sábado, 16 de agosto de 2008

FILOSOFÍA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE-17 - José P. Feinmann.-






José Pablo Feinmann

Filosofía política del Peronismo

Página/12

17 Eva Perón (IV)

LOS LAMENTABLES

ESCRIBAS DEL PERONISMO

Muy segura de sus ideas, más segura aún de lo

que buscaba conseguir con ellas, Eva Perón

dejó algunos textos en que su pensamiento

puede ser analizado seriamente. Entre esos

textos no figura el más célebre, el que lleva

por nombre La razón de mi vida, y que, no sólo por su torpeza,

su ingenuidad, su falta de garra, la ausencia total en esas páginas

del fanatismo, de la ira o del resentimiento en los que Evita basaba

sus acciones, su existencia toda, resulta irrelevante para un

análisis serio de sus opciones políticas, de sus proyectos y, sobre

todo, de su personalidad. En sus textos ella se pone por entero, se

juega, lleva las cosas al extremo a que solía llevarlas y suelen alterar

los nervios de cualquiera, o por la exaltación que provocan en

algunos o por el odio que despiertan en otros. Lejos de esto, el

ñoño, simplón, ese texto huero que es La razón de mi vida fue el

que el peronismo implantó autoritariamente en la enseñanza, el

texto que fue instrumentado como el que en verdad expresaba a

Evita. Se sabe que el libro fue escrito por un periodista español

de nombre Manuel Penella da Silva, a quien posiblemente haya

contactado Raúl Mendé, un tipo muy cercano a Perón, una de

esas tantas figuras de las que solía rodearse y que tanta admiración

y respeto nos despiertan, aunque, a veces, por el contrario,

nos sorprendemos a nosotros mismos, que no somos gorilas,

murmurando o diciendo francamente en voz alta, a raíz justamente

de esos personajes, que el general debía tener facetas francamente

oscuras (voy a ser preciso, los militantes peronistas lúcidos

no decían ni dicen facetas francamente oscuras, dicen otra

cosa, dicen: El viejo era un flor de turro), ya que, de otra forma,

no se explica que mantuviera junto a él a ciertos personajes que

poco le reportaban. Y eso que aún no habían hecho su aparición

espectacular en la gran novela del peronismo esos dos adalides

del ridículo, de la infamia y del crimen alevoso que fueron Isabel

Martínez y el cabo (y luego súbito comisario general de la Policía)

José López Rega. Raúl Mendé, cuyo primer opus es un libro

de poemas de 1944 titulado Con mis alas, era, al lado de ellos,

San Francisco de Asís. En 1948 publica un libro que se titula:

Tercera posición: justicialismo, y cuyo Capítulo Primero empieza

diciendo: “El problema del mundo es problema de justicia y de

amor. Al decir ‘el problema del mundo’ se entiende que nos referimos

al problema de la sociedad humana” (Raúl A. Mendé, Tercera

posición: justicialismo, Castelvi, Santa Fe , Argentina, 1948,

p. 11. Castelvi era una prestigiosa editorial y librería de la ciudad

de Santa Fe). Como hubiera dicho la notable revista cordobesa

Hortensia: “No, si hai de referirte al problema del cultivo de la

zanahoria en la Quebrada de Humahuaca”. La frase de Mendé

exhibe la bobaliconería de los textos del autor. Algo que no sería

grave si no hubiera sido, además, el que le redactaba a Perón los

artículos que publicaba en Democracia bajo el seudónimo de

Descartes. Ese hecho es notorio porque Perón se ve más inteligente

y más que eso también en sus discursos y, sobre todo, en

sus clases sobre Conducción Política en la Escuela Superior Peronista.

Pero el protagonismo intelectual y literario de Mendé es

todavía más discutible, más problemático, si se piensa que, en ese

momento, Perón podía contar con Arturo Jauretche, Scalabrini

Ortiz, Leopoldo Marechal y, más tempranamente, Homero

Manzi para que le escribieran textos. Pero el general solía elegir,

en el campo intelectual y universitario, sencillamente basura. O

era porque no admitía que alguien le hiciera sombra o era también

por eso.

LA ARGENTINA DE PERÓN”, LIBRO

DE LECTURA DE CUARTO GRADO

El tema al que nos conduce La razón de mi vida y la pertenencia

de “literatos” como Mendé en el primer peronismo es el de los

famosos textos redactados para la enseñanza. Se sabe que La razón

de mi vida fue sofocantemente impuesto en todas partes. Esto,

desde luego, desataba la ira de las clases medias no peronistas.

Nuestro tema final, del que éste es un rodeo, es analizar los verdaderos

textos de Evita, que en nada se asemejan a La razón de mi

vida. Pero, al tratarse de un tema tan irritante y que tanto se le ha

cuestionado al peronismo, detengámonos en él seriamente.

Peña cita un fragmento del libro de lectura para Escuela Primaria,

Alelí. Luego de enumerar algo que ya hemos hecho, es decir:

“el campeón de box, o el de automovilismo, o el forward más

goleador, se acercan fatigados al micrófono para dedicar a Perón

sus triunfos, sus records o sus goles”, Peña ironiza sobre los textos

“eminentemente pedagógicos” con que los escolares aprenden a

leer: “Viva Perón. Perón es un buen gobernante. Manda y ordena

con firmeza. ¡Viva el líder! ¡Viva la bandera argentina! El líder nos

ama a todos. ¡Viva el líder! ¡Viva la bandera Argentina! ¡Viva el

general Perón!” (Peña, Ibid., p. 102). Nos detendremos en el

libro de Angela C. de Palacio, La Argentina de Perón, editado por

Luis Laserre SRL, Buenos Aires, en los talleres de Kraft Ltda. el

día 15 de marzo de 1954. Se trata de un libro de lectura para

cuarto grado. Está lleno de esas ilustraciones que expresaron una

estética del peronismo y que, con excepcional talento, recrea,

durante nuestros días, el artista Daniel Santoro. En su página

catorce hay un poema titulado Tu obsequio. Lo voy a citar íntegramente

porque, en general, estos textos se citan de modo fragmentario.

