viernes, 20 de junio de 2008

NOAMI KLEIN CONTESTA AL EX-PRESIDENTE EDUARDO DUHALDE SOBRE CAUSAS Y RESPONSABILIDADES DEL GOLPE MILITAR DE 1976- PARTE 1.-


“Fueron la Triple A y los guerrilleros”

Dijo que era una “pavada acusar de golpista al campo”.

Por Alejandra Dandan y
Martín Piqué

Eduardo Duhalde habló sin intermediarios sobre el conflicto con las entidades agropecuarias. En la apertura del encuentro del Movimiento Productivo de Mar del Plata dijo que el proyecto de ley del Poder Ejecutivo “no soluciona” el problema con el campo. Describió como una “pavada” acusar al campo de “golpista” y aseguró que en el derrocamiento de Isabel Perón fueron “más responsables” la Triple A y los “guerrilleros” que las entidades rurales.

“El proyecto de ley enviado por el Ejecutivo al Congreso no soluciona el problema del campo”, indicó. “Le pido a la Presidenta que hable con sus legisladores para que el Congreso encuentre otra solución a los problemas de fondos que parece tener el Gobierno”.

En un mensaje directo a Cristina Kirchner pronunció su propia teoría sobre el golpe de Estado de 1976: “Decir que el campo es golpista es una pavada. El golpe a Isabel no lo dieron las entidades del campo, señora Presidenta. En verdad, fueron más responsables entonces la Triple A y los guerrilleros”.

En medio del conflicto entre el campo y el Gobierno, Eduardo Duhalde se había llamado al silencio. Por eso ayer sus palabras sorprendieron, tanto por la decisión de hacerlo como por el contenido del mensaje. “Me enoja que hoy se ataque a los sectores productivos del país”, dijo. “Hablar hoy con las categorías de hace treinta años es una estupidez. Por eso, quiero homenajear a la gente del campo.”

El nombre de Duhalde apareció en el conflicto en boca del dirigente kirchnerista Luis D’Elía. Lo acusó de estar atrás de una supuesta conspiración contra el Gobierno. Duhalde no salió a responderle, pero su vocero distribuyó un comunicado que rechazaba la acusación. Luego, el ex presidente Néstor Kirchner pareció tender un puente cuando dijo: “No creo que Duhalde esté detrás de ningún golpe de Estado”.

En los últimos tiempos, Duhalde tiene contactos con varios operadores políticos de la provincia de Buenos Aires para provocar realineamientos en dentro del PJ. Según un diputado bonaerense, una de las muestras más clara fue una cena en la residencia oficial del presidente de la Cámara de Diputados de la provincia, Horacio González, en La Plata. En el encuentro, uno de los invitados les dijo a los presentes abiertamente que iba a trabajar con Duhalde para “reconstruir al peronismo”. El invitado se sorprendió, no tanto por la propuesta sino por la franqueza del relato.

Carlos Caterbetti es otro de los viejos operadores políticos todoterreno vinculado con Eduardo Duhalde que está hablando con diputados de la provincia. Según los consultados, la nueva movida de Duhalde tiene un alta adhesión entre los dirigentes del interior bonaerense. En su movimiento expansionista también tocó las puertas de varios despachos de gobernadores. Tuvo contactos con Carlos Reutemann y Felipe Solá para tratar de coordinar una línea común ante las demandas del campo. En esa línea, quienes lo siguen de cerca explican que lo que existe es la búsqueda de un realineamiento político en torno de un polo en el que entran Reutemann, Jorge Busti, José Manuel de la Sota y el propio Duhalde.

“Duhalde quiere volver al rol que jugó en el 2001. Dice ‘ayudemos a este gobierno que si no se cae’ y queda como que lo ayudó, pero al mismo tiempo impone el discurso de que se puede caer, y en ese gesto lo debilita”, evaluaba anoche uno de los diputados del PJ que conoce bien el conurbano.

EL PAIS

Puntos de vista

Mario Rapoport, economista e historiador: “Evidentemente no fueron las entidades rurales por sí mismas Mario Rapoport, economista e historiador: “Evidentemente no fueron las entidades rurales por sí mismas las responsables del golpe. Hubo un conjunto de actores que intervinieron, distintos sectores civiles y militares, para derrocar al gobierno. La responsabilidad del lockout agrario en los días previos fue importante en la caída del gobierno de Isabel, independientemente del enfrentamiento entre la guerrilla y la Triple A. Fue un golpe en el que confluyeron distintas fuerzas, incluidos sectores productivos y financieros. Pero sin duda los sectores rurales influyeron mucho: ¿por qué, si no, José Alfredo Martínez de Hoz fue su ministro de Economía? En su figura está representada la importancia que los sectores rurales tuvieron en el golpe del ’76”.

- Gabriel Roth, codirector de la revista Lucha Armada: “Habría que recordar que el golpe fue dado por las Fuerzas Armadas no contra las organizaciones guerrilleras, que estaban en franco retroceso e inclusive con una derrota política evidente, sino que fue dado para imponer un modelo económico liberal a rajatabla pretendido por los grandes sectores de la burguesía, los sectores financieros y, por supuesto, el campo argentino. Por otra parte, es ridículo comparar coyunturas totalmente distintas. Cristina Kirchner se refirió a los que hoy están tratando de trabar cualquier tipo de presencia estatal en la regulación de la economía, y en eso tiene razón: detrás del campo hay una actitud de sabotaje al gobierno nacional”.



NOAMI KLEIN TOMA LA PALABRA...Y CONTESTA AL EX-PRESIDENTE EDUARDO DUHALDE

PRIMERA PARTE DE ESTA CONTESTACIÓN


Klein, Noami.

La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre.

Paidós, 1ra. Ed. Argentina. 2008.

pp. 137-157.

Capítulo 4

TABLA RASA

El terror cumple su función

Un veterano de varios golpes de Estado argentinos explicó cuál era la opinión den­tro del ejército: «En 1955 creíamos que el problema era [Juan] Perón, así que lo eliminamos; pero en 1976 ya sabíamos que el problema era la clase trabajadora».19 En toda la región sucedió lo mismo: el proble­ma era amplio y profundo. Eso quería decir que si la revolución neoli­beral quería triunfar, las juntas tenían que lograr lo que Allende con­sideraba imposible: segar definitivamente la semilla que se sembró durante el auge de las izquierdas latinoamericanas

El exterminio en Argentina no es espontáneo, no es ca­sual, no es irracional: es la destrucción sistemática de una «parte sustancial» del grupo nacional argentino con la intención de transformar dicho grupo, de redefinir su forma de ser, sus relaciones sociales, su destino y su futuro.

DANIEL FEIRSTEIN, sociólogo argentino, 20041

Sólo tenía un objetivo: llegar vivo al día siguiente... Pero no se trataba sólo de sobrevivir, sino de sobrevivir siendo yo.

MARIO VlLLANl, superviviente tras cuatro años

en los campos de tortura de Argentina2

En 1976 Orlando Letelier estaba de vuelta en Washington, D.C., ya no como embajador sino como activista trabajando para un think tank progresista, el Institute for Policy Studies. Destrozado al pensar en los colegas y amigos que seguían enfrentándose a torturas en los campos de la Junta, Letelier utilizó su recién recuperada libertad para denun­ciar los crímenes de Pinochet y defender el historial de Allende frente a la maquinaria propagandística de la CIA.

El activismo estaba consiguiendo resultados y Pinochet se enfren­taba a la condena de todo el mundo por su desprecio de los derechos humanos. Lo que frustraba a Letelier, que era economista, era que a pe­sar de que el mundo contemplaba horrorizado los informes de ejecu­ciones sumarias y electroshocks en las cárceles, no decía nada sóbre la terapia económica de shock; o en el caso de los bancos internacionales no sólo no decían nada sino que seguían concediendo una cascada de créditos a la Junta y estaban encantados con que hubiera adoptado los «fundamentos del libre mercado». Letelier rechazó la no­ción a menudo repetida de que la Junta tenía dos proyectos distintos y claramente separados: uno, un atrevido experimento de transforma­ción económica y el otro un malvado sistema de crueles torturas y terror. El ex embajador insistió en que sólo había un proyecto, en el que el terror era la herramienta fundamental de la transformación hacia el libre mercado.

