José Pablo Feinmann
Filosofía política del Peronismo
Página/12
17 Eva Perón (IV)
LOS LAMENTABLES
ESCRIBAS DEL PERONISMO
Muy segura de sus ideas, más segura aún de lo
que buscaba conseguir con ellas, Eva Perón
dejó algunos textos en que su pensamiento
puede ser analizado seriamente. Entre esos
textos no figura el más célebre, el que lleva
por nombre La razón de mi vida, y que, no sólo por su torpeza,
su ingenuidad, su falta de garra, la ausencia total en esas páginas
del fanatismo, de la ira o del resentimiento en los que Evita basaba
sus acciones, su existencia toda, resulta irrelevante para un
análisis serio de sus opciones políticas, de sus proyectos y, sobre
todo, de su personalidad. En sus textos ella se pone por entero, se
juega, lleva las cosas al extremo a que solía llevarlas y suelen alterar
los nervios de cualquiera, o por la exaltación que provocan en
algunos o por el odio que despiertan en otros. Lejos de esto, el
ñoño, simplón, ese texto huero que es La razón de mi vida fue el
que el peronismo implantó autoritariamente en la enseñanza, el
texto que fue instrumentado como el que en verdad expresaba a
Evita. Se sabe que el libro fue escrito por un periodista español
de nombre Manuel Penella da Silva, a quien posiblemente haya
contactado Raúl Mendé, un tipo muy cercano a Perón, una de
esas tantas figuras de las que solía rodearse y que tanta admiración
y respeto nos despiertan, aunque, a veces, por el contrario,
nos sorprendemos a nosotros mismos, que no somos gorilas,
murmurando o diciendo francamente en voz alta, a raíz justamente
de esos personajes, que el general debía tener facetas francamente
oscuras (voy a ser preciso, los militantes peronistas lúcidos
no decían ni dicen facetas francamente oscuras, dicen otra
cosa, dicen: El viejo era un flor de turro), ya que, de otra forma,
no se explica que mantuviera junto a él a ciertos personajes que
poco le reportaban. Y eso que aún no habían hecho su aparición
espectacular en la gran novela del peronismo esos dos adalides
del ridículo, de la infamia y del crimen alevoso que fueron Isabel
Martínez y el cabo (y luego súbito comisario general de
José López Rega. Raúl Mendé, cuyo primer opus es un libro
de poemas de 1944 titulado Con mis alas, era, al lado de ellos,
San Francisco de Asís. En 1948 publica un libro que se titula:
Tercera posición: justicialismo, y cuyo Capítulo Primero empieza
diciendo: “El problema del mundo es problema de justicia y de
amor. Al decir ‘el problema del mundo’ se entiende que nos referimos
al problema de la sociedad humana” (Raúl A. Mendé, Tercera
posición: justicialismo, Castelvi, Santa Fe , Argentina, 1948,
p. 11. Castelvi era una prestigiosa editorial y librería de la ciudad
de Santa Fe). Como hubiera dicho la notable revista cordobesa
Hortensia: “No, si hai de referirte al problema del cultivo de la
zanahoria en
exhibe la bobaliconería de los textos del autor. Algo que no sería
grave si no hubiera sido, además, el que le redactaba a Perón los
artículos que publicaba en Democracia bajo el seudónimo de
Descartes. Ese hecho es notorio porque Perón se ve más inteligente
y más que eso también en sus discursos y, sobre todo, en
sus clases sobre Conducción Política en
Pero el protagonismo intelectual y literario de Mendé es
todavía más discutible, más problemático, si se piensa que, en ese
momento, Perón podía contar con Arturo Jauretche, Scalabrini
Ortiz, Leopoldo Marechal y, más tempranamente, Homero
Manzi para que le escribieran textos. Pero el general solía elegir,
en el campo intelectual y universitario, sencillamente basura. O
era porque no admitía que alguien le hiciera sombra o era también
por eso.
“
DE LECTURA DE CUARTO GRADO
El tema al que nos conduce La razón de mi vida y la pertenencia
de “literatos” como Mendé en el primer peronismo es el de los
famosos textos redactados para la enseñanza. Se sabe que La razón
de mi vida fue sofocantemente impuesto en todas partes. Esto,
desde luego, desataba la ira de las clases medias no peronistas.
Nuestro tema final, del que éste es un rodeo, es analizar los verdaderos
textos de Evita, que en nada se asemejan a La razón de mi
vida. Pero, al tratarse de un tema tan irritante y que tanto se le ha
cuestionado al peronismo, detengámonos en él seriamente.
Peña cita un fragmento del libro de lectura para Escuela Primaria,
Alelí. Luego de enumerar algo que ya hemos hecho, es decir:
“el campeón de box, o el de automovilismo, o el forward más
goleador, se acercan fatigados al micrófono para dedicar a Perón
sus triunfos, sus records o sus goles”, Peña ironiza sobre los textos
“eminentemente pedagógicos” con que los escolares aprenden a
leer: “Viva Perón. Perón es un buen gobernante. Manda y ordena
con firmeza. ¡Viva el líder! ¡Viva la bandera argentina! El líder nos
ama a todos. ¡Viva el líder! ¡Viva la bandera Argentina! ¡Viva el
general Perón!” (Peña, Ibid., p. 102). Nos detendremos en el
libro de Angela C. de Palacio,
Luis Laserre SRL, Buenos Aires, en los talleres de Kraft Ltda. el
día 15 de marzo de 1954. Se trata de un libro de lectura para
cuarto grado. Está lleno de esas ilustraciones que expresaron una
estética del peronismo y que, con excepcional talento, recrea,
durante nuestros días, el artista Daniel Santoro. En su página
catorce hay un poema titulado Tu obsequio. Lo voy a citar íntegramente
porque, en general, estos textos se citan de modo fragmentario.
