domingo, 17 de agosto de 2008

FILOSOFÍA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE-12-J.P. Feinmann.-




Peronismo


José Pablo Feinmann


Filosofía política del Peronismo

Página/12


12 La distribución

del ingreso



Será adecuado llevar a primer plano

otra vez a nuestro criticado y, a la

vez, admirado Milcíades Peña. ¡Ah,

Milcíades, cuánto ha hecho por ti el

descalabro teórico de la Argentina!

No es que Milcíades no fuera bueno, pero no

parecía tan bueno en los sesenta. Cuestiones

como el nazismo de Perón ni merecían ser tratadas

para Peña. No, lo que él le criticaba al peronismo

era, por ejemplo, que no había cambiado

la estructura del poder de clases en la Argentina,

que el Segundo Plan Quinquenal respetaba la

propiedad privada capitalista, que en 1950 se suscribiera

un empréstito con el Export Import

Bank de Washington. Pero no perdía el tiempo

tratando de demostrar que Perón era nazi. Eran

tiempos en que el ensayo no se deterioraba por

los intereses electoralistas. Cuando analiza la consigna

“Alpargatas sí, libros no”, no exclama,

como los radicales, siempre acompañando al establishment

y a la oligarquía por ese gorilismo que

no pueden contener ni elaborar bien (hay quienes

sí lo han hecho, pocos), ¡ahí está la prueba de la

barbarie peronista, su odio a la cultura! Milcíades

dice que la consigna aludida buscaba, por parte

del peronismo, eludir consignas anticapitalistas o

antiimperialistas. Grave error: la principal consigna

del peronismo para las elecciones de 1946 es,

según nadie ignora, “Braden o Perón”, que, hasta

donde creo ver, es una consigna antiimperialista

de cabo a rabo. Pero dejemos eso. Peña dice que

en lugar de darles a los obreros consignas clasistas

se les da consignas de “odio al cajetilla y al pituco”.

De aquí deduce el origen de “Alpargatas sí,

libros no”. Y escribe algo formidable: “En verdad,

los profesionales de los libros y la política, experimentados

ex ministros y diputados, rectores de

universidades e intelectuales de nota, demostraron

que políticamente no valían el precio de una

alpargata” (Ibid., p. 87). El lema de la Unión

Democrática era batir al “naziperonismo”. Y

escribe Milcíades: “A los peones agrarios, que por

primera vez en la historia del país habían recibido

una serie de elementales mejoras económicas y

sociales, a los arrendatarios a quienes Perón prometía

darles la tierra en propiedad, se les ofrecía

como candidatos a los terratenientes de la Sociedad

Rural Argentina” (Ibid., p. 87).

¿FUE NAZI PERÓN?

Pero veamos la bendita cuestión del nazismo

peronista. Parece una bobada incurable. En mi

curso del año pasado invito, según es mi costumbre,

a los asistentes a dialogar conmigo a partir de

los últimos quince minutos de la exposición.

Todo iba bien hasta que (¡cuándo no!) aparece el

personaje inesperado. Yo ya había expuesto la

temática sobre el nazismo de Perón. Pero el fulano

se largó una perorata para terminar diciendo que

Perón era un nazi y que él y los del GOU mataron

a todos los sindicalistas socialistas que habrían

hecho una revolución en 1944. Le pregunté si era

la primera conferencia a la que asistía (yo ya llevaba

ocho) y dijo muy tranquilamente que sí. Bien,

es el típico tipo que vaya donde vaya, va para

hacerse oír él. Pero esto revela que hay todavía

cierto otariaje que impide pensar algo tan complejo,

tan difícil y delicado como el peronismo insistiendo

con el asunto del nazismo de Perón. Creo

que Sebreli también toma esos caminos –para

satisfacción del electorado radical y del buen señor

judío de clase media que se traga cualquier cuento

que le diga que alguien es antisemita– y no lo han

llevado a buen puerto. El gorilismo no es buen

consejero. Así se lo ha podido ver a Sebreli con

López Murphy o con Carrió. O sea, la cosa es así:

díganme dónde está el peronismo así yo me pongo

en la vereda de enfrente, aunque esté, pese a definirme

como “hombre de izquierda” o “filósofo de

tradición existencialista y marxista”, junto a José

Claudio Escribano o Massot o la siempre combativa

Lilita o la Sociedad Rural y la UIA. Milcíades

no era así. Milcíades pensaba. Escribía: “Por otra

parte (viene hablando de las acusaciones sobre

“nazismo” que los “aliadófilos” de los cuarenta le

hacían a Perón), era falso de raíz llamar ‘nazi’ al

peronismo. El nazismo es la guerra civil de la

pequeña burguesía dirigida por el gran capital

contra la clase obrera. Perón se apoyaba en la clase

obrera contra el gran capital y la pequeña burguesía”

(Ibid., pp. 87/88). Si se lo busca llamar “nazi”

por su indudable política autoritaria, Peña dirá:

“El bonapartismo peronista tendía al totalitarismo,

pero no llegaba a serlo. Era un semitotalitarismo.

