últimos quince días refleja la existencia de un serio problema de relaciones sociales que afecta a todas las partes y que las referencias ideológicas sólo contribuyen a disfrazar.

El Gobierno anuncia hace quince días la imposición de nuevas retenciones al sector rural, que se suman a las que ya existían. Esa medida, ahora se sabe, no representa demasiado –al menos en sí misma– ni para distribuir el ingreso, ni para nada. Es una medida de efecto marginal. Con toda la furia, permitiría recaudar aproximadamente 1500 millones de dólares. Para el Estado, eso es poco. Tan poco que representa apenas la tercera parte del tren bala, o la mitad de los fondos extras destinados para esa extravagancia, ya que esta misma semana el Gobierno anunció que deberá invertir 4000 millones y no los 1200 anunciados originalmente. Es decir que el Gobierno tenía margen para tomar la medida o para no tomarla.

No era de vida o muerte.

Podía darse un tiempo para agotar los esfuerzos para que tuviera consenso al menos en los sectores más débiles.

No hizo ni una cosa ni la otra: no contempló a los más vulnerables ni tampoco apeló a la política para tener una mínima red de consenso. Y no había incendio que justificara la urgencia.

Tanto es así que la argumentación oficial posterior al conflicto confirma esos elementos. Sostener que al campo le ha ido bien en estos años es una obviedad. Agregar que las retenciones son una medida justa, en fin, hasta Mario Blejer lo defiende. Insistir en que es necesario distribuir el ingreso es correcto. Recordar que la oligarquía rural siempre conspiró contra los gobiernos populares ya lo enseña Felipe Pigna en sus libros. Recitar que en el campo usan cuatro por cuatro es una pavada. Pero son todos artilugios, picardías, chicanas, para evitar el fondo de la cuestión.

Las preguntas clave sobre la manera en que se aplicaron las retenciones móviles son otras: ¿sabe el Gobierno cuál es el ingreso promedio de los productores de cincuenta o cien hectáreas, diferenciados por tipo de cultivo y región del país? ¿Sabe cuántos son? ¿Realmente ellos “la levantan en pala” o, en cambio, aunque les va mejor que hace unos años, están al límite, ganan menos, por ejemplo, que un jefe de Gabinete o un ministro o un periodista o un camionero? ¿Sabe cómo serían afectados por la ampliación de las retenciones? Esas preguntas no fueron respondidas en ningún discurso presidencial, por ningún reportaje de los concedidos por ministros, en ningún paper de los distribuidos por Economía. Esto es: o no lo saben –lo que era un requisito previo para tomar las medidas– o lo ocultan porque es un dato que no conviene difundir. Y es muy importante por varias razones: este paro no tendría ninguna legitimidad sin el aporte de los pequeños productores, ellos son los más duros en el conflicto; y, además, si se aplica un impuesto a un sector débil se lo pone ante la disyuntiva de entregar su propiedad a sectores más concentrados. Eso ha pasado muchas veces cuando la ideología va despegada de cierta solvencia técnica: se la justifica por izquierda pero suele tener efectos por derecha.

Hasta aquí, por lo menos en mi opinión, el Gobierno no ha conseguido explicar cuál era la urgencia de la medida, por qué no se intentó consensuarla, ni cuáles eran sus efectos sobre los sectores más débiles de la economía rural. Revistió el conflicto de recursos ideológicos muy eficientes en la sociedad argentina, que siempre tiene gente tan dispuesta a alzar las banderas, para que pase la farolera, mantatirulirulá.

Pero no explicó lo central.

La ampliación de las retenciones desató un nivel de irracionalidad sin precedentes. La decisión de los piquetes rurales de desabastecer el país, como primera medida de fuerza, tiene una magnitud difícil de encontrar en la historia democrática argentina. Es extraño que entre los ruralistas no haya aparecido al menos una voz sensata que advirtiera sobre la obscenidad de dejar pudrir alimentos en las rutas. Por donde se lo mire, es una canallada. Es mentira que la culpa de semejante barbaridad sea del Gobierno. Cualquier dirigente sabe que entre todo y nada hay un camino intermedio para recorrer. La decisión de cortar los caminos durante quince días parece más bien un intento revolucionario que una resistencia a una medida impositiva sectorial. Faltaban Pancho Villa o los coroneles franquistas y estábamos todos. La simpatía que semejante disparate generó en sectores diversos de la sociedad –los medios conservadores, sectores urbanos profesionales, entre otros– refleja, en todo caso, que la desmesura, el autoritarismo, el doble discurso, no afectan sólo al Gobierno.

