miércoles, 9 de abril de 2008

La cobertura de los medios en el conflicto sojero argentino

El lugar del pequeño productor y del Estado en el conflicto

Para seguir pensando el lockout

La crisis ha mostrado a pequeños productores junto a grandes, alianza que ha sorprendido a muchos. En tanto, el Estado ha demostrado poca pericia en el diseño de una política micro para los distintos protagonistas del sector.

Opinión

¿Qué es un chacarero?

Por Eduardo Sartelli *

Pregunta importante en la historiografía de la agricultura argentina, la naturaleza del chacarero pampeano está hoy de nuevo sobre la mesa. De su respuesta dependen las características de la estructura agraria, así como el grado de desarrollo de la sociedad argentina y, por lo tanto, la viabilidad de los programas políticos, desde los más conservadores hasta los que se postulan revolucionarios. La “cuestión agraria” constituyó uno de los debates más acalorados de los años ’70, impulso que se fue agotando en las décadas siguientes.

Las definiciones que victimizan al chacarero enfatizan su incapacidad para acumular capital, por culpa de terratenientes omnipotentes, parasitarios y absentistas, que lo reducen casi a un siervo medieval. Estas posiciones han sido compartidas por un amplio espectro político: en el peronismo (Horacio Giberti), en el radicalismo (Aldo Ferrer) e incluso en la izquierda maoísta (Azcuy Ameghino). Todas caen en la misma conclusión: hace falta una reforma agraria para instalar el capitalismo en el campo.

Las que ubican al chacarero como un pequeño burgués avanzan en el conocimiento de la realidad, al utilizar una categoría que corresponde al desarrollo capitalista, de la Argentina en general y de la región pampeana en particular. No obstante, sus defensores suelen utilizar una retórica pre-kautskiana, defendiendo las virtudes productivas y sociales de la pequeña propiedad. Tanto las primeras como las segundas tienen la misma concepción del desarrollo económico de la Argentina: la gran producción es negativa, no representa un avance de las fuerzas productivas sino el estancamiento y el atraso. La realidad actual de la Argentina desmiente palmariamente estas afirmaciones. La del resto del mundo, también. Otra discusión es la forma en que los resultados económicos y humanos de la producción social se distribuyen, pero en el capitalismo es así y al que no le gusta, debiera ir pensando en otro tipo de sociedad.

En realidad, el chacarero nunca ha sido un “pequeño productor”. Ya en 1912, en épocas del Grito de Alcorta, la producción triguera y maicera, en su mayoría, se realizaba en explotaciones que superaban las 200 y 300 hectáreas. Es decir, bajo relaciones claramente capitalistas. Dicho de otro modo, el núcleo de los chacareros era burgués. Precisamente, durante la década que sigue a Alcorta serán expulsados del agro capas importantes de pequeña burguesía (menos de 150 hectáreas). Es decir, explotaciones en las cuales hay una presencia importante de mano de obra familiar. Investigaciones propias me permitieron calcular que incluso en ese horizonte el mayor porcentaje de la producción de valor estaba en manos de los asalariados contratados para la cosecha. Dicho de otra manera: los chacareros más pequeños, ya en aquella época, eran explotadores de fuerza de trabajo. ¿Qué fue, entonces, el chacarero? El nombre de fantasía que tomó la alianza de la pequeña burguesía y la burguesía agrarias al momento de movilizarse exigiendo la reducción de los arrendamientos.

Pasada la crisis, hacia 1920, el mundo chacarero es dominado por la fracción burguesa de la alianza, dirigida, desde la Federación Agraria Argentina, por Esteban Piacenza, un simpatizante del fascismo italiano. Para el que se imagina que la FAA es la “izquierda” del campo y que toda relación con la Sociedad Rural es extraña, habría que recordarle que el chacarero pampeano también tuvo en su momento simpatías por la Liga Patriótica y que, en 1928, se unió a los “oligarcas” para pedirle a Yrigoyen el envío de tropas a fin de sofocar la huelga de peones de cosecha. También habría que recordar que en Gualeguaychú se produjo una de las más encarnizadas batallas, de las varias que protagonizó la Liga contra la clase obrera rural durante el primer gobierno radical, con muertos, heridos y apaleados.

Hoy día, cuando un “chacarero” propietario de 100 hectáreas en el sur de Santa Fe tiene un capital, sólo en tierra, superior al millón de dólares, vale la pena cuestionarse acerca de la “pequeñez” de quienes viven del trabajo ajeno, es decir, del peón rural, el peor pago de la Argentina, y del derecho que los asiste a la riqueza social.

* Docente de la UBA y la Universidad de La Plata, director del Centro de Estudios e Investigaciones en Ciencias Sociales.



09-04-2008
La cobertura de los medios en el conflicto sojero argentino
Los juglares del capitalismo mediático

Tomás Barceló Cuesta

Si al señor Luís D’Elía le hubiera faltado un diente, es muy probable que el detalle no escapara a la mirada de los medios que tanto lo castigaron. Ideal para acentuar su condición de hombre propenso a la violencia, título con el que lo invistieron. Desde finales del siglo XIX, ya el criminalista italiano Cesare Lombroso había trabajado con semejantes ideas. Y creo que por ahí deben andar los orígenes del concepto portador de rostro con el que tanto le gusta trabajar a las policías urbanas a la hora de levantarse cualquier sospechoso y meterlo en el carro patrullero.

El señor D’Angelis, piquetero en Gualeguaychú, y el señor D’Elía, presentado como piquetero integrado al equipo del gobierno nacional, fueron las dos figuras que los medios lograron ubicar en los extremos de la confrontación entre la protesta agraria contra las retenciones que el gobierno nacional quiso imponerle a los productores del campo -y al parecer logró-, y el gobierno mismo. Hicieron bien los medios. Es necesario incluso. La gente lo necesita. En los conflictos de semejante envergadura, la gente necesita focalizar un líder y su contraparte. Y ahí estuvieron los señores D’Elía y D’ Angelis para satisfacer a la gente, ayudados por el empujón mediático. Todo un novelón, con guión elaborado al calor de los acontecimientos.

Está claro que el líder, según el parecer de casi todos los medios, fue el gringo D’Angelis. Y la bestia oscura el señor D’Elía, exhibido como fiel cancerbero del gobierno nacional. Hasta en el periódico La Nación salió publicada una foto de D´Elía, tomada con un lente gran angular y desde un ángulo contrapicado -ideales para obtener una lograda deformación del sujeto retratado-, donde se le hace aparecer con gestos y expresiones poco deseables, como si fuera un infradotado babeante, ansioso de violencia.

No debió ser así. Noticieros y periódicos impresos, y buena parte de esa abundante producción televisiva a la que el escritor Mempo Giardinelli gusta llamar televisión basura, debió intentar al menos un saludable distanciamiento del conflicto, para con serenidad arrojar luces allí donde todo se hacía más oscuro y confuso.

El periodismo, al menos en sus postulados éticos, debe perseguir y encontrar la verdad sin despojarla del sentido de la justicia. Aunque la propia verdad y la justicia sean tan escurridizas. El periodismo en su conjunto, y sus vehículos, que son los medios de comunicación y toda su parafernalia tecnológica, debiera ser vocero de la ciudadanía y no representante de tal o más cual empresa, o partido político en particular.

Pero eso, si alguna vez se logró, terminó convirtiéndose en utopía. Porque el capitalismo, en su espiral de crecimiento, arrastró consigo a los medios de comunicación masiva. En su lógica de consolidación de un modelo económico que cada vez más se caracteriza por la concentración de las riquezas, logró que los medios se ajustaran a esa lógica de concentración. Hay un concepto maquiavélico que la sustenta: quien domina la información, tiene el poder.

Y como el capitalismo es el sistema económico dominante, en un mundo ideológicamente unipolar, de su lógica se contamina todo lo demás. No es extraño, pues, que ocurra en la propia política. El manejo y la conducción de la política están cada vez más concentrados en escasos partidos. De ahí la modalidad, consolidada e irradiada desde los Estados Unidos, del bipartidismo. A veces la diferencia entre un partido y otro es tan insustancial, que ambos terminan siendo las dos cabezas que alimentan y nutren al mismo cuerpo del monstruo al cual pertenecen.