Perón centralizó fuertemente el poder en sus

manos, eliminó a los competidores políticos, los

sometió a un control severo y los redujo a una

mínima expresión mediante el uso intensivo del

aparato represivo. Pero no los eliminó completamente

de la escena política (...) La oposición estuvo

controlada y sojuzgada por los órganos del

poder estatal, pero existió, sin embargo, y pudo

actuar. Al lado del Estado peronista, al lado del

grupo que detentaba el monopolio del poder y de

la administración, existían los elementos de una

sociedad legal. Pese a sus intentos en tal sentido, el

peronismo estuvo inmensamente lejos de alcanzar

la estructura totalitaria, que hace desaparecer a la

oposición entre el Estado y la sociedad y realiza el

ideal de un gobierno que no conoce ninguna limitación”

(Ibid., p. 107).

Vamos a aclarar este punto: ¿era nazi Perón

como insisten en decir muchos gorilas de tercera o

cuarta línea? Perón visitó la Italia de Mussolini, es

probable que haya estado un tiempo en el Reich

de Hitler antes de la guerra. Pero, ¿dónde se

habría expresado esto una vez que llegó al poder?

Sin duda, en la estructura autoritaria de su gobierno,

que comparada con el nazismo era Suiza o

Bélgica. Los muertos del peronismo incluyen al

doctor Ingalinella. Que se torturó, se torturó.

Pero los torturadores del peronismo son célebres.

No fueron tantos. Todo esto, comparado con la

“libertad” y la “democracia”, es poco, es realmente

escaso y sobre todo teniendo en cuanta el desarrollo

propagandístico que se le dio. Volvamos a lo

del nazismo. Cierta vez, haciendo zapping, paso

por un canal y veo a un tipo joven, muy serio, que

dice con seguridad absoluta y hasta algo de irritación:

“Nunca en Estados Unidos entró un nazi en

la Casa Blanca”. O sea, lo que venía de decir el

personaje es que Perón había recibido nazis en la

Casa Rosada. Puede ser. Aquí llegaron nazis a

montones. Fueron todos los que después manejaron

los campos de concentración que armó Perón.

Ah, ¿no hubo campos de concentración? Claro, sí

los hubo bajo el gobierno de Videla, apoyado por

todo el establishment antiperonista que luchó gloriosamente

durante los días de la Libertadora. “Sé

que en aquellas albas de septiembre (...) lo hemos

sentido” escribió Georgie en Sur, refiriéndose a

Sarmiento. ¡Qué emoción intransferible, Georgie

Borges! ¿Así que usted sintió a Sarmiento el 16 de

septiembre de 1955? Las clases populares sintieron

que las cosas se les venían muy duras de ahí en

adelante. María Seoane me contó una anécdota.

Creo que era así: cae Perón y su padre se le acerca.

Se le acerca y le dice: “Cayó Perón, hija. Los

pobres estamos jodidos”. Pero no nos desperdiguemos.

Estoy con este personaje al que veo en un

canal de la tele y dice eso: que nunca entró un

nazi en la Casa Blanca. Este personaje, del que lo

único que sé es que vive dedicado a demostrar que

todos los nazis del mundo vinieron a la Argentina

traídos por el GOU y por Perón, se llama Uki

Goñi, que, para mí, da nombre de esquimal. De

raro que es, digo. Veamos: Perón fue milico a

morir. Le gustaba usar esas capas largas ultramilitares,

fue autoritario, buscó edificar una doctrina,

se hizo llamar líder, silenció a la oposición. De

acuerdo. Pero el elemento fundamental de nazismo,

su biologismo racista, estuvo por completo

ausente de la ratio peronista. Alfred Rosenberg, en

El mito del siglo XX, escribe que Francia es un atolón

de África manejado por judíos. Perón, por el

contrario, dio reconocimiento a la única raza (por

decirlo así, yo no creo en las cuestiones “raciales”)

denegada en la Argentina. Los postergados eran

los “negros”. La oligarquía los odiaba, así como a

los judíos. Sería aliadófila, pero era antisemita y

maldecía a la negrada, de donde extraía sus “sirvientas”

tucumanas o santiagueñas. Esa cuestión

del “aliadofismo” es un cuento chino. Todo el

bloque occidental era aliadófilo. Victoria Ocampo

era tan aliadófila como el senador McCarthy.

