Peronismo
José Pablo Feinmann
Filosofía política del Peronismo
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13 Discépolo y el peronismo
Era un poeta de excepcional talento.
Era un tipo frágil, con un sentido trágico
de la existencia. Se podría decir
que era un pesimista, pero un escritor
que escribe, aunque escriba acerca de
la falta absoluta de sentido de todo lo que existe,
aunque sienta que Dios es una ausencia y que el
amor se ahogó en la sopa, no es pesimista. Si lo
fuera, no escribiría. No escriben los desesperados.
Escriben los que creen en decirles a los demás las
cosas en que creen, lo que les pasa, sus desengaños,
o hacerles saber que todavía hay hendijas por las
que se filtra una alegría inesperada, sorpresiva, que
da aliento y permite seguir. Una hendija como esas
por las que Benjamin decía que el Mesías se hacía
sentir en
que estaba siempre, que entraba por los quiebres,
por esos quiebres que impedían la linealidad de la
historia, pero abrían la posibilidad del mesianismo,
esos tipos, en suma, no son pesimistas. Creen en
algo poderoso. Creen en el arte para el que están
dotados. Nuestro poeta era sí. Además, dominaba
como pocos el arte de la palabra, hablaba y seducía,
hablar era un don con el que encandilaba, con el
que encantaba, hablaba rápido, se le atropellaban
las palabras, las ideas, pese a la velocidad de su
habla, eran más veloces, sólo su gestualidad lograba
el empate, entre sus palabras y los malabarismos de
sus manos se hacía entender, comunicaba el volcán
que él era, porque era eso: un flaco volcánico, un
torbellino que duró poco, que se quemó pronto,
que se creyó fuerte, puso la cabeza y, en un tiempo
de odios extremos, se la cortaron.
No tiene prestigio académico por dos cuestiones:
escribió tangos y se hizo peronista. En el Diccionario
de autores latinoamericanos de César Aira,
se mete por la ventana en el apartado que corresponde
a su hermano, Armando. Sé que Aira admira
a Alejandra Pizarnik, yo también la admiro. Y
creo que su talento no era superior al del autor de
Quevachaché. Era distinto. No sé si el peronismo se
merecía semejante poeta, aunque también lo tuvo
a Manzi. Pero él, en el mediodía de su esperanza,
se hizo peronista, y peronista militante, porque
agarró la radio y empezó a desparramar sarcasmos,
ironías, un humor corrosivo, que hería demasiado
y más todavía en una época de esas que suelen llamarse
“electorales”, donde todo se pone al fuego,
cada palabra bien puesta es un voto. Se trata de
Enrique Santos Discépolo. Confieso que hay poemas
de este vate popular que admiro hasta la envidia.
Que, al leerlos por primera vez, siendo muy
jovencito, me quitaron la respiración. Que la certeza
del paso de los años, de la decadencia incontenible
y la cercanía de la muerte, la encontré antes en
Discépolo que en cualquier filósofo que haya estudiado
hasta cierta altura de la carrera en Viamonte
430, donde, según una dedicatoria de Ernesto
Laclau, si no recuerdo mal, “empezó todo”.
FIERA VENGANZA
Tal vez deba aclarar que meternos con Discépolo
es una tarea imprescindible en un estudio sobre el
peronismo. Porque habrá que ver cómo este vate
sombrío, este cantor de los más terribles desengaños,
este poeta del fango del arrabal, se enamoró del
portland de las casitas peronistas, de los días soleados
que el movimiento reclamaba como propios
(“un día peronista”) y del “chamamé de la buena
digestión”. Ni Discépolo fue Heidegger, ni Perón
fue Hitler. Pero no puedo evitar la comparación. El
sombrío Heidegger de Ser y tiempo, el filósofo de la
República de Weimar, encuentra en el nacionalsocialismo
la solución del problema entre el hombre y
la técnica, que
Descartes. También encuentra su día sin nubes.
Hay una esperanza y él habrá de adherir a ella. No
hace mucho, un serio, profundo pensador argentino
me decía que Heidegger había sido sólo “otro boludo”
que se había prendido a uno de esos tentadores
tranvías de la historia. Fue su ruina. O, al menos,
sus adherentes tienen que vivir defendiéndolo. Discépolo
también se prendió a “uno de esos tentadores
tranvías de la historia”. Más cómodo le habría sido
seguir hablando de los amores imposibles, de las
manos que no se extienden, de los que ven que a su
lado se prueban las pilchas que está por dejar. Se
permitió la exaltación, la vehemencia, la alegría.
Acompañó la alegría del pueblo pobre. Es una de las
caras más fascinantes de la gran novela peronista.