«La violación de los derechos humanos, el sistema de brutalidad institucionalizada, el control drástico y la supresión de toda forma de disenso significativo se discuten —y a menudo condenan— como un fenómeno sólo indirectamente vinculado, o en verdad completamente desvinculado, de las políticas clásicas de absoluto "libre mercado" que han sido puestas en práctica por la Junta Militar», escribió Letelier en un desgarrador ensayo para The Nation. Señaló que «este concepto particularmente conveniente de un sistema social en el cual la "libertad económica" y el terror político coexisten sin interferirse, permite a es­tos voceros financieros sostener su idea de "libertad" mientras ejercitan sus músculos verbales en defensa de los derechos humanos».3

Letelier llegó al extremo de escribir que Milton Friedman como «arquitecto intelectual y consejero no oficial del equipo de economis­tas ahora a cargo de la economía chilena» era corresponsable de los crí­menes de Pinochet. No concedía valor a la defensa de Friedman de que el cabildeo a favor del tratamiento de choque se limitaba a ofrecer con­sejos «técnicos». El «establecimiento de una "economía privada" libre y el control de la inflación "a la Friedman"» dijo Letelier, no se podían llevar a cabo de forma pacífica. «El plan económico ha tenido que ser impuesto, y en el contexto chileno ello podía hacerse sólo mediante el asesinato de miles de personas, el establecimiento de campos de concentración a través de todo el país, el encarcelamiento de más de cien mil personas en tres años, el cierre de los sindicatos y organizaciones vecinales y la prohibición de todas las actividades políticas y de todas las formas de expresión. [...] Represión para las mayorías y "libertad económica" para pequeños grupos privilegiados son en Chile dos caras de la misma moneda.» Había, escribió, «una armonía interna» entre el «libre mercado» y el terror ilimitado.4

El controvertido artículo de Letelier se publicó a fines de agosto de 1976. Menos de un mes después, el 21 de septiembre, el economista de cuarenta y cuatro años de edad conducía hacia su trabajo en el centro de Washington, D.C. Al pasar por el corazón del barrio de las embaja­das detonó una bomba a control remoto colocada bajo el asiento del conductor, haciendo que el coche saliera volando y volándole las dos piernas. Dejando abandonado su pie seccionado en el asfalto, Letelier fue llevado a toda velocidad al hospital George Washington. Entró ca­dáver. El ex embajador iba en el coche con una colega americana de veinticinco años, Ronni Moffit, que también perdió la vida en el atentado.5 Fue el crimen más ultrajante y atrevido de Pinochet desde el pro­pio golpe.

Una investigación del FBI reveló que la bomba había sido cosa de Michael Townley, miembro de la policía secreta de Pinochet, que des­pués fue condenado en un tribunal estadounidense por ese crimen. Los asesinos habían sido admitidos en el país con pasaportes falsos con el conocimiento de la CIA.6

Cuando Pinochet murió en diciembre de 2006 a la edad de noventa y un años, se enfrentaba a múltiples intentos de llevarlo a juicio por los crímenes cometidos bajo su mandato: desde asesinato, secuestro y tor­tura a corrupción y evasión de impuestos. La familia de Orlando Letelier llevaba décadas tratando de llevar a Pinochet ante la justicia por el atentado de Washington y de reabrir el caso en Estados Unidos. Pero la muerte le dio al dictador la última palabra. Le permitió escapar a todos los juicios y que se publicase una carta postuma en la que defendía el golpe y el uso del «máximo rigor» para impedir una «dictadura del proletariado [...] ¡Cómo quisiera que no hubiese sido necesaria la acción del 11 de septiembre de 1973!», escribió Pinochet. «¡Cómo hu­biera querido que la ideología marxista-leninista no se hubiera inter­puesto en nuestra vida patria!»7

No todos los criminales de los años del terror en Latinoamérica han tenido tanta suerte. En septiembre de 2006, veintitrés años después del final de la dictadura militar argentina, uno de los principales responsa­bles del terror fue finalmente sentenciado a cadena perpetua. El con­denado fue Miguel Osvaldo Etchecolatz, que había sido comisario de policía de la provincia de Buenos Aires durante los años de la Junta.

Durante el histórico juicio, Jorge Julio López, un testigo clave, se desvaneció. Despareció. López ya había sido uno de los desaparecidos durante la década de 1970, cuando fue brutalmente torturado y luego liberado. Ahora todo volvía a empezar. En Argentina, López se hizo famoso como la primera persona que «desapareció dos veces».8 A mediados de 2007 seguía desaparecido y la policía está prácticamente se­gura de que fue secuestrado como un aviso a los otros posibles testigos: las mismas viejas tácticas de los años del terror.

El juez del caso, Carlos Rozanski, de cincuenta y cinco años y miembro de la Corte Federal argentina, falló que Etchecolatz era culpa­ble de seis cargos de homicidio, seis cargos de encarcelamiento ilegal y siete casos de tortura. Cuando pronunció su veredicto, dio un paso ex­traordinario. Dijo que la condena que pronunciaba no estaba a la altura de la auténtica naturaleza del crimen y que, en interés de la «cons­trucción de la memoria colectiva» tenía que añadir que todos esos crímenes «lo fueron contra la humanidad, en el contexto del genocidio que tuvo lugar en la República de Argentina entre 1976 y 1983».9

Con esa frase, el juez interpretó su papel en la reescritura de la his­toria de Argentina: los asesinatos de gente de izquierda en la década de 1970 no formaron parte de una «guerra sucia en la que se enfrentaron dos partes y durante la cual se cometieron varios crímenes en ambos bandos, como ha repetido la historia oficial durante décadas. No fue­ron tampoco los desaparecidos meramente víctimas de dictadores locos ebrios de sádismo y de poder. Lo que sucedió fue algo más científico, más aterradoramente racional. Tal y como expresó el juez, existió un «plan de exterminio llevado a cabo por aquellos que gobernaban el país».10

Explicó que los asesinatos formaban parte de un sistema, planifica­do de antemano, que se aplicó de igual forma en todo el país y diseñado con la intención de atacar no a personas individuales sino a destruir las partes de la sociedad que esas personas representaban. El genocidio es un intento de asesinar a un grupo, no a una serie de personas individuales; así pues, argumentó el juez, fue genocidio.11

Rozanski reconoció que la forma en que usaba la palabra «genoci­dio» era controvertida, y escribió una extensa sentencia para funda­mentar su elección. Reconoció que la Convención de Naciones Unidas sobre el Genocidio define el crimen como un «intento de destruir, en todo o en parte, un grupo nacional, étnico, religioso o racial»; la Con­vención no incluyó en la definición la eliminación de un grupo unido por sus ideas políticas —que es lo que había sucedido en Argentina—, pero Rozanski dijo que no le parecía que esa exclusión fuera legalmente válida.12 Señalando un capítulo poco conocido de la historia de Nacio­nes Unidas, explicó que el 11 de diciembre de 1946, en respuesta di­recta al Holocausto nazi, la Asamblea General de la ONU aprobó una resolución de forma unánime prohibiendo los actos de genocidio «en los que grupos raciales, religiosos, políticos o de otro tipo han sido destruidos en su totalidad o en parte».13 La palabra «políticos» fue elimi­nada en la Convención dos años después porque Stalin así lo exigió. Sabía que si destruir un «grupo político» era considerado genocidio, sus sangrientas purgas y sus encarcelamientos masivos de opositores políticos entrarían dentro de la definición. Stalin contó con el apoyo de otros líderes que también querían reservarse el derecho de exterminar a sus oponentes políticos, así que la palabra se eliminó.14

Rozanski escribió que consideraba la definición original de la ONU como la más legítima, pues no había sido producto de ese compromiso interesado.* También citó una sentencia de un tribunal español que ha­bía juzgado a uno de los torturadores argentinos más conocidos en 1998. Ese tribunal había afirmado que la Junta argentina había cometi­do un «crimen de genocidio». Definió el grupo que la Junta había tra­tado de eliminar como «aquellos ciudadanos que no encajaban en el modelo que los represores habían decidido el adecuado para el nuevo orden que estaban estableciendo en el país».15 El año siguiente, en 1999, el juez español Baltasar Garzón, célebre por haber emitido una orden internacional de arresto contra Augusto Pinochet, argumentó también que Argentina sufrió un genocidio. Intentó definir qué grupo en concreto se había tratado de exterminar. El objetivo de la Junta, es­cribió, era «establecer un nuevo orden —como en Alemania pretendía Hitler— en el que no cabían aquellas personas que no encajaban en el cliché establecido». Quien no encajaba en el nuevo orden eran «las personas ubicadas en aquellos sectores que estorbaban a la configura­ción ideal de la nueva nación argentina».16

* Los códigos penales de muchos países, entre ellos Portugal, Perú y Costa Rica, prohíben los actos de genocidio y lo definen de forma que claramente incluye los ata­ques contra agrupaciones políticas o «sectores sociales». La ley francesa va incluso más allá y define el genocidio como un plan diseñado para destruir en todo o en parte «a un grupo definido por cualquier criterio arbitrario».

