viernes, 20 de junio de 2008

NOAMI KLEIN CONTESTA AL EX-PRESIDENTE EDUARDO DUHALDE SOBRE CAUSAS Y RESPONSABILIDADES DEL GOLPE MILITAR DE 1976- PARTE 2.-



“Fueron la Triple A y los guerrilleros”

Dijo que era una “pavada acusar de golpista al campo”.






NOAMI KLEIN TOMA LA PALABRA PARA CONTESTAR AL EX-PRESIDENTE EDUARDO DUHALDE.

SEGUNDA PARTE.


Klein, Noami.

La doctrina shock. El auge del capitalismo del desastre.

Paidós, 1ra. Ed. Argentina. 2008.

pp. 159-173.

Capítulo 5

«NINGUNA RELACIÓN»

Cómo una ideología fue absuelta de sus crímenes

Milton [Friedman] es la encarnación del aforismo que reza que «las ideas tienen consecuencias».

DONALD RUMSFELD, secretario de Defensa

de Estados Unidos, mayo de 20021

Se metía a la gente en la cárcel para que los precios pu­dieran ser libres.

EDUARDO GALEANO, 19902

Durante un breve período pareció que el movimiento neoliberal no podría desentenderse de los crímenes que había cometido en el Cono Sur y que éstos le desacreditarían por completo antes que pudiera ex­pandir su primer laboratorio. Después del trascendental viaje de Mil­ton Friedman a Chile en 1975, el columnista del New York Times An­thony Lewis formuló una pregunta tan sencilla como incendiaria: «Si la teoría económica pura de Chicago sólo se puede poner en práctica en Chile mediante el recurso a la represión, ¿tienen sus autores algún tipo de responsabilidad por ello?».3

Después del asesinato de Orlando Letelier, los activistas de base respondieron a su llamamiento para exigir responsabilidades por el coste humano de sus políticas al «arquitecto intelectual» de la revolu­ción económica chilena. Durante aquellos años Milton Friedman no podía dar una conferencia sin que alguien le interrumpiera citando a Letelier y se vio obligado a entrar por la puerta de la cocina en varios eventos celebrados en su honor.

Los estudiantes de la Universidad de Chicago se preocuparon tanto al saber de la colaboración de sus profesores con la Junta que exigieron una investigación académica. Algunos profesores les apoyaron, entre ellos el economista austríaco Gerhard Tintner, que había huido del fas­cismo en Europa y llegado a Estados Unidos en la década de 1930.

Tintner comparó Chile bajo Pinochet con Alemania bajo los nazis y di­bujó un paralelismo entre el apoyo de Friedman a Pinochet y el de los tecnócratas que colaboraron con el Tercer Reich. (Friedman, a su vez, acusó a su críticos de «nazismo».)4

Tanto Friedman como Arnold Harberger se atribuyeron con placer el mérito de los milagros económicos conseguidos por sus Chicago Boys latinoamericanos. Como un padre orgulloso, Friedman alardeó en Newsweek en 1982 de que «los Chicago Boys [...] combinaban una ex­traordinaria habilidad intelectual y ejecutiva con el valor para sostener sus convicciones y la dedicación necesaria para ponerlas en práctica». Harberger dijo: «Me siento más orgulloso de mis estudiantes que de cualquier cosa que haya escrito; de hecho, el grupo latino es mucho más mío que mis contribuciones a la literatura».5 Ninguno de los dos, sin embargo, alcanzaba a ver relación alguna entre los «milagros» que sus estudiantes habían realizado y el coste humano que habían tenido.

«A pesar de que estoy profundamente en desacuerdo con el siste­ma político autoritario de Chile», escribió Friedman en su columna de Newsweek, «no creo que sea algo malo que un economista ofrezca asesoría técnica al gobierno chileno».6

En sus memorias, Friedman afirmó que Pinochet trató, durante los primeros dos años, de llevar la economía él solo y que no fue hasta «1975, cuando la inflación seguía disparada y una recesión mundial provocó una depresión en Chile, cuando el general Pinochet acudió a los Chicago Boys».7 Se trata de un caso descarado de revisionismo: los Chicago Boys trabajaron con los militares incluso desde antes de que tuviera lugar el golpe y la transformación económica empezó el mismo día en que la Junta llegó al poder. En otros momentos Friedman llegó a afirmar que todo el reinado de Pinochet —diecisiete años de dictadura con decenas de miles de víctimas de tortura— no fue un violento inten­to de destruir la democracia, sino todo lo contrario. «Lo verdadera­mente importante del tema chileno es que al final el libre mercado cum­plió su labor en la creación de una sociedad libre», dijo Friedman.8