Esta noche me emborracho (1928) plantea el paso
del tiempo como destrucción de los sueños. Y el
tiempo como camino ineludible hacia la muerte a
través de la decadencia física, que expresa también la
muerte del amor. El tipo ve a su “dulce metedura”,
a la mujer que lo volvió loco diez años atrás, salir de
un cabaret. La ve hecha “un cascajo”. Un cascajo,
para mayor desdicha, patético, ridículo. La ve
“chueca, vestida de pebeta, teñida y coqueteando su
desnudez”. La ve como “un gallo desplumao”. La ve
con “el cuero picoteao”. Raja “pa’no llorar”. Recuerda
las cosas que hizo por ella. Porque ella era hermosa.
Lo era diez años atrás. El tipo se “chifló por
su belleza”. Entra, entonces, el tema recurrente de la
madre. La máxima deshonra es haberle quitado “el
pan a la vieja”. Aquí radica el mayor dolor. Le hizo
pasar hambre a la vieja para darle a este cascajo lo
que sus caprichos pedían. Pero es la estrofa final la
que revela lo que podríamos llamar “el revés de la
trama”. Lo no dicho en el poema. El tipo dice:
“Fiera venganza la del tiempo/ que nos hace ver deshecho/
lo que uno amó”. Sin embargo, ¿sólo en ella
ve la fiera venganza del tiempo? ¿Y si la imagen de la
mina vencida lo remite a sí mismo? Él, ¿cómo está,
cómo se ve, es o no es otro cascajo? La fiereza del
tiempo los tiene que haber atrapado a los dos. Acaso
el terror del tipo es haber visto en ella lo que no
quería ver en él. Que el tiempo pasa, destruye, se
venga. ¿De qué se venga el tiempo? De lo que uno
amó. Es como si el tiempo disfrutara destrozando lo
que uno se permitió amar porque no se está en el
mundo para amar o porque el amor es imposible.
Quien se atrevió a hacerlo verá destruido su sueño.
“Este encuentro me ha hecho tanto mal/ que si lo
pienso más/ termino envenenao”. El encuentro es
un encuentro-espejo. Ve en ella lo que también es
él. ¿Qué hace él, solo, porque es evidente que está
solo, a la salida del cabaret, de madrugada? ¿Qué
buscaba ahí? ¿Entraba o salía del cabaret? Raro que
pasara de casualidad. No se anda de casualidad por
esas geografías. Además, lo confiesa: “¡Mire, si no es
pa’suicidarse/ que por este cachivache/ sea lo que
soy...!” No sabemos qué es. Pero es muy posible que
sea una ruina como ella. Que el tiempo les haya
cobrado a los dos la insolencia de amarse. “Fiera
venganza la del tiempo” es una de las líneas más
excepcionales de Discépolo. El tiempo se venga de
todo. El tiempo nos quiebra. El tiempo nos mata.
El tiempo es
fiero. Es feroz, encarnizado, es violento. Nada se
puede hacer contra eso. “Este encuentro”, dice el
tipo, “me ha hecho tanto mal”. ¿Cómo no lo va a
trastornar ese encuentro si en él vio el sinsentido de
la vida aquello en que se transforman las cosas que
se amaron, que se creyeron eternas, eternamente
bellas, eternamente jóvenes, como él, como el tipo?
No quiere pensar más. ¿De qué sirve pensar? Pensar
es envenenarse. “Si lo pienso más, termino envenenao”.
Sólo queda la negación, el olvido momentáneo
del alcohol, que será el olvido de una noche, la
esperanza de que no pase al día siguiente, que se
quede atrás, en la madrugada, en ese cabaret. Quién
sabe, por ahí ocurre eso. El alcohol todo lo puede. Y
el poema termina proponiendo la curda, último
refugio del tanguero, antesala del “cachá el bufoso y
chau”, el sueño, el sueño pesado, el sueño sin sueños,
el de la entrega: “Esta noche me emborracho
bien/ me mamo bien mamao/ pa’no pensar”.
Excepcional es la identificación del “pensar” con la
obsesión. No hay que pensar. Pensar es torturarse.
Pensar llevará a ver la verdad y verla será intolerable.
El dolor supremo. Se trata de calmar ese dolor. O
mejor: de sofocarlo, de tornarlo imposible. Por eso
se va a emborrachar “bien”. Se va a mamar “bien
mamao”. O sea, no como cualquier otro día, sino
con una eficacia trabajada, profesional. Pondrá toda
su sabiduría de curda para frenar con el alcohol todo
cuanto pueda filtrarse de la realidad. Que nada
entre. Que nada me obligue a pensar. Porque no
quiero saber lo que sé, lo que descubrí: ese cascajo,
ese gallo desplumao, ese cachivache, que hoy vi en la
madrugada, a la salida del cabaret, soy yo.
Discépolo, como muchos artistas de su generación,
era un apasionado lector de los novelistas
rusos. Se nutre de ellos y, aunque no lo hayan leído,
anticipa muchos de los temas de las filosofías de la
existencia de los años cuarenta en Europa. En 1925
escribe su tango más decarnado, más negro. El que
nunca pasa, el que siempre dice lo que hay que decir
de cada época, algo que habla de la destrucción de
toda teoría del progreso en la historia del hombre.