Por supuesto, no se puede comparar la escala de lo sucedido bajo los nazis o en Ruanda en 1994 con los crímenes de los dictadores corporativistas de América Latina en la década de 1970. Si el genocidio comporta un holocausto, estos crímenes no pertenecen a esa categoría. Si el genocidio, sin embargo, se entiende, tal y como lo definen estos tribunales, como un intento deliberado de exterminar a los grupos que suponen un obstáculo para un determinado proyecto político, entonces se trata de un proceso que puede verse no sólo en Argentina sino, con mayor o menor intensidad, a lo largo y ancho de toda la región que se había convertido en el laboratorio de la Escuela de Chicago. En estos países las personas que «estorbaban a la configuración ideal» eran gente de izquierda de todo tipo: economistas, trabajadores de caridades, sin­dicalistas, músicos, organizadores campesinos, políticos... Miembros de todos estos grupos fueron objeto de una clara y deliberada estrategia, que abarcaba toda la región y estaba coordinada internacionalmente a través de la Operación Cóndor, con objeto de erradicar y exterminar a la izquierda.

Desde la caída del comunismo el libre mercado y la libertad de los pueblos se han presentado como una única ideología que pretende ser la mejor y única defensa de la humanidad para no repetir una historia plagada de fosas comunes, masacres y cámaras de tortura. En el Cono Sur, sin embargo, el primer lugar en el que la religión contemporánea del libre mercado desbocado escapó de los sótanos y seminarios de la Universidad de Chicago y se aplicó en el mundo real, no trajo consigo la democracia; país tras país, se predicó precisamente al derrocar la de­mocracia. No trajo la paz, sino que requirió el asesinato sistemático de decenas de miles y la tortura de entre 100.000 y 150.000 personas.

Existía, escribió Letelier, una «armonía interna» entre el impulso de extirpar algunos sectores de la sociedad y la ideología fundamental del proyecto. Los de Chicago y sus profesores, que ofrecieron asesoramiento a los regímenes militares del Cono Sur y ocuparon puestos en sus gobiernos, creían en una forma de capitalismo esencialmente puris­ta. El suyo es un sistema basado enteramente en la fe en el «equilibrio» y el «orden», un sistema que, para funcionar, exigía que no existieran «distorsiones». Debido a estas características, un régimen decidido a aplicar fielmente este ideal no puede aceptar la presencia de puntos de vista alternativos o que aporten matices. Para alcanzar el ideal buscado es imprescindible un monopolio sobre la ideología pues, de otro modo, según la tesis principal de la teoría, las señales económicas se distorsio­nan y el sistema entero se desequilibra.

Los de Chicago difícilmente podrían haber escogido una parte del mundo menos hospitalaria para su experimento absolutista que el Co­no Sur de Latinoamérica en la década de 1970. El extraordinario as­censo del desarrollismo implicaba que el área era una cacofonía precisamente de esas políticas que la Escuela de Chicago consideraba distorsiones o «ideas aeconómicas». Más importante todavía, la región hervía de movimientos populares e intelectuales que habían surgido en oposición directa al capitalismo de laissez-faire. Este punto de vista no era marginal, sino el típico de la mayoría de los ciudadanos, y así se re­flejaba en las sucesivas elecciones de los distintos países. Una transfor­mación según los parámetros de la Escuela de Chicago tenía tantas po­sibilidades de ser bien recibida en el Cono Sur como una revolución proletaria en Beverly Hills.

Antes de que la campaña de terror alcanzase Argentina, Rodolfo Walsh había escrito: «Nada puede detenernos, ni la cárcel ni la muerte. Porque no se puede encarcelar ni matar a todo un pueblo y puesto que la gran mayoría de los argentinos [...] saben que sólo el pueblo salvará al pueblo».17 Salvador Allende, mientras veía cómo los tanques avanzaban para poner cerco al palacio presidencial, pronunció un último dis­curso radiofónico, imbuido de la misma actitud desafiante: «Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la con­ciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada defini­tivamente», afirmó en sus últimas palabras dirigidas al público. «Tie­nen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la ha­cen los pueblos».18

Los comandantes de la Junta en la región y sus cómplices econó­micos eran perfectamente conscientes de esas verdades. Un veterano de varios golpes de Estado argentinos explicó cuál era la opinión den­tro del ejército: «En 1955 creíamos que el problema era [Juan] Perón, así que lo eliminamos; pero en 1976 ya sabíamos que el problema era la clase trabajadora».19 En toda la región sucedió lo mismo: el proble­ma era amplio y profundo. Eso quería decir que si la revolución neoli­beral quería triunfar, las juntas tenían que lograr lo que Allende con­sideraba imposible: segar definitivamente la semilla que se sembró durante el auge de las izquierdas latinoamericanas. En su declaración de principios, publicada después del golpe, la dictadura de Pinochet afirmó que su misión era «una acción profunda y prolongada [para] cambiar la mentalidad de los chilenos», un eco de la idea que Albion Patterson, de USAID, padrino del Proyecto Chile, había hecho veinte años antes: «Lo que tenemos que hacer es cambiar la formación de los hombres».20

Pero ¿cómo se consigue eso? La semilla a la que Allende se refería no consistía en una sola idea ni en un grupo de partidos políticos y sin­dicatos. En los años sesenta y principios de los setenta, la izquierda era la cultura popular dominante en América Latina. Era la poesía de Pablo Neruda, la música de Víctor Jara y Mercedes Sosa, la teología de la li­beración de Sacerdotes para el Tercer Mundo, el teatro emancipador de Augusto Boal, la pedagogía radical de Paulo Freiré, el periodismo revolucionario de Eduardo Galeano y el mismo Walsh. Eran los héroes y mártires legendarios del pasado y la historia reciente desde José Ger­vasio Artigas, pasando por Simón Bolívar hasta el Che Guevara. Cuan­do las juntas trataron de desafiar la profecía de Allende y arrancar de raíz el socialismo, estaban declarando la guerra a toda esta cultura.

El imperativo se reflejó en las metáforas habituales de los regímenes militares en Brasil, Chile, Uruguay y Argentina: los eufemismos fas­cistas que hablaban de limpiar, barrer, erradicar y curar. En Brasil las detenciones de gente de izquierda se bautizaron con el código Operacao Limpeza. El día del golpe, Pinochet se refirió a Allende y su go­bierno como «escoria que iba a arruinar el país».21 Un mes después se comprometió a «extirpar el mal de raíz de Chile», a conseguir una «de­puración moral» de la patria, «purificada de los vicios y malos hábi­tos», un objetivo muy parecido al de Alfred Rosenberg, escritor del Tercer Reich, cuando exigía «una limpieza despiadada con una escoba de hierro».22

PURIFICADORES DE CULTURAS

En Chile, Argentina y Uruguay las juntas llevaron a cabo operacio­nes masivas de limpieza, quemando libros de Freud, Marx y Neruda, cerrando cientos de periódicos y revistas, ocupando universidades, prohibiendo huelgas y reuniones políticas...