Por ejemplo: resulta evidente que el de Peña está armado
con distintas frases. No se procedía a una acumulación tan
extremadamente grosera, aunque con frecuencia se anduviera
cerca de eso. No, los libros proponían una visión dulce y tierna de
la vida, esa ternura tenía lugar en un país maravilloso que se llamaba
Argentina y todos se la debían al General Perón y, en este
libro de cuarto grado que analizaremos, a la “querida Evita”, pues
su muerte ya ha tenido lugar. Este hecho transforma a Tu obsequio
en una especie de relato de ultratumba, pero era ya aceptado
que Evita, aun muerta, seguía presente. Dice así: “He recibido el
obsequio/ que mandas, querida Evita/ Desde aquí yo te bendigo/
mi segunda madrecita/ Eres mujer, eres ángel/ con un corazón
hermoso/ que miras por los ancianos/ para que sean dichosos/
Con Perón y con Evita/ desde este humilde rincón/ ¡que Dios
bendiga a esos seres!/ lo pido de corazón/ ¡Evita! ¡Evita querida!/
siempre estoy pensando en ti/ Si no fuera por tu amparo/ hoy
¿qué sería de mí?”. La ilustración presenta a una niña de cabellos
rubios, que tiene a una muñeca, también rubia, en sus brazos y
un perrito Terrier se alza en dos patitas para mirarla. La niñita ha
de pertenecer posiblemente a una clase acomodada; no a la oligarquía,
pero menos al proletariado. En la página siguiente vemos a
la mamá, también rubia, depositando su voto en la urna, lo que
expresa la máxima conquista de Evita para las mujeres. Más adelante
leemos: “No has querido los honores/ ¡Has preferido la
lucha!/ ¡La historia no tendrá nombre/ para exaltar tu figura!/ Has
preferido quedarte/ –señora del sufrimiento–/ velando en las
noches largas/ de todos los desconsuelos” (Renunciamiento). Después,
en la página cuarenta y cinco, un niño, también rubio, le
pregunta a su padre, que está en un sillón, con un traje de hombre
elegante, cabello sabio y gris y leyendo el diario, Qué es la
autoridad. Le cuenta que, esa mañana, él y sus hermanos se tiraban
con almohadones y no querían vestirse ni tomar el desayuno.
Pero apareció “la mamá” y, de inmediato, el bullicio cesó. El
padre toma este ejemplo para explicarle al niño su pregunta: “Fue
muy sencillo. Una mano fuerte se les impuso. Tu madre dictó
leyes, no leyes escritas, sino leyes orales, leyes familiares y el orden
se restableció. Lo que pasa en pequeño en una familia pasa en
grande en un país. La autoridad es necesaria para que pueda reinar
el orden”. El niñito pregunta: “Papá, hay autoridades para
que los hombres no hagan lo que quieren sino lo que deben, ¿verdad?”.
El padre le dice que así es, de lo contrario “reinaría la anarquía
más completa”. El niñito vuelve a preguntar: “La autoridad
mayor de este país es nuestro presidente, ¿no es cierto, papá?”. El
padre responde: “Sí, hijo mío: nuestro Presidente, el General Juan
D. Perón”.
Salvo la exaltación de las figuras de Perón y Evita, el libro de
lectura –todos los libros de lectura del peronismo– no alteraba la versión
de la historia impuesta por la oligarquía. Hay una anécdota
según la cual se le preguntó a Perón por qué no innovó en esto.
Algún matiz o algo más que eso debía introducir un movimiento,
que se asumía como revolucionario, en la glorificación de algunos
y la condenación de otros, de acuerdo a sus intereses, que impuso
la oligarquía. Perón habría respondido con una de sus frases de
tipo pícaro, de Vizcacha que se las sabe todas: “Bastantes problemas
tengo con los vivos, ¿me voy a meter también con los muertos?”
Una manera de esquivar el bulto, y también una manera de
decir que ese tipo de preguntas las formulaban los que no tenían
ni idea de las cuestiones del poder. “Un otario de los tantos otarios
que hay por ahí”, dice en Conducción política. Es posible,
pero creer que el otario, por más otario que sea, se va a tragar la
respuesta que dio revela no sólo un desprecio profundo por el
otario, sino una soberbia no escasa, lo suficientemente importante,
al menos, como para considerar un poco boludos –con perdón–
a todos los demás que no fueran él. Ya veremos cómo funcionó
este aspecto en futuras encrucijadas. Si no se deseaba cuestionar
a los próceres tradicionalmente impuestos, acaso se hubiera
podido abrir otras puertas, incorporar otros personajes, exaltar
otras gestas. Se hubiera podido dar una versión menos negativa de
los caudillos federales. Hacer una lectura más realista de la guerra
con el Paraguay. O de los empréstitos rivadavianos. No, la página
noventa y tres de
por un retrato de Bernardino Rivadavia. Texto a pie de página:
“Bernardino Rivadavia. Primer Presidente Constitucional Argentino”.
El dibujo muestra a Rivadavia, que era mulato, con un
extraño pelo casi-casi rubio. Al lado, Belgrano. El texto es: El Día
de
se ha dicho. O sea, la versión que la oligarquía impuso en la enseñanza.
