domingo, 17 de agosto de 2008

FILOSOFÍA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE-13 - P. Feinmann.-












Peronismo


José Pablo Feinmann


Filosofía política del Peronismo


Página/12


13 Discépolo y el peronismo





Era un poeta de excepcional talento.

Era un tipo frágil, con un sentido trágico

de la existencia. Se podría decir

que era un pesimista, pero un escritor

que escribe, aunque escriba acerca de

la falta absoluta de sentido de todo lo que existe,

aunque sienta que Dios es una ausencia y que el

amor se ahogó en la sopa, no es pesimista. Si lo

fuera, no escribiría. No escriben los desesperados.

Escriben los que creen en decirles a los demás las

cosas en que creen, lo que les pasa, sus desengaños,

o hacerles saber que todavía hay hendijas por las

que se filtra una alegría inesperada, sorpresiva, que

da aliento y permite seguir. Una hendija como esas

por las que Benjamin decía que el Mesías se hacía

sentir en la Historia, que no vendría al final, sino

que estaba siempre, que entraba por los quiebres,

por esos quiebres que impedían la linealidad de la

historia, pero abrían la posibilidad del mesianismo,

esos tipos, en suma, no son pesimistas. Creen en

algo poderoso. Creen en el arte para el que están

dotados. Nuestro poeta era sí. Además, dominaba

como pocos el arte de la palabra, hablaba y seducía,

hablar era un don con el que encandilaba, con el

que encantaba, hablaba rápido, se le atropellaban

las palabras, las ideas, pese a la velocidad de su

habla, eran más veloces, sólo su gestualidad lograba

el empate, entre sus palabras y los malabarismos de

sus manos se hacía entender, comunicaba el volcán

que él era, porque era eso: un flaco volcánico, un

torbellino que duró poco, que se quemó pronto,

que se creyó fuerte, puso la cabeza y, en un tiempo

de odios extremos, se la cortaron.

No tiene prestigio académico por dos cuestiones:

escribió tangos y se hizo peronista. En el Diccionario

de autores latinoamericanos de César Aira,

se mete por la ventana en el apartado que corresponde

a su hermano, Armando. Sé que Aira admira

a Alejandra Pizarnik, yo también la admiro. Y

creo que su talento no era superior al del autor de

Quevachaché. Era distinto. No sé si el peronismo se

merecía semejante poeta, aunque también lo tuvo

a Manzi. Pero él, en el mediodía de su esperanza,

se hizo peronista, y peronista militante, porque

agarró la radio y empezó a desparramar sarcasmos,

ironías, un humor corrosivo, que hería demasiado

y más todavía en una época de esas que suelen llamarse

“electorales”, donde todo se pone al fuego,

cada palabra bien puesta es un voto. Se trata de

Enrique Santos Discépolo. Confieso que hay poemas

de este vate popular que admiro hasta la envidia.

Que, al leerlos por primera vez, siendo muy

jovencito, me quitaron la respiración. Que la certeza

del paso de los años, de la decadencia incontenible

y la cercanía de la muerte, la encontré antes en

Discépolo que en cualquier filósofo que haya estudiado

hasta cierta altura de la carrera en Viamonte

430, donde, según una dedicatoria de Ernesto

Laclau, si no recuerdo mal, “empezó todo”.

FIERA VENGANZA

LA DEL TIEMPO

Tal vez deba aclarar que meternos con Discépolo

es una tarea imprescindible en un estudio sobre el

peronismo. Porque habrá que ver cómo este vate

sombrío, este cantor de los más terribles desengaños,

este poeta del fango del arrabal, se enamoró del

portland de las casitas peronistas, de los días soleados

que el movimiento reclamaba como propios

(“un día peronista”) y del “chamamé de la buena

digestión”. Ni Discépolo fue Heidegger, ni Perón

fue Hitler. Pero no puedo evitar la comparación. El

sombrío Heidegger de Ser y tiempo, el filósofo de la

República de Weimar, encuentra en el nacionalsocialismo

la solución del problema entre el hombre y

la técnica, que la Modernidad había inaugurado con

Descartes. También encuentra su día sin nubes.

Hay una esperanza y él habrá de adherir a ella. No

hace mucho, un serio, profundo pensador argentino

me decía que Heidegger había sido sólo “otro boludo”

que se había prendido a uno de esos tentadores

tranvías de la historia. Fue su ruina. O, al menos,

sus adherentes tienen que vivir defendiéndolo. Discépolo

también se prendió a “uno de esos tentadores

tranvías de la historia”. Más cómodo le habría sido

seguir hablando de los amores imposibles, de las

manos que no se extienden, de los que ven que a su

lado se prueban las pilchas que está por dejar. Se

permitió la exaltación, la vehemencia, la alegría.

Acompañó la alegría del pueblo pobre. Es una de las

caras más fascinantes de la gran novela peronista.

