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Dolor
Por María Pía López *
Pasó. Como se sabe: nunca corresponde la pregunta por cómo podrían haber transcurrido los acontecimientos para que tengan otro desenlace. Porque es vacua y no deja de arrojar sobre los hechos una dubitación que desmerece su realidad. Otra es la pregunta que nos podemos hacer: ¿Qué queda después del 16 de julio?
En principio: la disputa entre una gestión neoliberal de la economía (respetuosa de los derechos adquiridos de los propietarios) y el tambaleante desarrollismo que se figuraba desde el 2003, los hechos ocurridos alrededor de las retenciones muestran un Parlamento muy decidido a la primera posición.
Pero los efectos principales son políticos. Queda la debacle de las fuerzas de la izquierda partidaria, devenida proveedora de cotillón para las nuevas derechas. Queda la fuerza que había sido más promisoria en el espacio nacional y popular, el Proyecto Sur, explicando lo inexplicable. No queda una derecha partidaria fortalecida: más bien pescadores de almas dispersas, apostados a la vera de las manifestaciones y en los sets de televisión. Pero sí un activismo que expresa una subjetividad de derecha en el país: un activismo basado en el individualismo económico más explícito, sin timideces, para explicitar una concepción racista de la vida social.
Entre las napas profundas del país está esa concepción que se enuncia en un catecismo de circulación masiva, donde el trabajo se confronta a la política, donde el mérito individual se contrapone a la cooperación social y donde el bolsillo propio –al que hay que cuidar de manos ajenas– se convierte en bandera y tesoro virginal.
Lo peor de estos meses de conflicto fue esa visibilización: la Argentina que apareció en las rutas, en los diarios, en las pantallas y en las cacerolas agitadas. Insisto: no hay derecha partidaria que pueda hoy articular sin dudas la derecha social poderosa que existe. Los políticos se arrojan a sus pies, impostando como deber de conciencia la obediencia debida a un sentido común que si no es mayoritario sí tuvo su cuota de hegemonía en la escena pública.
Queda un gobierno debilitado y acorralado. Un gobierno que vio en la aprobación de las retenciones el cruce del Jordán y que ahora puede ahogarse en las turbulentas aguas del fracaso. Un gobierno sin mayoría parlamentaria y con un vicepresidente que eligió lo menos temible: la reprobación gubernamental antes que la sanción de la opinión pública. El kirchnerismo fue (espero equivocarme en el uso de los verbos) frágil oportunidad de una convulsión política. Parido por la crisis de gobernabilidad del 2001, construyó poder sobre la base de un astuto uso de las coyunturas. Tuvo algo de primaveral, y no es necesario recordar acá, entre nosotros, cuántas veces ese aire nos sorprendió. O sí, quiero mencionar: la Corte, las jubilaciones, los juicios, la ESMA. Fue hijo de la desazón política de las mayorías pero mientras creía que podía revelarse como hijo verdadero de la política en su sentido más profundo, ya no como administración sino como reposición del discurso, las ideas y el conflicto. Puso la política en las palabras y los hechos. Eso también configuró su aire callejero y su vitalidad oscura de movilización popular.
Hoy parece que esa politización fue tolerada, provisoriamente, pero no aceptada por las mayorías sociales. En una sociedad desabastecida de creencias que no sean la férrea fe en el dogma del individuo triunfante, la reposición del argumento público fue tratada como mascarada. Toda política, vista desde la desazón reinante, es enmascaramiento de intereses privados. Los políticos, por tanto, empresarios de su propia billetera. Por supuesto que el kirchnerismo no ha logrado mostrarse límpido frente a la observación social y el manejo de los transportes y los subsidios no evidencia pureza jacobina. Pero se lo condena menos por eso que por la explicitación de la política. Ese es uno de los motivos, creo, que hacen insoportable la figura de la Presidenta: su insistencia argumentativa, su persistente afirmación de que hay que religar palabras y hechos, la pertenencia de su estilo a una retórica parlamentaria con aires de politología de la transición democrática que carece de concesiones a la lengua de los medios masivos.
El kirchnerismo se ha revelado intolerado, no por sus defectos sino por sus virtudes.
Virtudes maltrechas, que no se presentan con prístina claridad sino arrastrando los harapos de una destrucción sistemática de la vida social. No sé si habrá kirchnerismo –con su manchada vitalidad y su rebeldía balbuceante– mañana. No sé si se puede gobernar sin Parlamento, sin vicepresidente. Más bien parece que queda un gobierno arrojado a las conciliaciones, a la aceptación de presiones corporativas, reclamado así a la responsabilidad institucional (que, se sabe, consiste en la obediencia). Ayer, jueves a las 9 de la mañana, parece que la operación destituyente se ha realizado. Espero equivocarme.
* Ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
Agro, economía y política
Por Claudio Scaletta
Hablar de economía para entender lo sucedido en el debate por las retenciones móviles, aunque las retenciones sean un problema económico, se volvió extraño. Como afirmaron taxativamente los senadores de la oposición durante el debate parlamentario, la discusión dejó de ser económica para convertirse en estrictamente política. “Ya no se debaten sólo las retenciones”, dijeron. No sin impostación, hablaron de “República” y división de poderes. Los legisladores oficialistas se expresaron en una línea similar. Sostuvieron que lo que estaba en juego no era un determinado esquema arancelario, sino un “modelo de país”.
Cualquiera sea el caso, el problema pudo convertirse en político por la preexistencia de un sustrato económico. Aquí viene la segunda extrañeza. Quienes iniciaron la protesta no fueron los desesperados emergentes de una crisis, sino los sectores más acomodados de la sociedad: el nuevo bloque de poder agroexportador consolidado a partir de 2002.
Este nuevo poder económico no está integrado sólo por los chacareros de la periferia de la zona productora núcleo que se mostró por TV. Se trata en realidad de un entramado más complejo y extenso que, además de la producción primaria, incluye a las grandes multinacionales proveedoras de insumos, tecnología y servicios. También a la constelación de pymes proveedoras de servicios, tanto los directos a la producción primaria, como el comercio y el transporte. Y por supuesto, también a los nuevos rentistas que surgieron de una novel conjunción: la necesidad de una mayor escala en la producción por el cambio técnico y la afluencia de ingentes masas de capital financiero al sector. La conjunción resultó posible no sólo por las propiedades inmanentes de la fertilidad de la pampa, sino porque merced a la evolución de los precios internacionales el sector ofrece, aun con retenciones, tasas de ganancia por encima de la media de la economía. La contracara de los vituperados pools de siembra y fondos de inversión agraria, entonces, son estos nuevos rentistas que se manifestaron ruidosamente en las ciudades. En los medios de comunicación, en tanto, el nuevo bloque de poder económico reemplazó en el ranking de anunciantes a las privatizadas, que hegemonizaban el aporte a la torta publicitaria durante los ’90. El “enemigo” al que el Gobierno decidió doblar la apuesta en varias oportunidades es el más poderoso de la nueva Argentina.
Pero si bien esta lucha entre Gobierno y un poder corporativo es parte del escenario, resulta insuficiente para explicar el enfrentamiento de más de cuatro meses y la creciente disgregación de la “Concertación Plural” que, entre otros efectos, rescató a la Unión Cívica Radical de un seguro ocaso en las últimas elecciones presidenciales, esos mismos “Radicales K” que ayer dieron la espalda al aliado circunstancial regresando a su vieja entraña conservadora. Es una explicación insuficiente, porque los actores de la disputa no fueron sólo los dos principales. Las clases medias tuvieron un papel protagónico. Con su ecléctico apoyo urbano a la protesta campera brindaron el contexto para que una reacción puramente corporativa se transforme en movimiento social.
Y aquí, una vez más, lo económico se confunde con lo político. La protesta liderada por “el campo” coincidió con el momento en que la erosión del consumo de los sectores medios por vía de la inflación comenzaba a volverse palpable. La economía no entró en crisis, pero los números oficiales del Indec se convirtieron en una burla mensual al bolsillo de los asalariados. Es muy probable que el Gobierno haya desdeñado el efecto de esta manipulación de las estadísticas sobre el humor social, pero la convergencia se volvió explosiva y la desconfianza se extendió a la totalidad de los actos de gobierno. Recién entonces el estilo cerrado de ejercicio del poder K comenzó a molestar a quienes antes lo toleraban e incluso acompañaban en las urnas. Luego, el proceso se retroalimentó. Quitarle las rutas a la economía por 100 días melló las expectativas, generalizando un clima de zozobra casi incomprensible en un período de expansión económica.
Desde el punto de vista económico, la derogación de la Resolución 125 representa un paso atrás en la búsqueda del equilibrio entre las diferentes ramas de la producción agraria. La sojización del agro local se profundizará, aunque en este punto debe reconocerse que las compensaciones ya habían licuado parte de los efectos. Incluso los recaudatorios: Pensaban recaudarse 1200 millones de dólares extra a la vez que se otorgarían compensaciones por 800. El neto sería sólo de 400 millones. Desde el punto de vista de “la caja” la soja a casi 600 dólares la tonelada garantiza la ausencia de problemas más allá de que las retenciones regresen al 35 por ciento. Lo que sí se perderá son las consecuencias macroeconómicas de la medida, en particular la acción de barrera frente a la inflación importada. Sin embargo, las retenciones no son el único instrumento que el Estado dispone para reequilibrar la producción agraria y controlar la inflación. Seguramente los técnicos del Ministerio de Economía estarán por estas horas evaluando alternativas. En materia de inflación, deberá reconocerse que la manipulación de las estadísticas agrava el problema. No es posible combatir lo que se dice que no existe.
La voluntad política
Por Andrés Malamud *
En los últimos años se tornó un lugar común ensalzar la voluntad política como panacea: para construir la unidad latinoamericana, para distribuir la riqueza, para edificar la nueva política. Qué pena que los voceros del progresismo contemporáneo hayan olvidado a Marx y a Gramsci, al condicionamiento de la estructura y al pesimismo de la razón.