Pero se concluye poniendo a Perón en el nivel de Belgrano:
“Todos nuestros próceres han tenido a mucho honor izar la
bandera. También el líder de los trabajadores suele izarla con
amor y devoción, dando así ejemplo a los niños argentinos de
cómo debe reverenciarse esa enseña sagrada, por la que debemos
estar dispuestos, ciegamente, a morir” (p. 92).
SARMIENTO, EL DULCE MAESTRO
Y EL MARISCAL BOUGEAUD DEL
COLONIALISMO DE BUENOS AIRES
Pero el punto más alto de la obsecuencia con la historiografía
institucional oligárquica, o liberal, llega con el texto dedicado a
Sarmiento, a quien uno admira y discute, pero no lo reduce a esa
estampita bastante aberrante, incluso para la enorme complejidad
del personaje, para su contradictoria grandeza, del maestro de
escuela, del creador de escuelas o, la más patética, del niño que
nunca faltó al colegio un solo día. José Luis Busaniche, por ejemplo,
historiador serio, el historiador que más admiro, cuyos libros
he devorado por la apasionada búsqueda –que palpita en ellos– de
una verdad compleja de nuestra historia, alejada de los condicionamientos
de clase, de las imposiciones que dan los triunfos, alejada
de la historia de los vencedores, de la historia escrita por y
para Buenos Aires, la búsqueda de una historia ardua, tramada
por las contradicciones, no lineal, de la que estuvo más cerca
Alberdi que Mitre o Sarmiento, de la que se expresó en las conferencias
de David Peña sobre Juan Facundo Quiroga, Busaniche,
digo, acusaba a Sarmiento de practicar un “progresismo homicida”,
sabía por qué y no debiera haber quien no lo sepa. También
hay que saber el resto, que escribió libros admirables, que fundó
escuelas, que, en el final de su vida, estuvo muy cerca de abominar
por completo de la clase para la que siempre trabajó, esa a la
que Alberdi llamaba la oligarquía del Puerto y de
que él llamó “esa oligarquía con olor a bosta de vaca”.
Busaniche cita la carta de Sarmiento a Mitre, fechada el 18 de
noviembre de 1863, y en la que se refiere al asesinato de Angel
Vicente Peñaloza, a su decapitación y al hecho, certeramente abominable,
de haber clavado su cabeza en una pica: “Yo he aplaudido
la medida precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a
aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se
habrían aquietado en seis meses” (José Luis Busaniche, Historia
argentina, Solar/Hachette, Buenos Aires, 1969, p. 730. Bastardillas
mías). La viuda de Peñaloza fue “escarnecida y robada” por
los vencedores. Y, escribe, Busaniche: “Pedía protección... ¡a
Urquiza! arrumbado como estaba el caudillo en su estancia de
Entre Ríos” (Busaniche, Ibid., 731). Y luego: “La civilización
cumplía su obra. Los bienes de aquella pobre viuda habrán
aumentado el patrimonio de algún hombre de frac y principios”
(Busaniche, Ibid., p. 731. Bastardilla del autor). Sarmiento, él
mismo, hombre que no se andaba con vueltas ni ocultando lo que
hacía sino que lo exaltaba con orgullo de guerrero vencedor, escribe
en un texto, que con precisión se llama Mi defensa, y, con frecuencia
se transforma en su acusación: “Ya he mostrado al público
mi faz literaria; vea ahora mi fisonomía política; ¡verá al militar,
al asesino!” (Sarmiento, Mi defensa en Civilización y barbarie,
texto que reúne las biografías de Quiroga, Aldao y El Chacho
II
junto a Mi defensa y Recuerdos de provincia, editado por El Ateneo,
Buenos Aires, 1952, prólogo de Alberto Palcos, p. 552). Sarmiento
fue nuestro General Bougeaud, más que Mitre aún, pues
sus acciones militares fueron más efectivas y poderosa su importancia
ideológica. Escribe: “En mi juventud hubiera deseado que
los que han trabajado por establecer el despotismo y hacer desaparecer
toda forma constitucional, hubiesen tenido una sola cabeza
para segársela de un golpe” (Mi defensa, Ibid., p. 559). Sarmiento,
durante sus viajes de la década del cuarenta, estuvo, en
Africa, nada menos que con el conquistador de Argelia, héroe de
ha de haberse bebido sus palabras. Bougeaud tiene, entre otros
méritos que seguramente su país le reconoce con orgullo, el de
estar citado, no casualmente, en el Prólogo de Sartre al libro de
Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, que protagonizará en
nuestro relato un momento esencial. Sarmiento señalaba el agrado
con que Bougeaud había compartido sus puntos de vista con
él, pues finalmente se hallaba frente a alguien que comprendía y
aprobaba con entusiasmo el modo innovador con que combatía a
los jinetes árabes, los cuales, dice Sarmiento, tenían la misma
movilidad que la montonera. Bougeaud le explicó que, para combatir
a los bárbaros, hay que hacerse más bárbaro que ellos. El
coronel Ambrosio Sandes, en la guerra de policía que Mitre declara
a las provincias luego de la batalla de Pavón, que Urquiza, traicionando
la causa federal (de aquí la ironía de Busaniche ante el
triste, desolado pedido que la viuda de Peñaloza le acercara al
héroe del Palacio San José), le cede el triunfo, marchaba en busca
