José Pablo Feinmann
Filosofía política del Peronismo
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16 Eva Perón (III)
La oligarquía es incestuosa
Siguiendo el derrotero existencial de Genet, Sartre
lo atrapa en esos intentos por darse el Ser, por
ser Algo. “Sí: hay que decidir; matarse es también
decidir. El ha elegido vivir, ha dicho contra
todos: seré el Ladrón” (Sartre, Ibid., p. 85). Para
Genet, robar no es sólo robar. Robar es ser el Ladrón. Si robo
es porque quiero darme la densidad de ser algo. En este caso,
ladrón. Si tomamos el vocabulario de esa conferencia que pronuncia
Sartre en 1946 y a la que titula, muy expresivamente,
El existencialismo es un humanismo, diríamos que el bastardo
empieza por existir, porque no tiene nada detrás de sí. Nada
que lo justifique. No tiene esencia. En él, de modo ejemplar, la
existencia precede a la esencia. Victoria Ocampo, la oligarquía,
tiene todo detrás de sí. No tiene nada que justificar. Vive por
derecho de linaje. Los sinónimos de linaje son muy ilustrativos.
O, al menos, ilustraremos algunos. Estirpe, alcurnia, prosapia,
abolengo. Nos detendremos (aunque, no olvidar esto,
son todos sinónimos) en abolengo y sangre. El abolengo indica
algo cerrado, algo vuelto sobre sí. De aquí que entre sus sinónimos
figure cuna. “Pertenecemos a la misma cuna.” “A la
misma prosapia.” “A la misma estirpe.” En resumen, “a la
misma sangre”. No es casual que en el cuento de Cortázar,
“Casa tomada”, que luego habrá de ser interpretado como una
metáfora de la oligarquía invadida por la barbarie peronista,
los protagonistas sean dos hermanos entre quienes hay relaciones,
apenas insinuadas, incestuosas. La oligarquía es incestuosa.
Lo es en tanto sólo se reconoce a sí misma. Sus miembros
comparten una raíz. Un tronco. La oligarquía es jerárquica.
Hunde sus raíces en la tierra. Y esa tierra, además, le pertenece.
Para los deleuzeanos: la oligarquía es arborescente, no rizomática.
Si el rizoma crece en el modo de la horizontalidad, si
cada rizoma vale tanto como el otro, si el rizoma no tiene su
centro en ninguna parte sino en todos los rizomas, la oligarquía
es, por el contrario, arborescente. Tiene raíces. Esas raíces se
hunden, ¿dónde? En el pasado, en
tiene detrás de sí toda su historia. Y su historia es la historia de
la patria. Si la historia de la patria es la de la oligarquía es porque
la patria le pertenece. Ella la ha hecho. A veces, cuando se
la cuestiona, la oligarquía, o sus defensores, no necesariamente
oligarcas, dicen que ella ha hecho este país. Que, mal o bien, lo
ha hecho. Este “mal o bien” justifica cualquier cosa. Pero arroja
sobre nuestros rostros la certeza oligarca: ustedes no hicieron
nada. Nosotros –mal o bien– hicimos este país. Y aunque uno
les diga que lo hicieron mal, nada cambiará: “Lo hicimos.
Ustedes están aquí por el país que nosotros hicimos”. Resulta
claro que “ellos” hicieron el país porque impidieron, casi siempre
por medio de la violencia, que pudiera hacerlo cualquier
otro grupo, al que rechazaron no bien le vieron alguna intención
hegemónica. Tratar de hacer “otro” país del que hizo la
oligarquía es precisamente la máxima subversión. Quien lo
haya intentado y quien lo intente probará el frío puñal de los
elegidos.
Me permitiré insistir con el concepto deleuzeano de rizoma,
dado que, creo, resulta aquí bastante útil. El rizoma tiene el
valor de anular el esquema jerarquizante. Se puede pensar
desde él la política. De hecho, durante los intentos de democracia
directa y durante el asambleísmo de fines del 2001 se
empleó con notable riqueza. Deleuze y Guattari elaboran el
concepto a partir de la botánica. El rizoma, en tanto tallo subterráneo
que se ramifica en múltiples, diversas direcciones, no
tiene centro. Abomina del concepto de origen. Hay una anulación
de las jerarquías. Donde es imposible fijar un centro es
imposible establecer una verticalidad. Deleuze y Guattari aplicaron
el rizoma al psicoanálisis de modo brillante: “Tomemos
una vez más al psicoanálisis como ejemplo: no sólo en su teoría,
sino también en su práctica de cálculo y tratamiento, El psicoanálisis
somete al inconsciente a estructuras arborescentes (...) A
órganos centrales, falo, árbol-falo. El psicoanálisis no puede cambiar
de método: su propio poder dictatorial está basado en una
concepción dictatorial del inconsciente. El margen de maniobra
del psicoanálisis queda así muy reducido. Tanto en el psicoanálisis
como en su objeto, siempre hay un general, un jefe
(el general Freud)” (Deleuze, Guattari, Mil mesetas, capitalismo
y esquizofrenia, pre-textos, Valencia, 2002, p. 22). Como vemos,
lo que de aquí se puede deducir es que la oligarquía es falocéntrica.
