domingo, 17 de agosto de 2008

FILOSOFÍA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE-15-P. Feinmann.-










José Pablo Feinmann

Filosofía política del Peronismo

Página/12

15 Eva Perón (II)

General Viamonte (estación Los

Toldos) es un pequeño pueblo de la

provincia de Buenos Aires, con

casas chatas y calles arboladas que

muy pronto se pierden en caminos

de tierra. Como muchas otras poblaciones de

la República Argentina, Viamonte nació alrededor

de una estación. Fue inaugurada en

1893 y en aquel entonces se la llamó Los Toldos

por hallarse próxima la toldería del famoso

cacique Ignacio Coliqueo”, escribe Marysa

Navarro en la mejor biografía con que seguimos

contando sobre Eva Perón. (Nota: Marysa

Navarro, Evita, Planeta, Buenos Aires, 1994,

p. 19). Evita, por decirlo de modo directo y

acaso brutal, nace en medio de la nada. Nace

en un pueblito ignorado, insignificante, lejos

de cualquier centro urbano que pudiera tener

alguna importancia en la república, en el país

que habría de gobernar, junto a su marido,

con mano de hierro. Nacer en Los Toldos es

ya nacer bastarda. El que nace en Buenos Aires

nace en una gran ciudad. Una ciudad con historia.

Con linaje, prosapia. Con esa palabra

ampulosa que nombra a quienes, no bien vienen

al mundo, tienen asegurado el Ser: abolengo.

Esta es la primera marca de su bastardía.

Haber nacido en un lugar también bastardo.

Que nada tenía detrás, salvo algunas historias

de malones, indiadas bárbaras, algunas cautivas.

“¿De dónde sos, nena? ¿Dónde naciste?”

“En Los Toldos.” “¿Dónde queda eso? Nena,

¡nacer en Los Toldos! Ahí se nace para sirvienta.”

Sólo las sirvientas nacían en lugares así.

Las que estaban condenadas, en el mejor de

los casos, si tenían el coraje de hacerlo, a emigrar

a Buenos Aires, ciudad que las recibía con

gesto áspero, orgulloso, y las destinaba a oficios

subalternos: sirvientas, prostitutas, trabajadoras

en algún tallercito textil si sabían algo

de corte y confección. De esta forma, en Los

Toldos, “pueblito similar a tantos otros de la

República, nació una madrugada de mayo de

1919, Eva Perón –así por lo menos lo aseguran

los vecinos del lugar–, aunque la partida

de nacimiento de María Eva Duarte, hija de

Juan Duarte y de Juana Ibarguren indique que

nació en Junín, el 7 de mayo de 1922. Algunas

fuentes señalan que tanto el mes como el

año consignados en esta partida son erróneos,

pues en realidad Evita habría nacido el 26 de

abril de 1919”. Otra vuelta de tuerca sobre su

bastardía. Otra señal de impureza en su frente,

en su carne. Otra marca. Otro dato que no

podrá ofrecer. Ni siquiera se sabe exactamente

cuándo nació. Cualquiera sabe el día de su

nacimiento. Cualquiera celebra su cumpleaños.

El bastardo, ni siquiera eso. No vamos a

entrar en el análisis detallista sobre el porqué

de las distintas fechas. Puede que más adelante

veamos algo a raíz de su casamiento con

Perón. Aquí es otra cosa la que nos interesa. El

tema de la bastardía. Y decimos por qué. La

bastardía es el eje central para entender la vida

de Eva Perón. La de Evita es la aventura deslumbrante

de una pequeña chica de provincias

que busca darse el Ser. Ser algo. Tener entidad

ontológica. Derrotar su bastardía. Ella, que

nació en un lugar que era nada, que tuvo un

padre ausente, que no la reconoció, ella, la

bastarda, buscará a lo largo de su vida lo que

nunca poseyó: la densidad del Ser.

Para tratar esta cuestión no puedo sino

basarme en la gran obra de Sartre sobre el

tema: San Genet, comediante y mártir. No es

algo que no haya hecho. Todo el guión que

escribí para la película Eva Perón, de 1996, está

centrado en el texto de Sartre. O acaso no

todo, pero sí muchos de sus aspectos esenciales.

Tengo que decir algo sobre ese guión. Creo

que es uno de los mejores textos que escribí.