Mientras el Gobierno se enfrascaba en una lucha desastrada por un simple aumento tributario, la inflación continuaba alta y mentida. Mientras “el campo” salvajeaba al país en las rutas, las inversiones se retraían y los cuellos de botella energéticos se estrechaban. El mundo demanda comida y energía; Argentina podría producirlos pero se dedica a otra cosa. Y el progresismo biempensante no pierde el tiempo planificando cómo reestructurar la esfera de la producción, sino en cómo apropiarse de la renta agraria. Tampoco se detiene a reflexionar sobre las relaciones de fuerza, sino que embiste al adversario como si la razón justificara la victoria.
La votación en el Congreso constituye una derrota para el Gobierno, pero sobre todo para su mito fundante: el de la voluntad política. ¿Acaso no la tuvo Perón? Desconocer las condiciones materiales y despreciar al adversario (¡y a los aliados!) es garantía de fracaso. Perder una votación parlamentaria constituye una cuestión trivial en una democracia presidencialista normal, pero ignorar la realidad no.
Esta derrota es reversible. El partido de gobierno controla dos tercios del Senado, por lo que la recomposición política está en sus manos y no en las de sus opositores. Y para alinear al peronismo sólo se necesita poder y dinero, cosa que esta administración aún controla. Pero, más importante que contar con recursos, la reversión de la derrota exige entender por qué ocurrió. Y de eso, de entender, este gobierno no ofrece garantías.
* Politólogo, Universidad de Lisboa.
Paisaje después de la batalla
Por Mempo Giardinelli
Finalmente, el señor Cobos definió el rechazo a la Ley de Retenciones tal como la había propuesto el Ejecutivo. Puede pensarse que es contradictorio que un vicepresidente anule la voluntad presidencial, pero él votó de acuerdo con su convicción y eso es irreprochable.
Pero entonces ahora es esperable que renuncie. Porque el argumento de que tuvo los mismos votos que Cristina es un sofisma. La ciudadanía votó por ella, no por él. La dignidad de su voto en la madrugada debiera ratificarse con su renuncia. Eso haría una persona honorable.
Y si de honores se trata, hay que decir –nobleza obliga– que los que estuvimos del lado de sostener la 125 hemos perdido.
Los que temimos y denunciamos que en este conflicto se jugaban mucho más que las retenciones, subrayando los riesgos que corría la democracia y los siempre solapados embates del golpismo criollo, ahora de nuevo cuño, lo hicimos sabiendo que nunca sobra ese temor cuando el escenario es la Argentina y los protagonistas son sus clases altas y medias.
Es como cuando temés que se incendie tu casa. Uno no desea ni espera que suceda, pero eso no quita que se señalen las fugas de gas, se tome todo tipo de precauciones y se actualicen los seguros. Es lo que pasó ahora –ése era el escenario, ésos los protagonistas– y sólo desde la estupidez se podría acusar a los que temimos un golpe. Y lo seguiremos temiendo, por cierto, siempre en la esperanza de que el incendio no se produzca.
Pero el paisaje que nos queda después de la batalla es mucho más complejo.
Porque lo que cancelaron esos 37 votos en el Senado (no casualmente gracias a Menem, Romero, Urquía y otros demócratas desinteresados y de acrisolada vocación social) fueron también las concesiones que hizo el Gobierno en estos meses, y las reformas y el apoyo a los pequeños productores que sancionó la Cámara de Diputados.
Pero sólo la Historia dirá cuántos chacareros escupieron hacia arriba en estos meses, mientras aquí y ahora todo vuelve a Diputados y no cabe ilusionarse con esa nueva batalla.
Conflicto agrario y votación senatorial no fueron solamente por las retenciones, y en tal sentido la primera lectura política no puede ser otra que la de que el Gobierno pagará por todos los errores cometidos y que tantos les señalamos en estos meses. Dilapidaron un poder fenomenal que –en esto estaremos casi todos de acuerdo– mereció tener mejor destino que sostener a funcionarios como Jaime o Moreno.
Sin embargo, el kirchnerismo no está terminado –como desean Joaquín Morales Solá y todos sus aliados agrarios– a menos que NK y CFK quieran seguir suicidándose.
Como bien señaló ayer Mario Wainfeld, el oficialismo tendrá que ser “capaz de elaborar cómo cambió la situación y cuánto de su traspié se debe a sus propias falencias antes que a la fuerza o mala fe de sus contrincantes”. Y la oposición y las corporaciones agrarias deberán “cumplir todo lo que aseveraron en más de tres meses: su ausencia de voluntad destituyente, su voluntad de cooperar y no salirse de los cauces institucionales”.
El gobierno K no supo dialogar y jugó siempre a todo o nada. Igual que los empresarios agraristas, que procedieron con la dureza típica de la necedad y la avaricia. Pero era el Gobierno el que tenía más responsabilidad, porque todo gobierno es siempre el responsable último del diálogo republicano y sobre todo debe ejercerlo cuando tiene enfrente posiciones necias o cavernícolas.
Otra falencia enorme, que también deberán pagar los K, fue la absurda política comunicacional del Gobierno. Si es que la hubo, la información oficial fue tonta y anodina, y se amilanó en todo momento ante la manipulación astuta y pertinaz de la llamada opinión pública. Ya se vio que los intereses que gobiernan los multimedios son capaces de cualquier cosa con tal de quebrar la confianza social en la economía, e incluso a la economía misma.
En la evaluación del paisaje, lo que queda de bueno es que funcionaron las instituciones republicanas, y no es poco. El Congreso evitó el desbarrancamiento de la crisis, una vez más. Con todo lo que muchas mentes simples les critican a los legisladores, y muchísimas veces con toda razón, ellos y ellas trabajaron arduamente y resolvieron la coyuntura.
Ahora habrá que ver qué país viene y la verdad es que a la vista de las dirigencias que tenemos los argentinos, no cabe hacerse mucha ilusión. La primera dirigencia que es todo gobierno, en nuestro caso ya demostró su ineptitud para pilotear una crisis de esta envergadura, y es por lo menos dudoso que tengan la muñeca y la cintura deseables para manejar los grandes temas nacionales que se vienen.
Y las otras dirigencias –las agrarias y de la oposición, que apenas fueron capaces de juntar lo mejor con lo peor de este país, de rezar al aire libre y de mentir cuidando el bolsillo de los ricos– es seguro que tampoco ilusionarán a muchos millones de argentinos.
Días graves nos esperan, porque aquí no se resolvió nada. En el fondo de todo sigue estando la eterna cuestión argentina: si los más ricos, los que ganan siempre y ahora ganan más que nunca, van a ceder algo en favor del conjunto. Jamás lo han hecho.
Hace tres meses Claudio Lozano señaló que en el modelo sojero impuesto aquí en los últimos 20 años sólo “936 propietarios controlan 35 millones de hectáreas, a razón de 38.000 cada uno, mientras casi 150.000 propietarios tienen 2.200.000 has, a razón de sólo 16 cada uno”. Y no es dato menor que el precio actual que recibe el productor argentino es mejor que el de octubre pasado, pese a los aumentos de retenciones que tanto resistieron. Los valores de estos días son los mejores desde 2002. Y no es una opinión; son datos de la Bolsa de Cereales.
Esta fue la película que vimos; éste el paisaje que nos queda. ¡A seguir remando, argentinos!
Concertación en crisis
Por Sebastian Abrevaya
“¿De qué concertación podemos hablar ahora?”, preguntó un hombre muy cercano al gobernador de Río Negro, Miguel Saiz. La votación del vicepresidente Julio Cobos en contra del proyecto del Gobierno deterioró en dos frentes la delicada situación política de los radicales K. Por un lado, profundizó las diferencias internas entre los gobernadores y el espacio de legisladores e intendentes que lidera Cobos. Pero, además, dejó en la cuerda floja un vínculo con el Ejecutivo que venía desgastándose desde el momento en que la Concertación Plural ganó las elecciones. Después de días sin hablar, el vicepresidente llamó ayer a algunos gobernadores para arreglar un encuentro la semana próxima y redefinir qué pasa con el espacio. Aseguran que es muy pronto para predecir cómo seguirá, pero saben que ellos sólo pueden abocarse al frente interno. El resto se definirá en la Casa Rosada.
Dentro del radicalismo K, los intendentes bonaerenses y los diputados del bloque “De la Concertación”, que lidera Daniel Katz, defendieron la posición de Cobos y hasta aseguraron que “terminaron haciéndole un favor al Gobierno”. “Una ley sacada a la fuerza no iba a solucionar el conflicto, sino que lo iba a agravar”, sostuvo el subsecretario de Relaciones Institucionales de la Cancillería, Horacio “Pechi” Quiroga. Esa fue la esencia del discurso de Cobos previo a su votación.
Pero la hipótesis del Cobos salvador no es compartida por los gobernadores radicales Gerardo Zamora, de Santiago del Estero, y Saiz, de Río Negro. Y menos aún es aceptada por el kirchnerismo. La relación entre Cobos y los gobernadores se había congelado desde que el mendocino empezó a marcar públicamente diferencias con el oficialismo y se quebró cuando convocó, sin previo aviso, a una reunión con todos los mandatarios provinciales para “buscar consensos”.
Allegados a Saiz afirmaron que está molesto “por el incumplimiento del compromiso político” y utilizaron el argumento del jefe del bloque de senadores del PJ, Miguel Pichetto: “A nadie se le ocurre pensar que la vicepresidenta de Zapatero podría votar en contra del proyecto del gobierno español, más allá de lo acertado que pueda ser el proyecto”. Aunque el rionegrino no conversó todavía con sus interlocutores en el kirchnerismo confirmó su voluntad de seguir apoyando a la presidenta, Cristina Fernández, “más allá de lo que pase con Cobos”.