El falo oligárquico es el tronco que más profundamente
horada la tierra de la patria que sólo se deja penetrar por él. La
Patria es de la oligarquía, pues ella ha hundido ahí su falo desde
el inicio y no ha dejado de hacerlo. Todo aquel que intente hacer
lo mismo será cercenado. El árbol (al que la oligarquía llama
arbol genealógico pues la traslada hasta el origen, que es el de la
Patria) es, en el imaginario sexual oligárquico, tronco y este
tronco no sólo ha penetrado a
hecho que es su columna vertebral. En suma, la columna vertebral
de la patria es el falo oligárquico.
Todo rizoma se relaciona con otro y, en este sentido, cada
rizoma es su propio centro pero no hay centro del rizoma. Ningún
rizoma puede hacer de su propio centro el centro del rizoma.
Si lo hiciera, el rizoma ya no sería lo que es. Hay una democratización
por medio de la cual el centro está en todas partes y se
carece de raíz y de tronco. Este esquema, el de tronco y el de
raíz –al que estamos más acostumbrados– es el esquema arborescente.
En el que hay una raíz y de esa raíz crecen las distintas
ramificaciones que tienen en común un hecho decisivo: todas
remiten a la misma raíz. De aquí que la oligarquía sea arborescente
y no rizomática.
(Sobre el concepto de rizoma: Gilles Deleuze y Félix Guattari,
Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Pre-textos, Valencia,
2002. Sobre todo
de oligarquía, de grupo, de casta, de familia, de cuna. ¿Por
qué cuna es sinónimo de estirpe o linaje? Porque toda la oligarquía
pertenece a la misma cuna. Si digo que la oligarquía es
incestuosa, si Cortázar lo insinúa en su cuento, es porque la oligarquía
comparte la raíz (la tierra, su posesión), la sangre y la
cuna. Otros sinónimos de linaje retornan sobre el concepto,
clarificándolo: casa, hogar, nacimiento. O también: raza (por
eso la oligarquía es racista y detesta a la “negrada”, que no tiene
su color, que no pertenece a su casa, que tiene otro nacimiento,
un nacimiento bastardo, pues todo nacimiento que no remita a
un origen común de casta implica bastardía) y familia. El otro
sinónimo es origen. Del concepto de origen la oligarquía extrae
el de origen absoluto. El origen de todas las cosas. Es decir, Dios.
Con lo cual hemos formado la conocida fórmula de la derecha
oligárquica o ultracatólica, que es también la simple oligarquía,
ya que es imposible diseñar una derecha oligárquica, toda la oligarquía
es de derecha. La conocida fórmula queda ahora al desnudo:
Dios, Patria, Hogar.
La oligarquía es causa;
el bastardo: efecto sin causa
David Viñas tiene el mérito, entre otros, de haber sido el primero
en llevar al análisis un texto imprescindible de Miguel
Cané, el tierno autor de Juvenilia, texto obligatorio que todos
hemos debido leer en nuestras escuelas (pues la oligarquía,
antes que el peronismo, impuso sus libros de lectura), el despiadado
impulsor de
ley de expulsión”, paranoico grave, que escribió, a uno de su
casta, acerca de su horror por la “invasión” cosmopolita que la
política inmigratoria de Buenos Aires había provocado. Cané se
sentía obsesionado por el peligro que corrían las mujeres del
círculo oligárquico. Se proponía impedir “que el primer guarango
democrático (la oligarquía detesta la democracia, su
mundo es jerárquico, recordemos que Borges calificaba a la
democracia como “un vicio de la estadística”, J. P. F.) enriquecido
en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a
echar su mano de tenorio en un salón al que entra tropezando
con los muebles (el “invasor” tropieza con los muebles porque
desconoce el “hogar” oligárquico, ningún oligarca haría eso
porque todos conocen los hogares de todos, de aquí el incesto,
J. P. F.). “No tienes idea de la irritación sorda que me invade
cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta (bastardilla
mía, J. P. F.), cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un
grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus
ojos clavados bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega
en su inocencia (...). Mira, nuestro deber sagrado, primero,
arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión
tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido (sinónimo
de híbrido es heterogéneo, antónimo de híbrido es puro, J. P. F.),
que es hoy la base de nuestro país. ¿Quieren placeres fáciles,
cómodos o peligrosos? Nuestra sociedad múltiple, confusa,
ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y respeto a los restos
puros de nuestro grupo patrio; cada día los argentinos disminuimos.