Tres semanas después de que Letelier fuera asesinado, sucedió algo que acabó con el debate sobre la relación entre los crímenes de Pino­chet y el movimiento de la Escuela de Chicago. Milton Friedman fue galardonado en 1976 con el premio Nobel de Economía por su «origi­nal e influyente» trabajo sobre la relación entre la inflación y el desem­pleo.9 Friedman utilizó su discurso de aceptación para defender que la economía era una disciplina científica tan rigurosa y objetiva como la física, la química o la medicina, y que se basaba en el examen imparcial de los hechos disponibles. Ignoró convenientemente el hecho de que las hipótesis fundamentales por las que estaba recibiendo el Premio Nobel se estaban demostrando falsas de manera muy gráfica en las co­las para comprar pan, los brotes de tifus y los cierres de fábricas de Chile, el régimen que había sido lo bastante despiadado como para po­ner sus ideas en práctica.10

Un año más tarde sucedió algo más que definió los parámetros del debate sobre el Cono Sur: Amnistía Internacional ganó el premio Nobel de la Paz, en buena parte por su valerosa cruzada para poner al descu­bierto los abusos a los derechos humanos cometidos en Chile y Argen­tina.

El premio Nobel de Economía es independiente del premio Nobel de la Paz, lo otorga un comité distinto en una ciudad diferente.

Desde la distancia, sin embargo, parecía como si con ambos nóbeles el jurado más prestigioso del mundo hubiera pronunciado su veredicto:

* había que condenar el shock de las cámaras de tortura,

* pero el tratamiento de shock económico debía aplaudirse;

* y las dos formas de shock no tenían, como había escrito Letelier con punzante ironía, «ninguna re­lación».11

LA ANTEOJERA DE

LOS «DERECHOS HUMANOS»

Este cortafuegos intelectual no se levantó sólo porque los econo­mistas de la Escuela de Chicago no reconocieran ninguna conexión en­tre sus políticas y el uso del terror. Contribuyó a afianzarlo la forma particular en que estos actos de terror se calificaron como actos «con­tra los derechos humanos» en lugar de como herramientas con fines claramente políticos y económicos. En parte fue así porque el Cono Sur en los años setenta no fue sólo un laboratorio para un nuevo mo­delo económico, sino también para un nuevo modelo de activismo: el movimiento de base internacional por los derechos humanos. Ese movi­miento fue indudablemente decisivo para obligar a la Junta a poner fin a sus peores abusos. Pero al centrarse puramente en los crímenes y no en las razones que los motivaron, el movimiento de defensa de los derechos humanos también ayudó a la Escuela de Chicago a escapar de su primer sangriento laboratorio prácticamente sin un rasguño.

El dilema se remonta al nacimiento del moderno movimiento de defensa de los derechos humanos, con la adopción en 1948 por Nacio­nes Unidas de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tan pronto se escribió, ese documento se convirtió en un ariete partidista utilizado por ambos bandos de la Guerra Fría para acusar al otro de ser el próximo Hitler. En 1967, investigaciones periodísticas desvelaron que la Comisión Internacional de Juristas, el grupo más importante que investigaba las violaciones soviéticas de los derechos humanos, no era el arbitro imparcial que proclamaba ser, sino que recibía financiación secreta de la CIA.12

Fue en este contexto tan politizado en el que Amnistía Interna­cional desarrolló su doctrina de estricta imparcialidad: se financiaría exclusivamente a través de las donaciones de sus miembros y sería siempre rigurosamente «independiente de cualquier gobierno, facción política, ideología, interés económico o credo religioso». Para demos­trar que no usaba los derechos humanos con ningún fin político, cada grupo local de Amnistía Internacional fue instruido para que «adopta­ra» a la vez tres presos de conciencia, «uno de países comunistas, otro de países occidentales y un tercero de países del Tercer Mundo».13 La posición de Amnistía Internacional, emblemática de la de todo el mo­vimiento de defensa de los derechos humanos en aquellos tiempos, fue que puesto que las violaciones de estos derechos eran algo universal­mente reconocido como pernicioso, malas en sí y por sí mismas, no era necesario determinar por qué se estaban produciendo, sino documentarlas tan meticulosa y fiablemente como fuera posible.

Este principio se refleja en la forma en que se investigó la campa­ña de terror en el Cono Sur. Constantemente vigilados y acosados por la policía secreta, los grupos pro derechos humanos enviaron delega­ciones a Argentina, Uruguay y Chile para entrevistar a cientos de víc­timas de torturas y a sus familias; también consiguieron acceder en la medida de lo posible a las prisiones. Puesto que los medios de comu­nicación independientes estaban prohibidos y las juntas negaban sus crímenes, estos testimonios formaron la documentación primaria de un relato que los gobiernos de la zona hubieran deseado que nunca se escribiera. Fue un trabajo muy importante, pero limitado: los infor­mes son listas jurídicas de los métodos más horribles de represión cru­zados con los artículos de los tratados de Naciones Unidas que esos métodos violan.