Los tiempos, hoy, son duros. Y todavía está Discépolo
para narrarlos. No en Cambalache, tango por el
que no tengo mayor estima, sino en esa temprana
reflexión nihilista que es Qué vachaché. “En Buenos
Aires (escribe Horacio Salas) lo estrena Tita Merello
en la revista Así da gusto vivir. Resulta un rotundo
fracaso. Un nuevo intento en Montevideo tiene el
mismo resultado. Recién el éxito de Esta noche me
emborracho en 1928, en la voz de Azucena Maizani,
le permite exhumar Qué vachaché, que se graba ese
año” (Horacio Salas, El tango, Planeta, Buenos
Aires, 1986, p. 200). Discépolo está orgulloso de
este tango. Hasta se permite decir que mira “por
otras ventanas el tremendo panorama de la humanidad”
(Ibid., p. 200). ¿Cuál era ese “tremendo panorama”?
En 1925 gobernaba en Argentina el radicalismo.
Hitler no había llegado al poder. Mussolini
recién empezaba a mostrar las garras. Pero el
mundo, al lado de lo que vendría, no ofrecía todavía
un “tremendo panorama”. Aquí, entonces, la sospecha:
¿no estaba en el propio Discépolo el “tremendo
panorama”? ¿No era más metafísico que histórico?
¿No era más cerradamente existencial? ¿No era ese
“tremendo panorama” el de su propia conciencia,
atormentada por siempre? También vale otra hipótesis:
el poeta se adelanta a su tiempo, ve lo que los
otros no ven. O ve lo que siempre ha de estar, lo
eterno en la historia.
VENDER EL ALMA,
RIFAR EL CORAZÓN
No hay otro modo de entender Qué vachaché.
Porque, en 1925, la cosa no era para tanto. Los buenos
revisionistas o los historiadores peronistas dicen
que Discépolo se anticipa a la descripción de la llamada
Década Infame. En verdad, se anticipa a todas
las épocas, dado que ese tango prenuncia poderosamente
la década argentina de los noventa y el
mundo mercantil, cósico del presente. ¿Qué es lo
que hace falta, qué hay que hacer para sobrevivir en
el universo de los humanos? Como diría Marx: hay
una mercancía a la que remiten todas las otras pues
la han aceptado como el equivalente de todas. Una
silla no es el equivalente de todas las mercancías. Ni
un tren. Ni un zapato. Estaríamos, ahí, en un sistema
de trueque. Lo que establece el capitalismo es
que tanto el tren, como la silla o como el zapato
remitan para establecer su valor a una mercancía
que habrá de representarlas a todas, expresando sus
distintos valores. Esa mercancía es la mercancía
dinero. De aquí que sea la mercancía esencial del
II
capitalismo. Con el dinero uno compra cualquier cosa.
Una silla la podrá canjear por una mesa o por un
sillón. El dinero puede entregarnos lo que se nos
antoje, si es que lo tenemos en cantidad suficiente.
De aquí que haya que tener mucho dinero para poder
tener muchas cosas. Si la puerta a la conquista de las
cosas (y el capitalismo es un sistema de cosas) es el
dinero, todo radica entonces en tenerlo en cantidades
suficientes como para que nada nos esté vedado.
“Lo que hace falta (escribe Discépolo) es empacar
mucha moneda/ vender el alma, rifar el corazón/
tirar la poca decencia que te queda/ plata, plata y
plata... plata otra vez.../ Así es posible que morfés
todos los días/ tengas amigos, casa, nombre... lo que
quieras vos./ El verdadero amor se ahogó en la
sopa,/ la panza es reina y el dinero Dios”. Hay
pocos textos que definan la pragmática capitalista
como éste de Discépolo. No era un desesperado.
No era un pesimista. Acaso hoy lo comprendamos
mejor que nunca. Hoy, cuando no hay nada más
que capitalismo. Cuando el mundo se ha transformado
en un campo de guerra. Cuando la potencia
capitalista más poderosa de
buscará lo que necesite ahí donde esté. Cuando no
sólo no hay ideales, no hay ideas. Cuando la política
desapareció ahogada por los arreglos entre aparatos.
Cuando un tipo que está aquí, mañana está allá y
pasado mañana volvió a cambiar. ¿Qué quiere decir
esto? Simple: no hay ideas, hay intereses. La verdadera
política se ahogó en la sopa. En cuanto a las aristas
morales de este mundo de intereses, Discépolo
es bien claro. Sus consejos valen oro: tenés que vender
el alma, rifar el corazón, tirar la poca decencia
que te queda. Si hacés eso, triunfás. Si no, te pisan.
Te pasan por encima. Sos “un gilito embanderado”.
A este personaje se dirige Discépolo. A un “gilito
embanderado”, un pobre tipo que todavía cree en
algunas causas, en algunas banderas. No hay causas,
no hay banderas. Sólo hay guita. Si sólo hay guita,
¿dónde está la verdad? Eso que decíamos “tener
razón”. Fulano tiene razón porque Fulano tiene la
verdad. O al revés: Fulano está en lo cierto, tiene
razón. Había algo, en los hechos, que permitía establecer
una verdad. Tenía razón el que podía demostrar
que él había actuado bien y el otro mal. Pero
eso podía ocurrir porque existían en el mundo el
Bien y el Mal. No existen más. Lo que existe es el
dinero. Por eso: “La razón la tiene el de más guita”.