(Que nadie se preocupe: decir que es uno de

los mejores textos que escribí no significa que

sea bueno. Puede que sólo sea menos malo que

otros. ¿Está bien así?) Tuve la buena fortuna de

contar con una actriz que se encarnó en él, que

lo hizo suyo, que buscó a Eva a través de esas

palabras y la encontró como nadie en este país

y dudo de que en otros. La dirección de un

director como Juan Carlos Desanzo incidió

mucho en el resultado final. Nunca un director

de cine me respetó tanto un guión. Nunca una

actriz tuvo la libertad de Goris para entregarle

al personaje su dolor y su tragedia. Llegó a

pesar los treinta y tres kilos que pesaba Evita.

Destaco lo de Desanzo porque es un director

minusvalorado por una crítica que lleva a las

nubes a directores verdes como esos higos que,

si te los comés, te dan una diarrea de una semana.

Desanzo es un gran técnico. Tiene una

gran escuela. Nadie le dijo que era un genio,

un cineasta autor que tenía que filmar sus propios

guiones. No bien juntó la plata para hacer

el film, me llamó y me pidió el guión. Lo

demás salió fácil. La película tiene defectos,

pero todo veintiséis de julio, invariablemente,

es la película que se pasa para recordar a Eva

Perón. Tardará mucho en aparecer, si es que

aparece, una que la supere. Que el guión esté

lleno de premios no es un mérito que deba ser

tomado en serio. El cine es un arte del show

business y está organizado para el barullo. Hay

muchos, demasiados, festivales y en todos se

dan premios y se consagra a directores y a actores

para una eternidad, que, salvo en el caso de

los realmente talentosos, dura poco. ¿Saben por

qué? Porque se la creen. Tanto les dicen que

son “autores” y, peor, que son autores “geniales”,

que, inexpertos, jóvenes, consagrados

demasiado rápido, se la creen. Bien, este guión,

en el que me voy a basar tanto como en el

texto de Sartre, tuvo demasiados premios.

Algunos importantes. Uno, por ejemplo, en un

Festival de Boston, con un jurado exigente y

que no está en mis manos. Se lo quedó el productor,

pero tal vez le sirva a él más que a mí.

Y otros patéticos. Tengo un premio de la

Honorable Cámara de Diputados. Es de 1996

y se trata del “Premio Eva Perón a la verdad

revelada”. La película se le entregó en consideración

al director del Instituto de Cinematografía

de ese entonces, el señor Julio Maharbiz.

Los productores ansiaban que fuera enviada al

Oscar. Según fuentes certeras, todo parece

indicar que el señor Maharbiz la derivó al presidente

de la República de ese entonces, Carlos

Menem, con el siguiente lapidario juicio: “Es

basura montonera”. Yo había puesto en boca

de Eva muchos discursos sobre lo que, para

ella, era el peor peligro del peronismo: “El surgimiento

del espíritu oligarca en el corazón de

los dirigentes peronistas”. Se trataba de las clases

que ofrecía en la Escuela Superior Peronista,

lugar en el que simultáneamente Perón dictaba

sus visiones clausewitzianas sobre la conducción

política. Algunos los había modificado

para que apuntaran más certeramente al plexo

de la perversión menemista: “Yo, compañeros,

ya casi no le temo a la oligarquía que derrotamos

el 17 de octubre. Lo que a mí me preocupa

es que pueda retornar en nosotros el espíritu

oligarca (...). Y para que eso no suceda he de

luchar mientras tenga vida (...). Para que no

sean los peronistas los que entierren al peronismo”

(J. P. F., Dos destinos sudamericanos,

Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 1999,

pp. 54/55). Esto, pensaba, le va a caer pésimo

al menemismo. Menem lo absorbía todo. Le

llevaron la película, esa “basura montonera”.

La vio y dijo: “A mí me gusta”. Y la enviaron al

Oscar. No entró en la selección. No habían

seleccionado la de Alan Parker con Madonna,

menos iban a darnos importancia a nosotros.

