domingo, 17 de agosto de 2008

FILOSOFÍA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE-16 - José P. Feinmann.-






José Pablo Feinmann


Filosofía política del Peronismo


Página/12


16 Eva Perón (III)


La oligarquía es incestuosa


Siguiendo el derrotero existencial de Genet, Sartre

lo atrapa en esos intentos por darse el Ser, por

ser Algo. “Sí: hay que decidir; matarse es también

decidir. El ha elegido vivir, ha dicho contra

todos: seré el Ladrón” (Sartre, Ibid., p. 85). Para

Genet, robar no es sólo robar. Robar es ser el Ladrón. Si robo

es porque quiero darme la densidad de ser algo. En este caso,

ladrón. Si tomamos el vocabulario de esa conferencia que pronuncia

Sartre en 1946 y a la que titula, muy expresivamente,

El existencialismo es un humanismo, diríamos que el bastardo

empieza por existir, porque no tiene nada detrás de sí. Nada

que lo justifique. No tiene esencia. En él, de modo ejemplar, la

existencia precede a la esencia. Victoria Ocampo, la oligarquía,

tiene todo detrás de sí. No tiene nada que justificar. Vive por

derecho de linaje. Los sinónimos de linaje son muy ilustrativos.

O, al menos, ilustraremos algunos. Estirpe, alcurnia, prosapia,

abolengo. Nos detendremos (aunque, no olvidar esto,

son todos sinónimos) en abolengo y sangre. El abolengo indica

algo cerrado, algo vuelto sobre sí. De aquí que entre sus sinónimos

figure cuna. “Pertenecemos a la misma cuna.” “A la

misma prosapia.” “A la misma estirpe.” En resumen, “a la

misma sangre”. No es casual que en el cuento de Cortázar,

“Casa tomada”, que luego habrá de ser interpretado como una

metáfora de la oligarquía invadida por la barbarie peronista,

los protagonistas sean dos hermanos entre quienes hay relaciones,

apenas insinuadas, incestuosas. La oligarquía es incestuosa.

Lo es en tanto sólo se reconoce a sí misma. Sus miembros

comparten una raíz. Un tronco. La oligarquía es jerárquica.

Hunde sus raíces en la tierra. Y esa tierra, además, le pertenece.

Para los deleuzeanos: la oligarquía es arborescente, no rizomática.

Si el rizoma crece en el modo de la horizontalidad, si

cada rizoma vale tanto como el otro, si el rizoma no tiene su

centro en ninguna parte sino en todos los rizomas, la oligarquía

es, por el contrario, arborescente. Tiene raíces. Esas raíces se

hunden, ¿dónde? En el pasado, en la Historia. La oligarquía

tiene detrás de sí toda su historia. Y su historia es la historia de

la patria. Si la historia de la patria es la de la oligarquía es porque

la patria le pertenece. Ella la ha hecho. A veces, cuando se

la cuestiona, la oligarquía, o sus defensores, no necesariamente

oligarcas, dicen que ella ha hecho este país. Que, mal o bien, lo

ha hecho. Este “mal o bien” justifica cualquier cosa. Pero arroja

sobre nuestros rostros la certeza oligarca: ustedes no hicieron

nada. Nosotros –mal o bien– hicimos este país. Y aunque uno

les diga que lo hicieron mal, nada cambiará: “Lo hicimos.

Ustedes están aquí por el país que nosotros hicimos”. Resulta

claro que “ellos” hicieron el país porque impidieron, casi siempre

por medio de la violencia, que pudiera hacerlo cualquier

otro grupo, al que rechazaron no bien le vieron alguna intención

hegemónica. Tratar de hacer “otro” país del que hizo la

oligarquía es precisamente la máxima subversión. Quien lo

haya intentado y quien lo intente probará el frío puñal de los

elegidos.

Me permitiré insistir con el concepto deleuzeano de rizoma,

dado que, creo, resulta aquí bastante útil. El rizoma tiene el

valor de anular el esquema jerarquizante. Se puede pensar

desde él la política. De hecho, durante los intentos de democracia

directa y durante el asambleísmo de fines del 2001 se

empleó con notable riqueza. Deleuze y Guattari elaboran el

concepto a partir de la botánica. El rizoma, en tanto tallo subterráneo

que se ramifica en múltiples, diversas direcciones, no

tiene centro. Abomina del concepto de origen. Hay una anulación

de las jerarquías. Donde es imposible fijar un centro es

imposible establecer una verticalidad. Deleuze y Guattari aplicaron

el rizoma al psicoanálisis de modo brillante: “Tomemos

una vez más al psicoanálisis como ejemplo: no sólo en su teoría,

sino también en su práctica de cálculo y tratamiento, El psicoanálisis

somete al inconsciente a estructuras arborescentes (...) A

órganos centrales, falo, árbol-falo. El psicoanálisis no puede cambiar

de método: su propio poder dictatorial está basado en una

concepción dictatorial del inconsciente. El margen de maniobra

del psicoanálisis queda así muy reducido. Tanto en el psicoanálisis

como en su objeto, siempre hay un general, un jefe

(el general Freud)” (Deleuze, Guattari, Mil mesetas, capitalismo

y esquizofrenia, pre-textos, Valencia, 2002, p. 22). Como vemos,

lo que de aquí se puede deducir es que la oligarquía es falocéntrica.