El mismo miércoles de la votación un grupo de dirigentes radicales K disconformes con la actitud de Cobos durante el conflicto agropecuario emitió un comunicado apuntando al vicepresidente: “La responsabilidad política de compartir un proyecto nacional, popular y progresista exige cerrar filas y apoyar la propuesta de quien tiene el deber y la facultad de gobernar”.
A diferencia de Cobos, Zamora y Saiz demostraron su lealtad cuando los diputados de sus provincias votaron (salvo uno de Santiago del Estero) a favor del proyecto oficial. Sin embargo, la tarea de disciplinar a sus hombres se les complicó en el Senado. “Hicimos un esfuerzo enorme por convencerlo a Pablo Verani”, relataron. Pero aseguraron que no es fácil de persuadir a quien fue dos veces gobernador de Río Negro. Cerca de los gobernadores cuentan que antes de votar en contra, el senador Emilio Rached “tuvo una discusión muy fuerte” con Zamora.
Más allá de sus diferencias, los radicales K coinciden en la necesidad de mantener la Concertación. Y a la hora de explicar el fracaso del oficialismo en el Senado también piensan parecido: la responsabilidad primera es del kirchnerismo por sus propios errores.
El cuentito
La “prensa independiente” y los intereses de los medios. El avance de la derecha ante la fractura del campo popular.
Por Sandra Russo
Barack Obama fue caricaturizado agresivamente por The New Yorker y tanto demócratas como republicanos pusieron el grito en el cielo. The New Yorker se sintió en la obligación de aclarar el espíritu de la caricatura, a modo de disculpa. El turbante musulmán de Obama y el fusil que cargaba su esposa revolvieron el estómago norteamericano. Ese estómago será imperial pero, en materia de política interna, funciona con reglas claras. A las bananas las dejan crecer prolijamente fuera de su territorio. A nadie se le pasó por la cabeza que la crítica a una caricatura semejante sobre un candidato presidencial rozara la libertad de prensa. Hubiese sido ridículo. Tan ridículo como fue que aquí sí se hablara, en estos meses, de atentados a la libertad de prensa. Desde que comenzó este conflicto, los grandes medios no sólo han caricaturizado agresivamente a la Presidenta –y no me refiero sólo a aquella casi anecdótica caricatura de Sábat sino también a clips presuntamente chistosos que siguieron entreteniendo a la audiencia–, limando la institucionalidad del lugar que ocupa legítimamente. Confunden la libertad de prensa con el derecho al agravio. Los grandes medios han funcionado prácticamente como órganos de prensa y difusión de los sectores del campo afectados por las retenciones móviles. En ese sentido, esos medios han violado sistemáticamente el derecho a la información de los ciudadanos. Lamentablemente, y por su parte, la televisión pública se comportó como la televisión pública de cualquier otro país, menos de éste. Fue revulsivo ver esa pantalla el último sábado, cuando en un homenaje a Favaloro se exhibió en primer plano, atendiendo teléfonos, a Noemí Alan, cuya foto más recordada fue tomada en la ESMA, brindando con el Tigre Acosta.
Así las cosas, una capa de mugre se interpuso entre la opinión pública y los hechos. No por casualidad, en este mismo momento y en las pausas del debate en el Senado, TN pone en sus volantas “El campo” y, por el otro lado, “Militantes K”. Esa línea se estira y da por cierto que “la gente” va por su cuenta a Palermo y obligada al Congreso, y que quienes respaldan al Gobierno son sólo “militantes K”: serlo, en el universo de esos medios, equivale a tener medio cerebro funcionando. El tejido semántico elaborado desde el discurso hegemónico rural ata al militante peronista con lo bajo de la política y también con lo más bajo de todo lo demás. Da repugnancia escuchar a Llambías golpearse el pecho y decir: “Yo, pueblo”. Pocas veces como ahora hubo que cuidarse de las noticias como si fueran trampas cazabobos y nunca como ahora eso que se autodenomina “prensa independiente” fue tan dependiente de los intereses de esos medios.
Esto que empezó por las retenciones móviles ya no las tiene por eje. Hay hilachas lamentables, como la escena de la CCC o del MST poniéndole el toque pobre a la masiva reacción de la derecha. Y digo lamentables, sobre todo, porque uno las lamenta. La fractura del campo popular, en parte, explica por qué tenemos la historia que tenemos y por qué nunca hemos logrado que esta democracia, al viejo decir radical, sirva para comer, para curar y para educar a los más débiles. Cuando Alfonsín dijo aquello, los pechos se abrían porque quedaba atrás la larga noche de la dictadura, y todo era promesa. Pero no funcionó. Ni Alfonsín, ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde se pusieron al frente de un giro democrático con contenidos populares. Lo hemos escuchado y dicho miles de veces: democracia formal no equivale a democracia real.
Hay quienes legítimamente creen que con Kirchner comenzó una etapa de depuración del peronismo y también hay quienes creen que, a pesar de innumerables errores (tal vez sean numerables, pero gruesos), los grandes trazos de los últimos años son los mejores que hemos vivido desde que terminó la dictadura. Esa gente, que es mucha y que no es necesariamente “militante K”, entrevió desde el origen de esta crisis que el paquete del reclamo agroexportador venía con premio de derecha. Pero no de derecha democrática, porque ésa es todavía una materia pendiente en la política argentina. Aunque esté posiblemente en construcción por la fuerza de los hechos, los argentinos ignoramos cómo se autolimitará la derecha cuando no están los tanques a los que recurrieron siempre, para imponer, por la vía neoliberal o la neoconservadora, sus deseos. Si algo ha caracterizado siempre a la derecha, ahora engordada como un pollo de criadero con las hormonas de algunos ex progresistas, es que no respeta límites de convivencia. Sus exabruptos nos han deparado las mayores tragedias argentinas, aunque ellos se hayan ocupado de que los adjetivos “soberbio” y “autoritario” recaigan en un gobierno que se abstuvo obstinadamente de reprimir. Estamos todos grandes y bastante golpeados como para creernos el cuentito que narran a coro tantas voces desafinadas y de triste color.
Cuando pase el temblor
El escenario político polarizado que deja el conflicto y la posibilidad de una recomposición democrática. El caso Venezuela.
Por José Natanson
Una de las características más criticadas de los gobiernos de izquierda de América latina es que han contribuido a bipolarizar los paisajes políticos nacionales. En muchos casos, el sistema se reordenó en función de su adhesión o no al oficialismo: es lo que ocurre en Venezuela, entre el cada vez más estrecho arco chavista y el contradictorio universo opositor; en Uruguay, donde en la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales el Partido Colorado aceptó brindar su apoyo al candidato blanco como forma de frenar el ascenso imparable del Frente Amplio, y es lo que sucede en Brasil, donde el hiperfederalizado, multipartidista y caótico sistema de partidos se ha reordenado en base a su respaldo o su rechazo a Lula.
No se trata de suscribir la ilusión eurocéntrica y torcuatoditelliana de un sistema compuesto por un gran partido de izquierda y otro de derecha, pues no hablamos de bloques políticos permanentes sino de articulaciones precarias y cambiantes. Pero la tendencia existe. Y existe también –aunque en menor medida– en la Argentina: luego de la elección presidencial del 2003, en la que cinco candidatos disputaron con chances la recta final, los comicios del 2007 definieron un paisaje más ordenado, con un peronismo triunfador y una oposición dividida pero no atomizada. Si las fuerzas opositoras logran unificarse hacia el 2011, algo que hoy parece difícil por los liderazgos hasta ahora incompatibles de Elisa Carrió y Mauricio Macri, la Argentina podría acercarse también a esta costumbre de los escenarios bipolares.
El largo conflicto con “el campo” ha contribuido a profundizar –o, según cómo se mire, a desnudar– esta polarización, una tendencia que muchos analistas cuestionan como algo intrínsecamente malo pero que tiene también su costado positivo. En algunos casos (aunque no en todos), contribuye a transparentar a la sociedad sus verdaderas opciones, hacerlas políticamente inteligibles y terminar con maquillajes centristas que a veces –no siempre– esconden los efectos más negativos de modelos aparentemente intocables. Obviamente, un país no puede vivir rechinando siempre los dientes, pero la historia demuestra que ciertas fases de disputa, de tanto en tanto, resultan fundamentales para alumbrar cambios y destruir viejas estructuras.
La clave es cómo procesar políticamente estos momentos, y en este sentido el ejemplo de la Venezuela reciente es particularmente útil: en el verano del 2002, luego de un intento fallido de golpe de Estado, la gerencia de Pdvsa inició un lockout contra el gobierno de Chávez al que poco después se sumaron las cámaras empresariales y la cúpula sindical. La paralización total de la industria petrolera incluyó operaciones delictuales al lado de las cuales los cortes de ruta de De Angeli parecen una tontería: por ejemplo, la intervención del “cerebro” de Pdvsa, una supercomputadora que los gerentes en paro manipularon a control remoto, desviando las trayectorias de los barcos, forzando a las excavadoras hasta romperlas e inundando los pozos. Luego de 63 días de conflicto, Chávez logró derrotar a la cúpula de la empresa, echó a trece mil gerentes y se apoderó del control de la compañía.
Lo interesante de la comparación con Venezuela, ahora que tal vez estemos llegando al final de esta etapa, es la pregunta acerca del día después. ¿Cómo se recompone un escenario tan polarizado? En el caso venezolano, Chávez exhibió en aquel momento su enorme astucia táctica y entendió que, después de semejante conflicto, el país le reclamaba –usemos el lugar común– consenso y diálogo. Pero también acción. Entonces, por un lado, se moderó, al menos todo lo que se lo permitía su personalidad explosiva, aceptó la mediación de la OEA y el Centro Carter y, finalmente, las gestiones del Grupo de Amigos de Venezuela liderado por Brasil. Por otro lado, lanzó las misiones, los programas sociales que se ampliaron velozmente –ya disponía de los recursos petroleros– y contribuyeron a elevar su popularidad. Tras mucho dudarlo, Chávez aceptó el planteo de la oposición y realizó el referéndum revocatorio del 2004, en el que se impuso por 20 puntos de diferencia. Ese fue, retomando la frase de Kirchner de los últimos días, el verdadero comienzo de su gobierno.