Esta noche me emborracho (1928) plantea el paso

del tiempo como destrucción de los sueños. Y el

tiempo como camino ineludible hacia la muerte a

través de la decadencia física, que expresa también la

muerte del amor. El tipo ve a su “dulce metedura”,

a la mujer que lo volvió loco diez años atrás, salir de

un cabaret. La ve hecha “un cascajo”. Un cascajo,

para mayor desdicha, patético, ridículo. La ve

“chueca, vestida de pebeta, teñida y coqueteando su

desnudez”. La ve como “un gallo desplumao”. La ve

con “el cuero picoteao”. Raja “pa’no llorar”. Recuerda

las cosas que hizo por ella. Porque ella era hermosa.

Lo era diez años atrás. El tipo se “chifló por

su belleza”. Entra, entonces, el tema recurrente de la

madre. La máxima deshonra es haberle quitado “el

pan a la vieja”. Aquí radica el mayor dolor. Le hizo

pasar hambre a la vieja para darle a este cascajo lo

que sus caprichos pedían. Pero es la estrofa final la

que revela lo que podríamos llamar “el revés de la

trama”. Lo no dicho en el poema. El tipo dice:

“Fiera venganza la del tiempo/ que nos hace ver deshecho/

lo que uno amó”. Sin embargo, ¿sólo en ella

ve la fiera venganza del tiempo? ¿Y si la imagen de la

mina vencida lo remite a sí mismo? Él, ¿cómo está,

cómo se ve, es o no es otro cascajo? La fiereza del

tiempo los tiene que haber atrapado a los dos. Acaso

el terror del tipo es haber visto en ella lo que no

quería ver en él. Que el tiempo pasa, destruye, se

venga. ¿De qué se venga el tiempo? De lo que uno

amó. Es como si el tiempo disfrutara destrozando lo

que uno se permitió amar porque no se está en el

mundo para amar o porque el amor es imposible.

Quien se atrevió a hacerlo verá destruido su sueño.

“Este encuentro me ha hecho tanto mal/ que si lo

pienso más/ termino envenenao”. El encuentro es

un encuentro-espejo. Ve en ella lo que también es

él. ¿Qué hace él, solo, porque es evidente que está

solo, a la salida del cabaret, de madrugada? ¿Qué

buscaba ahí? ¿Entraba o salía del cabaret? Raro que

pasara de casualidad. No se anda de casualidad por

esas geografías. Además, lo confiesa: “¡Mire, si no es

pa’suicidarse/ que por este cachivache/ sea lo que

soy...!” No sabemos qué es. Pero es muy posible que

sea una ruina como ella. Que el tiempo les haya

cobrado a los dos la insolencia de amarse. “Fiera

venganza la del tiempo” es una de las líneas más

excepcionales de Discépolo. El tiempo se venga de

todo. El tiempo nos quiebra. El tiempo nos mata.

El tiempo es la Muerte que nos llama. Por eso es

fiero. Es feroz, encarnizado, es violento. Nada se

puede hacer contra eso. “Este encuentro”, dice el

tipo, “me ha hecho tanto mal”. ¿Cómo no lo va a

trastornar ese encuentro si en él vio el sinsentido de

la vida aquello en que se transforman las cosas que

se amaron, que se creyeron eternas, eternamente

bellas, eternamente jóvenes, como él, como el tipo?

No quiere pensar más. ¿De qué sirve pensar? Pensar

es envenenarse. “Si lo pienso más, termino envenenao”.

Sólo queda la negación, el olvido momentáneo

del alcohol, que será el olvido de una noche, la

esperanza de que no pase al día siguiente, que se

quede atrás, en la madrugada, en ese cabaret. Quién

sabe, por ahí ocurre eso. El alcohol todo lo puede. Y

el poema termina proponiendo la curda, último

refugio del tanguero, antesala del “cachá el bufoso y

chau”, el sueño, el sueño pesado, el sueño sin sueños,

el de la entrega: “Esta noche me emborracho

bien/ me mamo bien mamao/ pa’no pensar”.

Excepcional es la identificación del “pensar” con la

obsesión. No hay que pensar. Pensar es torturarse.

Pensar llevará a ver la verdad y verla será intolerable.

El dolor supremo. Se trata de calmar ese dolor. O

mejor: de sofocarlo, de tornarlo imposible. Por eso

se va a emborrachar “bien”. Se va a mamar “bien

mamao”. O sea, no como cualquier otro día, sino

con una eficacia trabajada, profesional. Pondrá toda

su sabiduría de curda para frenar con el alcohol todo

cuanto pueda filtrarse de la realidad. Que nada

entre. Que nada me obligue a pensar. Porque no

quiero saber lo que sé, lo que descubrí: ese cascajo,

ese gallo desplumao, ese cachivache, que hoy vi en la

madrugada, a la salida del cabaret, soy yo.

Discépolo, como muchos artistas de su generación,

era un apasionado lector de los novelistas

rusos. Se nutre de ellos y, aunque no lo hayan leído,

anticipa muchos de los temas de las filosofías de la

existencia de los años cuarenta en Europa. En 1925

escribe su tango más decarnado, más negro. El que

nunca pasa, el que siempre dice lo que hay que decir

de cada época, algo que habla de la destrucción de

toda teoría del progreso en la historia del hombre.