Salvemos nuestro predominio legítimo, no sólo desenvolviendo
y nutriendo nuestro espíritu cuanto es posible, sino
colocando a nuestras mujeres a una altura a que no lleguen las
bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras
compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos”
(David Viñas, Literatura argentina y realidad política, Sudamericana,
Buenos Aires, p. 173. Bastardillas mías). Y el final del
texto es plenamente revelador: “Cerremos el círculo y velemos
sobre él” (Viñas, Ibid., p. 173). Sartre dirá de Genet: “Niño sin
madre, efecto sin causa, Genet realiza en la rebelión, en el
orgullo, en la desdicha, el soberbio proyecto de ser la causa de
sí mismo” (Sartre, Ibid., p. 107). Efecto sin causa. Genet es la
antítesis de la prosapia oligárquica, esa clase social que es la
dueña del Ser. Y Evita los odiará desde lo más hondo de su
corazón, de su desdicha, de su bastardía fundante. Ella no pertenece
a ningún círculo. Ella, llegando a Buenos Aires, sólo con
su bello cuerpo como arma, como lanza de conquista, será
parte de “la invasión tosca” de los ajenos al grupo patrio. Pero
el odio de Cané, su sexualidad paranoica, defenderá al círculo,
velará sobre él, no lo entregará. A esa clase vino a odiar Evita.
Esa clase la odió. La acusó de arribista, prostituta, demagógica,
trepadora. Victoria Ocampo, sólo una niña desobediente, una
feminista avant la lettre, intentará enfrentársele. Y la izquierda
ilustrada creerá, o fingirá creer, en ese enfrentamiento, en esa
absurda patraña. Creerá que se enfrentaban ahí las dos grandes
mujeres de la historia argentina. No vale tanto Victoria. Evita
es un icono de la historia universal. Victoria es una activista
cultural del Río de
que la oligarquía reprime, y acostumbra a reprimir brutalmente,
lo hace desde el odio de Cané. Seguiremos todavía un poco
más navegando en esas aguas profundas, reveladoras. No pretendo
contar la historia de Eva Perón. El propósito es bucear
en su alma, el laborioso trabajo de entenderla. Laborioso y delicado.
Laborioso y deslumbrante, deslumbrante porque ella lo
es. También Sartre y Jean Genet continuarán junto a nosotros,
ayudándonos.
Cané, la paranoia sexual
de la oligarquía
Del texto de Cané queda algo más (y seguramente mucho
más que algo) que diremos. ¿Qué secreto de clase revela o
expresa esa obsesión de Cané por proteger la virginidad de las
mujeres de su clase? ¿Es
Salvo, hasta donde yo sé, los duros alemanes, las bestias
rubias de Nietzsche, los que veían en las aves de rapiña, en los
guerreros, en los vikingos, el espejo de su estirpe, llevaban la
identificación de la patria, más que con el padre o la madre,
con el hombre de acción. Junto a esto hay algo que nos interesa
más: no sólo Vaterland significa patria en alemán. Hay otra
expresión más cálida, más ligada al ámbito natal. Es la que usa
Heidegger: Heimat. Significa, también, tierra. La tierra natal.
El lugar en que se nace, el lugar en que se debe permanecer. En
los existenciarios auténtico/inauténtico Heidegger señala como
una de las formas de la inautenticidad eso que habrá de llamar
la errancia. La errancia es la no-permanencia en ningún sitio.
Heidegger la asimila a la avidez de novedades. A eso que nos
lleva de una cosa a la otra y nos impide reposar en ninguna. La
avidez de novedades es la esencia del shopping siglo XXI. Pero
hay algo más profundo en Heidegger y que se relaciona con
Eva Perón y la bastardía. El bastardo carece de Heimat. Carece
de raíces. Carece de tierra. Carece de solar natal. El bastardo, al
no tener dónde estar, dónde reposar, dónde permanecer, en
suma, dónde SER, es un ser errante. La definición de errante
que ofrece María Moliner refiere a alguien que carece de “residencia
o emplazamiento fijo”. La tierra, la patria,
siempre está en el mismo lugar, y en ese lugar encuentra el
hombre su autenticidad. Por el contrario, el “saltar de una cosa
a la otra”, eso que Heidegger llama “la errancia” y que es uno
de los existenciarios que más duramente señalan la existencia
inauténtica, no se detiene en nada. Nada, entonces, le pertenece.
No tiene raíces. Se ha visto, con razón, en estos severos pensamientos
heideggerianos, una punta de su antisemitismo. El
judío es el ser errante por excelencia. (Nota: No hoy, desde luego.
Hoy, el judío somete a la errancia, a la carencia de solar patrio,
de lugar natal, de Heimat, al pueblo palestino. No es, ahora,
nuestro tema. Bastará con señalarlo. Bastará, también, con
señalar esa dolorosa paradoja: quien fue el pueblo errante por
esencia, hoy, cuando posee un Estado, somete a otro pueblo a
la errancia que él padeció. El sufrimiento, lejos de haber entregado
la lección de no infligirlo a los otros, pareciera haber
entregado el imperativo contrario. Lo cual es otro motivo para
nuestro cada día más hondo cansancio, para nuestro desaliento,
que viene de lejos, de Dostoievski, de Freud, de Kafka o de
Benjamin, ante las bondades de la condición humana, tan poco
visibles, para colmo, durante los años que corren, durante esta
primera década del siglo XXI, en que la tortura es moneda
corriente y los Estados la reivindican con total desparpajo.)
Esta errancia del judío, que Ser y tiempo no plantea de modo
explícito, pero cuya lectura es clara, es la cara de su bastardía.