Los accionistas y dueños de los pulpos monopólicos, han ido a la conquista del poder total. En la puja por alcanzarlo se despojan de la ideología como un cuerpo pudiera hacerlo de un traje inservible. Impera, por sobre cualquier otra consideración, la acumulación de poder para lograr mayor acumulación de riquezas. El arma más poderosa que unos y otros contendientes utilizan para alcanzar la victoria, es la información. A fin de cuentas, una sola ideología cuyos representantes compiten entre sí. Un sistema y su ideología que, incubados en su propio seno, se reproducen desde sí mismos como aliens siniestros de insaciable voracidad.

Contrariamente a lo que suele pensarse, y muchos medios pretenden hacer creer, la agricultura y su cadena productiva no es ajena a esa dinámica, por el contrario, la afianzan. La consolidación cada vez mayor del latifundio –que siempre existió- en desmedro del pequeño y mediano productor, con la gradual eliminación de los mismos, o su adhesión obligada a la cadena productiva donde quien impone las reglas es el que más tiene, es consustancial a la concentración de las riquezas capitalista. Una derivación de la misma es: más tierra en manos de unos pocos, poca tierra repartida entre muchos. Ello, más la moderna tecnificación de los procesos productivos, donde intervienen e influyen directa o indirectamente grandes consorcios proveedores de tecnología agrícola, reconocidas firmas mundiales de herbicidas y plaguicidas, y laboratorios de marca en la creación de semillas transgénicas, convierten al campo en campo de batalla donde se dirime no ya la existencia del capitalismo, sino su consolidación absoluta como sistema dominante.

De esa ecuación, que no es nueva, sus resultados saltan a la vista: despoblamientos de las zonas rurales; emigración de sus poblaciones hacia las ciudades; desarraigo de la cultura de la naturaleza; aumento de la pobreza; y crecimiento acelerado de las villas de la pobreza, las cuales terminan siendo, de la mano de la supervivencia necesaria, verdaderos focos de delincuencia.

La simple alteración de esa ecuación, sobre todo en un país como Argentina, agro exportador por excelencia, débilmente industrializado y proveedor de materia prima a las industrias del primer mundo, presupone un escándalo de mayúsculas proporciones. Sobre todo porque en el país hay una figura largamente manoseada en el imaginario de su ciudadanía: la patria es el campo; el campo es la patria. Si al campo le va mal, a la Argentina le va mal. Si al campo le va bien, al país le va bien.

Postulado terriblemente desesperanzador. Sobre todo para un país que está entre los 10 más grandes del mundo, con incalculables riquezas de reservas a pesar de las depredaciones de sus suelos, y que puede salirse de semejante condena, de ese fatalismo rural, con un poco de voluntad política y consenso ciudadano.

Argentina es el país de las comparaciones. Muchos de los periodistas o conductores de programas que ahora lanzaron duras críticas al gobierno nacional, alienados abiertamente con los piquetes rurales, han esgrimido criterios que comparan a la Argentina con otros países más pequeños, de mucho menos recursos pero con industrias fuertemente desarrolladas: Japón, Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania… Algunos se han manifestado contra el monocultivo extendido de la soja, ante la alarma del daño que puede originarle a los suelos y la acelerada deforestación de grandes extensiones para lograr su cultivo.

Formidable ejercicio de la hipocresía. O la desmemoria conciente. O eterno padecimiento de adolescencia. Ahora condenaron las retenciones decretadas por el gobierno nacional. Ensalzaron las patrióticas conductas de los piquetes rurales, sin ningún cuestionamiento, ni tan siquiera una velada crítica. Ellos, los salvadores de la patria. Verdadera cruzada contra una medida gubernamental que ni siquiera intenta, ni por asomo, cuestionar el sistema, como sugirió la propia presidenta en su segundo discurso, sino pretender que ese sector agrícola que tanto tiene y tanto gana, aporte algo para que la desigual distribución de las riquezas no sea tan grosera.

Acusaron al gobierno nacional de fomentar la división entre la ciudad y el campo. Lo responsabilizaron por el desabastecimiento del país. Pusieron en la picota pública a la presidenta, junto a su joven ministro de economía. Pedían que rodaran cabezas. En programitas radiales de cuarta, tildaron a la señora Cristina Fernández de superficial, ajena al conflicto que se avecinaba, porque mientras los productores del campo cerraban las rutas del país, ella enviaba a su chofer a comprarle costosas carteras. La acusaron de prepotente, de soberbia, de unitaria. Le echaron en cara la injusta coparticipación de la renta nacional. La cubrieron de duros epítetos. Sólo faltó lanzar un llamado a la armas.

Pudo apreciarse cómo esa otra Argentina provinciana, que pervive en el alma de mucho de sus ciudadanos, ancestralmente rural y conservadora, se revolvió en sí misma alzando su voz contra lo que consideraba tamaña injusticia. Si al campo le va mal, a nosotros nos va mal. Las preguntas caen por su propio peso: ¿Cuándo los productores agropecuarios alzaron su voz para condenar los altos precios de los productos en el mercado, en mínimo gesto de solidaridad hacia una enorme mayoría que vive en las ciudades? ¿En qué momento las entidades agrarias condenaron el asesinato del maestro Carlos Fuentealba cuando junto a sus compañeros exigía en las calles de Neuquén un salario digno? ¿Dónde estaban cuando los sucesos del 2001, qué pensaban, qué postura pública tomaron cuando el país que ellos y los medios dicen representar, parecía quebrarse en dos?

¿Saben los productores agrícolas que en las inmediaciones de sus ricos campos, hay niños que padecen desnutrición crónica, condenados a una muerte prematura, muchos de ellos descendientes de aquellos aborígenes que los bisabuelos y tatarabuelos gringos les arrebataron las tierras?

La historia está ahí, pisándonos los talones. Sólo hay que volver la cabeza y mirar. Ejercicio incómodo, sin lugar a dudas, para los juglares del capitalismo mediático, temerosos siempre de que sus voces sean acalladas para siempre por la avalancha de las verdades incontestables.

Tomás Barceló Cuesta es reportero gráfico, escritor y periodista cubano, radicado en Argentina.



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Ojos irritados. Dolor de cabeza y estómago. Vómitos. Piel –de manos, cara y piernas– en carne viva. Es la historia clínica de Maira Castillo, de sólo 4 años, que tuvo su primera intoxicación aguda con agrotóxicos, con posterior internación y terapia intensiva. La familia Castillo vive en Quimilí, integra el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-Vía Campesina), trabaja esa chacra desde hace cinco décadas y no duda en la causa de sus males: miran al campo vecino, millares de hectáreas con soja, y señalan una avioneta bimotor que fumiga con veneno. Miles de casos, y cientos de denuncias, se repiten desde hace diez años en decenas de provincias, pero siempre chocaron con la misma barrera legal, la falta de estudios que avalen el padecimiento campesino. Aquí, una serie de investigaciones que confirman el efecto tóxico y contaminante del glifosato, el herbicida más utilizado en la industria sojera. Todas las acusaciones apuntan al producto comercial Roundup –de la compañía estadounidense Monsanto, la empresa de agronegocios más grande del mundo–, acusado de provocar alergias, intoxicaciones, malformaciones, abortos espontáneos, cáncer y muerte. Campesinos, pueblos originarios, médicos rurales, bioquímicos e investigadores coinciden en las denuncias y responsabilizan al actual modelo agropecuario, de monocultivo, semillas transgénicas y químicos.

Soja, químicos y acusaciones

La soja sembrada en el país ocupa 16,6 millones de hectáreas de diez provincias y tiene nombre y apellido: “Soja RR”, de la empresa Monsanto. Se llama así porque es “Resistente al Roundup”, nombre comercial del glifosato. El químico se aplica en forma líquida sobre las malezas, que absorben el veneno y mueren en pocos días. Lo único que crece en la tierra rociada es soja transgénica, modificada en laboratorio.

Jesús María, Las Peñas, Sebastián Elcano, Villa del Totoral. Todos pueblos y ciudades del noreste cordobés donde las poblaciones rurales ancestrales sufrieron intentos de desalojos por parte de empresarios y productores sojeros. Quienes resistieron, organizados en el Movimiento Campesino de Córdoba (MCC), este año sufre un nuevo embate: aviones fumigadores pasan sobres sus casas, arruinan los sembradíos, mueren los animales y la salud comienza a resentirse. “Ya hubo intoxicaciones. Después de cada fumigación tienen que ir al hospital. Lo que no pudieron hacer con las topadoras lo quieren lograr con el veneno para la soja”, afirmaron desde el MCC, integrante a nivel nacional del Movimiento Campesino Indígena (MNCI).