Por ejemplo: resulta evidente que el de Peña está armado

con distintas frases. No se procedía a una acumulación tan

extremadamente grosera, aunque con frecuencia se anduviera

cerca de eso. No, los libros proponían una visión dulce y tierna de

la vida, esa ternura tenía lugar en un país maravilloso que se llamaba

Argentina y todos se la debían al General Perón y, en este

libro de cuarto grado que analizaremos, a la “querida Evita”, pues

su muerte ya ha tenido lugar. Este hecho transforma a Tu obsequio

en una especie de relato de ultratumba, pero era ya aceptado

que Evita, aun muerta, seguía presente. Dice así: “He recibido el

obsequio/ que mandas, querida Evita/ Desde aquí yo te bendigo/

mi segunda madrecita/ Eres mujer, eres ángel/ con un corazón

hermoso/ que miras por los ancianos/ para que sean dichosos/

Con Perón y con Evita/ desde este humilde rincón/ ¡que Dios

bendiga a esos seres!/ lo pido de corazón/ ¡Evita! ¡Evita querida!/

siempre estoy pensando en ti/ Si no fuera por tu amparo/ hoy

¿qué sería de mí?”. La ilustración presenta a una niña de cabellos

rubios, que tiene a una muñeca, también rubia, en sus brazos y

un perrito Terrier se alza en dos patitas para mirarla. La niñita ha

de pertenecer posiblemente a una clase acomodada; no a la oligarquía,

pero menos al proletariado. En la página siguiente vemos a

la mamá, también rubia, depositando su voto en la urna, lo que

expresa la máxima conquista de Evita para las mujeres. Más adelante

leemos: “No has querido los honores/ ¡Has preferido la

lucha!/ ¡La historia no tendrá nombre/ para exaltar tu figura!/ Has

preferido quedarte/ –señora del sufrimiento–/ velando en las

noches largas/ de todos los desconsuelos” (Renunciamiento). Después,

en la página cuarenta y cinco, un niño, también rubio, le

pregunta a su padre, que está en un sillón, con un traje de hombre

elegante, cabello sabio y gris y leyendo el diario, Qué es la

autoridad. Le cuenta que, esa mañana, él y sus hermanos se tiraban

con almohadones y no querían vestirse ni tomar el desayuno.

Pero apareció “la mamá” y, de inmediato, el bullicio cesó. El

padre toma este ejemplo para explicarle al niño su pregunta: “Fue

muy sencillo. Una mano fuerte se les impuso. Tu madre dictó

leyes, no leyes escritas, sino leyes orales, leyes familiares y el orden

se restableció. Lo que pasa en pequeño en una familia pasa en

grande en un país. La autoridad es necesaria para que pueda reinar

el orden”. El niñito pregunta: “Papá, hay autoridades para

que los hombres no hagan lo que quieren sino lo que deben, ¿verdad?”.

El padre le dice que así es, de lo contrario “reinaría la anarquía

más completa”. El niñito vuelve a preguntar: “La autoridad

mayor de este país es nuestro presidente, ¿no es cierto, papá?”. El

padre responde: “Sí, hijo mío: nuestro Presidente, el General Juan

D. Perón”.

Salvo la exaltación de las figuras de Perón y Evita, el libro de

lectura –todos los libros de lectura del peronismo– no alteraba la versión

de la historia impuesta por la oligarquía. Hay una anécdota

según la cual se le preguntó a Perón por qué no innovó en esto.

Algún matiz o algo más que eso debía introducir un movimiento,

que se asumía como revolucionario, en la glorificación de algunos

y la condenación de otros, de acuerdo a sus intereses, que impuso

la oligarquía. Perón habría respondido con una de sus frases de

tipo pícaro, de Vizcacha que se las sabe todas: “Bastantes problemas

tengo con los vivos, ¿me voy a meter también con los muertos?”

Una manera de esquivar el bulto, y también una manera de

decir que ese tipo de preguntas las formulaban los que no tenían

ni idea de las cuestiones del poder. “Un otario de los tantos otarios

que hay por ahí”, dice en Conducción política. Es posible,

pero creer que el otario, por más otario que sea, se va a tragar la

respuesta que dio revela no sólo un desprecio profundo por el

otario, sino una soberbia no escasa, lo suficientemente importante,

al menos, como para considerar un poco boludos –con perdón–

a todos los demás que no fueran él. Ya veremos cómo funcionó

este aspecto en futuras encrucijadas. Si no se deseaba cuestionar

a los próceres tradicionalmente impuestos, acaso se hubiera

podido abrir otras puertas, incorporar otros personajes, exaltar

otras gestas. Se hubiera podido dar una versión menos negativa de

los caudillos federales. Hacer una lectura más realista de la guerra

con el Paraguay. O de los empréstitos rivadavianos. No, la página

noventa y tres de La Argentina de Perón está prolijamente ilustrada

por un retrato de Bernardino Rivadavia. Texto a pie de página:

“Bernardino Rivadavia. Primer Presidente Constitucional Argentino”.

El dibujo muestra a Rivadavia, que era mulato, con un

extraño pelo casi-casi rubio. Al lado, Belgrano. El texto es: El Día

de la Bandera. Se dicen las obviedades de siempre. Lo que siempre

se ha dicho. O sea, la versión que la oligarquía impuso en la enseñanza.