El pueblo judío es un pueblo bastardo. No tiene patria. No
sabe de dónde proviene. No sabe dónde habrá de asentarse. Y
ahí donde lo haga lo hará provisoriamente. No por su voluntad
(algo que Heidegger y los antisemitas, incluso Marx, se han
negado a ver), sino porque está siempre bajo el arbitrio del pueblo
en que se refugiado, en el que ha buscado esa patria que no
tiene. La única forma de tener poder es tener dinero. La relación
del judío con el dinero no es una relación de ser. Es una
relación de sobrevivencia. El judío debe volverse usurero para
tener poder sobre quienes naturalmente lo tienen, los naturales
de la patria en que está. Al no tener patria, debe tener dinero.
Al tener dinero puede controlar a quienes lo controlan. Ese
control es la usura. El judío no nace usurero. Los demás lo
hacen usurero. Le obligan a serlo. Para peor, los otros adoptan
ante él la pose de la pureza, del desinterés. El judío no tiene
alma, no tiene espíritu. Sólo lo material, sólo la materialidad
del dinero le interesa. Esto se puede ver en la obra adecuadamente
antisemita de Shakespeare, El mercader de Venecia. Shakespeare
crea a Shylock, el judío usurero. Errancia y usura son
dos caras de una misma carencia: la carencia de patria. La bastardía.
Se equivoca Marx cuando dice que con la desaparición
del judío desaparecerá el capitalismo. O viceversa. Encuentra
en la mercancía dinero aquella a la cual todas las otras se remiten.
(Nota: Ver el capítulo sobre el fetiche de la mercancía en
El capital.) Por consiguiente, todo se remite al poseedor del
dinero, que es el judío. Eliminado el dinero se elimina la mercancía
madre de la sociedad capitalista. Eliminar el dinero es
eliminar al judío. Pero no estamos ahora para arreglar esta
II
situación con un texto poco afortunado de Marx
y, por otra parte, excesivamente juvenil. Conservó
estas ideas pues en sus análisis sobre
de París llama a los acreedores de Francia, o sea,
Austria, “el Shylock austríaco”.
Importa lo siguiente: Eva Perón comparte con
el judío la errancia de la bastardía. Se puede recordar
aquí el expresivo título de un viejo libro del
escritor francés Eugenio Sue, El judío errante.
¿Tenía Eva el dinero que poseía el usurero judío
para defenderse? No, ni por asomo. Era bastarda,
carecía de solar patrio, era errante (de Los Toldos
a Junín, de Junín a Buenos Aires, aunque hablamos
aquí de una errancia más honda, no geográfica
sino existencial, es la errancia del bastardo cuya
patria no está en ningún lado, cuya patria es
nada).
Volvamos a Cané. Cerrar el círculo, dice, y
velar sobre él. Velar sobre él es velar sobre la
patria. “Los argentinos cada vez somos menos.”
Los bastardos cada vez son más. Con todo, hemos
sido nosotros, los argentinos que cada vez somos
menos, los que hemos traído a esos bastardos (a
esos errantes) para poblar este país. Somos así porque
así nos hemos hecho. Nosotros los hemos traído
y aceptado. Pero hay un lugar sobre el que no
deberán poner sus rugosas manos: el cuerpo de
nuestras mujeres. Ese cuerpo es el de la patria. Esas
manos son rugosas –debe tomarse nota de esto–
porque los errantes que han llegado lo han hecho
para hacer las cosas que la oligarquía detesta
hacer: trabajar. El trabajo, que es honrado, no les
debe abrir ninguna puerta. Trabajarán y buscarán
entre los de su clase a sus mujeres, vulgares como
ellos. Se da el caso, lamentablemente, de algunos
rugosos que se enriquecen y tienen el descaro de
entrar en los salones, aunque tropiecen con los
muebles, y mirar “bestialmente” (porque el trabajador
bastardo, aunque enriquecido, sigue siendo
una “bestia”) “el cuerpo virginal” de una “criatura
delicada, fina” que “se entrega en su inocencia”.
Aquí el texto de Cané llega a la cumbre de su
enfermiza paranoia. Ya da por hecho el coito entre
la “bestia” y la “criatura delicada, fina” y “virginal”.
¿Por qué la niña “se entrega en su inocencia”?
¿Tan “inocente” es una niña que se entrega a
una “bestia” rugosa? La patria está en peligro. Más
aún de lo que Cané pensaba. Porque la patria, en
su expresión más pura, más joven y virginal, se
siente atraída por las bestias del populacho. Acaso
Cané ya debía sospechar que “el círculo íntimo”
era poco atractivo para las “jóvenes virginales”.
Que la “invasión”, que el “afuera” atraía a las
niñas ya aburridas de los ademanes lánguidos de
la oligarquía. Que las “niñas” se morían por entregar
sus “cuerpos virginales” a esos “bestias” que
habían llegado allende el Atlántico. En esto, se ve
al bastardo invadiendo el solar oligárquico. El
errante penetra sexualmente a la patria. Y la patria,
aburrida de sus viejos custodios, gozosa, va en
busca de los nuevos, más fuertes, más brutales y,
para decirlo todo y enloquecer a Cané, más viriles.