Comunidades ancestrales acusan a la industria de los agronegocios de contaminar aire, agua, alimentos y suelo. Estudios médicos puntualizan en efectos agudos. “Los síntomas de envenenamiento incluyen irritaciones dérmicas y oculares, náuseas y mareos, edema pulmonar, descenso de la presión sanguínea, reacciones alérgicas, dolor abdominal, pérdida masiva de líquido gastrointestinal, vómito, pérdida de conciencia, destrucción de glóbulos rojos, cambios de coloración de piel, quemaduras, diarrea, falla cardíaca, electrocardiogramas anormales y daño renal”, asegura una recopilación de estudios realizada por el médico de la UBA Jorge Kaczewer, especializado en ecotoxicología.

Las empresas sojeras reconocen la utilización, como mínimo, de diez litros de Roundup por hectárea. Los campos argentinos fueron rociados el último año con 165 millones de litros del cuestionado herbicida. Un volumen similar al contenido en 330 mil tanques de agua hogareños.

Malformaciones y abortos

San Cristóbal es un poblado de quince mil habitantes en el norte de Santa Fe. En agosto de 2005, el intendente Edgardo Martino denunció que en el primer semestre del año se habían producido once nacimientos con malformaciones congénitas, y tres habían fallecido a los pocos días. También advirtió la existencia de otros tres casos en localidades vecinas. No aventuraba causas posibles, pero reconocía que todas las acusaciones apuntaban a las plantaciones de soja –y los agrotóxicos utilizados–, que habían crecido de forma exponencial en la última década.

En el mismo fenómeno habían fijado su interés un equipo multidisciplinario de profesionales. A partir de un estudio científico, realizado durante dos años y encabezado por el Hospital Italiano de Rosario, vincularon malformaciones, cáncer y problemas reproductivos con exposiciones a contaminantes ambientales, entre ellos el glifosato y sus agregados. El estudio, a cargo del médico e investigador Alejandro Oliva, abarcó seis pueblos de la Pampa Húmeda y encontró “relaciones causales de casos de cáncer y malformaciones infantiles entre los habitantes expuestos a factores de contaminación ambiental, como los agroquímicos”.

El relevamiento confirmó que las funciones reproductivas, tanto femeninas como masculinas, son altamente sensitivas a diferentes agentes químicos de la actividad agrícola. También destaca que el efecto tóxico puede producirse mediante dos mecanismos: el contacto directo con la sustancia, o bien que los padres la hayan absorbido y transmitido a través de sus espermatozoides y óvulos a los hijos. Remarca que los factores ambientales, como la exposición a pesticidas y solventes, contribuyen a la infertilidad.

“Momento de parto. El bebé no llora. La madre desespera. El niño está muerto”, relata en su libro La soja, la salud y la gente el médico rural de Entre Ríos Gabriel Gianfellice que, aturdido por las muertes prenatales, los embarazos que no llegaban a término, los casos de cáncer y los arroyos sembrados de peces muertos –todo citado en su escrito–, comenzó a investigar qué sucedía en Cerrito –al noroeste provincial–, lugar donde vive desde hace 28 años. “Empezaron a aparecer dos patologías, la muerte de bebés durante el parto y muerte fetal precoz (situación donde se produce el embarazo, la bolsa, la placenta, pero no se produce el bebé), que aumentó en forma extraordinaria en toda la zona desde 1999”, asegura.

El bioquímico Eric Seralini, de la Universidad de Caen (Francia), descubrió que el glifosato mata una gran proporción de células de la placenta, aun en concentraciones menores a las utilizadas en agricultura. “Esto podría explicar la gran incidencia de partos prematuros y abortos espontáneos”, señaló. El médico e investigador Jorge Kaczewer remarcó que el estudio francés “confirmó que el Roundup siempre es más tóxico que su ingrediente activo, el glifosato”, y también confirmó que el herbicida provoca malformación congénita, muerte neonatal y aborto espontáneo.

Fumigaciones y cáncer

El Grupo de Reflexión Rural (GRR) censó diez pueblos con denuncias sobre contaminación con Roundup. El caso testigo fue el barrio Ituzaingó, en las afueras de Córdoba. Allí viven cinco mil personas, 200 de ellas padecen cáncer. El barrio, humilde, de casas bajas, está rodeado de monocultivo. Al este, norte y sur hay campos con soja, sólo separados por la calle. “En todas las cuadras hay mujeres con pañuelos en la cabeza, por la quimioterapia, y niños con barbijo, por la leucemia”, lamenta Sofía Gatica, integrante de las Madres de Ituzaingó (organización nacida a medida que las enfermedades se multiplicaban), que padeció la muerte de un bebé recién nacido (con una extraña malformación de riñón) y, en la actualidad, su hija de 14 años convive con dos plaguicidas en la sangre, intoxicación confirmada por estudios oficiales.

El relevamiento del GRR confirmó alergias respiratorias y de piel, enfermedades neurológicas, casos de malformaciones, espina bífida, malformaciones de riñón en fetos y embarazadas. En marzo de 2006, la Dirección de Ambiente municipal analizó la sangre de 30 chicos: en 23 había presencia de pesticidas. “En todas las familias hay algún enfermo de cáncer, de todo tipo, pero sobre todo de mamas, estómago o garganta”, relató Sofía, con veinte años en el lugar, y se larga con una lista de otras consecuencias: bebés sin dedos, con órganos cambiados, sin maxilares y cambios hormonales. “En mi cuadra hay una sola familia sin enfermos”, lamenta, y reconoce que todos quisieran dejar el barrio.

Otro de los pueblos censados fue Monte Cristo, Córdoba, donde sobre una población de 5000 personas, entre 2003 y 2004 se registraron 37 casos oncológicos, 29 malformaciones congénitas e innumerables fumigaciones. En Las Petacas, Santa Fe, 200 kilómetros al sudoeste de Rosario, viven 800 habitantes y en los últimos diez años hubo 42 casos de cáncer y 400 personas con alergias. Sólo en octubre de 2005 murieron cinco personas de cáncer y dos de leucemia. Todos acusan a las fumigaciones. Se repiten las historias en San Francisco (Córdoba) y San Lorenzo, San Justo, Piamonte, Alcorta y Máximo Paz (Santa Fe). “El cáncer se ha convertido en una epidemia masiva en miles de localidades y el responsables es sin duda el modelo rural. Es una catástrofe sanitaria impulsada por las grandes corporaciones”, denuncia el GRR.


Una historia oscura

Por D. A.

Monsanto es la empresa de agronegocios más grande del mundo, con ventas en 2006 por 4476 millones de dólares, controla el 20 por ciento del mercado de semillas. La empresa, que rechazó hablar con este diario, publicitaba que el Roundup era “biodegradable” y resaltaba el carácter “ambientalmente positivo” del químico. La Fiscalía General de Nueva York reclamó durante cinco años por publicidad engañosa. Recién en 1997, Monsanto eliminó esas palabras en sus envases. Tuvo que pagar 50 mil dólares de multa. “Es la última de una serie de grandes multas y decisiones judiciales contra Monsanto, incluyendo los 108 millones de dólares por responsabilidad en la muerte por leucemia de un empleado texano en 1986; una indemnización de 648 mil dólares por no comunicar a la EPA datos sanitarios requeridos en 1990; una multa de un millón impuesta por el fiscal general del estado de Massachusetts en 1991 por el vertido de 750 mil litros de agua residual ácida; y otra indemnización de 39 millones en Houston (Texas), por depositar productos peligrosos en pozos sin aislamiento”, acusa el investigador. En Argentina, Monsanto cuenta desde 1956 con una fábrica en Zárate (Buenos Aires), donde radica su planta de producción de glifosato, la más importante de América latina. Publicidad corporativa asegura que controla el 95 por ciento del mercado de la soja sembrada en el país y, sobre el Roundup, festeja: “Es líder mundial en su especialidad y ha creado una verdadera revolución en la actividad agropecuaria de cientos de países”.