Esta estrechez de miras es muy problemática en el informe de Am­nistía Internacional de 1976 sobre Argentina, un relato de las atrocida­des de la Junta que supuso un enorme paso adelante e hizo a la orga­nización merecedora del Premio Nobel. A pesar de su meticulosidad, el informe no aporta ninguna idea sobre por qué se cometieron esos abusos. Sí formula la pregunta de «hasta qué punto son las violaciones explicables o necesarias» para garantizar «la seguridad», exactamente el motivo oficial con el que la Junta justificó la «guerra sucia».14 Des­pués de examinar las pruebas, el informe concluyó que la amenaza que suponían las guerrillas de izquierdas no se correspondía en absoluto con el nivel de represión utilizado por el Estado.

Pero ¿existía algún otro objetivo que hiciera la violencia «explica­ble o necesaria»? Amnistía no dijo nada al respecto. De hecho, en su informe de noventa y dos páginas no hizo ninguna mención al hecho de que la Junta había emprendido un proceso para rehacer el país sobre unos parámetros radicalmente capitalistas. No manifestaba ninguna opinión sobre la cada vez más extendida pobreza ni sobre la dramática reversión de los programas de redistribución de riqueza, aunque fue­ran las piedras de toque del gobierno de la Junta. El informe enumera cuidadosamente todas las leyes y decretos de la Junta que redujeron los sueldos y aumentaron los precios, violando así el derecho a comida y techo, que está reconocido en la Declaración de Naciones Unidas. Hubiera bastado un examen superficial del proyecto económico revolucio­nario de la Junta para evidenciar por qué fue necesaria aquella extraordinaria represión, así como para explicar por qué tantos de los presos de conciencia registrados por Amnistía eran pacíficos sindicalistas y trabajadores sociales.

Otra de las principales omisiones del informe de Amnistía es que presentó el conflicto como un enfrentamiento limitado entre militares y extremistas de izquierdas locales. No se menciona a otros implicados, ni al gobierno de Estados Unidos ni a la CIA ni a los terratenientes locales ni a las corporaciones multinacionales. Sin un estudio del plan general para imponer el capitalismo «puro» en América Latina y de los poderosos intereses que impulsaban el proyecto, los actos de sadismo documentados en el informe no tienen sentido: son sólo actos malvados aleatorios y exentos de contexto a la deriva en el éter político, actos que deben ser condenados por todas las personas de buena voluntad pero que resultan imposibles de comprender.

Todas las facetas del movimiento de defensa de los derechos huma­nos operaban bajo circunstancias extremadamente restringidas, aun­que por motivos distintos. En los países afectados, los primeros que hi­cieron sonar las alarmas sobre el terror fueron los amigos y parientes de las víctimas, pero existían severos límites a lo que se les permitía decir. No podían hablar sobre los planes políticos o económicos que había tras las desapariciones porque hacerlo significaba arriesgarse a que ellos también les desaparecieran. Las activistas más famosas que emer­gieron en estas circunstancias fueron las Madres de la Plaza de Mayo, conocidas en Argentina como las Madres. En sus manifestaciones semanales frente a la sede del gobierno en Buenos Aires, las Madres no se atrevían a llevar pancartas, sino que mostraban las fotografías de sus hi­jos desaparecidos sobre una leyenda que rezaba «¿Dónde están?». En lugar de cantar consignas, desfilaban en silencio, con la cabeza cubier­ta por pañuelos blancos con el nombre de sus hijos bordados. Muchas de las Madres tenían firmes convicciones políticas, pero se cuidaban mucho de presentarse como nada que no fuera madres angustiadas, de­sesperadas por conocer el paradero de sus inocentes hijos.*

* Al terminar la dictadura, las Madres se convirtieron en uno de los grupos más críticos con el nuevo orden económico en Argentina y hoy en día lo siguen siendo.

En Chile el principal grupo de defensa de los derechos humanos fue el Comité para la Paz, formado por políticos opositores, abogados y dirigentes de la Iglesia. Se trataba de veteranos activistas políticos que sabían que el intento de detener las torturas y liberar a los prisio­neros políticos era sólo un frente en una guerra mucho mayor en la que estaba en juego quién controlaría la riqueza de Chile. Para no conver­tirse en las siguientes víctimas del régimen abandonaron las consignas habituales de la vieja izquierda contra la burguesía y aprendieron a uti­lizar el nuevo lenguaje de los «derechos humanos universales». Despo­jada de toda referencia a ricos y pobres, a débiles y fuertes, al Norte y al Sur, esta forma de explicar el mundo, tan popular en América del Norte y Europa, simplemente afirmaba que todo el mundo tiene dere­cho a un juicio justo y a no ser tratado de forma cruel, inhumana o de­gradante. No se preguntaba por qué, sólo afirmaba. En la mezcla de lenguaje jurídico e historia de interés humano que caracteriza el léxico de los derechos humanos, aprendieron que sus compañeros encarcela­dos eran en realidad presos de conciencia cuyos derechos a la libertad de pensamiento y expresión, protegidos por los artículos 18 y 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, habían sido violados.