Pero se concluye poniendo a Perón en el nivel de Belgrano:

“Todos nuestros próceres han tenido a mucho honor izar la

bandera. También el líder de los trabajadores suele izarla con

amor y devoción, dando así ejemplo a los niños argentinos de

cómo debe reverenciarse esa enseña sagrada, por la que debemos

estar dispuestos, ciegamente, a morir” (p. 92).

SARMIENTO, EL DULCE MAESTRO

Y EL MARISCAL BOUGEAUD DEL

COLONIALISMO DE BUENOS AIRES

Pero el punto más alto de la obsecuencia con la historiografía

institucional oligárquica, o liberal, llega con el texto dedicado a

Sarmiento, a quien uno admira y discute, pero no lo reduce a esa

estampita bastante aberrante, incluso para la enorme complejidad

del personaje, para su contradictoria grandeza, del maestro de

escuela, del creador de escuelas o, la más patética, del niño que

nunca faltó al colegio un solo día. José Luis Busaniche, por ejemplo,

historiador serio, el historiador que más admiro, cuyos libros

he devorado por la apasionada búsqueda –que palpita en ellos– de

una verdad compleja de nuestra historia, alejada de los condicionamientos

de clase, de las imposiciones que dan los triunfos, alejada

de la historia de los vencedores, de la historia escrita por y

para Buenos Aires, la búsqueda de una historia ardua, tramada

por las contradicciones, no lineal, de la que estuvo más cerca

Alberdi que Mitre o Sarmiento, de la que se expresó en las conferencias

de David Peña sobre Juan Facundo Quiroga, Busaniche,

digo, acusaba a Sarmiento de practicar un “progresismo homicida”,

sabía por qué y no debiera haber quien no lo sepa. También

hay que saber el resto, que escribió libros admirables, que fundó

escuelas, que, en el final de su vida, estuvo muy cerca de abominar

por completo de la clase para la que siempre trabajó, esa a la

que Alberdi llamaba la oligarquía del Puerto y de la Aduana y a la

que él llamó “esa oligarquía con olor a bosta de vaca”.