de los gauchos levantiscos con caballos herrados, al modo de
Bougeaud contra los árabes. El mariscal y sus tropas no ahorraban
medios para derrotar a los bárbaros ejerciendo una barbarie superior
a la de ellos. En un episodio, los franceses queman vivos a
quinientos argelinos, algo que sirve para dinamizar el entusiasmo
guerrero de sus aliados nativos. Bougeaud, hecho gobernador de
Argelia, no vacila en arrojar sobre los nativos una guerra de masacres
y devastaciones. Durante buena parte del siglo XX, con sinceridad
y jactancia, con inocultable vanagloria, los manuales
escolares franceses narraban el entusiasmo con que Bougeaud tornaba
cenizas, incendiándolos, los aduares (o sea, las tiendas de
campaña o los barracones que dan forma a un poblado) de los
beduinos en esos duros pero gloriosos tiempos de la conquista de
Argelia, y justificaban o parangonaban los triunfos de Bougeaud
con los de los oficiales ingleses en
guerrera, ataban a los hindúes y musulmanes a la boca de sus
cañones durante la rebelión de los cipayos, en 1857. Esa modalidad,
sin embargo, ya había sido ejercida por los coroneles Estomba
y Rauch en sus campañas por la provincia de Buenos Aires
luego del fusilamiento de Dorrego. Mi novela El ejército de
ceniza, que es la ficcionalización de la locura del coronel Ramón
Estomba, quien parte en busca del enemigo y, al no encontrarlo,
empieza a extraviarse y a extraviar a sus soldados con arengas cada
vez más demenciales, narra uno de esos episodios. Estomba, que
en la novela lleva el nombre de Ramón Andrade, culpa del fracaso
de la campaña a su rastreador: no sabe o no quiere, dice, llevarlo
al encuentro del enemigo. Ordena que lo aten a la boca de un
cañón. “Los soldados no demoraron en cumplir la orden. Trajeron
una cuerda, alzaron a Baigorria por los brazos y las piernas y
lo apoyaron contra la boca del cañón. El rastreador aún respiraba”
(J. P. F., El ejército de ceniza, Editorial
Aires, 2007, p. 95). Herido por un balazo que antes el general le
había propinado, Baigorria aún conservaba su lucidez, pero sólo
para su desgracia, pues le permitía no perder la conciencia de lo
que estaba por ocurrirle. Andrade, en su desvarío, en su paranoia
incontrolable, cree que Baigorria lo ha perdido en búsquedas
sinuosas, por ser, sin más, un traidor, un aliado de sus enemigos.
“Nada se oía: ni el viento. Sólo la voz del coronel, que ahora proclamaba:
‘Morirá despedazado. Morirá así, porque quiero que él,
y sobre todo los suyos cuando lo encuentren, sepan que no sólo
habremos de vencerlos por la dignidad de nuestra causa, sino
también porque, en esta guerra, hemos decidido ser aún más
crueles, más inhumanos que ellos’. Entonces encendió la mecha y
disparó el cañón. El estallido fue tan poderoso y mortal como lo
había sido su voz. Cuando el humo de la pólvora se hubo disipado,
de la boca del cañón manaba sangre” (J. P. F., Ibid., p. 96).
La novela se publicó en 1987 y las sombras del horror militar
estaban muy cercanas aún en nuestro país. Estomba actuó durante
el mes de febrero de 1829. Lo hizo, como Rauch, bajo directivas
de Juan Lavalle, el que luego de fusilar a Dorrego, ordenó a
estos valientes militares, todos héroes del Ejército Libertador, limpiar
de indios y federales la frontera sur. Dio, de esta forma, tareas
de policía interna al ejército sanmartiniano. Lavalle asumió la
tarea sucia que se le pidió a San Martín, y que San Martín se
negó a realizar, conociendo, sin duda, los costos que tendría. En
este punto, creo, hay algo importante que debemos llevar a primer
plano. Es por completo coherente que el Ejército Libertador
haya actuado como ejército represor de las fuerzas que se oponían
al plan de Buenos Aires de organizar el país según el modelo liberal
y con el apoyo de Gran Bretaña. Se conoce sobradamente la
frase de George Canning: “América Latina es libre. Y si llevamos
bien nuestros negocios es nuestra”. La única diferencia entre el
Ejército Libertador y las tropas del mariscal Bougeaud radica en
que éste no tenía detrás una potencia extranjera apoyándolo. Le
alcanzaba con el apoyo de su propio país imperial. Los Bougeaud
de
de la colonia. Una vez libre del colonizador extranjero se produjo
en el país un complejo proceso de colonialismo interno. La culta
ciudad de Buenos Aires, informada por completo sobre el papel
que
jugar en los territorios bárbaros, llevó contra las provincias y
luego contra los indios la misma guerra que Bougeaud impuso en
Argelia y los ingleses en
y de América latina en su casi totalidad, es que estos territorios
se habían independizado de su opresor colonial, dado que
éste los mantenía en un atraso que les impedía sumarse a las fuerzas
de
debía modernizarse. Debía hacer la guerra contra los “beduinos”
de su propio país. Francia colonizaba
mercados y de expansionismo militarista. Pero Argelia no estaba
en Francia, estaba en Africa. Buenos Aires, que asumía en el país
el papel de Francia en Argelia, tenía a Argelia en su propio territorio.
