José Pablo Feinmann
Filosofía política del Peronismo
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18 Eva Perón, “Mi mensaje”
“¡PERÓN... Y ASUNTO ARREGLAO!”
No podemos completar el cuadro de los propagandistas
o los escribas del peronismo sin una
referencia a un personaje poco conocido, para
nada recordado, pero relevante en el armado
conceptual, siempre agresivo del movimiento.
Era un gobierno que usaba, para sus fines, todo lo que tenía a
mano, todo lo que navegaba en la dirección de sus vientos.
Algunos, incluso, creaban esos vientos. Siguiendo siempre los
de Perón, el huracán que agitaba las aguas. Esos propagandistas
dispusieron de los medios de comunicación para expresar
un ideario con el que el justicialismo coincidía en totalidad o
disentía a lo sumo en matices, a los cuales agregaba, en una
actitud muy de Perón, otros matices de otros conversadores
mediáticos o “escritores obedientes”, que son la negación del
escritor, pero que siempre sirven a los regímenes de turno. He
empleado la palabra régimen con relación al peronismo. Creo
que sería arduo desmentirla. Con admirable velocidad y con
escasas vacilaciones, el primer peronismo organizó el país a su
imagen y semejanza. No hubo un lugar en que su presencia no
se hiciera sentir. Esta omnipresencia se unía al silenciamiento
de toda voz disidente. Lo que finalmente dibujaba la fisonomía
de un régimen, de un sistema político ampliamente abarcativo,
que imponía su visión del mundo en todos los ámbitos
y, a la vez, en todos ellos silenciaba la de los otros. El peronismo,
en lo cultural, en lo universitario, en lo mediático, fue claramente
autoritario. Para los jóvenes de los setenta éste era
uno de sus rostros más claramente revolucionarios. Se había
atrevido a silenciar a la oligarquía. Recuerdo la sorpresa o ironía
de algunos jóvenes de los ’80 cuando uno les informaba
que en los ’70 (irritantes para ellos), al discutir con el antiperonismo
de izquierda, se utilizaba el cierre de
un elemento sin duda revolucionario del primer peronismo.
“¿No ven? Cerró el diario de la oligarquía.”
Tal como –es absolutamente cierto– la oligarquía había silenciado
siempre a sus adversarios, que apenas si tenían medios
para sacar un pasquín, y, si lo sacaban, la policía de Ramón
Falcón o del hijo de Leopoldo Lugones, con esa picana cuya
invención le pertenece, tomaba cartas en el asunto. La democracia
no era un asunto argentino. Zoilo Laguna, a quien soy el
único que cita, tiene un folleto (que, aquí está el misterio, también
tal vez sea yo el único que lo tiene) cuyo nombre es Se vienen
las votaciones. Y habla de lo que el pasado era para los
pobres. Habla de la palabra Libertad con la que tanto se llena la
boca el liberalismo oligárquico: “¡Libertá!/ Si habrán hablao
d’ella en otras ocasiones/ ganando las elesiones a garrotazo
pelao/ libertá de andar tirao/ sin techo pan ni trabajo/ Ésa era
pa’los de abajo la libertá/ del pasao”. Y Laguna decía qué era lo
que había que hacer en las votaciones que se advenían, las de
febrero del ’46: “Sin asco a darle cruazo/ que en esta tierra el
destino/ tiene ya un nombre argentino/ ¡Perón... y asunto arreglao!”
Asoma aquí esa faceta fundamental del pueblo peronista.
La que dijimos: las cosas bajan desde la conducción. El pueblo
las recibe con alegría. Pero no es formado ni para defenderlas
ni para luchar por ellas. Esa tarea se deposita en Perón. Zoilo
Laguna lo dice: “¡Perón... y asunto arreglao!” Siempre fue así:
“¡Perón... y asunto arreglao!” Hasta que no alcanzó. Hasta que
Perón se fue y el asunto ya no tuvo arreglo. En el momento de
entrar a analizar la sombría figura del padre Virgilio Filippo –es
de él de quien empezamos a hablar– retorno sobre algo: esa
picana eléctrica que todos esos libros gorilo-periodísticos se
abisman en ubicar en las manos de los hermanos Cardozo o el
Comisario Lombilla la inventó –como muy bien se sabe, por
otra parte– el hijo del poeta Lugones. Una relación interesante
entre este padre y este hijo. En 1924, en Lima, celebrando el
centenario de la batalla de Ayacucho, que culminó la liberación
de América latina bajo la espada, bajo la conducción del glorioso
Mariscal Sucre, una de las figuras más puras de nuestra independencia,
asesinado vilmente, cuando volvía casi sin custodia,
para su casa por los enemigos de la unidad latinoamericana,
Leopoldo Lugones dijo su célebre discurso: “Ha sonado otra
vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Y aquí, en
Buenos Aires, en tanto su padre desenvainaba la espada en
Lima, el hijo ideaba su propia espada, la picana eléctrica “para
bien del mundo”. Lugones (hijo) no justifica a los Lombilla o a
los Cardozo, pero no se hagan los distraídos: son muy pocos los
horrores argentinos no inventados por el eterno poder de la oligarquía
o las masacres llevadas a cabo por ese mismo poder e
insuperadas por las famosas “tiranías”.
VIRGILIO FILIPPO:
EL REINADO DE SATANÁS
Pero tenemos que detenernos en la figura del Padre Virgilio
Filippo. Eva Perón murió con la cercanía de dos clérigos. Uno,
el fascista Filippo. El otro, Hernán Benítez, que, en los setenta,
habría de salir a pedirle a Perón que no desautorizara a la guerrilla.
Cierta tarde lo fuimos a ver con algunos compañeros de
Envido y nos largó una larga parrafada sobre la cuestión: si
Perón le hacía caso a la dictadura de Lanusse y desautorizaba a
la guerrilla, estaba liquidado. Filippo, otra cosa. Era fascista,
pero en serio: fascista, fascista. Y era peronista. Y peor: Perón, a
poco de asumir su gobierno, en 1946, lo nombra... ¡Adjunto
Eclesiástico a
muchachos de FORJA, los Scalabrini, los Jauretche, los Manzi
o el más que talentoso, probablemente genial, autor del Adán
Buenosayres, no eran convocados. Perón elegía escritores, intelectuales
cortesanos. A los otros, les desconfiaba. Después de
todo, con él, para pensar, ya nada más se requería. Marechal
languidecía en puestos no deleznables pero poco eficaces del
ámbito educativo.
Tomás, por las esencias, por el catolicismo ultramontano y los
grupos falangistas. No es posible evitar a Virgilio Filippo. Además
sería incorrecto. Que lo haga un peronista que quiere contar
la historia rosa de su movimiento, vaya y pase. Pero se equivoca:
una historia, aunque uno esté con una parte de su corazón
puesta en ella, se cuenta con sus luces y sus sombras. Hay
un riesgo. Todo relato es un viaje. Al final es posible que seamos
otros. O se acepta ese riesgo o uno no se mete en el relato.
Horacio González da en el clavo cuando detecta la pasión de
lo conspirativo como eso que consituía a Filippo: “No creo ser
inexacto si digo que Filippo actuó lunáticamente y que en su
papel de exaltado guerrero de la fe había en él algo de ‘crasa
teología absurda’ tal como el cineasta Glauber Rocha llegó a
ver en el militante católico brasilero Gustavo Corcâo (...) Su
especialidad era la denuncia de la gran conspiración y sus reclamos
de represión hasta podrían ser un añadido baladí en la
providencialista tarea del cruzado. Ciertamente, el cura de Belgrano
fue un hombre prolífico y combatiente, atrabiliario
maestro conspirador y a la vez caprichoso detector de conspiraciones”
(Horacio González, Filosofía de la conspiración, marxistas,
peronistas y carbonarios, Colihue, Buenos Aires, 2004, p.
156). ¿Cómo no habría de encontrar un tipo como Filippo,
que estaba un poco loco, por decirlo claro, pero lo estaba de un
modo peligroso, es decir, lo estaba para los demás, una conspiración
feroz en el comunismo internacional?
Retrocedamos pero para regresar con más fuerza, más datos.
Virgilio Filippo (1896-1969) empieza a arrojar por medio de
los micrófonos de Radio Sarmiento de Buenos Aires la preocupación
de su Iglesia Católica acerca de la trágica situación que
se vivía en el plano internacional, y de la que Argentina, siempre
lejana a todo, debía sentirse preocupada. A ello la impelía el
prelado. El libro Habla el Padre Filippo tiene 352 páginas de
fobias, de paranoia, de antisemitismo, de nacionalismo ramplón,
pero altamente peligroso. Al cabo, el nacionalismo suele
ser ramplón, soez (ésta es la palabra: soez) y cuando se centra en
esta modalidad expresiva más peligroso se torna. Filippo
encuentra de inmediato el mal que el mundo padece. Es el
comunismo. Escribe el periodista y escritor Germán Ferrari:
“Son elocuentes las menciones a ‘el judío Lenín’ (páginas 8,
23), ‘el judío Marx’ (55, 255, 279, 296, 344), ‘el judío Sigmund
Freud’ (16), ‘
infame Revolución Francesa’ (23), ‘la inquina roja argentina’
(102). Desde su catolicismo, Filippo embiste contra las bases
ideológicas del sistema soviético, con una mezcla de datos irrefutables
y contundentes, y visiones apocalípticas e intencionadas.
Cuestiona el ‘totalitarismo destructor’, los ‘asesinatos en
masa llamados depuraciones’, los ataques hacia la familia, pero
no hace ni una sola mención del nazismo y el fascismo. Ni
Hitler ni Mussolini son nombrados en sus discursos radiales.
