sábado, 16 de agosto de 2008

FILOSOFÍA POLÍTICA DEL PERONISMO - CLASE-18 - José P. Feinmann.-




José Pablo Feinmann


Filosofía política del Peronismo

Página/12

18 Eva Perón, “Mi mensaje”


“¡PERÓN... Y ASUNTO ARREGLAO!”

No podemos completar el cuadro de los propagandistas

o los escribas del peronismo sin una

referencia a un personaje poco conocido, para

nada recordado, pero relevante en el armado

conceptual, siempre agresivo del movimiento.

Era un gobierno que usaba, para sus fines, todo lo que tenía a

mano, todo lo que navegaba en la dirección de sus vientos.

Algunos, incluso, creaban esos vientos. Siguiendo siempre los

de Perón, el huracán que agitaba las aguas. Esos propagandistas

dispusieron de los medios de comunicación para expresar

un ideario con el que el justicialismo coincidía en totalidad o

disentía a lo sumo en matices, a los cuales agregaba, en una

actitud muy de Perón, otros matices de otros conversadores

mediáticos o “escritores obedientes”, que son la negación del

escritor, pero que siempre sirven a los regímenes de turno. He

empleado la palabra régimen con relación al peronismo. Creo

que sería arduo desmentirla. Con admirable velocidad y con

escasas vacilaciones, el primer peronismo organizó el país a su

imagen y semejanza. No hubo un lugar en que su presencia no

se hiciera sentir. Esta omnipresencia se unía al silenciamiento

de toda voz disidente. Lo que finalmente dibujaba la fisonomía

de un régimen, de un sistema político ampliamente abarcativo,

que imponía su visión del mundo en todos los ámbitos

y, a la vez, en todos ellos silenciaba la de los otros. El peronismo,

en lo cultural, en lo universitario, en lo mediático, fue claramente

autoritario. Para los jóvenes de los setenta éste era

uno de sus rostros más claramente revolucionarios. Se había

atrevido a silenciar a la oligarquía. Recuerdo la sorpresa o ironía

de algunos jóvenes de los ’80 cuando uno les informaba

que en los ’70 (irritantes para ellos), al discutir con el antiperonismo

de izquierda, se utilizaba el cierre de La Prensa como

un elemento sin duda revolucionario del primer peronismo.

“¿No ven? Cerró el diario de la oligarquía.”

Tal como –es absolutamente cierto– la oligarquía había silenciado

siempre a sus adversarios, que apenas si tenían medios

para sacar un pasquín, y, si lo sacaban, la policía de Ramón

Falcón o del hijo de Leopoldo Lugones, con esa picana cuya

invención le pertenece, tomaba cartas en el asunto. La democracia

no era un asunto argentino. Zoilo Laguna, a quien soy el

único que cita, tiene un folleto (que, aquí está el misterio, también

tal vez sea yo el único que lo tiene) cuyo nombre es Se vienen

las votaciones. Y habla de lo que el pasado era para los

pobres. Habla de la palabra Libertad con la que tanto se llena la

boca el liberalismo oligárquico: “¡Libertá!/ Si habrán hablao

d’ella en otras ocasiones/ ganando las elesiones a garrotazo

pelao/ libertá de andar tirao/ sin techo pan ni trabajo/ Ésa era

pa’los de abajo la libertá/ del pasao”. Y Laguna decía qué era lo

que había que hacer en las votaciones que se advenían, las de

febrero del ’46: “Sin asco a darle cruazo/ que en esta tierra el

destino/ tiene ya un nombre argentino/ ¡Perón... y asunto arreglao!”

Asoma aquí esa faceta fundamental del pueblo peronista.

La que dijimos: las cosas bajan desde la conducción. El pueblo

las recibe con alegría. Pero no es formado ni para defenderlas

ni para luchar por ellas. Esa tarea se deposita en Perón. Zoilo

Laguna lo dice: “¡Perón... y asunto arreglao!” Siempre fue así:

“¡Perón... y asunto arreglao!” Hasta que no alcanzó. Hasta que

Perón se fue y el asunto ya no tuvo arreglo. En el momento de

entrar a analizar la sombría figura del padre Virgilio Filippo –es

de él de quien empezamos a hablar– retorno sobre algo: esa

picana eléctrica que todos esos libros gorilo-periodísticos se

abisman en ubicar en las manos de los hermanos Cardozo o el

Comisario Lombilla la inventó –como muy bien se sabe, por

otra parte– el hijo del poeta Lugones. Una relación interesante

entre este padre y este hijo. En 1924, en Lima, celebrando el

centenario de la batalla de Ayacucho, que culminó la liberación

de América latina bajo la espada, bajo la conducción del glorioso

Mariscal Sucre, una de las figuras más puras de nuestra independencia,

asesinado vilmente, cuando volvía casi sin custodia,

para su casa por los enemigos de la unidad latinoamericana,

Leopoldo Lugones dijo su célebre discurso: “Ha sonado otra

vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Y aquí, en

Buenos Aires, en tanto su padre desenvainaba la espada en

Lima, el hijo ideaba su propia espada, la picana eléctrica “para

bien del mundo”. Lugones (hijo) no justifica a los Lombilla o a

los Cardozo, pero no se hagan los distraídos: son muy pocos los

horrores argentinos no inventados por el eterno poder de la oligarquía

o las masacres llevadas a cabo por ese mismo poder e

insuperadas por las famosas “tiranías”.

VIRGILIO FILIPPO:

EL REINADO DE SATANÁS

Pero tenemos que detenernos en la figura del Padre Virgilio

Filippo. Eva Perón murió con la cercanía de dos clérigos. Uno,

el fascista Filippo. El otro, Hernán Benítez, que, en los setenta,

habría de salir a pedirle a Perón que no desautorizara a la guerrilla.

Cierta tarde lo fuimos a ver con algunos compañeros de

Envido y nos largó una larga parrafada sobre la cuestión: si

Perón le hacía caso a la dictadura de Lanusse y desautorizaba a

la guerrilla, estaba liquidado. Filippo, otra cosa. Era fascista,

pero en serio: fascista, fascista. Y era peronista. Y peor: Perón, a

poco de asumir su gobierno, en 1946, lo nombra... ¡Adjunto

Eclesiástico a la Presidencia de la Nación! Entre tanto, los

muchachos de FORJA, los Scalabrini, los Jauretche, los Manzi

o el más que talentoso, probablemente genial, autor del Adán

Buenosayres, no eran convocados. Perón elegía escritores, intelectuales

cortesanos. A los otros, les desconfiaba. Después de

todo, con él, para pensar, ya nada más se requería. Marechal

languidecía en puestos no deleznables pero poco eficaces del

ámbito educativo. La Universidad era tierra tomada por Santo

Tomás, por las esencias, por el catolicismo ultramontano y los

grupos falangistas. No es posible evitar a Virgilio Filippo. Además

sería incorrecto. Que lo haga un peronista que quiere contar

la historia rosa de su movimiento, vaya y pase. Pero se equivoca:

una historia, aunque uno esté con una parte de su corazón

puesta en ella, se cuenta con sus luces y sus sombras. Hay

un riesgo. Todo relato es un viaje. Al final es posible que seamos

otros. O se acepta ese riesgo o uno no se mete en el relato.

Horacio González da en el clavo cuando detecta la pasión de

lo conspirativo como eso que consituía a Filippo: “No creo ser

inexacto si digo que Filippo actuó lunáticamente y que en su

papel de exaltado guerrero de la fe había en él algo de ‘crasa

teología absurda’ tal como el cineasta Glauber Rocha llegó a

ver en el militante católico brasilero Gustavo Corcâo (...) Su

especialidad era la denuncia de la gran conspiración y sus reclamos

de represión hasta podrían ser un añadido baladí en la

providencialista tarea del cruzado. Ciertamente, el cura de Belgrano

fue un hombre prolífico y combatiente, atrabiliario

maestro conspirador y a la vez caprichoso detector de conspiraciones”

(Horacio González, Filosofía de la conspiración, marxistas,

peronistas y carbonarios, Colihue, Buenos Aires, 2004, p.

156). ¿Cómo no habría de encontrar un tipo como Filippo,

que estaba un poco loco, por decirlo claro, pero lo estaba de un

modo peligroso, es decir, lo estaba para los demás, una conspiración

feroz en el comunismo internacional?