Los tiempos, hoy, son duros. Y todavía está Discépolo

para narrarlos. No en Cambalache, tango por el

que no tengo mayor estima, sino en esa temprana

reflexión nihilista que es Qué vachaché. “En Buenos

Aires (escribe Horacio Salas) lo estrena Tita Merello

en la revista Así da gusto vivir. Resulta un rotundo

fracaso. Un nuevo intento en Montevideo tiene el

mismo resultado. Recién el éxito de Esta noche me

emborracho en 1928, en la voz de Azucena Maizani,

le permite exhumar Qué vachaché, que se graba ese

año” (Horacio Salas, El tango, Planeta, Buenos

Aires, 1986, p. 200). Discépolo está orgulloso de

este tango. Hasta se permite decir que mira “por

otras ventanas el tremendo panorama de la humanidad”

(Ibid., p. 200). ¿Cuál era ese “tremendo panorama”?

En 1925 gobernaba en Argentina el radicalismo.

Hitler no había llegado al poder. Mussolini

recién empezaba a mostrar las garras. Pero el

mundo, al lado de lo que vendría, no ofrecía todavía

un “tremendo panorama”. Aquí, entonces, la sospecha:

¿no estaba en el propio Discépolo el “tremendo

panorama”? ¿No era más metafísico que histórico?

¿No era más cerradamente existencial? ¿No era ese

“tremendo panorama” el de su propia conciencia,

atormentada por siempre? También vale otra hipótesis:

el poeta se adelanta a su tiempo, ve lo que los

otros no ven. O ve lo que siempre ha de estar, lo

eterno en la historia.

VENDER EL ALMA,

RIFAR EL CORAZÓN

No hay otro modo de entender Qué vachaché.

Porque, en 1925, la cosa no era para tanto. Los buenos

revisionistas o los historiadores peronistas dicen

que Discépolo se anticipa a la descripción de la llamada

Década Infame. En verdad, se anticipa a todas

las épocas, dado que ese tango prenuncia poderosamente

la década argentina de los noventa y el

mundo mercantil, cósico del presente. ¿Qué es lo

que hace falta, qué hay que hacer para sobrevivir en

el universo de los humanos? Como diría Marx: hay

una mercancía a la que remiten todas las otras pues

la han aceptado como el equivalente de todas. Una

silla no es el equivalente de todas las mercancías. Ni

un tren. Ni un zapato. Estaríamos, ahí, en un sistema

de trueque. Lo que establece el capitalismo es

que tanto el tren, como la silla o como el zapato

remitan para establecer su valor a una mercancía

que habrá de representarlas a todas, expresando sus

distintos valores. Esa mercancía es la mercancía

dinero. De aquí que sea la mercancía esencial del

II

capitalismo. Con el dinero uno compra cualquier cosa.

Una silla la podrá canjear por una mesa o por un

sillón. El dinero puede entregarnos lo que se nos

antoje, si es que lo tenemos en cantidad suficiente.

De aquí que haya que tener mucho dinero para poder

tener muchas cosas. Si la puerta a la conquista de las

cosas (y el capitalismo es un sistema de cosas) es el

dinero, todo radica entonces en tenerlo en cantidades

suficientes como para que nada nos esté vedado.

“Lo que hace falta (escribe Discépolo) es empacar

mucha moneda/ vender el alma, rifar el corazón/

tirar la poca decencia que te queda/ plata, plata y

plata... plata otra vez.../ Así es posible que morfés

todos los días/ tengas amigos, casa, nombre... lo que

quieras vos./ El verdadero amor se ahogó en la

sopa,/ la panza es reina y el dinero Dios”. Hay

pocos textos que definan la pragmática capitalista

como éste de Discépolo. No era un desesperado.

No era un pesimista. Acaso hoy lo comprendamos

mejor que nunca. Hoy, cuando no hay nada más

que capitalismo. Cuando el mundo se ha transformado

en un campo de guerra. Cuando la potencia

capitalista más poderosa de la Tierra anuncia que

buscará lo que necesite ahí donde esté. Cuando no

sólo no hay ideales, no hay ideas. Cuando la política

desapareció ahogada por los arreglos entre aparatos.

Cuando un tipo que está aquí, mañana está allá y

pasado mañana volvió a cambiar. ¿Qué quiere decir

esto? Simple: no hay ideas, hay intereses. La verdadera

política se ahogó en la sopa. En cuanto a las aristas

morales de este mundo de intereses, Discépolo

es bien claro. Sus consejos valen oro: tenés que vender

el alma, rifar el corazón, tirar la poca decencia

que te queda. Si hacés eso, triunfás. Si no, te pisan.

Te pasan por encima. Sos “un gilito embanderado”.