Estaban en favor de la “democracia occidental”

contra el fascismo de Hitler y Mussolini. Por

supuesto, defendían sus intereses. No querían que

Hitler se comiera el mundo. Después, la democracia

se les acababa. Les aparecía el odio de clase y el

furibundo anticomunismo. Los “aliadófilos”,

siguiendo a Estados Unidos, reemplazan su “aliadofismo”

por el rencoroso, brutal anticomunismo.

McCarthy lo demuestra en Estados Unidos. Se

sabe: Patton quería seguir la guerra y no detenerse

hasta llegar a Moscú, incorporando a lo mejor de

los batallones SS. Se sabe: no era necesario tirar las

bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. Lo ha dicho

el hiperhalcón Curtis LeMay: él hacía vuelos

rasantes todas las noches por las ciudades japonesas

y las incendiaba. Morían cien mil (leyeron

bien: cien mil) civiles por día. Curtis LeMay es

quien dice que no era necesario tirar las bombas.

Que él arrasaba con todo Japón en menos de un

mes. Pero las bombas se tiraron contra el nuevo

enemigo: contra la Unión Soviética, buscando

amedrentarla. Los rusos, como respuesta, hicieron

sus bombas y empezó la maldita Guerra Fría,

cuyos lugares calientes estuvieron en el Tercer

Mundo, en Corea, en Vietnam, en América latina

por medio de las feroces dictaduras como la de

Videla, instruida y avalada por el señor Henry

Kissinger, criminal de guerra y Premio Nobel de

la Paz simultáneamente. Aquí, fue por completo

coherente que la “aliadófila” revista Sur se volviera

macartista, con su musa Victoria Ocampo a la

cabeza, y castigara a José Bianco por viajar a

Cuba, ese país comunista. Victoria Ocampo

entraría en 1977 en la Academia Argentina de

Letras. Las Madres de Plaza de Mayo ya hacían

sus rondas. Pero ella habló del feminismo. Qué

valentía: hablar del feminismo. Pero ni mencionó

a las Madres. Ahí estaba el feminismo pidiendo

por la vida de sus hijos. Mas Victoria clamó por el

feminismo de Virginia Woolf, no por el de esas

madres que habían parido subversivos. (Guillermo

Saccomanno es quien me ha instruido en este

tema, que maneja muy bien y es parte, creo, de su

próxima novela, 77, que será, qué duda cabe,

potente y muy buena.)

LA INCREÍBLE HISTORIA

DE WERNHER VON BRAUN:

DE LAS SS A PONER AL

HOMBRE EN LA LUNA

Queda claro, supongo: Perón trajo a cuanto

nazi quiera Uki, pero no les dio poder. No condicionaron

su ideología ni actuaron en la sociedad

argentina. Salvo si uds. dicen que ellos hicieron

autoritario a Perón (¡como si Perón lo necesitara!)

y que hay en la ideología peronista (en la idea de

la “comunidad organizada”, como se suele decir)

algo de nazismo. Pavadas. En cambio, señores, los

norteamericanos, quienes acaso no hayan llevado

II

nazis a la Casa Blanca, sin duda los llevaron al

Pentágono y les dieron enorme poder. Todos han

visto o debieran ver esa formidable película de

Stanley Kubrick que lleva por título Dr. Strangelove.

Llamada por aquí Doctor Insólito o Cómo

aprendí a no preocuparme y amar la bomba. Film

de 1964, presenta a un científico en una silla de

ruedas que sostiene todo el tiempo su brazo derecho

con su brazo izquierdo. Siempre que el brazo

derecho se le escapa hace el saludo nazi y el Dr.

Strangelove exclama: “Heil Hitler!”. El éxito del

film de Kubrick tapó injusta y tristemente otras

dos formidables películas. Una es Fail Safe, también

de 1964, dirigida por Sidney Lumet e interpretada

por Henry Fonda. Y la otra es más conocida

por aparecer habitualmente por las pantallas

de televisión, por cable o por aire, desde hace

varios años. Es The Bedford Incident (ridículamente

traducida como Al borde del abismo, que es la

traducción del célebre film de Hawks con Bogart

y Bacall). El film es de 1965. Es la historia de un

paranoico halcón norteamericano que comanda

una destroyer con carga atómica. Se larga a perseguir

a un submarino ruso en aguas de Groenlandia.