Argentina no es Venezuela y el conflicto con el campo no es el paro petrolero, quizá no tanto por voluntad de sus protagonistas como por el hecho de que la nuestra es una economía mucho más diversificada y que, por más sojadependiente que sea el modelo K, paralizar las exportaciones de granos no alcanza para detener totalmente la marcha del país. Pero la comparación ayuda. En Venezuela, el referéndum venezolano del 2004 cambió definitivamente las cosas porque, aunque su resultado no fue aceptado por la oposición, permitió tanto la consolidación del gobierno como el desplazamiento de los sectores antichavistas más recalcitrantes y su reemplazo por otros, auténticamente democráticos, que sí reconocieron su derrota en las elecciones presidenciales del 2006. En estos días de furia, la experiencia venezolana demuestra que aún en contextos polarizados y dramáticos es posible superar el temblor, que nunca es demasiado tarde para encontrar salidas democráticas, por más profundas que sean las grietas.
Cobosfobia de los senadores ultra K
La derrota del proyecto de retenciones móviles en el Senado provocó distintas lecturas. La mayoría criticaba al vicepresidente por desempatar en contra del Gobierno. Otros ensayaban una autocrítica.
Por Miguel Jorquera
La llamada fue a las 20 del miércoles, mientras transcurría el debate en el recinto del Senado por las retenciones móviles. El jefe de la bancada de senadores K, Miguel Angel Pichetto, le confirmó a Cristina Fernández de Kirchner que la votación estaba empatada y le anticipó a la Presidenta su “intuición” sobre el voto de Julio César Cleto Cobos: “Vota en contra”, le habría dicho el rionegrino. La “corazonada” kirchnerista tenía sus fundamentos. El vicepresidente había cerrado sus teléfonos, esquivó cualquier contacto con el bloque oficialista y se atrincheró en su despacho de la presidencia de la Cámara alta junto a su familia. “Fue una puesta en escena para mostrarse reflexivo y compungido. No fue el peor día de su vida ni su discurso fue espontáneo: lo tenía decidido hace un par de días”, repetían las principales espadas oficialistas en el Senado.
Media hora antes del vaticinio de Pichetto, CFK habló con el propio Cobos. El mendocino volvió sobre su postura de “buscar consensos” y propuso la idea de pasar a un cuarto intermedio. La Presidenta le expresó su deseo de terminar esa misma noche con el tema. En la madrugada de ayer, Cobos repetía en el recinto, también sin suerte, la idea de pasar a un cuarto intermedio “para buscar consensos” y no quedar en el ojo de la tormenta. Sin el respaldo de oficialistas ni opositores, que lo empujaron a expresarse, el vicepresidente tuvo que jugar su voto y fue en contra.
El último intento para sacar a Cobos de la jugada estuvo a cargo de José Pampuro. El senador bonaerense se reunió a solas con el vicepresidente poco antes de las cuatro de la madrugada del jueves. Le propuso que si quería dar un paso al costado, él asumía la presidencia y decidía la votación a favor del Gobierno. Cobos se negó. Entonces el tablero electrónico marcaba la presencia de 70 de 72 senadores –Pampuro estaba con Cobos y el díscolo Juan Carlos Romero presidía la sesión– y el radical mendocino Ernesto Sanz, que intuyó la jugada, puso el grito en el cielo: “Le pido al presidente (del Senado) que venga al recinto así votamos”, repitió una y otra vez hasta que Cobos reapareció y se acomodó en el sillón de la presidencia.
“No sería justo decir que el demonio fue Cobos. Si te echan varios jugadores y el arquero tiene que patear el penal y lo erra, no toda la culpa es de él”, dijo como metáfora a PáginaI12 uno de los popes del bloque K en el Senado. Ayer hubo varias reuniones informales entre los senadores kirchneristas en las que se evaluó la situación. Los encuentros funcionaron como catarsis, autocrítica e intercambio de opiniones. Varios repartieron sus críticas hacia el interior del bloque y la Casa Rosada.
“Hubo displicencia en el Gobierno sobre la gravedad de la situación y no consiguieron acercar a ningún senador de las provincias gobernadas por los aliados”, dijo a este diario otro miembro del bloque kirchnerista. “(Emilio) Rached era de ellos”, admitió otro señalando hacia Balcarce 50, donde estaban los responsables de “contener” al santiagueño radical K que igualó la votación en el Senado. De todas sus tareas sólo lograron despejar la “repentina duda” del catamarqueño Ramón Saadi. Las críticas también se extendieron a hombres de confianza del Gobierno: el salteño Juan Manuel Urtubey y el chaqueño Jorge Capitanich. Ninguno logró disciplinar a todos sus legisladores.
Como contrapartida, marcaron el empeño que pusieron históricos dirigentes del radicalismo para encolumnar a viejos correligionarios a favor del No. Una tarea en la que colaboraron –afirman los K– desde Raúl Alfonsín, a través del teléfono, y Federico Storani y Leopoldo Moreau, en los pasillos del Senado. “Vinimos a hacerle el aguante”, dijo Moreau a los periodistas después de abrazar y hablarle al oído a Rached antes de ingresar al recinto en la madrugada del jueves.
Hacia adentro del bloque, los más denostados son el empresario aceitero Roberto Urquía y el ex gobernador salteño y también productor sojero Juan Carlos Romero. “Parecía un jugador de truco haciéndose señas con los radicales (Gerardo) Morales y Sanz en el recinto”, explicó uno de los K sobre Romero, que también se encargó –junto a Adolfo Rodríguez Saá y el hermano Eduardo– de animar al convaleciente Carlos Menem para que el riojano se mantuviera en pie hasta la votación. En tono decreciente las críticas también abarcan al “gran productor” Carlos Reutemann, Roxana Latorre y el pampeano Rubén Marín, “que no tiene problemas con la soja”.
Por ahora, los senadores K apostarán a dejar transcurrir un “tiempo razonable” para tomar decisiones. En tanto, el Gobierno cobijará a los leales.
El alma de los vicepresidentes
Por José Natanson
Aunque no hay antecedentes, al menos en la historia reciente de América latina, de una decisión como la de Julio Cobos, sí pueden mencionarse varios casos de vices que asumieron el poder luego de la caída de jefes de Estado, en algunas ocasiones tras enfrentarse a ellos: Carlos Mesa, por ejemplo, reemplazó a Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia luego de que éste tuviera que renunciar forzado por una movilización social que repudiaba la feroz represión de los días previos. Mesa ya había tomado distancia de la violencia desatada por Goñi y aceptó el traspaso de mando con alegría, aunque también él se vio obligado a dejar el cargo tiempo después. En Ecuador, tras la rebelión de la clase media quiteña de abril de 2005, el Congreso decidió desplazar al presidente, Lucio Gutiérrez, con un argumento institucional débil y ante su abierto rechazo. Pese a ellos, Alfredo Palacio aceptó reemplazarlo.
Los cortocircuitos entre el jefe de Estado y su vice han sido la norma más que la excepción en los últimos años de democracia argentina. El apagado Víctor Martínez fue el último vice que no se atrevió a desafiar a su presidente. Eduardo Duhalde se rebeló contra Carlos Menem y se consolidó como su principal rival interno; Carlos Ruckauf también se alejó del riojano, en este caso para convertirse en el candidato a gobernador de Duhalde; Daniel Scioli intentó desmarcarse de Néstor Kirchner en el amanecer de su gestión, aunque luego pasó al alineamiento sin condiciones. Y todos sabemos lo que pasó con Chacho Alvarez.
Esta tendencia tiene una explicación profunda. La figura del vice no figuraba ni en el proyecto constitucional de 1826 ni en los planes de Juan Bautista Alberdi. De hecho, es una copia casi textual de la Constitución norteamericana. En aquel momento, el eje de la discusión política –tanto en Estados Unidos como después, cuando se sancionó la Constitución de 1853, en la Argentina– era el equilibrio entre los estados o provincias. Por eso, además de la función natural de reemplazar al presidente, al vice se le asignó un segundo rol: presidir el Senado, de modo que ninguna provincia tuviera preponderancia sobre las demás en el ejercicio de la titularidad de la Cámara alta. El voto en caso de empate fue un corolario natural de este dispositivo.
Lo que ni los padres fundadores norteamericanos ni la copia en carbónico argentina previeron fue que la figura del vice iría cobrando más importancia. Hasta, digamos, las primeras décadas del siglo XX, cuando el principal problema de la Argentina todavía era la unificación nacional y la política era un juego de poderes territoriales, las fórmulas presidenciales se definían en base a un delicado equilibrio interior-puerto. Lo mismo ocurría antes en Estados Unidos (norte-sur) y en Ecuador (sierra-costa) y Bolivia (altiplano-trópico), entre otros tantos ejemplos.
Con el tiempo, sin embargo, la forma de elegir al vice –y, por lo tanto, su perfil– fue cambiando. En los primeros años de la recuperación de la democracia, en pleno auge de la política de partidos, se buscaba un balance ya no territorial, sino al interior de las fuerzas políticas: por ejemplo, un referente del radicalismo conservador de Córdoba (Víctor Martínez) para secundar al líder de la UCR progresista (Raúl Alfonsín) o un peronista de centro (Italo Luder) con otro más cercano a la izquierda (Deolindo Bittel). Esta es la forma en la que los partidos orgánicos todavía eligen a sus candidatos.