De aquí que la guerra que tuvo que llevar a los “bárbaros” se
transformó en una “guerra civil”. Y acaso hasta no sea totalmente
correcto llamarla así. Se trataba de la guerra del Ejército de un
país invasor que buscaba colonizar a un país tan sumido en el
atraso, según el país invasor, como
que fue el brillante teórico, el hombre impecablemente lúcido
de esta tarea, observando las banderas de los países del mundo,
detecta que, en muchas de ellas, predomina el color colorado. Ese
predominio se da en los países bárbaros. Lejos de esto, sólo en un
país europeo existe tal preponderancia. En su estilo altisonante, se
pregunta entonces: “¿Qué vínculo misterioso liga todos estos
hechos? ¿Es casualidad que Arjel, Túnez, el Japón, Marruecos,
Turquía, Siam, los africanos, los salvajes (...), el verdugo y Rosas
se hallen vestidos con un color proscrito hoi día por las sociedades
cristinas i cultas?” (Nota: Domingo Faustino Sarmiento, Facundo,
edición crítica y documentada de
Plata, 1938, prólogo de Alberto Palcos, p. 147. Palcos conservó la
grafía original del texto sarmientino. Tomo la cita de mi libro
Filosofía y nación. En ese entonces, yo –demasiado joven aún– no
me habría sentido un intelectual si no citaba el Facundo por la
edición erudita y consagrada de Palcos. Luego utilicé la de Ediciones
Estrada, que tiene modernizada la grafía y es muy buena.)
Tal vez no sea arbitrario. Pero la que es simétrica –con la importante
salvedad que haremos– es la guerra que llevan las potencias
europeas en sus colonias y los ejércitos de Buenos Aires en las
provincias. Sarmiento no deja de advertirlo: “Las hordas beduinas
que hoy importunan con su algazara y depredaciones la frontera
de Arjelia, dan una idea exacta de la montonera arjentina (...) La
misma lucha de civilización y barbarie, de la ciudad y el desierto,
existe hoi en Africa; los mismos personajes, el mismo espíritu, la
misma estratejia indisciplinada entre la horda y la montonera”
(Sarmiento, Ibid., p. 209). Se trata de un texto excepcional. Hay
algo que Sarmiento, sin duda deliberadamente, pasa por alto. El
mariscal Bougeaud guerreaba en territorio extranjero. No quería
colonizar, desde París, al resto de
de inmediato en colonia francesa. Bougeaud coloniza el país de
otros. Africa, India son países coloniales. Deben aún realizar su
guerra de independencia. De aquí que teóricos como Edward W.
Said o Gayatri Spivak o Homi K. Bhabha se autodenominen teóricos
poscoloniales. No lo son. Son teóricos neocoloniales. En sus
países, la colonización ha cambiado un rostro por otro, una
modalidad por otra. Argentina, por remitirnos sólo a nuestro
país, era un país independiente. Sin duda había establecido con
las potencias metropolitanas un nuevo trato colonial, menos
directo, que nos permitía tener ejército, bandera y hasta orgullo
de nación autónoma. Pero la descolonización, que tardíamente
realizaron Argelia y
Libertador: echó a los españoles. Luego, ese mismo Ejército
Libertador, bajo la figura de Lavalle, se pone a las órdenes de
Buenos Aires para realizar la colonización interna de su territorio.
Lavalle fracasa y viene el interregno de Rosas, sobre el que no
entraremos aquí. Caído Rosas, expulsado Urquiza de Buenos
Aires, la ciudad metrópoli no tiene dudas. Aquí es donde aparece
el Sarmiento soldado, militar, el asesino, como él dice en Mi
defensa. Buenos Aires, por decirlo con entera claridad, tiene en su
propio territorio a los beduinos. Francia los tenía en Argelia. Los
teóricos colonialistas de
literatura de las metrópolis, como hace Edward Said en Cultura e
imperialismo. Said, en ese libro, rastrea el colonialismo en Jane
Austen, en Dickens, en Conrad. Por supuesto, los beduinos no
tenían teóricos. La teoría colonialista se hacía en la metrópoli. En
del colonizador que se establece en el territorio de la nación
colonizada, la literatura colonialista estuvo en manos de los mismos
argentinos. No de todos, sólo de su clase ilustrada. Sólo de
los hombres cultos de la metrópoli (Buenos Aires) que llevaba a
cabo la colonización interna. De aquí que no tengamos que remitirnos
a escritores extranjeros como lo hace Said. No, el gran
texto colonialista argentino es –ante todo– esa obra maestra, ese
libro titánico de un hombre titánico, el Facundo sarmientino. Ahí
está todo. Costaría, incluso, encontrar, aun cuando se encuentre,
un ensayo tan lúcido acerca de la colonización de un territorio
bárbaro por medio de la razón ilustrada. Pues lo que define al
colonialismo burgués, a diferencia del que llevó a cabo el Imperio
Romano en nombre, meramente, de la grandeza de Roma, o,
antes, Alejandro en nombre de su propia gloria, es que acompaña
a sus empresas colonizadoras con valores civilizatorios, racionales:
el Progreso, las luces de
conquistará a la barbarie para el mundo del hombre. No se equivocan
aquí Adorno y Horkheimer cuando ven en esta razón instrumental,
que encuentran en los pensadores de
una razón destinada a someter a los hombres. Menos todavía se
equivoca Heidegger cuando señala que la razón de
que nace con Descartes, es la razón de la técnica, la que olvida
al Ser y se consagra al dominio de los entes. Es, sin duda, esta
civilización capitalista de la técnica la que lleva a cabo los procesos,
sanguinarios, de colonización. Los sometidos, los masacrados,
de no haberlo sido, pudieron haber entregado, si no la conducción
del país, una Expresión lateral que lo enriqueciera. Heidegger,
un pensador de derecha, ha visto el problema de la técnica en
tanto sometimiento del hombre y de la naturaleza más hondamente
que Marx, ya que Marx, llevado por la dialéctica hegeliana
de la superación, valoraba los procesos de colonizadores pues
introducirían modernas relaciones de producción capitalistas en
los territorios coloniales, que habrían continuado siglos en el atraso.