El falo oligárquico es el tronco que más profundamente

horada la tierra de la patria que sólo se deja penetrar por él. La

Patria es de la oligarquía, pues ella ha hundido ahí su falo desde

el inicio y no ha dejado de hacerlo. Todo aquel que intente hacer

lo mismo será cercenado. El árbol (al que la oligarquía llama

arbol genealógico pues la traslada hasta el origen, que es el de la

Patria) es, en el imaginario sexual oligárquico, tronco y este

tronco no sólo ha penetrado a la Patria, hasta tal punto lo ha

hecho que es su columna vertebral. En suma, la columna vertebral

de la patria es el falo oligárquico.

Todo rizoma se relaciona con otro y, en este sentido, cada

rizoma es su propio centro pero no hay centro del rizoma. Ningún

rizoma puede hacer de su propio centro el centro del rizoma.

Si lo hiciera, el rizoma ya no sería lo que es. Hay una democratización

por medio de la cual el centro está en todas partes y se

carece de raíz y de tronco. Este esquema, el de tronco y el de

raíz –al que estamos más acostumbrados– es el esquema arborescente.

En el que hay una raíz y de esa raíz crecen las distintas

ramificaciones que tienen en común un hecho decisivo: todas

remiten a la misma raíz. De aquí que la oligarquía sea arborescente

y no rizomática.

(Sobre el concepto de rizoma: Gilles Deleuze y Félix Guattari,

Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Pre-textos, Valencia,

2002. Sobre todo la Introducción.) La palabra raíz es casi sinónimo

de oligarquía, de grupo, de casta, de familia, de cuna. ¿Por

qué cuna es sinónimo de estirpe o linaje? Porque toda la oligarquía

pertenece a la misma cuna. Si digo que la oligarquía es

incestuosa, si Cortázar lo insinúa en su cuento, es porque la oligarquía

comparte la raíz (la tierra, su posesión), la sangre y la

cuna. Otros sinónimos de linaje retornan sobre el concepto,

clarificándolo: casa, hogar, nacimiento. O también: raza (por

eso la oligarquía es racista y detesta a la “negrada”, que no tiene

su color, que no pertenece a su casa, que tiene otro nacimiento,

un nacimiento bastardo, pues todo nacimiento que no remita a

un origen común de casta implica bastardía) y familia. El otro

sinónimo es origen. Del concepto de origen la oligarquía extrae

el de origen absoluto. El origen de todas las cosas. Es decir, Dios.

Con lo cual hemos formado la conocida fórmula de la derecha

oligárquica o ultracatólica, que es también la simple oligarquía,

ya que es imposible diseñar una derecha oligárquica, toda la oligarquía

es de derecha. La conocida fórmula queda ahora al desnudo:

Dios, Patria, Hogar.




La oligarquía es causa;

el bastardo: efecto sin causa

David Viñas tiene el mérito, entre otros, de haber sido el primero

en llevar al análisis un texto imprescindible de Miguel

Cané, el tierno autor de Juvenilia, texto obligatorio que todos

hemos debido leer en nuestras escuelas (pues la oligarquía,

antes que el peronismo, impuso sus libros de lectura), el despiadado

impulsor de la Ley de Residencia, a la cual llamaba “dulce

ley de expulsión”, paranoico grave, que escribió, a uno de su

casta, acerca de su horror por la “invasión” cosmopolita que la

política inmigratoria de Buenos Aires había provocado. Cané se

sentía obsesionado por el peligro que corrían las mujeres del

círculo oligárquico. Se proponía impedir “que el primer guarango

democrático (la oligarquía detesta la democracia, su

mundo es jerárquico, recordemos que Borges calificaba a la

democracia como “un vicio de la estadística”, J. P. F.) enriquecido

en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a

echar su mano de tenorio en un salón al que entra tropezando

con los muebles (el “invasor” tropieza con los muebles porque

desconoce el “hogar” oligárquico, ningún oligarca haría eso

porque todos conocen los hogares de todos, de aquí el incesto,

J. P. F.). “No tienes idea de la irritación sorda que me invade

cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta (bastardilla

mía, J. P. F.), cuya madre fue amiga de la mía, atacada por un

grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus

ojos clavados bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega

en su inocencia (...). Mira, nuestro deber sagrado, primero,

arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión

tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido (sinónimo

de híbrido es heterogéneo, antónimo de híbrido es puro, J. P. F.),

que es hoy la base de nuestro país. ¿Quieren placeres fáciles,

cómodos o peligrosos? Nuestra sociedad múltiple, confusa,

ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y respeto a los restos

puros de nuestro grupo patrio; cada día los argentinos disminuimos.