Retrocedamos pero para regresar con más fuerza, más datos.

Virgilio Filippo (1896-1969) empieza a arrojar por medio de

los micrófonos de Radio Sarmiento de Buenos Aires la preocupación

de su Iglesia Católica acerca de la trágica situación que

se vivía en el plano internacional, y de la que Argentina, siempre

lejana a todo, debía sentirse preocupada. A ello la impelía el

prelado. El libro Habla el Padre Filippo tiene 352 páginas de

fobias, de paranoia, de antisemitismo, de nacionalismo ramplón,

pero altamente peligroso. Al cabo, el nacionalismo suele

ser ramplón, soez (ésta es la palabra: soez) y cuando se centra en

esta modalidad expresiva más peligroso se torna. Filippo

encuentra de inmediato el mal que el mundo padece. Es el

comunismo. Escribe el periodista y escritor Germán Ferrari:

“Son elocuentes las menciones a ‘el judío Lenín’ (páginas 8,

23), ‘el judío Marx’ (55, 255, 279, 296, 344), ‘el judío Sigmund

Freud’ (16), ‘la España Roja’ (123, 144, 208, 222), ‘la

infame Revolución Francesa’ (23), ‘la inquina roja argentina’

(102). Desde su catolicismo, Filippo embiste contra las bases

ideológicas del sistema soviético, con una mezcla de datos irrefutables

y contundentes, y visiones apocalípticas e intencionadas.

Cuestiona el ‘totalitarismo destructor’, los ‘asesinatos en

masa llamados depuraciones’, los ataques hacia la familia, pero

no hace ni una sola mención del nazismo y el fascismo. Ni

Hitler ni Mussolini son nombrados en sus discursos radiales.

Franco es elogiado en un breve párrafo referido a la defensa de

la religión” (Germán Ferrari, “Habla el padre Filippo”, Todo es

Historia, N° 451, Buenos Aires, 2005.). Sigue Ferrari (que es

uno de los pocos en preocuparse de este siniestro personaje

que, se sepa o no, fue asesor espiritual de Eva Perón y, a partir

de 1946, como ha sido dicho, Adjunto Eclesiástico a la Presidencia

de la Nación, nombrado por el general de las infinitas y con

frecuencia agobiantes contradicciones): “Filippo es un pionero

en usar la radio con fines político-religiosos: a partir de 1935

publica Conferencias radiotelefónicas, El reinado de Satanás, Sistemas

genialmente antisociales y El monstruo Comunista. Pero,

¿es un simple propagandista más del nacionalismo católico?

Autor de más de treinta libros, folletos, traducciones y hasta

piezas musicales, este presbítero –párroco de Villa Devoto y de

Belgrano– es uno de los primeros integrantes del clero en

expresar sus simpatías por Juan Domingo Perón, cuando el

militar aún era un ascendente miembro de la dictadura que

triunfó en 1943. Con la victoria electoral de la fórmula Perón-

Quijano, esa adhesión incondicional es premiada y en 1948 se

incorpora a la Cámara de Diputados por un período de cuatro

años. En otro de sus libros, El Plan Quinquenal de Perón y el

comunismo (1948), Filippo reafirma su compromiso con el ideario

justicialista, al que considera seguidor de la doctrina social

cristiana, y aprovecha para profundizar su predicación anticomunista”

(Ferrari, Ibid.).

El libro en que el cruzado anticomunista y, a la vez, ferviente

justicialista y asesor espiritual de profesión, la emprende contra

el comunismo es: El Plan Quinquenal de Perón y

el comunismo. En la tapa vemos a un

joven y viril Perón que enarbola una

bandera argentina y pisotea el célebre

“trapo rojo del comunismo”. Hoy, el

libro es una fiesta. Pero no tanto lo es si se piensa que tuvo

peso en su época y que en él abrevaron católicos como el doctor

Ivanissevich, quien, en los setenta, cuando Isabel-López

Rega lo nombran para que normalice las Universidades, el tipo

se saca una fotografía blandiendo un pico con el cual destruye

las paredes de la Facultad de Filosofía y Letras, que se erigía, en

esos momentos, en la calle Córdoba. Ahí yo daba Historia del

pensamiento latinoamericano, una materia subversiva pues

apuntaba a ideas tan aberrantes como la unidad de América

latina “contra el imperialismo”. No, nada de eso. Asume Ottalagano,

ese hombre que, según Mariano Grondona, en una

nota de corte criminal que escribirá en 1974, es de “la estirpe

de los Lacabanne y los López Rega”. Lacabanne era el sanguinario

jefe de la Triple A en Córdoba. Son los hombres de esa

estirpe, “los que hacen la tarea”, según la frase de Grondona,

los que ahora, con Ottalagano, se ponen al frente de la Universidad.

Ivanissevich es su efigie más pestilentemente anticomu-

II

nista, fascistoide, es colocado, por López Rega, al frente de la

tarea. Se dispone a destruir el edificio de Filosofía y Letras con

un pico. No creo que haya destruido mucho porque era un

viejo decrépito y patético que apenas si podía mantenerse en

pie. ¡Pero había asistido a Evita en sus últimos momentos!

Imaginen la escena: el opa viejo, desvencijado pero fascista

hasta el fin, fervoroso lector de Filippo, les dice a los fotógrafos:

“Tomen la foto cuando yo pegue con el pico en la pared”.

Así salió nomás: destruyendo personalmente ese antro de perdición,

ese antro anticristiano, esa cueva de criaturas del Anti-

Critsto. A la noche, para colmo, da un discurso por Radio en

cadena. Y se le caen gruesas lágrimas cuando pregunta: “¿Es

que no son hijos de madre cristiana estos muchachos?” Honestamente,

poco pensábamos en nuestras madres cristianas cuando

hacíamos lo que hacíamos. ¿En qué lenguaje venía a hablarnos

este troglodita que apenas si podía balbucear alguna que

otra huevada? ¿En qué lenguaje pretendía hablarles a los militantes

de la JP? Horrible, patético, duro, desalentador para la

imagen que teníamos del peronismo. ¿Esos tipos había tenido a

su lado Eva Perón? ¿Este imbécil se había permitido la arrogancia

trágica de curarla de su cáncer? Era cierto: el doctor Ivanissevich

por ahí había envejecido mal. Pero se puede envejecer

mal para el otro lado. Uno ha encontrado en su vida a muchos

viejitos republicanos de la Guerra Cívil Española. Y eran mejores

personas que Ivanissevich. Pero éste había envejecido para

el lado del anticomunismo troglodita, era un macartista paleolítico.

Dardo Cabo escribió en El Descamisado: “Los peronistas

podemos perder millones de votos con el discurso del doctor

Ivanissevich”. También era una frase rara: en 1974, a los montos,

no les importaban mucho los votos. No, los que perdimos

fuimos nosotros. ¿Ésos habían sido los protagonistas del primer

gobierno de Perón, nacional, popular y hasta revolucionario?

Tendríamos que trabajar mucho sobre el movimiento y su sistema

de ideas si había estado en manos de gente como Ivanissevich.

Que, en gran medida, había aprendido del Padre Virgilio

Filippo. Y aquí volvemos a él. Su opus magnum, con Perón

en la tapa, de frente al futuro, bandera argentina en mano, y

trapo rojo pisoteado, era la imagen consumada, lapidaria del

panfleto anticomunista, del panfleto torpe, barato.

“EL MONSTRUO COMUNISTA”

¿Por qué leerlo? Porque no se leyó en los setenta. Estos

textos no se leían. Yo lo tenía guardado en algún rincón de

mi biblioteca porque, desde 1969, me iba a la Librería Platero,

que no está más, de la calle Talcahuano, el tipo me dejaba

bajar al sótano y ahí encontraba estas joyas. “Y bueno

–decíamos encogiéndonos de hombros–, eran las contradicciones

del peronismo. Perón juntaba todo pero lo unía por

vía de conducción.” ¡Por vía de conducción! Qué frase: Perón

había acostumbrado a medio país a ceer en ella. Porque estaba

en Madrid y manejaba todos los hilos. Bien, a meternos

un poco con Filippo. Y no crean que me estoy rajando de

Eva Perón. No, Filippo dio la última misa antes de su muerte.

La dio a pocos metros de su lecho de muerte. En la calle.