Busaniche cita la carta de Sarmiento a Mitre, fechada el 18 de

noviembre de 1863, y en la que se refiere al asesinato de Angel

Vicente Peñaloza, a su decapitación y al hecho, certeramente abominable,

de haber clavado su cabeza en una pica: “Yo he aplaudido

la medida precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a

aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se

habrían aquietado en seis meses” (José Luis Busaniche, Historia

argentina, Solar/Hachette, Buenos Aires, 1969, p. 730. Bastardillas

mías). La viuda de Peñaloza fue “escarnecida y robada” por

los vencedores. Y, escribe, Busaniche: “Pedía protección... ¡a

Urquiza! arrumbado como estaba el caudillo en su estancia de

Entre Ríos” (Busaniche, Ibid., 731). Y luego: “La civilización

cumplía su obra. Los bienes de aquella pobre viuda habrán

aumentado el patrimonio de algún hombre de frac y principios

(Busaniche, Ibid., p. 731. Bastardilla del autor). Sarmiento, él

mismo, hombre que no se andaba con vueltas ni ocultando lo que

hacía sino que lo exaltaba con orgullo de guerrero vencedor, escribe

en un texto, que con precisión se llama Mi defensa, y, con frecuencia

se transforma en su acusación: “Ya he mostrado al público

mi faz literaria; vea ahora mi fisonomía política; ¡verá al militar,

al asesino!” (Sarmiento, Mi defensa en Civilización y barbarie,

texto que reúne las biografías de Quiroga, Aldao y El Chacho

II

junto a Mi defensa y Recuerdos de provincia, editado por El Ateneo,

Buenos Aires, 1952, prólogo de Alberto Palcos, p. 552). Sarmiento

fue nuestro General Bougeaud, más que Mitre aún, pues

sus acciones militares fueron más efectivas y poderosa su importancia

ideológica. Escribe: “En mi juventud hubiera deseado que

los que han trabajado por establecer el despotismo y hacer desaparecer

toda forma constitucional, hubiesen tenido una sola cabeza

para segársela de un golpe” (Mi defensa, Ibid., p. 559). Sarmiento,

durante sus viajes de la década del cuarenta, estuvo, en

Africa, nada menos que con el conquistador de Argelia, héroe de

la Francia colonialista, el mariscal Bougeaud, del que, seguramente,

ha de haberse bebido sus palabras. Bougeaud tiene, entre otros

méritos que seguramente su país le reconoce con orgullo, el de

estar citado, no casualmente, en el Prólogo de Sartre al libro de

Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, que protagonizará en

nuestro relato un momento esencial. Sarmiento señalaba el agrado

con que Bougeaud había compartido sus puntos de vista con

él, pues finalmente se hallaba frente a alguien que comprendía y

aprobaba con entusiasmo el modo innovador con que combatía a

los jinetes árabes, los cuales, dice Sarmiento, tenían la misma

movilidad que la montonera. Bougeaud le explicó que, para combatir

a los bárbaros, hay que hacerse más bárbaro que ellos. El

coronel Ambrosio Sandes, en la guerra de policía que Mitre declara

a las provincias luego de la batalla de Pavón, que Urquiza, traicionando

la causa federal (de aquí la ironía de Busaniche ante el

triste, desolado pedido que la viuda de Peñaloza le acercara al

héroe del Palacio San José), le cede el triunfo, marchaba en busca

de los gauchos levantiscos con caballos herrados, al modo de

Bougeaud contra los árabes. El mariscal y sus tropas no ahorraban

medios para derrotar a los bárbaros ejerciendo una barbarie superior

a la de ellos. En un episodio, los franceses queman vivos a

quinientos argelinos, algo que sirve para dinamizar el entusiasmo

guerrero de sus aliados nativos. Bougeaud, hecho gobernador de

Argelia, no vacila en arrojar sobre los nativos una guerra de masacres

y devastaciones. Durante buena parte del siglo XX, con sinceridad

y jactancia, con inocultable vanagloria, los manuales

escolares franceses narraban el entusiasmo con que Bougeaud tornaba

cenizas, incendiándolos, los aduares (o sea, las tiendas de

campaña o los barracones que dan forma a un poblado) de los

beduinos en esos duros pero gloriosos tiempos de la conquista de

Argelia, y justificaban o parangonaban los triunfos de Bougeaud

con los de los oficiales ingleses en la India, quienes, dictando cátedra

guerrera, ataban a los hindúes y musulmanes a la boca de sus

cañones durante la rebelión de los cipayos, en 1857. Esa modalidad,

sin embargo, ya había sido ejercida por los coroneles Estomba

y Rauch en sus campañas por la provincia de Buenos Aires

luego del fusilamiento de Dorrego. Mi novela El ejército de

ceniza, que es la ficcionalización de la locura del coronel Ramón

Estomba, quien parte en busca del enemigo y, al no encontrarlo,

empieza a extraviarse y a extraviar a sus soldados con arengas cada

vez más demenciales, narra uno de esos episodios. Estomba, que

en la novela lleva el nombre de Ramón Andrade, culpa del fracaso

de la campaña a su rastreador: no sabe o no quiere, dice, llevarlo

al encuentro del enemigo. Ordena que lo aten a la boca de un

cañón. “Los soldados no demoraron en cumplir la orden. Trajeron

una cuerda, alzaron a Baigorria por los brazos y las piernas y

lo apoyaron contra la boca del cañón. El rastreador aún respiraba”

(J. P. F., El ejército de ceniza, Editorial La Página, Buenos

Aires, 2007, p. 95). Herido por un balazo que antes el general le

había propinado, Baigorria aún conservaba su lucidez, pero sólo

para su desgracia, pues le permitía no perder la conciencia de lo

que estaba por ocurrirle. Andrade, en su desvarío, en su paranoia

incontrolable, cree que Baigorria lo ha perdido en búsquedas

sinuosas, por ser, sin más, un traidor, un aliado de sus enemigos.

“Nada se oía: ni el viento. Sólo la voz del coronel, que ahora proclamaba:

‘Morirá despedazado. Morirá así, porque quiero que él,

y sobre todo los suyos cuando lo encuentren, sepan que no sólo

habremos de vencerlos por la dignidad de nuestra causa, sino

también porque, en esta guerra, hemos decidido ser aún más

crueles, más inhumanos que ellos’. Entonces encendió la mecha y

disparó el cañón. El estallido fue tan poderoso y mortal como lo

había sido su voz. Cuando el humo de la pólvora se hubo disipado,

de la boca del cañón manaba sangre” (J. P. F., Ibid., p. 96).

La novela se publicó en 1987 y las sombras del horror militar

estaban muy cercanas aún en nuestro país. Estomba actuó durante

el mes de febrero de 1829. Lo hizo, como Rauch, bajo directivas

de Juan Lavalle, el que luego de fusilar a Dorrego, ordenó a

estos valientes militares, todos héroes del Ejército Libertador, limpiar

de indios y federales la frontera sur. Dio, de esta forma, tareas

de policía interna al ejército sanmartiniano. Lavalle asumió la

tarea sucia que se le pidió a San Martín, y que San Martín se

negó a realizar, conociendo, sin duda, los costos que tendría. En

este punto, creo, hay algo importante que debemos llevar a primer

plano. Es por completo coherente que el Ejército Libertador

haya actuado como ejército represor de las fuerzas que se oponían

al plan de Buenos Aires de organizar el país según el modelo liberal

y con el apoyo de Gran Bretaña. Se conoce sobradamente la

frase de George Canning: “América Latina es libre. Y si llevamos

bien nuestros negocios es nuestra”. La única diferencia entre el

Ejército Libertador y las tropas del mariscal Bougeaud radica en

que éste no tenía detrás una potencia extranjera apoyándolo. Le

alcanzaba con el apoyo de su propio país imperial. Los Bougeaud

de la Argentina fueron, con Juan Lavalle al frente, los libertadores

de la colonia. Una vez libre del colonizador extranjero se produjo

en el país un complejo proceso de colonialismo interno. La culta

ciudad de Buenos Aires, informada por completo sobre el papel

que la Civilización, entendida como progreso y cultura, debía

jugar en los territorios bárbaros, llevó contra las provincias y

luego contra los indios la misma guerra que Bougeaud impuso en

Argelia y los ingleses en la India. Lo excepcional del caso argentino,

y de América latina en su casi totalidad, es que estos territorios

se habían independizado de su opresor colonial, dado que

éste los mantenía en un atraso que les impedía sumarse a las fuerzas

de la Civilización y el Progreso. Liberada de España, Argentina

debía modernizarse. Debía hacer la guerra contra los “beduinos”

de su propio país. Francia colonizaba la Argelia en busca de

mercados y de expansionismo militarista. Pero Argelia no estaba

en Francia, estaba en Africa. Buenos Aires, que asumía en el país

el papel de Francia en Argelia, tenía a Argelia en su propio territorio.