Pero no importa. Lo del Oscar es un albur que

se corren los productores. Lo notable es cómo

no había discurso ideológico-político que

pudiera hacerle cosquillas al cinismo de

Menem. Al menos, Maharbiz tenía fresco su

odio y sabía qué detestar y qué no. No sé si el

film era “basura montonera”, pero sin duda era

la visión de la izquierda peronista, que, lo digo

una vez más y lo voy a decir muchas veces

todavía (pues ni entré en ese tema), no se agotaba

en Montoneros. Era la Evita combativa, la

que se quemaba en el fuego de la militancia. A

esa Evita la construimos todos en los setenta.

Lo raro era traerla en los noventa. Beatriz Sarlo

escribió en alguna parte: “Volvió la Evita montonera”.

No sé. Si todos quieren regalarles la

Evita de la pasión, del amor por los pobres, la

Evita del traje sastre y el rodete a los Montoneros,

desde aquí nos vamos a oponer. Evita no

puede ser reducida a los Montoneros. Y mucho

menos esa imagen de Evita que es, precisamente,

la verdadera. Porque ella no fue lo que sugería

había sido la burla de Halperin Donghi en

Maryland, en 1984, cuando chismorreó que

los jóvenes de la JP, siempre tontos, engañados,

malentendiendo todo, visitaron a Delia Parodi

y le hablaron de Eva y la vieja Parodi les dijo:

“Vean, lo siento, pero la señora no era así”. La

Señora era así. Y ya vamos a ver por qué necesitaba

ser así.

EL LENGUAJE DE

LA OLIGARQUÍA

Evita no es la del retrato de Manteola, el que

ilustra la portada de la edición Peuser de La

razón de mi vida. Tampoco es la Evita vociferante

de Carpani, aunque respeto más la visión

de Carpani. Ahora, en esta pictorialidad, interviene

la Evita excepcional del artista Daniel

Santoro. Tal vez sea ella. No sé. Cuando veo la

Evita de nuestro film me cautivo y me emociono.

Creo que ella es ésa. Que Goris hizo un

milagro de encarnación. Se metió en el cuerpo

de un personaje, se adueñó de todas las palabras

que yo había escrito y las dijo con una justeza,

una pasión inigualables. Ahora ya está. Si

tantos consideran, en todos los 26 de julio, que

es nuestro film el que deben proyectar, quizá

II

no nos equivocamos. Más aún: probablemente

dimos en el corazón del asunto, en el corazón

de Eva.

Lo que vamos a tratar es la cuestión de la

bastardía. Si la vida de Eva fue la búsqueda de

un ser, de ser algo, de dejar de ser una nada

impecable, una bastarda nacida en un pueblo

inexistente, el punto más arriesgado de esta

lucha estuvo en su ambición por la vicepresidencia

de la República. Veremos el análisis

que Sartre hace de la bastardía en su San

Genet y veremos los más que atinados análisis

que desarrolla Juan José Sebreli en el que

(para su infortunio y su posible desagrado) es,

para mí, el mejor de sus libros: Eva Perón,

¿aventurera o militante? El mejor, quiero decir,

lejos. Durante el año 1996, en medio del auge

de la película de Madonna-Parker, le ofrecieron

reeditarlo. Deben haber sido varias las

ofertas. Se negó. Era tan poderoso el antiperonismo

que había crecido en él desde 1966

hasta entonces, que se negó, rechazó todo.

Cualquiera hubiera reeditado un libro que es,

en rigor, excelente. Con una simple aclaración:

“Yo pensaba eso entonces. Ya no pienso

así. Pero creo que ese libro enriquece el debate”.

Pocos, hoy, lo conocen. Menos lo han

leído. Hay que admitir que Sebreli fue fiel a sí

mismo: “No quiero ni oír hablar de ese libro”.

Pero, ¿tenía razón? ¿Por qué no aceptarlo

como un libro que, si bien no reflejaba su presente,

era parte de su historia? ¿Tanto quería

negar esa historia? Sarlo se le parece cuando

dice que nada de lo que escribió antes de 1984

(espero no equivocarme en esta fecha) o de

1980, no le pertenece. Somos también lo que

hemos sido. No podemos dejar de serlo. Lo

somos aun en el modo de no serlo. A uno le

duelen muchas de las cosas que ha escrito.