Franco es elogiado en un breve párrafo referido a la defensa de
la religión” (Germán Ferrari, “Habla el padre Filippo”, Todo es
Historia, N° 451, Buenos Aires, 2005.). Sigue Ferrari (que es
uno de los pocos en preocuparse de este siniestro personaje
que, se sepa o no, fue asesor espiritual de Eva Perón y, a partir
de 1946, como ha sido dicho, Adjunto Eclesiástico a
de
frecuencia agobiantes contradicciones): “Filippo es un pionero
en usar la radio con fines político-religiosos: a partir de 1935
publica Conferencias radiotelefónicas, El reinado de Satanás, Sistemas
genialmente antisociales y El monstruo Comunista. Pero,
¿es un simple propagandista más del nacionalismo católico?
Autor de más de treinta libros, folletos, traducciones y hasta
piezas musicales, este presbítero –párroco de Villa Devoto y de
Belgrano– es uno de los primeros integrantes del clero en
expresar sus simpatías por Juan Domingo Perón, cuando el
militar aún era un ascendente miembro de la dictadura que
triunfó en 1943. Con la victoria electoral de la fórmula Perón-
Quijano, esa adhesión incondicional es premiada y en 1948 se
incorpora a
años. En otro de sus libros, El Plan Quinquenal de Perón y el
comunismo (1948), Filippo reafirma su compromiso con el ideario
justicialista, al que considera seguidor de la doctrina social
cristiana, y aprovecha para profundizar su predicación anticomunista”
(Ferrari, Ibid.).
El libro en que el cruzado anticomunista y, a la vez, ferviente
justicialista y asesor espiritual de profesión, la emprende contra
el comunismo es: El Plan Quinquenal de Perón y
el comunismo. En la tapa vemos a un
joven y viril Perón que enarbola una
bandera argentina y pisotea el célebre
“trapo rojo del comunismo”. Hoy, el
libro es una fiesta. Pero no tanto lo es si se piensa que tuvo
peso en su época y que en él abrevaron católicos como el doctor
Ivanissevich, quien, en los setenta, cuando Isabel-López
Rega lo nombran para que normalice las Universidades, el tipo
se saca una fotografía blandiendo un pico con el cual destruye
las paredes de
esos momentos, en la calle Córdoba. Ahí yo daba Historia del
pensamiento latinoamericano, una materia subversiva pues
apuntaba a ideas tan aberrantes como la unidad de América
latina “contra el imperialismo”. No, nada de eso. Asume Ottalagano,
ese hombre que, según Mariano Grondona, en una
nota de corte criminal que escribirá en 1974, es de “la estirpe
de los Lacabanne y los López Rega”. Lacabanne era el sanguinario
jefe de
estirpe, “los que hacen la tarea”, según la frase de Grondona,
los que ahora, con Ottalagano, se ponen al frente de
Ivanissevich es su efigie más pestilentemente anticomu-
II
nista, fascistoide, es colocado, por López Rega, al frente de la
tarea. Se dispone a destruir el edificio de Filosofía y Letras con
un pico. No creo que haya destruido mucho porque era un
viejo decrépito y patético que apenas si podía mantenerse en
pie. ¡Pero había asistido a Evita en sus últimos momentos!
Imaginen la escena: el opa viejo, desvencijado pero fascista
hasta el fin, fervoroso lector de Filippo, les dice a los fotógrafos:
“Tomen la foto cuando yo pegue con el pico en la pared”.
Así salió nomás: destruyendo personalmente ese antro de perdición,
ese antro anticristiano, esa cueva de criaturas del Anti-
Critsto. A la noche, para colmo, da un discurso por Radio en
cadena. Y se le caen gruesas lágrimas cuando pregunta: “¿Es
que no son hijos de madre cristiana estos muchachos?” Honestamente,
poco pensábamos en nuestras madres cristianas cuando
hacíamos lo que hacíamos. ¿En qué lenguaje venía a hablarnos
este troglodita que apenas si podía balbucear alguna que
otra huevada? ¿En qué lenguaje pretendía hablarles a los militantes
de
imagen que teníamos del peronismo. ¿Esos tipos había tenido a
su lado Eva Perón? ¿Este imbécil se había permitido la arrogancia
trágica de curarla de su cáncer? Era cierto: el doctor Ivanissevich
por ahí había envejecido mal. Pero se puede envejecer
mal para el otro lado. Uno ha encontrado en su vida a muchos
viejitos republicanos de
personas que Ivanissevich. Pero éste había envejecido para
el lado del anticomunismo troglodita, era un macartista paleolítico.
Dardo Cabo escribió en El Descamisado: “Los peronistas
podemos perder millones de votos con el discurso del doctor
Ivanissevich”. También era una frase rara: en
no les importaban mucho los votos. No, los que perdimos
fuimos nosotros. ¿Ésos habían sido los protagonistas del primer
gobierno de Perón, nacional, popular y hasta revolucionario?
Tendríamos que trabajar mucho sobre el movimiento y su sistema
de ideas si había estado en manos de gente como Ivanissevich.
Que, en gran medida, había aprendido del Padre Virgilio
Filippo. Y aquí volvemos a él. Su opus magnum, con Perón
en la tapa, de frente al futuro, bandera argentina en mano, y
trapo rojo pisoteado, era la imagen consumada, lapidaria del
panfleto anticomunista, del panfleto torpe, barato.
“EL MONSTRUO COMUNISTA”
¿Por qué leerlo? Porque no se leyó en los setenta. Estos
textos no se leían. Yo lo tenía guardado en algún rincón de
mi biblioteca porque, desde 1969, me iba a
que no está más, de la calle Talcahuano, el tipo me dejaba
bajar al sótano y ahí encontraba estas joyas. “Y bueno
–decíamos encogiéndonos de hombros–, eran las contradicciones
del peronismo. Perón juntaba todo pero lo unía por
vía de conducción.” ¡Por vía de conducción! Qué frase: Perón
había acostumbrado a medio país a ceer en ella. Porque estaba
en Madrid y manejaba todos los hilos. Bien, a meternos
un poco con Filippo. Y no crean que me estoy rajando de
Eva Perón. No, Filippo dio la última misa antes de su muerte.
La dio a pocos metros de su lecho de muerte. En la calle.
Ante miles de dolorosos morochos peronistas que sufrían la
muerte de Eva Duerte, que era, para ellos, una tragedia. Y
que era, para Perón, un hecho político.
El libro está dedicado al “señor Ministro de Guerra, Gral. D.
Humberto Sosa Molina”. Y también “a los jefes y oficiales de
las fuerzas armadas de
ideales de nuestra gloriosa tradición, contra las ideas exóticas”
(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y los comunistas,
Editorial Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 5). ¡Lo de los
“infiltrados” venía de lejos! La idea del “infiltramiento” que
Perón maneja contra
La derecha, al ser la dueña de la patria, considerará “infiltrados”,
gente de “ideas exóticas”, a los que se aparezcan con
algo distinto a lo consagrado por el poder de un país. La tradición
castiga. La tradición señala a los traidores. La tradición
denuncia a los infiltrados. Los denuncia porque traen “ideas
exóticas”, y si estas ideas son tales es porque no son las de la
tradición. ¿Cuál era la “tradición” de Filippo? Había tenido,
desde joven, diversos y godzillianos enemigos. (Nota: Sí, el
adjetivo godzilliano responde al monstruo Godzilla, un invento
de los japoneses que veían en él a derivado mutante de las
bombas de Hiroshima y Nagasaki. De aquí el dulce placer de
venganza con que ellos han de haber visto el film norteamericano,
el más perfecto, y el más caro, y el más expectacular de la
serie, como una secreta venganza, una autovenganza que los
propios yankis se infligían. De hecho, poco tiempo después, y
a raíz de los atentados a las Twin Towers, al ver correr a los
ciudadanos de Nueva York, los aplicados cinéfilos, que nos
vemos todos estos engendros norteamericanos, gritáramos:
“¡Mírenlos, corren igual que cuando Godzilla se los quiere
morfar!” Así era.) En 1936, Filippo da una serie de conferencias
radiales tituladas, no sin cierta moderación o sutileza, El
reinado de Satanás. En 1938, publica un libro, y no creo que a
favor, que se titula Los judíos, y que tiene sus buenas 210 páginas.
En 1938, cuando
Pacto Molotov-Ribbentrop (esa pestilente canallada de Stalin:
la de Ribbentrop va de suyo) Virgilio, el Cruzado, escribe El
monstruo Comunista. Y, en efecto, en 1948, publica El Plan
Quinquenal de Perón y los comunistas, del que se agotan cinco
ediciones que suman 26.000 ejemplares. Esto, insistamos, en la
Argentina de 1948. Imaginen si no es para pensar que alguna
influencia habrán tenido sobre las cabezas abiertas a las ideas
generosas, a los sentimientos puros, no alimentados por el
odio, como los del doctor Ivanissevich.
Como habrán imaginado, uno no se lee, por cuidarse la
salud, 335 páginas de este energúmeno, pero hay un apartado
exquisito. Filippo trata de demostrar cómo el comunismo se
infiltra en todas partes. ¡También en Hollywood! Pareciera raro
imaginar a semejante prelado meterse en ese ámbito de estrellas
voluptuosas, galanes viriles y fiestas bullangueras, pecaminosas,
apologías del triunfo de la carne sobre el espíritu, aquelarres
indómitos. Pero aquí está Virgilio, cricifijo en mano, dispuesto
a separar la paja del trigo. Lo único que hace el prelado es trasmitir,
de segunda mano, algunas de las noticias que el macartismo
hace correr por el mundo durante esos días. Cita al actor
Adolph Menjou: “Hollywood es uno de los principales centros
de la difusión comunista en Estados Unidos” (
mayo del cuarenta y siete. Filippo, ob. cit., p. 105). Menjou era
una perfecta basura. Un tipo que denunció a montones de
colegas. Y hasta dijo que reconocía a los comunistas “por el
olor”.