Las muertes y las dudas

Alexis, de un año y medio. Rocío y Cristian, ambos de 8 años. “Los primos Portillo”, como los conocían en el paraje rural Rosario del Tala, poblado de Gilbert, departamento entrerriano de Gualeguaychú. En siete años, de mayo de 2000 a enero de 2007, los tres fallecieron. Otra prima, Ludmila, de 18 meses, fue internada con un grave cuadro de intoxicación. Norma Portillo, mamá de Cristian, denunció la contaminación del agua y apuntó contra el uso de agroquímicos en las plantaciones de soja que rodean la vivienda familiar. Luego de cada fumigación, los chicos sufrían mareos, vómitos y dolores de cabeza. El 15 de enero de 2007, dos días antes de la muerte de Cristian, las avionetas habían fumigado durante todo el día.

La familia Portillo ya no se refresca en el arroyo cercano, ya no usa el agua de pozo para cocinar y beber y ya no habita donde siempre había vivido. Abandonaron su histórica vivienda hace un año y se trasladaron al pueblo. “Cuando fumigaban, nos encerrábamos en la pieza. Por días nos dolía la cabeza, picaba la garganta y ojos. Y si llovía, el arroyo bajaba con peces muertos. En el campo hay palomas, perdices y liebres muertas, nada deja el veneno”, explica Norma.

Por lo bajo, en la Dirección de Maternidad e Infancia de Entre Ríos ya hablan del “efecto sojero”. Las versiones oficiales, del hospital local y la Coordinación de Salud de Gualeguaychú, primero hablaron de consanguinidad de los padres (un matrimonio está conformado por primos hermanos), luego echaron culpas a “una bacteria desconocida” y más tarde al supuesto estado de desnutrición de los niños. “Es mentira. Somos pobres, pero la comida no les faltaba”, lamenta Norma, llora y se indigna: “Los sojeros nos envenenan, matan a nuestros hijos y resulta que la culpa es nuestra”.



09-04-2008
Biocombustible = Biohambre

Hedelberto López Blanch


Cada vez son más personalidades y organizaciones internacionales que rechazan la utilización de los alimentos agrícolas para convertirlos en combustible debido a los graves problemas que conllevan para la población mundial.

Jean Ziegler, relator especial de la ONU para el derecho a la alimentación, calificó el uso creciente de cultivos para producir biocombustibles, como sustitutos de la gasolina, como un crimen contra la humanidad pues conllevarían el incremento del hambre.

Ziegler señaló que convertir comestibles -quemar maíz, soja y azúcar- en combustible, reúne los ingredientes para convertirse en desastre, y llamó a vetar esa práctica por cinco años, tiempo suficiente para que los avances tecnológicos permitirán buscar nuevas alternativas energéticas. .

En Estados Unidos, los granjeros han dejado de producir trigo y soya para producir maíz para después convertirlos en etanol.

La fabricación de alcohol para uso industrial y automotriz (etanol) se extrae de la fermentación de azúcares o del almidón de la biomasa del maíz, cebada, mijo, girasol, sorgo, centeno, tártago, mandioca y avena, así como desechos agrícolas y forestales, con el fin de utilizarlo en maquinarias y equipos.

El economista holandés Hendrik Vaneeckhaute denunció que el aumento espectacular de la demanda de agrocombustibles provocado por las autoridades europeas y norteamericanas, está causando deforestación, erosión, incendios forestales, aumento del modelo agroindustrial (más consumo de hidrocarburos por la maquinaria y el transporte), aumento del uso de pesticidas, fungicidas, herbicidas y abonos químicos, concentración de tierras, desplazamiento forzoso, aumento de violencia contra población indígena y campesina, represión sindical, aumento del uso de semillas genéticamente manipuladas, extensión de trabajo precario, más hambre, aumento del consumo de agua y menos tierras dedicadas a la producción de alimentos.

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) aseguraron que el rápido crecimiento de la industria mundial de los biocombustibles mantendría los precios de las materias primas agrícolas en niveles altos durante la próxima década, debido a que impulsarán la demanda de granos, oleaginosas y azúcar.

La OCDE y la FAO señalaron que los biocombustibles tendrían un gran impacto sobre el sector agrícola entre 2007 y 2016.

Un alza en espiral en el precio de los alimentos será el colofón final de la producción masiva de afrocombustibles, indican ambas organizaciones en el informe denominado Perspectivas de la Agricultura. (Informe publicado por la Biblioteca Paco Urondo)

Si bien es cierto que los alimentos han aumentado su valor en los últimos tiempos en los mercados internacionales debido a los cambios climáticos, sequías, incremento del barril de petróleo y baja producción en numerosos países, ahora también se une la furia estadounidense y europea de fabricar etanol en grandes cantidades. Así como biodisel.

La OCDE, señaló que a mediano plazo se elevarán considerablemente los precios de los alimentos en los mercados internacionales, a niveles mayores del promedio de los últimos 10 años, lo que significa una subida entre 20% y 50% durante la próxima década.

Por carácter transitivo, señaló, se elevarían considerablemente los precios de los productos ganaderos, ante los mayores costos de los alimentos de consumo animal.

Ante la amenaza que se avecina, Peter Mandelson, comisionado de Comercio de la UE, precisó que Europa debe actuar para impedir que un crecimiento en la producción de biocombustibles fomente la destrucción de bosques tropicales, ya que esas naciones deberán dedicar el 18 % de sus terrenos para obtener el 10 % del combustible en el 2020 sobre la base de materias vegetales.

La situación preocupa hasta a las grandes compaías transnacionales de alimentos como la Nestle, cuyo presidente, Peter Brabeck sentenció que el creciente recurso a las materias primas alimentarias para la producción de biocarburantes pone en peligro el abastecimiento de alimentos para la población del mundo.

"Si se quiere cubrir el 20% de la necesidad creciente de productos petroleros con biocarburantes, como está previsto, no habrá nada que comer", declaró el directivo del gigante suizo, en una entrevista publicada por el semanario NZZ am Sonntag.

El fenómeno de los biocarburantes ha hecho subir los precios del maíz, la soja y el trigo, las tierras cultivables son escasas y el agua también está amenazada, declaró Brabeck, antes de subrayar que para producir un litro de bioetanol se necesitan 4.000 litros de agua.

En ese sentido, la OCDE puntualizó que, para sustituir el 10% de la demanda actual de combustibles de la UE, habría que dedicar el 70% de la superficie agrícola europea. Alemania es el mayor productor del agrodiesel (de colza y girasol) en Europa, produciendo casi 2.000 millones de litros, y cubre con ello apenas el 2% del consumo de diesel en su territorio, para lo cual dedica el 10% del área total cultivada. La gran necesidad en Europa (y en EEUU) implica la importación de agrocombustibles de países del tercer mundo como son Colombia e Indonesia.

Como en Europa el consumo de diesel es mayor que el de gasolina, se trata sobre todo de importación de agrocombustibles biodiesel como el aceite de la palma africana, o el aceite de soja que produce Argentina Este cultivo tiene un impacto devastador en los países productores al desmontarse y quemarse grandes extensiones de bosques vírgenes para sus cultivos, además del uso de abonos químicos. “¿De dónde saldrá el agua que sirve para cultivar alimentos para nutrir a una población mundial creciente si se desvía para la producción de cereales que sirven para los biocarburantes”, se interrogó por su parte David Trouba, portavoz del Instituto Internacional del Agua en Estocolmo (SIWI).

En 2050, según el SIWI, la cantidad de agua necesaria para la fabricación de biocarburantes equivaldrá a la requerida por el sector agrícola para alimentar al conjunto de la población mundial.

La FAO señaló que los productos alimenticios subieron un 23% a nivel mundial entre el 2006 y 2007. Los granos aumentaron un 42%, los aceites 50% y los lácteos un 80%.

Sería interminable enumerar o comentar el enorme número de organismos y personalidades que cada día se suman a cuestionar y demostrar que los biocombustibles se están convirtiendo en una seria amenaza para la supervivencia de la humanidad al incrementar los desastres climáticos, así como las necesidades de agua y de productos alimenticios para la población mundial.

En conclusiones, sería mejor denominar a esta modalidad, biohambre o biodestrucción en vez de biocombustible.