De aquí que la guerra que tuvo que llevar a los “bárbaros” se

transformó en una “guerra civil”. Y acaso hasta no sea totalmente

correcto llamarla así. Se trataba de la guerra del Ejército de un

país invasor que buscaba colonizar a un país tan sumido en el

atraso, según el país invasor, como la Argelia o la India. Sarmiento,

que fue el brillante teórico, el hombre impecablemente lúcido

de esta tarea, observando las banderas de los países del mundo,

detecta que, en muchas de ellas, predomina el color colorado. Ese

predominio se da en los países bárbaros. Lejos de esto, sólo en un

país europeo existe tal preponderancia. En su estilo altisonante, se

pregunta entonces: “¿Qué vínculo misterioso liga todos estos

hechos? ¿Es casualidad que Arjel, Túnez, el Japón, Marruecos,

Turquía, Siam, los africanos, los salvajes (...), el verdugo y Rosas

se hallen vestidos con un color proscrito hoi día por las sociedades

cristinas i cultas?” (Nota: Domingo Faustino Sarmiento, Facundo,

edición crítica y documentada de la Universidad de La Plata, La

Plata, 1938, prólogo de Alberto Palcos, p. 147. Palcos conservó la

grafía original del texto sarmientino. Tomo la cita de mi libro

Filosofía y nación. En ese entonces, yo –demasiado joven aún– no

me habría sentido un intelectual si no citaba el Facundo por la

edición erudita y consagrada de Palcos. Luego utilicé la de Ediciones

Estrada, que tiene modernizada la grafía y es muy buena.)

Tal vez no sea arbitrario. Pero la que es simétrica –con la importante

salvedad que haremos– es la guerra que llevan las potencias

europeas en sus colonias y los ejércitos de Buenos Aires en las

provincias. Sarmiento no deja de advertirlo: “Las hordas beduinas

que hoy importunan con su algazara y depredaciones la frontera

de Arjelia, dan una idea exacta de la montonera arjentina (...) La

misma lucha de civilización y barbarie, de la ciudad y el desierto,

existe hoi en Africa; los mismos personajes, el mismo espíritu, la

misma estratejia indisciplinada entre la horda y la montonera”

(Sarmiento, Ibid., p. 209). Se trata de un texto excepcional. Hay

algo que Sarmiento, sin duda deliberadamente, pasa por alto. El

mariscal Bougeaud guerreaba en territorio extranjero. No quería

colonizar, desde París, al resto de la Francia. Arjelia se convierte

de inmediato en colonia francesa. Bougeaud coloniza el país de

otros. Africa, India son países coloniales. Deben aún realizar su

guerra de independencia. De aquí que teóricos como Edward W.

Said o Gayatri Spivak o Homi K. Bhabha se autodenominen teóricos

poscoloniales. No lo son. Son teóricos neocoloniales. En sus

países, la colonización ha cambiado un rostro por otro, una

modalidad por otra. Argentina, por remitirnos sólo a nuestro

país, era un país independiente. Sin duda había establecido con

las potencias metropolitanas un nuevo trato colonial, menos

directo, que nos permitía tener ejército, bandera y hasta orgullo

de nación autónoma. Pero la descolonización, que tardíamente

realizaron Argelia y la India, se hizo aquí en 1810. La hizo el Ejército

Libertador: echó a los españoles. Luego, ese mismo Ejército

Libertador, bajo la figura de Lavalle, se pone a las órdenes de

Buenos Aires para realizar la colonización interna de su territorio.

Lavalle fracasa y viene el interregno de Rosas, sobre el que no

entraremos aquí. Caído Rosas, expulsado Urquiza de Buenos

Aires, la ciudad metrópoli no tiene dudas. Aquí es donde aparece

el Sarmiento soldado, militar, el asesino, como él dice en Mi

defensa. Buenos Aires, por decirlo con entera claridad, tiene en su

propio territorio a los beduinos. Francia los tenía en Argelia. Los

teóricos colonialistas de la Argentina no hay que buscarlos en la

literatura de las metrópolis, como hace Edward Said en Cultura e

imperialismo. Said, en ese libro, rastrea el colonialismo en Jane

Austen, en Dickens, en Conrad. Por supuesto, los beduinos no

tenían teóricos. La teoría colonialista se hacía en la metrópoli. En

la Argentina, al ser un país independizado del colonizador directo,

del colonizador que se establece en el territorio de la nación

colonizada, la literatura colonialista estuvo en manos de los mismos

argentinos. No de todos, sólo de su clase ilustrada. Sólo de

los hombres cultos de la metrópoli (Buenos Aires) que llevaba a

cabo la colonización interna. De aquí que no tengamos que remitirnos

a escritores extranjeros como lo hace Said. No, el gran

texto colonialista argentino es –ante todo– esa obra maestra, ese

libro titánico de un hombre titánico, el Facundo sarmientino. Ahí

está todo. Costaría, incluso, encontrar, aun cuando se encuentre,

un ensayo tan lúcido acerca de la colonización de un territorio

bárbaro por medio de la razón ilustrada. Pues lo que define al

colonialismo burgués, a diferencia del que llevó a cabo el Imperio

Romano en nombre, meramente, de la grandeza de Roma, o,

antes, Alejandro en nombre de su propia gloria, es que acompaña

a sus empresas colonizadoras con valores civilizatorios, racionales:

el Progreso, las luces de la Razón, la Civilización ilustrada que

conquistará a la barbarie para el mundo del hombre. No se equivocan

aquí Adorno y Horkheimer cuando ven en esta razón instrumental,

que encuentran en los pensadores de la Ilustración,

una razón destinada a someter a los hombres. Menos todavía se

equivoca Heidegger cuando señala que la razón de la Modernidad,

que nace con Descartes, es la razón de la técnica, la que olvida

al Ser y se consagra al dominio de los entes. Es, sin duda, esta

civilización capitalista de la técnica la que lleva a cabo los procesos,

sanguinarios, de colonización. Los sometidos, los masacrados,

de no haberlo sido, pudieron haber entregado, si no la conducción

del país, una Expresión lateral que lo enriqueciera. Heidegger,

un pensador de derecha, ha visto el problema de la técnica en

tanto sometimiento del hombre y de la naturaleza más hondamente

que Marx, ya que Marx, llevado por la dialéctica hegeliana

de la superación, valoraba los procesos de colonizadores pues

introducirían modernas relaciones de producción capitalistas en

los territorios coloniales, que habrían continuado siglos en el atraso.