Pero el motivo de ese dolor no es sólo porque

ahora haya cambiado de opinión. A veces ocurre

que la historia nos ha castigado tanto que

nuestros escritos del pasado se han tornado

patéticos. En mi libro de 1974, El peronismo y

la primacía de la política, luego de analizar el

discurso del ministro de Hacienda de Aramburu,

Eugenio Blanco, que terminaba diciéndoles

a los jóvenes a los que se dirigía que

habrían de asistir, ahora, con la caída del

“régimen depuesto”, “al retorno de la Argentina

de vuestros padres y abuelos, que vieron

crecer a este país en una atmósfera de libertad,

de decoro, de decencia y de austeridad republicana”

(Ibid., p. 158), yo había escrito un

texto que suele estremecerme por

su candidez, por su esperanza

inmediatista, excesivamente

joven, no trabajada

por el

desconsuelo ni por los fracasos, por nada, sólo

nacida al calor de la esperanza, de las ilusiones

tempranas. Era el que sigue: “No volvió, sin

embargo, esa Argentina. Un 17 de noviembre

de 1973, el líder de los trabajadores pisaba

nuevamente el suelo de la Patria: volvía, traída

por la lucha del Pueblo, la Argentina de

Perón” (Ibid., p. 158). Carajo, ni sospechaba

yo cuál habría de ser la Argentina de Perón

que volvía. Imaginaba un país más justo, con

un pueblo feliz, un líder viejo y sabio y una

juventud impetuosa. Regresaba, en cambio,

algo nuevo. Algo que no regresaba. Que aparecía

brutalmente por primera vez. La Argentina

de los aparatos represivos del peronismo

manejados por el cabo sanguinario, por Lopecito.

Y un Perón duro, que le dio la espalda

desde el primer día a la juventud maravillosa y

dejó hacer a los mercenarios. Que los mantuvo

quietos, en parte, mientras vivió, pero les

permitió organizarse ante sus propios ojos

complacientes. El pueblo, lejos de ser feliz, se

retiró, asustado, espantado a sus casas, que no

eran “fortines montoneros”, eran simples

hogares de trabajadores que sólo sabían ganarse

el pan de cada día para la mesa familiar en

un clima de paz, como el peronismo les había

enseñado. ¿Qué podía yo hacer con mi texto

patético, burlado por una historia de sangre,

de cadáveres, de zanjas clandestinas? Durante

años lo escondí. Saqué otra versión retocada,

en la que textos como ése no estaban. No

quiero que sea así. Que se lea. Ahí está. Yo

tenía treinta años. Todo me ruboriza. Escribir

“Patria” y “Pueblo” con mayúsculas. Creer

que a Perón lo traía la lucha del pueblo y no

sospechar siquiera que si volvía era porque

había pactado con los militares frenar a la guerrilla

y manejar un gobierno basado en el

empresariado nacional y los sindicatos. No

estoy seguro de muchas cosas. O sí, pero luego

de varios quebrantos. Pienso que hablar de “la

lucha del Pueblo” es excesivo. El pueblo peronista

no era un pueblo de lucha. La que peleó

fue la militancia y las formaciones especiales

que enfrentaron a un régimen ilegal, anticonstitucional,

al régimen de la “Revolución

Argentina” de Onganía y los cursillistas ultracatólicos,

que

empujaba a la rebelión

y a la violencia

por negarse a autorizar

algo tan simple

como que Perón

regresara y punto.

¡Cuántas vidas se

habrían evitado! Aun en

1972 no era todavía tarde.

Menos lo había sido en 1964,

ahí estuvo el error que hace caer

sobre el gorilismo militar y político

(la cancillería radical del gobierno de

Illia) la responsabilidad de haber frenado

el retorno político al líder que los trabajadores

reclamaban. ¡Tanto hubo luego que

luchar para traerlo que nadie pudo frenar

nada! Canallas, todo por no perder unas elecciones.

Por seguir prohibiendo dictatorialmente

al peronismo, que reclamaba simplemente

su legalidad. Entonces, en 1972, escribí

eso: que a Perón lo traía la lucha del Pueblo,

con mayúscula. Eramos casi todos peronistas

en esa encrucijada porque Perón tenía que volver

alguna vez. Pero, ¿qué lo había impedido?

Analicen todo el estiércol gorila y conservador

y milico que tiene el final del discurso de

Eugenio Blanco, pronunciado en noviembre

de 1956 en la Facultad de Ciencias Económicas

de la UBA. “Vosotros, jóvenes (...) vais a

asistir al retorno de la Argentina de vuestros

padres y abuelos, que vieron crecer a este país

en una atmósfera de libertad, de decoro, de

decencia y de austeridad republicana.” ¡Cuánta

basura junta! El estilo del discurso: “vosotros”,

“vosotros vais”, “vuestros padres y abuelos”.