06-04-2008
La patria sojera
Qué duro es

Raul A. Montenegro

Qué duro es ver cacerolas relucientes y llenas de soja RR en el asfalto civilizado de Buenos Aires. Que duro es ver las cacerolas renegridas y sin tierra de los campesinos de Santiago del Estero.

Que duro es ver a los estudiantes de universidades argentinas con sus carteles de apoyo a los ruralistas en huelga, como si Monsanto y el Che Guevara pudieran darse la mano. Que duro es recordar que esas cacerolas relucientes, esos estudiantes movilizados y esas familias temerosas del desabastecimiento no salieron a la calle cuando los terratenientes de este siglo XXI expulsaron a familias y pueblos enteros para plantar su soja maldita.

Qué duro es ver la furia ruralista al amparo de reyes sojeros como el Grupo Grobocopatel. Qué duro es ver el rostro reseco de Doña Juana, expulsada, de doña Juana sin tierra, de doña Juana con sus muertos bajo la soja. Qué duro es ver que se cortan las rutas para que China y Europa no dejen de tener soja fresca, y para que Monsanto no deje de vender sus semillas y sus agroquímicos.

Qué duro es comprobar, con los dientes apretados, y con el corazón desierto y sin bosques, que nadie habló en nombre de los indígenas expulsados de sus territorios, de sus plantas medicinales, de su cultura y de su tiempo para que la soja y el glifosato sean los nuevos algarrobos y losnuevos duendes del monte. Qué duro es ver con las manos y tocar con los ojos que nadie habló en nombre de los campesinos echados a topadora limpia, a bastonazos y a decisiones judiciales sin justicia para que ingresen el endosulfán, las promotoras de Basf y las palas mecánicas con aire acondicionado.

Qué duro es saber que nadie habló en nombre del suelo destruido por la soja y por el cóctel de plaguicidas. Qué duro es comprobar que muchos productores, gobiernos y ciudadanos no saben que los suelos solo son fabricados por los bosques y ambientes nativos, y nunca por los cultivos industriales. Qué duro es saber que para fabricar 2,5 centímetros de suelo en ambientes templados hacen falta de 700 a 1200 años, y que la soja los romperá en mucho menos tiempo. Qué duro es recordar que el 80% de los bosques nativos ya fue destrozado, y que funcionarios y productores no ven o no quieren ver que la única forma de tener un país más sustentable es conservar al mismo tiempo superficies equivalentes de ambientes naturales y de cultivos diversificados.

Qué duro es observar cómo se extingue el campesino que convivía con el monte, y cómo lo reemplaza una gran empresa agrícola que empieza irónicamente sus actividades destruyendo ese monte. Qué duro es ver que el monocultivo de la soja refleja el monocultivo de cerebros, la ineptitud de los funcionarios públicos y el silencio de la gente buena. Qué duro es saber que miles de Argentinos están expuestos a las bajas dosis de plaguicidas, y que miles de personas enferman y mueren para que China y Europa puedan alimentar su ganado con soja. Qué duro es saber que las bajas dosis de glifosato, endosulfán, 2,4 D y otros plaguicidas pueden alterar el sistema hormonal de bebés, niños, adolescentes y adultos, y que no sabemos cuántos de ellos enfermaron y murieron por culpa de las bajas dosis porque el estado no hace estudios epidemiológicos.

Qué duro es saber que los bosques y ambientes nativos se desmoronan, que las cuencas hídricas donde se fabrica el agua son invadidas por cultivos, y que Argentina está exportando su genocidio sojero a la Amazonia Boliviana. Qué duro es comprobar que las cacerolas relucientes son más fáciles de sacar que las topadoras y el monocultivo. Qué duro esc omprobar que en nombre de las exportaciones se violan todos los días, impunemente, los derechos de generaciones de Argentinos que todavía no nacieron. Qué duro es ver las imágenes por televisión, los piquetes y las cacerolas mientras las almas sin tierra de los campesinos y los indígenas no tienen imágenes, ni piquetes, ni cacerolas que los defiendan.

Qué duro es comprobar que estas reflexiones escritas a medianoche solo circularán en la casi clandestinidad mientras Monsanto gira sus divisas a Estados Unidos, mientras las topadoras desmontan miles de hectáreas en nuestro chaco semiárido para que rápidamente tengamos 19 millones de hectáreas plantadas con soja, y mientras miles de niños argentinos duermen sin saber que su sangre tiene plaguicidas, y que su país alguna vez tuvo bosques que fabricaban suelo y conservaban agua. Muy cerca de ellos las cacerolas abolladas vuelven a la cocina.

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Dr. Raul A. Montenegro, Biologo, Presidente de FUNAM, Premio Nobel Alternativo 2004 (RLA-Estocolmo, Suecia). Profesor Titular de Biologia Evolutiva, Universidad Nacional de Cordoba (Argentina)







Algunas sensaciones tras el acto oficialista en Plaza de Mayo
De pisos y techos

Ezequiel Meler

El pasado martes 1º de abril, el oficialismo convocó, bajo la consigna de la “convivencia”, a un acto multitudinario, en defensa del gobierno de Cristina Fernández, cercado por el lock out agropecuario y las confabulaciones de una derecha no sólo antiperonista. La medida, que se enmarca en la tradición peronista de movilización masiva como herramienta de participación, partió de una triple convocatoria: sindicatos, intendentes y nuevas organizaciones sociales. Por suerte, también contó con una moderada participación de sectores independientes, que se subieron a la convocatoria en un marco de creciente polarización de la vida política del país. Entre unos y otros, sumaron casi doscientas mil almas. Sus rostros, su imagen, su épica y su compromiso destruyeron de hecho cualquier análisis que intente, al mismo tiempo, atribuir semejante movilización a prácticas de “compra de favores”, “clientelismo”, etc., preservando niveles mínimos de seriedad. Pero al mismo tiempo, esas imágenes tan fuertes –Hebe de Bonafini entregándole el pañuelo blanco a Cristina Fernández, por poner sólo un ejemplo-, me dejaron con una sensación ambigua.