Porque a “la honradez la venden al contado”.
Y las dos líneas que siguen son las más descarnadas
del poema. No sé cuántos poetas de nuestro país
o de otros han llegado a una síntesis más poderosa
de la relación entre moral y dinero. Al ser el capitalismo
el sistema de, justamente, el capital, es el sistema
del dinero. La ética que intentó establecer desde
sus orígenes, desde Adam Smith, fue la del egoísmo.
Si triunfó, triunfa y seguirá triunfando hasta que
posiblemente se destruya destruyéndolo todo es
porque expresa lo más sombrío del hombre, que es
su verdad. Todos los otros sueños que buscaron realizarse
terminaron entronando otra versión del capitalismo.
El capitalismo expresa lo que el hombre es
y no se hace ilusiones sobre eso. El dinero es su
razón y la razón es dinero. La verdad, como sobradamente
lo demostró Foucault, es la verdad del
poder. Y el poder se relaciona con la posesión del
dinero. Discépolo sabía todo esto cuando escribió:
“No hay ninguna verdad que se resista/ frente a dos
mangos moneda nacional”.
¿A dónde voy con todo esto? Clarísimo: Discépolo
es uno de los más distinguidos peronistas y es
uno de nuestros más grandes poetas. Como todo
está olvidado, como nada se recuerda, me permito
repasar algunos de sus temas. Y vendrá el contraste.
Porque las charlas de “Mordisquito” son impensables
desde “Qué vachaché”. Sigamos con el poeta de la
desesperanza. Yira yira postula, no ya que la verdad
la tiene el de más guita, sino que “todo es mentira”.
Pero por el mismo motivo. No creas en nada. Todo
es mentira porque el que te dice que tiene razón la
tiene porque la compró, compró la razón, compró
la verdad. Todo es mentira. Niega toda posible solidaridad:
“No esperes nunca una ayuda, ni una mano,
ni un favor”. En Tres esperanzas llega a otra de sus
cimas. Un hombre desesperado, un hombre que no
entiende el mundo en que vive o uno que, simplemente,
no aguanta más, siempre se sorprende de un
hecho. Él está destruido, no puede más. Llega, por
fin, el momento en que se dice: “Cachá el bufoso y
chau... ¡vamo a dormir!”. Sin embargo, hasta llegar a
ese momento, momento al que se llega con enorme
dolor, con miedo, hay algo que le resulta asombroso:
todo sigue igual, todo sigue su rumbo, él se
puede pegar un tiro mañana y nada habrá de ocurrir.
“Pa’ qué seguir así, padeciendo a lo fakir, / si el
mundo sigue igual... Si el sol vuelve a salir.” Sólo un
tipo con un fuerte metejón con la angustia, con la
desesperación plena, con el dolor, escribe algo así:
que “el sol vuelve a salir”. Que todo va a seguir
igual. Que su sufrimiento infinito es nada en la
inmensidad del todo. Que es sólo infinito para él.
Pero sólo eso. Cachá el bufoso y chau, hacé lo que
quieras, matate... no por eso va a dejar de salir el sol.
Una vez, a partir de cierto día, un día en que el
sol volvió a salir, este gran poeta metafísico sintió
que también salía para él. Era increíble, pero le
nacía algo por completo desconocido: la esperanza.
Habría de transformarse en un “gilito embanderado”.
En un tipo que se había “piyao la vida en
serio”.
EL COMPROMISO POLÍTICO
Algo que ha perjudicado a Discépolo ha sido cierto
empecinamiento de los peronistas por hacer de él
el Borges del peronismo. “Los gorilas tienen a Borges,
nosotros tenemos a Discépolo.” Y peor todavía.
Lo que más disminuye todo es que han aportado
razones. Discépolo sería el “poeta de la calle”. El
“poeta del pueblo”. Y Borges, “el ajedrecista”. El
tipo frío. Al que “le falta calle”. Estos disparates han
perjudicado a Discépolo. No a Borges. Borges goza
de una consagración universal que no se verá deteriorada
porque varios o muchos peronistas rencorosos,
ultrapopulistas, le arrojen piedritas pueriles.
Que un escritor tenga o no tenga calle no es la
medida de su grandeza. Además “tener calle” es una
expresión literariamente lamentable. ¿Qué significa?