Salvemos nuestro predominio legítimo, no sólo desenvolviendo

y nutriendo nuestro espíritu cuanto es posible, sino

colocando a nuestras mujeres a una altura a que no lleguen las

bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras

compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos”

(David Viñas, Literatura argentina y realidad política, Sudamericana,

Buenos Aires, p. 173. Bastardillas mías). Y el final del

texto es plenamente revelador: “Cerremos el círculo y velemos

sobre él” (Viñas, Ibid., p. 173). Sartre dirá de Genet: “Niño sin

madre, efecto sin causa, Genet realiza en la rebelión, en el

orgullo, en la desdicha, el soberbio proyecto de ser la causa de

sí mismo” (Sartre, Ibid., p. 107). Efecto sin causa. Genet es la

antítesis de la prosapia oligárquica, esa clase social que es la

dueña del Ser. Y Evita los odiará desde lo más hondo de su

corazón, de su desdicha, de su bastardía fundante. Ella no pertenece

a ningún círculo. Ella, llegando a Buenos Aires, sólo con

su bello cuerpo como arma, como lanza de conquista, será

parte de “la invasión tosca” de los ajenos al grupo patrio. Pero

el odio de Cané, su sexualidad paranoica, defenderá al círculo,

velará sobre él, no lo entregará. A esa clase vino a odiar Evita.

Esa clase la odió. La acusó de arribista, prostituta, demagógica,

trepadora. Victoria Ocampo, sólo una niña desobediente, una

feminista avant la lettre, intentará enfrentársele. Y la izquierda

ilustrada creerá, o fingirá creer, en ese enfrentamiento, en esa

absurda patraña. Creerá que se enfrentaban ahí las dos grandes

mujeres de la historia argentina. No vale tanto Victoria. Evita

es un icono de la historia universal. Victoria es una activista

cultural del Río de la Plata. Cané era un enfermo. Pero siempre

que la oligarquía reprime, y acostumbra a reprimir brutalmente,

lo hace desde el odio de Cané. Seguiremos todavía un poco

más navegando en esas aguas profundas, reveladoras. No pretendo

contar la historia de Eva Perón. El propósito es bucear

en su alma, el laborioso trabajo de entenderla. Laborioso y delicado.

Laborioso y deslumbrante, deslumbrante porque ella lo

es. También Sartre y Jean Genet continuarán junto a nosotros,

ayudándonos.


Cané, la paranoia sexual

de la oligarquía


Del texto de Cané queda algo más (y seguramente mucho

más que algo) que diremos. ¿Qué secreto de clase revela o

expresa esa obsesión de Cané por proteger la virginidad de las

mujeres de su clase? ¿Es la Patria una mujer? Así se la representa.

Salvo, hasta donde yo sé, los duros alemanes, las bestias

rubias de Nietzsche, los que veían en las aves de rapiña, en los

guerreros, en los vikingos, el espejo de su estirpe, llevaban la

identificación de la patria, más que con el padre o la madre,

con el hombre de acción. Junto a esto hay algo que nos interesa

más: no sólo Vaterland significa patria en alemán. Hay otra

expresión más cálida, más ligada al ámbito natal. Es la que usa

Heidegger: Heimat. Significa, también, tierra. La tierra natal.

El lugar en que se nace, el lugar en que se debe permanecer. En

los existenciarios auténtico/inauténtico Heidegger señala como

una de las formas de la inautenticidad eso que habrá de llamar

la errancia. La errancia es la no-permanencia en ningún sitio.

Heidegger la asimila a la avidez de novedades. A eso que nos

lleva de una cosa a la otra y nos impide reposar en ninguna. La

avidez de novedades es la esencia del shopping siglo XXI. Pero

hay algo más profundo en Heidegger y que se relaciona con

Eva Perón y la bastardía. El bastardo carece de Heimat. Carece

de raíces. Carece de tierra. Carece de solar natal. El bastardo, al

no tener dónde estar, dónde reposar, dónde permanecer, en

suma, dónde SER, es un ser errante. La definición de errante

que ofrece María Moliner refiere a alguien que carece de “residencia

o emplazamiento fijo”. La tierra, la patria, la Heimat

siempre está en el mismo lugar, y en ese lugar encuentra el

hombre su autenticidad. Por el contrario, el “saltar de una cosa

a la otra”, eso que Heidegger llama “la errancia” y que es uno

de los existenciarios que más duramente señalan la existencia

inauténtica, no se detiene en nada. Nada, entonces, le pertenece.

No tiene raíces. Se ha visto, con razón, en estos severos pensamientos

heideggerianos, una punta de su antisemitismo. El

judío es el ser errante por excelencia. (Nota: No hoy, desde luego.

Hoy, el judío somete a la errancia, a la carencia de solar patrio,

de lugar natal, de Heimat, al pueblo palestino. No es, ahora,

nuestro tema. Bastará con señalarlo. Bastará, también, con

señalar esa dolorosa paradoja: quien fue el pueblo errante por

esencia, hoy, cuando posee un Estado, somete a otro pueblo a

la errancia que él padeció. El sufrimiento, lejos de haber entregado

la lección de no infligirlo a los otros, pareciera haber

entregado el imperativo contrario. Lo cual es otro motivo para

nuestro cada día más hondo cansancio, para nuestro desaliento,

que viene de lejos, de Dostoievski, de Freud, de Kafka o de

Benjamin, ante las bondades de la condición humana, tan poco

visibles, para colmo, durante los años que corren, durante esta

primera década del siglo XXI, en que la tortura es moneda

corriente y los Estados la reivindican con total desparpajo.)

Esta errancia del judío, que Ser y tiempo no plantea de modo

explícito, pero cuya lectura es clara, es la cara de su bastardía.