¿A quién le hablaba Blanco? No a los

obreros, desde luego. Les hablaba a los universitarios

del Cristo Vence y de los comandos

civiles. A los niños universitarios de una universidad

para ricos, para pocos. ¿Qué palabras

usaba? ¿Qué palabras nos enseñaron a odiar

estos gorilas represores, conservadores jurásicos

que se adueñaron del poder luego de echar

a Perón, con el cual uno también tiene sus

buenas broncas porque no los enfrentó como

era necesario? “Atmósfera de libertad.” “Decoro.”

“Decencia.” Y la cifra perfecta del lenguaje

reaccionario argentino: “austeridad republicana”.

Esta es la república que yo conocí desde

niño. La república austera de los golpistas, de

la derecha, de los conservadores, del poder, de

la oligarquía, de la Sociedad Rural y de los

militares. Caramba, voy a reeditar ese libro

ingenuo de 1974. Porque entre mis ingenuidades

acerca de la “lucha del pueblo” y la postulación

de Perón como el “líder de los trabajadores”

que esa lucha permitía regresar a la

patria y las palabrotas viejas, gorilas, golpistas,

que todavía se oyen, porque estamos hartos de

unos cuatro o cinco años a esta parte de volver

a oír a hablar de la “austeridad republicana”,

me quedo con mis ingenuidades. Y bueno, es

cierto: no se me hizo. Ni a mí ni a la mayoría

de todos los de mi generación. Pero no hablábamos

el lenguaje de Eugenio Blanco ni propugnábamos

el regreso de la patria de nuestros

padres y abuelos. Porque esa patria no existía.

Porque muchos de nosotros no teníamos abuelos

argentinos. Ese lenguaje de Blanco es terriblemente

oligárquico porque establece el linaje

del poder. Y aquí es donde volvemos a la

bastardía de Evita. Ella nunca podría decir “la

patria de nuestros padres y abuelos” porque

sus padres no eran sus padres o no la habían

reconocido. Sus abuelos no existían. Y, sobre

todo, nunca la patria había sido de ellos. Ahí

está mi texto de 1974. Salió el libro en esa

fecha, pero yo lo escribí en 1973. En pleno

auge de nuestras patéticas esperanzas, de nuestra

desgarrada historia, cuando, en rigor, no

creíamos que volvía ninguna historia, sino que

volvía el líder de los trabajadores para que,

entre todos, hiciéramos una nueva. Se sabe

cómo terminó todo. Otra vez volvió la patria

de los padres y los abuelos de la oligarquía.

Esta vez con más furia que nunca. Venían

también a defender a la república. Cierta vez,

en San Juan, una tarde de terrible calor, en

pleno 1977, vi un enorme cartel, ya ni recuerdo

qué hacía en San Juan, ni importa, vi,

decía, un enorme cartel, un afiche pegoteado

en toda una pared. Exhibía la Pirámide de

Mayo. Era la República, sí. Y debajo de ella

había unos sables que la sostenían. Y arriba,

bien visible, con letras enormes, una leyenda:

“La venimos salvando desde 1810”. Y abajo,

al pie, también con letras enormes: “La volveremos

a salvar ahora”. Ahora esa república reaparece

defendida por una caterva de periodistas

(periodistas, no teóricos ni ensayistas ni

académicos) que se enfervorizan atacando a un

gobierno al que llaman “montonero”, “terrorista”,

“autoritario”. Debo confesar que esa

“República”, cuya defensa y cuya excusa como

arma para atacar a sus supuestos agresores

viene desde Mitre y Sarmiento, tiene hoy

defensores de poca clase, de poca credibilidad,

de excesivo hambre de visibilidad mediática.