Pero el peso de los partidos ha ido disminuyendo en simultáneo con el auge de la imagen, el creciente peso de los liderazgos de popularidad y el poder omnímodo de los medios. En este contexto, hoy las fórmulas se definen, cada vez más, con el objetivo de potenciar o complementar la imagen del presidente. Retomando los ejemplos del principio, la designación de Mesa, un periodista conocido por sus apariciones televisivas, buscaba acercar a la figura neoliberal de Sánchez de Lozada a los sectores progresistas, mientras que Palacio, un médico de prestigio que había sido ministro de Salud, ocupó su lugar porque su perfil serio y moderado complementaba bien al capitán golpista Gutiérrez. En Argentina, este criterio de balancear imágenes fue utilizado en el caso de Carlos Ruckauf, Chacho Alvarez y Daniel Scioli. Y en el de Cobos: aunque es cierto que Cristina lo eligió como parte de una alianza con un sector del radicalismo, esto no significa que sea el líder indiscutido de aquel sector, como demuestra la dispersión de los radicales K. Más bien, Cobos fue elegido por su condición de no pejotista, su imagen moderada y por sus antecedentes personales de gobernador exitoso.
El problema es el desfasaje entre popularidad y funciones. Mario D. Serrafero, uno de los pocos investigadores que se ha dedicado a estudiar el tema, explica este desajuste en El poder y su sombra. Los vicepresidentes (Editorial de Belgrano): el vice tiene pocas atribuciones institucionales, pero suele ser una figura de peso. Mi tesis, completando el análisis de Serrafero, es que la videopolítica agudiza esta distancia. Si se piensa bien, la campaña electoral marca su momento de mayor protagonismo y la elección, su instante de gloria. Luego su estrella se nubla. Si el presidente se encuentra en el poder, su única función institucional decisiva, su única –en definitiva– arma política, es la que utilizó Cobos ayer. Pero es un arma disminuida, al menos en circunstancias normales: puede desenfundarse sólo en caso de empate y su blanco está cantado a favor del oficialismo. Lo que nadie previó, cuando se redactaron las constituciones, era que mucho tiempo después aparecería un mendocino dispuesto a utilizarla, pero en el sentido contrario.
La voluntad política
Por Andrés Malamud *
En los últimos años se tornó un lugar común ensalzar la voluntad política como panacea: para construir la unidad latinoamericana, para distribuir la riqueza, para edificar la nueva política. Qué pena que los voceros del progresismo contemporáneo hayan olvidado a Marx y a Gramsci, al condicionamiento de la estructura y al pesimismo de la razón.
Mientras el Gobierno se enfrascaba en una lucha desastrada por un simple aumento tributario, la inflación continuaba alta y mentida. Mientras “el campo” salvajeaba al país en las rutas, las inversiones se retraían y los cuellos de botella energéticos se estrechaban. El mundo demanda comida y energía; Argentina podría producirlos pero se dedica a otra cosa. Y el progresismo biempensante no pierde el tiempo planificando cómo reestructurar la esfera de la producción, sino en cómo apropiarse de la renta agraria. Tampoco se detiene a reflexionar sobre las relaciones de fuerza, sino que embiste al adversario como si la razón justificara la victoria.
La votación en el Congreso constituye una derrota para el Gobierno, pero sobre todo para su mito fundante: el de la voluntad política. ¿Acaso no la tuvo Perón? Desconocer las condiciones materiales y despreciar al adversario (¡y a los aliados!) es garantía de fracaso. Perder una votación parlamentaria constituye una cuestión trivial en una democracia presidencialista normal, pero ignorar la realidad no.
Esta derrota es reversible. El partido de gobierno controla dos tercios del Senado, por lo que la recomposición política está en sus manos y no en las de sus opositores. Y para alinear al peronismo sólo se necesita poder y dinero, cosa que esta administración aún controla. Pero, más importante que contar con recursos, la reversión de la derrota exige entender por qué ocurrió. Y de eso, de entender, este gobierno no ofrece garantías.
* Politólogo, Universidad de Lisboa.
Paisaje después de la batalla
Por Mempo Giardinelli
Finalmente, el señor Cobos definió el rechazo a la Ley de Retenciones tal como la había propuesto el Ejecutivo. Puede pensarse que es contradictorio que un vicepresidente anule la voluntad presidencial, pero él votó de acuerdo con su convicción y eso es irreprochable.
Pero entonces ahora es esperable que renuncie. Porque el argumento de que tuvo los mismos votos que Cristina es un sofisma. La ciudadanía votó por ella, no por él. La dignidad de su voto en la madrugada debiera ratificarse con su renuncia. Eso haría una persona honorable.
Y si de honores se trata, hay que decir –nobleza obliga– que los que estuvimos del lado de sostener la 125 hemos perdido.
Los que temimos y denunciamos que en este conflicto se jugaban mucho más que las retenciones, subrayando los riesgos que corría la democracia y los siempre solapados embates del golpismo criollo, ahora de nuevo cuño, lo hicimos sabiendo que nunca sobra ese temor cuando el escenario es la Argentina y los protagonistas son sus clases altas y medias.
Es como cuando temés que se incendie tu casa. Uno no desea ni espera que suceda, pero eso no quita que se señalen las fugas de gas, se tome todo tipo de precauciones y se actualicen los seguros. Es lo que pasó ahora –ése era el escenario, ésos los protagonistas– y sólo desde la estupidez se podría acusar a los que temimos un golpe. Y lo seguiremos temiendo, por cierto, siempre en la esperanza de que el incendio no se produzca.
Pero el paisaje que nos queda después de la batalla es mucho más complejo.
Porque lo que cancelaron esos 37 votos en el Senado (no casualmente gracias a Menem, Romero, Urquía y otros demócratas desinteresados y de acrisolada vocación social) fueron también las concesiones que hizo el Gobierno en estos meses, y las reformas y el apoyo a los pequeños productores que sancionó la Cámara de Diputados.
Pero sólo la Historia dirá cuántos chacareros escupieron hacia arriba en estos meses, mientras aquí y ahora todo vuelve a Diputados y no cabe ilusionarse con esa nueva batalla.
Conflicto agrario y votación senatorial no fueron solamente por las retenciones, y en tal sentido la primera lectura política no puede ser otra que la de que el Gobierno pagará por todos los errores cometidos y que tantos les señalamos en estos meses. Dilapidaron un poder fenomenal que –en esto estaremos casi todos de acuerdo– mereció tener mejor destino que sostener a funcionarios como Jaime o Moreno.
Sin embargo, el kirchnerismo no está terminado –como desean Joaquín Morales Solá y todos sus aliados agrarios– a menos que NK y CFK quieran seguir suicidándose.
Como bien señaló ayer Mario Wainfeld, el oficialismo tendrá que ser “capaz de elaborar cómo cambió la situación y cuánto de su traspié se debe a sus propias falencias antes que a la fuerza o mala fe de sus contrincantes”. Y la oposición y las corporaciones agrarias deberán “cumplir todo lo que aseveraron en más de tres meses: su ausencia de voluntad destituyente, su voluntad de cooperar y no salirse de los cauces institucionales”.
El gobierno K no supo dialogar y jugó siempre a todo o nada. Igual que los empresarios agraristas, que procedieron con la dureza típica de la necedad y la avaricia. Pero era el Gobierno el que tenía más responsabilidad, porque todo gobierno es siempre el responsable último del diálogo republicano y sobre todo debe ejercerlo cuando tiene enfrente posiciones necias o cavernícolas.
Otra falencia enorme, que también deberán pagar los K, fue la absurda política comunicacional del Gobierno. Si es que la hubo, la información oficial fue tonta y anodina, y se amilanó en todo momento ante la manipulación astuta y pertinaz de la llamada opinión pública. Ya se vio que los intereses que gobiernan los multimedios son capaces de cualquier cosa con tal de quebrar la confianza social en la economía, e incluso a la economía misma.
En la evaluación del paisaje, lo que queda de bueno es que funcionaron las instituciones republicanas, y no es poco. El Congreso evitó el desbarrancamiento de la crisis, una vez más. Con todo lo que muchas mentes simples les critican a los legisladores, y muchísimas veces con toda razón, ellos y ellas trabajaron arduamente y resolvieron la coyuntura.
Ahora habrá que ver qué país viene y la verdad es que a la vista de las dirigencias que tenemos los argentinos, no cabe hacerse mucha ilusión. La primera dirigencia que es todo gobierno, en nuestro caso ya demostró su ineptitud para pilotear una crisis de esta envergadura, y es por lo menos dudoso que tengan la muñeca y la cintura deseables para manejar los grandes temas nacionales que se vienen.
Y las otras dirigencias –las agrarias y de la oposición, que apenas fueron capaces de juntar lo mejor con lo peor de este país, de rezar al aire libre y de mentir cuidando el bolsillo de los ricos– es seguro que tampoco ilusionarán a muchos millones de argentinos.
Días graves nos esperan, porque aquí no se resolvió nada. En el fondo de todo sigue estando la eterna cuestión argentina: si los más ricos, los que ganan siempre y ahora ganan más que nunca, van a ceder algo en favor del conjunto. Jamás lo han hecho.
Hace tres meses Claudio Lozano señaló que en el modelo sojero impuesto aquí en los últimos 20 años sólo “936 propietarios controlan 35 millones de hectáreas, a razón de 38.000 cada uno, mientras casi 150.000 propietarios tienen 2.200.000 has, a razón de sólo 16 cada uno”. Y no es dato menor que el precio actual que recibe el productor argentino es mejor que el de octubre pasado, pese a los aumentos de retenciones que tanto resistieron. Los valores de estos días son los mejores desde 2002. Y no es una opinión; son datos de la Bolsa de Cereales.
Esta fue la película que vimos; éste el paisaje que nos queda. ¡A seguir remando, argentinos!