En Perón, la bastardía conduce al Ejército. Ahí
se detiene, ahí termina, ahí calma su sed. No es
azaroso que, no bien regresa a la patria, en junio
de 1973, exprese en primer término el deseo de
ser re-incorporado al Ejército. Para él, el amor del
pueblo no lo arranca de su bastardía, no le es suficiente.
No es el punto en que ha depositado su
sed de ser. Para Perón, ser es ser soldado. Ser militar.
Lo diga o no, la militancia de los setenta tuvo
que tragarse, entre tantas otras cosas que se tragó
de su “conductor estratégico”, este berretín con el
uniforme de milico. Perón, además, exige su
ascenso. De general a teniente general. Lo exige él.
Y cómo no habrían de dárselo si su misión era
una misión del Ejército de la patria: frenar la guerrilla.
Frenar el foco marxista que –según veremos
en un discurso del general Sánchez de Bustamante–
preocupaba no sólo al Ejército, sino a “los
hombres de orden” del mismo justicialismo.
Cuando los radicales, en 1984, le ceden la calle
Cangallo a Perón, la nombran Teniente General
Juan Domingo Perón. ¡La bronca que les dio a los
peronistas! Habrían preferido “Presidente Perón”.
No obstante, si nos preguntamos qué habría preferido
Perón, no hay duda posible: habría preferido
ser recordado como teniente general. Durante
su presidencia abusaba de las grandes capas militares.
Y en una circunstancia excepcionalmente delicada,
es decir, cuando tuvo que expresar, y lo hizo
de modo extremo, su disgusto por el asalto a la
Guarnición de Azul por parte del ERP en 1974,
lo hizo muy deliberadamente con sus galas de
teniente general. No habría de ser Perón quien
rechazara el uniforme militar. El Ejército le había
dado el Ser. Y en el Ejército es donde él lo había
buscado. Nunca lo abandonó.
Eva Perón, Jean Genet,
la obsesión ontológica
Uno es, sin duda, lo que se hace. Esta ya no es
una frase del viejo existencialismo. Es más que
eso. Si es una clave para entender a Eva Perón,
insisto, es más que eso. También uno es lo que las
condiciones materiales de existencia hacen de él.
Desde luego: Marx tenía razón. Uno es lenguaje.
Recibe una lengua que no dominará. Hablará un
lenguaje que él cree hablar cuando, en rigor, es ese
lenguaje el que lo habla. De acuerdo. Tiene razón,
aquí, Lacan. Pero uno, sumergido en su contexto
histórico, en su condicionamiento de clase, sometido
por el lenguaje que ha penetrado en él, decidirá
sobre sí a partir de todos esos condicionamientos.
Si no, no hay moral. Si no, nadie es culpable.
Nadie es inocente. Uno, como Jean Genet,
busca ser algo. Uno, como Eva Perón, también.
Todos buscamos la plenitud del Ser. Todos queremos
ser y ser reconocidos en nuestro ser. La
condición humana (en tanto esa aventura
que el hombre emprende para ser símismo)
es una aventura ontológica.
Una aventura por la cual el hombre
busca darse el Ser. Esa aventura se expresa
como nadie en el bastardo. Se expresa
también en el judío. Y
acaso se exprese hoy, en
tanto terrible paradoja,
en el palestino,
que busca
el Ser en
lucha contra
quienes
nunca lo
tuvieron, y
ahora que
lo tienen se
lo impiden
tener a él.
La búsqueda
de Eva
Perón es una
lucha por hacerse
objeto. Pero no objeto
carente de conciencia.
No objeto sin sujeto. Quiere ser algo. Tener entidad
ontológica: “Quiere hacerse ser y conciencia
de ser al mismo tiempo (como escribe Sartre de
Genet); el ser es su deseo (...) su vida no
será sino una aventura ontológica” (Sartre,
Ibid., p. 100). Eva, como Genet,
tiene una Obsesión ontológica (Sartre,
Ibid., p. 110). Escribe, con precisión,
Sebreli: “Por medio de Eva Perón, los
trabajadores exiliados en su propio país
hasta entonces comenzaron a sentirse como
en su casa, en las fábricas donde debían ser
respetados por el patrón, en la calle y hasta en la
administración pública, la solidaridad de la acción
política los liberaba de la soledad y la tristeza que
es la característica de la condición obrera (...). Eva
Perón, la desclasada, la desarraigada, también
encontraba por primera vez una clase de la cual
hacerse solidaria” (Sebreli, Ibid., p. 84. Bastardillas
mías).
Esta unión entre la clase obrera y Eva Perón es
la unión de los malditos por la oligarquía. La oligarquía
trajo al inmigrante y lo puso a trabajar
pero le hizo sentir, desde el primer día en el Hotel
de Inmigrantes, que el país al que llegaba tenía
“ganadores y perdedores”. Nunca le reconoció
dignidad. Siempre fueron los negritos, las negritas,
los tanos, los gallegos, los judíos. Del otro
lado, “el círculo íntimo”. Los naturalmente destinados
a mandar. No es casual que el odio de Eva
se haya concentrado en la oligarquía. Afirmaba su
Ser afirmando su odio. Yo soy esta que odia. Odio
a los que pretenden poseer el Ser. A los que nada
hicieron para tenerlo. Ella, por el contrario, se dio
el Ser luchando a dentelladas. Con uñas y dientes
se hizo, por fin, lo que era: Eva Perón. Le faltaba
algo. Le faltaba ese uniforme que con tanta arrogancia
lucía Perón. ¿Qué es un uniforme militar?