¿Hay que recorrer calles para escribir? ¿Hay que
vivir la vida intensamente? ¿Hay que salir de la
Biblioteca de Babel? Pavadas. Borges, además, es un
escritor hondamente argentino. Ha escrito sobre
gauchos, sobre malevos, sobre el tango, sobre el
Martín Fierro sobre el Facundo. Se podrá o no estar
de acuerdo. Pero si uno recuerda que se le decía en
los sesenta y los setenta (sobre todo en un librito de
Jorge Abelardo Ramos sobre literatura argentina) “el
escritor angloargentino”, hará bien en señalar que
todo eso es un dislate. Borges y Discépolo no tienen
por qué oponerse. Hay cosas que uno encuentra en
Borges y no en Discépolo y viceversa. Es cierto, además,
que uno era un letrista de tangos y el otro un
hombre de la más alta literatura, uno de los más
grandes estilistas del siglo pasado. Porque por más
que Barthes hable de la “muerte del autor” (siguiendo
a Foucault y su “muerte del hombre”). Y por
más que, al hablar de la muerte del autor y del
“grado cero de la escritura”, una escritura sin marcas,
sin señales del sujeto, que es lo que el posestructuralismo
vino a negar, niegue la posibilidad del
estilo, lo siento, señores, Borges es la apoteosis del estilo.
Y bien orgulloso estaba de serlo. Y nosotros de
reconocerle ese estilo y de embriagarnos con él, pese
a los adverbios repetidos y al exceso de adjetivos.
De modo que no perdamos tiempo. Discépolo
no es una herramienta para demostrarles a los gorilas
que los peronistas tienen escritores. Borges, además,
no es el escritor de los gorilas, aunque él lo
haya sido y de un modo, para mí al menos, bastante
tonto y, por eso mismo, irritante y hasta penoso.
Borges es un escritor plenamente argentino. Tramado
por la historia de su país. No es de los gorilas. Es
de todos. Porque su literatura, además, salvo en
algunos notorios momentos, no es gorila o no gorila.
Es tan metafísica como la de Discépolo. Más cercana
a lo fantástico. A un juego en que la erudición
se unía a los pliegues de la realidad, a una concepción
personal del mundo, de un mundo que podía
centrarse en un solo punto, el Aleph. En fin, lo
mejor que he dicho sobre Borges lo dije en un
guión de cine del que estoy muy satisfecho pero que
nadie vio. O dijeron que les gustaba el guión pero
no la película. La película se llama El amor y el
espanto y creo que es un valioso aporte a los enormes
materiales que se le han destinado a Georgie. Un
aporte más, en todo caso. Pero hecho desde el cine y
con un trabajo formidable de Miguel Ángel Solá. Si
la quieren ver, tal vez descubran algo que una crítica
demasiado centrada en ese momento en la exaltación
del “nuevo realismo argentino” les obliteró.
Discépolo encuentra la luz del mediodía, su
militancia, en la campaña del peronismo para las
elecciones de 1951. Se acabó el metafísico oscuro.
El hombre que no creía en nada. El tipo que decía
“la razón la tiene el de más guita”. No, porque la
guita la tenía la oligarquía, y no tenía la razón. El
peronismo venía a discutírsela. Y él lo iba a decir.
Ya lo saben: con el verso no le ganaba nadie.
Apold le pide que le ponga el hombre a la campaña
peronista. Al fin de la misma, Perón habrá de
decir: “Gracias al voto de las mujeres y a ‘Mordisquito’
ganamos las elecciones de
al vate, al tipo de Buenos Aires, al flaco loco,
genial, creativo. Al tipo que no se iba a andar con
caricias. Que iba a golpear fuerte. No sabía que eso
le costaría la vida. Lo llevaría a una muerte solitaria,
dolorosa. Pero no nos adelantemos. Ahora se
planta frente al micrófono y –sin que nadie pueda
responderle desde ninguna otra radio, porque así
el peronismo, era autoritario a rabiar– empieza a
decir verdades incuestionables y que nos servirán
para ver cómo un tipo como Discépolo visualizaba
con honestidad y con una gracia inigualable las
conquistas que se habían derramado sobre el país
desde el 17 de octubre de 1945. Discépolo era flaquito,
no era un tipo como para agarrarse a las
piñas con nadie. “Pero, ¡discutir! ¡Claro que vamos
a discutir!” Aclaro: la edición que tengo es la primera
que salió. Reúne las primeras charlas de Discepolín
y no tiene pie de imprenta ni el sello de la
Secretaria de Prensa y Difusión que era, sin duda,
la que lo había editado. O sea, el siniestro Apold.
Figura nefasta, desagradable, tachadora, fanática,
que el peronismo sostuvo sin vacilaciones, encontrando
en él, a no dudarlo, un elemento valioso,
necesario. Un Gobierno que tiene un Apold no
puede ser democrático. Salvo que se diga, como en
los setenta, que el peronismo era democrático porque
expresaba al pueblo. Pero esto es muy discutible.
Porque los socialistas, los radicales y hasta los
conservadores eran el pueblo. Y los comunistas, a
quienes tanta alergia les tuvo el peronismo, también.
La oligarquía era la clase golpista de siempre,
aliada a lo más reaccionario del Ejército esperando
el momento de asestar el golpe. De democrática
nunca tuvo nada. También es cierto que muchos
políticos golpeaban “las puertas de los cuarteles”.