Concertación en crisis
Por Sebastian Abrevaya
“¿De qué concertación podemos hablar ahora?”, preguntó un hombre muy cercano al gobernador de Río Negro, Miguel Saiz. La votación del vicepresidente Julio Cobos en contra del proyecto del Gobierno deterioró en dos frentes la delicada situación política de los radicales K. Por un lado, profundizó las diferencias internas entre los gobernadores y el espacio de legisladores e intendentes que lidera Cobos. Pero, además, dejó en la cuerda floja un vínculo con el Ejecutivo que venía desgastándose desde el momento en que la Concertación Plural ganó las elecciones. Después de días sin hablar, el vicepresidente llamó ayer a algunos gobernadores para arreglar un encuentro la semana próxima y redefinir qué pasa con el espacio. Aseguran que es muy pronto para predecir cómo seguirá, pero saben que ellos sólo pueden abocarse al frente interno. El resto se definirá en la Casa Rosada.
Dentro del radicalismo K, los intendentes bonaerenses y los diputados del bloque “De la Concertación”, que lidera Daniel Katz, defendieron la posición de Cobos y hasta aseguraron que “terminaron haciéndole un favor al Gobierno”. “Una ley sacada a la fuerza no iba a solucionar el conflicto, sino que lo iba a agravar”, sostuvo el subsecretario de Relaciones Institucionales de la Cancillería, Horacio “Pechi” Quiroga. Esa fue la esencia del discurso de Cobos previo a su votación.
Pero la hipótesis del Cobos salvador no es compartida por los gobernadores radicales Gerardo Zamora, de Santiago del Estero, y Saiz, de Río Negro. Y menos aún es aceptada por el kirchnerismo. La relación entre Cobos y los gobernadores se había congelado desde que el mendocino empezó a marcar públicamente diferencias con el oficialismo y se quebró cuando convocó, sin previo aviso, a una reunión con todos los mandatarios provinciales para “buscar consensos”.
Allegados a Saiz afirmaron que está molesto “por el incumplimiento del compromiso político” y utilizaron el argumento del jefe del bloque de senadores del PJ, Miguel Pichetto: “A nadie se le ocurre pensar que la vicepresidenta de Zapatero podría votar en contra del proyecto del gobierno español, más allá de lo acertado que pueda ser el proyecto”. Aunque el rionegrino no conversó todavía con sus interlocutores en el kirchnerismo confirmó su voluntad de seguir apoyando a la presidenta, Cristina Fernández, “más allá de lo que pase con Cobos”.
El mismo miércoles de la votación un grupo de dirigentes radicales K disconformes con la actitud de Cobos durante el conflicto agropecuario emitió un comunicado apuntando al vicepresidente: “La responsabilidad política de compartir un proyecto nacional, popular y progresista exige cerrar filas y apoyar la propuesta de quien tiene el deber y la facultad de gobernar”.
A diferencia de Cobos, Zamora y Saiz demostraron su lealtad cuando los diputados de sus provincias votaron (salvo uno de Santiago del Estero) a favor del proyecto oficial. Sin embargo, la tarea de disciplinar a sus hombres se les complicó en el Senado. “Hicimos un esfuerzo enorme por convencerlo a Pablo Verani”, relataron. Pero aseguraron que no es fácil de persuadir a quien fue dos veces gobernador de Río Negro. Cerca de los gobernadores cuentan que antes de votar en contra, el senador Emilio Rached “tuvo una discusión muy fuerte” con Zamora.
Más allá de sus diferencias, los radicales K coinciden en la necesidad de mantener la Concertación. Y a la hora de explicar el fracaso del oficialismo en el Senado también piensan parecido: la responsabilidad primera es del kirchnerismo por sus propios errores.
El cuentito
La “prensa independiente” y los intereses de los medios. El avance de la derecha ante la fractura del campo popular.
Por Sandra Russo
Barack Obama fue caricaturizado agresivamente por The New Yorker y tanto demócratas como republicanos pusieron el grito en el cielo. The New Yorker se sintió en la obligación de aclarar el espíritu de la caricatura, a modo de disculpa. El turbante musulmán de Obama y el fusil que cargaba su esposa revolvieron el estómago norteamericano. Ese estómago será imperial pero, en materia de política interna, funciona con reglas claras. A las bananas las dejan crecer prolijamente fuera de su territorio. A nadie se le pasó por la cabeza que la crítica a una caricatura semejante sobre un candidato presidencial rozara la libertad de prensa. Hubiese sido ridículo. Tan ridículo como fue que aquí sí se hablara, en estos meses, de atentados a la libertad de prensa. Desde que comenzó este conflicto, los grandes medios no sólo han caricaturizado agresivamente a la Presidenta –y no me refiero sólo a aquella casi anecdótica caricatura de Sábat sino también a clips presuntamente chistosos que siguieron entreteniendo a la audiencia–, limando la institucionalidad del lugar que ocupa legítimamente. Confunden la libertad de prensa con el derecho al agravio. Los grandes medios han funcionado prácticamente como órganos de prensa y difusión de los sectores del campo afectados por las retenciones móviles. En ese sentido, esos medios han violado sistemáticamente el derecho a la información de los ciudadanos. Lamentablemente, y por su parte, la televisión pública se comportó como la televisión pública de cualquier otro país, menos de éste. Fue revulsivo ver esa pantalla el último sábado, cuando en un homenaje a Favaloro se exhibió en primer plano, atendiendo teléfonos, a Noemí Alan, cuya foto más recordada fue tomada en la ESMA, brindando con el Tigre Acosta.
Así las cosas, una capa de mugre se interpuso entre la opinión pública y los hechos. No por casualidad, en este mismo momento y en las pausas del debate en el Senado, TN pone en sus volantas “El campo” y, por el otro lado, “Militantes K”. Esa línea se estira y da por cierto que “la gente” va por su cuenta a Palermo y obligada al Congreso, y que quienes respaldan al Gobierno son sólo “militantes K”: serlo, en el universo de esos medios, equivale a tener medio cerebro funcionando. El tejido semántico elaborado desde el discurso hegemónico rural ata al militante peronista con lo bajo de la política y también con lo más bajo de todo lo demás. Da repugnancia escuchar a Llambías golpearse el pecho y decir: “Yo, pueblo”. Pocas veces como ahora hubo que cuidarse de las noticias como si fueran trampas cazabobos y nunca como ahora eso que se autodenomina “prensa independiente” fue tan dependiente de los intereses de esos medios.
Esto que empezó por las retenciones móviles ya no las tiene por eje. Hay hilachas lamentables, como la escena de la CCC o del MST poniéndole el toque pobre a la masiva reacción de la derecha. Y digo lamentables, sobre todo, porque uno las lamenta. La fractura del campo popular, en parte, explica por qué tenemos la historia que tenemos y por qué nunca hemos logrado que esta democracia, al viejo decir radical, sirva para comer, para curar y para educar a los más débiles. Cuando Alfonsín dijo aquello, los pechos se abrían porque quedaba atrás la larga noche de la dictadura, y todo era promesa. Pero no funcionó. Ni Alfonsín, ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde se pusieron al frente de un giro democrático con contenidos populares. Lo hemos escuchado y dicho miles de veces: democracia formal no equivale a democracia real.
Hay quienes legítimamente creen que con Kirchner comenzó una etapa de depuración del peronismo y también hay quienes creen que, a pesar de innumerables errores (tal vez sean numerables, pero gruesos), los grandes trazos de los últimos años son los mejores que hemos vivido desde que terminó la dictadura. Esa gente, que es mucha y que no es necesariamente “militante K”, entrevió desde el origen de esta crisis que el paquete del reclamo agroexportador venía con premio de derecha. Pero no de derecha democrática, porque ésa es todavía una materia pendiente en la política argentina. Aunque esté posiblemente en construcción por la fuerza de los hechos, los argentinos ignoramos cómo se autolimitará la derecha cuando no están los tanques a los que recurrieron siempre, para imponer, por la vía neoliberal o la neoconservadora, sus deseos. Si algo ha caracterizado siempre a la derecha, ahora engordada como un pollo de criadero con las hormonas de algunos ex progresistas, es que no respeta límites de convivencia. Sus exabruptos nos han deparado las mayores tragedias argentinas, aunque ellos se hayan ocupado de que los adjetivos “soberbio” y “autoritario” recaigan en un gobierno que se abstuvo obstinadamente de reprimir. Estamos todos grandes y bastante golpeados como para creernos el cuentito que narran a coro tantas voces desafinadas y de triste color.
Cuando pase el temblor
El escenario político polarizado que deja el conflicto y la posibilidad de una recomposición democrática. El caso Venezuela.
Por José Natanson
Una de las características más criticadas de los gobiernos de izquierda de América latina es que han contribuido a bipolarizar los paisajes políticos nacionales. En muchos casos, el sistema se reordenó en función de su adhesión o no al oficialismo: es lo que ocurre en Venezuela, entre el cada vez más estrecho arco chavista y el contradictorio universo opositor; en Uruguay, donde en la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales el Partido Colorado aceptó brindar su apoyo al candidato blanco como forma de frenar el ascenso imparable del Frente Amplio, y es lo que sucede en Brasil, donde el hiperfederalizado, multipartidista y caótico sistema de partidos se ha reordenado en base a su respaldo o su rechazo a Lula.
No se trata de suscribir la ilusión eurocéntrica y torcuatoditelliana de un sistema compuesto por un gran partido de izquierda y otro de derecha, pues no hablamos de bloques políticos permanentes sino de articulaciones precarias y cambiantes. Pero la tendencia existe. Y existe también –aunque en menor medida– en la Argentina: luego de la elección presidencial del 2003, en la que cinco candidatos disputaron con chances la recta final, los comicios del 2007 definieron un paisaje más ordenado, con un peronismo triunfador y una oposición dividida pero no atomizada. Si las fuerzas opositoras logran unificarse hacia el 2011, algo que hoy parece difícil por los liderazgos hasta ahora incompatibles de Elisa Carrió y Mauricio Macri, la Argentina podría acercarse también a esta costumbre de los escenarios bipolares.