Así continuaron. Y la razón técnica arrrasó con ellos, porque
no tuvo piedad alguna. La guerra de policía que Sarmiento y
Mitre desatan en las provincias después del triunfo de Pavón ya se
lleva a cabo con cañones Krupp y fusiles Remington. El gauchaje
es sacrificado. La colonización interna tiene lugar. Sarmiento es
nuestro general Bougeaud. Mitre lo es. Son los que conquistaron la
argentina para Buenos Aires. Los lugartenientes fueron Wenceslao
Paunero, Ambrosio Sandes, Irrazábal y otros carniceros de la civilización,
que los requería, porque requería matar a quienes se le
opusieran en nombre de los valores que portaba: las luces de la
razón, el progreso, las relaciones con Europa. “Si Sandes mata
gente, déjenlo”, decía Mitre, “es un mal necesario.” Quisiera
decir claramente –porque es hora de que hablemos claro en la
Argentina– que no hago juicios morales sobre estas cuestiones. Es
toda una civilización la que así se conducía. Lo que Heidegger vio
y lo que todavía hace su gloria entre sus infinitos seguidores fue
que esa civilización llevaba al desastre, como, en efecto, está llevando.
Lo que Marx equivocadamente creyó es que de la civilización
del capital podía emerger un proletariado victorioso que
estableciera otra, una más libre, sin explotación, sin ignominias.
III
No fue así. Los regímenes socialistas fracasaron porque
tuvieron que adoptar la civilización de la técnica
para sostenerse. Porque tuvieron que tornarse capitalismos
autoritarios, estatales, para subsistir. Y, sobre
todo, porque se realizaron en países inadecuados
para hacerlo.
En ninguno de estos países existía lo que Marx había
puesto como condición de posibilidad del proceso
revolucionario: el proletariado industrial moderno.
Que sólo existió en las metrópolis, a las que les fue
sencillo incorporarlo al universo de la técnica por
medio del sindicalismo, en buena medida por su
plusvalía externa, por sus enormes ganancias coloniales
o neocoloniales. Lenin sabía todo acerca de
esto. Sabía que el proletariado, si se desarrolla bajo el
capitalismo como lo pedía Marx, devenía tradeunionista.
Socio menor de la burguesía. Ya Engels, en
una de sus cartas tardías, le respondía a un amigo:
“¿Me pides que te diga lo que piensa el obrero
inglés? Pues lo que piensa la burguesía”.
SARMIENTO, LAS
“GUERRILLAS” ESTÁN
FUERA DE
Volviendo a Sarmiento: él fue nuestro mariscal
Bougeaud. No en vano fue quien lo conoció. Quien
habló con él. Hay textos sarmientinos que todavía
estremecen, que tan poderosamente resuenan, que
tan cercanos están de nosotros, que, por esa razón,
tal como lo dije, estremecen. Sucede que Sarmiento,
como Nietzsche, escribía a martillazos: “El idioma
español ha dado a los otros la palabra ‘guerrilla’,
aplicada al partidario que hace la guerra civil fuera
de las formas, con paisanos y no con soldados (...)
La palabra argentina ‘montonera’ corresponde perfectamente
a la peninsular ‘guerrilla’ (...) Las ‘guerrillas’
no están todavía en las guerras civiles bajo el
palio del derecho de gentes (...) Chacho, como jefe
notorio de bandas de salteadores, y como ‘guerrilla’,
haciendo la guerra por su propia cuenta, murió en
guerra de policía en donde fue aprehendido y su
cabeza puesta en un poste en el teatro de sus fechorías.
Esta es la ley y la forma tradicional de la ejecución
del salteador (...) Las ‘guerrillas’, desde que
obran fuera de la protección de gobiernos y ejércitos,
están fuera de la ley y pueden ser ejecutados por los
jefes de campaña. Los salteadores notorios están
fuera de la ley de las naciones y de la ley municipal y
sus cabezas deben ser expuestas en los lugares de sus
fechorías” (Sarmiento, Vida del Chacho, en Proceso al
Chacho, Caldén. Buenos Aires, 1968, pp. 119/126.
Una edición más “respetable”, con menos tinte
setentista, puede ser la de El Ateneo, Buenos Aires,
1952, con prólogo del insospechable Alberto Palcos,
un serio historiador de la alta burguesía argentina).