Ante miles de dolorosos morochos peronistas que sufrían la

muerte de Eva Duerte, que era, para ellos, una tragedia. Y

que era, para Perón, un hecho político.

El libro está dedicado al “señor Ministro de Guerra, Gral. D.

Humberto Sosa Molina”. Y también “a los jefes y oficiales de

las fuerzas armadas de la Nación Argentina que (...) arbólanlos

ideales de nuestra gloriosa tradición, contra las ideas exóticas”

(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y los comunistas,

Editorial Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 5). ¡Lo de los

“infiltrados” venía de lejos! La idea del “infiltramiento” que

Perón maneja contra la JP es una idea tradicional de la derecha.

La derecha, al ser la dueña de la patria, considerará “infiltrados”,

gente de “ideas exóticas”, a los que se aparezcan con

algo distinto a lo consagrado por el poder de un país. La tradición

castiga. La tradición señala a los traidores. La tradición

denuncia a los infiltrados. Los denuncia porque traen “ideas

exóticas”, y si estas ideas son tales es porque no son las de la

tradición. ¿Cuál era la “tradición” de Filippo? Había tenido,

desde joven, diversos y godzillianos enemigos. (Nota: Sí, el

adjetivo godzilliano responde al monstruo Godzilla, un invento

de los japoneses que veían en él a derivado mutante de las

bombas de Hiroshima y Nagasaki. De aquí el dulce placer de

venganza con que ellos han de haber visto el film norteamericano,

el más perfecto, y el más caro, y el más expectacular de la

serie, como una secreta venganza, una autovenganza que los

propios yankis se infligían. De hecho, poco tiempo después, y

a raíz de los atentados a las Twin Towers, al ver correr a los

ciudadanos de Nueva York, los aplicados cinéfilos, que nos

vemos todos estos engendros norteamericanos, gritáramos:

“¡Mírenlos, corren igual que cuando Godzilla se los quiere

morfar!” Así era.) En 1936, Filippo da una serie de conferencias

radiales tituladas, no sin cierta moderación o sutileza, El

reinado de Satanás. En 1938, publica un libro, y no creo que a

favor, que se titula Los judíos, y que tiene sus buenas 210 páginas.

En 1938, cuando la Unión Soviética se preparaba para el

Pacto Molotov-Ribbentrop (esa pestilente canallada de Stalin:

la de Ribbentrop va de suyo) Virgilio, el Cruzado, escribe El

monstruo Comunista. Y, en efecto, en 1948, publica El Plan

Quinquenal de Perón y los comunistas, del que se agotan cinco

ediciones que suman 26.000 ejemplares. Esto, insistamos, en la

Argentina de 1948. Imaginen si no es para pensar que alguna

influencia habrán tenido sobre las cabezas abiertas a las ideas

generosas, a los sentimientos puros, no alimentados por el

odio, como los del doctor Ivanissevich.

Como habrán imaginado, uno no se lee, por cuidarse la

salud, 335 páginas de este energúmeno, pero hay un apartado

exquisito. Filippo trata de demostrar cómo el comunismo se

infiltra en todas partes. ¡También en Hollywood! Pareciera raro

imaginar a semejante prelado meterse en ese ámbito de estrellas

voluptuosas, galanes viriles y fiestas bullangueras, pecaminosas,

apologías del triunfo de la carne sobre el espíritu, aquelarres

indómitos. Pero aquí está Virgilio, cricifijo en mano, dispuesto

a separar la paja del trigo. Lo único que hace el prelado es trasmitir,

de segunda mano, algunas de las noticias que el macartismo

hace correr por el mundo durante esos días. Cita al actor

Adolph Menjou: “Hollywood es uno de los principales centros

de la difusión comunista en Estados Unidos” (La Razón, 16 de

mayo del cuarenta y siete. Filippo, ob. cit., p. 105). Menjou era

una perfecta basura. Un tipo que denunció a montones de

colegas. Y hasta dijo que reconocía a los comunistas “por el

olor”.

Virtud que Virgilio no reclama para sí. Por último (el tema

es encantador por su idiotez, por su bobada inexpresable,

invencible), Virgilio cita un hecho patético y divertido de la

industria de Hollywood en su aspecto más miserable. En plena

guerra, Estados Unidos, para llevar a su plenitud sus buenas

relaciones con la Unión Soviética, su aliado (¡oh, señores de la

Unión Democrática, vean los peligros del aliadofismo!), deciden

hacer una película que exprese la bella espiritualidad del

pueblo ruso, al que los alemanes han invadido en 1941, y que

se encuentra, en esos momentos, librando feroces combates

contra las fuerzas de Hitler. La película (esto es importante)

intenta ser para la Unión Soviética lo que Rosa de abolengo

(Mrs. Miniver, con Greer Garson y Walter Pidgeon, dirigida

nada menos que por William Wyler y de 1942) fue para Gran

Bretaña, que, por ese entonces, encarnaba tanto el Bien como

los soviéticos, hasta tal punto éstos eran bendecidos por Hollywood.

Se hace la película. Y el galán Robert Taylor interpreta a

un director de orquesta que viaja a Rusia para dirigir la parte

orquestal (¿de qué?) del Concierto Nº 1 para piano y orquesta

de Tchaikovsky, adorado en ese entonces (siempre, en verdad)

por los aficionados a la música clásica y muy accesible a los

grandes públicos. O sea, si tú tienes en tu oreja un habano y te

escuchas el Nº 1 de Tchaikovsky y, aun de ese modo, sigue sin

gustarte la música clásica es que estás muerto. Llega Robert

Taylor y empieza a trabajar con la orquesta. Falta el solista, el

encargado de la muy complicada parte del piano. El solista es...

una solista. Y muy bonita. Sí, todo es previsible. El director y

la brillante pianista se enamoran. Pero se desatan las sombras

de la guerra. La película se llamó en inglés Song of Russia, pero

en la Argentina se conoció bajo el más expresivo título de Sombras

sobre la nieve. (Ya termino con esta pavada, no se preocupen.)

Las sombras de la guerra se expresan en la invasión alemana

a territorio soviético. El director y la joven pianista rusa

(que es una actriz que responde al muy eslavo nombre de

Susan Peters) se angustian mucho. Pero alguien ocupa toda la

pantalla. El solo ante un micrófono les hablará a todos los que

habitan la Santa Tierra Rusa, esa madrecita que a todos contiene.

¿Quién es este señor? ¡Stalin! Aparece Stalin en esta pelícua

yanqui de 1943 y se lo ve como a un campesino bueno que

anuncia a su pueblo la llegada del invasor nazi y le pide sacrificios

para luchar contra él. En 1950, en pleno macartismo, el

senador McCarthy acusa a la Metro Goldwyn Mayer, productora

de la película, y al actor Robert Taylor de rojos, inmundos

rojos. ¡Pero si los rusos eran nuestros aliados cuando la hicimos!,

reclaman con justicia los perjudicados. Nada, persecución,

difamación, enemigos de la libertad y la democracia americanas.

El actor Robert Taylor se salva porque delata hasta a su

perrito. Prácticamente, no hay en Hollywood alguien que no

sea comunista, menos él. El padrecito Virgilio se enfurece contra

Sombras sobre la nieve y la denuncia también como la infiltración

del comunismo en Estados Unidos. Y escribe: “Los

libretistas son en gran número comunistas infiltrados. El partido

comunista domina absolutamente la Unión de escritores cinematográficos”

(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y

el comunismo, Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 106). Todo

esto sería por completo insustancial si Filippo no hubiera sido

quien fue. Durante los días finales de Eva Perón su figura

ocupa un lugar altamente protagónico. ¿Cuántos curas, curitas,

tipos humildes, no cavernícolas, habrían rezado, junto a los

obreros, junto a los humildes, por quien, en efecto, tanto los

amó? Sin embargo, ahí, al frente, estaba Virgilio Filippo, fascista,

falangista, nazi, macartista, enemigo de Satanás y de todas

las formas que éste asumiera sobre la Tierra. Hasta enemigo de

la Metro Goldwyn Mayer, a la que consideraría un Imperio de

judíos. Escribe Marysa Navarro: “El 20 de julio, la CGT patrocinó

una misa de campaña en la avenida 9 de Julio. A pesar de

la lluvia fría que caía ese día, millares de personas se arrodillaron

frente al altar erigido al pie del Obelisco para rezar por la

salud de Evita y seguir la misa que oficiaba el diputado peronista

padre Virgilio Filippo” (Marysa Navarro, Evita, Planeta,

1994, p. 314). A metros de Filippo, por micrófono, nada

menos que Hernán Benítez, uno de los seres más cercanos a la

santidad que hayan podido existir, hablaba del sufrimiento de

los hogares obreros, porque era ahí, en ellos, donde agonizaba

Evita, que ella, decía, amaba a los obreros porque no les importaba

la lucha por el dinero, por la abundancia, que no adoptaban

los vicios “de aquellos a quienes la vida no les ha enseñado

la lección de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio” (Marysa

Navarro, Ibid., p. 314).