El largo conflicto con “el campo” ha contribuido a profundizar –o, según cómo se mire, a desnudar– esta polarización, una tendencia que muchos analistas cuestionan como algo intrínsecamente malo pero que tiene también su costado positivo. En algunos casos (aunque no en todos), contribuye a transparentar a la sociedad sus verdaderas opciones, hacerlas políticamente inteligibles y terminar con maquillajes centristas que a veces –no siempre– esconden los efectos más negativos de modelos aparentemente intocables. Obviamente, un país no puede vivir rechinando siempre los dientes, pero la historia demuestra que ciertas fases de disputa, de tanto en tanto, resultan fundamentales para alumbrar cambios y destruir viejas estructuras.
La clave es cómo procesar políticamente estos momentos, y en este sentido el ejemplo de la Venezuela reciente es particularmente útil: en el verano del 2002, luego de un intento fallido de golpe de Estado, la gerencia de Pdvsa inició un lockout contra el gobierno de Chávez al que poco después se sumaron las cámaras empresariales y la cúpula sindical. La paralización total de la industria petrolera incluyó operaciones delictuales al lado de las cuales los cortes de ruta de De Angeli parecen una tontería: por ejemplo, la intervención del “cerebro” de Pdvsa, una supercomputadora que los gerentes en paro manipularon a control remoto, desviando las trayectorias de los barcos, forzando a las excavadoras hasta romperlas e inundando los pozos. Luego de 63 días de conflicto, Chávez logró derrotar a la cúpula de la empresa, echó a trece mil gerentes y se apoderó del control de la compañía.
Lo interesante de la comparación con Venezuela, ahora que tal vez estemos llegando al final de esta etapa, es la pregunta acerca del día después. ¿Cómo se recompone un escenario tan polarizado? En el caso venezolano, Chávez exhibió en aquel momento su enorme astucia táctica y entendió que, después de semejante conflicto, el país le reclamaba –usemos el lugar común– consenso y diálogo. Pero también acción. Entonces, por un lado, se moderó, al menos todo lo que se lo permitía su personalidad explosiva, aceptó la mediación de la OEA y el Centro Carter y, finalmente, las gestiones del Grupo de Amigos de Venezuela liderado por Brasil. Por otro lado, lanzó las misiones, los programas sociales que se ampliaron velozmente –ya disponía de los recursos petroleros– y contribuyeron a elevar su popularidad. Tras mucho dudarlo, Chávez aceptó el planteo de la oposición y realizó el referéndum revocatorio del 2004, en el que se impuso por 20 puntos de diferencia. Ese fue, retomando la frase de Kirchner de los últimos días, el verdadero comienzo de su gobierno.
Argentina no es Venezuela y el conflicto con el campo no es el paro petrolero, quizá no tanto por voluntad de sus protagonistas como por el hecho de que la nuestra es una economía mucho más diversificada y que, por más sojadependiente que sea el modelo K, paralizar las exportaciones de granos no alcanza para detener totalmente la marcha del país. Pero la comparación ayuda. En Venezuela, el referéndum venezolano del 2004 cambió definitivamente las cosas porque, aunque su resultado no fue aceptado por la oposición, permitió tanto la consolidación del gobierno como el desplazamiento de los sectores antichavistas más recalcitrantes y su reemplazo por otros, auténticamente democráticos, que sí reconocieron su derrota en las elecciones presidenciales del 2006. En estos días de furia, la experiencia venezolana demuestra que aún en contextos polarizados y dramáticos es posible superar el temblor, que nunca es demasiado tarde para encontrar salidas democráticas, por más profundas que sean las grietas.
Cobosfobia de los senadores ultra K
La derrota del proyecto de retenciones móviles en el Senado provocó distintas lecturas. La mayoría criticaba al vicepresidente por desempatar en contra del Gobierno. Otros ensayaban una autocrítica.
Por Miguel Jorquera
La llamada fue a las 20 del miércoles, mientras transcurría el debate en el recinto del Senado por las retenciones móviles. El jefe de la bancada de senadores K, Miguel Angel Pichetto, le confirmó a Cristina Fernández de Kirchner que la votación estaba empatada y le anticipó a la Presidenta su “intuición” sobre el voto de Julio César Cleto Cobos: “Vota en contra”, le habría dicho el rionegrino. La “corazonada” kirchnerista tenía sus fundamentos. El vicepresidente había cerrado sus teléfonos, esquivó cualquier contacto con el bloque oficialista y se atrincheró en su despacho de la presidencia de la Cámara alta junto a su familia. “Fue una puesta en escena para mostrarse reflexivo y compungido. No fue el peor día de su vida ni su discurso fue espontáneo: lo tenía decidido hace un par de días”, repetían las principales espadas oficialistas en el Senado.
Media hora antes del vaticinio de Pichetto, CFK habló con el propio Cobos. El mendocino volvió sobre su postura de “buscar consensos” y propuso la idea de pasar a un cuarto intermedio. La Presidenta le expresó su deseo de terminar esa misma noche con el tema. En la madrugada de ayer, Cobos repetía en el recinto, también sin suerte, la idea de pasar a un cuarto intermedio “para buscar consensos” y no quedar en el ojo de la tormenta. Sin el respaldo de oficialistas ni opositores, que lo empujaron a expresarse, el vicepresidente tuvo que jugar su voto y fue en contra.
El último intento para sacar a Cobos de la jugada estuvo a cargo de José Pampuro. El senador bonaerense se reunió a solas con el vicepresidente poco antes de las cuatro de la madrugada del jueves. Le propuso que si quería dar un paso al costado, él asumía la presidencia y decidía la votación a favor del Gobierno. Cobos se negó. Entonces el tablero electrónico marcaba la presencia de 70 de 72 senadores –Pampuro estaba con Cobos y el díscolo Juan Carlos Romero presidía la sesión– y el radical mendocino Ernesto Sanz, que intuyó la jugada, puso el grito en el cielo: “Le pido al presidente (del Senado) que venga al recinto así votamos”, repitió una y otra vez hasta que Cobos reapareció y se acomodó en el sillón de la presidencia.
“No sería justo decir que el demonio fue Cobos. Si te echan varios jugadores y el arquero tiene que patear el penal y lo erra, no toda la culpa es de él”, dijo como metáfora a PáginaI12 uno de los popes del bloque K en el Senado. Ayer hubo varias reuniones informales entre los senadores kirchneristas en las que se evaluó la situación. Los encuentros funcionaron como catarsis, autocrítica e intercambio de opiniones. Varios repartieron sus críticas hacia el interior del bloque y la Casa Rosada.
“Hubo displicencia en el Gobierno sobre la gravedad de la situación y no consiguieron acercar a ningún senador de las provincias gobernadas por los aliados”, dijo a este diario otro miembro del bloque kirchnerista. “(Emilio) Rached era de ellos”, admitió otro señalando hacia Balcarce 50, donde estaban los responsables de “contener” al santiagueño radical K que igualó la votación en el Senado. De todas sus tareas sólo lograron despejar la “repentina duda” del catamarqueño Ramón Saadi. Las críticas también se extendieron a hombres de confianza del Gobierno: el salteño Juan Manuel Urtubey y el chaqueño Jorge Capitanich. Ninguno logró disciplinar a todos sus legisladores.
Como contrapartida, marcaron el empeño que pusieron históricos dirigentes del radicalismo para encolumnar a viejos correligionarios a favor del No. Una tarea en la que colaboraron –afirman los K– desde Raúl Alfonsín, a través del teléfono, y Federico Storani y Leopoldo Moreau, en los pasillos del Senado. “Vinimos a hacerle el aguante”, dijo Moreau a los periodistas después de abrazar y hablarle al oído a Rached antes de ingresar al recinto en la madrugada del jueves.
Hacia adentro del bloque, los más denostados son el empresario aceitero Roberto Urquía y el ex gobernador salteño y también productor sojero Juan Carlos Romero. “Parecía un jugador de truco haciéndose señas con los radicales (Gerardo) Morales y Sanz en el recinto”, explicó uno de los K sobre Romero, que también se encargó –junto a Adolfo Rodríguez Saá y el hermano Eduardo– de animar al convaleciente Carlos Menem para que el riojano se mantuviera en pie hasta la votación. En tono decreciente las críticas también abarcan al “gran productor” Carlos Reutemann, Roxana Latorre y el pampeano Rubén Marín, “que no tiene problemas con la soja”.
Por ahora, los senadores K apostarán a dejar transcurrir un “tiempo razonable” para tomar decisiones. En tanto, el Gobierno cobijará a los leales.
El alma de los vicepresidentes
Por José Natanson
Aunque no hay antecedentes, al menos en la historia reciente de América latina, de una decisión como la de Julio Cobos, sí pueden mencionarse varios casos de vices que asumieron el poder luego de la caída de jefes de Estado, en algunas ocasiones tras enfrentarse a ellos: Carlos Mesa, por ejemplo, reemplazó a Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia luego de que éste tuviera que renunciar forzado por una movilización social que repudiaba la feroz represión de los días previos. Mesa ya había tomado distancia de la violencia desatada por Goñi y aceptó el traspaso de mando con alegría, aunque también él se vio obligado a dejar el cargo tiempo después. En Ecuador, tras la rebelión de la clase media quiteña de abril de 2005, el Congreso decidió desplazar al presidente, Lucio Gutiérrez, con un argumento institucional débil y ante su abierto rechazo. Pese a ellos, Alfredo Palacio aceptó reemplazarlo.
Los cortocircuitos entre el jefe de Estado y su vice han sido la norma más que la excepción en los últimos años de democracia argentina. El apagado Víctor Martínez fue el último vice que no se atrevió a desafiar a su presidente. Eduardo Duhalde se rebeló contra Carlos Menem y se consolidó como su principal rival interno; Carlos Ruckauf también se alejó del riojano, en este caso para convertirse en el candidato a gobernador de Duhalde; Daniel Scioli intentó desmarcarse de Néstor Kirchner en el amanecer de su gestión, aunque luego pasó al alineamiento sin condiciones. Y todos sabemos lo que pasó con Chacho Alvarez.