Para los que vivían bajo una dictadura, el nuevo lenguaje era esen­cialmente un código; igual que los músicos enmascaraban el izquierdismo de las letras de sus canciones mediante astutas metáforas, ellos lo escondían utilizando ese lenguaje legal. Era para ellos una forma de comprometerse políticamente sin mencionar la política.*

* Incluso a pesar de estas precauciones, los defensores de los derechos humanos no estaban a salvo del terror. Las cárceles chilenas estaban llenas de abogados de los grupos de defensa de los derechos humanos. En Argentina la Junta envió a uno de sus más infames torturadores para que se infiltrara entre las Madres fingiendo ser un pariente de una de las víctimas. En diciembre de 1977 el grupo sufrió un ataque. Doce madres desaparecieron para siempre, entre ellas la líder del grupo, Azucena de Vicenti, junto con dos monjas francesas.

Cuando la campaña del terror en Latinoamérica captó la atención del pujante movimiento internacional de defensa de los derechos huma­nos, aquellos activistas tenían también sus motivos particulares para no hablar de política, muy distintos de los del movimiento en general.

ford sobre ford


La negativa a establecer una conexión entre el aparato de terror de Estado y el proyecto ideológico al que servía es una característica co­mún a casi toda la literatura de derechos humanos de este período. Aunque se puede interpretar la reticencia de Amnistía como un esfuer­zo por mantener la imparcialidad entre las tensiones de la Guerra Fría, hubo, para muchos otros grupos, otro factor en juego: el dinero. La principal fuente de financiación de su trabajo, con gran diferencia, era la Fundación Ford, entonces la mayor organización filantrópica del mun­do. En la década de 1960, la organización gastaba sólo una pequeña par­te de su presupuesto en derechos humanos, pero en las décadas de 1970 y 1980 la fundación gastó la sorprendente cifra de 30 millones de dóla­res en la defensa de los derechos humanos en Latinoamérica. Con esos fondos la fundación apoyó a grupos latinoamericanos como el Comité de la Paz chileno así como a otros grupos con sede en Estados Unidos, entre ellos Americas Watch.15

Antes de los golpes militares, la principal tarea de la Fundación Ford en el Cono Sur había sido financiar la formación de profesores, principalmente de económicas y ciencias agrarias, en estrecha colabo­ración con el Departamento de Estado de Estados Unidos.16 Frank Sutton, vicepresidente segundo de la división internacional de Ford, ex­plicó la filosofía de la organización: «No se puede conseguir un país modernizador sin una élite modernizadora».17 Aunque totalmente en sintonía con la lógica de la Guerra Fría de intentar fomentar una alter­nativa al marxismo revolucionario, la mayoría de las becas académicas de Ford no mostraban una tendencia a la derecha. Se enviaron estu­diantes latinoamericanos a un amplio abanico de universidades de Es­tados Unidos, entre ellas grandes universidades públicas con reputa­ción progresista.

Hubo, no obstante, varias excepciones significativas. Como se ha visto antes, la Fundación Ford fue la principal fuente de financiación del Programa de Investigación y Formación económica para Latinoa­mérica de la Universidad de Chicago, que produjo cientos de Chicago Boys latinos. Ford también financió un programa paralelo en la Universidad Católica de Santiago, diseñado para atraer estudiantes univer­sitarios de economía de los países vecinos para que estudiaran con los Chicago Boys. Eso hizo que la Fundación Ford, conscientemente o no, se convirtiera en la principal fuente de financiación de la difusión de la ideología de la Escuela de Chicago por toda América Latina, superan­do incluso al gobierno de Estados Unidos.18

La llegada al poder de los Chicago Boys mediante las metralletas de Pinochet no hizo quedar nada bien a la Fundación Ford. Los Chi­cago Boys habían sido becados como parte de la misión de la Funda­ción de «mejorar las instituciones económicas para así impulsar la consecución de objetivos democráticos».19 Ahora las instituciones económicas que Ford había ayudado a construir tanto en Chicago como en Santiago estaban jugando un papel central en el derrocamiento de la democracia chilena y sus ex estudiantes estaban procediendo a apli­car su educación obtenida en Estados Unidos en un contexto descar­nadamente brutal. Todavía peor para la fundación es que aquélla era la segunda vez en pocos años que sus protegidos escogían hacerse con el poder de forma violenta, como ya había sucedido con el meteórico ascenso de la mafia de Berkeley en Indonesia después del sangriento golpe de Suharto.

Ford había construido el Departamento de Economía de la Uni­versidad de Indonesia desde la nada, pero cuando Suharto llegó al poder «casi todos los economistas que el programa producía eran reclutados por el gobierno», apunta un documento de la propia Ford. Práctica­mente no quedó nadie para enseñar a las nuevas hornadas de estudiantes.20 En 1974 se produjo en Indonesia una revuelta nacionalista contra la «subversión extranjera» de la economía y la Fundación Ford se con­virtió en objetivo de la ira popular. Fue la fundación, recordaron mu­chos, la que había instruido a los economistas de Suharto que habían vendido la riqueza petrolera y minera de Indonesia a las multinacionales extranjeras.