Todo termina en un desastre. Pero el detalle

es éste: el asesor del macartista, paranoico y casi

demente conductor de la nave (Richard Widmark)

es un nazi. Sí, tal cual. Esto habla bien del

cine norteamericano. No necesitan que vaya Uki

Goñi a decirles que pusieron a nazis en puestos

importantes. No, ellos solitos se dan cuenta y

hacen muy buenas películas sobre el tema. Lo

notable del film es que el nazi (Eric Portman) termina

siendo más sensato que el Capitán Widmark,

quien acaba por hacer volar todo y presumiblemente

desata una Tercera Guerra Mundial.

Estas tres películas forman un corpus sobre la

Guerra Fría de alto valor cinematográfico. Pero

hay algo peor. ¿No entraron nazis a la Casa Blanca?

¡Por favor! Los yankis fueron mucho más vivos

que Perón. Si Perón se mandó ese papelón con su

sabio nuclear Ronald Richter, los yankis se importaron

al más brillante científico nazi, al tipo que

casi le hace ganar la guerra a Hitler. Nada menos

que a Wernher Magnus Maximilian Freherr von

Braun. O más sencillamente: Wernher von

Braun. Con respecto al tan sonado affaire Ronald

Richter, a quien Perón importó para que le hiciera

la bomba atómica y el tipo resultó siendo un fiasco,

cosa que el gorilismo explotó hasta niveles

extremos, recuerdo a un militante de la JP que

decía perplejo: “No entiendo. Se equivocó, ¿y qué

hay? ¿Qué quieren demostrar? ¿Que Perón era

boludo?”. Impecable razonamiento. Porque o

Perón era el demoníaco nazi que hundió a la

democracia argentina o frenó a la revolución

social que ya estallaba en el ’45 o era un boludo

porque había traído a Richter. Las pavadas del

chiquitaje gorila son asombrosas. Sí, Richter era

un tarado recalcitrante. Sí, Perón se comió un

buzón. ¿Y? Perón habrá sido muchas cosas: un

político sagaz, maquiavélico, pragmático, un tipo

de corazón frío, un tipo del que nunca sabremos

si quiso o no verdaderamente a alguien, ni siquiera

a Evita, un tipo al que con todas esas características

no precisamente maravillosas le alcanzó para

ser el caudillo de masas más poderoso de la Argentina

y para crear un partido que hoy, aunque afortunadamente

descafeinado, todavía gobierna.

Pero, ¿un boludo? No, la acusación se revierte

contra quienes pretenden demostrar eso basándose

en el affaire Ronald Richter. Esos, de boludos,

todo. Volvamos a Wernher von Braun. Por decirlo

rápido: es el tipo que le inventó a Hitler las bombas

V2 con las que asoló la ciudad de Londres y es, al

mismo tiempo, el tipo que les puso a los yankis al

hombre en la Luna.

De a poco. Veamos: Wernher von Braun nace

en Alemania en marzo de 1912. Siempre le apasiona

la cohetería espacial. Es eso que los yankis

llaman un rocket scientist. Un científico de aparatos

a reacción. Entra, de joven, en las filas de las

SS. Se enrola luego en el Ejército Alemán. Quiere

desarrollar misiles balísticos. Entró en las SS, aclaro,

antes de que Hitler llegara al poder. Trabajando

para las SS obtuvo un doctorado en ingeniería

aeroespacial. ¡Miren a las SS! Y todo el mundo

sólo se fija en que montaron campos de concentración

y mataron a seis millones de judíos. Pues

no: también le permitieron obtener a Von Braun

un doctorado en ingeniería espacial. Que se sepa,

acaso el mundo lo ignore o lo haya olvidado.

Sigue su carrera brillante Herr von Braun. El alto

mando alemán le encarga la elaboración de un

cohete capaz de atacar territorio enemigo. Wernher

von Braun, indignado, huye de Alemania y se

refugia en la patria de la libertad y la democracia,

Estados Unidos, donde... No, no es así. Wernher

se queda en Alemania, como buen nazi que era.