El pueblo judío es un pueblo bastardo. No tiene patria. No

sabe de dónde proviene. No sabe dónde habrá de asentarse. Y

ahí donde lo haga lo hará provisoriamente. No por su voluntad

(algo que Heidegger y los antisemitas, incluso Marx, se han

negado a ver), sino porque está siempre bajo el arbitrio del pueblo

en que se refugiado, en el que ha buscado esa patria que no

tiene. La única forma de tener poder es tener dinero. La relación

del judío con el dinero no es una relación de ser. Es una

relación de sobrevivencia. El judío debe volverse usurero para

tener poder sobre quienes naturalmente lo tienen, los naturales

de la patria en que está. Al no tener patria, debe tener dinero.

Al tener dinero puede controlar a quienes lo controlan. Ese

control es la usura. El judío no nace usurero. Los demás lo

hacen usurero. Le obligan a serlo. Para peor, los otros adoptan

ante él la pose de la pureza, del desinterés. El judío no tiene

alma, no tiene espíritu. Sólo lo material, sólo la materialidad

del dinero le interesa. Esto se puede ver en la obra adecuadamente

antisemita de Shakespeare, El mercader de Venecia. Shakespeare

crea a Shylock, el judío usurero. Errancia y usura son

dos caras de una misma carencia: la carencia de patria. La bastardía.

Se equivoca Marx cuando dice que con la desaparición

del judío desaparecerá el capitalismo. O viceversa. Encuentra

en la mercancía dinero aquella a la cual todas las otras se remiten.

(Nota: Ver el capítulo sobre el fetiche de la mercancía en

El capital.) Por consiguiente, todo se remite al poseedor del

dinero, que es el judío. Eliminado el dinero se elimina la mercancía

madre de la sociedad capitalista. Eliminar el dinero es

eliminar al judío. Pero no estamos ahora para arreglar esta

II

situación con un texto poco afortunado de Marx

y, por otra parte, excesivamente juvenil. Conservó

estas ideas pues en sus análisis sobre la Comuna

de París llama a los acreedores de Francia, o sea,

Austria, “el Shylock austríaco”.

Importa lo siguiente: Eva Perón comparte con

el judío la errancia de la bastardía. Se puede recordar

aquí el expresivo título de un viejo libro del

escritor francés Eugenio Sue, El judío errante.

¿Tenía Eva el dinero que poseía el usurero judío

para defenderse? No, ni por asomo. Era bastarda,

carecía de solar patrio, era errante (de Los Toldos

a Junín, de Junín a Buenos Aires, aunque hablamos

aquí de una errancia más honda, no geográfica

sino existencial, es la errancia del bastardo cuya

patria no está en ningún lado, cuya patria es

nada).

Volvamos a Cané. Cerrar el círculo, dice, y

velar sobre él. Velar sobre él es velar sobre la

patria. “Los argentinos cada vez somos menos.”

Los bastardos cada vez son más. Con todo, hemos

sido nosotros, los argentinos que cada vez somos

menos, los que hemos traído a esos bastardos (a

esos errantes) para poblar este país. Somos así porque

así nos hemos hecho. Nosotros los hemos traído

y aceptado. Pero hay un lugar sobre el que no

deberán poner sus rugosas manos: el cuerpo de

nuestras mujeres. Ese cuerpo es el de la patria. Esas

manos son rugosas –debe tomarse nota de esto–

porque los errantes que han llegado lo han hecho

para hacer las cosas que la oligarquía detesta

hacer: trabajar. El trabajo, que es honrado, no les

debe abrir ninguna puerta. Trabajarán y buscarán

entre los de su clase a sus mujeres, vulgares como

ellos. Se da el caso, lamentablemente, de algunos

rugosos que se enriquecen y tienen el descaro de

entrar en los salones, aunque tropiecen con los

muebles, y mirar “bestialmente” (porque el trabajador

bastardo, aunque enriquecido, sigue siendo

una “bestia”) “el cuerpo virginal” de una “criatura

delicada, fina” que “se entrega en su inocencia”.

Aquí el texto de Cané llega a la cumbre de su

enfermiza paranoia. Ya da por hecho el coito entre

la “bestia” y la “criatura delicada, fina” y “virginal”.

¿Por qué la niña “se entrega en su inocencia”?

¿Tan “inocente” es una niña que se entrega a

una “bestia” rugosa? La patria está en peligro. Más

aún de lo que Cané pensaba. Porque la patria, en

su expresión más pura, más joven y virginal, se

siente atraída por las bestias del populacho. Acaso

Cané ya debía sospechar que “el círculo íntimo”

era poco atractivo para las “jóvenes virginales”.

Que la “invasión”, que el “afuera” atraía a las

niñas ya aburridas de los ademanes lánguidos de

la oligarquía. Que las “niñas” se morían por entregar

sus “cuerpos virginales” a esos “bestias” que

habían llegado allende el Atlántico. En esto, se ve

al bastardo invadiendo el solar oligárquico. El

errante penetra sexualmente a la patria. Y la patria,

aburrida de sus viejos custodios, gozosa, va en

busca de los nuevos, más fuertes, más brutales y,

para decirlo todo y enloquecer a Cané, más viriles.