INTRODUCCIÓN A “MI MENSAJE”

También del Plan de Operaciones de Moreno se ha dicho que

es falso. Que no lo escribió el exaltado, el jacobino que estaba

al frente de la Junta de Mayo. Si el texto de Moreno es falso, si el

III

texto de Moreno no es de Moreno, la Revolución de

Mayo se queda sin voz. Probablemente sea más sencillo

no atribuirle el Plan de Operaciones a Moreno

que no atribuirle Mi mensaje a Evita. Se sabe: La

representación de los hacendados, por el tono, por

las ideas, poco o muy poco tiene que ver con el

Plan. Para encontrar simetrías entre el Plan y otros

textos morenianos hay que remitirse a las Instrucciones

a Castelli o, no a textos, sino a órdenes, a

decisiones extremas: el fusilamiento de Liniers en

Cabeza de Tigre. “La junta –escribe José Luis

Busaniche– derramaba así la primera sangre de

hermanos en el Río de la Plata y la primera víctima

era el héroe de la Reconquista y de la Defensa

(Busaniche, Ibid., p. 309). Durante estos días ha

sucedido un hecho editorial inesperado y altamente

positivo. La Editorial Peña Lillo y Ediciones

Continente han reeditado el libro de un hombre

simple, de bajo perfil, un negado, un silenciado, el

anti-Halperin Donghi, un historiador formidable

que pagó muy cara su adhesión al peronismo, a un

peronismo alejado del militarismo montonerista y

del fascismo y de la burocracia del sindicalismo y

del partido: fue silenciado por la dictadura y luego

por la academia que se constituye bajo el alfonsinismo

y cuyo poder, su sombra, todavía llega hasta

el presente. Es Salvador Ferla. Autor de dos libros

notables, suficientes para asegurar su presencia

entre los mejores historiadores argentinos, que dan

solidez a su obra: Historia argentina con drama y

humor (cuya edición corrió a cargo de Granica en

1974) y Mártires y verdugos, la insurrección de Valle

y los veintisiete fusilamientos. La actual reedición

–la del primero– es de 2007. Si todo se cumple,

será presentada en la Feria del Libro de este año y

se me pidió que actuara de presentador. Que la

presentara, en suma. Tengo una deuda con Ferla.

Cuando murió no escribí nada sobre él. Yo tenía

mi columna en Humor y era bastante leído.

Habría podido hacer un gesto que rescatara su

muerte del anonimato. No lo hice. Acaso me enteré

tarde, o por otra causa. No recuerdo. Recuerdo,

sí, que alguien que me detesta, y con quien, lejos

de tener ese sentimiento, me gustaría reunirme,

tomar ese café que tomamos los porteños para dialogar

como amigos y buscar las razones de tanta

bronca, me lo reprochó duramente desde la revista

Unidos. El texto decía que nadie se había ocupado

de escribir sobre la muerte de Ferla, “ni los humoristas”.

Eso era para mí. Porque escribía en

Humor. Uno no sabe por qué algunas personas le

tienen tanta bronca. Me refiero a Arturo Armada,

que fue el director de Envido. Cierto es que nos

peleamos en 1973. Pero estamos ligados, nada

menos, que por los años juveniles y la militancia

de esos años, embellecida sin duda porque ocurrió

en esa etapa: cuando éramos jóvenes. Como fuere,

Ferla está entre nosotros. Y se acerca mucho a

Busaniche: él también es duro con Moreno, él

también detesta el asesinato de Liniers y el capítulo

primero de Filosofía y Nación le debe algunos

tópicos importantes. Y cuando digo eso no estoy

diciendo otra cosa. Digo: importantes. Espero saldar

mi deuda con Ferla, que me pesa, presentando

esta nueva edición de su libro, que lo rescata del

olvido y que llevara a que lo lean los que hoy,

todavía, leen libros. No pocos, después de todo.)

No hay un libro que respalde el Plan. Pero están

las feroces instrucciones que Moreno da a su amigo,

también jacobino, Juan José Castelli, protagonista

excluyente de la novela de Andrés Rivera, La revolución

es un sueño eterno. Busaniche, que no le

tiene la menor simpatía a Moreno, como Ferla,

cita al jefe de la Junta: “En la primera victoria que

logre dejará que los soldados hagan estragos en los

vencidos para infundir el terror en los enemigos”

(Busaniche, Ibid., p. 309). Se centra Busaniche en

el Decreto de Honores y escribe: “Pero lo verdaderamente

grave, era que el Decreto de los Honores, de

una acerbidad enfermiza, de una mordacidad

extrema, produjo una profunda escisión en la opinión

pública, y la parte más popular y numerosa,

la que no vestía de fraque y levita, se inclinó hacia

el lado de Saavedra” (Busaniche, Ibid., p. 315).

No importa aquí Saavedra ni lo corto de luces ni

la falta de grandeza o de coraje con que asumió ese

respaldo de “la parte más popular y numerosa”.

Aquí nos importa señalar que el Plan de Operaciones

está dentro del espíritu moreniano. Insisto: si

no es de Moreno, ¿de quién es? ¿Quién si no

Moreno pudo escribir eso? ¿Qué Plan tuvo el

movimiento de Mayo si el de Moreno es falso? No

perdamos el tiempo. Como tampoco con el texto

de Evita, Mi mensaje. Con ella, incluso, hay cantidad

de textos con los cuales relacionarlo. Lo que

terminó por recibir el título de Historia del peronismo

y son las clases que Eva dictó en 1951 en la

Escuela Superior Peronista, en tanto Perón dictaba

las que darían forma a Conducción política, tienen

casi todo lo que se encuentra en Mi mensaje: la

pasión, el fanatismo, el odio a las jerarquías, eclesiáticas,

a los militares, a la oligarquía. Lejos de La

razón de mi vida, que empieza a gestarse por

medio de la pluma de Manuel Penella Da Silva y

que sirve a los gorilas periodísticos, como el buen

Gambini o como Osiris Troiani, que forjó la Historia

del peronismo que publica Primera Plana, esa

revista que ha permanecido entre las glorias del

periodismo argentino y que preparó, en complicidad

con los militares, el golpe de Onganía (qué

pena: unos señores tan cultos, tan educados, tan

buenas plumas, corriendo, al final, detrás del culo

del bruto de Onganía, ultracatólico, cursillista,

que habría de consagrarle el país a la Virgen; víctima,

esa inteligente muchachada, de su antiperonismo

feroz, que advertía, y aquí aparece su lucidez,

que el bueno de Illia no frenaba el pesadilleco

regreso de Perón –que llevaría a la negrada otra

vez a las cumbres del desprecio, y al insolente desparpajo–,

sino que lo haría el bravuconazo de

Onganía, de aquí que la intelligentzia se atara al

carro militar: ser tan, pero tan gorila siempre termina

teniendo su precio) que describen a un

Penella Da Silva leyéndole a Eva el manuscrito de

La razón de mi vida y a ella húmeda de llanto en

tanto exclama: “¡Así fue, así mismo!” Como si se

embobara porque un ultraoceánico señor con

denso acento español le escribiera páginas sentimentales

ante las que su alma simple se rendía en

lágrimas de radioteatro. Ni por asomo, señores.

“YO NO ME DEJÉ ARRANCAR EL

ALMA QUE TRAJE DE LA CALLE

Eva había sido clara en sus clases sobre Historia

del peronismo. Hay que buscar ahí la verosimilitud

de Mi mensaje. En cuanto a la veracidad del texto

valdrá con que diga que lo conocí de manos de

Fermín Chávez, cuando lo fui a ver para que me

ilustrara sobre algunos pasajes de la vida de Juan

Duarte, que yo ignoraba, para el film Ay Juancito.