A este personaje se dirige Discépolo. A un “gilito

embanderado”, un pobre tipo que todavía cree en

algunas causas, en algunas banderas. No hay causas,

no hay banderas. Sólo hay guita. Si sólo hay guita,

¿dónde está la verdad? Eso que decíamos “tener

razón”. Fulano tiene razón porque Fulano tiene la

verdad. O al revés: Fulano está en lo cierto, tiene

razón. Había algo, en los hechos, que permitía establecer

una verdad. Tenía razón el que podía demostrar

que él había actuado bien y el otro mal. Pero

eso podía ocurrir porque existían en el mundo el

Bien y el Mal. No existen más. Lo que existe es el

dinero. Por eso: “La razón la tiene el de más guita”.

Porque a “la honradez la venden al contado”.

Y las dos líneas que siguen son las más descarnadas

del poema. No sé cuántos poetas de nuestro país

o de otros han llegado a una síntesis más poderosa

de la relación entre moral y dinero. Al ser el capitalismo

el sistema de, justamente, el capital, es el sistema

del dinero. La ética que intentó establecer desde

sus orígenes, desde Adam Smith, fue la del egoísmo.

Si triunfó, triunfa y seguirá triunfando hasta que

posiblemente se destruya destruyéndolo todo es

porque expresa lo más sombrío del hombre, que es

su verdad. Todos los otros sueños que buscaron realizarse

terminaron entronando otra versión del capitalismo.

El capitalismo expresa lo que el hombre es

y no se hace ilusiones sobre eso. El dinero es su

razón y la razón es dinero. La verdad, como sobradamente

lo demostró Foucault, es la verdad del

poder. Y el poder se relaciona con la posesión del

dinero. Discépolo sabía todo esto cuando escribió:

“No hay ninguna verdad que se resista/ frente a dos

mangos moneda nacional”.

¿A dónde voy con todo esto? Clarísimo: Discépolo

es uno de los más distinguidos peronistas y es

uno de nuestros más grandes poetas. Como todo

está olvidado, como nada se recuerda, me permito

repasar algunos de sus temas. Y vendrá el contraste.

Porque las charlas de “Mordisquito” son impensables

desde “Qué vachaché”. Sigamos con el poeta de la

desesperanza. Yira yira postula, no ya que la verdad

la tiene el de más guita, sino que “todo es mentira”.

Pero por el mismo motivo. No creas en nada. Todo

es mentira porque el que te dice que tiene razón la

tiene porque la compró, compró la razón, compró

la verdad. Todo es mentira. Niega toda posible solidaridad:

“No esperes nunca una ayuda, ni una mano,

ni un favor”. En Tres esperanzas llega a otra de sus

cimas. Un hombre desesperado, un hombre que no

entiende el mundo en que vive o uno que, simplemente,

no aguanta más, siempre se sorprende de un

hecho. Él está destruido, no puede más. Llega, por

fin, el momento en que se dice: “Cachá el bufoso y

chau... ¡vamo a dormir!”. Sin embargo, hasta llegar a

ese momento, momento al que se llega con enorme

dolor, con miedo, hay algo que le resulta asombroso:

todo sigue igual, todo sigue su rumbo, él se

puede pegar un tiro mañana y nada habrá de ocurrir.

“Pa’ qué seguir así, padeciendo a lo fakir, / si el

mundo sigue igual... Si el sol vuelve a salir.” Sólo un

tipo con un fuerte metejón con la angustia, con la

desesperación plena, con el dolor, escribe algo así:

que “el sol vuelve a salir”. Que todo va a seguir

igual. Que su sufrimiento infinito es nada en la

inmensidad del todo. Que es sólo infinito para él.

Pero sólo eso. Cachá el bufoso y chau, hacé lo que

quieras, matate... no por eso va a dejar de salir el sol.

Una vez, a partir de cierto día, un día en que el

sol volvió a salir, este gran poeta metafísico sintió

que también salía para él. Era increíble, pero le

nacía algo por completo desconocido: la esperanza.

Habría de transformarse en un “gilito embanderado”.

En un tipo que se había “piyao la vida en

serio”.

EL COMPROMISO POLÍTICO

Algo que ha perjudicado a Discépolo ha sido cierto

empecinamiento de los peronistas por hacer de él

el Borges del peronismo. “Los gorilas tienen a Borges,

nosotros tenemos a Discépolo.” Y peor todavía.

Lo que más disminuye todo es que han aportado

razones. Discépolo sería el “poeta de la calle”. El

“poeta del pueblo”. Y Borges, “el ajedrecista”. El

tipo frío. Al que “le falta calle”. Estos disparates han

perjudicado a Discépolo. No a Borges. Borges goza

de una consagración universal que no se verá deteriorada

porque varios o muchos peronistas rencorosos,

ultrapopulistas, le arrojen piedritas pueriles.

Que un escritor tenga o no tenga calle no es la

medida de su grandeza. Además “tener calle” es una

expresión literariamente lamentable. ¿Qué significa?