En Perón, la bastardía conduce al Ejército. Ahí

se detiene, ahí termina, ahí calma su sed. No es

azaroso que, no bien regresa a la patria, en junio

de 1973, exprese en primer término el deseo de

ser re-incorporado al Ejército. Para él, el amor del

pueblo no lo arranca de su bastardía, no le es suficiente.

No es el punto en que ha depositado su

sed de ser. Para Perón, ser es ser soldado. Ser militar.

Lo diga o no, la militancia de los setenta tuvo

que tragarse, entre tantas otras cosas que se tragó

de su “conductor estratégico”, este berretín con el

uniforme de milico. Perón, además, exige su

ascenso. De general a teniente general. Lo exige él.

Y cómo no habrían de dárselo si su misión era

una misión del Ejército de la patria: frenar la guerrilla.

Frenar el foco marxista que –según veremos

en un discurso del general Sánchez de Bustamante–

preocupaba no sólo al Ejército, sino a “los

hombres de orden” del mismo justicialismo.

Cuando los radicales, en 1984, le ceden la calle

Cangallo a Perón, la nombran Teniente General

Juan Domingo Perón. ¡La bronca que les dio a los

peronistas! Habrían preferido “Presidente Perón”.

No obstante, si nos preguntamos qué habría preferido

Perón, no hay duda posible: habría preferido

ser recordado como teniente general. Durante

su presidencia abusaba de las grandes capas militares.

Y en una circunstancia excepcionalmente delicada,

es decir, cuando tuvo que expresar, y lo hizo

de modo extremo, su disgusto por el asalto a la

Guarnición de Azul por parte del ERP en 1974,

lo hizo muy deliberadamente con sus galas de

teniente general. No habría de ser Perón quien

rechazara el uniforme militar. El Ejército le había

dado el Ser. Y en el Ejército es donde él lo había

buscado. Nunca lo abandonó.


Eva Perón, Jean Genet,

la obsesión ontológica


Uno es, sin duda, lo que se hace. Esta ya no es

una frase del viejo existencialismo. Es más que

eso. Si es una clave para entender a Eva Perón,

insisto, es más que eso. También uno es lo que las

condiciones materiales de existencia hacen de él.

Desde luego: Marx tenía razón. Uno es lenguaje.

Recibe una lengua que no dominará. Hablará un

lenguaje que él cree hablar cuando, en rigor, es ese

lenguaje el que lo habla. De acuerdo. Tiene razón,

aquí, Lacan. Pero uno, sumergido en su contexto

histórico, en su condicionamiento de clase, sometido

por el lenguaje que ha penetrado en él, decidirá

sobre sí a partir de todos esos condicionamientos.

Si no, no hay moral. Si no, nadie es culpable.

Nadie es inocente. Uno, como Jean Genet,

busca ser algo. Uno, como Eva Perón, también.

Todos buscamos la plenitud del Ser. Todos queremos

ser y ser reconocidos en nuestro ser. La

condición humana (en tanto esa aventura

que el hombre emprende para ser símismo)

es una aventura ontológica.

Una aventura por la cual el hombre

busca darse el Ser. Esa aventura se expresa

como nadie en el bastardo. Se expresa

también en el judío. Y

acaso se exprese hoy, en

tanto terrible paradoja,

en el palestino,

que busca

el Ser en

lucha contra

quienes

nunca lo

tuvieron, y

ahora que

lo tienen se

lo impiden

tener a él.

La búsqueda

de Eva

Perón es una

lucha por hacerse

objeto. Pero no objeto

carente de conciencia.

No objeto sin sujeto. Quiere ser algo. Tener entidad

ontológica: “Quiere hacerse ser y conciencia

de ser al mismo tiempo (como escribe Sartre de

Genet); el ser es su deseo (...) su vida no

será sino una aventura ontológica” (Sartre,

Ibid., p. 100). Eva, como Genet,

tiene una Obsesión ontológica (Sartre,

Ibid., p. 110). Escribe, con precisión,

Sebreli: “Por medio de Eva Perón, los

trabajadores exiliados en su propio país

hasta entonces comenzaron a sentirse como

en su casa, en las fábricas donde debían ser

respetados por el patrón, en la calle y hasta en la

administración pública, la solidaridad de la acción

política los liberaba de la soledad y la tristeza que

es la característica de la condición obrera (...). Eva

Perón, la desclasada, la desarraigada, también

encontraba por primera vez una clase de la cual

hacerse solidaria” (Sebreli, Ibid., p. 84. Bastardillas

mías).

Esta unión entre la clase obrera y Eva Perón es

la unión de los malditos por la oligarquía. La oligarquía

trajo al inmigrante y lo puso a trabajar

pero le hizo sentir, desde el primer día en el Hotel

de Inmigrantes, que el país al que llegaba tenía

“ganadores y perdedores”. Nunca le reconoció

dignidad. Siempre fueron los negritos, las negritas,

los tanos, los gallegos, los judíos. Del otro

lado, “el círculo íntimo”. Los naturalmente destinados

a mandar. No es casual que el odio de Eva

se haya concentrado en la oligarquía. Afirmaba su

Ser afirmando su odio. Yo soy esta que odia. Odio

a los que pretenden poseer el Ser. A los que nada

hicieron para tenerlo. Ella, por el contrario, se dio

el Ser luchando a dentelladas. Con uñas y dientes

se hizo, por fin, lo que era: Eva Perón. Le faltaba

algo. Le faltaba ese uniforme que con tanta arrogancia

lucía Perón. ¿Qué es un uniforme militar?