Es un ropaje institucional. Uno se pone ese uniforme
y pasa a ser parte de la institucionalidad de
la patria. Eva, entonces, busca lo absoluto. Su
obsesión ontológica tiene una meta. Esa meta es el
Estado. Ser parte esencial del Estado argentino le
hará dejar atrás, para siempre, su bastardía de provinciana
pobre, de piba de pueblo, de iletrada.
Te casaste con una mina, Juan,
que tenía un cuerpo y sudores y
olores de mujer
(Eva y Juan Perón están en el comedor de la
residencia presidencial. El come temprano. Se
levanta temprano. Cena siempre lo mismo. Un
bife, un vaso de vino, algo de dulce de leche. El
come. Eva lo mira y espera que él la
mire para hablarle.)
Evita: ¿Por qué no
me preguntás
de una buena
vez lo que querés
preguntarme?
Perón: ¿Y qué
vendría a ser eso, chinita?
(La mira fijamente.) ¿Que vendría
a ser lo que te quieropreguntar
y no te pregunto?
Evita: Por qué quiero la vicepresidencia. Eso es
lo que nunca me preguntaste de frente.
Perón: Tu candidatura es una jugada política de
Evita: Mi candidatura es una jugada política
mía, Juan. Una jugada política y personal. Sobre
todo personal.
Perón: Está seco y duro este bife. El presidente
de
mira.) ¿Por qué “personal”?
Evita: Comé tu bife seco y duro y dejame con-
III
tarte algo. (Pausa. Luego:) Tenía siete años cuando
murió mi padre.
Perón: Ya me lo contaste.
Evita: No te conté todo. Mi madre nos llevó
al velorio. Y no nos querían dejar entrar. Y apareció
una mocosa, una hija legítima de mi
padre. Y se puso a gritar como una loca. Y gritaba:
“¿Con qué derecho? ¿Con qué derecho?”.
Siempre fue así conmigo. ¿Con qué derecho?
¿Con qué derecho esa actriz de mierda anda con
el coronel Perón? ¿Con qué derecho lo acompaña
al desfile del 9 de Julio, al Teatro Colón el
25 de Mayo? Y después, todavía peor: ¿Con qué
derecho se reúne con los ministros? ¿Con qué
derecho opina sobre las cuestiones de Estado?
¿Con qué derecho armó esa fundación, le puso
su nombre y ayuda a los pobres? (Pausa.) Siempre
fui una ilegítima, Juan. Una bastarda.
Nunca tuve derecho a nada. Bueno, se acabó.
Quiero ser parte del Estado. Quiero tener ese
derecho. No quiero que ningún hijo de puta
vuelva a preguntarme “Con qué derecho”.
Quiero la vicepresidencia, Juan. Ese derecho
quiero.
Perón: (Como distraído) ¿Habrá dulce de
leche? (J. P. F., Dos destinos sudamericanos,
Ibid., pp. 52/53.)
Esta fuga de Perón hacia el tema del dulce de
leche señala la actitud que habrá de tener a lo
largo de toda la cuestión de la vicepresidencia
de Evita: ambigüedad, que sí, que no, hacé tu
17 de Octubre, tirate a la pileta, ¿te va a respaldar
está peliaguda, al Ejército no le gusta nada, a la
Iglesia tampoco, no sé, chinita, no sé. Finalmente
hará levantar el acto en la 9 de Julio.
Hasta Espejo se anima a contradecirlo: tanto
respaldaba
solucionará la cuestión. Perón, que ya se lo
había dicho a sus militares leales, se lo dice a ella
la noche del acto.
Perón: Hubo demasiada resistencia.
Evita: ¿Quiénes?
Perón: Los militares, sobre todo.
Evita: Vos te enfrentaste antes a tus (con ironía)
“compañeros de armas”. Te juntaste conmigo.
Con una mina. Y se lo tuvieron que tragar.
Conmigo, Juan. Una actriz, una mujer de
verdad. No un florero, no un adorno estúpido
como fueron siempre las mujeres de los presidentes.
¡Conmigo, Juan! Que tenía un pasado,
un cuerpo y sudores y olores de mujer. Entonces,
¿por qué? ¿Por qué no te jugaste por mí esta
vez?
Perón: Porque no pude, chinita. Porque vos
no podés ser vicepresidenta. Y no por los militares,
ni por los curas, ni por los oligarcas. Vos
sabés por qué. Yo te lo voy a decir... pero vos ya
me lo dijiste. Vos ya lo sabés.
Evita: ¿Qué es lo que sé? ¿Qué es lo que te
dije?
Perón: Me dijiste que odiabas tu cuerpo. Que
te estaba traicionando. Dijiste que era el mejor
aliado de tus enemigos. El que estaba consiguiendo
lo que ninguno de ellos había conseguido:
derrotarte.