Así continuaron. Y la razón técnica arrrasó con ellos, porque

no tuvo piedad alguna. La guerra de policía que Sarmiento y

Mitre desatan en las provincias después del triunfo de Pavón ya se

lleva a cabo con cañones Krupp y fusiles Remington. El gauchaje

es sacrificado. La colonización interna tiene lugar. Sarmiento es

nuestro general Bougeaud. Mitre lo es. Son los que conquistaron la

argentina para Buenos Aires. Los lugartenientes fueron Wenceslao

Paunero, Ambrosio Sandes, Irrazábal y otros carniceros de la civilización,

que los requería, porque requería matar a quienes se le

opusieran en nombre de los valores que portaba: las luces de la

razón, el progreso, las relaciones con Europa. “Si Sandes mata

gente, déjenlo”, decía Mitre, “es un mal necesario.” Quisiera

decir claramente –porque es hora de que hablemos claro en la

Argentina– que no hago juicios morales sobre estas cuestiones. Es

toda una civilización la que así se conducía. Lo que Heidegger vio

y lo que todavía hace su gloria entre sus infinitos seguidores fue

que esa civilización llevaba al desastre, como, en efecto, está llevando.

Lo que Marx equivocadamente creyó es que de la civilización

del capital podía emerger un proletariado victorioso que

estableciera otra, una más libre, sin explotación, sin ignominias.

III

No fue así. Los regímenes socialistas fracasaron porque

tuvieron que adoptar la civilización de la técnica

para sostenerse. Porque tuvieron que tornarse capitalismos

autoritarios, estatales, para subsistir. Y, sobre

todo, porque se realizaron en países inadecuados

para hacerlo. La Rusia atrasada, campesina y no proletaria.

La China arcaica. La Cuba tercermundista.

En ninguno de estos países existía lo que Marx había

puesto como condición de posibilidad del proceso

revolucionario: el proletariado industrial moderno.

Que sólo existió en las metrópolis, a las que les fue

sencillo incorporarlo al universo de la técnica por

medio del sindicalismo, en buena medida por su

plusvalía externa, por sus enormes ganancias coloniales

o neocoloniales. Lenin sabía todo acerca de

esto. Sabía que el proletariado, si se desarrolla bajo el

capitalismo como lo pedía Marx, devenía tradeunionista.

Socio menor de la burguesía. Ya Engels, en

una de sus cartas tardías, le respondía a un amigo:

“¿Me pides que te diga lo que piensa el obrero

inglés? Pues lo que piensa la burguesía”.

SARMIENTO, LAS

“GUERRILLAS” ESTÁN

FUERA DE LA LEY

Volviendo a Sarmiento: él fue nuestro mariscal

Bougeaud. No en vano fue quien lo conoció. Quien

habló con él. Hay textos sarmientinos que todavía

estremecen, que tan poderosamente resuenan, que

tan cercanos están de nosotros, que, por esa razón,

tal como lo dije, estremecen. Sucede que Sarmiento,

como Nietzsche, escribía a martillazos: “El idioma

español ha dado a los otros la palabra ‘guerrilla’,

aplicada al partidario que hace la guerra civil fuera

de las formas, con paisanos y no con soldados (...)

La palabra argentina ‘montonera’ corresponde perfectamente

a la peninsular ‘guerrilla’ (...) Las ‘guerrillas’

no están todavía en las guerras civiles bajo el

palio del derecho de gentes (...) Chacho, como jefe

notorio de bandas de salteadores, y como ‘guerrilla’,

haciendo la guerra por su propia cuenta, murió en

guerra de policía en donde fue aprehendido y su

cabeza puesta en un poste en el teatro de sus fechorías.

Esta es la ley y la forma tradicional de la ejecución

del salteador (...) Las ‘guerrillas’, desde que

obran fuera de la protección de gobiernos y ejércitos,

están fuera de la ley y pueden ser ejecutados por los

jefes de campaña. Los salteadores notorios están

fuera de la ley de las naciones y de la ley municipal y

sus cabezas deben ser expuestas en los lugares de sus

fechorías” (Sarmiento, Vida del Chacho, en Proceso al

Chacho, Caldén. Buenos Aires, 1968, pp. 119/126.

Una edición más “respetable”, con menos tinte

setentista, puede ser la de El Ateneo, Buenos Aires,

1952, con prólogo del insospechable Alberto Palcos,

un serio historiador de la alta burguesía argentina).

Sobre la grandeza de Sarmiento como escritor no

voy a extenderme. En 1971, en Envido N 3, publiqué

Racionalidad e irracionalidad en “Facundo”, ahí

concluía el trabajo con un canto a la genialidad literaria

del sanjuanino. (Ese texto, extenso, formó

luego parte de Filosofía y nación.) Se trata de un

titán, de un tipo que se propuso hacer un país y, en

efecto, tal como dice el Himno que le escribieron, lo

hizo con la pluma, con la espada y la palabra. Su

enormidad histórica deja muy atrás a Mitre. Y acaso

sólo Roca lo iguale en lucidez, en tanto tipo que

sabe lo que hay que hacer para hacer un país. Roca,

el Bougeaud de la Patagonia. Siempre se trata, para

la razón burguesa, de conquistar el desierto. También

para Sarmiento, Facundo y sus jinetes eran la

pampa, la planicie, el desierto: había que conquistarlos

para la civilización. Se hizo una ciudad, no un

país. Una bella ciudad que disfrutó una oligarquía

rastacuerista, sin visión histórica, entregada al goce

fácil y a la policía de Ramón Falcón y los fusiles del

coronel Varela.