Entre los Chicago Boys de Chile y la mafia de Berkeley en Indone­sia, Ford se estaba labrando una reputación bastante desafortunada: li­cenciados de sus dos programas insignia dominaban ahora las más in­fames dictaduras de derechas del mundo. Aunque Ford no podía haber sabido que las ideas en las que formaba a sus graduados se llevarían a la práctica con aquel salvajismo, se vio objeto de preguntas incómodas sobre por qué una fundación dedicada a la paz y a la democracia esta­ba metida hasta el cuello en dictaduras y violencia.

Fuera consecuencia del pánico, de su conciencia social o de una combinación de ambos factores, la Fundación Ford se enfrentó a su problema con las dictaduras de la misma forma en que lo hubiera hecho cualquier buena empresa: proactivamente. A mediados de los años se­tenta, Ford se transformó de una productora de «asesoría técnica» para el llamado Tercer Mundo en la principal financiadora del activismo en defensa de los derechos humanos. Ese cambio radical fue particular­mente dramático en Chile e Indonesia. Después de que la izquierda hubiera sido arrasada en esos países por regímenes que Ford había ayu­dado a formar, fue la misma Ford la que financió a una nueva generación de abogados idealistas que se entregaron a fondo para liberar a los cientos de miles de prisioneros políticos que esos mismos regímenes habían encarcelado.

Dada su comprometedora historia, no es sorprendente que cuando Ford entró en el campo de los derechos humanos los definiera de la .forma más limitada posible. La fundación favoreció decididamente a los grupos que presentaban sus trabajos como una lucha legal por el «imperio de la ley», la «transparencia» y el «buen gobierno». Como di­jo un alto cargo de la Fundación Ford, la actitud de la organización en Chile fue «¿cómo podemos hacer esto sin meternos en política?».21 No se trataba solamente de que Ford fuera una institución intrínsecamen­te conservadora, acostumbrada a trabajar codo con codo, no frente a frente, con la política exterior oficial de Estados Unidos.* Sucedía además que cualquier investigación seria de los objetivos a los que servía la represión en Chile conduciría inevitable y directamente hasta la Fun­dación Ford y revelaría el papel fundamental que había jugado la funda­ción en el adoctrinamiento de los dirigentes de aquel país en una secta económica fundamentalista.

* En la década de 1950 la Fundación Ford actuó muchas veces como tapadera para la CIA, permitiendo a la agencia canalizar fondos a académicos y artistas anti­marxistas que no sabían de dónde procedía el dinero, un proceso documentado con detalle en La CIA y la guerra fría cultural, de Francés Stonor Saunders. Amnistía no recibió financiación de la Fundación Ford, así como tampoco la recibieron las defen­soras más radicales de los derechos humanos en Latinoamérica, las Madres de la Plaza de Mayo.

También estaba la cuestión de la inevitable asociación de la funda­ción con la Ford Motor Company, una relación muy complicada, espe­cialmente para los activistas sobre el terreno. Hoy la Fundación Ford es completamente independiente de la empresa de automoción y sus herederos, pero en las décadas de 1950 y 1960, cuando financiaba proyectos educativos en Asia y América Latina, no era así. La fundación empezó en 1936 con una donación de acciones de tres ejecutivos de Ford Motor, entre ellos Henry y Edsel Ford. Al aumentar su patrimo­nio, la fundación empezó a operar independientemente, pero su inde­pendencia de las acciones de Ford Motor no se completó hasta 1974, el año siguiente al golpe en Chile y varios años después del golpe en In­donesia, y en su consejo de administración siguió habiendo miembros de la familia Ford hasta 1976.22

En el Cono Sur las contradicciones eran surrealistas: el legado fi­lantrópico de la empresa que estaba más íntimamente relacionada con el aparato del terror —una empresa acusada de tener un centro de tor­tura secreto en sus propiedades y de ayudar a hacer desaparecer a sus propios trabajadores— era la mejor, y a menudo la única, posibilidad de poner fin a los peores abusos. A través de su financiación de las campañas a favor de los derechos humanos, la Fundación Ford salvó muchas vidas esos años. Y merece al menos que se le conceda parte del mérito de persuadir al Congreso de Estados Unidos para que interrum­piera la ayuda militar a Argentina y Chile, lo que gradualmente obligó a las juntas del Cono Sur a abandonar algunas de sus tácticas de represión más agresivas. Pero Ford no acudió al rescate gratuitamente. Su ayuda, conscientemente o no, tuvo un precio: la honestidad intelectual del movimiento de defensa de los derechos humanos. La decisión de la fundación de implicarse en la defensa de los derechos humanos «sin meterse en política» creó un contexto en el que era prácticamente im­posible formular la pregunta que subyacía a la violencia que estaban documentando: ¿por qué había sucedido todo aquello? ¿A quién be­neficiaba?