Es decir: a partir de una medida difícil de justificar –por sus maneras y por la extensión de los afectados y por la ignorancia oficial sobre sus consecuencias en los eslabones más débiles–, se produce una respuesta de dimensiones aún más escandalosas que la medida en sí, con un agravante: la reacción podría haber causado muertes. El corte de los caminos por parte de los productores rurales debería marcar un ejemplo sobre lo que no debe hacerse en un país democrático. Podrá ser cierto que los pequeños y medianos productores no están en una situación holgada, pero tampoco son los más desesperados de la sociedad argentina. Y ellos, los que peor la pasan, jamás han respondido de manera extrema ante su sufrimiento.

Para colmo, del lado del Gobierno, ante la contundencia de la protesta, les enviaron a los camioneros de Pablo Moyano para amenazarlos, mientras los funcionarios respondían al “campo” –así, en términos generales, sin diferenciación– con insultos y provocaciones. Sobre llovido, mojado: a la medida original discutible, le siguió el intento de desabastecer al país y después el envío de patotas para desarticularlo. Luego, el discurso presidencial que abroqueló a todos los sectores rurales involucrados en contra y la reacción de cacerolas y manifestantes en todo el país para repudiar al Gobierno, pintadas a favor de Videla incluidas. Por si fuera poco, los Kirchner envían a Luis D’Elía a pegarles a los manifestantes disidentes. Todo esto, mientras en las rutas había situaciones delicadísimas: un enfermo cardíaco murió en Córdoba por los piquetes.

Es decir que durante quince días, a partir de una medida muy discutible tomada por el Gobierno –y, además, de no demasiada magnitud cuantitativa–, los argentinos estuvimos a punto –realmente, a punto– de agarrarnos a tiros.

Ese es el elemento central de esta semana.

A mi entender, el Gobierno tiene más responsabilidad que los ruralistas en todo lo sucedido, simplemente, porque un Gobierno es más responsable que los demás respecto del clima que crea en un país. Los funcionarios deberían medir la reacción que podría provocar una medida o un discurso. Pero, al mismo tiempo, es indignante percibir la magnitud de la respuesta y la condescendencia de los medios conservadores respecto de los piquetes más salvajes que tuvo la historia argentina reciente. Los Kirchner tienen una extraña vocación por la violencia callejera cuerpo a cuerpo. El envío de D’Elía a golpear disidentes –y su jerarquización en el palco oficial de Parque Norte– recuerda los cadenazos que recibieron otros caceroleros por parte de una patota oficial en Río Gallegos en diciembre del 2001, o el increíble aval oficial que recibió Daniel Varizat luego de arrollar con su cuatro por cuatro (no sólo las tienen los productores rurales) a una docente, o las patoteadas en el Hospital Francés. La derecha tiene una notable vocación por la violencia cuando justifica, defiende y promociona los piquetes que desabastecen a un país. Hay pocos inocentes en esta historia que, vale la insistencia, en cualquier momento, por un motivo u otro, provocará muertes que nunca son las de familiares de los dirigentes, de un lado u otro del espectro.

Con todo respeto, sin ánimo de ofender, es una historia demasiado triste y, por momentos, parece que están todos locos. La Argentina tiene una oportunidad única en estos tiempos: no hay amenaza militar, no hay amenaza de crisis económica. No ocurrió eso en un siglo. Hay plata y tiempo para reformar la educación, la salud, la ciencia, la infraestructura del país y cambiar la historia. Estaría bueno que, en el medio, no nos agarráramos a tiros por una medida fiscal de relativa importancia. Y que no revistamos de ideología, dignidad o lucha de clases lo que, simplemente, parece el reino de la estupidez, la ambición (de dinero, de poder), la exageración y la paranoia. Por momentos parece que el gran enemigo para el crecimiento de este país es la locura, que a ambos lados del espectro político se disfraza con conceptos ideológicos poco apropiados para lo módico que fue el disparador del conflicto.

Por supuesto, es más sencillo ubicarse de un lado o del otro. Calificar de traidor a todo el que duda o marca las incoherencias en ambas partes y alzar la bandera para que pase la farolera. En este país siempre hemos sido muy coherentes, siempre hemos tenido razón, siempre justificamos nuestra actitud en las barbaridades de los otros.