Wernher von Braun diseña los modelos A3 y A4

que entusiasman al Führer. Hitler le ordena la

producción masiva de los mismos. Wernher les

pone el nombre de V2. Hitler, con ellos, se dispone

bombardear a Londres. No es sencillo construir

masivamente los V2. Werhner von Braun

reclama entonces más contingente humano. Y

emplea obreros-esclavos que le son enviados de los

campos de concentración y exterminio, algo que

Werhner, siempre concentrado en lo suyo, ignora

por completo. De lo contrario, humanitariamente

se habría opuesto. ¡El tipo era un miserable! Hacia

el fin de la guerra se habían arrojado 1155 bombas

V2 contra Inglaterra y 1625 contra Amberes y

otros objetivos del continente. No hay experto

militar que ignore un hecho fundamental: si Von

Braun hubiera empezado antes la producción en

masa de las bombas V2, Alemania habría ganado

la guerra. Los aliados bombardearon los laboratorios

de Peenemünde, donde trabajaba Von Braun

con sus obreros-esclavos, pero no mataron a Von

Braun, que ya se había ido en busca de los yankis.

Mataron a todos los que hacían trabajo esclavo.

Wernher, entre tanto, iba en busca de la libertad.

Los norteamericanos habían organizado la operación

Paperclip destinada a capturar científicos alemanes

y ubicarlos bajo su dirección. Wernher von

Braun se entrega junto con otros quinientos científicos

de su equipo. Los rusos se lo pierden. También

lo quería para su equipo Sergei Korolov. A

papá Stalin también le importaba un reverendo

rábano que Wernher hubiera sido SS, que haya

utilizado obreros-esclavos de los campos de concentración,

que sus bombas V2 hayan arrasado

buena parte de Europa, nada. Lo quería para él.

La guerra que se iniciaba era otra y los cerebros

alemanes eran muy codiciados. Ni hablemos de lo

que Alemania misma hizo con los nazis, a los que

integró masivamente a su resurrección. Pero sigamos

con Wernher. Falta lo mejor. Lo más espectacular.

¡Es tanto lo que el mundo y todos nosotros

le debemos! Wernher se hace ciudadano norteamericano.

Algo que ocurre el 14 de abril de

1955. Es un héroe. Su cohete V2 es la base de

toda la cohetería que desarrollan los rusos y los

yankis en la carrera espacial. En 1960, encontramos

a Wernher en la NASA. Se le encomienda la

construcción de los gigantescos cohetes Saturno.

Pero antes, en la década del ’50, Wernher ya era

muy conocido por sus artículos en la publicación

semanal Cullier, la más importante de ese

momento. Y aquí viene el dulce “toque” Disney:

Wernher participa en tres programas de televisión

divulgando temas de exploración espacial. Patrocina

la Walt Disney Corporation. No sean amargos:

¿no es esto conmovedor? El SS y Mickey

Mouse juntos, dejando atrás sus diferencias, acaso

mínimas, y divulgando la ciencia de la cohetería

para los niñitos americanos. Aún, dije, falta lo

mejor. Wernher tiene en sus manos la fabricación

de los cohetes Saturno. Se convierte entonces en

el director del Centro de Vuelo Espacial Marshall

de la NASA. Diseña, así, el Saturno V. Que el

tipo era un genio, lo era. Que había sido un SS,

también. Que había reventado a bombazos a los

ingleses y a los belgas y a otros países, también.

Que había utilizado obreros extraídos de los campos

de concentración y exterminio, también. Pero

eso, ¿qué importaba? ¿Qué podía importar si

Wernher von Braun, durante los años 1969 y

1972, con el cohete Saturno V... ¡lleva al Hombre

a la Luna! Caramba, lo que es la historia humana.

El hombre llegó a la Luna de la mano de un SS.

¿Recuerdan ustedes esas jornadas maravillosas de

1969? Yo sí, porque soy un veterano y serlo tiene

sus grandes ventajas. A veces sentís que la Historia

se te entrega en totalidad y la podés ver desde un

lado que siempre se te negó, porque, sencillamente,

eras joven. Es cierto, estás más cerca de la

Parca, estirás la pata en cualquier momento, pero

disfrutás de la posibilidad de un saber más añejo,

más totalizador. Bien, se acabó el interregno sentimental.

Wernher nos sigue reclamando. Las jornadas

de 1969, decía. Fueron así: el mundo entero

estaba fascinado por una conquista, no de los

norteamericanos, sino del Hombre. Era el Hombre

el que había llegado a la Luna. Igual, los yankis

clavaron ahí su banderita, alevosamente.

Todos miraban la tele. Todos exclamaron extasiados

cuando ese Armstrong dio unos saltitos en el

suelo ceniciento del planeta de los enamorados.