Esa omisión ha desfigurado la forma en que se ha contado la histo­ria de la revolución del libre mercado, eliminando casi por completo cualquier mención de las circunstancias extraordinariamente violentas en las que nació. Igual que los economistas de Chicago no tenían nada que decir sobre la tortura (no estaba relacionada con las áreas en las que asesoraban), los grupos de derechos humanos tenían poco que decir so­bre las transformaciones radicales que estaban teniendo lugar en la esfe­ra económica (estaban más allá del limitado ámbito legal en el que ha­bían decidido trabajar).

La idea de que la represión y la economía formaban parte de un único proyecto se refleja sólo en uno de los principales informes sobre derechos humanos de este período: Brasil: Nunca Mais. Significativa­mente, ésta es la única Comisión de la Verdad que publicó un informe independiente tanto del Estado como de fundaciones extranjeras. Está basado en los registros de los tribunales militares, fotocopiados en se­creto a lo largo de los años por abogados y activistas de la Iglesia tre­mendamente valientes mientras el país estaba todavía bajo la dicta­dura. Tras detallar algunos de los crímenes más horrendos, los autores plantean la cuestión fundamental que otros se habían tomado tanto tra­bajo en eludir: ¿por qué? Su respuesta es directa: «Puesto que la polí­tica económica era extremadamente impopular entre la mayoría de los sectores de la población, tuvo que recurrirse a la fuerza para implementarla».23

El modelo económico radical que echó raíces durante la dictadura se demostraría más resistente que los generales que lo habían puesto en práctica. Mucho después de que los soldados hubieran regresado a sus barracones y los latinoamericanos pudieran elegir de nuevo a sus go­biernos, la lógica de la Escuela de Chicago seguía firmemente atrincherada en los países de la zona.

Claudia Acuña, una periodista y educadora argentina, me contó lo difícil que fue en los años setenta y ochenta comprender que la violen­cia no era el objetivo de la Junta, sino sólo un medio. «Las violaciones de los derechos humanos eran tan aberrantes, tan increíbles, que dete­nerlas se convirtió, por supuesto, en lo más importante. Pero aunque pudimos destruir los centros de tortura secretos, lo que no pudimos destruir fue el programa económico que los militares empezaron y que todavía continúa en la actualidad.»

Al final, como predijo Rodolfo Walsh, muchas más vidas serían arrebatadas por la «miseria planificada» que por las balas. En cierta manera, lo que sucedió en América Latina en los años setenta es que fue tratada como la escena de un asesinato cuando, en realidad, era la escena de un robo a mano armada extraordinariamente violento. «Era como si esa sangre, la sangre de los desaparecidos, hubiera tapado el coste del programa económico», me dijo Acuña.

El debate sobre si los «derechos humanos» pueden de verdad se­pararse de la política y la economía no es exclusivo de América Latina; éstas son cuestiones que emergen a la superficie siempre que un Esta­do utiliza la tortura como instrumento político. A pesar de la mística que rodea la tortura, y a pesar del comprensible impulso de tratarla como una conducta aberrante que está más allá de la política, no se trata de algo particularmente complicado o misterioso. Es una herramienta de la coerción más despiadada y es fácil predecir que se utilizará siem­pre que un déspota local o un ocupante extranjero carece del consenso "social necesario para gobernar: Marcos en Filipinas, el sha en Irán, Sadam en Irak, los franceses en Argelia, los israelíes en los territorios ocu­pados o Estados Unidos en Irak y Afganistán. Se podrían añadir muchos más ejemplos a la lista. Los abusos generalizados a los presos son la prueba del algodón de que los políticos tratan de imponer un sistema —sea político, religioso o económico— que un enorme número de sus gobernados rechaza. Del mismo modo que los ecologistas definen los ecosistemas por la presencia de ciertas «especies indicadoras» de plan­tas y pájaros, la tortura es un indicador de que un régimen está sumido en un proyecto profundamente antidemocrático, aunque ese régimen haya llegado al poder mediante las urnas.

Como medio de extraer información durante un interrogatorio, la tortura es notoriamente poco fiable, pero como medio de aterrorizar y controlar a la población, nada resulta más efectivo. Fue por este moti­vo por el que, en los años cincuenta y sesenta, muchos argelinos se im­pacientaron con los liberales franceses que expresaban su indignación ante las noticias de que sus soldados estaban electrocutando y ahogan­do a los que luchaban por la liberación y que, sin embargo, no hacían nada por acabar con la ocupación que era la razón de esos abusos.