Virtud que Virgilio no reclama para sí. Por último (el tema
es encantador por su idiotez, por su bobada inexpresable,
invencible), Virgilio cita un hecho patético y divertido de la
industria de Hollywood en su aspecto más miserable. En plena
guerra, Estados Unidos, para llevar a su plenitud sus buenas
relaciones con
Unión Democrática, vean los peligros del aliadofismo!), deciden
hacer una película que exprese la bella espiritualidad del
pueblo ruso, al que los alemanes han invadido en 1941, y que
se encuentra, en esos momentos, librando feroces combates
contra las fuerzas de Hitler. La película (esto es importante)
intenta ser para
(Mrs. Miniver, con Greer Garson y Walter Pidgeon, dirigida
nada menos que por William Wyler y de 1942) fue para Gran
Bretaña, que, por ese entonces, encarnaba tanto el Bien como
los soviéticos, hasta tal punto éstos eran bendecidos por Hollywood.
Se hace la película. Y el galán Robert Taylor interpreta a
un director de orquesta que viaja a Rusia para dirigir la parte
orquestal (¿de qué?) del Concierto Nº 1 para piano y orquesta
de Tchaikovsky, adorado en ese entonces (siempre, en verdad)
por los aficionados a la música clásica y muy accesible a los
grandes públicos. O sea, si tú tienes en tu oreja un habano y te
escuchas el Nº 1 de Tchaikovsky y, aun de ese modo, sigue sin
gustarte la música clásica es que estás muerto. Llega Robert
Taylor y empieza a trabajar con la orquesta. Falta el solista, el
encargado de la muy complicada parte del piano. El solista es...
una solista. Y muy bonita. Sí, todo es previsible. El director y
la brillante pianista se enamoran. Pero se desatan las sombras
de la guerra. La película se llamó en inglés Song of Russia, pero
en
sobre la nieve. (Ya termino con esta pavada, no se preocupen.)
Las sombras de la guerra se expresan en la invasión alemana
a territorio soviético. El director y la joven pianista rusa
(que es una actriz que responde al muy eslavo nombre de
Susan Peters) se angustian mucho. Pero alguien ocupa toda la
pantalla. El solo ante un micrófono les hablará a todos los que
habitan
¿Quién es este señor? ¡Stalin! Aparece Stalin en esta pelícua
yanqui de 1943 y se lo ve como a un campesino bueno que
anuncia a su pueblo la llegada del invasor nazi y le pide sacrificios
para luchar contra él. En 1950, en pleno macartismo, el
senador McCarthy acusa a
de la película, y al actor Robert Taylor de rojos, inmundos
rojos. ¡Pero si los rusos eran nuestros aliados cuando la hicimos!,
reclaman con justicia los perjudicados. Nada, persecución,
difamación, enemigos de la libertad y la democracia americanas.
El actor Robert Taylor se salva porque delata hasta a su
perrito. Prácticamente, no hay en Hollywood alguien que no
sea comunista, menos él. El padrecito Virgilio se enfurece contra
Sombras sobre la nieve y la denuncia también como la infiltración
del comunismo en Estados Unidos. Y escribe: “Los
libretistas son en gran número comunistas infiltrados. El partido
comunista domina absolutamente
(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y
el comunismo, Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 106). Todo
esto sería por completo insustancial si Filippo no hubiera sido
quien fue. Durante los días finales de Eva Perón su figura
ocupa un lugar altamente protagónico. ¿Cuántos curas, curitas,
tipos humildes, no cavernícolas, habrían rezado, junto a los
obreros, junto a los humildes, por quien, en efecto, tanto los
amó? Sin embargo, ahí, al frente, estaba Virgilio Filippo, fascista,
falangista, nazi, macartista, enemigo de Satanás y de todas
las formas que éste asumiera sobre
judíos. Escribe Marysa Navarro: “El 20 de julio,
una misa de campaña en la avenida 9 de Julio. A pesar de
la lluvia fría que caía ese día, millares de personas se arrodillaron
frente al altar erigido al pie del Obelisco para rezar por la
salud de Evita y seguir la misa que oficiaba el diputado peronista
padre Virgilio Filippo” (Marysa Navarro, Evita, Planeta,
1994, p. 314). A metros de Filippo, por micrófono, nada
menos que Hernán Benítez, uno de los seres más cercanos a la
santidad que hayan podido existir, hablaba del sufrimiento de
los hogares obreros, porque era ahí, en ellos, donde agonizaba
Evita, que ella, decía, amaba a los obreros porque no les importaba
la lucha por el dinero, por la abundancia, que no adoptaban
los vicios “de aquellos a quienes la vida no les ha enseñado
la lección de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio” (Marysa
Navarro, Ibid., p. 314).
INTRODUCCIÓN A “MI MENSAJE”
También del Plan de Operaciones de Moreno se ha dicho que
es falso. Que no lo escribió el exaltado, el jacobino que estaba
al frente de
III
texto de Moreno no es de Moreno,
Mayo se queda sin voz. Probablemente sea más sencillo
no atribuirle el Plan de Operaciones a Moreno
que no atribuirle Mi mensaje a Evita. Se sabe: La
representación de los hacendados, por el tono, por
las ideas, poco o muy poco tiene que ver con el
Plan. Para encontrar simetrías entre el Plan y otros
textos morenianos hay que remitirse a las Instrucciones
a Castelli o, no a textos, sino a órdenes, a
decisiones extremas: el fusilamiento de Liniers en
Cabeza de Tigre. “La junta –escribe José Luis
Busaniche– derramaba así la primera sangre de
hermanos en el Río de
era el héroe de
(Busaniche, Ibid., p. 309). Durante estos días ha
sucedido un hecho editorial inesperado y altamente
positivo.
Continente han reeditado el libro de un hombre
simple, de bajo perfil, un negado, un silenciado, el
anti-Halperin Donghi, un historiador formidable
que pagó muy cara su adhesión al peronismo, a un
peronismo alejado del militarismo montonerista y
del fascismo y de la burocracia del sindicalismo y
del partido: fue silenciado por la dictadura y luego
por la academia que se constituye bajo el alfonsinismo
y cuyo poder, su sombra, todavía llega hasta
el presente. Es Salvador Ferla. Autor de dos libros
notables, suficientes para asegurar su presencia
entre los mejores historiadores argentinos, que dan
solidez a su obra: Historia argentina con drama y
humor (cuya edición corrió a cargo de Granica en
1974) y Mártires y verdugos, la insurrección de Valle
y los veintisiete fusilamientos. La actual reedición
–la del primero– es de 2007. Si todo se cumple,
será presentada en
se me pidió que actuara de presentador. Que la
presentara, en suma. Tengo una deuda con Ferla.
Cuando murió no escribí nada sobre él. Yo tenía
mi columna en Humor y era bastante leído.
Habría podido hacer un gesto que rescatara su
muerte del anonimato. No lo hice. Acaso me enteré
tarde, o por otra causa. No recuerdo. Recuerdo,
sí, que alguien que me detesta, y con quien, lejos
de tener ese sentimiento, me gustaría reunirme,
tomar ese café que tomamos los porteños para dialogar
como amigos y buscar las razones de tanta
bronca, me lo reprochó duramente desde la revista
Unidos. El texto decía que nadie se había ocupado
de escribir sobre la muerte de Ferla, “ni los humoristas”.
Eso era para mí. Porque escribía en
Humor. Uno no sabe por qué algunas personas le
tienen tanta bronca. Me refiero a Arturo Armada,
que fue el director de Envido. Cierto es que nos
peleamos en 1973. Pero estamos ligados, nada
menos, que por los años juveniles y la militancia
de esos años, embellecida sin duda porque ocurrió
en esa etapa: cuando éramos jóvenes. Como fuere,
Ferla está entre nosotros. Y se acerca mucho a
Busaniche: él también es duro con Moreno, él
también detesta el asesinato de Liniers y el capítulo
primero de Filosofía y Nación le debe algunos
tópicos importantes. Y cuando digo eso no estoy
diciendo otra cosa. Digo: importantes. Espero saldar
mi deuda con Ferla, que me pesa, presentando
esta nueva edición de su libro, que lo rescata del
olvido y que llevara a que lo lean los que hoy,
todavía, leen libros. No pocos, después de todo.)
No hay un libro que respalde el Plan. Pero están
las feroces instrucciones que Moreno da a su amigo,
también jacobino, Juan José Castelli, protagonista
excluyente de la novela de Andrés Rivera, La revolución
es un sueño eterno. Busaniche, que no le
tiene la menor simpatía a Moreno, como Ferla,
cita al jefe de
logre dejará que los soldados hagan estragos en los
vencidos para infundir el terror en los enemigos”
(Busaniche, Ibid., p. 309). Se centra Busaniche en
el Decreto de Honores y escribe: “Pero lo verdaderamente
grave, era que el Decreto de los Honores, de
una acerbidad enfermiza, de una mordacidad
extrema, produjo una profunda escisión en la opinión
pública, y la parte más popular y numerosa,
la que no vestía de fraque y levita, se inclinó hacia
el lado de Saavedra” (Busaniche, Ibid., p. 315).
No importa aquí Saavedra ni lo corto de luces ni
la falta de grandeza o de coraje con que asumió ese
respaldo de “la parte más popular y numerosa”.