Aquí manejaban la transmisión de TV Mónica

Mihanovich, creo que así se llamaba en ese entonces,

y el más que agradable Andrés Percivale. De

pronto, ¡aparece Nixon! ¡Y se pone a hablar con

Armstrong! Increíble: el hombre habla desde la

III

Tierra con el hombre que está en la Luna.

Durante esos días, Nixon había ordenado un

ataque masivo de sus poderosos bombarderos

B52 sobre Vietnam del Norte para terminar de

una buena vez con esa maldita guerra que no

podían ganar y les arruinaba esta fiesta espacial.

También durante esos días se hace el Cordobazo

en la Argentina. Pero es el mundo el que festeja.

¡Hemos llegado a la Luna! Se ha cumplido el

sueño de Herbert George Wells, ese visionario.

El film de Georges Méliès es realidad. El Hombre,

así, con mayúscula, ha escrito una de las

páginas fundamentales de su Historia. Todo

gracias a Wernher. Que ya sabemos quién había

sido. Amigo de Hitler, pudo haberlo llevado a

ganar la guerra si disponía de un poco más de

tiempo. En ese caso, habría sido el bueno de

Adolf quien hablara con algún Armstrong alemán,

y bien nazi, sobre la gran hazaña del género

humano. ¡Y el nazi era Perón!

LA FAMOSA VISITA

DE MILTON EISENHOWER

Que entraron nazis en cantidad es imposible

negarlo. Perón les abrió las puertas. Creía que le

traerían materia gris. Tenía, posiblemente, simpatía

por alguno de ellos. O no, no sé. Piedad,

de ninguna manera. No sé si Perón conoció un

sentimiento tan delicado, tan cristiano como el

de la piedad, el de la compasión. Sentimientos

odiados por Nietzsche. (Cualquiera que lea el

primer libro de La genealogía de la moral podrá

comprobarlo. Nietzsche detestaba los valores

sacerdotales. Muy especialmente el ideal ascético

de la vida.) Pero, sobre todo, Perón les habrá

sacado mucho dinero. Hay, sin embargo, algo

definitivo: ninguno de los nazis que vino influyeron

en la política obrerista de Perón. Perón no

fue en absoluto antisemita. Borlenghi era judío.

Reconoció en seguida al Estado de Israel. Persiguió

al catolicismo, no al judaísmo. Y su autoritarismo

ni puede (remotamente) compararse

con el autoritarismo nazi. De modo que terminen

con este cuento porque –para entender el

peronismo– no sirve para nada, estorba y confunde.

Ahora, para propaganda radical electoralista,

funciona. Estados Unidos es el gran impulsor

de la teoría del nazismo peronista. Braden la

inició empujado por los partidos de la Unión

Democrática, desde los conservadores hasta los

socialistas. Y Braden tenía sus motivos para

odiar a Perón. Cuando asume como embajador

le lleva un pliego de condiciones. Más o menos

como José Claudio Escribano con Kirchner.

Braden le dice: “Si usted cumple con todo esto,

será muy bien considerado en mi país”. Y Perón,

célebremente, le contesta: “Vea, no quiero ser

bien considerado en su país al precio de ser un

hijo de puta en el mío”. Tal cual, brillante. Braden

se va tan furioso que olvida su sombrero.

Un ordenanza se lo alcanza cuando está por

subirse al auto de su embajada. Ese sombrero es

un legítimo trofeo que Perón conquista en sus

enfrentamientos con el imperialismo.

Wernher von Braun habría de morir en junio

de 1976. De cáncer. No logró inventar una

bomba contra esa maldita enfermedad. Pero, en

el colmo de los colmos, “América” haría una

película laudatoria sobre él. Se llamó I aim the

stars, algo así como Yo apunto a las estrellas.

Aquí se estrenó bajo el título de Mi meta son las

estrellas. Very touching. La dirigió un distinguido

director: J. Lee Thompson, quien habría de

dirigir ese peliculón que sería Los cañones de

Navarone (The Guns of Navarone, 1967, 157

minutos), con Gregory Peck, David Niven,

Anthony Quinn, la italiana Gia Scala, la trágica

griega Irene Papas, los notables actores ingleses

Anthony Quayle, Stanley Baker y Richard

Harris, a quien todos conocen, espero. Bien,

este formidable director dirigió a Curd Jurgens,

un actor de moda en esa década del cincuenta,

que haría La posada de la sexta felicidad junto a

Ingrid Bergman, El zorro del mar junto a Robert

Mitchum y Lord Jim, junto a Peter O’Toole.

Entre muchas otras. No le faltó nada a Wernher

von Braun. Estados Unidos le dio todo. También

la Unión Soviética se llevó miles de científicos

alemanes. ¿A qué jugamos, Uki?