Ahí estaban: 79 páginas y cada una llevaba la firma

de Eva Perón. De modo que no perdamos más

tiempo y metámonos en texto. Es Evita en estado

puro. Lo escribe desde su cama de moribunda. Lo

escribe cuando sabe que se muere. Que tal vez no

tendrá tiempo de escribirlo. No lo escribe, lo dicta.

Pues no le quedan fuerzas. Es el texto de una mujer

que se muere y se va de este mundo sin dejar de

decir nada. Con precisión, escribe Tomás Eloy

Martínez (un notable escritor antiperonista, que

llega a sus cimas cuando escribe sobre aquello que

sitúa en sus antípodas, menos en Santa Evita, en la

que cede, gozoso y fascinado, ante la grandeza del

personaje) escribe: “El lenguaje escrito de Eva aparece

allí (en Mi mensaje, JPF) por primera vez sin

ningún encubrimiento. Hasta el modo de ver a

Perón es otro en este libro. Perón aparece como un

cóndor que vuela en soledad, tal como sucedía en

La razón de mi vida, pero esta vez Evita, ‘a pesar

de mi pequeñez’, decide acompañarlo (...) Eva se

sitúa por primera vez en un plano superior: ella es

la que cuida de Perón y del pueblo, ella es la que

desenmascara a los enemigos, por primera vez reivindica

su fanatismo (...) Hay una declaración

incesante de rebeldía, de sublevación contra la

injusticia. Y en ese campo, el pueblo aparece como

valor supremo, por encima de Perón (...) En Mi

mensaje no hay lugar para la representación, para

el simulacro, para la confusión de papeles. Eva es

ella misma, sin mediadores” (Tomás Eloy Martínez,

“El libro secreto de Evita”, Nº 328, revista Humor,

octubre de 1992).

Mi mensaje se escribe ante la presencia de la

muerte. La situación tiene algo de teatralidad shakespereana.

La Muerte, en penumbras, espera. Le

ha cedido, generosa, un tiempo a esa mujer para

que se exprese por última vez. Pero las dos se ven y

saben que comparten la misma habitación. Eva ve

a la Muerte. Y la muerte espera por ella. Mi mensaje,

según dije, fue dictado a un par de amanuenses,

de escribientes, a un par de laboriosos Bartlebys

que sí, que prefirieron hacerlo (Nota: Ver la

notable edición de Bartleby, el escribiente de Editorial

Pre-textos, Valencia, 2005, con textos adicionales

de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José

Luis Pardo). Se dictó entre marzo y junio de

1952. Eva pesaba 38 kilos.

“Durante las horas de mi enfermedad (...) tengo

que escribir una vez más” (Eva Perón, Mi mensaje,

Futuro, Buenos Aires, p. 31). ¿Por qué una vez

más? Porque no ha escrito nunca. Pueden tomarse

como textos sus clases en la Escuela Superior Peronista

o sus discursos. Pero éste, Mi mensaje, es un

texto escrito. Lo dicta porque sus fuerzas no le dan,

pero, dictándolo, lo escribe. “No quiero recibir ya

ningún elogio. Me tienen sin cuidado los odios y las

alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza

de los explotadores (...) Quiero decirles la verdad

que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue

capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la

verdad. Porque todos los que salieron del pueblo

para recorrer mi camino no regresaron nunca. Se

dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de

las alturas y se quedaron ahí para gozar de la mentira”

(Ibid., p. 32). No quiere recibir nada de los que

pertenecen “a la raza de los explotadores”. Sólo se

ha hecho Cenicienta principesca para seguir la farsa,

para conocer desde adentro la verdad de lo que ahora

se prepara a denunciar. Y, con toda claridad, lúcidamente,

pero sin referenciarse a ninguna Cenicienta,

establece su diferencia con todas ellas. Todas las trepadoras

(tal como las ve la célebre ópera-rock) se fueron

para no volver. Cenicienta no regresará, no sólo

a la casa en que la explotaban, sino al espacio existencial

de los explotados, para ayudarlos. Esa frase,

perdón por insistir en ella, es una joya, define por

completo al personaje que tratamos: sabe que salió

del pueblo, sabe que todos los que salen de ahí

(desde las humildes niñas de los tangos hasta los

políticos y, muy claramente, los sindicalistas) salen

para no volver. En Eva hay un viaje de ida (ascenso)

y un viaje de vuelta (retorno hacia la pobreza, para

unirse al destino de quienes la sufren y ayudarlos).

Ella no se queda en lo alto. Ahí se cumple la fantasía

“maravillosa” del trepador. Ella no lo es. Quedarse

en lo alto es “gozar de la mentira”. Hay dos

niveles en que la realidad (o el Ser) se escinde: está

el arriba. Arriba hay fantasías. Hay maravillas. Las

fantasías se realizan. Pero son vanas. No son auténticas.

Son frágiles, de papel. “De una noche”, como

dice el tango. Y está el abajo. Abajo está la pobreza,

el dolor de la escasez. O, por decirlo con la excepcional

categoría de la Crítica de la razón dialéctica,

abajo está la rareza. No hay para todos. Lo raro,

entendido como escaso, como ausencia, como

carencia (no alla Lacan), es, sin más, lo que no hay.

Lo que constituye a los pobres en tanto víctimas de

la rareza es que no hay para todos. El viaje de Evita

“hacia abajo” tiene el sentido de emprender una

lucha contra la rareza. Derrotarla: tiene que haber

para todos. O, por lo menos, tiene que desaparecer

la rareza. Aquello de lo que se carece debe ser posible.

No es lo absolutamente raro, escaso. Es lo que

aún no se tiene. Pero se tendrá. La posibilidad de su

tenencia está abierta. El viaje de descenso de Eva

cobra el sentido de una búsqueda de la plenitud

para los otros. Es un viaje hacia los pobres y hacia la

pobreza. Un viaje para derrotar la pobreza y para

hacer de los pobres otra cosa. No hombres hundidos

en el mundo de lo escaso. Tampoco habitantes del

territorio de la abundancia. (Recordemos las palabras

del padre Benítez: Eva ha enseñado “la lección

de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio”.) Sino

hombres pertenecientes al universo de la justicia

social. Es la justicia social la que erradicará a la rareza.

Ya no será raro tener una plancha, una heladera,

una máquina de coser, una casa propia. La rareza

retrocede. Hay una lucha: tanto retrocede la rareza

como la justicia social avanza. Como parte de esa

lucha Eva se constituye. Deja de ser una bastarda.

Ahora es, definitivamente, lo que buscó ser. Ahora

pertenece a los pobres y su fin es sacarlos de la

pobreza. Para eso deberá ser parte de ellos. Eva

encuentra el ser en el ser de los que quiere ayudar y,

para hacerlo, se torna como ellos, se hace parte de

ellos. Es como ellos. Si lo es, es porque no se dejó

tentar por las alturas. Porque no se quedó ahí,

maravillada, para gozar de la mentira. No: “Yo no

me dejé arrancar el alma que traje de la calle (...)

Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo

y pude ver sus grandezas” (Ibid., p. 33). Esta

última frase es perfecta, tiene una precisión inusual.

o los escribas del peronismo sin una

referencia a un personaje poco conocido, para

nada recordado, pero relevante en el armado

conceptual, siempre agresivo del movimiento.

Era un gobierno que usaba, para sus fines, todo lo que tenía a

mano, todo lo que navegaba en la dirección de sus vientos.

Algunos, incluso, creaban esos vientos. Siguiendo siempre los

de Perón, el huracán que agitaba las aguas. Esos propagandistas

dispusieron de los medios de comunicación para expresar

un ideario con el que el justicialismo coincidía en totalidad o

disentía a lo sumo en matices, a los cuales agregaba, en una

actitud muy de Perón, otros matices de otros conversadores

mediáticos o “escritores obedientes”, que son la negación del

escritor, pero que siempre sirven a los regímenes de turno. He

empleado la palabra régimen con relación al peronismo. Creo

que sería arduo desmentirla. Con admirable velocidad y con

escasas vacilaciones, el primer peronismo organizó el país a su

imagen y semejanza. No hubo un lugar en que su presencia no

se hiciera sentir. Esta omnipresencia se unía al silenciamiento

de toda voz disidente. Lo que finalmente dibujaba la fisonomía

de un régimen, de un sistema político ampliamente abarcativo,

que imponía su visión del mundo en todos los ámbitos

y, a la vez, en todos ellos silenciaba la de los otros. El peronismo,

en lo cultural, en lo universitario, en lo mediático, fue claramente

autoritario. Para los jóvenes de los setenta éste era

uno de sus rostros más claramente revolucionarios. Se había

atrevido a silenciar a la oligarquía. Recuerdo la sorpresa o ironía

de algunos jóvenes de los ’80 cuando uno les informaba

que en los ’70 (irritantes para ellos), al discutir con el antiperonismo

de izquierda, se utilizaba el cierre de La Prensa como

un elemento sin duda revolucionario del primer peronismo.