EVA Y JEAN GENET

Supongo que Sebreli se va a incomodar conmigo

porque retome, me haga cargo, busque

materiales valiosos en ese libro, que él se negó

a reeditar. Supongo que hay frases, enteros

pasajes de ese libro que hoy, de la mano de

López Murphy o de la señora Carrió, le fastidiarán

en grado extremo. Por ejemplo: “Las

relaciones entre el Ejército y Eva Perón muestran

al desnudo la mentalidad castrense: su

prejuicio de clase, su espíritu de cuerpo, su

patriarcalismo, su misoginia y el moralismo

hipócrita típicamente pequeñoburgués. La

supuesta inmoralidad de Eva Duarte era el

modo inconsciente de ocultar el verdadero

III

contenido social que ella implicaba: su identificación

con la clase obrera. El hecho de que

Perón haya logrado superar los prejuicios de su

clase y de su profesión al casarse con Eva Duarte,

está indicando su capacidad revolucionaria.

Un escritor poco simpatizante del peronismo,

como Luis Franco, debió reconocer que

la muerte de Eva Perón “fue una pérdida

para el proletariado en su sorda puja con el

Ejército...” (Juan José Sebreli, Eva Perón,

¿aventurera o militante?, Ediciones Siglo XX,

Buenos Aires, 1966, p. 106/107. Bastardillas

mías). Coincidimos en que –según ya he

dicho– el casamiento con Eva es el acto más

revolucionario de Perón. Y yo agregué: quizás

el único. Hay más textos que hoy serán intolerables

para Sebreli: “Todos estos episodios

sentimentales y pintorescos no deben servir

para ocultar lo principal: las efectivas conquistas

sociales logradas por los trabajadores

en el período peronista. ¿Qué quedaría de la

‘influencia magnética’, de la ‘sugestión’ de

Perón y Eva Perón sin los aumentos efectivos

de salarios, la rebaja de alquileres, las indemnizaciones,

las jubilaciones, los aguinaldos,

las vacaciones pagas, la asistencia social, el

voto femenino, las huelgas apoyadas por el

Estado contra la patronal?” (Ibid., p. 97). Y

también: “De la figura de Eva Perón y el

peronismo en general pueden extraerse algunos

argumentos como para colocarlos en la

línea de la reacción, pero la oligarquía nunca

se equivoca, los ha considerado irremisiblemente

como sus peores enemigos y eso es suficiente para

reconocer su verdadero significado histórico

(Ibid., p. 119. Bastardillas mías). Dejaremos

por el momento al compañero Sebreli y volveremos

al tema de la bastardía de Evita, del

que él se ha ocupado brillantemente en su

libro, pues ha seguido también el Saint Genet

de Sartre. En 1966, cuando publica este

libro, Sebreli era el súper exitoso autor de

Buenos Aires, vida cotidiana y alienación. Era,

como lo soy yo todavía, un hegeliano, marxista-

sartreano. No un peronista, sino alguien

que analizaba el fenómeno del peronismo

desde ese universo categorial. El fenómeno

de la izquierda peronista, que lo agarró grande

y ya un poco viejo, le amargó bastante la

vida. Ahí empezó a transformarse en el campeón

del anti-populismo. Y embiste contra

las categorías centrales del peronismo juvenil.

El Tercer Mundo, por ejemplo. Publica, en

pleno año 1976, cuando todos se rajaban, o

buscaban seguridad, un libro lleno de bronca

con la JP titulado: Tercer Mundo, mito burgués.

¿Tan limpio estaba como para publicar

un libro en 1976? ¿No temía asomar la cabeza

en un momento en que todos se guardaban?

¿Qué pasó ahí? Los militares habrán

advertido que era un libro contra la ratio

montonera y habrán decidido darle carta

blanca. Pero el libro hablaba de un “mito

burgués”. O Sebreli era excepcionalmente

valiente o su odio contra el populismo de la

izquierda peronista lo llevaba a desafiar todo

riesgo. Y también: ¿no era un poco hijoputesco

sacar un libro contra la izquierda peronista

en un momento en que la estaban sacrificando

en los campos de concentración de la dictadura?

Volvemos a la bastardía de Evita. El bastardo

no tiene nada atrás. Es la antítesis del

hombre de bien, del señor burgués, del oligarca.

Estos tienen “padres y abuelos”, como

memorablemente ha dicho el ministro Eugenio

Blanco. El bastardo no tiene nada. Ni

padres tiene. Al no tener nada, él no es nada.

Tiene que inventarse. Estamos, aquí, en

pleno sartrismo, otro abominado por la academia.