Como vemos, vamos despejando las interpretaciones

bobas del peronismo. Son las más

difundidas. Una vez aclarado que Perón no fue

nazi, nos concentraremos en otros pecados del

peronismo. Vino, en efecto, Milton Eisenhower.

Pero no vino sólo a la Argentina. ¡Ni vino a rendirse

según el supremo disparate de Hernández

Arregui! Hizo una gira por toda América latina

que pensaba hacer su hermano Dwight, quien

había sido el comandante general supremo de

las fuerzas aliadas que desembarcaron en Normandía.

Dwight asume en noviembre de 1952

como Presidente republicano. Sabemos que los

republicanos representaban más que los demócratas

el despiadado poder de Wall Street y de

las grandes corporaciones. La lucha era, para

ellos, “Free World and Communism”. Comienzan

las actividades del turbio senador Joseph

McCarthy. El 1º de noviembre de 1952, días

antes de asumir Eisenhower, Estados Unidos, a

las siete de la mañana, detona en el atolón de

Eniwetok, en las islas Marshall, Océano Pacífico,

la primera bomba de hidrógeno, con diez

megatoneladas y media. Seiscientas veces más

poderosa que las que destruyeron Hiroshima y

Nagasaki (Fuente: Luiz Alberto Moniz Bandeira,

La formación del Imperio Americano, Grupo

Editorial Norma. Libro de lectura imprescindible

para entender nuestro país y el entero

mundo). Milton es enviado por Dwight para

una visita de “inspección” por América latina.

Perón escribe en Democracia, bajo su seudónimo

“Descartes”, un texto laudatorio. Toda la

izquierda se indigna. Sin embargo, Perón sabía

más que todos juntos quién venía a visitarlo:

Dwight Eisenhower, Joseph McCarthy, Curtis

LeMay, siniestro halcón del Pentágono, que

mataba cien mil civiles japonés con sus aviones

incendiarios y dijo que si lo dejaban seguir a él

unos días más no serían necesarias las bombas

sobre Hiroshima y Nagasaki, y, por fin, también

visita a Perón el poder nuclear de Estados Unidos.

Esa bomba de hidrógeno, de diez megatoneladas

y media.

Como vemos, la visita de Milton Eisenhower

no fue la de un amable embajador que venía en

visita de buena voluntad. Ahí, en 1953, Perón

sanciona una ley de inversiones extranjeras que

asegura un trato favorable al capital internacional.

Vimos que Juan Carlos Esteban lo niega.

Veremos que Milcíades Peña lo condena.

LA CLASE OBRERA PERONISTA

SUPERA EL 50% EN LA DISTRIBUCIÓN

DE LA RENTA

En cuanto a Peña, escribe dos frases definitivamente

equivocadas. Lo eran porque ni Perón

ni nadie podía llevarlas a cabo. “El peronismo

(dice) no modificó la estructura tradicional del

país, es decir las relaciones de propiedad y la distribución

del poder existentes (Ibid., p. 96). Y

también condena a los planes quinquenales porque

su punto de partida “era la propiedad privada

capitalista” (Ibid., p. 98). Desde este punto

de vista, todo lo que hizo el peronismo en beneficio

de los necesitados, de los peones de estancia,

de los obreros era nada. Peña pensaba como

un marxista de los sesenta y pensaba en la Revolución

Cubana. En suma, le pedía a Perón, en

los cuarenta, ser el Fidel Castro de 1959. Imposible

petición, exagerada, ajena a todo contexto

histórico, a toda relación de fuerzas. Cuando, en

mi curso sobre peronismo, leí el resumen que

hace Milcíades de la “revolución peronista”, el

auditorio estalló en una carcajada. Veían, desde

el presente, desde este presente oprobioso para

los humillados, los excluidos, los marginados,

los condenados a la prostitución, a la delincuencia

o al trabajo esclavo, las exigencias de un marxista

que escribía desde los sesenta, desde la post

Revolución Cubana. Porque el texto final de

Milcíades es el siguiente: “Sindicalización masiva

e integral del proletariado fabril y de los trabajadores

asalariados en general. Democratización

de las relaciones obrero-patronales en los

sitios de trabajo y en las tratativas ante el Estado.

Treinta y tres por ciento de aumento en la

participación de los asalariados en el ingreso

nacional. A eso se redujo toda la ‘revolución

peronista’” (Ibid., p. 130). ¿Treinta y tres por

ciento de aumento en la participación de los asalariados

en el ingreso nacional? Milcíades, hoy,

eso, sería más que el Palacio de Invierno.