Aquí nos importa señalar que el Plan de Operaciones
está dentro del espíritu moreniano. Insisto: si
no es de Moreno, ¿de quién es? ¿Quién si no
Moreno pudo escribir eso? ¿Qué Plan tuvo el
movimiento de Mayo si el de Moreno es falso? No
perdamos el tiempo. Como tampoco con el texto
de Evita, Mi mensaje. Con ella, incluso, hay cantidad
de textos con los cuales relacionarlo. Lo que
terminó por recibir el título de Historia del peronismo
y son las clases que Eva dictó en 1951 en la
Escuela Superior Peronista, en tanto Perón dictaba
las que darían forma a Conducción política, tienen
casi todo lo que se encuentra en Mi mensaje: la
pasión, el fanatismo, el odio a las jerarquías, eclesiáticas,
a los militares, a la oligarquía. Lejos de La
razón de mi vida, que empieza a gestarse por
medio de la pluma de Manuel Penella Da Silva y
que sirve a los gorilas periodísticos, como el buen
Gambini o como Osiris Troiani, que forjó
del peronismo que publica Primera Plana, esa
revista que ha permanecido entre las glorias del
periodismo argentino y que preparó, en complicidad
con los militares, el golpe de Onganía (qué
pena: unos señores tan cultos, tan educados, tan
buenas plumas, corriendo, al final, detrás del culo
del bruto de Onganía, ultracatólico, cursillista,
que habría de consagrarle el país a
esa inteligente muchachada, de su antiperonismo
feroz, que advertía, y aquí aparece su lucidez,
que el bueno de Illia no frenaba el pesadilleco
regreso de Perón –que llevaría a la negrada otra
vez a las cumbres del desprecio, y al insolente desparpajo–,
sino que lo haría el bravuconazo de
Onganía, de aquí que la intelligentzia se atara al
carro militar: ser tan, pero tan gorila siempre termina
teniendo su precio) que describen a un
Penella Da Silva leyéndole a Eva el manuscrito de
La razón de mi vida y a ella húmeda de llanto en
tanto exclama: “¡Así fue, así mismo!” Como si se
embobara porque un ultraoceánico señor con
denso acento español le escribiera páginas sentimentales
ante las que su alma simple se rendía en
lágrimas de radioteatro. Ni por asomo, señores.
“YO NO ME DEJÉ ARRANCAR EL
ALMA QUE TRAJE DE
Eva había sido clara en sus clases sobre Historia
del peronismo. Hay que buscar ahí la verosimilitud
de Mi mensaje. En cuanto a la veracidad del texto
valdrá con que diga que lo conocí de manos de
Fermín Chávez, cuando lo fui a ver para que me
ilustrara sobre algunos pasajes de la vida de Juan
Duarte, que yo ignoraba, para el film Ay Juancito.
Ahí estaban: 79 páginas y cada una llevaba la firma
de Eva Perón. De modo que no perdamos más
tiempo y metámonos en texto. Es Evita en estado
puro. Lo escribe desde su cama de moribunda. Lo
escribe cuando sabe que se muere. Que tal vez no
tendrá tiempo de escribirlo. No lo escribe, lo dicta.
Pues no le quedan fuerzas. Es el texto de una mujer
que se muere y se va de este mundo sin dejar de
decir nada. Con precisión, escribe Tomás Eloy
Martínez (un notable escritor antiperonista, que
llega a sus cimas cuando escribe sobre aquello que
sitúa en sus antípodas, menos en Santa Evita, en la
que cede, gozoso y fascinado, ante la grandeza del
personaje) escribe: “El lenguaje escrito de Eva aparece
allí (en Mi mensaje, JPF) por primera vez sin
ningún encubrimiento. Hasta el modo de ver a
Perón es otro en este libro. Perón aparece como un
cóndor que vuela en soledad, tal como sucedía en
La razón de mi vida, pero esta vez Evita, ‘a pesar
de mi pequeñez’, decide acompañarlo (...) Eva se
sitúa por primera vez en un plano superior: ella es
la que cuida de Perón y del pueblo, ella es la que
desenmascara a los enemigos, por primera vez reivindica
su fanatismo (...) Hay una declaración
incesante de rebeldía, de sublevación contra la
injusticia. Y en ese campo, el pueblo aparece como
valor supremo, por encima de Perón (...) En Mi
mensaje no hay lugar para la representación, para
el simulacro, para la confusión de papeles. Eva es
ella misma, sin mediadores” (Tomás Eloy Martínez,
“El libro secreto de Evita”, Nº 328, revista Humor,
octubre de 1992).
Mi mensaje se escribe ante la presencia de la
muerte. La situación tiene algo de teatralidad shakespereana.
ha cedido, generosa, un tiempo a esa mujer para
que se exprese por última vez. Pero las dos se ven y
saben que comparten la misma habitación. Eva ve
a
según dije, fue dictado a un par de amanuenses,
de escribientes, a un par de laboriosos Bartlebys
que sí, que prefirieron hacerlo (Nota: Ver la
notable edición de Bartleby, el escribiente de Editorial
Pre-textos, Valencia, 2005, con textos adicionales
de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José
Luis Pardo). Se dictó entre marzo y junio de
1952. Eva pesaba 38 kilos.
“Durante las horas de mi enfermedad (...) tengo
que escribir una vez más” (Eva Perón, Mi mensaje,
Futuro, Buenos Aires, p. 31). ¿Por qué una vez
más? Porque no ha escrito nunca. Pueden tomarse
como textos sus clases en
o sus discursos. Pero éste, Mi mensaje, es un
texto escrito. Lo dicta porque sus fuerzas no le dan,
pero, dictándolo, lo escribe. “No quiero recibir ya
ningún elogio. Me tienen sin cuidado los odios y las
alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza
de los explotadores (...) Quiero decirles la verdad
que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue
capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la
verdad. Porque todos los que salieron del pueblo
para recorrer mi camino no regresaron nunca. Se
dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de
las alturas y se quedaron ahí para gozar de la mentira”
(Ibid., p. 32). No quiere recibir nada de los que
pertenecen “a la raza de los explotadores”. Sólo se
ha hecho Cenicienta principesca para seguir la farsa,
para conocer desde adentro la verdad de lo que ahora
se prepara a denunciar. Y, con toda claridad, lúcidamente,
pero sin referenciarse a ninguna Cenicienta,
establece su diferencia con todas ellas. Todas las trepadoras
(tal como las ve la célebre ópera-rock) se fueron
para no volver. Cenicienta no regresará, no sólo
a la casa en que la explotaban, sino al espacio existencial
de los explotados, para ayudarlos. Esa frase,
perdón por insistir en ella, es una joya, define por
completo al personaje que tratamos: sabe que salió
del pueblo, sabe que todos los que salen de ahí
(desde las humildes niñas de los tangos hasta los
políticos y, muy claramente, los sindicalistas) salen
para no volver. En Eva hay un viaje de ida (ascenso)
y un viaje de vuelta (retorno hacia la pobreza, para
unirse al destino de quienes la sufren y ayudarlos).
Ella no se queda en lo alto. Ahí se cumple la fantasía
“maravillosa” del trepador. Ella no lo es. Quedarse
en lo alto es “gozar de la mentira”. Hay dos
niveles en que la realidad (o el Ser) se escinde: está
el arriba. Arriba hay fantasías. Hay maravillas. Las
fantasías se realizan. Pero son vanas. No son auténticas.
Son frágiles, de papel. “De una noche”, como
dice el tango. Y está el abajo. Abajo está la pobreza,
el dolor de la escasez. O, por decirlo con la excepcional
categoría de
abajo está la rareza. No hay para todos. Lo raro,
entendido como escaso, como ausencia, como
carencia (no alla Lacan), es, sin más, lo que no hay.
Lo que constituye a los pobres en tanto víctimas de
la rareza es que no hay para todos. El viaje de Evita
“hacia abajo” tiene el sentido de emprender una
lucha contra la rareza. Derrotarla: tiene que haber
para todos. O, por lo menos, tiene que desaparecer
la rareza. Aquello de lo que se carece debe ser posible.
No es lo absolutamente raro, escaso. Es lo que
aún no se tiene. Pero se tendrá. La posibilidad de su
tenencia está abierta. El viaje de descenso de Eva
cobra el sentido de una búsqueda de la plenitud
para los otros. Es un viaje hacia los pobres y hacia la
pobreza. Un viaje para derrotar la pobreza y para
hacer de los pobres otra cosa. No hombres hundidos
en el mundo de lo escaso. Tampoco habitantes del
territorio de la abundancia. (Recordemos las palabras
del padre Benítez: Eva ha enseñado “la lección
de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio”.) Sino
hombres pertenecientes al universo de la justicia
social. Es la justicia social la que erradicará a la rareza.
Ya no será raro tener una plancha, una heladera,
una máquina de coser, una casa propia. La rareza
retrocede. Hay una lucha: tanto retrocede la rareza
como la justicia social avanza. Como parte de esa
lucha Eva se constituye. Deja de ser una bastarda.
Ahora es, definitivamente, lo que buscó ser. Ahora
pertenece a los pobres y su fin es sacarlos de la
pobreza. Para eso deberá ser parte de ellos. Eva
encuentra el ser en el ser de los que quiere ayudar y,
para hacerlo, se torna como ellos, se hace parte de
ellos. Es como ellos. Si lo es, es porque no se dejó
tentar por las alturas. Porque no se quedó ahí,
maravillada, para gozar de la mentira. No: “Yo no
me dejé arrancar el alma que traje de la calle (...)
Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo
y pude ver sus grandezas” (Ibid., p. 33). Esta
última frase es perfecta, tiene una precisión inusual.
o los escribas del peronismo sin una
referencia a un personaje poco conocido, para
nada recordado, pero relevante en el armado
conceptual, siempre agresivo del movimiento.
Era un gobierno que usaba, para sus fines, todo lo que tenía a
mano, todo lo que navegaba en la dirección de sus vientos.
Algunos, incluso, creaban esos vientos. Siguiendo siempre los
de Perón, el huracán que agitaba las aguas. Esos propagandistas
dispusieron de los medios de comunicación para expresar
un ideario con el que el justicialismo coincidía en totalidad o
disentía a lo sumo en matices, a los cuales agregaba, en una
actitud muy de Perón, otros matices de otros conversadores
mediáticos o “escritores obedientes”, que son la negación del
escritor, pero que siempre sirven a los regímenes de turno. He
empleado la palabra régimen con relación al peronismo. Creo
que sería arduo desmentirla. Con admirable velocidad y con
escasas vacilaciones, el primer peronismo organizó el país a su
imagen y semejanza. No hubo un lugar en que su presencia no
se hiciera sentir. Esta omnipresencia se unía al silenciamiento
de toda voz disidente. Lo que finalmente dibujaba la fisonomía
de un régimen, de un sistema político ampliamente abarcativo,
que imponía su visión del mundo en todos los ámbitos
y, a la vez, en todos ellos silenciaba la de los otros. El peronismo,
en lo cultural, en lo universitario, en lo mediático, fue claramente
autoritario. Para los jóvenes de los setenta éste era
uno de sus rostros más claramente revolucionarios. Se había
atrevido a silenciar a la oligarquía. Recuerdo la sorpresa o ironía
de algunos jóvenes de los ’80 cuando uno les informaba
que en los ’70 (irritantes para ellos), al discutir con el antiperonismo
de izquierda, se utilizaba el cierre de
un elemento sin duda revolucionario del primer peronismo.
“¿No ven? Cerró el diario de la oligarquía.”
Tal como –es absolutamente cierto– la oligarquía había silenciado
siempre a sus adversarios, que apenas si tenían medios
para sacar un pasquín, y, si lo sacaban, la policía de Ramón
Falcón o del hijo de Leopoldo Lugones, con esa picana cuya
invención le pertenece, tomaba cartas en el asunto. La democracia
no era un asunto argentino. Zoilo Laguna, a quien soy el
único que cita, tiene un folleto (que, aquí está el misterio, también
tal vez sea yo el único que lo tiene) cuyo nombre es Se vienen
las votaciones. Y habla de lo que el pasado era para los
pobres. Habla de la palabra Libertad con la que tanto se llena la
boca el liberalismo oligárquico: “¡Libertá!/ Si habrán hablao
d’ella en otras ocasiones/ ganando las elesiones a garrotazo
pelao/ libertá de andar tirao/ sin techo pan ni trabajo/ Ésa era
pa’los de abajo la libertá/ del pasao”. Y Laguna decía qué era lo
que había que hacer en las votaciones que se advenían, las de
febrero del ’46: “Sin asco a darle cruazo/ que en esta tierra el
destino/ tiene ya un nombre argentino/ ¡Perón... y asunto arreglao!”
Asoma aquí esa faceta fundamental del pueblo peronista.
La que dijimos: las cosas bajan desde la conducción. El pueblo
las recibe con alegría. Pero no es formado ni para defenderlas
ni para luchar por ellas. Esa tarea se deposita en Perón. Zoilo
Laguna lo dice: “¡Perón... y asunto arreglao!” Siempre fue así:
“¡Perón... y asunto arreglao!” Hasta que no alcanzó. Hasta que
Perón se fue y el asunto ya no tuvo arreglo. En el momento de
entrar a analizar la sombría figura del padre Virgilio Filippo –es
de él de quien empezamos a hablar– retorno sobre algo: esa
picana eléctrica que todos esos libros gorilo-periodísticos se
abisman en ubicar en las manos de los hermanos Cardozo o el
Comisario Lombilla la inventó –como muy bien se sabe, por
otra parte– el hijo del poeta Lugones. Una relación interesante
entre este padre y este hijo. En 1924, en Lima, celebrando el
centenario de la batalla de Ayacucho, que culminó la liberación
de América latina bajo la espada, bajo la conducción del glorioso
Mariscal Sucre, una de las figuras más puras de nuestra independencia,
asesinado vilmente, cuando volvía casi sin custodia,
para su casa por los enemigos de la unidad latinoamericana,
Leopoldo Lugones dijo su célebre discurso: “Ha sonado otra
vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Y aquí, en
Buenos Aires, en tanto su padre desenvainaba la espada en
Lima, el hijo ideaba su propia espada, la picana eléctrica “para
bien del mundo”. Lugones (hijo) no justifica a los Lombilla o a
los Cardozo, pero no se hagan los distraídos: son muy pocos los
horrores argentinos no inventados por el eterno poder de la oligarquía
o las masacres llevadas a cabo por ese mismo poder e
insuperadas por las famosas “tiranías”.
VIRGILIO FILIPPO:
EL REINADO DE SATANÁS
Pero tenemos que detenernos en la figura del Padre Virgilio
Filippo. Eva Perón murió con la cercanía de dos clérigos. Uno,
el fascista Filippo. El otro, Hernán Benítez, que, en los setenta,
habría de salir a pedirle a Perón que no desautorizara a la guerrilla.
Cierta tarde lo fuimos a ver con algunos compañeros de
Envido y nos largó una larga parrafada sobre la cuestión: si
Perón le hacía caso a la dictadura de Lanusse y desautorizaba a
la guerrilla, estaba liquidado. Filippo, otra cosa. Era fascista,
pero en serio: fascista, fascista. Y era peronista. Y peor: Perón, a
poco de asumir su gobierno, en 1946, lo nombra... ¡Adjunto
Eclesiástico a
muchachos de FORJA, los Scalabrini, los Jauretche, los Manzi
o el más que talentoso, probablemente genial, autor del Adán
Buenosayres, no eran convocados. Perón elegía escritores, intelectuales
cortesanos. A los otros, les desconfiaba. Después de
todo, con él, para pensar, ya nada más se requería. Marechal
languidecía en puestos no deleznables pero poco eficaces del
ámbito educativo.
Tomás, por las esencias, por el catolicismo ultramontano y los
grupos falangistas. No es posible evitar a Virgilio Filippo. Además
sería incorrecto. Que lo haga un peronista que quiere contar
la historia rosa de su movimiento, vaya y pase. Pero se equivoca:
una historia, aunque uno esté con una parte de su corazón
puesta en ella, se cuenta con sus luces y sus sombras. Hay
un riesgo. Todo relato es un viaje. Al final es posible que seamos
otros. O se acepta ese riesgo o uno no se mete en el relato.
Horacio González da en el clavo cuando detecta la pasión de
lo conspirativo como eso que consituía a Filippo: “No creo ser
inexacto si digo que Filippo actuó lunáticamente y que en su
papel de exaltado guerrero de la fe había en él algo de ‘crasa
teología absurda’ tal como el cineasta Glauber Rocha llegó a
ver en el militante católico brasilero Gustavo Corcâo (...) Su
especialidad era la denuncia de la gran conspiración y sus reclamos
de represión hasta podrían ser un añadido baladí en la
providencialista tarea del cruzado. Ciertamente, el cura de Belgrano
fue un hombre prolífico y combatiente, atrabiliario
maestro conspirador y a la vez caprichoso detector de conspiraciones”
(Horacio González, Filosofía de la conspiración, marxistas,
peronistas y carbonarios, Colihue, Buenos Aires, 2004, p.
156). ¿Cómo no habría de encontrar un tipo como Filippo,
que estaba un poco loco, por decirlo claro, pero lo estaba de un
modo peligroso, es decir, lo estaba para los demás, una conspiración
feroz en el comunismo internacional?
Retrocedamos pero para regresar con más fuerza, más datos.
Virgilio Filippo (1896-1969) empieza a arrojar por medio de
los micrófonos de Radio Sarmiento de Buenos Aires la preocupación
de su Iglesia Católica acerca de la trágica situación que
se vivía en el plano internacional, y de la que Argentina, siempre
lejana a todo, debía sentirse preocupada. A ello la impelía el
prelado. El libro Habla el Padre Filippo tiene 352 páginas de
fobias, de paranoia, de antisemitismo, de nacionalismo ramplón,
pero altamente peligroso. Al cabo, el nacionalismo suele
ser ramplón, soez (ésta es la palabra: soez) y cuando se centra en
esta modalidad expresiva más peligroso se torna. Filippo
encuentra de inmediato el mal que el mundo padece. Es el
comunismo. Escribe el periodista y escritor Germán Ferrari:
“Son elocuentes las menciones a ‘el judío Lenín’ (páginas 8,
23), ‘el judío Marx’ (55, 255, 279, 296, 344), ‘el judío Sigmund
Freud’ (16), ‘
infame Revolución Francesa’ (23), ‘la inquina roja argentina’
(102). Desde su catolicismo, Filippo embiste contra las bases
ideológicas del sistema soviético, con una mezcla de datos irrefutables
y contundentes, y visiones apocalípticas e intencionadas.
Cuestiona el ‘totalitarismo destructor’, los ‘asesinatos en
masa llamados depuraciones’, los ataques hacia la familia, pero
no hace ni una sola mención del nazismo y el fascismo. Ni
Hitler ni Mussolini son nombrados en sus discursos radiales.