Algunos de los ataques más brutales los reservaron para los econo­mistas «rosas» a los que los de Chicago no consiguieron derrotar antes de los golpes. En la Universidad de Chile, la rival de la base local de los de Chicago, la Universidad Católica, cientos de profesores fueron des­pedidos por «no observar los deberes morales» (entre ellos André Gunder Frank, el disidente de Chicago que escribió airadas cartas a sus ex profesores).23 Durante el golpe, Gunder Frank informó que «se disparó a seis estudiantes a la vista de todos en la entrada principal de la Facultad de Económicas para dar una lección a todos los demás».24 Cuando la Junta se hizo con el poder en Argentina, grupos de soldados entraron en la Universidad Nacional del Sur en Bahía Blanca y arresta­ron a diecisiete miembros del claustro acusados de «enseñanzas sub­versivas»; también en este caso la mayoría fueron del Departamento de Economía.25 «Es necesario destruir las fuentes que alimentan, forman y adoctrinan a los delincuentes subversivos», anunció uno de los genera­les en una rueda de prensa.26 Un total de ocho mil educadores de iz­quierdistas, «de ideología sospechosa», fueron purgados como parte de la Operación Claridad.27 En los institutos se prohibieron las presen­taciones en grupo, que eran muestra de un espíritu colectivo latente pe­ligroso para la «libertad individual».28

En Santiago, el legendario cantante de izquierdas Víctor Jara estaba entre los que fueron llevados al Estadio de Chile. La forma en que le tra­taron encarna la decidida furia con la que se emprendió el silenciamiento de una cultura. Primero los soldados le rompieron ambas manos para que no pudiera tocar la guitarra y luego le dispararon cuarenta y cuatro veces, según los hechos desvelados por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación.29 Para asegurarse de que no se convirtiera en una ins­piración más allá de su muerte, el régimen ordenó que se destruyeran las grabaciones originales de sus discos. Mercedes Sosa, también música, se vio obligada a exiliarse de Argentina; el dramaturgo revolucionario Augusto Boal fue torturado en Brasil y forzado a exiliarse; Eduardo Galeano fue expulsado de Uruguay y Walsh asesinado en las calles de Bue­nos Aires. Era el exterminio deliberado de toda una cultura.

En paralelo otra cultura aséptica y purificada ocupaba su lugar. Al inicio de las dictaduras de Chile, Argentina y Uruguay las únicas reu­niones públicas aceptadas fueron las demostraciones de poderío mili­tar y los partidos de fútbol. En Chile, si eras una mujer, llevar pantalo­nes era motivo suficiente para un arresto; si eras un hombre, lo era el pelo largo. «En toda la República se está produciendo una profunda purificación», afirmaba un editorial de un periódico argentino contro­lado por la Junta. Exigía la limpieza total e inmediata de los graffiti de izquierdas: «Pronto las superficies relucirán, liberadas de esa pesadilla por la acción del jabón y el agua».30

En Chile, Pinochet estaba decidido a quitar a su pueblo la costum­bre de echarse a la calle. Hasta las reuniones más pequeñas eran dispersadas con cañones de agua, el arma favorita de Pinochet para el control de las masas. La Junta tenía cientos de ellos, lo bastante peque­ños para ir por las aceras y lanzar su chorro contra los grupos de escolares que repartían panfletos; la represión alcanzaba incluso a los fu­nerales, si eran demasiado movidos. Bautizados como «guanacos», por una llama famosa por su costumbre de escupir, los omnipresentes ca­ñones de agua limpiaban la gente tomo si tratara de basura humana, dejando las calles relucientes, limpias y vacías.

Poco después del golpe, la Junta chilena publicó un edicto apre­miando a los ciudadanos para que «contribuyeran a limpiar la patria» informando sobre los «extremistas» extranjeros y los «chilenos fanati­zados».31

QUIÉN FUE ASESINADO Y POR QUÉ

La mayoría de la gente contra la que se arremetió en las redadas no fueron «terroristas», como proclamaba la retórica oficial, sino más bien las personas a las que las juntas habían identificado como los mayores obstáculos a su programa económico. Algunos de verdad eran oposito­res, pero a muchos se los veía como simplemente representantes de va­lores contrarios a la revolución del libre mercado.

La naturaleza sistemática de esta campaña de limpieza queda pa­tente al cotejar las fechas y horas de las desapariciones documentadas en los informes de la Comisión de Derechos Humanos y de la Comi­sión de la Verdad. En Brasil, la Junta no empezó la represión en masa hasta finales de la década de 1960, pero hizo una excepción: tan pronto como se lanzó el golpe, los soldados rodearon a los líderes de los sindi­catos activos en las fábricas y en los grandes ranchos. Según Brasil: Nunca Mais, fueron enviados a la cárcel, donde muchos fueron tortura­dos «por la sola razón de tener una filosofía política opuesta a la de las autoridades». Este informe de la Comisión de la Verdad, basado en las actas judiciales de los propios militares, destaca que la Confederación General del Trabajo (CGT), la principal asociación de sindicatos, aparece en los procedimientos judiciales de la Junta «como un demonio omnipresente que debe ser exorcizado». El informe concluye claramen­te que el motivo por el que «las autoridades que tomaron el poder en 1964 tuvieron especial cuidado en "limpiar" este sector» es porque «temían la generalización de la [...] resistencia desde los sindicatos a sus programas económicos, que estaban basados en la austeridad en los salarios y en la privatización de la economía».32

Tanto en Chile como en Argentina los gobiernos militares utiliza­ron el caos inicial del golpe para lanzar con éxito su ataque contra el movimiento sindical. Claramente se trató de operaciones planeadas con mucha antelación, pues las redadas sistemáticas empezaron el mis­mo día del golpe. En Chile, mientras todas las miradas se dirigían al asediado palacio presidencial, otros batallones fueron enviados a «fá­bricas en lo que se conocía como "cinturones industriales", donde las tropas llevaron a cabo redadas y arrestaron a gente. Durante los días si­guientes», según el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Re­conciliación, hubo redadas en varias fábricas más, «lo que llevó a arres­tos masivos de personas, muchas de las cuales fueron luego asesinadas o desaparecieron».33 En 1976, el 80 % de los prisioneros políticos de Chile eran obreros y campesinos.34

El informe de la Comisión de la Verdad de Argentina, Nunca Más, documenta una intervención quirúrgica similar contra los sindicatos: «Hemos visto que una gran parte de las operaciones [contra los traba­jadores] se llevaron a cabo el mismo día del golpe o inmediatamente a continuación».35 Entre la lista de ataques a las fábricas, un testimonio es particularmente revelador de cómo el «terrorismo» se usó como pantalla de humo para perseguir a activistas pro obreros no violentos. Graciela Geuna, prisionera política en el campo de tortura conocido como La Perla, describió cómo los soldados que la vigilaban empeza­ron a ponerse nerviosos con una huelga que iba a tener lugar en una central eléctrica. La huelga iba a ser «un ejemplo importante de resis­tencia a la dictadura militar» y la Junta no quería que tuviera lugar. Así que, recordó Geuna, los «soldados de la unidad decidieron convertirla en ilegal o, como ellos dijeron, "montonerizarla"» (los montoneros eran un grupo guerrillero que el gobierno ya había derrotado). Los huelguistas no tenían nada que ver con los montoneros, pero eso no importaba. Los «mismos soldados que había en La Perla imprimieron panfletos que firmaron como "montoneros", panfletos en los que inci­taban a los trabajadores a la huelga». Los panfletos se convirtieron en­tonces en la «prueba» necesaria para secuestrar y asesinar a los líderes sindicalistas.36

tortura patrocinada por las empresas

En ocasiones los ataques a los líderes sindicales estaban coordinados con los propietarios de los lugares de trabajo. Demandas interpuestas en los últimos años han aportado algunos de los ejemplos mejor documen­tados de intervención directa de filiales locales de multinacionales ex­tranjeras.

En los años previos al golpe en Argentina, el ascenso de la militancia de izquierdas había afectado a las empresas extranjeras tanto eco­nómica como personalmente: entre 1972 y 1976 fueron asesinados cin­co ejecutivos de la compañía automovilística Fiat.37 La suerte de tales empresas cambió radicalmente cuando la Junta tomó el poder y aplicó las políticas de la Escuela de Chicago; ahora podían inundar el mercado local de importaciones, pagar salarios más bajos, despedir a trabajadores libremente y enviar los beneficios a casa sin trabas legales.