Sin lugar a dudas, fue el acto más “peronista” de los Kirchner desde que se inició, allá por 2003, su tiempo político. Dicha senda, debemos recordarlo, se había iniciado con una promesa: la tan mentada “transversalidad”, esto es, la construcción de una estructura superadora que sintetizara, más allá del peronismo, a todos los sectores progresistas del país en un espacio político común. Poco a poco, esa promesa fue abandonada. Por un lado, porque el gobierno de Kirchner, de alguna manera, y aún sin quererlo, rehabilitó el campo de lo “nacional y popular”.
Para ello, una cuenta pendiente decisiva era, sin lugar a dudas, la deuda que el peronismo mantenía con respecto a la cuestión de los crímenes de la última dictadura, deuda que tanto el gobierno pasado como el presente colocaron al frente de la agenda. Asimismo, la recuperación del trabajo y del empleo aludía a una nueva realidad, en la cual resonaban los ecos de la “dignidad” que el peronismo históricamente ha representado, en términos sociales, para los sectores más postergados del país. La lucha contra la desocupación se convirtió, en estos años, en lucha contra la pobreza, y aunque las acreencias del gobierno no han sido resueltas, el avance es innegable.
Por otro lado, varios sectores de la oposición, por diferentes motivos, iniciaban una diferenciación que apuntaba a captar otra tradición, expresada principalmente como reacción, antes que como propuesta, frente a los cambios recién mencionados. Me refiero, claro está, a la tradición antiperonista de derecha, radical y liberal, históricamente irreductible. Este itinerario, electoralmente exitoso –pues retaceó o diluyó buena parte de lo logrado en materia social sobre la base de un discurso “republicano”, de “defensa de las instituciones”, contra el “nepotismo”, la “corrupción” y otros males que serían exclusivo patrimonio de los gobiernos peronistas- no fue contrarrestado de manera efectiva por el oficialismo.
Así, llegamos a las elecciones con la paradoja de dos proyectos muy diferentes, que se disputaban el rótulo de “progresistas”, cuando, en rigor, las banderas de uno de ellos –la defensa “del campo” (a secas, sin actores sociales), de las Fuerzas Armadas, de la Iglesia y de sectores del empresariado- no sólo no cabían en la definición, sino que implicaban, lisa y llanamente, un planteo antipopular. Luego de las elecciones, esta paradoja fue refrendada por las declaraciones de los perdedores –en especial, de Elisa Carrió, autodenominada “jefa de la oposición”-, quien se complació en subrayar el componente mayoritario de clase media y alta de sus sufragantes, su condición “educada”, y, por el contrario, el estado servil de los votantes peronistas, presos del “clientelismo”.
A la vista de los resultados electorales, el kirchnerismo, si no en el discurso al menos en la práctica, cambió de dirección de modo definitivo, abandonando el campo del progresismo no peronista –pero tampoco antiperonista- a la oposición, y dedicándose, en cambio, a recuperar las estructuras desvencijadas del tradicional PJ. De pronto, de piso para la construcción de un espacio más amplio, el viejo andamiaje se convertía en el techo de las expectativas oficiales. Ya entonces, muchos advertimos que esta maniobra comportaba riesgos de variada intensidad, porque, en rigor, el así llamado “aparato” no había salido indemne de la crisis global y de representación que el país vivió en los años 2000 – 2001. Néstor Kirchner, que sin lugar a dudas vio esto antes que nadie, diseñó por ello un plan de recuperación que incluía la representación de los sindicatos y las organizaciones sociales, en un partido que, desde los años ochenta, se había basado principalmente en los aportes de los intendentes del conurbano.
Y en eso estábamos, cuando nos agarró el desafío más duro lanzado a un gobierno por los grupos económicos desde 1976. Sobre esto, debe permitirse al autor un breve desvío: muchos creen que el gobierno, tal vez con algunos “daños colaterales” ha sorteado el desafío. Mi impresión es que esto recién empieza. En cualquier caso, el desafío, lanzado a escasos cien días de la asunción de Cristina Fernández, así como la gravedad de los hechos acaecidos, obliga a tomar cierta distancia, no para cuestionar, pero sí para interrogarnos: ¿Será suficiente con el PJ y la CGT, amén de las organizaciones sociales, y los “sueltos” –militantes de derechos humanos, sectores de la cultura, independientes, etc.- para resistir el embate desde arriba? ¿Bastará con otra simple convocatoria directa, de tipo plebiscitario, para poner coto a las ambiciones desestabilizadoras de quienes no aceptan la continuidad de esta experiencia democrática?
Yo creo que no. Es más, estoy seguro de que es necesario ir más allá. Y no en unos meses: de inmediato. Así como reconozco que no es momento de plantear el encuadre de todo el progresismo no peronista bajo el mismo techo, con los Moyano, los Schiaretti y los Scioli-, creo que es urgente salir a presentar batalla por los sentidos de la acción de gobierno. Batallar en los medios, en el ámbito de la cultura, en la Universidad –que vegetó todo lo que pudo durante el mandato de Néstor Kirchner-. Batallar en el campo social, sumando a los grupos que, en solitario, construyen diariamente un “territorio” distinto para el país. Batallar, en fin, en el campo de la política, contra el patetismo idiotizante de los que quieren reducir la complejidad del “gobierno” a la aséptica idea de “gestión”. Nuclear a los distintos sectores democráticos y progresistas en un esquema nuevo, autónomo, diferenciado. Recuperar a los militantes que se quedaron en el camino, porque “no hacían falta”, cuando la orfandad del peronismo –y, vale aclararlo, del progresismo y la izquierda en general- en materia de cuadros no puede ser mayor.
Ya pasó el tiempo de la campaña. Ya terminaron las elecciones. Ahora, no por primera vez, toca al peronismo, pero también a sus viejos y nuevos amigos, el desafío de demostrar a todos y a todas de que sólo una fuerza es capaz de salvaguardar el interés general. Pero esa fuerza, hoy más que nunca, está en proceso de construcción. Diría más, de invención. No hay más margen para reciclar. Más que de convivir, de lo que se habla en estos días es de sobrevivir, rescatando el sentido pleno de un país para todos, también en lo referente a estructuras de gobierno. No creo que haya más espacio para el conformismo, para la mezquindad, para el “con esto me alcanza, con esto voy bien”. Todos hemos visto, en estos días que pasaron el rostro ominoso de ese pasado oscuro que pugna por volver de las tinieblas. De nuestra pericia para separar, para decirlo de manera apropiada a la hora, la paja del trigo, depende, entre otras cosas, la chance de enterrarlo para siempre. O, al menos, por un rato largo.


07-04-2008
Lo que está detrás del el lock-out agrario argentino

Guillermo Almeyra

Argentina es un país altamente urbanizado, pero que depende esencialmente de la exportación de materias primas rurales. De ahí la posibilidad, para quienes controlan el mercado de carne, de soya y de cereales, de amenazar con hambrear a las ciudades y paralizar las exportaciones, chantajeando política y económicamente al gobierno nacional y anulando, de hecho, por la fuerza, tanto la voluntad popular, expresada en los resultados electorales, como los planes y políticas nacionales de las autoridades. El llamado paro rural –en realidad, el lock-out de los empresarios del campo– es una expresión cruda de la lucha por el poder entre dos fracciones capitalistas, como lo indica el apoyo de las cámaras de industriales al gobierno en su enfrentamiento con la oligarquía ganadera-sojera-exportadora organizada en la Sociedad Rural (entidad que promovió y respaldó todas las dictaduras en el país) y las otras organizaciones del campo que, a pesar de sus diferencias hasta de clase con ésta, la respaldan en este enfrentamiento con el gobierno.

Recapitulemos: casi 80 por ciento de la tierra agrícola argentina está sembrado hoy con soja, que en la última cosecha rindió más de 48 millones de toneladas, que se cotizan hoy en 151 dólares la tonelada (en los dos últimos días subió cuatro dólares) para la primera semana de abril. Haga las cuentas y tenga en consideración que casi 60 por ciento de ese mercado está en manos de los grandes sojeros (en realidad, de cuatro trasnacionales, dos de ellas argentinas). La soja, que se paga mucho más que otras commodities, “se come” por consiguiente la producción de cereales para alimentos y el pan sube, por lo tanto; y “se come” la ganadería, con lo cual escasea la carne, que sube de precio. Además, el monopolio sojero fija altos precios para el aceite y otros subproductos y ese monocultivo expulsa decenas de miles de familias campesinas. Los expertos agregan que la soja destruirá los suelos argentinos en 15 años. Pero ese promedio quiere decir que las excelentes tierras pampeanas durarán más y en cambio los suelos frágiles de las provincias marginales desaparecerán antes: la sojización equivale en efecto a la desertificación, al desmonte, a la contaminación de las aguas y de la tierra, a la desaparición de bacterias y especies animales útiles, y la fumigación aérea envenena ya a los campesinos y los pueblos cercanos, mientras los demás productos del campo sufren el impacto de esta competencia.

La política del gobierno, por su parte, consiste en estimular la industria y en sostener el empleo (construcción, servicios, desarrollo industrial) sobre la base de bajos salarios reales (para permitir grandes ganancias a los empresarios e inversionistas) y de un dólar caro, para abaratar las exportaciones argentinas, incluso industriales, y frenar las importaciones. Ojo: los sojeros y otros grandes sectores rurales también invierten en la construcción, en el boom inmobiliario y en la industria y ganan enormemente gracias a la política monetaria que les permite exportar. No se pueden quejar pero disputan el poder al sector que privilegia a la industria y que debe subsidiar el consumo de alimento y los servicios (sobre todo, el transporte) de los sectores más pobres (casi todos urbanos) de la población nacional para mantener bajos los salarios reales y que, por lo tanto, cobra impuestos a los más ricos (la llamada “retención” de una parte de las ganancias logradas por los sojeros es en realidad un impuesto). Dichos impuestos, en Europa, llegan a 40 por ciento del producto interno bruto y en Argentina están muy por debajo de esa cifra. Además, la tasa de ganancia europea, en las finanzas, es 5 por ciento, y en la industria, 10 por ciento, mientras que en Argentina la misma se quintuplica, de modo que quienes, como el diario La Nación, hablan de “confiscación” o “expropiación” son demagogos sin escrúpulos. El gobierno no sólo respeta la propiedad capitalista sino que la defiende y mantiene al aceptar sin crítica alguna el actual modelo y al no intentar siquiera aplicarles a los exportadores un régimen similar al implantado en el primer gobierno de Perón (1946-1952) mediante el Instituto Argentino Promotor del Intercambio, que monopolizaba el comercio exterior de productos agrarios y, con la diferencia entre los precios internacionales y los internos, hacía escuelas, obras públicas, promovía el desarrollo en las provincias y la industrialización.