Es un ropaje institucional. Uno se pone ese uniforme

y pasa a ser parte de la institucionalidad de

la patria. Eva, entonces, busca lo absoluto. Su

obsesión ontológica tiene una meta. Esa meta es el

Estado. Ser parte esencial del Estado argentino le

hará dejar atrás, para siempre, su bastardía de provinciana

pobre, de piba de pueblo, de iletrada.


Te casaste con una mina, Juan,

que tenía un cuerpo y sudores y

olores de mujer


(Eva y Juan Perón están en el comedor de la

residencia presidencial. El come temprano. Se

levanta temprano. Cena siempre lo mismo. Un

bife, un vaso de vino, algo de dulce de leche. El

come. Eva lo mira y espera que él la

mire para hablarle.)

Evita: ¿Por qué no

me preguntás

de una buena

vez lo que querés

preguntarme?

Perón: ¿Y qué

vendría a ser eso, chinita?

(La mira fijamente.) ¿Que vendría

a ser lo que te quieropreguntar

y no te pregunto?

Evita: Por qué quiero la vicepresidencia. Eso es

lo que nunca me preguntaste de frente.

Perón: Tu candidatura es una jugada política de

la CGT.

Evita: Mi candidatura es una jugada política

mía, Juan. Una jugada política y personal. Sobre

todo personal.

Perón: Está seco y duro este bife. El presidente

de la Argentina cena un bife seco y duro. (La

mira.) ¿Por qué “personal”?

Evita: Comé tu bife seco y duro y dejame con-

III

tarte algo. (Pausa. Luego:) Tenía siete años cuando

murió mi padre.

Perón: Ya me lo contaste.

Evita: No te conté todo. Mi madre nos llevó

al velorio. Y no nos querían dejar entrar. Y apareció

una mocosa, una hija legítima de mi

padre. Y se puso a gritar como una loca. Y gritaba:

“¿Con qué derecho? ¿Con qué derecho?”.

Siempre fue así conmigo. ¿Con qué derecho?

¿Con qué derecho esa actriz de mierda anda con

el coronel Perón? ¿Con qué derecho lo acompaña

al desfile del 9 de Julio, al Teatro Colón el

25 de Mayo? Y después, todavía peor: ¿Con qué

derecho se reúne con los ministros? ¿Con qué

derecho opina sobre las cuestiones de Estado?

¿Con qué derecho armó esa fundación, le puso

su nombre y ayuda a los pobres? (Pausa.) Siempre

fui una ilegítima, Juan. Una bastarda.

Nunca tuve derecho a nada. Bueno, se acabó.

Quiero ser parte del Estado. Quiero tener ese

derecho. No quiero que ningún hijo de puta

vuelva a preguntarme “Con qué derecho”.

Quiero la vicepresidencia, Juan. Ese derecho

quiero.

Perón: (Como distraído) ¿Habrá dulce de

leche? (J. P. F., Dos destinos sudamericanos,

Ibid., pp. 52/53.)

Esta fuga de Perón hacia el tema del dulce de

leche señala la actitud que habrá de tener a lo

largo de toda la cuestión de la vicepresidencia

de Evita: ambigüedad, que sí, que no, hacé tu

17 de Octubre, tirate a la pileta, ¿te va a respaldar

la CGT, Espejo, Armando Cabo?, la cosa

está peliaguda, al Ejército no le gusta nada, a la

Iglesia tampoco, no sé, chinita, no sé. Finalmente

hará levantar el acto en la 9 de Julio.

Hasta Espejo se anima a contradecirlo: tanto

respaldaba la CGT a Eva. El tema del cáncer

solucionará la cuestión. Perón, que ya se lo

había dicho a sus militares leales, se lo dice a ella

la noche del acto.

Perón: Hubo demasiada resistencia.

Evita: ¿Quiénes?

Perón: Los militares, sobre todo.

Evita: Vos te enfrentaste antes a tus (con ironía)

“compañeros de armas”. Te juntaste conmigo.

Con una mina. Y se lo tuvieron que tragar.

Conmigo, Juan. Una actriz, una mujer de

verdad. No un florero, no un adorno estúpido

como fueron siempre las mujeres de los presidentes.

¡Conmigo, Juan! Que tenía un pasado,

un cuerpo y sudores y olores de mujer. Entonces,

¿por qué? ¿Por qué no te jugaste por mí esta

vez?

Perón: Porque no pude, chinita. Porque vos

no podés ser vicepresidenta. Y no por los militares,

ni por los curas, ni por los oligarcas. Vos

sabés por qué. Yo te lo voy a decir... pero vos ya

me lo dijiste. Vos ya lo sabés.

Evita: ¿Qué es lo que sé? ¿Qué es lo que te

dije?

Perón: Me dijiste que odiabas tu cuerpo. Que

te estaba traicionando. Dijiste que era el mejor

aliado de tus enemigos. El que estaba consiguiendo

lo que ninguno de ellos había conseguido:

derrotarte.