Varias multinacionales expresaron efusivamente su agradecimien­to. En el primer Año Nuevo del gobierno militar en Argentina, Ford Motor Company publicó en los periódicos un anunció de felicitación en el que abiertamente se alienaba con el régimen: «1976: Argentina encuentra de nuevo el camino. 1977: año nuevo de fe y esperanza para todos los argentinos de buena voluntad. Ford Motor de Argentina y su gente se comprometen en la lucha para conseguir el gran destino de la patria».38 Las empresas extranjeras hicieron más que dar las gracias a las juntas por un trabajo bien hecho: algunas participaron activamente en las campañas de terror. En Brasil, varias multinacionales se unieron y financiaron escuadrones de tortura privados. A mediados de 1969, justo cuando la Junta entraba en su fase más brutal, se lanzó una fuer­za policial extralegal llamada Operación Bandeirantes, conocida por sus siglas, OBAN. Formada por oficiales del ejército, OBAN fue fun­dada, según Brasil: Nunca Mais, «gracias a contribuciones de varias corporaciones multinacionales, entre ellas Ford y General Motors». Al estar fuera de las estructuras militares y policiales oficiales, OBAN dis­frutaba de «flexibilidad e impunidad respecto a los métodos de inte­rrogatorio», afirma el informe, y pronto su sadismo sin igual se hizo tristemente célebre.39

Fue en Argentina, no obstante, donde la implicación de la filial lo­cal de Ford con el aparato del terror se hizo más obvia. La empresa su­ministraba vehículos a los militares, de modo que el Ford Falcon fue el automóvil utilizado en miles de secuestros y desapariciones. El psicólo­go y dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky describió el coche como «lo terrorífico como expresión simbólica. El coche de la muerte».40

Mientras Ford suministraba coches a la Junta, la Junta le corres­pondió con un favor: eliminar las cadenas de producción de problemá­ticos sindicalistas. Antes del golpe, Ford se había visto obligada a rea­lizar importantes concesiones a sus trabajadores: una hora libre para comer en lugar de veinte minutos y un 1 % de lo obtenido por la venta de cada coche para dedicarlo a programas de servicios sociales. Todo eso cambió abruptamente cuando empezó la contrarrevolución, el día del golpe. La fábrica de Ford en las afueras de Buenos Aires se convirtió en una fortaleza armada; en las semanas siguientes se llenó de vehículos militares, tanques incluidos, y sobre ella se oían constantemente los ro­tores de los helicópteros. Los obreros han testificado que hubo un ba­tallón de cien soldados destinado permanentemente a la fábrica.41 «En Ford parecía como si estuviéramos en guerra. Y todo estaba dirigido contra nosotros, los trabajadores», recordó Pedro Troiani, uno de los delegados sindicales.42

Los soldados rondaban por las instalaciones, agarrando y encapu­chando a los sindicalistas más activos, a los que el capataz de la fábrica tenía la amabilidad de señalar. Troiani se contó entre los que fueron sa­cados de la cadena de montaje. Recuerda que «antes de detenerme me pasearon por la fábrica, lo hicieron al descubierto para que la gente pu­diera verlo: Ford lo utilizó para acabar con los sindicatos en la fábrica».43 Más sorprendente fue lo que pasó a continuación: en lugar de llevarlos rápidamente a alguna cárcel cercana, Troiani y los demás dicen que los soldados les llevaron a unas instalaciones de detención que habían sido construidas dentro del perímetro de la fábrica. En su lugar de trabajo, en el mismo lugar en el que tan sólo unos días atrás habían estado nego­ciando contratos, esos trabajadores fueron golpeados, pateados y, en dos casos, sometidos a electroshocks.44 Fueron conducidos luego a prisiones fuera de la fábrica donde las torturas continuaron durante semanas y, en algunos casos, durante meses.45 Según los abogados de los trabaja­dores, al menos veinticinco representantes sindicales en Ford fueron se­cuestrados en este período, la mitad de ellos detenidos en la misma empresa en unas instalaciones que los grupos de defensa de los derechos humanos en Argentina están presionando para que se incluya en una lista oficial de antiguos centros clandestinos de detención.46

En 2002, fiscales federales presentaron una acusación penal contra Ford Argentina en nombre de Troiani y otros catorce trabajadores, ale­gando que la empresa era legalmente responsable por la represión que tuvo lugar en su propiedad. «Ford [Argentina] y sus ejecutivos colabo­raron en el secuestro de sus propios trabajadores y creo que deben ser considerados responsables de él», dice Troiani.47 Mercedes-Benz (una filial de DaimlerChrysler) se enfrenta a una investigación similar a cau­sa de alegaciones de que la empresa colaboró con el ejército en la dé­cada de 1970 para purgar una de sus fábricas de sindicalistas, supues­tamente dando nombres y direcciones de dieciséis trabajadores que luego desparecieron, catorce de ellos para siempre.48

Según la historiadora Karen Robert, experta en Latinoamérica, ha­cia el final de la dictadura «prácticamente habían desaparecido todos los delegados de a pie de las fábricas de las principales empresas del país [...] como Mercedes-Benz, Chrysler y Fiat Concord».49 Tanto Ford como Mercedes-Benz niegan que sus ejecutivos tomaran parte en la represión. Los juicios siguen abiertos.

No fueron sólo los sindicalistas los que sufrieron un ataque preventivo: lo sufrió cualquiera que representase una visión de la sociedad construi­da sobre cualquier valor que no fuera el puro beneficio.

Particularmen­te brutales a lo largo y ancho de la región fueron los ataques a los gran­jeros que se habían implicado en la lucha por la reforma agraria. Los líderes de las Ligas Agrarias Argentinas —que habían difundido ideas incendiarias sobre el derecho de los campesinos a poseer tierras— fue­ron perseguidos y torturados, a menudo en los mismos campos que tra­bajaban, a la vista de toda la comunidad. Los soldados utilizaban las ba­terías de los camiones para dar electricidad a sus picanas, volviendo aquel ubicuo utensilio campesino contra los propios granjeros.

Mientras tanto, las políticas económicas de la Junta fueron un auténtico regalo pa­ra los terratenientes y ganaderos. En Argentina, Martínez de Hoz elimi­nó los controles sobre el precio de la carne, con lo que éste subió más de un 700 %, provocando un récord de beneficios.50

En los barrios pobres, el objetivo de los ataques preventivos fueron los trabajadores comunitarios, muchos de ellos asociados a la Iglesia, que organizaban a los sectores más desfavorecidos de la sociedad para que exigieran sanidad, vivienda y educación públicas o, en otras pala­bras, para que pidieran el «Estado del bienestar», que era precisamente lo que los de Chicago estaban desmantelando. «¡Los pobres no van a tener más santurrones que cuiden de ellos!», le dijeron a Norberto Liwsky, un doctor argentino, mientras «aplicaban descargas eléctricas en mis encías, pezones, genitales, abdomen y orejas».51

Un sacerdote argentino que colaboró con la Junta explicó cuál era la filosofía que les guiaba: «El enemigo era el marxismo. El marxismo en la Iglesia, digamos, y en la patria. El peligro de una nación nueva».52 Ese «peligro de una nación nueva» ayuda a explicar por qué tantas de las víctimas de las juntas fueron jóvenes. En Argentina, el 81 % de los treinta mil desaparecidos tenían entre dieciséis y treinta años.53 «Esta­mos trabajando ahora para los siguientes veinte años», le dijo un cono­cido torturador argentino a una de sus víctimas.54

Entre los más jóvenes estaban un grupo de estudiantes de instituto que, en septiembre de 1976, se agruparon para pedir una bajada del bi­llete de autobús. Para la Junta, aquella acción colectiva demostraba que los adolescentes estaban contagiados del virus del marxismo, y respon­dió con furia genocida, torturando y matando a seis de los estudiantes que se habían atrevido a plantear aquella subversiva demanda.55 Miguel Osvaldo Etchecolatz, el comisario de policía finalmente sentenciado en 2006, fue uno de los personajes clave de aquella operación.