“¿No ven? Cerró el diario de la oligarquía.”

Tal como –es absolutamente cierto– la oligarquía había silenciado

siempre a sus adversarios, que apenas si tenían medios

para sacar un pasquín, y, si lo sacaban, la policía de Ramón

Falcón o del hijo de Leopoldo Lugones, con esa picana cuya

invención le pertenece, tomaba cartas en el asunto. La democracia

no era un asunto argentino. Zoilo Laguna, a quien soy el

único que cita, tiene un folleto (que, aquí está el misterio, también

tal vez sea yo el único que lo tiene) cuyo nombre es Se vienen

las votaciones. Y habla de lo que el pasado era para los

pobres. Habla de la palabra Libertad con la que tanto se llena la

boca el liberalismo oligárquico: “¡Libertá!/ Si habrán hablao

d’ella en otras ocasiones/ ganando las elesiones a garrotazo

pelao/ libertá de andar tirao/ sin techo pan ni trabajo/ Ésa era

pa’los de abajo la libertá/ del pasao”. Y Laguna decía qué era lo

que había que hacer en las votaciones que se advenían, las de

febrero del ’46: “Sin asco a darle cruazo/ que en esta tierra el

destino/ tiene ya un nombre argentino/ ¡Perón... y asunto arreglao!”

Asoma aquí esa faceta fundamental del pueblo peronista.

La que dijimos: las cosas bajan desde la conducción. El pueblo

las recibe con alegría. Pero no es formado ni para defenderlas

ni para luchar por ellas. Esa tarea se deposita en Perón. Zoilo

Laguna lo dice: “¡Perón... y asunto arreglao!” Siempre fue así:

“¡Perón... y asunto arreglao!” Hasta que no alcanzó. Hasta que

Perón se fue y el asunto ya no tuvo arreglo. En el momento de

entrar a analizar la sombría figura del padre Virgilio Filippo –es

de él de quien empezamos a hablar– retorno sobre algo: esa

picana eléctrica que todos esos libros gorilo-periodísticos se

abisman en ubicar en las manos de los hermanos Cardozo o el

Comisario Lombilla la inventó –como muy bien se sabe, por

otra parte– el hijo del poeta Lugones. Una relación interesante

entre este padre y este hijo. En 1924, en Lima, celebrando el

centenario de la batalla de Ayacucho, que culminó la liberación

de América latina bajo la espada, bajo la conducción del glorioso

Mariscal Sucre, una de las figuras más puras de nuestra independencia,

asesinado vilmente, cuando volvía casi sin custodia,

para su casa por los enemigos de la unidad latinoamericana,

Leopoldo Lugones dijo su célebre discurso: “Ha sonado otra

vez, para bien del mundo, la hora de la espada”. Y aquí, en

Buenos Aires, en tanto su padre desenvainaba la espada en

Lima, el hijo ideaba su propia espada, la picana eléctrica “para

bien del mundo”. Lugones (hijo) no justifica a los Lombilla o a

los Cardozo, pero no se hagan los distraídos: son muy pocos los

horrores argentinos no inventados por el eterno poder de la oligarquía

o las masacres llevadas a cabo por ese mismo poder e

insuperadas por las famosas “tiranías”.

VIRGILIO FILIPPO:

EL REINADO DE SATANÁS

Pero tenemos que detenernos en la figura del Padre Virgilio

Filippo. Eva Perón murió con la cercanía de dos clérigos. Uno,

el fascista Filippo. El otro, Hernán Benítez, que, en los setenta,

habría de salir a pedirle a Perón que no desautorizara a la guerrilla.

Cierta tarde lo fuimos a ver con algunos compañeros de

Envido y nos largó una larga parrafada sobre la cuestión: si

Perón le hacía caso a la dictadura de Lanusse y desautorizaba a

la guerrilla, estaba liquidado. Filippo, otra cosa. Era fascista,

pero en serio: fascista, fascista. Y era peronista. Y peor: Perón, a

poco de asumir su gobierno, en 1946, lo nombra... ¡Adjunto

Eclesiástico a la Presidencia de la Nación! Entre tanto, los

muchachos de FORJA, los Scalabrini, los Jauretche, los Manzi

o el más que talentoso, probablemente genial, autor del Adán

Buenosayres, no eran convocados. Perón elegía escritores, intelectuales

cortesanos. A los otros, les desconfiaba. Después de

todo, con él, para pensar, ya nada más se requería. Marechal

languidecía en puestos no deleznables pero poco eficaces del

ámbito educativo. La Universidad era tierra tomada por Santo

Tomás, por las esencias, por el catolicismo ultramontano y los

grupos falangistas. No es posible evitar a Virgilio Filippo. Además

sería incorrecto. Que lo haga un peronista que quiere contar

la historia rosa de su movimiento, vaya y pase. Pero se equivoca:

una historia, aunque uno esté con una parte de su corazón

puesta en ella, se cuenta con sus luces y sus sombras. Hay

un riesgo. Todo relato es un viaje. Al final es posible que seamos

otros. O se acepta ese riesgo o uno no se mete en el relato.

Horacio González da en el clavo cuando detecta la pasión de

lo conspirativo como eso que consituía a Filippo: “No creo ser

inexacto si digo que Filippo actuó lunáticamente y que en su

papel de exaltado guerrero de la fe había en él algo de ‘crasa

teología absurda’ tal como el cineasta Glauber Rocha llegó a

ver en el militante católico brasilero Gustavo Corcâo (...) Su

especialidad era la denuncia de la gran conspiración y sus reclamos

de represión hasta podrían ser un añadido baladí en la

providencialista tarea del cruzado. Ciertamente, el cura de Belgrano

fue un hombre prolífico y combatiente, atrabiliario

maestro conspirador y a la vez caprichoso detector de conspiraciones”

(Horacio González, Filosofía de la conspiración, marxistas,

peronistas y carbonarios, Colihue, Buenos Aires, 2004, p.

156). ¿Cómo no habría de encontrar un tipo como Filippo,

que estaba un poco loco, por decirlo claro, pero lo estaba de un

modo peligroso, es decir, lo estaba para los demás, una conspiración

feroz en el comunismo internacional?

Retrocedamos pero para regresar con más fuerza, más datos.

Virgilio Filippo (1896-1969) empieza a arrojar por medio de

los micrófonos de Radio Sarmiento de Buenos Aires la preocupación

de su Iglesia Católica acerca de la trágica situación que

se vivía en el plano internacional, y de la que Argentina, siempre

lejana a todo, debía sentirse preocupada. A ello la impelía el

prelado. El libro Habla el Padre Filippo tiene 352 páginas de

fobias, de paranoia, de antisemitismo, de nacionalismo ramplón,

pero altamente peligroso. Al cabo, el nacionalismo suele

ser ramplón, soez (ésta es la palabra: soez) y cuando se centra en

esta modalidad expresiva más peligroso se torna. Filippo

encuentra de inmediato el mal que el mundo padece. Es el

comunismo. Escribe el periodista y escritor Germán Ferrari:

“Son elocuentes las menciones a ‘el judío Lenín’ (páginas 8,

23), ‘el judío Marx’ (55, 255, 279, 296, 344), ‘el judío Sigmund

Freud’ (16), ‘la España Roja’ (123, 144, 208, 222), ‘la

infame Revolución Francesa’ (23), ‘la inquina roja argentina’

(102). Desde su catolicismo, Filippo embiste contra las bases

ideológicas del sistema soviético, con una mezcla de datos irrefutables

y contundentes, y visiones apocalípticas e intencionadas.