Franco es elogiado en un breve párrafo referido a la defensa de
la religión” (Germán Ferrari, “Habla el padre Filippo”, Todo es
Historia, N° 451, Buenos Aires, 2005.). Sigue Ferrari (que es
uno de los pocos en preocuparse de este siniestro personaje
que, se sepa o no, fue asesor espiritual de Eva Perón y, a partir
de 1946, como ha sido dicho, Adjunto Eclesiástico a
de
frecuencia agobiantes contradicciones): “Filippo es un pionero
en usar la radio con fines político-religiosos: a partir de 1935
publica Conferencias radiotelefónicas, El reinado de Satanás, Sistemas
genialmente antisociales y El monstruo Comunista. Pero,
¿es un simple propagandista más del nacionalismo católico?
Autor de más de treinta libros, folletos, traducciones y hasta
piezas musicales, este presbítero –párroco de Villa Devoto y de
Belgrano– es uno de los primeros integrantes del clero en
expresar sus simpatías por Juan Domingo Perón, cuando el
militar aún era un ascendente miembro de la dictadura que
triunfó en 1943. Con la victoria electoral de la fórmula Perón-
Quijano, esa adhesión incondicional es premiada y en 1948 se
incorpora a
años. En otro de sus libros, El Plan Quinquenal de Perón y el
comunismo (1948), Filippo reafirma su compromiso con el ideario
justicialista, al que considera seguidor de la doctrina social
cristiana, y aprovecha para profundizar su predicación anticomunista”
(Ferrari, Ibid.).
El libro en que el cruzado anticomunista y, a la vez, ferviente
justicialista y asesor espiritual de profesión, la emprende contra
el comunismo es: El Plan Quinquenal de Perón y
el comunismo. En la tapa vemos a un
joven y viril Perón que enarbola una
bandera argentina y pisotea el célebre
“trapo rojo del comunismo”. Hoy, el
libro es una fiesta. Pero no tanto lo es si se piensa que tuvo
peso en su época y que en él abrevaron católicos como el doctor
Ivanissevich, quien, en los setenta, cuando Isabel-López
Rega lo nombran para que normalice las Universidades, el tipo
se saca una fotografía blandiendo un pico con el cual destruye
las paredes de
esos momentos, en la calle Córdoba. Ahí yo daba Historia del
pensamiento latinoamericano, una materia subversiva pues
apuntaba a ideas tan aberrantes como la unidad de América
latina “contra el imperialismo”. No, nada de eso. Asume Ottalagano,
ese hombre que, según Mariano Grondona, en una
nota de corte criminal que escribirá en 1974, es de “la estirpe
de los Lacabanne y los López Rega”. Lacabanne era el sanguinario
jefe de
estirpe, “los que hacen la tarea”, según la frase de Grondona,
los que ahora, con Ottalagano, se ponen al frente de
Ivanissevich es su efigie más pestilentemente anticomu-
II
nista, fascistoide, es colocado, por López Rega, al frente de la
tarea. Se dispone a destruir el edificio de Filosofía y Letras con
un pico. No creo que haya destruido mucho porque era un
viejo decrépito y patético que apenas si podía mantenerse en
pie. ¡Pero había asistido a Evita en sus últimos momentos!
Imaginen la escena: el opa viejo, desvencijado pero fascista
hasta el fin, fervoroso lector de Filippo, les dice a los fotógrafos:
“Tomen la foto cuando yo pegue con el pico en la pared”.
Así salió nomás: destruyendo personalmente ese antro de perdición,
ese antro anticristiano, esa cueva de criaturas del Anti-
Critsto. A la noche, para colmo, da un discurso por Radio en
cadena. Y se le caen gruesas lágrimas cuando pregunta: “¿Es
que no son hijos de madre cristiana estos muchachos?” Honestamente,
poco pensábamos en nuestras madres cristianas cuando
hacíamos lo que hacíamos. ¿En qué lenguaje venía a hablarnos
este troglodita que apenas si podía balbucear alguna que
otra huevada? ¿En qué lenguaje pretendía hablarles a los militantes
de
imagen que teníamos del peronismo. ¿Esos tipos había tenido a
su lado Eva Perón? ¿Este imbécil se había permitido la arrogancia
trágica de curarla de su cáncer? Era cierto: el doctor Ivanissevich
por ahí había envejecido mal. Pero se puede envejecer
mal para el otro lado. Uno ha encontrado en su vida a muchos
viejitos republicanos de
personas que Ivanissevich. Pero éste había envejecido para
el lado del anticomunismo troglodita, era un macartista paleolítico.
Dardo Cabo escribió en El Descamisado: “Los peronistas
podemos perder millones de votos con el discurso del doctor
Ivanissevich”. También era una frase rara: en
no les importaban mucho los votos. No, los que perdimos
fuimos nosotros. ¿Ésos habían sido los protagonistas del primer
gobierno de Perón, nacional, popular y hasta revolucionario?
Tendríamos que trabajar mucho sobre el movimiento y su sistema
de ideas si había estado en manos de gente como Ivanissevich.
Que, en gran medida, había aprendido del Padre Virgilio
Filippo. Y aquí volvemos a él. Su opus magnum, con Perón
en la tapa, de frente al futuro, bandera argentina en mano, y
trapo rojo pisoteado, era la imagen consumada, lapidaria del
panfleto anticomunista, del panfleto torpe, barato.
“EL MONSTRUO COMUNISTA”
¿Por qué leerlo? Porque no se leyó en los setenta. Estos
textos no se leían. Yo lo tenía guardado en algún rincón de
mi biblioteca porque, desde 1969, me iba a
que no está más, de la calle Talcahuano, el tipo me dejaba
bajar al sótano y ahí encontraba estas joyas. “Y bueno
–decíamos encogiéndonos de hombros–, eran las contradicciones
del peronismo. Perón juntaba todo pero lo unía por
vía de conducción.” ¡Por vía de conducción! Qué frase: Perón
había acostumbrado a medio país a ceer en ella. Porque estaba
en Madrid y manejaba todos los hilos. Bien, a meternos
un poco con Filippo. Y no crean que me estoy rajando de
Eva Perón. No, Filippo dio la última misa antes de su muerte.
La dio a pocos metros de su lecho de muerte. En la calle.
Ante miles de dolorosos morochos peronistas que sufrían la
muerte de Eva Duerte, que era, para ellos, una tragedia. Y
que era, para Perón, un hecho político.
El libro está dedicado al “señor Ministro de Guerra, Gral. D.
Humberto Sosa Molina”. Y también “a los jefes y oficiales de
las fuerzas armadas de
ideales de nuestra gloriosa tradición, contra las ideas exóticas”
(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y los comunistas,
Editorial Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 5). ¡Lo de los
“infiltrados” venía de lejos! La idea del “infiltramiento” que
Perón maneja contra
La derecha, al ser la dueña de la patria, considerará “infiltrados”,
gente de “ideas exóticas”, a los que se aparezcan con
algo distinto a lo consagrado por el poder de un país. La tradición
castiga. La tradición señala a los traidores. La tradición
denuncia a los infiltrados. Los denuncia porque traen “ideas
exóticas”, y si estas ideas son tales es porque no son las de la
tradición. ¿Cuál era la “tradición” de Filippo? Había tenido,
desde joven, diversos y godzillianos enemigos. (Nota: Sí, el
adjetivo godzilliano responde al monstruo Godzilla, un invento
de los japoneses que veían en él a derivado mutante de las
bombas de Hiroshima y Nagasaki. De aquí el dulce placer de
venganza con que ellos han de haber visto el film norteamericano,
el más perfecto, y el más caro, y el más expectacular de la
serie, como una secreta venganza, una autovenganza que los
propios yankis se infligían. De hecho, poco tiempo después, y
a raíz de los atentados a las Twin Towers, al ver correr a los
ciudadanos de Nueva York, los aplicados cinéfilos, que nos
vemos todos estos engendros norteamericanos, gritáramos:
“¡Mírenlos, corren igual que cuando Godzilla se los quiere
morfar!” Así era.) En 1936, Filippo da una serie de conferencias
radiales tituladas, no sin cierta moderación o sutileza, El
reinado de Satanás. En 1938, publica un libro, y no creo que a
favor, que se titula Los judíos, y que tiene sus buenas 210 páginas.
En 1938, cuando
Pacto Molotov-Ribbentrop (esa pestilente canallada de Stalin:
la de Ribbentrop va de suyo) Virgilio, el Cruzado, escribe El
monstruo Comunista. Y, en efecto, en 1948, publica El Plan
Quinquenal de Perón y los comunistas, del que se agotan cinco
ediciones que suman 26.000 ejemplares. Esto, insistamos, en la
Argentina de 1948. Imaginen si no es para pensar que alguna
influencia habrán tenido sobre las cabezas abiertas a las ideas
generosas, a los sentimientos puros, no alimentados por el
odio, como los del doctor Ivanissevich.
Como habrán imaginado, uno no se lee, por cuidarse la
salud, 335 páginas de este energúmeno, pero hay un apartado
exquisito. Filippo trata de demostrar cómo el comunismo se
infiltra en todas partes. ¡También en Hollywood! Pareciera raro
imaginar a semejante prelado meterse en ese ámbito de estrellas
voluptuosas, galanes viriles y fiestas bullangueras, pecaminosas,
apologías del triunfo de la carne sobre el espíritu, aquelarres
indómitos. Pero aquí está Virgilio, cricifijo en mano, dispuesto
a separar la paja del trigo. Lo único que hace el prelado es trasmitir,
de segunda mano, algunas de las noticias que el macartismo
hace correr por el mundo durante esos días. Cita al actor
Adolph Menjou: “Hollywood es uno de los principales centros
de la difusión comunista en Estados Unidos” (
mayo del cuarenta y siete. Filippo, ob. cit., p. 105). Menjou era
una perfecta basura. Un tipo que denunció a montones de
colegas. Y hasta dijo que reconocía a los comunistas “por el
olor”.