El gobierno acepta de buen grado que cuatro empresas trasnacionales se queden hoy con ese enorme excedente y se limita a tratar de ponerles un impuesto moderado sin intervenir en el campo, ni siquiera como los hacían los gobiernos conservadores hace 70 años, creando juntas reguladoras. Para él, el libre mercado es sagrado y el interlocutor no son los trabajadores sino la Unión de Industriales, no son los trigueros sino los grandes harineros, no son los campesinos sino las organizaciones de la patronal rural, no son los consumidores sino los supermercados. No hay pues conflicto entre clases opuestas sino un conflicto intercapitalista en el que los rurales tienen en rehenes a los pobladores urbanos al fabricar una gran carestía de alimentos y un aumento de precios de los mismos para arrojar a los sectores urbanos empobrecidos contra el gobierno. El hecho de que las cuatro trasnacionales que controlan el mercado sojero y la Sociedad Rural hayan podido arrastrar en su lock-out a los pequeños y medianos empresarios agrarios (no así a los campesinos) y la utilización política del conflicto por la derecha y por los medios, debe ser analizado aparte.

El paro rural argentino es una mezcla entre un lock-out empresarial, un paro de pequeños productores, un intento político de desestabilización del gobierno peronista-distribucionista, y una protesta atrasada pero legítima del interior contra la centralización del poder en la ciudad de Buenos Aires, que hace imposible el desarrollo local y el federalismo político.

Los pequeños campesinos están desapareciendo y poblando las zonas marginales urbanas desde hace rato, expulsados por la extensión de la soja, a la fuerza, sobre las tierras marginales que ellos explotaban (la soja incorporó el año pasado 4.5 por ciento más de tierras, desmontando o incluso expulsando campesinos de tierras fiscales cuyo “propietario” aparecía misteriosamente de la noche a la mañana y vendía a los sojeros).

Por eso las organizaciones de pequeños campesinos, de Santiago del Estero o de Córdoba, no sólo no han apoyado este movimiento sino que también lo condenan y exigen una reforma agraria que les garantice tierra, insumos, apoyos, y quite poder a sus enemigos directos.

Pero decenas de miles de pequeños productores, agrupados en la Federación Agraria Argentina (FAA), una organización integrada a principios del siglo pasado por colonos y trabajadores agrícolas anarquistas y socialistas que formaban cooperativas y luchaban contra los monopolios agroindustriales, son los que actúan como la tropa de choque de la Sociedad Rural, cortando rutas y haciendo manifestaciones en los caminos y pueblos del interior. Hay que recordar que hace unos años esa misma FAA, en cuya dirección hay integrantes del Partido Socialista, formaban parte del Frente Contra la Pobreza junto con la Central de Trabajadores Argentinos y grupos piqueteros y se oponían a la política neoliberal cuyas consecuencias habían sido el hambre, la desocupación y el empobrecimiento, del mismo modo en que vastos sectores de las clases medias urbanas asalariadas formaban asambleas populares y gritaban “¡Piquete y cacerola, la lucha es una sola!” (mientras hoy hacen piquetes los empresarios agrícolas con máquinas y medios de transporte muy costosos y los cacerolazos, con ollas de lujo y de acero inoxidable, son obras de las “señoras bien” de los barrios ricos y de sus retoños elegantes y con zapatos de 150 dólares).

¿Por qué ese cambio? En parte, por el mismo sectarismo político antiperonista que lleva a la mayoría del Partido Socialista a aliarse con la derecha gorila, a la CTA y a los piqueteros maoístas de la Corriente Clasista y Combativa (CCC), y a grupúsculos de esa ultraizquierda del 0.01 por ciento en los comicios, como el llamado Partido Obrero, a apoyar el paro agrario hablando de “rebelión popular”.

En parte, por la idea estúpida de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo y por la idea oportunista de que si se debilita al gobierno, se podrá después negociar con él en mejores condiciones el reconocimiento (la CTA), algunas bolsas de comida más (la CCC y también PO) y posiciones en el subgobierno.

Pero también porque ante la miseria, el asalariado empobrecido reacciona junto a los otros trabajadores y, cuando sale de aquélla, trata en cambio de diferenciarse del desocupado y del pobre sintiéndose “clase media” y de mantener “el orden” o sea, se va a la derecha, mientras el pequeño propietario agrícola, que trabaja directamente la tierra, en las malas es “pueblo” y en las buenas “empresario”, aunque tenga el campo hipotecado y gane mucho menos que los grandes sojeros, pues la soja que siembra en pocas hectáreas no le permiten ser millonario sino apenas mejorar su nivel de vida y sus medios de transporte y de producción, que compra a crédito (y los impuestos le quitan los medios para pagar lo que pidió prestado).

Muchos pequeños agricultores arriendan sus tierras a los gigantescos “pools de siembra”, que no poseen tierra propia y explotan a muerte la ajena con grandes medios que los pequeños propietarios no poseen. Éstos siguen, pues, ideológica y políticamente, a sus supuestos benefactores.

Una hectárea de soja no rinde lo mismo en las provincias pobres que en la de Buenos Aires, con su tierra fertilísima que no requiere insumos, y en la explotación sojera hay economías de escala, de modo que los grandes cultivadores gastan menos y ganan más por hectárea. Por eso aplicar las mismas retenciones (impuestos) a los pequeños propietarios y a la oligarquía es injusto y provoca que aquéllos se junten con ésta y sean sus tropas de choque políticas.

Por supuesto, el país debe exportar, pues se necesitan divisas. Pero habría que crear juntas reguladoras, un nuevo tipo de monopolio estatal del comercio agroindustrial exportador, al estilo del viejo IAPI, desarrollar planes de promoción de los pequeños agricultores para separarlos de la Sociedad Rural, atribuir parte importante del control de los impuestos a las municipalidades y provincias, fijar planes prioritarios de siembra de alimentos, dar apoyo técnico y fletes a los productores pequeños, controlar de cerca de los pools de siembra, que son empresas financieras, organizar a los consumidores y a los pequeños campesinos, hacer que los municipios controlen las fumigaciones sojeras, crear cinturones hortícolas para el abastecimiento urbano y zonas forestales para alejar la soja del poblado. Habría que decidir una reforma agraria que dé tierra a los campesinos y pueble el campo.



04-04-2008
Ruralidad beligerante y efecto rebote
Paro, más bien lock-out agrario, y sojización

Luis E. Sabini Fernández

Procuremos entender la beligerancia, el hastío, que refleja tanta “pueblada”. En un país en que todo eran rosas hasta hace apenas unas semanas, en donde los sojeros venían con ganancias inigualadas en el tiempo, donde el gobierno acumulaba calladamente reservas y más reservas con los excesos bursátiles de la soja, superando, según algunas fuentes, las mismísimas reservas que la Argentina había acumulado con la segunda guerra mundial –y que le permitió a Perón un distribucionismo inédito–.

Hace apenas algunas semanas, pocos meses, había inversores que se reían de las retenciones a la soja del 28 % porque incluso con ellas nunca habían tenido tantos ingresos netos. Decían que había que protestar públicamente, claro, por aquello de que había que parecer esquilmado, pero que en realidad les estaba yendo óptimamente (reunión de inversores en la Fundación Rojas, auspiciado por el equipo de inversión BGS Group para encarar los mal llamados biocombustibles que me permití calificar en mi crónica como necrocombustibles).[2]

De repente, entonces, la tormenta apareció en cielo sereno.

¿Por qué?

El estilo de gobierno K evidentemente no ha ayudado. Ir aumentando las mal llamadas retenciones, que son impuestos a la exportación, a medida que se mejoran los precios bursátiles es ligeramente oportunista e impide a cualquier imponible de tales impuestos planificar el destino de sus ganancias, algo que suele ser muy irritante tanto para quienes nadan en lujo como para quienes quieren pelechar.

El establecer tales impuestos permanentemente por decreto sin ningún tipo de socialización previa, sin ningún trámite parlamentario ni discusión política es por lo menos verticalista.