(Pausa. Perón apaga su cigarrillo. Mira a
Evita.)
Perón: Tu cuerpo te abandonó, te traicionó,
te derrotó. Estás enferma, chinita. (Pausa. Casi
con furia) ¡Tenés cáncer, carajo! ¡Tenés cáncer!
(Evita, luego de un largo momento, agarra un
pote de crema y lo arroja contra el espejo que se
rompe en infinitos pedazos.)
Evita: No quiero más espejos en esta habitación.
No quiero verme morir. (J. P. F., Dos destinos
sudamericanos, Ibid., ps. 109/110).
La muerte no le daría el Ser que tanto buscó.
Célebremente, Heidegger dice: La muerte no
totaliza al Dasein. Cuando el Dasein muere no es,
deja de ser. La sed del bastardo no se cumpliría
ni con la muerte. Al fin soy. Soy eso: soy un
muerto. No, la muerte no totaliza. El bastardo,
cuando muere, no es por fin para siempre un
cadáver. Con la muerte, el bastardo no es. Con
la muerte, el bastardo sólo deja de ser. El bastardo
y todos nosotros. La muerte no cierra el círculo.
No somos por fin cuando morimos. Sólo
dejamos de ser. Somos cuando vivimos.
Seguiremos con Eva. Tenemos que analizar
todavía un texto fundamental como Mi mensaje.
Ahí –refiriéndose a la oligarquía– habrá de
decir: Yo fui la única que me di el gusto de insultarlos
de frente. Tan irritante era su figura, tanto
la odiaban (mucho más que a Perón), que es
arduo conjeturar qué habría ocurrido si “su
cuerpo no la traicionaba, no la derrotaba”. A
veces uno piensa que la consigna “Si Evita viviera
sería Montonera” era irrealizable, no sólo por
las opiniones diferenciadas que sobre ella podamos
tener, sino porque, si Evita hubiera vivido,
esos a los que se dio el gusto de insultar de frente,
y que fueron los mismos que después matarían
treinta mil personas en este país, la habrían
matado antes a ella. Es una hipótesis. Pero no la
desechen. Merece ser pensada y discutida. Exige
su reflexión.
Evita y el tango
perfiles más profundos, más ricos– no es como
la mujer del tango, que se ha ido del barrio para
el centro. No es “
ahora te llaman Margot” o “Milonguita, las
luces del centro te han hecho mal/ y hoy darías
toda tu alma por vestirte de percal”. Lo digo
porque hay muchos que interpretan el peregrinaje
de Eva (Los Toldos, Junín, Buenos Aires)
como el de la piba del tango, que pasa del barrio
(con toda su carga de verdad, de autenticidad,
de solar materno, de barro, de pampa, de perfumes
de yuyos y de alfalfa: “la esquina del herrero,
barro y pampa”, dirá Homero Manzi) al
centro, donde están las luces, la vida fácil en la
que fatalmente se extraviará. La piba del tango
hace su peregrinaje en busca del ascenso social,
la ambición que la empuja es la del dinero, la
del lujo, ese lujo que le darán los “morlacos del
otario”, la de trepar. Ningún tango expresa esta
situación de áspera, de velada traición, como el
que, en 1924, estrena Gardel con letra de Celedonio
Flores.
unir su destino al de los pobres. Viene huyendo
de esa pobreza. Viene en busca del centro,
donde está el poder, los autos caros, el champán.
Si antes “gambeteaba la pobreza en la casa
de pensión” ahora es toda una bacana y a una
bacana la vida le ríe y canta. El que está junto a
ella, ya no es el muchacho que la amó en el
barrio, es un “otario”, calificativo que ese
muchacho le entrega y que expresa, más que
desdén, su resentimiento, su bronca de perdedor.
No tiene cómo discutirle al “otario” lo que
hoy quiere la percanta. No tiene con qué. El se
quedó en el barrio y en el barrio no hay morlacos.
Sólo hay ahí la poesía de los arrabales. Que
es pintoresca para los ricos, pero es sufrimiento
para los pobres. De aquí que Discépolo le diga a
Mordisquito que él ya no añora la pobreza triste
de los tangos. Que el portland será menos poético,
pero hace vivir mejor, con más dignidad.
Discépolo, así, es el tanguero que cambia el
ladrido de los perros a la luna, los grillos, el misterio,
los rumores de milonga, el fuelle que
rezonga, la quieta luz del farol, el alma del
gorrión sentimental, la esquina del herrero y,
sobre todo, el barro y la pampa, por las casitas
para los pobres, para los que trabajan, para los
malevos que ahora son proletarios, para el puñal
que ahora es martillo o pala o torno metalúrgico.