¿Hay que recorrer calles para escribir? ¿Hay que

vivir la vida intensamente? ¿Hay que salir de la

Biblioteca de Babel? Pavadas. Borges, además, es un

escritor hondamente argentino. Ha escrito sobre

gauchos, sobre malevos, sobre el tango, sobre el

Martín Fierro sobre el Facundo. Se podrá o no estar

de acuerdo. Pero si uno recuerda que se le decía en

los sesenta y los setenta (sobre todo en un librito de

Jorge Abelardo Ramos sobre literatura argentina) “el

escritor angloargentino”, hará bien en señalar que

todo eso es un dislate. Borges y Discépolo no tienen

por qué oponerse. Hay cosas que uno encuentra en

Borges y no en Discépolo y viceversa. Es cierto, además,

que uno era un letrista de tangos y el otro un

hombre de la más alta literatura, uno de los más

grandes estilistas del siglo pasado. Porque por más

que Barthes hable de la “muerte del autor” (siguiendo

a Foucault y su “muerte del hombre”). Y por

más que, al hablar de la muerte del autor y del

“grado cero de la escritura”, una escritura sin marcas,

sin señales del sujeto, que es lo que el posestructuralismo

vino a negar, niegue la posibilidad del

estilo, lo siento, señores, Borges es la apoteosis del estilo.

Y bien orgulloso estaba de serlo. Y nosotros de

reconocerle ese estilo y de embriagarnos con él, pese

a los adverbios repetidos y al exceso de adjetivos.

De modo que no perdamos tiempo. Discépolo

no es una herramienta para demostrarles a los gorilas

que los peronistas tienen escritores. Borges, además,

no es el escritor de los gorilas, aunque él lo

haya sido y de un modo, para mí al menos, bastante

tonto y, por eso mismo, irritante y hasta penoso.

Borges es un escritor plenamente argentino. Tramado

por la historia de su país. No es de los gorilas. Es

de todos. Porque su literatura, además, salvo en

algunos notorios momentos, no es gorila o no gorila.

Es tan metafísica como la de Discépolo. Más cercana

a lo fantástico. A un juego en que la erudición

se unía a los pliegues de la realidad, a una concepción

personal del mundo, de un mundo que podía

centrarse en un solo punto, el Aleph. En fin, lo

mejor que he dicho sobre Borges lo dije en un

guión de cine del que estoy muy satisfecho pero que

nadie vio. O dijeron que les gustaba el guión pero

no la película. La película se llama El amor y el

espanto y creo que es un valioso aporte a los enormes

materiales que se le han destinado a Georgie. Un

aporte más, en todo caso. Pero hecho desde el cine y

con un trabajo formidable de Miguel Ángel Solá. Si

la quieren ver, tal vez descubran algo que una crítica

demasiado centrada en ese momento en la exaltación

del “nuevo realismo argentino” les obliteró.

Discépolo encuentra la luz del mediodía, su

militancia, en la campaña del peronismo para las

elecciones de 1951. Se acabó el metafísico oscuro.

El hombre que no creía en nada. El tipo que decía

“la razón la tiene el de más guita”. No, porque la

guita la tenía la oligarquía, y no tenía la razón. El

peronismo venía a discutírsela. Y él lo iba a decir.

Ya lo saben: con el verso no le ganaba nadie.

Apold le pide que le ponga el hombre a la campaña

peronista. Al fin de la misma, Perón habrá de

decir: “Gracias al voto de las mujeres y a ‘Mordisquito’

ganamos las elecciones de 1951”. Aquí tenemos

al vate, al tipo de Buenos Aires, al flaco loco,

genial, creativo. Al tipo que no se iba a andar con

caricias. Que iba a golpear fuerte. No sabía que eso

le costaría la vida. Lo llevaría a una muerte solitaria,

dolorosa. Pero no nos adelantemos. Ahora se

planta frente al micrófono y –sin que nadie pueda

responderle desde ninguna otra radio, porque así

el peronismo, era autoritario a rabiar– empieza a

decir verdades incuestionables y que nos servirán

para ver cómo un tipo como Discépolo visualizaba

con honestidad y con una gracia inigualable las

conquistas que se habían derramado sobre el país

desde el 17 de octubre de 1945. Discépolo era flaquito,

no era un tipo como para agarrarse a las

piñas con nadie. “Pero, ¡discutir! ¡Claro que vamos

a discutir!” Aclaro: la edición que tengo es la primera

que salió. Reúne las primeras charlas de Discepolín

y no tiene pie de imprenta ni el sello de la

Secretaria de Prensa y Difusión que era, sin duda,

la que lo había editado. O sea, el siniestro Apold.

Figura nefasta, desagradable, tachadora, fanática,

que el peronismo sostuvo sin vacilaciones, encontrando

en él, a no dudarlo, un elemento valioso,

necesario. Un Gobierno que tiene un Apold no

puede ser democrático. Salvo que se diga, como en

los setenta, que el peronismo era democrático porque

expresaba al pueblo. Pero esto es muy discutible.

Porque los socialistas, los radicales y hasta los

conservadores eran el pueblo. Y los comunistas, a

quienes tanta alergia les tuvo el peronismo, también.

La oligarquía era la clase golpista de siempre,

aliada a lo más reaccionario del Ejército esperando

el momento de asestar el golpe. De democrática

nunca tuvo nada. También es cierto que muchos

políticos golpeaban “las puertas de los cuarteles”.