Virtud que Virgilio no reclama para sí. Por último (el tema
es encantador por su idiotez, por su bobada inexpresable,
invencible), Virgilio cita un hecho patético y divertido de la
industria de Hollywood en su aspecto más miserable. En plena
guerra, Estados Unidos, para llevar a su plenitud sus buenas
relaciones con
Unión Democrática, vean los peligros del aliadofismo!), deciden
hacer una película que exprese la bella espiritualidad del
pueblo ruso, al que los alemanes han invadido en 1941, y que
se encuentra, en esos momentos, librando feroces combates
contra las fuerzas de Hitler. La película (esto es importante)
intenta ser para
(Mrs. Miniver, con Greer Garson y Walter Pidgeon, dirigida
nada menos que por William Wyler y de 1942) fue para Gran
Bretaña, que, por ese entonces, encarnaba tanto el Bien como
los soviéticos, hasta tal punto éstos eran bendecidos por Hollywood.
Se hace la película. Y el galán Robert Taylor interpreta a
un director de orquesta que viaja a Rusia para dirigir la parte
orquestal (¿de qué?) del Concierto Nº 1 para piano y orquesta
de Tchaikovsky, adorado en ese entonces (siempre, en verdad)
por los aficionados a la música clásica y muy accesible a los
grandes públicos. O sea, si tú tienes en tu oreja un habano y te
escuchas el Nº 1 de Tchaikovsky y, aun de ese modo, sigue sin
gustarte la música clásica es que estás muerto. Llega Robert
Taylor y empieza a trabajar con la orquesta. Falta el solista, el
encargado de la muy complicada parte del piano. El solista es...
una solista. Y muy bonita. Sí, todo es previsible. El director y
la brillante pianista se enamoran. Pero se desatan las sombras
de la guerra. La película se llamó en inglés Song of Russia, pero
en
sobre la nieve. (Ya termino con esta pavada, no se preocupen.)
Las sombras de la guerra se expresan en la invasión alemana
a territorio soviético. El director y la joven pianista rusa
(que es una actriz que responde al muy eslavo nombre de
Susan Peters) se angustian mucho. Pero alguien ocupa toda la
pantalla. El solo ante un micrófono les hablará a todos los que
habitan
¿Quién es este señor? ¡Stalin! Aparece Stalin en esta pelícua
yanqui de 1943 y se lo ve como a un campesino bueno que
anuncia a su pueblo la llegada del invasor nazi y le pide sacrificios
para luchar contra él. En 1950, en pleno macartismo, el
senador McCarthy acusa a
de la película, y al actor Robert Taylor de rojos, inmundos
rojos. ¡Pero si los rusos eran nuestros aliados cuando la hicimos!,
reclaman con justicia los perjudicados. Nada, persecución,
difamación, enemigos de la libertad y la democracia americanas.
El actor Robert Taylor se salva porque delata hasta a su
perrito. Prácticamente, no hay en Hollywood alguien que no
sea comunista, menos él. El padrecito Virgilio se enfurece contra
Sombras sobre la nieve y la denuncia también como la infiltración
del comunismo en Estados Unidos. Y escribe: “Los
libretistas son en gran número comunistas infiltrados. El partido
comunista domina absolutamente
(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y
el comunismo, Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 106). Todo
esto sería por completo insustancial si Filippo no hubiera sido
quien fue. Durante los días finales de Eva Perón su figura
ocupa un lugar altamente protagónico. ¿Cuántos curas, curitas,
tipos humildes, no cavernícolas, habrían rezado, junto a los
obreros, junto a los humildes, por quien, en efecto, tanto los
amó? Sin embargo, ahí, al frente, estaba Virgilio Filippo, fascista,
falangista, nazi, macartista, enemigo de Satanás y de todas
las formas que éste asumiera sobre
judíos. Escribe Marysa Navarro: “El 20 de julio,
una misa de campaña en la avenida 9 de Julio. A pesar de
la lluvia fría que caía ese día, millares de personas se arrodillaron
frente al altar erigido al pie del Obelisco para rezar por la
salud de Evita y seguir la misa que oficiaba el diputado peronista
padre Virgilio Filippo” (Marysa Navarro, Evita, Planeta,
1994, p. 314). A metros de Filippo, por micrófono, nada
menos que Hernán Benítez, uno de los seres más cercanos a la
santidad que hayan podido existir, hablaba del sufrimiento de
los hogares obreros, porque era ahí, en ellos, donde agonizaba
Evita, que ella, decía, amaba a los obreros porque no les importaba
la lucha por el dinero, por la abundancia, que no adoptaban
los vicios “de aquellos a quienes la vida no les ha enseñado
la lección de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio” (Marysa
Navarro, Ibid., p. 314).
INTRODUCCIÓN A “MI MENSAJE”
También del Plan de Operaciones de Moreno se ha dicho que
es falso. Que no lo escribió el exaltado, el jacobino que estaba
al frente de
III
texto de Moreno no es de Moreno,
Mayo se queda sin voz. Probablemente sea más sencillo
no atribuirle el Plan de Operaciones a Moreno
que no atribuirle Mi mensaje a Evita. Se sabe: La
representación de los hacendados, por el tono, por
las ideas, poco o muy poco tiene que ver con el
Plan. Para encontrar simetrías entre el Plan y otros
textos morenianos hay que remitirse a las Instrucciones
a Castelli o, no a textos, sino a órdenes, a
decisiones extremas: el fusilamiento de Liniers en
Cabeza de Tigre. “La junta –escribe José Luis
Busaniche– derramaba así la primera sangre de
hermanos en el Río de
era el héroe de
(Busaniche, Ibid., p. 309). Durante estos días ha
sucedido un hecho editorial inesperado y altamente
positivo.
Continente han reeditado el libro de un hombre
simple, de bajo perfil, un negado, un silenciado, el
anti-Halperin Donghi, un historiador formidable
que pagó muy cara su adhesión al peronismo, a un
peronismo alejado del militarismo montonerista y
del fascismo y de la burocracia del sindicalismo y
del partido: fue silenciado por la dictadura y luego
por la academia que se constituye bajo el alfonsinismo
y cuyo poder, su sombra, todavía llega hasta
el presente. Es Salvador Ferla. Autor de dos libros
notables, suficientes para asegurar su presencia
entre los mejores historiadores argentinos, que dan
solidez a su obra: Historia argentina con drama y
humor (cuya edición corrió a cargo de Granica en
1974) y Mártires y verdugos, la insurrección de Valle
y los veintisiete fusilamientos. La actual reedición
–la del primero– es de 2007. Si todo se cumple,
será presentada en
se me pidió que actuara de presentador. Que la
presentara, en suma. Tengo una deuda con Ferla.
Cuando murió no escribí nada sobre él. Yo tenía
mi columna en Humor y era bastante leído.
Habría podido hacer un gesto que rescatara su
muerte del anonimato. No lo hice. Acaso me enteré
tarde, o por otra causa. No recuerdo. Recuerdo,
sí, que alguien que me detesta, y con quien, lejos
de tener ese sentimiento, me gustaría reunirme,
tomar ese café que tomamos los porteños para dialogar
como amigos y buscar las razones de tanta
bronca, me lo reprochó duramente desde la revista
Unidos. El texto decía que nadie se había ocupado
de escribir sobre la muerte de Ferla, “ni los humoristas”.
Eso era para mí. Porque escribía en
Humor. Uno no sabe por qué algunas personas le
tienen tanta bronca. Me refiero a Arturo Armada,
que fue el director de Envido. Cierto es que nos
peleamos en 1973. Pero estamos ligados, nada
menos, que por los años juveniles y la militancia
de esos años, embellecida sin duda porque ocurrió
en esa etapa: cuando éramos jóvenes. Como fuere,
Ferla está entre nosotros. Y se acerca mucho a
Busaniche: él también es duro con Moreno, él
también detesta el asesinato de Liniers y el capítulo
primero de Filosofía y Nación le debe algunos
tópicos importantes. Y cuando digo eso no estoy
diciendo otra cosa. Digo: importantes. Espero saldar
mi deuda con Ferla, que me pesa, presentando
esta nueva edición de su libro, que lo rescata del
olvido y que llevara a que lo lean los que hoy,
todavía, leen libros. No pocos, después de todo.)
No hay un libro que respalde el Plan. Pero están
las feroces instrucciones que Moreno da a su amigo,
también jacobino, Juan José Castelli, protagonista
excluyente de la novela de Andrés Rivera, La revolución
es un sueño eterno. Busaniche, que no le
tiene la menor simpatía a Moreno, como Ferla,
cita al jefe de
logre dejará que los soldados hagan estragos en los
vencidos para infundir el terror en los enemigos”
(Busaniche, Ibid., p. 309). Se centra Busaniche en
el Decreto de Honores y escribe: “Pero lo verdaderamente
grave, era que el Decreto de los Honores, de
una acerbidad enfermiza, de una mordacidad
extrema, produjo una profunda escisión en la opinión
pública, y la parte más popular y numerosa,
la que no vestía de fraque y levita, se inclinó hacia
el lado de Saavedra” (Busaniche, Ibid., p. 315).
No importa aquí Saavedra ni lo corto de luces ni
la falta de grandeza o de coraje con que asumió ese
respaldo de “la parte más popular y numerosa”.