Sobre la grandeza de Sarmiento como escritor no
voy a extenderme. En 1971, en Envido N 3, publiqué
Racionalidad e irracionalidad en “Facundo”, ahí
concluía el trabajo con un canto a la genialidad literaria
del sanjuanino. (Ese texto, extenso, formó
luego parte de Filosofía y nación.) Se trata de un
titán, de un tipo que se propuso hacer un país y, en
efecto, tal como dice el Himno que le escribieron, lo
hizo con la pluma, con la espada y la palabra. Su
enormidad histórica deja muy atrás a Mitre. Y acaso
sólo Roca lo iguale en lucidez, en tanto tipo que
sabe lo que hay que hacer para hacer un país. Roca,
el Bougeaud de
la razón burguesa, de conquistar el desierto. También
para Sarmiento, Facundo y sus jinetes eran la
pampa, la planicie, el desierto: había que conquistarlos
para la civilización. Se hizo una ciudad, no un
país. Una bella ciudad que disfrutó una oligarquía
rastacuerista, sin visión histórica, entregada al goce
fácil y a la policía de Ramón Falcón y los fusiles del
coronel Varela.
Pero el peronismo honra a los héroes de la oligarquía
a la que ha llegado para combatir. El general
fascista, nazi, el dictador, no cambia el panteón de
los héroes de la oligarquía. “Bastantes problemas
tengo con los vivos, para qué me voy a meter con los
muertos”, dice el supuesto Führer argentino. La
Argentina de Perón dice de Sarmiento: “De todos los
nombres con que la posteridad honra la memoria de
aquel gran argentino que se llamó Domingo Faustino
Sarmiento, uno sobre todo lo vuelve especialmente
querido a los niños de su pueblo: el de maestro”
(
insiste, fue escritor brillante, estadista y presidente
de
aquí viene el revolucionario cambio que el peronismo
introdujo en la enseñanza argentina: No sólo Sarmiento
fundó escuelas. Sarmiento fue superado por la
tarea que se realiza desde 1943. ¿Quién la realizó?
“El héroe de nuestra triple independencia, social,
económica y política, y su nobilísima esposa” (Ibid.,
p. 115). Y por fin: “Porque si bien Sarmiento, el
‘maestro’, fue el fundador de la escuela argentina,
sus propulsores máximos, no menos geniales por la
amplitud de sus miras ni menos ‘maestros’ por su
amor a la infancia, han sido Juan Perón y Eva
Perón” (Ibid., p. 115). Todo el libro es así. Y así es
también el folleto que escribió el español Manuel
Penella Da Silva, La razón de mi vida. En suma, se
aceptaba por completo la visión oligárquica de la
historia. A esto se le sumaba un aparato propagandístico
torpe que irritaba a los padres de los niños.
Porque sonaba raro –salvo para peronistas de corazón,
que eran muchos pero no todos– que Perón y
Evita fueran “no menos geniales” que Sarmiento.
Perón no recurrió a los hombres de Forja. Ni menos
a Arturo Jauretche, a quien dio un puesto absurdo
de bancario. Raro nazi que respeta a todos los héroes
de la patria liberal. Los héroes cuyas pancartas eran
las de
para qué? ¿Para que se leyera en clase el Acróstico de
los niños a Eva Perón? “Entre todas fuiste buena/
Valiente, noble y querida/ A todos nos faltan lágrimas/
Para llorar tu partida/ ¡Evita somos tus niños!/
Rosa de fuego dormida/ ¡Oh, no poder contemplarte/
Ni devolverte la vida!” Que el libro sea para
niños de cuarto grado no lo justifica. Quizás, al contrario,
lo condena más pues es en esa edad temprana
cuando las verdades, aun en su complejidad, suelen
llegar con mayor calado. ¿Qué tuvieron de Sarmiento?
La estampita liberal-oligárquica del Sarmientomaestro.
SETEMBRINA
¿Qué habría podido hacer Perón? Meterse un
poco con los muertos. O, al menos, jugársela por
algunos muertos injuriados por el Buenos Aires de
la venganza, del rencor, de la maldición de José
Mármol: “Ni el polvo de tus huesos
Cuando Perón cae, la oligarquía publica El
libro negro de la segunda tiranía. Recuerdo mi asombro
al escuchar las primeras proclamas de
“¡Ha sido derrocada la segunda tiranía!”
¿Cuál era la primera? La de Rosas. Tenía yo doce
años el 16 de septiembre. A Rosas, como todo pibe
inquieto, lo admiraba muchísimo. Me atraía porque
era el malo de la película y siempre me gustaron
los villanos. Porque tenía una pinta bárbara de
caudillo, de jefe, de tipo duro. Porque su época era
colorida, llena de sucesos. Porque me había devorado
los libros de Manuel Gálvez, los que publicaba la
Colección Austral: El gaucho de los cerrillos, Tiempo
de odio y angustia y Así cayó Don Juan Manuel, en
ese orden. Porque había leído la fascinante biografía
que Gálvez le dedicara: Vida de don Juan Manuel de
Rosas. ¡Hasta había empezado a escribir una biografía
del gaucho de Los Cerrillos, del Restaurador de
las Leyes! De pronto, resulta que Perón había sido
el segundo Rosas. Observemos cómo las clases dirigentes
de
Lo único que hizo el peronismo fue glorificar
a Perón y a Evita y a las conquistas del movimiento.
Hay pasajes de exaltación popular, de
ayuda a la vejez, de las nacionalizaciones, etc., etc.,
etc. Pero todo permaneció intocado.
en seguida planteó que el movimiento se hacía en
nombre de la línea Mayo-Caseros. Hasta un historiador
menor como José Campobassi escribe un
libro que se llama: Urquiza y Mitre, hombres de
Mayo y de Caseros. Si Perón no quería traer a Rosas
porque la oligarquía le arrojaría con todo: ¡el segundo
tirano trae al primero! De donde vemos hasta
qué punto está impuesto el dogma liberal. Debió, al
menos, incorporarlo en los libros de lectura. Al
cabo, la oligarquía se lo adosó a él. La línea Rosas-
Perón fue un invento oligárquico.