Y nos ha ido realmente muy bien.

¿O no fue así?

Intenciones

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Por Marcelo Zlotogwiazda

El esquema de retenciones móviles para los próximos cuatro años que se anunció el martes 11 pretendía capturar parte de la mayor renta extraordinaria que recibía el agro por el reciente aumento en los precios internacionales, satisfacer la previsibilidad que le reclamaba el sector en relación a ese impuesto y desincentivar un poco el vertiginoso proceso de sojización para que recuperen terreno los productos que forman parte de la dieta alimentaria básica (trigo, maíz, carne, leche) y para que esa mayor oferta descomprima la presión inflacionaria.

Objetivos todos muy loables. Mucho más si se supone que la recaudación adicional será eficaz y equitativamente aplicada. Pero como dice el refrán, de buenas intenciones también está empedrado el camino del infierno. Y si en los días pasados el país estuvo teñido de imágenes acordes a la Argentina infernal de 2001 y 2002 pero insólitas para un país que exhibe record de crecimiento histórico, disminución a la mitad de la pobreza, a un tercio del desempleo, reservas por más de 50.000 millones de dólares, solvencia fiscal y superávit comercial, etc. etc., es porque hubo una reacción desmesurada por parte del campo, pero también porque las buenas intenciones quedaron sepultadas por los errores técnicos y políticos de la iniciativa oficial.

Ejemplo del primer tipo de error fue haber fijado precios para el productor (casi) máximos por los próximos cuatro años independientemente de lo que suceda con los costos. El nuevo esquema establece que, a partir de determinada cotización internacional (600 dólares la tonelada para soja, trigo y girasol, y 300 para el maíz), el 95 por ciento es retenido por el Estado. Al no contemplar los costos, queda incluso abierta la posibilidad de que éstos perforen el techo. La objeción fue respondida desde el Ministerio de Economía diciendo que, llegado el caso, lógicamente se revisaría el esquema, pero la palabra no escrita no fue suficiente para los desconfiados ruralistas.

También se argumentó que en el petróleo rige un esquema de retenciones parecido que funciona. La diferencia está en que el margen en el negocio petrolero es muchísimo mayor que el agrícola, y que sus costos no están subiendo al ritmo del de algunos insumos clave del campo: desde agosto del año pasado el glifosato aumentó un 60 por ciento y la urea y el fosfato diamónico, más del 50 por ciento.

El error político más grosero fue haber anunciado una medida que por su naturaleza afecta a todos los productores por igual, sin mecanismos compensatorios para productores pequeños o de zonas de menor rendimiento. La insólita alianza de la Federación Agraria con la Sociedad Rural y con CRA sólo puede ser consecuencia de suma torpeza.

Hasta este episodio, el manejo de las retenciones había sido el gran acierto tanto del kirchnerismo como antes del gobierno de Eduardo Duhalde, que sirvió para desacoplar los precios internos de los internacionales y como fuente de recursos fiscales. Pero más allá del uso de esa valiosísima herramienta, la política agropecuaria de los últimos años ha sido muy defectuosa. Por empezar, la sojización que ahora se quiere limitar es un proceso que cinco años atrás ya estaba en impetuoso desarrollo. A lo que se suman sucesivos fracasos para articular una política ganadera que permita abastecer de carne y lácteos a precios accesibles para los sectores populares pero también aprovechar la extraordinaria oportunidad que brinda la creciente demanda mundial de esos productos. Por supuesto que en esto también hay responsabilidad del sector privado.

Dado el carácter no coparticipable de las retenciones, su creciente importancia como fuente de recaudación hizo que se multipliquen los cuestionamientos a una excesiva centralización fiscal. La objeción es atendible en tanto distorsiona los históricos criterios de reparto entre la Nación y las provincias, y habilita el uso arbitrario y clientelar de los fondos. Pero la protesta por una supuesta apropiación de recursos por parte del poder central no es válida desde el momento en que los recursos son gastados en todo el país.

A propósito de los tributos al campo y el federalismo, es hora de que los gobernadores dejen de hacerse los distraídos con el cobro del impuesto inmobiliario rural, actualizando catastros y valores. Lo que de paso le facilitaría a la AFIP llevarse una mejor parte vía Bienes Personales.

zlotogwiazda@hotmail.com