¿Qué pasa con la academia? ¿Qué significan

estos desprecios? Un joven de veinte

años me acaba de enviar un mail, lo hizo,

precisamente, hoy: “Cuando crecí, leí más

aún de Foucault. Me decepcioné mucho

cuando entré en la academia y descubrí, en

medio de una crisis, que era un autor que no

solamente no se estudiaba, sino que además

era mala palabra (como su apellido, creo que

lo sabe, también es mala palabra en la FFyL y

he tenido grandes discusiones por declarar

que leía sus novelas o sus fascículos)”. No sé

mucho de la llamada “academia”. Pero, ¿qué

les pasa? Vean, si me quieren negar a mí,

háganlo. No me van a entristecer demasiado.

Olvídense de mí. Y de muchos otros. Pero,

¿de Foucault? Eso es realmente grave. ¿En

qué se basa ese desdén? Ninguno de ustedes

es digno de haberle lustrado los zapatos a

Foucault. Calma, señores. Pierden alumnos

así. O los forman para el diablo. ¿Qué están

enseñando? ¿Wittgenstein? ¿El viejo andamiaje

del positivismo lógico? ¿La línea Heidegger-

Lacan-Derrida? En fin, hagan lo que

les parezca. Alguna vez habrá que hacer un

debate serio y analizar en manos de quiénes

está el conocimiento y su enseñanza en la academia.

En el país.

Otro negado por los aparatos del poder

académico es el filósofo que hemos elegido

para acercarnos más hondamente a la esencia

del personaje que tratamos. Sartre. Es (según

Eduardo Grüner en su Prólogo al San Genet)

eso que Marx decía de Hegel: un perro muerto.

“Ha superado hasta el infundio y la

denostación, para ser arrojado por ‘los otros’

al peor de los infiernos: el de la indiferencia”

(Sartre, Ibid., p. 27). Ninguna cátedra importante

de una universidad argentina lo tiene hoy

en su bibliografía. “Lo cual, escribe Grüner,

quizá sea una buena señal: la de que todavía

molesta” (Sartre, Ibid., p. 27). Sin duda,

molesta. Sartre es el último y el más lúcido

representante de una filosofía comprometida

con la historia. De una filosofía que salga del

ámbito sofocante de la academia y se juegue

en otras situaciones, encrucijadas. Nunca le

importó el segundo Heidegger, ni el tercero

ni todos los que todavía puedan inventar.

Jamás podrá ser instrumentado por la derecha,

a la que le robó la palabra libertad, la

central de su pensamiento. En fin, ya hemos

tratado esta cuestión. Sartre cayó con el

Muro de Berlín. Hoy, que se levantan muros

por todas partes, acaso podamos abrir unas

cuantas puertas para su necesario regreso.

Pero seremos pocos. Es posible que nunca

regrese Sartre. No a la academia, al menos.

Se tiene mucho miedo de perder los cargos.

El poder impone lo que hay que decir, lo que

hay que pensar, lo que hay que escribir. Eso

es lo que se enseña.

Corre el año 1952 y Sartre publica Saint

Genet, comédien et martyr, en ediciones

Gallimard. Es un Prólogo destinado a las

Obras completas del poeta Jean Genet.

Según se sabe, Sartre era un escritor que se

desbordaba. John Huston le encargó un

guión cinematográfico sobre Freud y él se

le apareció sólo un par de días después con

un texto de ochocientas páginas. El San

Genet, en tanto Prólogo, es más extenso que

las Obras completas Jean Genet. Es un estudio

sobre la condición del bastardo. Un

estudio sobre la búsqueda del Ser. El bastardo,

al no provenir de un padre o una

madre, como la sociedad burguesa ha establecido,

no tiene Ser. No Es. El bastardo no

tiene nada detrás. Pero habrá de luchar por

Darse el Ser. “Ni durante un instante se

imagina que está condenado a la pobreza y

la bastardía” (Sartre, Ibid., p. 47). El bastardo,

para superar su bastardía, debe

actuar. Actuando se elegirá a sí mismo.

Decidirá lo que habrá de ser. Irá en busca

de su Ser. Se hará Ser. Será lo que haga de

sí. La condición del hombre es, para Sartre,

la de un agujero en la plenitud del ser. Porque

el hombre es una nada. El hombre No

Es. Tiene que hacerSe. Ese hacerSe es su

proyecto. El hombre, por medio de su proyecto,

se arroja hacia sus posibles para darse

el Ser. La búsqueda del bastardo es la búsqueda

ontológica de la densidad del Ser. Lo

han hecho bastardo. Ha nacido bastardo.