En 1962 Giséle Halimi, una abogada francesa de varios argelinos que habían sido brutalmente violados y torturados en prisión, escribió exasperada: «Las palabras eran los mismos clichés rancios: desde que la tortura se usa en Argelia se han usado esas mismas palabras, la misma expresión de indignación, las mismas firmas de protestas públicas, las mismas promesas. Esta rutina automática no ha destruido ni un solo juego de electrodos ni una sola manguera; tampoco ha disminuido ni de forma remotamente efectiva el poder de aquellos que los usan». Simone de Beauvoir, escribiendo sobre el mismo tema, se mostró de acuerdo: «Protestar en nombre de la moral contra "excesos" o "abusos" es un error que sugiere complicidad activa. No hay "abusos" o "excesos" aquí, simplemente un sistema que lo abarca todo».24

Lo que quería decir es que la ocupación no podía realizarse de una forma humanitaria. No hay ninguna forma humanitaria de gobernar a la gente contra su voluntad. Hay solo dos opciones, escribió Beauvoir: aceptar la ocupación y todos los métodos necesarios para implementarla, «a menos que se rechacen no meramente algunas prácticas especí­ficas, sino el objetivo superior que las ampara y para el que resultan esenciales». Hoy esa dura elección se produce en Irak y en Israel/Pales­tina, y esa dura elección era la única opción en el Cono Sur en los años setenta. Igual que no existe ningún modo amable y bondadoso de ocu­par un país contra la voluntad de su pueblo, no hay ninguna forma pacífica de arrebatarles a miles de ciudadanos lo que necesitan para vivir con dignidad, que es exactamente lo que los Chicago Boys estaban decididos a hacer. El robo, fuera de tierras o de modo de vida, requiere el uso de la fuerza o al menos una amenaza creíble de violencia. Es por eso por lo que los ladrones llevan armas y a menudo las usan. La tortura es asque­rosa, pero muchas veces es un medio racional de conseguir un objetivo específico, quizá incluso el único medio de conseguirlo. Se plantea en­tonces una cuestión más profunda, una pregunta que muchos en aquellos tiempos en América Latina no podían formular. ¿Es el neoliberalismo una ideología inherentemente violenta, hay algo en sus objetivos que exija el ciclo de brutal purificación política seguida por las operaciones de limpieza de las organizaciones de derechos humanos?

Uno de los testimonios más conmovedores sobre esta cuestión pro­cede de Sergio Tomasella, un cultivador de tabaco que fue secretario general de las Ligas Agrarias de Argentina y fue torturado y encarcela­do durante cinco años, igual que su mujer y muchos de sus amigos y fa­miliares.* En mayo de 1990, Tomasella subió al autocar nocturno que iba de la provincia rural de Corrientes hasta Buenos Aires para aportar su voz al Tribunal contra la Impunidad, que escuchaba los testimonios sobre abusos a los derechos humanos durante la dictadura. El testimo­nio de Tomasella fue distinto del de las demás víctimas. Se presentó an­te el público urbano con sus ropas de granjero y sus botas de trabajo y explicó que él era una víctima de una larga guerra, una guerra entre los campesinos pobres que querían trozos de tierra para formar cooperati­vas y los todopoderosos rancheros que poseían todas las tierras de su provincia. «Es una línea continua: aquellos que arrebataron la tierra a los indios siguen oprimiéndonos con sus estructuras feudales.»25

* Por este relato estoy en deuda con el excelente libro de Marguerite Feitlowitz, A Lexicon of Terror.

Insistió en que los abusos que habían sufrido tanto él como los de­más miembros de las Ligas Agrarias no podían aislarse de los grandes intereses económicos a los que benefició que se torturaran sus cuerpos y se disolvieran sus redes de activismo. Así que en lugar de dar los nom­bres de los soldados que le torturaron, prefirió dar los de las empresas, nacionales y extranjeras, que se habían beneficiado de la prolongada dependencia económica de Argentina. «Los monopolios extranjeros nos imponen cosechas, nos imponen productos químicos que contami­nan la tierra, nos imponen su tecnología y su ideología. Todo eso a tra­vés de la oligarquía que es dueña de la tierra y controla a los políticos. Pero debemos recordar que esa oligarquía está también controlada por esos mismos monopolios, por esos mismos Ford Motor, Monsanto o Philip Morris. Es la estructura lo que debemos cambiar. Eso es lo que he venido a denunciar. Eso es todo.»

El público rompió a aplaudir. Tomasella concluyó su testimonio con las siguientes palabras: «Creo que la verdad y la justicia triunfarán al final. Llevará generaciones. Si debo morir en esta lucha, que así sea. Pero un día triunfaremos. Mientras tanto, sé quién es el enemigo, y el enemigo también sabe quién soy yo».26

La primera aventura de los Chicago Boys en la década de 1970 debió haber servido de aviso a la humanidad: sus ideas eran peligrosas. Al no hacer responsable a la ideología de los crímenes cometidos en su pri­mer laboratorio, se dio inmunidad a esta subcultura de ideólogos impe­nitentes y se les liberó para que recorrieran el mundo en busca de su próxima conquista. Hoy vivimos de nuevo en una era de masacres cor­porativas, con países que son víctima de una tremenda violencia militar combinada con intentos de rehacerlos como economías de «libre mer­cado» modélicas; vemos cómo las desapariciones y las torturas han vuel­to con mayor intensidad que nunca. Y también ahora parece que no se sepa ver ninguna relación entre el objetivo de conseguir crear nuevos mercados libres y la necesidad de utilizar la violencia para lograrlo.