También es cierto que el peronismo los encarcelaba.
Y a algunos los torturaba. Nada es sencillo en
esa historia. Pero para Discépolo todo estaba claro.
Se inventó un personaje para discutir con él. Era
“Mordisquito”. Era el típico “contrera”. Discépolo
le decía que antes los pibes “miraban la nata por
turno” y ahora “pueden irse a la escuela con la vaca
III
puesta”. Si el contrera se quejaba por algunos
problemas de desabastecimiento, por ejemplo, el
queso, Discepolín decía: “‘¡No hay queso! ¡Mirá
qué problema!’ ‘¿Me vas a decir que no es un
problema?’ Antes no había nada de nada, ni
dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez...
y vos no decías ni medio”. Y luego esa concepción
de la guerra hecha por cincuenta tipos en
tanto los demás duermen tranquilos porque tienen
trabajo y encuentran respeto. Insiste: “Cuando
las colas se formaban no para tomar el ómnibus
o comprar un pollo o depositar en la caja de
ahorro, como ahora, sino para pedir angustiosamente
un pedazo de carne en aquella vergonzante
‘olla popular’ (...) entonces vos veías pasar el
desfile de los desesperados y no se te movía un
pelo”. Y todas las charlas terminaban con un:
“¡No, a mí no me la vas a contar!” Y seguía, y era
implacable, y tenía razón, no decía mentiras,
decía verdades, cosas ciertas, verdaderas conquistas:
“Y yo levanto una lámpara, sabés; la levanto
para iluminar las calles de mi patria... ¡y mostrarte
una evidencia que no está! Los mendigos,
¿están? ¿Vos ves los mendigos?”. Habla de una
correntada de dignidad, de bienestar que se llevó
a los mendigos. Y esa correntada se los llevó para
bañarlos y traerlos de nuevo, limpitos, con la
raya al medio “cantando, no el huainito de la
limosna, sino el chamamé de la buena digestión
(...) ¿Dónde están los mendigos?”. Y sigue: “El
mendigo era en este país una vergonzosa institución
nacional (...) Y los pobres se te aparecían en
los atrios de las iglesias, en las escaleras de los
subtes, en la puerta de tu propia casa, famélicos y
decepcionados (...) con la dignidad en derrota
(...) Ahora las manos se extienden, no para pedir
limosna, sino para saber si llueve”. Frase de un
notable talento, de una gracia discepoliana, sólo
él podía decirla. Y sigue: “Acordate cuando volvías
a tu casa, de madrugada, y descubrías en los
umbrales, amontonados contra sí mismos, a los
pordioseros de tu Buenos Aires”. Y un cierre perfecto,
penetrante, sentimental pero fuerte y
poderoso: “Ahora la exclusividad de los umbrales
han vuelto a tenerla los novios”. Y esa frase candorosa,
pero que expresaba lo que sentían millones
de pobres que habían encontrado en el peronismo
lo que el vate decía: “Estamos viviendo el
tecnicolor de los días gloriosos”. Recuerda al Discépolo
del pasado: “Yo era un hombre entristecido
por los otros hombres”. Habla de una patria dirigida
por tenedores de libros que hablan en todos
los idiomas menos en el nuestro. “Pensá en esa
misma patria ahora contabilizada con números
criollos.” Y sigue: “Porque vos sos opositor, pero
¿opositor a qué? ¿Opositor por qué? La inmensa
mayoría vive feliz y despreocupada... y vos te
quejás. La inmensa mayoría disfruta de una preciosa
alegría, ¡y vos estás triste!”. Y hasta llegar a
querer olvidar “el barrio de tango”. Sí, basta de
“la esquina del herrero barro y pampa”. Basta de
barro. Se acabó ese tango de la pobreza. “Yo me
meto en el barrio, corazón adentro, y, después de
recorrerlo, te pregunto: ¿está el conventillo? Y
no, no está. Yo no quería encontrar más el conventillo
y no lo encuentro. ¿Cómo? ¿Que a vos te
gustaba más aquello? No. El suburbio de antes
era lindo para leerlo, pero no para vivirlo. Porque
a mí no me vas a decir que preferías el charco
a la vereda prolija... Y que te resultaba más
entretenido el barro que el portland”. Se acabó el
conventillo: “Un mundo donde el tacho era un
trofeo y la rata un animal doméstico”. Y antes:
“Acaso en el momento de la letra de tango hablemos
literariamente del catre, pero llega el
momento del descanso y cerramos el catre y dormimos
en la cama”. Y sigue: “Porque la nueva
conciencia argentina pensó una cosa. ¿Sabés qué
cosa? Pensó que los humildes también tenían
derecho a vivir en una casa limpia y tranquila, no
en la promiscuidad de un conventillo que transpiraba...
¡indignidad!” Y voy a concluir citando
un texto descomunal, de una conciencia humanitaria,
de un fervor por lo que hoy llamamos
“derechos humanos” que asombra. Quizá no sea
una gran frase. De hecho, es breve. No dice
mucho. Sólo se trata de saber leerla. De pensarla.