Pero el peronismo honra a los héroes de la oligarquía

a la que ha llegado para combatir. El general

fascista, nazi, el dictador, no cambia el panteón de

los héroes de la oligarquía. “Bastantes problemas

tengo con los vivos, para qué me voy a meter con los

muertos”, dice el supuesto Führer argentino. La

Argentina de Perón dice de Sarmiento: “De todos los

nombres con que la posteridad honra la memoria de

aquel gran argentino que se llamó Domingo Faustino

Sarmiento, uno sobre todo lo vuelve especialmente

querido a los niños de su pueblo: el de maestro

(La Argentina de Perón, Ibid., p. 114). Sarmiento,

insiste, fue escritor brillante, estadista y presidente

de la República. “Pero sobre todo fue maestro.” Y

aquí viene el revolucionario cambio que el peronismo

introdujo en la enseñanza argentina: No sólo Sarmiento

fundó escuelas. Sarmiento fue superado por la

tarea que se realiza desde 1943. ¿Quién la realizó?

“El héroe de nuestra triple independencia, social,

económica y política, y su nobilísima esposa” (Ibid.,

p. 115). Y por fin: “Porque si bien Sarmiento, el

‘maestro’, fue el fundador de la escuela argentina,

sus propulsores máximos, no menos geniales por la

amplitud de sus miras ni menos ‘maestros’ por su

amor a la infancia, han sido Juan Perón y Eva

Perón” (Ibid., p. 115). Todo el libro es así. Y así es

también el folleto que escribió el español Manuel

Penella Da Silva, La razón de mi vida. En suma, se

aceptaba por completo la visión oligárquica de la

historia. A esto se le sumaba un aparato propagandístico

torpe que irritaba a los padres de los niños.

Porque sonaba raro –salvo para peronistas de corazón,

que eran muchos pero no todos– que Perón y

Evita fueran “no menos geniales” que Sarmiento.

Perón no recurrió a los hombres de Forja. Ni menos

a Arturo Jauretche, a quien dio un puesto absurdo

de bancario. Raro nazi que respeta a todos los héroes

de la patria liberal. Los héroes cuyas pancartas eran

las de la Unión Democrática en sus desfiles. ¿Todo

para qué? ¿Para que se leyera en clase el Acróstico de

los niños a Eva Perón? “Entre todas fuiste buena/

Valiente, noble y querida/ A todos nos faltan lágrimas/

Para llorar tu partida/ ¡Evita somos tus niños!/

Rosa de fuego dormida/ ¡Oh, no poder contemplarte/

Ni devolverte la vida!” Que el libro sea para

niños de cuarto grado no lo justifica. Quizás, al contrario,

lo condena más pues es en esa edad temprana

cuando las verdades, aun en su complejidad, suelen

llegar con mayor calado. ¿Qué tuvieron de Sarmiento?

La estampita liberal-oligárquica del Sarmientomaestro.

LA LÍNEA ROSAS-PERÓN

LA CREA LA OLIGARQUÍA

SETEMBRINA

¿Qué habría podido hacer Perón? Meterse un

poco con los muertos. O, al menos, jugársela por

algunos muertos injuriados por el Buenos Aires de

la venganza, del rencor, de la maldición de José

Mármol: “Ni el polvo de tus huesos la América tendrá”.

Cuando Perón cae, la oligarquía publica El

libro negro de la segunda tiranía. Recuerdo mi asombro

al escuchar las primeras proclamas de la Libertadora.

“¡Ha sido derrocada la segunda tiranía!”

¿Cuál era la primera? La de Rosas. Tenía yo doce

años el 16 de septiembre. A Rosas, como todo pibe

inquieto, lo admiraba muchísimo. Me atraía porque

era el malo de la película y siempre me gustaron

los villanos. Porque tenía una pinta bárbara de

caudillo, de jefe, de tipo duro. Porque su época era

colorida, llena de sucesos. Porque me había devorado

los libros de Manuel Gálvez, los que publicaba la

Colección Austral: El gaucho de los cerrillos, Tiempo

de odio y angustia y Así cayó Don Juan Manuel, en

ese orden. Porque había leído la fascinante biografía

que Gálvez le dedicara: Vida de don Juan Manuel de

Rosas. ¡Hasta había empezado a escribir una biografía

del gaucho de Los Cerrillos, del Restaurador de

las Leyes! De pronto, resulta que Perón había sido

el segundo Rosas. Observemos cómo las clases dirigentes

de la Argentina en seguida fijan su línea histórica.

Lo único que hizo el peronismo fue glorificar

a Perón y a Evita y a las conquistas del movimiento.

Hay pasajes de exaltación popular, de

ayuda a la vejez, de las nacionalizaciones, etc., etc.,

etc. Pero todo permaneció intocado. La Libertadora

en seguida planteó que el movimiento se hacía en

nombre de la línea Mayo-Caseros. Hasta un historiador

menor como José Campobassi escribe un

libro que se llama: Urquiza y Mitre, hombres de

Mayo y de Caseros. Si Perón no quería traer a Rosas

porque la oligarquía le arrojaría con todo: ¡el segundo

tirano trae al primero! De donde vemos hasta

qué punto está impuesto el dogma liberal. Debió, al

menos, incorporarlo en los libros de lectura. Al

cabo, la oligarquía se lo adosó a él. La línea Rosas-

Perón fue un invento oligárquico.