También es cierto que el peronismo los encarcelaba.

Y a algunos los torturaba. Nada es sencillo en

esa historia. Pero para Discépolo todo estaba claro.

Se inventó un personaje para discutir con él. Era

“Mordisquito”. Era el típico “contrera”. Discépolo

le decía que antes los pibes “miraban la nata por

turno” y ahora “pueden irse a la escuela con la vaca

III

puesta”. Si el contrera se quejaba por algunos

problemas de desabastecimiento, por ejemplo, el

queso, Discepolín decía: “‘¡No hay queso! ¡Mirá

qué problema!’ ‘¿Me vas a decir que no es un

problema?’ Antes no había nada de nada, ni

dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez...

y vos no decías ni medio”. Y luego esa concepción

de la guerra hecha por cincuenta tipos en

tanto los demás duermen tranquilos porque tienen

trabajo y encuentran respeto. Insiste: “Cuando

las colas se formaban no para tomar el ómnibus

o comprar un pollo o depositar en la caja de

ahorro, como ahora, sino para pedir angustiosamente

un pedazo de carne en aquella vergonzante

‘olla popular’ (...) entonces vos veías pasar el

desfile de los desesperados y no se te movía un

pelo”. Y todas las charlas terminaban con un:

“¡No, a mí no me la vas a contar!” Y seguía, y era

implacable, y tenía razón, no decía mentiras,

decía verdades, cosas ciertas, verdaderas conquistas:

“Y yo levanto una lámpara, sabés; la levanto

para iluminar las calles de mi patria... ¡y mostrarte

una evidencia que no está! Los mendigos,

¿están? ¿Vos ves los mendigos?”. Habla de una

correntada de dignidad, de bienestar que se llevó

a los mendigos. Y esa correntada se los llevó para

bañarlos y traerlos de nuevo, limpitos, con la

raya al medio “cantando, no el huainito de la

limosna, sino el chamamé de la buena digestión

(...) ¿Dónde están los mendigos?”. Y sigue: “El

mendigo era en este país una vergonzosa institución

nacional (...) Y los pobres se te aparecían en

los atrios de las iglesias, en las escaleras de los

subtes, en la puerta de tu propia casa, famélicos y

decepcionados (...) con la dignidad en derrota

(...) Ahora las manos se extienden, no para pedir

limosna, sino para saber si llueve”. Frase de un

notable talento, de una gracia discepoliana, sólo

él podía decirla. Y sigue: “Acordate cuando volvías

a tu casa, de madrugada, y descubrías en los

umbrales, amontonados contra sí mismos, a los

pordioseros de tu Buenos Aires”. Y un cierre perfecto,

penetrante, sentimental pero fuerte y

poderoso: “Ahora la exclusividad de los umbrales

han vuelto a tenerla los novios”. Y esa frase candorosa,

pero que expresaba lo que sentían millones

de pobres que habían encontrado en el peronismo

lo que el vate decía: “Estamos viviendo el

tecnicolor de los días gloriosos”. Recuerda al Discépolo

del pasado: “Yo era un hombre entristecido

por los otros hombres”. Habla de una patria dirigida

por tenedores de libros que hablan en todos

los idiomas menos en el nuestro. “Pensá en esa

misma patria ahora contabilizada con números

criollos.” Y sigue: “Porque vos sos opositor, pero

¿opositor a qué? ¿Opositor por qué? La inmensa

mayoría vive feliz y despreocupada... y vos te

quejás. La inmensa mayoría disfruta de una preciosa

alegría, ¡y vos estás triste!”. Y hasta llegar a

querer olvidar “el barrio de tango”. Sí, basta de

“la esquina del herrero barro y pampa”. Basta de

barro. Se acabó ese tango de la pobreza. “Yo me

meto en el barrio, corazón adentro, y, después de

recorrerlo, te pregunto: ¿está el conventillo? Y

no, no está. Yo no quería encontrar más el conventillo

y no lo encuentro. ¿Cómo? ¿Que a vos te

gustaba más aquello? No. El suburbio de antes

era lindo para leerlo, pero no para vivirlo. Porque

a mí no me vas a decir que preferías el charco

a la vereda prolija... Y que te resultaba más

entretenido el barro que el portland”. Se acabó el

conventillo: “Un mundo donde el tacho era un

trofeo y la rata un animal doméstico”. Y antes:

“Acaso en el momento de la letra de tango hablemos

literariamente del catre, pero llega el

momento del descanso y cerramos el catre y dormimos

en la cama”. Y sigue: “Porque la nueva

conciencia argentina pensó una cosa. ¿Sabés qué

cosa? Pensó que los humildes también tenían

derecho a vivir en una casa limpia y tranquila, no

en la promiscuidad de un conventillo que transpiraba...

¡indignidad!” Y voy a concluir citando

un texto descomunal, de una conciencia humanitaria,

de un fervor por lo que hoy llamamos

“derechos humanos” que asombra. Quizá no sea

una gran frase. De hecho, es breve. No dice

mucho. Sólo se trata de saber leerla. De pensarla.