(Pausa. Perón apaga su cigarrillo. Mira a

Evita.)

Perón: Tu cuerpo te abandonó, te traicionó,

te derrotó. Estás enferma, chinita. (Pausa. Casi

con furia) ¡Tenés cáncer, carajo! ¡Tenés cáncer!

(Evita, luego de un largo momento, agarra un

pote de crema y lo arroja contra el espejo que se

rompe en infinitos pedazos.)

Evita: No quiero más espejos en esta habitación.

No quiero verme morir. (J. P. F., Dos destinos

sudamericanos, Ibid., ps. 109/110).

La muerte no le daría el Ser que tanto buscó.

Célebremente, Heidegger dice: La muerte no

totaliza al Dasein. Cuando el Dasein muere no es,

deja de ser. La sed del bastardo no se cumpliría

ni con la muerte. Al fin soy. Soy eso: soy un

muerto. No, la muerte no totaliza. El bastardo,

cuando muere, no es por fin para siempre un

cadáver. Con la muerte, el bastardo no es. Con

la muerte, el bastardo sólo deja de ser. El bastardo

y todos nosotros. La muerte no cierra el círculo.

No somos por fin cuando morimos. Sólo

dejamos de ser. Somos cuando vivimos.

Seguiremos con Eva. Tenemos que analizar

todavía un texto fundamental como Mi mensaje.

Ahí –refiriéndose a la oligarquía– habrá de

decir: Yo fui la única que me di el gusto de insultarlos

de frente. Tan irritante era su figura, tanto

la odiaban (mucho más que a Perón), que es

arduo conjeturar qué habría ocurrido si “su

cuerpo no la traicionaba, no la derrotaba”. A

veces uno piensa que la consigna “Si Evita viviera

sería Montonera” era irrealizable, no sólo por

las opiniones diferenciadas que sobre ella podamos

tener, sino porque, si Evita hubiera vivido,

esos a los que se dio el gusto de insultar de frente,

y que fueron los mismos que después matarían

treinta mil personas en este país, la habrían

matado antes a ella. Es una hipótesis. Pero no la

desechen. Merece ser pensada y discutida. Exige

su reflexión.


Evita y el tango



Evita –y posiblemente sea éste uno de sus

perfiles más profundos, más ricos– no es como

la mujer del tango, que se ha ido del barrio para

el centro. No es “la Margot”. “Eras mi Margarita,

ahora te llaman Margot” o “Milonguita, las

luces del centro te han hecho mal/ y hoy darías

toda tu alma por vestirte de percal”. Lo digo

porque hay muchos que interpretan el peregrinaje

de Eva (Los Toldos, Junín, Buenos Aires)

como el de la piba del tango, que pasa del barrio

(con toda su carga de verdad, de autenticidad,

de solar materno, de barro, de pampa, de perfumes

de yuyos y de alfalfa: “la esquina del herrero,

barro y pampa”, dirá Homero Manzi) al

centro, donde están las luces, la vida fácil en la

que fatalmente se extraviará. La piba del tango

hace su peregrinaje en busca del ascenso social,

la ambición que la empuja es la del dinero, la

del lujo, ese lujo que le darán los “morlacos del

otario”, la de trepar. Ningún tango expresa esta

situación de áspera, de velada traición, como el

que, en 1924, estrena Gardel con letra de Celedonio

Flores. La Cenicienta del tango no quiere

unir su destino al de los pobres. Viene huyendo

de esa pobreza. Viene en busca del centro,

donde está el poder, los autos caros, el champán.

Si antes “gambeteaba la pobreza en la casa

de pensión” ahora es toda una bacana y a una

bacana la vida le ríe y canta. El que está junto a

ella, ya no es el muchacho que la amó en el

barrio, es un “otario”, calificativo que ese

muchacho le entrega y que expresa, más que

desdén, su resentimiento, su bronca de perdedor.

No tiene cómo discutirle al “otario” lo que

hoy quiere la percanta. No tiene con qué. El se

quedó en el barrio y en el barrio no hay morlacos.

Sólo hay ahí la poesía de los arrabales. Que

es pintoresca para los ricos, pero es sufrimiento

para los pobres. De aquí que Discépolo le diga a

Mordisquito que él ya no añora la pobreza triste

de los tangos. Que el portland será menos poético,

pero hace vivir mejor, con más dignidad.

Discépolo, así, es el tanguero que cambia el

ladrido de los perros a la luna, los grillos, el misterio,

los rumores de milonga, el fuelle que

rezonga, la quieta luz del farol, el alma del

gorrión sentimental, la esquina del herrero y,

sobre todo, el barro y la pampa, por las casitas

para los pobres, para los que trabajan, para los

malevos que ahora son proletarios, para el puñal

que ahora es martillo o pala o torno metalúrgico.