NOTAS

1. Donald Rumsfeld, Secretary Of Defense Donald H. Rumsfeld Speaking at Tribu­te to Milton Friedman, Casa Blanca, Washington, D.C., 9 de mayo de 2002, fenselink.mil>.

2. Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe: Settling Accounts with Torturers, Nueva York, Pantheon Books, 1990, pág. 147.

3. Anthony Lewis, «For Which We Stand: II», New York Times, 2 de octubre de 1975.

4. «A Draconian Cure for Chile's Economic Ills?», Business Week, 12 de enero de 1976; Milton Friedman y Rose D. Friedman, Two Lucky People: Memoirs, Chicago, University of Chicago Press, 1998, pág. 601.

5. Milton Friedman, «Free Markets and the Generals», Newsweek, 25 de enero de 1982; Juan Gabriel Valdés, Pinochet's Economists: The Chicago School in Chile, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pág. 156.

6. Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 596.

7. Ibídem, pág. 398.

8. Entrevista a Milton Friedman el 1 de octubre de 2000, para Commanding Heights: The Battle for the World Economy, .

9. El Premio Nobel de Economía está separado de los demás premios otorgados por el Comité Nobel. El nombre completo del premio es Premio Sveriges Riksbank en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel.

10. Milton Friedman, «Inflation and Unemployrnent», Discurso pronunciado en la ceremonia del Premio Nobel, 13 de diciembre de 1976, .

11. Orlando Letelier, «The Chicago Boys in Chile», The Nation, 28 de agosto de 1976.

12. Neil Sheehan, «Aid by CIA Groups Put in the Millions», New York Times, 19 de febrero de 1967.

13. Amnistía Internacional, Report on an Amnesty International Mission to Argen­tina 6-15 November 1976, Londres, Amnesty International Publications, 1977, pág. de copyright; Yves Dezalay y Bryant G. Garth, The Internationalization of Palace Wars: Lawyers, Economists, and the Contest to Transform Latín American States, Chicago. University of Chicago Press, 2002, pág. 71.

14. Amnistía Internacional, Report on an Amnesty International Mission to Argen­tina 6-15 November 1976, op. cit., pág. 48.

15. El Comité de la Paz fue rebautizado por el vicariado para cuando Ford empezó a financiarlo. Americas Watch formaba parte de Human Rights Watch, que empezó ba­jo el nombre de Helsinki Watch con una donación de 500.000 dólares de la Fundación Ford. La cifra de 30 millones de dólares procede de una entrevista con Alfred Ironside en la Oficina de Comunicación de la Fundación Ford. Según Ironside, la mayor parte del dinero se gastó en la década de 1980. Dijo que «prácticamente no se gastó nada de dinero en derechos humanos en América Latina en los años cincuenta» y que «hubo una serie de donaciones en los sesenta orientadas a los derechos humanos que estuvie­ron alrededor de los 700.000 dólares en total».

16. Dezalay y Garth, The Internationalization of Palace Wars, op. cit., pág. 69.

17. David Ransom, «Ford Country: Building an Élite for Indonesia», en Steve Weissman (comp.), The Trojan Horse: A Radical Look at Foreign Aid, Palo Alto, Cali­fornia, Ramparts Press, 1975, pág. 96.

18. Valdés, Pinochet's Economists, op. cit., págs. 158, 186 y 308.

19. Fundación Ford, «History», 2006, .

20. Goenawan Mohamad, Celebrating Indonesia: Fifty Years with the Ford Foun­dation 1953-2003, Yakarta, Fundación Ford, 2003, pág. 56.

21. Dezalay y Garth, The Internationalization of Palace Wars, op. cit., pág. 148.

22. Fundación Ford, «History», 2006, . Nota a pie de pági­na: Frances Stonor Saunders, The Cultural Cold War: The CIA and the World of Art and Letters, Nueva York, New Press, 2000.

23. Archidiócesis de Sao Paulo, Brasil: Nunca Mais / Torture in Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by Brazilian Military Govemments, 1964-1979, Joan Dassin (comp.), trad. de Jaime Wright, Austin, University of Texas Press, 1986, pág. 50.

24. Simone de Beauvoir y Giséle Halimi, Djamila Boupacha, trad. de Peter Green. Nueva York, MacMillan, 1962, págs. 19, 21 y 31.

25. Marguerit de Feitlowitz, A Lexicon of Terror: Argentina and the Legacies of Torture, Nueva York, Oxford University Press, 1998, pág. 113.

26. He realizado unos pequeños cambios en la traducción de Feitlowitz por mor de la claridad. Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., pág. 113-115. Cursiva en el original.