En 1973, cuando todo parecía posible, cuando
José María Rosa iba a ser ministro de Educación y
Cultura, tuvimos una reunión con él, y Don Pepe,
con su barba gris, con esa sonrisa tan linda que
tenía, exclamaba entusiasmado: “¡Lo primero que
hacemos es mandar un barco a Southampton y traerlo
al Restaurador!” Minga. Ni Pepe Rosa fue
ministro de Educación y luego de la llegada del
Viejo, luego de Ezeiza, ¡como para pensar en traerlo
a Rosas! Con Perón, Rosas no volvía. ¿Alguien
recuerda cómo volvió Rosas al país? Para injuria de
semejante figura histórica, de ese tipo lleno de contradicciones,
que despertó el odio suficiente como
para provocar obras maestras de nuestra literatura,
El matadero, Facundo, Amalia, su regreso fue oprobioso.
Lo trajo Menem para preparar el indulto a
Videla. Y llegó Rosas y a nadie le importó nada. Ni
una discusión hubo. La era de las ideas había pasado.
Las polémicas habían muerto. Los noventa
empezaban a deteriorarlo todo.
Pero, ¿tiene derecho la historia oficial argentina
que se enseña en los colegios a indignarse tanto
con el peronismo? Es cierto que se utilizaron los
libros de texto para propaganda del “régimen”.
Pero no sean cínicos: ustedes hicieron lo mismo.
Nuestros alumnos primarios y los secundarios
estudiaron durante años la historia de un tal Grosso
o la de Astolfi. Leyeron todos los libros de los
héroes que trabajaron en favor de Buenos Aires o
de los provincianos, muchos, que también lo
hicieron. ¿Por qué hay que deglutirse un texto de
que citaremos? Dice así: “La campaña de Roca
contra los indígenas fue coronada por el éxito, lo
que le permitió al gobierno nacional ejercer su
soberanía en unas quince mil leguas cuadradas de
nuestro territorio e iniciar sin tardanza su obra
civilizatoria” (José C. Ibáñez, Historia argentina,
Troquel, Buenos Aires, 1979, p. 459). 1979: en
ese año
“subversión” como la segunda conquista del
desierto. Siempre
desierto. Y el desierto es el Otro, el inintegrable,
aquel a quien no hay más remedio que matar.
¿Por qué debimos leer Juvenilia? ¿Por qué debimos
leer la obra de un paranoico, de un enfermo,
del redactor de
a los inmigrantes, quienes sentían la posibilidad de
ser expulsados en cualquier momento, más aún
cuando su creador la llamaba “deliciosa ley de expulsión”.
En
“Pero mientras corregía y pensaba en todos mis
compañeros de infancia, separados al dejar los claustros,
a quienes no he vuelto a ver y cuyos nombres se
han borrado de mi memoria (...) ¡Cuántos desaparecidos!”
(Miguel Cané, Juvenilia, Colección Robin
Hood, Acme, Buenos Aires, p. 15). Sí, cuántos desaparecidos.
“Allí está el cuadro (escribe Ricardo
Rojas) de nuestra Buenos Aires y de nuestra vida
intelectual tal como fueron de
Rojas, Historia de la literatura argentina, tomo
ocho). Esa generación se formó para conducir el
país. Luego lo condujeron sus hijos. Hubo una continuidad.
Porque la oligarquía no se traiciona, se
prolonga. Luego apareció otro libro. Se llama La otra
Juvenilia, historia y represion en el Colegio Nacional de
Buenos Aires. Sus autores son Santiago Garaño y
Werner Pertot. Y es la historia de otra generación
del Nacional Buenos Aires, no la de aquella elegante
elite que educó el sabio y sereno Amadeo Jacques.
Esta juvenilia quiso hacer otro país, uno diferente al
de Cané. Entre 1976 y 1977 más de 105 de ellos
fueron desaparecidos. Sus edades son mayoritariamente
las que siguen: 18 años, 20, 19, 21, 17, 25,
22, 23, 27, 24, 16 (¡dieciséis años!), 18, 15... 15
años. Nadie ignora la participación de ideólogos,
economistas y periodistas que apoyaron a la dictadura
y militaron activa, entusiastamente en ella. Provenían
de lejos. De esa generación privilegiada, de
argentinos de clases altas, que se educaron bajo el
manso Amadeo Jacques, luego crecieron, tuvieron
hijos, crecieron sus hijos. La primera juvenilia y los
cuadros ideológico-políticos que formó mató a la
segunda. A la otra juvenilia. ¿Quién escribirá su historia?
Ya lo hicieron Garaño y Pertot. Pero, ¿por qué
tuvimos que leer la de Cané? ¿Por qué la publicó la
Colección Robin Hood como un libro inocente,
con las mismas tapas amarillas de Salgari o Jack
London o Luisa May Alcott? Porque nos engañaron.
Nos metieron su visión del mundo desde niños. Y lo
hicieron con más sagacidad, con menor torpeza, con
más inteligencia y mejores plumas que las de
Mendé,
Penella Da Silva.
Eva Perón irá infinitamente más lejos que La
razón de mi vida. Será en su escrito postrero. Lo
dictó desde su lecho de muerte. Un mes, a lo sumo,
antes de morir. Se llama Mi mensaje y de él nos ocuparemos
en la próxima entrega.