Cuestiona el ‘totalitarismo destructor’, los ‘asesinatos en

masa llamados depuraciones’, los ataques hacia la familia, pero

no hace ni una sola mención del nazismo y el fascismo. Ni

Hitler ni Mussolini son nombrados en sus discursos radiales.

Franco es elogiado en un breve párrafo referido a la defensa de

la religión” (Germán Ferrari, “Habla el padre Filippo”, Todo es

Historia, N° 451, Buenos Aires, 2005.). Sigue Ferrari (que es

uno de los pocos en preocuparse de este siniestro personaje

que, se sepa o no, fue asesor espiritual de Eva Perón y, a partir

de 1946, como ha sido dicho, Adjunto Eclesiástico a la Presidencia

de la Nación, nombrado por el general de las infinitas y con

frecuencia agobiantes contradicciones): “Filippo es un pionero

en usar la radio con fines político-religiosos: a partir de 1935

publica Conferencias radiotelefónicas, El reinado de Satanás, Sistemas

genialmente antisociales y El monstruo Comunista. Pero,

¿es un simple propagandista más del nacionalismo católico?

Autor de más de treinta libros, folletos, traducciones y hasta

piezas musicales, este presbítero –párroco de Villa Devoto y de

Belgrano– es uno de los primeros integrantes del clero en

expresar sus simpatías por Juan Domingo Perón, cuando el

militar aún era un ascendente miembro de la dictadura que

triunfó en 1943. Con la victoria electoral de la fórmula Perón-

Quijano, esa adhesión incondicional es premiada y en 1948 se

incorpora a la Cámara de Diputados por un período de cuatro

años. En otro de sus libros, El Plan Quinquenal de Perón y el

comunismo (1948), Filippo reafirma su compromiso con el ideario

justicialista, al que considera seguidor de la doctrina social

cristiana, y aprovecha para profundizar su predicación anticomunista”

(Ferrari, Ibid.).

El libro en que el cruzado anticomunista y, a la vez, ferviente

justicialista y asesor espiritual de profesión, la emprende contra

el comunismo es: El Plan Quinquenal de Perón y

el comunismo. En la tapa vemos a un

joven y viril Perón que enarbola una

bandera argentina y pisotea el célebre

“trapo rojo del comunismo”. Hoy, el

libro es una fiesta. Pero no tanto lo es si se piensa que tuvo

peso en su época y que en él abrevaron católicos como el doctor

Ivanissevich, quien, en los setenta, cuando Isabel-López

Rega lo nombran para que normalice las Universidades, el tipo

se saca una fotografía blandiendo un pico con el cual destruye

las paredes de la Facultad de Filosofía y Letras, que se erigía, en

esos momentos, en la calle Córdoba. Ahí yo daba Historia del

pensamiento latinoamericano, una materia subversiva pues

apuntaba a ideas tan aberrantes como la unidad de América

latina “contra el imperialismo”. No, nada de eso. Asume Ottalagano,

ese hombre que, según Mariano Grondona, en una

nota de corte criminal que escribirá en 1974, es de “la estirpe

de los Lacabanne y los López Rega”. Lacabanne era el sanguinario

jefe de la Triple A en Córdoba. Son los hombres de esa

estirpe, “los que hacen la tarea”, según la frase de Grondona,

los que ahora, con Ottalagano, se ponen al frente de la Universidad.

Ivanissevich es su efigie más pestilentemente anticomu-

II

nista, fascistoide, es colocado, por López Rega, al frente de la

tarea. Se dispone a destruir el edificio de Filosofía y Letras con

un pico. No creo que haya destruido mucho porque era un

viejo decrépito y patético que apenas si podía mantenerse en

pie. ¡Pero había asistido a Evita en sus últimos momentos!

Imaginen la escena: el opa viejo, desvencijado pero fascista

hasta el fin, fervoroso lector de Filippo, les dice a los fotógrafos:

“Tomen la foto cuando yo pegue con el pico en la pared”.

Así salió nomás: destruyendo personalmente ese antro de perdición,

ese antro anticristiano, esa cueva de criaturas del Anti-

Critsto. A la noche, para colmo, da un discurso por Radio en

cadena. Y se le caen gruesas lágrimas cuando pregunta: “¿Es

que no son hijos de madre cristiana estos muchachos?” Honestamente,

poco pensábamos en nuestras madres cristianas cuando

hacíamos lo que hacíamos. ¿En qué lenguaje venía a hablarnos

este troglodita que apenas si podía balbucear alguna que

otra huevada? ¿En qué lenguaje pretendía hablarles a los militantes

de la JP? Horrible, patético, duro, desalentador para la

imagen que teníamos del peronismo. ¿Esos tipos había tenido a

su lado Eva Perón? ¿Este imbécil se había permitido la arrogancia

trágica de curarla de su cáncer? Era cierto: el doctor Ivanissevich

por ahí había envejecido mal. Pero se puede envejecer

mal para el otro lado. Uno ha encontrado en su vida a muchos

viejitos republicanos de la Guerra Cívil Española. Y eran mejores

personas que Ivanissevich. Pero éste había envejecido para

el lado del anticomunismo troglodita, era un macartista paleolítico.

Dardo Cabo escribió en El Descamisado: “Los peronistas

podemos perder millones de votos con el discurso del doctor

Ivanissevich”. También era una frase rara: en 1974, a los montos,

no les importaban mucho los votos. No, los que perdimos

fuimos nosotros. ¿Ésos habían sido los protagonistas del primer

gobierno de Perón, nacional, popular y hasta revolucionario?

Tendríamos que trabajar mucho sobre el movimiento y su sistema

de ideas si había estado en manos de gente como Ivanissevich.

Que, en gran medida, había aprendido del Padre Virgilio

Filippo. Y aquí volvemos a él. Su opus magnum, con Perón

en la tapa, de frente al futuro, bandera argentina en mano, y

trapo rojo pisoteado, era la imagen consumada, lapidaria del

panfleto anticomunista, del panfleto torpe, barato.

“EL MONSTRUO COMUNISTA”

¿Por qué leerlo? Porque no se leyó en los setenta. Estos

textos no se leían. Yo lo tenía guardado en algún rincón de

mi biblioteca porque, desde 1969, me iba a la Librería Platero,

que no está más, de la calle Talcahuano, el tipo me dejaba

bajar al sótano y ahí encontraba estas joyas. “Y bueno

–decíamos encogiéndonos de hombros–, eran las contradicciones

del peronismo. Perón juntaba todo pero lo unía por

vía de conducción.” ¡Por vía de conducción! Qué frase: Perón

había acostumbrado a medio país a ceer en ella. Porque estaba

en Madrid y manejaba todos los hilos. Bien, a meternos

un poco con Filippo. Y no crean que me estoy rajando de

Eva Perón. No, Filippo dio la última misa antes de su muerte.

La dio a pocos metros de su lecho de muerte. En la calle.

Ante miles de dolorosos morochos peronistas que sufrían la

muerte de Eva Duerte, que era, para ellos, una tragedia. Y

que era, para Perón, un hecho político.

El libro está dedicado al “señor Ministro de Guerra, Gral. D.

Humberto Sosa Molina”. Y también “a los jefes y oficiales de

las fuerzas armadas de la Nación Argentina que (...) arbólanlos

ideales de nuestra gloriosa tradición, contra las ideas exóticas”

(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y los comunistas,

Editorial Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 5). ¡Lo de los

“infiltrados” venía de lejos! La idea del “infiltramiento” que

Perón maneja contra la JP es una idea tradicional de la derecha.

La derecha, al ser la dueña de la patria, considerará “infiltrados”,

gente de “ideas exóticas”, a los que se aparezcan con

algo distinto a lo consagrado por el poder de un país. La tradición

castiga. La tradición señala a los traidores. La tradición

denuncia a los infiltrados. Los denuncia porque traen “ideas

exóticas”, y si estas ideas son tales es porque no son las de la

tradición. ¿Cuál era la “tradición” de Filippo? Había tenido,

desde joven, diversos y godzillianos enemigos. (Nota: Sí, el

adjetivo godzilliano responde al monstruo Godzilla, un invento

de los japoneses que veían en él a derivado mutante de las

bombas de Hiroshima y Nagasaki. De aquí el dulce placer de

venganza con que ellos han de haber visto el film norteamericano,

el más perfecto, y el más caro, y el más expectacular de la

serie, como una secreta venganza, una autovenganza que los

propios yankis se infligían. De hecho, poco tiempo después, y

a raíz de los atentados a las Twin Towers, al ver correr a los

ciudadanos de Nueva York, los aplicados cinéfilos, que nos

vemos todos estos engendros norteamericanos, gritáramos:

“¡Mírenlos, corren igual que cuando Godzilla se los quiere

morfar!” Así era.) En 1936, Filippo da una serie de conferencias

radiales tituladas, no sin cierta moderación o sutileza, El

reinado de Satanás. En 1938, publica un libro, y no creo que a

favor, que se titula Los judíos, y que tiene sus buenas 210 páginas.