En 1973, cuando todo parecía posible, cuando

José María Rosa iba a ser ministro de Educación y

Cultura, tuvimos una reunión con él, y Don Pepe,

con su barba gris, con esa sonrisa tan linda que

tenía, exclamaba entusiasmado: “¡Lo primero que

hacemos es mandar un barco a Southampton y traerlo

al Restaurador!” Minga. Ni Pepe Rosa fue

ministro de Educación y luego de la llegada del

Viejo, luego de Ezeiza, ¡como para pensar en traerlo

a Rosas! Con Perón, Rosas no volvía. ¿Alguien

recuerda cómo volvió Rosas al país? Para injuria de

semejante figura histórica, de ese tipo lleno de contradicciones,

que despertó el odio suficiente como

para provocar obras maestras de nuestra literatura,

El matadero, Facundo, Amalia, su regreso fue oprobioso.

Lo trajo Menem para preparar el indulto a

Videla. Y llegó Rosas y a nadie le importó nada. Ni

una discusión hubo. La era de las ideas había pasado.

Las polémicas habían muerto. Los noventa

empezaban a deteriorarlo todo.

Pero, ¿tiene derecho la historia oficial argentina

que se enseña en los colegios a indignarse tanto

con el peronismo? Es cierto que se utilizaron los

libros de texto para propaganda del “régimen”.

Pero no sean cínicos: ustedes hicieron lo mismo.

Nuestros alumnos primarios y los secundarios

estudiaron durante años la historia de un tal Grosso

o la de Astolfi. Leyeron todos los libros de los

héroes que trabajaron en favor de Buenos Aires o

de los provincianos, muchos, que también lo

hicieron. ¿Por qué hay que deglutirse un texto de

la Historia argentina de José C. Ibáñez como el

que citaremos? Dice así: “La campaña de Roca

contra los indígenas fue coronada por el éxito, lo

que le permitió al gobierno nacional ejercer su

soberanía en unas quince mil leguas cuadradas de

nuestro territorio e iniciar sin tardanza su obra

civilizatoria” (José C. Ibáñez, Historia argentina,

Troquel, Buenos Aires, 1979, p. 459). 1979: en

ese año la Junta Militar festejaba su derrota de la

“subversión” como la segunda conquista del

desierto. Siempre la Civilización conquistando el

desierto. Y el desierto es el Otro, el inintegrable,

aquel a quien no hay más remedio que matar.

¿Por qué debimos leer Juvenilia? ¿Por qué debimos

leer la obra de un paranoico, de un enfermo,

del redactor de la Ley de Residencia que aterrorizaba

a los inmigrantes, quienes sentían la posibilidad de

ser expulsados en cualquier momento, más aún

cuando su creador la llamaba “deliciosa ley de expulsión”.

En la Introducción del libro, Cané escribe:

“Pero mientras corregía y pensaba en todos mis

compañeros de infancia, separados al dejar los claustros,

a quienes no he vuelto a ver y cuyos nombres se

han borrado de mi memoria (...) ¡Cuántos desaparecidos!”

(Miguel Cané, Juvenilia, Colección Robin

Hood, Acme, Buenos Aires, p. 15). Sí, cuántos desaparecidos.

“Allí está el cuadro (escribe Ricardo

Rojas) de nuestra Buenos Aires y de nuestra vida

intelectual tal como fueron de 1863 a 1870” (Ricardo

Rojas, Historia de la literatura argentina, tomo

ocho). Esa generación se formó para conducir el

país. Luego lo condujeron sus hijos. Hubo una continuidad.

Porque la oligarquía no se traiciona, se

prolonga. Luego apareció otro libro. Se llama La otra

Juvenilia, historia y represion en el Colegio Nacional de

Buenos Aires. Sus autores son Santiago Garaño y

Werner Pertot. Y es la historia de otra generación

del Nacional Buenos Aires, no la de aquella elegante

elite que educó el sabio y sereno Amadeo Jacques.

Esta juvenilia quiso hacer otro país, uno diferente al

de Cané. Entre 1976 y 1977 más de 105 de ellos

fueron desaparecidos. Sus edades son mayoritariamente

las que siguen: 18 años, 20, 19, 21, 17, 25,

22, 23, 27, 24, 16 (¡dieciséis años!), 18, 15... 15

años. Nadie ignora la participación de ideólogos,

economistas y periodistas que apoyaron a la dictadura

y militaron activa, entusiastamente en ella. Provenían

de lejos. De esa generación privilegiada, de

argentinos de clases altas, que se educaron bajo el

manso Amadeo Jacques, luego crecieron, tuvieron

hijos, crecieron sus hijos. La primera juvenilia y los

cuadros ideológico-políticos que formó mató a la

segunda. A la otra juvenilia. ¿Quién escribirá su historia?

Ya lo hicieron Garaño y Pertot. Pero, ¿por qué

tuvimos que leer la de Cané? ¿Por qué la publicó la

Colección Robin Hood como un libro inocente,

con las mismas tapas amarillas de Salgari o Jack

London o Luisa May Alcott? Porque nos engañaron.

Nos metieron su visión del mundo desde niños. Y lo

hicieron con más sagacidad, con menor torpeza, con

más inteligencia y mejores plumas que las de

Mendé, la Sra. Angela C. de Palacio y el lamentable

Penella Da Silva.

Eva Perón irá infinitamente más lejos que La

razón de mi vida. Será en su escrito postrero. Lo

dictó desde su lecho de muerte. Un mes, a lo sumo,

antes de morir. Se llama Mi mensaje y de él nos ocuparemos

en la próxima entrega.