Sumados al porcentaje que ya penosamente

tenía la clase obrera, obtendríamos que, con el

primer peronismo, el ingreso de los trabajadores

en el ingreso nacional superó el cincuenta por

ciento. Nunca en su historia, ni remotamente,

los pobres tuvieron tanto. Si, como decía

Perón, la víscera más sensible del hombre es el

bolsillo, no cabe duda de que esa sensible víscera

fue muy bien tratada a partir de febrero de

1946. Y muy maltratada a partir de entonces,

por los “libertadores” y los que luego vinieron.

Hasta llegar al colmo con el peronismo de

Menem, que los expulsó del sistema de producción

hacia el barro de la indignidad, condenándolos

a ser delincuentes o mendigos. Desde

entonces, hasta los tímidos intentos del gobierno

de Kirchner por redistribuir la riqueza, sólo

se ha pensado en solucionar ese problema por

medio de la represión, y así lo exigen las clases

sociales incluidas en el sistema, las medias y las

altas. Buenos Aires, según se sabe, es una sociedad

opulenta, y el resto del país un territorio de

desposeídos ante quienes los satisfechos porteños

piden, votando al señor Macri, por ejemplo,

seguridad, es decir, represión. Represión y

no inclusión, ni educación, ni trabajo con salarios

dignos, no asistencialistas. Buenos Aires,

que siempre quiso ser la París de América latina,

lo será con más similitud que nunca cuando

los marginados, los excluidos, los escupitados

por el sistema de concentración de la riqueza se

arrojen sobre la ciudad opulenta como los

musulmanes de París se han arrojado, salvajemente,

quemando todo con su furia, sobre la

Ciudad Luz. Entonces la población capitalina

clamará por un Sarkozy o, de acuerdo con las

modalidades nacionales acostumbradas a pedir

medidas extremas cuando tienen mucho miedo,

un Le Pen. De la sagacidad de Cristina F, de

quien hemos, recuérdese, tomado muy en serio

su brillante discurso de asunción, sea acaso

posible esperar que el país no se desbarranque

por ese abismo. El problema desesperante de la

pobreza se agudiza en un país que tuvo la experiencia

del bienestar, de “los años felices”. Un

país en que los pobres superaron el cincuenta

por ciento de la renta nacional. Aunque haya

pasado mucho tiempo, ese recuerdo en alguna

parte todavía está y alimenta la indignación, la

conciencia de la ignominia. Pese a que la TV

basura, los caños, las mujeres objeto, las mujeres-

culo y el lumpenaje radial trabaje para adormecer,

para idiotizar el surgimiento de ese

reclamo por el decoro, la integridad moral de la

vida, por lo mejor que un gobierno peronista

–de acuerdo con su más genuina tradición– les

pueda dar a los pobres: trabajo digno, vivienda

digna, educación digna. Derechos humanos

básicos. Porque juzgar a los represores del genocidio

está muy bien, y si lo está es porque ese

genocidio se hizo para implantar este sistema de

injusticia estructural. Pero los derechos humanos

deben contemplar también las penurias de

los hombres y las mujeres de hoy. Si alguien se

considera peronista, debe saber que el peronismo

todavía sigue vigente, no por una obstinación

irracional del primitivismo de los pobres,

sino porque, bajo ese peronismo de los albores,

la renta, formidablemente, superó ese 50 por

ciento en favor de los relegados de siempre.

Qué bien parado salió Perón en estas temáticas,

¿no? Si alguien se siente incómodo, en principio

que se aguante. (Uno es educado y no dice

otra cosa. Que se joda, por ejemplo.) Sin embargo,

ya lo veremos al general con sus agachadas

bien expuestas. No se puede decir, por otra

parte, que no hayamos señalado un montón

hasta aquí. Era frío, fue distante con Evita

durante su muerte, fue excesiva, innecesariamente

agresivo con la Juventud Peronista y bajo

su mirada aquiescente López Rega, Villar y

Osinde organizaron todo el aparato de la Triple

A. No obstante, sea lo que haya sido Perón

(cuesta, por otra parte, encontrar políticos “intachables”),

siempre quedará eso a su favor. Dos

cosas fundamentales: fue el que más irritó, incomodó,

metió su más duro y grueso dedo en el

trasero de la oligarquía. Y fue el que más les dio

a los pobres. Que por eso lo recuerdan como a

su querido “general”. Y al que no le guste, que

haga algo mejor. Se agradecerá.