Detenerse en ella. Habla del hambre. ¿Cuánta
gente padece o se muere de hambre en el terrible
mundo de hoy? Discépolo, muy sencillamente,
dijo: “Y como todo el drama del mundo empieza
en el hambre, supongamos que toda la felicidad
del mundo empieza en la abundancia”.
DISCÉPOLO Y EVITA DIALOGAN
Como vemos, en sus charlas no mencionaba ni
a Perón ni a Evita. Sólo en la última menciona a
Perón. Estaba muy solo y preocupado. El odio
gorila no le perdonó nada. Lo mataron. Es cierto
que no tuvo quién le respondiera. Pero no dijo
mentiras. Podría haber dicho que había persecución
a los opositores. Autoritarismo. Que se había
cerrado
poco. Que veía en la oposición a ese peronismo de
estómagos llenos, del chamamé de la buena digestión,
al viejo país de la oligarquía mentirosa, represiva,
fraudulenta y antipopular. Igual, lo mataron.
En el film Eva Perón, con Esther Goris y Víctor
Laplace, dirigido por Juan Carlos Desanzo, escribí
un encuentro ficcional entre Evita, en la cama,
moribunda, y Discépolo, también moribundo, ya
que moriría antes que ella, en 1951, destrozado
por los ataques de sus enemigos.
Evita: Bueno, ¿y qué te pasa? Hasta al miserable
de Apold lo tenés preocupado. Me llama por teléfono:
“Discépolo no da más. Véalo un rato. Ayúdelo”
¿Qué te pasa, Arlequín.
Discépolo: Perdí a todos mis amigos, señora.
Estoy más solo que un perro. Tengo enemigos.
Me llaman por teléfono a las tres, a las cuatro de la
mañana. Me amenazan.
Evita: Qué más.
Discépolo: Esto.
De un pequeño maletín saca unos pedazos de
varios discos de pasta. Son discos destrozados.
Discépolo: Son los discos de mis tangos, señora.
Me los mandan así, destrozados. Me mandan cartas
injuriosas. Y ahora... el que está destrozado soy
yo.
Evita: ¿Y qué esperabas? ¿Flores? Los atacaste, te
odian. Son así. No perdonan. Y odiar, saben odiar
mejor que nadie. Te lo aseguro.
Discépolo: Pero hay algo en lo que tienen razón,
señora.
Evita (casi indignada): ¿En qué?
Discépolo: Yo tuve la radio. Yo pude hablar.
Ellos no. No pudieron responder. Apold no les
dio un solo espacio. Y usted lo dijo, lo acaba de
decir: Apold es un miserable. Y yo me dejé manejar
por él.
Evita: Y sí, es un miserable. Pero una revolución
no se hace sólo con ángeles como vos. También
se hace con miserables. (Pausa.) Oíme, Arlequín:
es muy simple: o hablan ellos o hablamos
nosotros. Apold es un canalla, pero nadie como él
para impedir que los contreras hablen. Lleva en el
alma la pasión de silenciar a los otros.
Discépolo: Entonces me equivoqué, señora. La
democracia...
Evita: Mirá, no me pongas de malhumor. La
democracia somos nosotros, los que estamos con
el pueblo. Los demás son la antipatria. (Pausa.)
Oíme, Discepolín, no te voy a mentir ahora.
Mirate, mirame. Los dos nos estamos muriendo.
¿Cuánto pesás?
Discépolo: No sé. Pero las inyecciones... ya me
las tienen que dar en el sobretodo.
Evita (muy convencida, muy firme): Enterate,
Discépolo: esto es una guerra. Y una guerra no se
gana con buenos modales. (Parodiando) “Vengan,
señores. Usen las radios. Digan las mentiras de la
oligarquía, las mentiras del antipueblo, las canalladas.”
¡No! ¡Ustedes se callan, señores! Mientras yo
pueda impedirlo ustedes no hablan más. (Pausa.)
Decime, ¿qué pensás que van a hacer con nosotros
si nos echan del Gobierno? Pensás... ¿que van a ser
democráticos, comprensivos, educados? Nos van a
perseguir, a torturar, a prohibir... a fusilar. Ni el
nombre nos van a dejar, arlequín. (Pausa.) Andá y
morite en paz. No te equivocaste. Las cosas son
así. Algunos lo pueden tolerar. Otros no.
Discépolo: Pero las cosas... no tendrían que ser
así, señora.
Evita (chasquea la lengua, fastidiada): No me
vengas con mariconadas de poeta.
(Nota: José Pablo Feinmann, Dos destinos sudamericanos,
Eva Perón, Ernesto Che Guevara, Editorial
Norma, Buenos Aires, 1999, pp. 122-123.
Hay más reciente y accesible edición de bolsillo.)
¡Pobre Discépolo si no llegaba a morirse cuando
se murió, temprano, dolorosamente, pero a tiempo!