Detenerse en ella. Habla del hambre. ¿Cuánta

gente padece o se muere de hambre en el terrible

mundo de hoy? Discépolo, muy sencillamente,

dijo: “Y como todo el drama del mundo empieza

en el hambre, supongamos que toda la felicidad

del mundo empieza en la abundancia”.

DISCÉPOLO Y EVITA DIALOGAN

Como vemos, en sus charlas no mencionaba ni

a Perón ni a Evita. Sólo en la última menciona a

Perón. Estaba muy solo y preocupado. El odio

gorila no le perdonó nada. Lo mataron. Es cierto

que no tuvo quién le respondiera. Pero no dijo

mentiras. Podría haber dicho que había persecución

a los opositores. Autoritarismo. Que se había

cerrado La Prensa. Pero creo que eso le importaba

poco. Que veía en la oposición a ese peronismo de

estómagos llenos, del chamamé de la buena digestión,

al viejo país de la oligarquía mentirosa, represiva,

fraudulenta y antipopular. Igual, lo mataron.

En el film Eva Perón, con Esther Goris y Víctor

Laplace, dirigido por Juan Carlos Desanzo, escribí

un encuentro ficcional entre Evita, en la cama,

moribunda, y Discépolo, también moribundo, ya

que moriría antes que ella, en 1951, destrozado

por los ataques de sus enemigos.

Evita: Bueno, ¿y qué te pasa? Hasta al miserable

de Apold lo tenés preocupado. Me llama por teléfono:

“Discépolo no da más. Véalo un rato. Ayúdelo”

¿Qué te pasa, Arlequín.

Discépolo: Perdí a todos mis amigos, señora.

Estoy más solo que un perro. Tengo enemigos.

Me llaman por teléfono a las tres, a las cuatro de la

mañana. Me amenazan.

Evita: Qué más.

Discépolo: Esto.

De un pequeño maletín saca unos pedazos de

varios discos de pasta. Son discos destrozados.

Discépolo: Son los discos de mis tangos, señora.

Me los mandan así, destrozados. Me mandan cartas

injuriosas. Y ahora... el que está destrozado soy

yo.

Evita: ¿Y qué esperabas? ¿Flores? Los atacaste, te

odian. Son así. No perdonan. Y odiar, saben odiar

mejor que nadie. Te lo aseguro.

Discépolo: Pero hay algo en lo que tienen razón,

señora.

Evita (casi indignada): ¿En qué?

Discépolo: Yo tuve la radio. Yo pude hablar.

Ellos no. No pudieron responder. Apold no les

dio un solo espacio. Y usted lo dijo, lo acaba de

decir: Apold es un miserable. Y yo me dejé manejar

por él.

Evita: Y sí, es un miserable. Pero una revolución

no se hace sólo con ángeles como vos. También

se hace con miserables. (Pausa.) Oíme, Arlequín:

es muy simple: o hablan ellos o hablamos

nosotros. Apold es un canalla, pero nadie como él

para impedir que los contreras hablen. Lleva en el

alma la pasión de silenciar a los otros.

Discépolo: Entonces me equivoqué, señora. La

democracia...

Evita: Mirá, no me pongas de malhumor. La

democracia somos nosotros, los que estamos con

el pueblo. Los demás son la antipatria. (Pausa.)

Oíme, Discepolín, no te voy a mentir ahora.

Mirate, mirame. Los dos nos estamos muriendo.

¿Cuánto pesás?

Discépolo: No sé. Pero las inyecciones... ya me

las tienen que dar en el sobretodo.

Evita (muy convencida, muy firme): Enterate,

Discépolo: esto es una guerra. Y una guerra no se

gana con buenos modales. (Parodiando) “Vengan,

señores. Usen las radios. Digan las mentiras de la

oligarquía, las mentiras del antipueblo, las canalladas.”

¡No! ¡Ustedes se callan, señores! Mientras yo

pueda impedirlo ustedes no hablan más. (Pausa.)

Decime, ¿qué pensás que van a hacer con nosotros

si nos echan del Gobierno? Pensás... ¿que van a ser

democráticos, comprensivos, educados? Nos van a

perseguir, a torturar, a prohibir... a fusilar. Ni el

nombre nos van a dejar, arlequín. (Pausa.) Andá y

morite en paz. No te equivocaste. Las cosas son

así. Algunos lo pueden tolerar. Otros no.

Discépolo: Pero las cosas... no tendrían que ser

así, señora.

Evita (chasquea la lengua, fastidiada): No me

vengas con mariconadas de poeta.

(Nota: José Pablo Feinmann, Dos destinos sudamericanos,

Eva Perón, Ernesto Che Guevara, Editorial

Norma, Buenos Aires, 1999, pp. 122-123.

Hay más reciente y accesible edición de bolsillo.)

¡Pobre Discépolo si no llegaba a morirse cuando

se murió, temprano, dolorosamente, pero a tiempo!