Y establecer las tan odiadas exacciones indiscriminadamente, a grandes, medianos y pequeños sin aplicar criterios de progresividad impositiva, por ejemplo, como ya se le ha reconvenido al gobierno reiteradamente, es una desprolijidad, una torpeza o el mal síntoma de un estilo de gobierno. Sea lo que fuere, lo han recibido con los brazos abiertos los titulares de todas las organizaciones de latifundistas, estancieros y grandes terratenientes ahora llamados, todos ellos, “productores rurales”. Les ha facilitado “la unidad”.

Y son precisamente los grandes aprovechadores del boom sojero quienes desencadenan la protesta. Con algunos rasgos que merecen destacarse. Más allá de lo pintoresco que haya resultado ver a damas de Recoleta y a chicas bian de colegios privados enarbolando cacerolas por urbanas calles céntricas.

Esas imágenes nos orientan, sí, en algo significativo: que la Argentina blanca, rica, demócrata (partidaria, al decir del desaparecido Roberto Carri, del gobierno de los demócratas) y genocida, la de siempre, se ha indignado.

Pero esa derecha, la clásica, de abolengo, tiene una cualidad extraordinaria que dentro de lo que se llama genéricamente izquierda se suele repudiar y con razón, como oportunismo: su extraordinaria plasticidad.

Es como con el tango. Era orillero y negro, pero en un momento lo empezó a bailar la crema porteña. Y lo asumió como propio.

Así, por ejemplo, estos cortes de ruta se hacen –¡y nosotros ni lo sabíamos!– mediante un riguroso sistema soviético, el mismo que el leninismo primero y el estalinismo después, ahogaron en la Rusia mal llamada “cuna del socialismo”. Los voceros de las cuatro organizaciones gremiales o corporativas rurales se remiten permanentemente, a veces en cada frase, a “las bases”. Ellos son apenas voceros de lo que quieren “las bases”, no se remiten siquiera a sus pares o a otros dirigentes; a las bases. Y la mirada televisiva se dirige a la peonada que aparece en la ruta, o a los jóvenes, probablemente rentistas, que palo en mano, van administrando el bloqueo.

Los mismos señores que cuando hablan de la fundación del país siempre se remiten al Ejército y que si algo los caracterizó fue la relación amosiervo, el orden de los fuertes, de los ricos, del dinero, del poder discrecional, ahora se han vuelto basistas. Se han mimetizado con el peronismo de base o con la juventud antiautoritaria de los países centrales que se rebelaban en Berkeley, en Belgrado, en París, en Berlín, allá por 1968. O tal vez se han identificado con el ideario anarquista.

¡Qué maravillosa plasticidad!

En la década de los noventa, cuando población desesperada por la desocupación y la marginación producen los primeros piquetes, bloqueando rutas, en General Mosconi, en Plaza Huincul, y tantos otros lugares, los “productores” que hoy cortan las rutas, quienes los aplauden y los poderes mediáticos afines sólo les espetaban voces de condena y escarnio. En varias oportunidades la represión se hizo sentir hasta llegar al asesinato de piqueteros.

Aquellos luchadores habían reelaborado el viejo piquete de los trabajadores organizados en sindicatos que era el arma, la herramienta, en las huelgas para aislar a la patronal. Sin trabajo y sin sindicato, la retomaban ahora para que se los visibilizara. La derecha se molestó, los condenó por interferir con el sueño de los satisfechos. Pero ahora vamos viendo que pasado el tiempo, han ido instrumentando para sí, el piquete, como el basismo y otrora el tango, cada vez más y mejor.

No es tan difìcil de entender tanta plasticidad táctica y metodológica de quienes son los satisfechos del mundo en que vivimos. Porque el mundo en que vivimos es invivible para una abrumadora mayoría: para los miembros de pueblos originarios (“cuarto mundo”), para los campesinos pobres, permanentemente esquilmados por la expansión sojera, para las poblaciones rurales y semiurbanas sometidas a un genocidio callado y cotidiano con los agrotóxicos, llamados tan pudorosamente por los laboratorios que los producen “fitosanitarios”.

Porque la soja y sus dividendos tienen un costo, aunque no lo paguen sus beneficiarios (¿no lo pagarán también ellos?; el aire es un socializador pertinaz) que es la contaminación ambiental que asesina peces, ranas, insectos, orugas, arañas, “yuyos”, pero también perros, humanos… Los médicos de las zonas rurales insisten con la enorme sobrerrepresentación de malformaciones congénitas, cánceres, anemias, en la población argentina actual. Cánceres, leyó bien.

Ante semejante estado del mundo, cualquier principismo de los dueños del poder sería suicida. L. Kolakovski lo dice claramente: la izquierda necesita la utopía, la derecha que no puede defender lo que existe abiertamente, necesita el engaño. Por eso se adapta con tanta plasticidad a novedades metodológicas, instrumentales, tácticas. Nada en la política le es ajeno.

El estado bobo, el que reformularon como tal primero la dictadura militar (bobo pero armado hasta los dientes) y luego el menemato (bobo a secas, aunque sexy, dedicado a “relaciones carnales” y en todo caso matando a la callada, mediante suicidios y accidentes), ese estado bobo, no tiene herramientas ni para analizar la contaminación generalizada ni para encarar cuadros epidemiológicos, para defender la vida en suma.

Por eso le cuesta tanto al gobierno este efecto rebote de la política económica que acríticamente asumieran como propia; la sojización, precisamente. Cosecha así algo de su propia medicina. El ejemplo más prístino es la política de bloqueos de ruta que el gobierno ha tolerado y en rigor alentado en el caso de la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú, sencillamente porque el perjuicio caía fuera de fronteras. El señor energúmeno Alfredo de Angelis es una perfecta ilustración de la síntesis a que han llegado los dueños del capital, invocando la ecología en algunos casos y la guita lisa y llana en otros, siempre piqueteando.

Ahora el gobierno no tolera, y con razón, ni dos semanas lo que el mismo gobierno le viene suministrando vía bases bloqueadoras, al estado fronterizo uruguayo durante año y medio (aunque justo sea reconocer que lo que se prolonga en el tiempo es a la vez mucho menor en el espacio).

Es auspicioso sin duda, que un ex-periodista personero del agribusiness, como fue al menos el actual ministro de Economía, Martín Lousteau, enfrente la sojización. Parece ser un caso que va contra la corriente. Lo más habitual es ver a políticos hipercríticos acomodándose a los mandatos de las transnacionales una vez puestos en el gobierno, como vemos en la vecina orilla con fray Tabaré Vázquez o el premiado por el Financial Times como mejor ministro de Economía del mundo entero, el contador Danilo Astori. En Argentina, Menem dista de ser único; el mismísimo gobierno K ha hecho concesiones en ese sentido. Lousteau parece, empero, estar pasando de un periodismo al servicio de las corporaciones a un cargo ministerial que procura frenarlas.

Concedamos al menos que más vale tarde que nunca. Pero, claro, ahora sí que va a costar. Hay que desandar mucho camino. Hay que afectar mucho interés creado. Hay que pisar tantos callos. La locomotora de la soja ha tomado muchísima velocidad.

Y hay que desendulzar el gusto. Que hasta en ese aspecto “trabajan” los grandes consorcios para hacernos cada vez más dependientes, niños “de pecho”.

Porque una sociedad en serio no se hace por la vía más cómoda; envenenando a diestra y siniestra, exportando a lo bobeta, embolsando guita a baldes.

Y para cambiar una sociedad que se ha ido forjando al ritmo de las transnacionales que están desmantelando todo el planeta, con los consorcios alimentarios o mediáticos que nos están reconfigurando, a nosotros los humanos, para que seamos mejores máquinas de consumir y que los dueños del poder tengan todavía más poder y riqueza, hay que dar una pelea enorme, omniabarcativa, cultural, que nos cuestione a nosotros mismos, y el mar de pautas insustentables, biocidas y suicidas que nos introyectan cada día.



Luis E. Sabini Fernández es Periodista especializado en cuestiones de ecología y ambiente. A cargo del seminario de Ecología y Derechos Humanos de la Cátedra Libre de DD.HH. de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Editor de la revista Futuros (ecología, política, epistemología, ideología).

[2] “Necro-combustibles: el mercado global. Ente sin gente”, futuros no 11, Río de la Plata, verano 2007-2008.