No habría podido trabajar ni de acomodador
ni de boletero. Eso, ni lo duden. La venganza de
los “libertadores” no perdonó nada. Sin duda, el
peronismo fue duro en sus prohibiciones. Muy
duro y ahí estaba la mano jacobina de Evita. Pero
nadie puede decir en esta tierra que el peronismo
inventó las prohibiciones. La oligarquía vivió
prohibiendo, excluyendo, haciendo elecciones
fraudulentas. ¿O no eran prohibiciones los fraudes
de
Libertadora repugna por su cinismo. En un corto
de la época aparecía un locutor de entonces, Carlos
D’Agostino, esos tipos que se agarran a un
momento histórico y dicen “ésta es la mía”. Carlitos
D’Agostino hacía lo siguiente. Se oían muchas
voces de la calle. Y él, muy sonriente, fingía taparse
los oídos. Luego retiraba sus manos de ahí y
feliz decía: “No, ¡si es el ruido de la democracia!
¡Hoy, todos hablan, todos opinan, porque vivimos
en libertad!” Qué descaro. Perón no prohibió a
ningún partido. Subió al gobierno en elecciones
libres. Y los “democráticos”, los “libertadores”
prohibieron al partido mayoritario en nombre...
¡de la democracia! Y todo se veía muy lógico en
ese entonces. Los vieran a los radicales, a los socialistas,
a los democrataprogresistas. ¡Todos de
acuerdo! El patriarca del socialismo, don Alfredo
Palacios, a quien vi dar una conferencia en Necochea,
¡de acuerdo! Habló todo el tiempo de la
libertad. Y hasta recitó un poema que la exaltaba.
Había que prohibir al peronismo. ¡Era un peligro
para la democracia! Canallas, pequeños, miserables
hombrecitos, el peligro para la democracia era
precisamente el contrario: era prohibir al peronismo.
Pero si no lo prohibían el peronismo volvía.
Porque la paradoja era que habían expulsado del
poder al partido que tenía el abrumador apoyo del
pueblo. Ahí empezó la tragedia argentina. Ahí, la
necedad gorila decretó la muerte de Aramburu. La
historia tiene sus persistencias. Los hechos no se
desvanecen en el momento en que surgen. Quedan.
Perseveran. Y un día aparece un jovencito
con un revólver y le dice a Aramburu que lo va a
matar porque asesinó al general Valle. Palabra
(asesinato) que Valle utiliza en su Carta y con la
que sella el destino de Aramburu. La tragedia
argentina viene de lejos, es compleja, opaca, difícil
de entender, y trágica. Parte de esa tragedia fue
haberse devorado a Enrique Santos Discépolo,
notable, puro, acaso ingenuo poeta argentino.
Orestes Caviglia, que había sufrido lo suyo, lo
escupió en plena calle. Arturo García Bhur, actor
(oli)garca, que haría una torpe película propagandística
de
insultó. Le llegaban infinidad de anónimos agraviantes.
(Nota: Consultar la excelente biografía de
Sergio Pujol, Discépolo, Emecé, Buenos Aires,
1996.) Enrique era un flaco sensible, frágil, charlatán,
jodón, pero chiquito y pura sensibilidad. No
pudo aguantarlo, lo liquidaron en unos pocos
meses. Quienes le enviaban los discos despedazados
eran sin duda quienes luego integrarían los
“comandos civiles”, niños de la oligarquía, de la
alta clase media. Balbín, en un acto de campaña,
lo definió como a un “mantenido del peronismo”.
Le llegaban paquetes con excrementos. Entró en
un profundo cuadro depresivo, llegó a pesar treinta
y siete kilos. “Buenos Aires es una hermosa ciudad
(dijo), para salir de gira.” El 23 de diciembre
de 1951 se murió. No todos lo odiaban. Aníbal
Troilo llegó al sepelio y lloró, desesperado, largamente
sobre el cuerpo del poeta. Se dice que llegó
una ofrenda floral de Evita que decía: “Hasta
pronto”. Homero Manzi –desde un sanatorio en
que se moría de cáncer– le dedicó unos versos a
los que Aníbal Troilo les puso música. Así nació el
tango Discepolín. Que terminaba diciendo:
“Vamos que todo duele, ¡viejo Discepolín!” El
poeta de la desesperación, cuando creyó, lo hizo
con tanta vehemencia como cuando decía que
creer en Dios era dar ventaja, no aduló a nadie, no
nombró a Perón ni a Evita, sólo en la charla final
hay una mención a Perón, sólo ahí, lo que dijo fue
lo que alegraba su corazón: la dignidad de los
pobres, las casitas de ladrillos, el portland, las vacaciones,
el pleno empleo. Se equivocó porque tal
vez debió exigir que le pusieran a alguien que le
respondiera. Difícil saber si eso hubiera amainado
el odio que se lo comió. Después del ’55, a tipos
infinitamente menos talentosos que Discépolo, no
hubo nadie para responderles, ni siquiera un perro
que les ladrara un poco.