No habría podido trabajar ni de acomodador

ni de boletero. Eso, ni lo duden. La venganza de

los “libertadores” no perdonó nada. Sin duda, el

peronismo fue duro en sus prohibiciones. Muy

duro y ahí estaba la mano jacobina de Evita. Pero

nadie puede decir en esta tierra que el peronismo

inventó las prohibiciones. La oligarquía vivió

prohibiendo, excluyendo, haciendo elecciones

fraudulentas. ¿O no eran prohibiciones los fraudes

de la Concordancia? Así se hizo el país. Pero la

Libertadora repugna por su cinismo. En un corto

de la época aparecía un locutor de entonces, Carlos

D’Agostino, esos tipos que se agarran a un

momento histórico y dicen “ésta es la mía”. Carlitos

D’Agostino hacía lo siguiente. Se oían muchas

voces de la calle. Y él, muy sonriente, fingía taparse

los oídos. Luego retiraba sus manos de ahí y

feliz decía: “No, ¡si es el ruido de la democracia!

¡Hoy, todos hablan, todos opinan, porque vivimos

en libertad!” Qué descaro. Perón no prohibió a

ningún partido. Subió al gobierno en elecciones

libres. Y los “democráticos”, los “libertadores”

prohibieron al partido mayoritario en nombre...

¡de la democracia! Y todo se veía muy lógico en

ese entonces. Los vieran a los radicales, a los socialistas,

a los democrataprogresistas. ¡Todos de

acuerdo! El patriarca del socialismo, don Alfredo

Palacios, a quien vi dar una conferencia en Necochea,

¡de acuerdo! Habló todo el tiempo de la

libertad. Y hasta recitó un poema que la exaltaba.

Había que prohibir al peronismo. ¡Era un peligro

para la democracia! Canallas, pequeños, miserables

hombrecitos, el peligro para la democracia era

precisamente el contrario: era prohibir al peronismo.

Pero si no lo prohibían el peronismo volvía.

Porque la paradoja era que habían expulsado del

poder al partido que tenía el abrumador apoyo del

pueblo. Ahí empezó la tragedia argentina. Ahí, la

necedad gorila decretó la muerte de Aramburu. La

historia tiene sus persistencias. Los hechos no se

desvanecen en el momento en que surgen. Quedan.

Perseveran. Y un día aparece un jovencito

con un revólver y le dice a Aramburu que lo va a

matar porque asesinó al general Valle. Palabra

(asesinato) que Valle utiliza en su Carta y con la

que sella el destino de Aramburu. La tragedia

argentina viene de lejos, es compleja, opaca, difícil

de entender, y trágica. Parte de esa tragedia fue

haberse devorado a Enrique Santos Discépolo,

notable, puro, acaso ingenuo poeta argentino.

Orestes Caviglia, que había sufrido lo suyo, lo

escupió en plena calle. Arturo García Bhur, actor

(oli)garca, que haría una torpe película propagandística

de la Libertadora, de la que hablaremos, lo

insultó. Le llegaban infinidad de anónimos agraviantes.

(Nota: Consultar la excelente biografía de

Sergio Pujol, Discépolo, Emecé, Buenos Aires,

1996.) Enrique era un flaco sensible, frágil, charlatán,

jodón, pero chiquito y pura sensibilidad. No

pudo aguantarlo, lo liquidaron en unos pocos

meses. Quienes le enviaban los discos despedazados

eran sin duda quienes luego integrarían los

“comandos civiles”, niños de la oligarquía, de la

alta clase media. Balbín, en un acto de campaña,

lo definió como a un “mantenido del peronismo”.

Le llegaban paquetes con excrementos. Entró en

un profundo cuadro depresivo, llegó a pesar treinta

y siete kilos. “Buenos Aires es una hermosa ciudad

(dijo), para salir de gira.” El 23 de diciembre

de 1951 se murió. No todos lo odiaban. Aníbal

Troilo llegó al sepelio y lloró, desesperado, largamente

sobre el cuerpo del poeta. Se dice que llegó

una ofrenda floral de Evita que decía: “Hasta

pronto”. Homero Manzi –desde un sanatorio en

que se moría de cáncer– le dedicó unos versos a

los que Aníbal Troilo les puso música. Así nació el

tango Discepolín. Que terminaba diciendo:

“Vamos que todo duele, ¡viejo Discepolín!” El

poeta de la desesperación, cuando creyó, lo hizo

con tanta vehemencia como cuando decía que

creer en Dios era dar ventaja, no aduló a nadie, no

nombró a Perón ni a Evita, sólo en la charla final

hay una mención a Perón, sólo ahí, lo que dijo fue

lo que alegraba su corazón: la dignidad de los

pobres, las casitas de ladrillos, el portland, las vacaciones,

el pleno empleo. Se equivocó porque tal

vez debió exigir que le pusieran a alguien que le

respondiera. Difícil saber si eso hubiera amainado

el odio que se lo comió. Después del ’55, a tipos

infinitamente menos talentosos que Discépolo, no

hubo nadie para responderles, ni siquiera un perro

que les ladrara un poco.