Esta tendencia tiene una explicación profunda. La figura del vice no figuraba ni en el proyecto constitucional de 1826 ni en los planes de Juan Bautista Alberdi. De hecho, es una copia casi textual de la Constitución norteamericana. En aquel momento, el eje de la discusión política –tanto en Estados Unidos como después, cuando se sancionó la Constitución de 1853, en la Argentina– era el equilibrio entre los estados o provincias. Por eso, además de la función natural de reemplazar al presidente, al vice se le asignó un segundo rol: presidir el Senado, de modo que ninguna provincia tuviera preponderancia sobre las demás en el ejercicio de la titularidad de la Cámara alta. El voto en caso de empate fue un corolario natural de este dispositivo.
Lo que ni los padres fundadores norteamericanos ni la copia en carbónico argentina previeron fue que la figura del vice iría cobrando más importancia. Hasta, digamos, las primeras décadas del siglo XX, cuando el principal problema de la Argentina todavía era la unificación nacional y la política era un juego de poderes territoriales, las fórmulas presidenciales se definían en base a un delicado equilibrio interior-puerto. Lo mismo ocurría antes en Estados Unidos (norte-sur) y en Ecuador (sierra-costa) y Bolivia (altiplano-trópico), entre otros tantos ejemplos.
Con el tiempo, sin embargo, la forma de elegir al vice –y, por lo tanto, su perfil– fue cambiando. En los primeros años de la recuperación de la democracia, en pleno auge de la política de partidos, se buscaba un balance ya no territorial, sino al interior de las fuerzas políticas: por ejemplo, un referente del radicalismo conservador de Córdoba (Víctor Martínez) para secundar al líder de la UCR progresista (Raúl Alfonsín) o un peronista de centro (Italo Luder) con otro más cercano a la izquierda (Deolindo Bittel). Esta es la forma en la que los partidos orgánicos todavía eligen a sus candidatos.
Pero el peso de los partidos ha ido disminuyendo en simultáneo con el auge de la imagen, el creciente peso de los liderazgos de popularidad y el poder omnímodo de los medios. En este contexto, hoy las fórmulas se definen, cada vez más, con el objetivo de potenciar o complementar la imagen del presidente. Retomando los ejemplos del principio, la designación de Mesa, un periodista conocido por sus apariciones televisivas, buscaba acercar a la figura neoliberal de Sánchez de Lozada a los sectores progresistas, mientras que Palacio, un médico de prestigio que había sido ministro de Salud, ocupó su lugar porque su perfil serio y moderado complementaba bien al capitán golpista Gutiérrez. En Argentina, este criterio de balancear imágenes fue utilizado en el caso de Carlos Ruckauf, Chacho Alvarez y Daniel Scioli. Y en el de Cobos: aunque es cierto que Cristina lo eligió como parte de una alianza con un sector del radicalismo, esto no significa que sea el líder indiscutido de aquel sector, como demuestra la dispersión de los radicales K. Más bien, Cobos fue elegido por su condición de no pejotista, su imagen moderada y por sus antecedentes personales de gobernador exitoso.
El problema es el desfasaje entre popularidad y funciones. Mario D. Serrafero, uno de los pocos investigadores que se ha dedicado a estudiar el tema, explica este desajuste en El poder y su sombra. Los vicepresidentes (Editorial de Belgrano): el vice tiene pocas atribuciones institucionales, pero suele ser una figura de peso. Mi tesis, completando el análisis de Serrafero, es que la videopolítica agudiza esta distancia. Si se piensa bien, la campaña electoral marca su momento de mayor protagonismo y la elección, su instante de gloria. Luego su estrella se nubla. Si el presidente se encuentra en el poder, su única función institucional decisiva, su única –en definitiva– arma política, es la que utilizó Cobos ayer. Pero es un arma disminuida, al menos en circunstancias normales: puede desenfundarse sólo en caso de empate y su blanco está cantado a favor del oficialismo. Lo que nadie previó, cuando se redactaron las constituciones, era que mucho tiempo después aparecería un mendocino dispuesto a utilizarla, pero en el sentido contrario.
“Hemos elegido un camino irrenunciable”
Por Alejandra Dandan
Desde Resistencia
Cuando todo parecía haber acabado, volvió. Y dijo lo más importante: “Estoy acá para reencontrarnos y mirarnos sobre todo hombres y mujeres del pueblo, y saber al mirarnos a los ojos que jamás nos hemos traicionado, que siempre hemos elegido un camino que es irrenunciable: respetar los intereses de los que menos tienen y volver a hacer una correa de transmisión para volver a construir una Argentina integrada”. Dos minutos antes, un locutor daba por cerrado el acto oficial de inauguración de las obras de ampliación del aeropuerto internacional de Resistencia. Cristina Kirchner ya había hablado, pero no había dicho nada de lo que se esperaba que fuera a decir. Cuando todo terminó, entonces abandonó la sala vip del aeropuerto, cruzó la explanada de entrada y se enfrentó a los que la esperaban del otro lado de las vallas. Nunca pronunció el nombre del vicepresidente Julio Cobos, pero no hacía falta.
Eran las más de las 20 cuando se concretó la primera aparición pública de CFK después del debate en el Senado, luego del voto de Cobos que frenó la sanción del proyecto oficial de ley de retenciones. Hasta ese momento, CFK no había dicho nada, y a esa hora se esperaba todo.
Entonces habló de traición
Rápidamente sonaron los bombos. Y arrancó la marcha peronista. Esa mística casi religiosa que como un exorcismo parece liberarla del territorio enemigo para instalarla en otro lugar, ella dijo: “Ustedes saben, me encanta la marcha, pero –añadió– en esta tarea de representar los intereses de todos con nuestra doctrina, en esto no estamos nosotros. También me han acompañado otros de otros partidos y defeccionar unos que pertenecen al nuestro”. Por segunda vez, habló sin mencionar al vicepresidente y hubo silbidos. “Lo importante es comprobar que distintos argentinos y distintas historias y distintas identidades son capaces de unirse detrás de un proyecto común. Los que tal vez no hayan entendido lo que dijimos en octubre, bueno, alguna vez lo entenderán, algunos tardan más, esperemos que se den cuenta.”
A un día de la votación en el Senado, y del furioso debate con el campo por la ley de retenciones, Chaco parecía un escenario elegido. Es el paradigma del territorio arrasado con los niveles de pobreza más altos, con una deuda enorme con los pueblos originarios que mueren de hambre, tuberculosis y chagas en el Impenetrable y uno de los espacios en los que la carrera desenfrenada por la expansión de la frontera agrícola terminó envenenando los montes.
Si bien el acto tuvo ese final, había comenzado antes en el interior del aeropuerto remodelado de la provincia. La presencia de Cristina Kirchner se había anunciado aquí dos días antes de la elección en el Senado, pero ayer hasta último momento. nadie sabía si la Presidenta iba a subirse al avión.
Y de los agoreros
Sólo veinte minutos antes del aterrizaje, comenzó el desfile de los hombres del gabinete de Jorge Capitanich y de los diputados de la alianza política que formó en la provincia para ganarles a los radicales. De traje y corbata ingresaron al edificio, cerrado y preparado para lo que iba a ser el acto oficial. Se hizo adentro del aeropuerto, con el gobernador y la Presidenta a los que la gente que se había acercado sólo iba a poder vérselos desde una pantalla gigante instalada del lado de afuera. A esa especie de vip no pudo ingresar la intendenta de Resistencia, Aída Ayala, una radical que intentó acercarse caminando por la explanada pero fue corrida por los silbidos. Así estaba el clima. A la mesa chica se sumaron el gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, los ministros Julio de Vido y Florencio Randazzo y el presidente de Aeropuertos argentinos 2000, Eduardo Eurnekian.
La primera parte del discurso de Cristina Kirchner integró entre otros asuntos el aeropuerto, en el marco del comienzo del proceso “de recuperación”, se refirió al traspaso de Aerolíneas Argentinas a manos del Estado.
“Quiero confesarles algo –explicó–: nos hubiese gustado que esto no fuese así porque creemos en la gestión privada en materia de servicios públicos pero todos los argentinos del país federal hemos sufrido el deterioro permanente que dejó de lo que dejó de ser el servicio público que siempre debió ser”.
En ese mismo momento, también habló del campo, pero lo hizo tangencialmente como si deseara pasarlo por alto. Para hacerlo retomó unas palabras de Capitanich que sin nombrar a nadie habló de “los agoreros de siempre”, un sector que, en el marco del conflicto entre el Gobierno y las tropas rurales, se sitúa en un solo escenario. “Pese a todo, y ustedes saben de qué hablo cuando digo ‘pese a todo’, Argentina creció casi un 8 por ciento –dijo ella–, un desafío para cierta clase de agoreros y agentes económicos que creen que el país puede pertenecerle a unos pocos.”
A esa altura, Nelson Segovia y familia no sabían qué hacer con un enorme pingüino negro que levantaban en andas entre la multitud. Segovia se había tomado el trabajo de construir ese muñeco militante con cartapesta armada con masa hecha con cientos de papeles de diarios, pegados sobre un gran globo inflado. Con su familia y el pingüino se había subido a la tarde a uno de los micros que acercó a la gente hasta el aeropuerto, desde Makallé, un barrio ubicado a 40 kilómetros de esta parte del destierro. Después del final, el muñeco salió en andas arriba de su dueño, dispuesto a volver a casa. Y ya tarde, Segovia seguía contento.
“Está bien”, decía en medio de la ruta. “Ella dijo que si no lo entendió él, allá él, acá la que lo entendió es ella.”