La pauta de las desapariciones estaba clara: mientras los terapeutas del shock eliminaban todos los resquicios de colectivismo de la econo­mía, las tropas de shock debían eliminar a los representantes de ese ethos de las calles, las universidades y las fábricas.

En algunos momentos distendidos, algunos de los que estuvieron en la línea del frente de la transformación económica han reconocido que para lograr sus objetivos era necesario el uso generalizado de la re­presión. Víctor Emmanuel, el ejecutivo de relaciones públicas de Burson-Marsteller encargado de vender al resto del mundo el nuevo régi­men favorable a las empresas instaurado por las juntas, explicó a un investigador que la violencia era necesaria para abrir la economía «pro­teccionista y estatalista» de Argentina. «Nadie, pero nadie, invierte en un país que está en guerra civil», dijo, pero admitió que no sólo se mataba a las guerrillas. «Probablemente se mató también a mucha gente inocente», le dijo a la escritora Marguerite Feitlowitz, pero, «dada la si­tuación era necesario aplicar una fuerza inmensa».56

Sergio de Castro, el ministro de Economía de Pinochet de la Es­cuela de Chicago que supervisó la aplicación del tratamiento de choque, dijo que nunca podría haberlo hecho sin el apoyo del puño de hierro de Pinochet. «Teníamos a la opinión pública muy en contra, así que ne­cesitábamos una personalidad fuerte para mantener la política. Tuvi­mos suerte de que el presidente Pinochet lo entendiera y tuviera el valor de resistir a las críticas.» De Castro también ha dicho que un «go­bierno autoritario» es el más capacitado para salvaguardar la libertad económica gracias a su uso «impersonal» del poder.57

Como sucede casi siempre con el terrorismo de Estado, los objeti­vos seleccionados servían a un doble propósito.

* En primer lugar, elimi­narlos quitaba de en medio obstáculos reales al proyecto, pues desapa­recían aquellos que era más probable que contraatacasen.

* En segundo lugar, el hecho de que todo el mundo viera que los «problemáticos» de­saparecían servía de aviso a aquellos que podrían considerar resistir, eliminando también, por tanto, obstáculos futuros.

Y funcionó. «Estábamos confundidos y angustiados, aguardába­mos dóciles a seguir las órdenes [...] la gente sufrió una regresión; se volvió más dependiente y temerosa», recordó el psiquiatra chileno Marco Antonio de la Parra.58 Estaban, en otras palabras, en estado de shock. Así que cuando los shocks económicos hicieron que los precios se dispararan y los salarios se hundiesen, las calles de Chile, Argentina y Uruguay siguieron despejadas y en calma. No hubo disturbios por la falta de comida ni huelgas generales. Las familias sobrellevaron la pe­nuria saltándose en silencio algunas comidas, alimentando a sus bebés con mate, un té tradicional que quita el apetito, y despertándose antes del amanecer para caminar durante horas hasta su puesto de trabajo y así ahorrarse el billete de autobús. Los que morían de malnutrición o de fiebre tifoidea eran enterrados discretamente.

Sólo una década antes, los países del Cono Sur —con sus sectores industriales en alza, sus clases medias creciendo rápidamente y sus só­lidos sistemas de sanidad y educación— habían sido la esperanza del mundo en vías de desarrollo. Ahora los ricos y los pobres se movían en mundos económicos totalmente distintos, con los ricos accediendo a la ciudadanía honorífica en el estado de Florida y el resto empujados hacia el subdesarrollo en un proceso que se agudizaría durante las «rees­tructuraciones» neoliberales de la era posterior a las dictaduras. Si no ya ejemplos a seguir, estos países se convirtieron en ejemplos aterrado­res de lo que les sucede a las naciones pobres que creen que pueden prosperar por sus propios medios hasta salir del Tercer Mundo. Fue una conversión paralela a la que sufrieron los prisioneros en los centros de tortura de la Junta: no bastaba con hablar, se les exigía además que abjuraran de sus creencias más queridas, que traicionaran a sus amantes e hijos. A los que se rendían se les llamaba «quebrados». Eso fue lo que le sucedió al Cono Sur. La región no sólo fue derrotada: fue quebrada.

la TORTURA COMO «CURA»

Mientras se trataba de extirpar el colectivismo de la cultura me­diante medidas políticas, dentro de las prisiones la tortura intentaba extirparlo de la mente y el espíritu. Como un editorial de la Junta ar­gentina subrayó en 1976, «también las mentes deben limpiarse, pues es allí donde nació el error».59

Muchos torturadores adoptaban el papel de un doctor o un ciruja­no. Igual que los economistas de Chicago con sus shocks dolorosos pero necesarios, estos interrogadores imaginaban que sus electroshocks y de­más tormentos eran terapéuticos, que administraban una especie de me­dicina a sus presos, a los que muchas veces se referían dentro de los cam­pos como «apestosos», es decir, como los sucios o enfermos. Les iban a curar de la enfermedad del socialismo, del impulso hacia la acción co­lectiva.* Sus «tratamientos» eran atroces, cierto, puede que incluso leta­les, pero eran por el bien de los pacientes. «Si tienes gangrena en un bra­zo, tienes que cortártelo, ¿verdad?», dijo Pinochet, impaciente ante las críticas a su historial de ataques a los derechos humanos.60

* Con ello, la electroterapia regresaba a su anterior encarnación como técnica de exorcismo. El primer uso registrado de la electrocución médica fue por un médico sui­zo que ejerció en el siglo XVIII. Ese médico creía que las enfermedades mentales las cau­saba el diablo, así que hacía que el paciente sujetara un cable al que daba potencia con una máquina de electricidad estática. Administraba una descarga de electricidad por cada demonio que habitaba en el cuerpo del paciente y luego lo declaraba curado.

En testimonios que aparecen en los informes de las comisiones de la verdad por toda la región, los prisioneros describen un sistema diseña­do para obligarles a traicionar el principio más fundamental de su sen­tido del yo. Para la mayor parte de los latinoamericanos de izquierdas, ese principio fundamental era lo que el historiador radical argentino Osvaldo Bayer llamó «la única ideología trascendental: la solidaridad».61 Los torturadores entendían perfectamente la importancia de la solidaridad y se aplicaron a destruir ese impulso de interconexión so­cial entre sus prisioneros. Se da por supuesto que todo interrogatorio consiste en obtener información valiosa y, por lo tanto, forzar una traición, pero muchos prisioneros informan que sus torturadores estaban bastante poco interesados en la información, que ya solían tener de an­temano, y mucho más interesados en conseguir el acto de traición en sí. Lo importante del ejercicio era lograr que los prisioneros sufrieran una lesión irreparable en aquella parte de ellos que creía que ayudar a los demás era el valor supremo, la parte que les hacía activistas, y reempla­zarla por una sensación de vergüenza y humillación.