Si el tanguero le dijera a Mordisquito “ya

nunca me verás como me vieras, recostado en la

vidriera, esperándote” (como dice, tan hermosamente,

Homero Manzi), Mordisquito le diría

que no espere más, que se vaya a laburar, que

sea la novia la que lo espere a la salida de la

fábrica o en la casita del nuevo barrio, donde ya

no hay calles de barro, donde no hay inundación,

donde el obrero hizo olvidar al guapo, de

qué, le diría, tenés nostalgias, ¿tanto te gustaban

los años que han pasado, cuando los pibes, en

lugar de tomar leche, hacían cola para ver la

nata?, vamos, Manzi, esa arena que la vida se

llevó se la llevó para bien, no te apesadumbrés

por los barrios que han cambiado porque han

cambiado para ser mejores, porque hoy a Pompeya

no la alumbran las estrellas sino el alumbrado

público, ¿de qué zanjón me hablás?, ¿qué

le veías de lindo al zanjón?, al perfume de los

yuyos y de la alfalfa, se acabó, Homero, todo ese

mundo rural y miserable de los tangos fue

derrotado por el trabajo para todos, por la vida

honrada, por el derecho a la vivienda digna, a

las vacaciones, al chamamé de la buena digestión,

como ya te dije antes.

De esta forma, el “barrio de tango, luna y

misterio” queda en manos de los poetas cultos,

como Borges, que lo reinventan desde una estética

del coraje, del cuchillo, del suburbio, del

Sur. Alguien dijo, y dijo bien, que el peronismo

mató al tango. Es cierto. Ya Alberto Castillo,

hacia 1954, cantaba más canciones festivas que

tangos melancólicos. “Por cuatro días locos”.

“Yo llegué a la Argentina/ en una noche divina/

del cincuenta y cuatro.” El tango reo, el tango

de la poetización de la pobreza, o de su negación

absoluta y brutal en la figura de la mina

que se pianta, que va en busca del centro, pero

para perderse porque perdió la verdad, la autenticidad

del barrio, porque los hombres le “han

hecho mal”, porque hoy daría toda su vida “por

vestirse de percal”, a ese tango lo mató el portland

del peronismo, y esa canción la cantó Discépolo,

justamente él, que había cantado como

nadie el tango de la desesperanza, del suicidio,

del “cachá el bufoso y chau”. No es incongruente

con esto que digo, sino que lo confirma con

una mezcla de barroco y tango reo, de Ginastera

y Troilo, de Shostakovich y Pugliese, de Gerry

Mulligan y Horacio Salgán, que el tango del

post-peronismo se deposite en el fuelle de Astor

Piazzolla, que ya no les canta a “las calles de

Pompeya” (que se mete, también, con el jazz,

con esas novenas disonantes, con esas quintas

ásperas), sino a Buenos Aires, a la ciudad, a la

locura urbana, al caos y a esa poesía quieta que

invade las calles cuando el gentío duerme, cuando

sólo hay una brisa que arremolina papeles,

volantes políticos, diarios de ayer, a Buenos

Aires que es, para él, lo que fue para George

Gershwin Nueva York, la neurosis urbana, la

gente apurada, la rapsodia en remaches, el

mundo que no espera, el tiempo que se ha

transformado en velocidad, la luna plateada que

ya no ilumina al barrio, sino que va “rodando

por Callao”.

Pero Eva (y veremos esto con más detalle) no

es como la mina del tango. Su viaje de Junín a

Buenos Aires se le parece. Pero ella no vino por

los “morlacos del otario”. No es (como dice Tim

Rice, el guionista de la ópera Evita) “la más grande

trepadora después de la Cenicienta”. Grave

error, señor Rice. Evita no vino a probarse ningún

zapatito, no vino a levantarse al Príncipe que

se levantó para vivir siempre en Palacio jugándola

de Reina, aprendiendo los buenos modales de

la monarquía para ser aceptada por ella. Vino

para insultarlos de frente. Trepó para descender

hacia los pobres y compartir con ellos lo que

había conquistado. Evita no es la Cenicienta ni

es la Margot. Con su traje sastre, con su rodete

que se cierra como un puño que golpea, vino

para no traicionarse. Para no abandonar su

resentimiento. Del que vivirá y morirá orgullosa.

Porque la piba de barrio se hace amante y mantenida

de los ricos. Porque la Cenicienta sólo busca

al Príncipe para reinar junto a él cuando el

momento, que llegará, llegue. Porque la tan trinada

rebeldía de Victoria Ocampo sólo exhibe la

historia de la niña rica y traviesa, de la alborotadora,

de la pre-feminista a lo sumo o de la incorregible

de la familia oligárquica, pero nunca

cambió su destino de clase, siempre reposó en la

más honda densidad del Ser, fue previsible, tanto

en su aliadofismo antifascista de los cuarenta

como en su macartismo pro-norteamericano de

fines de los cincuenta, tanto en su antiperonismo

elitista, tramado por el odio de clase y el desdén

cultural, como en su discurso de 1977, al ocupar

su esperable, totalmente previsible, lugar en la

Academia de Letras, en el que defiende un feminismo

abstracto en tanto las Madres de Plaza de

Mayo se jugaban la vida en un feminismo concreto

que desde el alma misma de la mujer y de

la mujer madre, algo que Victoria tampoco fue,

pedía por la vida de los hijos ausentes, por los

cuerpos que les habían sustraído. Evita, contrariamente,

vino para desmentir lo lineal, lo previsible,

los caminos trillados de las trepadoras. Si

no la única, ha de ser una de las muy escasas perdedoras

que triunfó sin olvidar ni negar su origen.

Eso, muy pocas.