“¿Quién es tu papá, Evita?” “No tengo

papá.” Juan Duarte, el padre de Eva y sus

hermanos (que son tres mujeres y un varón:

Elisa, Blanca, Juan y Hermida), el habitante

ocasional de la casa y de la cama de

Juana Ibarguren, la madre de todos, muere

el 8 de enero de 1926 en Chivilcoy, entre

los suyos, entre su familia legal. La otra

familia era la que tenía en Los Toldos. No

era algo inusual en la época. Viajante de

comercio, Juan Duarte (cuyo nombre heredará

el famoso Juancito, el Isidorito Cañones

del peronismo, el cabeza hueca, “Jabón

Lux” porque lo usaban nueve de cada diez

estrellas de cine) tenía dos familias. Pero la

legal, la honesta, la familia en cuyo seno él

había elegido morir era la de Chivilcoy. Era

la que había formado con Doña Estela

Risolía. El día de su muerte, Juana Ibarguren

carga a sus cinco hijos y se va al velatorio

de Chivilcoy. Se produce una escena

memorable. Las dos familias del difunto se

enfrentan. Doña Juana quiere entrar. Quiere

que sus hijos vean por última vez a su

padre. Pero, al principio, le impiden la

entrada. Este hecho habrá de marcar duramente

a Evita.

Hombre de negro (a Doña Juana): Señora,

no ensombrezca la memoria de don Juan

Duarte, por favor. Ahí dentro está su verdadera

esposa (algo solemne:), Doña Estela Risolía.

Ella es la única que tiene derecho a llorarlo

como viuda.

Doña Juana: Yo no seré su viuda. Pero fui

su mujer. Y éstos son sus hijos. Los cinco

hijos que tuvo conmigo, señor. Y tienen

derecho a ver a su padre por última vez... y a

besarlo en la frente.

(...)

Hombre de negro: Estos no son los hijos de

don Juan Duarte. Los hijos de don Juan

Duarte están allí, señora, en esa casa, llorando

a su padre. Estos niños son hijos de la

lujuria y el pecado. Son bastardos, señora. Y

los bastardos no tienen padre. Váyase, por

favor (J. P. F., Dos destinos sudamericanos, ed.

cit., p. 19).

Bien, si obviamos que para el guionista

resulta evidente que el representante de la

familia Risolía ha leído el San Genet de Sartre

ya en 1926, la escena ha de haber ocurrido

de modo semejante. En serio: la palabra

bastardo es muy común y pertenece más

al rico vocabulario de las provincias que al

de los “centros urbanos”. Es muy probable

que la pequeña Eva la haya oído aplicada a

ella o a sus hermanos más de una vez.

Seguimos con el bastardo. El no se ha

hecho ese ser que no es. Ser bastardo es no

ser. Pero él puede hacer algo con eso que

han hecho de él. Si de él han hecho alguien

que No Es, él habrá de conquistar su Ser.

Habrá de ser alguien que Es. “No somos

terrones de arcilla (escribe Sartre) y lo

importante no es lo que hacen de nosotros,

sino lo que nosotros mismos hacemos de lo

que han hecho de nosotros” (Ibid., p. 85).

Esta frase, que es de 1952, reaparecerá en el

célebre Prólogo de Sartre a Los condenados

de la tierra, de Frantz Fanon, que es de

1961. Era, qué duda cabe, axial en su pensamiento.

Porque, en Sartre, la bastardía es

lo que define la condición humana. El

hombre es bastardo porque es una nada

arrojada hacia sus proyectos. Veremos esto

con más detalle. Aun Victoria Ocampo, por

remitirnos a la otra mujer célebre de la

Argentina, la elegida por la derecha y por la

izquierda ilustrada y antiperonista, tiene

que hacer algo con lo que han hecho de

ella. Y Ocampo es la antítesis de la bastarda.

La oligarquía tiene el Ser como posesión.

Lo tiene naturalmente. No necesita

luchar por él, ni ganárselo, ni comprarlo.

“Los campos no se compran, se heredan”,

es la frase que define al oligarca.