A veces el preso no podía controlar estas traiciones. El prisionero argentino Mario Villani, por ejemplo, llevaba su agenda encima cuando fue secuestrado. En ella estaban las señas de una reunión que había acor­dado con un amigo. Los soldados se presentaron en su lugar y otro ac­tivista desapareció en la maquinaría del terror. En la mesa de interrogación, los interrogadores de Villani le torturaron con el dato de que «habían capturado a Jorge porque se había presentado a la cita conmi­go. Sabían que para mí eso era un tormento peor que 220 voltios. El remordimiento era casi insoportable».62

Los actos de rebelión más extremos en este contexto consistían en pequeños gestos de bondad entre prisioneros, como tratar de curar las heridas de los demás o compartir la escasa comida. Cuando se descu­bría alguno de esos gestos, el castigo era durísimo. Se machacaba a los prisioneros para que fueran lo más individualistas posible y se les ofrecían constantemente tratos fáusticos, como escoger entre más torturas insoportables para ellos mismos o más torturas para otro de sus com­pañeros de celda. En algunos casos los prisioneros fueron quebrados hasta tal punto que aceptaron aplicar la picana a sus compañeros pre­sidiarios o abjurar por televisión de sus creencias anteriores. Estos pri­sioneros representaban el triunfo final de sus torturadores: no sólo los prisioneros habían abandonado cualquier idea de solidaridad sino que, para sobrevivir, habían sucumbido al ethos despiadado que era el nú­cleo del capitalismo de laissez-faire, «estar pendiente del número 1», en palabras de un directivo de ITT.*63

* La manifestación contemporánea de este proceso de destrucción de la personalidad se halla en la forma en que se utiliza el islam como arma contra los prisioneros musulmanes en las prisiones dirigidas por Estados Unidos. De entre el alud de pruebas que se han filtrado de Abu Ghraib y de la bahía de Guantánamo, dos formas concretas de maltrato a los prisioneros aparecen una y otra vez: el desnudo y la interferencia de­liberada con las prácticas islámicas, sea obligando a los prisioneros a afeitarse la barba, dando patadas a un Corán, envolviendo a los prisioneros en banderas israelíes, forzán­doles a adoptar posturas homosexuales o incluso tocando a los hombres con sangre de menstruación simulada. Moazzam Begg, que estuvo recluido en Guantánamo, dice que le obligaron a afeitarse con frecuencia y que un guardián le decía: «Esto es lo que de verdad os molesta a los musulmanes, ¿verdad?». Se profana el islam no porque los guardianes lo odien (aunque bien puede ser así) sino porque los prisioneros lo aman. Puesto que el objetivo de la tortura es destruir la personalidad, todo lo que compren­de la personalidad de un prisionero debe ser sistemáticamente robado: desde su ropa hasta sus creencias más queridas. En la década de 1970 eso llevaba a atacar la solidari­dad social; hoy conduce a agredir al islam.

Los dos grupos de «doctores» del shock que trabajaban en el Cono Sur —los generales y los economistas— recurrieron a metáforas prác­ticamente idénticas en su trabajo. Friedman comparó su trabajo en Chile al de un médico que ofrecía «consejos médicos técnicos al go­bierno chileno para ayudar a curar una epidemia médica», la «epide­mia de la inflación».64 Arnold Harberger, director del programa sobre Latinoamérica en la Universidad de Chicago, fue incluso más allá. En una conferencia que pronunció en Argentina frente a un público for­mado por jóvenes economistas, mucho después de que la dictadura hu­biera terminado, dijo que los buenos economistas son en sí mismos el tratamiento, pues funcionan «como anticuerpos que combaten las ideas y políticas antieconómicas».65 El ministro de Exteriores de la Junta ar­gentina, César Augusto Guzzetti, dijo que «cuando el cuerpo social del país ha sido contaminado por una enfermedad que corroe sus entrañas, forma anticuerpos. Estos anticuerpos no pueden considerarse del mis­mo modo que los microbios. Conforme el gobierno controle y destruya a la guerrilla, la acción de los anticuerpos desaparecerá, como ya está sucediendo. Se trata tan sólo de una reacción natural de un cuer­po enfermo».66

Este lenguaje tiene, por supuesto, el mismo andamiaje intelectual que permitía a los nazis afirmar que al asesinar a los miembros «enfer­mos» de la sociedad estaban curando «el cuerpo de la nación». Como dijo el doctor nazi Fritz Klein: «Quiero preservar la vida. Y por respe­to a la vida humana, amputaré un apéndice gangrenado de un cuerpo enfermo. El judío es el apéndice gangrenado del cuerpo de la humani­dad». Los jemeres rojos utilizaron el mismo lenguaje para justificar su masacre en Camboya: «Hay que amputar lo que está infectado».67

NlÑOS «NORMALES»

Los paralelismos más escalofriantes se encuentran en la forma en que la Junta argentina trató a los niños dentro de su red de centros de tortura. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Genocidio de­clara que entre las prácticas genocidas más habituales está «imponer medidas tendentes a evitar nacimientos dentro del grupo» y «transferir a la fuerza a niños de un grupo a otro grupo».68

Se estima que nacieron unos quinientos niños en los centros de tor­tura argentinos. Esos bebés fueron alistados inmediatamente en el plan para rediseñar la sociedad y crear una nueva raza de ciudadanos mode­lo. Tras un breve período de guardería, cientos de bebés fueron vendi­dos o entregados a parejas, la mayor parte de ellas con vínculos directos con la dictadura. Según el grupo de defensa de los derechos humanos Abuelas de la Plaza de Mayo, que con gran esfuerzo ha localizado a do­cenas de aquellos bebés, los niños fueron criados según los valores del capitalismo y el cristianismo que la Junta consideraba «normales» y sa­ludables.69 Los padres de los bebés, considerados demasiado enfermos como para poder ser salvados, fueron casi siempre asesinados en los campos. El robo de bebés no fue producto de excesos de personas in­dividuales, sino parte de una operación estatal organizada. En un caso llevado a los tribunales se presentó como prueba un documento oficial del Departamento del Interior titulado «Instrucciones sobre procedimientos a seguir con los niños menores de edad de líderes políticos o sindicales cuando sus padres son detenidos o desaparecen».70

Este capítulo de la historia de Argentina guarda un sorprendente paralelismo con el robo masivo de niños indígenas en Estados Unidos, Canadá y Australia, donde se les enviaba a internados, se les prohibía hablar sus lenguas nativas y se les coaccionaba para que fueran más «blancos». En la Argentina de la década de 1970 operaba una lógica supremacista similar, pero no basada en la raza sino en las creencias po­líticas, la cultura y la clase social.

Uno de los vínculos más gráficos entre los asesinatos políticos y la re­volución del libre mercado no se descubrió hasta cuatro años después del final de la dictadura argentina. En 1987 un equipo de rodaje estaba filmando en el sótano de Galerías Pacífico, uno de los centros comer­ciales más lujosos del centro de Buenos Aires, cuando descubrieron horrorizados un centro de tortura abandonado. Resultó ser que durante la dictadura, el Primer Cuerpo del Ejército escondió a algunos de sus desaparecidos en las tripas del centro comercial. En las paredes de las mazmorras todavía se podían ver las marcas desesperadas que habían hecho los prisioneros muertos hacía tiempo: nombres, fechas, súplicas de ayuda.71

Hoy, Galerías Pacífico es la joya de la corona de la zona comercial de Buenos Aires, la prueba de su consolidación como una capital con­sumista globalizada. Techos abovedados y suntuosos frescos sirven de marco a una larga serie de tiendas de marca, desde Christian Dior a Ralph Lauren pasando por Nike, con precios inalcanzables para la gran mayoría de los habitantes del país pero que parecen una ganga a los ex­tranjeros que acuden a la ciudad atraídos por las ventajas de su devaluada divisa.

Para los argentinos que conocen su historia, el centro comercial constituye un escalofriante recordatorio de que igual que una forma más antigua de conquista capitalista se edificó sobre las tumbas de los pueblos indígenas, el proyecto de la Escuela de Chicago en América Latina se construyó literalmente sobre los centros de tortura secretos en los que desaparecieron miles de personas que creían en un país di­ferente.

NOTAS

1. Daniel Feierstein y Guillermo Levy, Hasta que la muerte nos separe: Prácticas sociales genocidas en América Latina, Buenos Aires, Ediciones al margen, 2004, pág. 76.

2. Marguerite Feitlowitz, A Lexicon of Terror: Argentina and the Legacies Of Tor­ture, Nueva York, Oxford University Press, 1998, pág. XII.

3. Orlando Letelier, «The Chicago Boys in Chile», The Nation, 28 de agosto de 1976.

4. Ibídem.

5. John Dinges y Saúl Landau, Assassination on Embassy Row, Nueva York, Pantheon Books, 1980, págs. 207-210.

6. Pamela Constable y Arturo Valenzuela, A Nation of Enemies: Chile Under Pinochet, Nueva York, W. W. Norton & Company, 1991, págs. 103-107; Peter Kornbluh, The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, Nueva York, New Press, 2003, pág. 167.

7. Eduardo Gallardo, «In Posthumous Letter, Lonely Ex-Dictator Justifies 1973 Chile Coup», Associated Press, 24 de diciembre de 2006.