Si el tanguero le dijera a Mordisquito “ya
nunca me verás como me vieras, recostado en la
vidriera, esperándote” (como dice, tan hermosamente,
Homero Manzi), Mordisquito le diría
que no espere más, que se vaya a laburar, que
sea la novia la que lo espere a la salida de la
fábrica o en la casita del nuevo barrio, donde ya
no hay calles de barro, donde no hay inundación,
donde el obrero hizo olvidar al guapo, de
qué, le diría, tenés nostalgias, ¿tanto te gustaban
los años que han pasado, cuando los pibes, en
lugar de tomar leche, hacían cola para ver la
nata?, vamos, Manzi, esa arena que la vida se
llevó se la llevó para bien, no te apesadumbrés
por los barrios que han cambiado porque han
cambiado para ser mejores, porque hoy a Pompeya
no la alumbran las estrellas sino el alumbrado
público, ¿de qué zanjón me hablás?, ¿qué
le veías de lindo al zanjón?, al perfume de los
yuyos y de la alfalfa, se acabó, Homero, todo ese
mundo rural y miserable de los tangos fue
derrotado por el trabajo para todos, por la vida
honrada, por el derecho a la vivienda digna, a
las vacaciones, al chamamé de la buena digestión,
como ya te dije antes.
De esta forma, el “barrio de tango, luna y
misterio” queda en manos de los poetas cultos,
como Borges, que lo reinventan desde una estética
del coraje, del cuchillo, del suburbio, del
Sur. Alguien dijo, y dijo bien, que el peronismo
mató al tango. Es cierto. Ya Alberto Castillo,
hacia 1954, cantaba más canciones festivas que
tangos melancólicos. “Por cuatro días locos”.
“Yo llegué a
del cincuenta y cuatro.” El tango reo, el tango
de la poetización de la pobreza, o de su negación
absoluta y brutal en la figura de la mina
que se pianta, que va en busca del centro, pero
para perderse porque perdió la verdad, la autenticidad
del barrio, porque los hombres le “han
hecho mal”, porque hoy daría toda su vida “por
vestirse de percal”, a ese tango lo mató el portland
del peronismo, y esa canción la cantó Discépolo,
justamente él, que había cantado como
nadie el tango de la desesperanza, del suicidio,
del “cachá el bufoso y chau”. No es incongruente
con esto que digo, sino que lo confirma con
una mezcla de barroco y tango reo, de Ginastera
y Troilo, de Shostakovich y Pugliese, de Gerry
Mulligan y Horacio Salgán, que el tango del
post-peronismo se deposite en el fuelle de Astor
Piazzolla, que ya no les canta a “las calles de
Pompeya” (que se mete, también, con el jazz,
con esas novenas disonantes, con esas quintas
ásperas), sino a Buenos Aires, a la ciudad, a la
locura urbana, al caos y a esa poesía quieta que
invade las calles cuando el gentío duerme, cuando
sólo hay una brisa que arremolina papeles,
volantes políticos, diarios de ayer, a Buenos
Aires que es, para él, lo que fue para George
Gershwin Nueva York, la neurosis urbana, la
gente apurada, la rapsodia en remaches, el
mundo que no espera, el tiempo que se ha
transformado en velocidad, la luna plateada que
ya no ilumina al barrio, sino que va “rodando
por Callao”.
Pero Eva (y veremos esto con más detalle) no
es como la mina del tango. Su viaje de Junín a
Buenos Aires se le parece. Pero ella no vino por
los “morlacos del otario”. No es (como dice Tim
Rice, el guionista de la ópera Evita) “la más grande
trepadora después de
error, señor Rice. Evita no vino a probarse ningún
zapatito, no vino a levantarse al Príncipe que
se levantó para vivir siempre en Palacio jugándola
de Reina, aprendiendo los buenos modales de
la monarquía para ser aceptada por ella. Vino
para insultarlos de frente. Trepó para descender
hacia los pobres y compartir con ellos lo que
había conquistado. Evita no es
es
que se cierra como un puño que golpea, vino
para no traicionarse. Para no abandonar su
resentimiento. Del que vivirá y morirá orgullosa.
Porque la piba de barrio se hace amante y mantenida
de los ricos. Porque
al Príncipe para reinar junto a él cuando el
momento, que llegará, llegue. Porque la tan trinada
rebeldía de Victoria Ocampo sólo exhibe la
historia de la niña rica y traviesa, de la alborotadora,
de la pre-feminista a lo sumo o de la incorregible
de la familia oligárquica, pero nunca
cambió su destino de clase, siempre reposó en la
más honda densidad del Ser, fue previsible, tanto
en su aliadofismo antifascista de los cuarenta
como en su macartismo pro-norteamericano de
fines de los cincuenta, tanto en su antiperonismo
elitista, tramado por el odio de clase y el desdén
cultural, como en su discurso de 1977, al ocupar
su esperable, totalmente previsible, lugar en la
Academia de Letras, en el que defiende un feminismo
abstracto en tanto las Madres de Plaza de
Mayo se jugaban la vida en un feminismo concreto
que desde el alma misma de la mujer y de
la mujer madre, algo que Victoria tampoco fue,
pedía por la vida de los hijos ausentes, por los
cuerpos que les habían sustraído. Evita, contrariamente,
vino para desmentir lo lineal, lo previsible,
los caminos trillados de las trepadoras. Si
no la única, ha de ser una de las muy escasas perdedoras
que triunfó sin olvidar ni negar su origen.
Eso, muy pocas.