Aquí nos importa señalar que el Plan de Operaciones
está dentro del espíritu moreniano. Insisto: si
no es de Moreno, ¿de quién es? ¿Quién si no
Moreno pudo escribir eso? ¿Qué Plan tuvo el
movimiento de Mayo si el de Moreno es falso? No
perdamos el tiempo. Como tampoco con el texto
de Evita, Mi mensaje. Con ella, incluso, hay cantidad
de textos con los cuales relacionarlo. Lo que
terminó por recibir el título de Historia del peronismo
y son las clases que Eva dictó en 1951 en la
Escuela Superior Peronista, en tanto Perón dictaba
las que darían forma a Conducción política, tienen
casi todo lo que se encuentra en Mi mensaje: la
pasión, el fanatismo, el odio a las jerarquías, eclesiáticas,
a los militares, a la oligarquía. Lejos de La
razón de mi vida, que empieza a gestarse por
medio de la pluma de Manuel Penella Da Silva y
que sirve a los gorilas periodísticos, como el buen
Gambini o como Osiris Troiani, que forjó
del peronismo que publica Primera Plana, esa
revista que ha permanecido entre las glorias del
periodismo argentino y que preparó, en complicidad
con los militares, el golpe de Onganía (qué
pena: unos señores tan cultos, tan educados, tan
buenas plumas, corriendo, al final, detrás del culo
del bruto de Onganía, ultracatólico, cursillista,
que habría de consagrarle el país a
esa inteligente muchachada, de su antiperonismo
feroz, que advertía, y aquí aparece su lucidez,
que el bueno de Illia no frenaba el pesadilleco
regreso de Perón –que llevaría a la negrada otra
vez a las cumbres del desprecio, y al insolente desparpajo–,
sino que lo haría el bravuconazo de
Onganía, de aquí que la intelligentzia se atara al
carro militar: ser tan, pero tan gorila siempre termina
teniendo su precio) que describen a un
Penella Da Silva leyéndole a Eva el manuscrito de
La razón de mi vida y a ella húmeda de llanto en
tanto exclama: “¡Así fue, así mismo!” Como si se
embobara porque un ultraoceánico señor con
denso acento español le escribiera páginas sentimentales
ante las que su alma simple se rendía en
lágrimas de radioteatro. Ni por asomo, señores.
“YO NO ME DEJÉ ARRANCAR EL
ALMA QUE TRAJE DE
Eva había sido clara en sus clases sobre Historia
del peronismo. Hay que buscar ahí la verosimilitud
de Mi mensaje. En cuanto a la veracidad del texto
valdrá con que diga que lo conocí de manos de
Fermín Chávez, cuando lo fui a ver para que me
ilustrara sobre algunos pasajes de la vida de Juan
Duarte, que yo ignoraba, para el film Ay Juancito.
Ahí estaban: 79 páginas y cada una llevaba la firma
de Eva Perón. De modo que no perdamos más
tiempo y metámonos en texto. Es Evita en estado
puro. Lo escribe desde su cama de moribunda. Lo
escribe cuando sabe que se muere. Que tal vez no
tendrá tiempo de escribirlo. No lo escribe, lo dicta.
Pues no le quedan fuerzas. Es el texto de una mujer
que se muere y se va de este mundo sin dejar de
decir nada. Con precisión, escribe Tomás Eloy
Martínez (un notable escritor antiperonista, que
llega a sus cimas cuando escribe sobre aquello que
sitúa en sus antípodas, menos en Santa Evita, en la
que cede, gozoso y fascinado, ante la grandeza del
personaje) escribe: “El lenguaje escrito de Eva aparece
allí (en Mi mensaje, JPF) por primera vez sin
ningún encubrimiento. Hasta el modo de ver a
Perón es otro en este libro. Perón aparece como un
cóndor que vuela en soledad, tal como sucedía en
La razón de mi vida, pero esta vez Evita, ‘a pesar
de mi pequeñez’, decide acompañarlo (...) Eva se
sitúa por primera vez en un plano superior: ella es
la que cuida de Perón y del pueblo, ella es la que
desenmascara a los enemigos, por primera vez reivindica
su fanatismo (...) Hay una declaración
incesante de rebeldía, de sublevación contra la
injusticia. Y en ese campo, el pueblo aparece como
valor supremo, por encima de Perón (...) En Mi
mensaje no hay lugar para la representación, para
el simulacro, para la confusión de papeles. Eva es
ella misma, sin mediadores” (Tomás Eloy Martínez,
“El libro secreto de Evita”, Nº 328, revista Humor,
octubre de 1992).
Mi mensaje se escribe ante la presencia de la
muerte. La situación tiene algo de teatralidad shakespereana.
ha cedido, generosa, un tiempo a esa mujer para
que se exprese por última vez. Pero las dos se ven y
saben que comparten la misma habitación. Eva ve
a
según dije, fue dictado a un par de amanuenses,
de escribientes, a un par de laboriosos Bartlebys
que sí, que prefirieron hacerlo (Nota: Ver la
notable edición de Bartleby, el escribiente de Editorial
Pre-textos, Valencia, 2005, con textos adicionales
de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José
Luis Pardo). Se dictó entre marzo y junio de
1952. Eva pesaba 38 kilos.
“Durante las horas de mi enfermedad (...) tengo
que escribir una vez más” (Eva Perón, Mi mensaje,
Futuro, Buenos Aires, p. 31). ¿Por qué una vez
más? Porque no ha escrito nunca. Pueden tomarse
como textos sus clases en
o sus discursos. Pero éste, Mi mensaje, es un
texto escrito. Lo dicta porque sus fuerzas no le dan,
pero, dictándolo, lo escribe. “No quiero recibir ya
ningún elogio. Me tienen sin cuidado los odios y las
alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza
de los explotadores (...) Quiero decirles la verdad
que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue
capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la
verdad. Porque todos los que salieron del pueblo
para recorrer mi camino no regresaron nunca. Se
dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de
las alturas y se quedaron ahí para gozar de la mentira”
(Ibid., p. 32). No quiere recibir nada de los que
pertenecen “a la raza de los explotadores”. Sólo se
ha hecho Cenicienta principesca para seguir la farsa,
para conocer desde adentro la verdad de lo que ahora
se prepara a denunciar. Y, con toda claridad, lúcidamente,
pero sin referenciarse a ninguna Cenicienta,
establece su diferencia con todas ellas. Todas las trepadoras
(tal como las ve la célebre ópera-rock) se fueron
para no volver. Cenicienta no regresará, no sólo
a la casa en que la explotaban, sino al espacio existencial
de los explotados, para ayudarlos. Esa frase,
perdón por insistir en ella, es una joya, define por
completo al personaje que tratamos: sabe que salió
del pueblo, sabe que todos los que salen de ahí
(desde las humildes niñas de los tangos hasta los
políticos y, muy claramente, los sindicalistas) salen
para no volver. En Eva hay un viaje de ida (ascenso)
y un viaje de vuelta (retorno hacia la pobreza, para
unirse al destino de quienes la sufren y ayudarlos).
Ella no se queda en lo alto. Ahí se cumple la fantasía
“maravillosa” del trepador. Ella no lo es. Quedarse
en lo alto es “gozar de la mentira”. Hay dos
niveles en que la realidad (o el Ser) se escinde: está
el arriba. Arriba hay fantasías. Hay maravillas. Las
fantasías se realizan. Pero son vanas. No son auténticas.
Son frágiles, de papel. “De una noche”, como
dice el tango. Y está el abajo. Abajo está la pobreza,
el dolor de la escasez. O, por decirlo con la excepcional
categoría de
abajo está la rareza. No hay para todos. Lo raro,
entendido como escaso, como ausencia, como
carencia (no alla Lacan), es, sin más, lo que no hay.
Lo que constituye a los pobres en tanto víctimas de
la rareza es que no hay para todos. El viaje de Evita
“hacia abajo” tiene el sentido de emprender una
lucha contra la rareza. Derrotarla: tiene que haber
para todos. O, por lo menos, tiene que desaparecer
la rareza. Aquello de lo que se carece debe ser posible.
No es lo absolutamente raro, escaso. Es lo que
aún no se tiene. Pero se tendrá. La posibilidad de su
tenencia está abierta. El viaje de descenso de Eva
cobra el sentido de una búsqueda de la plenitud
para los otros. Es un viaje hacia los pobres y hacia la
pobreza. Un viaje para derrotar la pobreza y para
hacer de los pobres otra cosa. No hombres hundidos
en el mundo de lo escaso. Tampoco habitantes del
territorio de la abundancia. (Recordemos las palabras
del padre Benítez: Eva ha enseñado “la lección
de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio”.) Sino
hombres pertenecientes al universo de la justicia
social. Es la justicia social la que erradicará a la rareza.
Ya no será raro tener una plancha, una heladera,
una máquina de coser, una casa propia. La rareza
retrocede. Hay una lucha: tanto retrocede la rareza
como la justicia social avanza. Como parte de esa
lucha Eva se constituye. Deja de ser una bastarda.
Ahora es, definitivamente, lo que buscó ser. Ahora
pertenece a los pobres y su fin es sacarlos de la
pobreza. Para eso deberá ser parte de ellos. Eva
encuentra el ser en el ser de los que quiere ayudar y,
para hacerlo, se torna como ellos, se hace parte de
ellos. Es como ellos. Si lo es, es porque no se dejó
tentar por las alturas. Porque no se quedó ahí,
maravillada, para gozar de la mentira. No: “Yo no
me dejé arrancar el alma que traje de la calle (...)
Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo
y pude ver sus grandezas” (Ibid., p. 33). Esta
última frase es perfecta, tiene una precisión inusual.
Discépolo la habría firmado.