8. «Dos Veces Desaparecido», Página 12, 21 de septiembre de 2006.

9. Carlos Rozanski fue el ponente de la sentencia, apoyada por los jueces Norberto Lorenzo y Horacio A. Insaurralde. Audiencia de la Corte Federal n° 1, caso NE 2251/06, septiembre de 2006, .

10. Audiencia de la Corte Federal n° 1, caso NE 2251/06, septiembre de 2006. .

11. Ibídem.

12. Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Uni­das, «Convención sobre la prevención y castigo del crimen de genocidio», aprobada el 9 de diciembre de 1948, .

13. Leo Kuper, «Genocide: Its Political Use in the Twentieth Centurv», en Alexander Laban Hielen (comp.), Genocide: An Anthropoligical Reader, Malden, Massachusets, Blackwell, 2002, pág. 56.

14. Beta Van Schaack. «The Crime of Political Genocide: Repairing the Genocide Convention's Blind Spot», Yale Law Journal, n°7, mayo de 1997.

15. «Auto de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional confirmando la jurisdic­ción de España para conocer de los crímenes de genocidio y terrorismo cometidos durante la dictadura argentina», Madrid, 4 de noviembre de 1998, >. Nota a pie de página: Van Schaack, «The Crime of Political Genocide», op. cit.

16. Baltasar Garzón, «Auto de procesamiento a militares argentinos», Madrid, 2 de noviembre de 1999, .

17. Michael McCaughan, True Crimes: Rodolfo Walsh, Londres, Latín American Bureau, 2002, pág. 182.

18. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 16.

19. Guillermo Levy, «Considerations on the Connections between Race, Politics. Economics, and Genocide», Journal of Genocide Research, vol. 8, n° 2, junio de 2006. pág. 142.

20. Juan Gabriel Valdés, Pinochet's Economists: The Chicago School in Chile, Cam­bridge, Cambridge University Press, 1995, págs. 7-8 y 113.

21. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 16.

22. Ibídem, 39; Alfred Rosenberg, Myth ofthe Ttventieth Century: An Evaluación of the Spirítual-lntellectual Confrontations of Our Age (1930), reimp. Newport Beach, California, Noontide Press, 1993, pág. 333.

23. André Gunder Frank, Economic Genocide in Chile: Monetarist Theory Versus Humanity, Nottingham, Reino Unido, Spokesman Books, 1976, pág. 41.

24. Ibídem.

25. Amnistía Internacional, Report on an Amnesty International Mission to Ar­gentina 6-15 November 1976, Londres, Amnesty International Publications, 1977, pág. 65.

26. Ibídem.

27. Marguerite Feitlowitz, A Lexicon of Terror: Argentina and the Legacies of Tor­ture, Nueva York, Oxford University Press, 1998, pág. 159.

28. Diana Taylor, Disappearing Acts: Spectacles of Gender and Nationalism in Argentina's «Dirty War», Durham, NC, Duke University Press, 1997, pág. 105.

29. Report of the Chilean National Commission on Truth and Reconciliation, vol. 1, trad. de Phillip E. Berryman, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1993, pág. 140.

30. Editorial de La Prensa (Buenos Aires), citado en Feitlowitz, A Lexicon of Te­rror, op. cit., pág. 153.

31. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 153.

32. Archidiócesis de Sao Paulo, Brasil: Nunca Mais / Torture in Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by Brazilian Military Governments, 1964-1979, Joan Dassin (comp.), trad. de Jaime Wright, Austin, University of Texas Press, 1986, págs. 106-110.

33. Report of the Chilean National Commission on Truth and Reconciliation, vol. 1, pág. 149.

34. Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

35. Nunca Más: The Report of the Argentine National Commission ofthe Disappeared, Nueva York, Parrar Straus Giroux, 1986, pág. 369.

36. Ibídem, pág. 371.

37. Amnistía Internacional, Report on an Amnesty International Mission to Argen­tina 6-15 November 1976, op. cit., pág. 9.

38. Taylor, Disappearing Acts, op. cit., pág. 111.

39. Archidiócesis de Sao Paulo, Torture in Brazil, op. cit., pág. 64.

40. Karen Robert, «The Falcon Remembered», NACLA Report on the Americas, vol. 39, n° 3, noviembre-diciembre de 2005, pág. 12.

41. Victoria Basualdo, «Complicidad patronal-militar en la última dictadura ar­gentina», Engranajes: Boletín de FETIA, n° 5, edición especial, marzo de 2006.

42. Transcripción de entrevistas realizadas por Rodrigo Gutiérrez con Pedro Troiani y Carlos Alberto Propato, ambos ex trabajadores de Ford y sindicalistas, para un próximo documental sobre el Ford Falcon, Falcon.

43. «Demandan a la Ford por el secuestro de gremialistas durante la dictadura», Página 12, 24 de febrero de 2006.

44. Robert, «The Falcon Remembered», op. cit., págs. 13-15; transcripción de las entrevistas de Gutiérrez con Troiani y Propato.

45. «Demandan a la Ford por el secuestro de gremialistas durante la dictadura», op. cit.

46. Ibídem.

47. Larry Rohter, «Ford Motor Is Linked to Argentina's "Dirty War"», New York Times, 27 de noviembre de 2002.

48. Ibídem; Sergio Correa, «Los desaparecidos de Mercedes-Benz», BBC Mundo, 5 de noviembre de 2002.

49. Robert, «The Falcon Remembered», op. cit., pág. 14.

50. McCaughan, True Crimes, op. cit., pág. 290.

51. Nunca Más: The Repon of the Argentine National Commission ofthe Disappeared, op. cit., pág. 22.

52. Citando al padre Santano. Patricia Marchak, God's Assassins: State Terrorism in Argentina in the 1970s, Montreal, McGill-Queen's University Press, 1999, pág. 241.

53. Marchak, God's Assassins, op. cit., pág. 155.

54. Levy, «Considerations on the Connections between Race, Politics, Economics, and Genocide», op. cit., pág. 142.

55. Marchak, God's Assassins, op. cit., pág. 161.

56. Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., pág. 42.

57. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., págs. 171, 188.

58. Ibídem, pág. 147.

59. Editorial de La Prensa (Buenos Aires), citado en Feitlowitz, A Lexicon of Te­rror, op. cit., pág. 153.

60. Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 78. Nota a pie de página: L. M. Shirlaw, «A Cure for Devils», Medical World, vol. 94, enero de 1961, pág. 56, citado en Leonard Roy Frank (comp.), History of Shock Treattnent, San Francisco, Frank, septiembre de 1978, pág. 2.

61. McCaughan, True Crimes, op. cit., pág. 295.

62. Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., pág. 77.

63. Nota a pie de página: David Rose, «Guantanamo Briton "in Handcuff Tortu­re"», Observer (Londres), 2 de enero de 2005.

64. Milton Friedman y Rose D. Friedman, Two Lucky People: Memoirs, Chicago, University of Chicago Press, 1998, pág. 596.

65. Arnold C. Harberger, «Letter to a Younger Generation», Journal of Applied Economics, vol. 1, n° 1, 1998, pág. 4.

66. Amnistía Internacional, Report on an Amnesty International Mission to Argen­tina 6-15 November 1976, op. cit., págs. 34-35.

67. Robert Jay Lifton, The Nazi Doctors: Medical Killing and the Psychology of Ge­nocide, 1986, reimp. Nueva York, Basic Books, 2000, pág. 16; Franc.ois Ponchaud, Cambodia Year Zero, trad. de Nancy Amphoux (1977), reimp. Nueva York, Rinehart and Winston, 1978, pág. 50.

68. Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Uni­das, «Convención sobre la prevención y castigo del crimen de genocidio», aprobada el 9 de diciembre de 1948, .

69. HIJOS (una organización de derechos humanos de los hijos de los desapare­cidos) estima más de quinientos niños. HIJOS, «Lineamientos», ; la cifra de doscientos casos está sacada de Human Rights Watch, Annual Report 2001, .

70. Silvana Boschi, «Desaparición de menores durante la dictadura militar: pre­sentan un documento clave», Clarín (Buenos Aires), 14 de septiembre de 1997.

71. Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., pág. 89.