En 1938, cuando la Unión Soviética se preparaba para el

Pacto Molotov-Ribbentrop (esa pestilente canallada de Stalin:

la de Ribbentrop va de suyo) Virgilio, el Cruzado, escribe El

monstruo Comunista. Y, en efecto, en 1948, publica El Plan

Quinquenal de Perón y los comunistas, del que se agotan cinco

ediciones que suman 26.000 ejemplares. Esto, insistamos, en la

Argentina de 1948. Imaginen si no es para pensar que alguna

influencia habrán tenido sobre las cabezas abiertas a las ideas

generosas, a los sentimientos puros, no alimentados por el

odio, como los del doctor Ivanissevich.

Como habrán imaginado, uno no se lee, por cuidarse la

salud, 335 páginas de este energúmeno, pero hay un apartado

exquisito. Filippo trata de demostrar cómo el comunismo se

infiltra en todas partes. ¡También en Hollywood! Pareciera raro

imaginar a semejante prelado meterse en ese ámbito de estrellas

voluptuosas, galanes viriles y fiestas bullangueras, pecaminosas,

apologías del triunfo de la carne sobre el espíritu, aquelarres

indómitos. Pero aquí está Virgilio, cricifijo en mano, dispuesto

a separar la paja del trigo. Lo único que hace el prelado es trasmitir,

de segunda mano, algunas de las noticias que el macartismo

hace correr por el mundo durante esos días. Cita al actor

Adolph Menjou: “Hollywood es uno de los principales centros

de la difusión comunista en Estados Unidos” (La Razón, 16 de

mayo del cuarenta y siete. Filippo, ob. cit., p. 105). Menjou era

una perfecta basura. Un tipo que denunció a montones de

colegas. Y hasta dijo que reconocía a los comunistas “por el

olor”.

Virtud que Virgilio no reclama para sí. Por último (el tema

es encantador por su idiotez, por su bobada inexpresable,

invencible), Virgilio cita un hecho patético y divertido de la

industria de Hollywood en su aspecto más miserable. En plena

guerra, Estados Unidos, para llevar a su plenitud sus buenas

relaciones con la Unión Soviética, su aliado (¡oh, señores de la

Unión Democrática, vean los peligros del aliadofismo!), deciden

hacer una película que exprese la bella espiritualidad del

pueblo ruso, al que los alemanes han invadido en 1941, y que

se encuentra, en esos momentos, librando feroces combates

contra las fuerzas de Hitler. La película (esto es importante)

intenta ser para la Unión Soviética lo que Rosa de abolengo

(Mrs. Miniver, con Greer Garson y Walter Pidgeon, dirigida

nada menos que por William Wyler y de 1942) fue para Gran

Bretaña, que, por ese entonces, encarnaba tanto el Bien como

los soviéticos, hasta tal punto éstos eran bendecidos por Hollywood.

Se hace la película. Y el galán Robert Taylor interpreta a

un director de orquesta que viaja a Rusia para dirigir la parte

orquestal (¿de qué?) del Concierto Nº 1 para piano y orquesta

de Tchaikovsky, adorado en ese entonces (siempre, en verdad)

por los aficionados a la música clásica y muy accesible a los

grandes públicos. O sea, si tú tienes en tu oreja un habano y te

escuchas el Nº 1 de Tchaikovsky y, aun de ese modo, sigue sin

gustarte la música clásica es que estás muerto. Llega Robert

Taylor y empieza a trabajar con la orquesta. Falta el solista, el

encargado de la muy complicada parte del piano. El solista es...

una solista. Y muy bonita. Sí, todo es previsible. El director y

la brillante pianista se enamoran. Pero se desatan las sombras

de la guerra. La película se llamó en inglés Song of Russia, pero

en la Argentina se conoció bajo el más expresivo título de Sombras

sobre la nieve. (Ya termino con esta pavada, no se preocupen.)

Las sombras de la guerra se expresan en la invasión alemana

a territorio soviético. El director y la joven pianista rusa

(que es una actriz que responde al muy eslavo nombre de

Susan Peters) se angustian mucho. Pero alguien ocupa toda la

pantalla. El solo ante un micrófono les hablará a todos los que

habitan la Santa Tierra Rusa, esa madrecita que a todos contiene.

¿Quién es este señor? ¡Stalin! Aparece Stalin en esta pelícua

yanqui de 1943 y se lo ve como a un campesino bueno que

anuncia a su pueblo la llegada del invasor nazi y le pide sacrificios

para luchar contra él. En 1950, en pleno macartismo, el

senador McCarthy acusa a la Metro Goldwyn Mayer, productora

de la película, y al actor Robert Taylor de rojos, inmundos

rojos. ¡Pero si los rusos eran nuestros aliados cuando la hicimos!,

reclaman con justicia los perjudicados. Nada, persecución,

difamación, enemigos de la libertad y la democracia americanas.

El actor Robert Taylor se salva porque delata hasta a su

perrito. Prácticamente, no hay en Hollywood alguien que no

sea comunista, menos él. El padrecito Virgilio se enfurece contra

Sombras sobre la nieve y la denuncia también como la infiltración

del comunismo en Estados Unidos. Y escribe: “Los

libretistas son en gran número comunistas infiltrados. El partido

comunista domina absolutamente la Unión de escritores cinematográficos”

(Virgilio Filippo, El Plan Quinquenal de Perón y

el comunismo, Lista Blanca, Buenos Aires, 1948, p. 106). Todo

esto sería por completo insustancial si Filippo no hubiera sido

quien fue. Durante los días finales de Eva Perón su figura

ocupa un lugar altamente protagónico. ¿Cuántos curas, curitas,

tipos humildes, no cavernícolas, habrían rezado, junto a los

obreros, junto a los humildes, por quien, en efecto, tanto los

amó? Sin embargo, ahí, al frente, estaba Virgilio Filippo, fascista,

falangista, nazi, macartista, enemigo de Satanás y de todas

las formas que éste asumiera sobre la Tierra. Hasta enemigo de

la Metro Goldwyn Mayer, a la que consideraría un Imperio de

judíos. Escribe Marysa Navarro: “El 20 de julio, la CGT patrocinó

una misa de campaña en la avenida 9 de Julio. A pesar de

la lluvia fría que caía ese día, millares de personas se arrodillaron

frente al altar erigido al pie del Obelisco para rezar por la

salud de Evita y seguir la misa que oficiaba el diputado peronista

padre Virgilio Filippo” (Marysa Navarro, Evita, Planeta,

1994, p. 314). A metros de Filippo, por micrófono, nada

menos que Hernán Benítez, uno de los seres más cercanos a la

santidad que hayan podido existir, hablaba del sufrimiento de

los hogares obreros, porque era ahí, en ellos, donde agonizaba

Evita, que ella, decía, amaba a los obreros porque no les importaba

la lucha por el dinero, por la abundancia, que no adoptaban

los vicios “de aquellos a quienes la vida no les ha enseñado

la lección de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio” (Marysa

Navarro, Ibid., p. 314).

INTRODUCCIÓN A “MI MENSAJE”

También del Plan de Operaciones de Moreno se ha dicho que

es falso. Que no lo escribió el exaltado, el jacobino que estaba

al frente de la Junta de Mayo. Si el texto de Moreno es falso, si el

III

texto de Moreno no es de Moreno, la Revolución de

Mayo se queda sin voz. Probablemente sea más sencillo

no atribuirle el Plan de Operaciones a Moreno

que no atribuirle Mi mensaje a Evita. Se sabe: La

representación de los hacendados, por el tono, por

las ideas, poco o muy poco tiene que ver con el

Plan. Para encontrar simetrías entre el Plan y otros

textos morenianos hay que remitirse a las Instrucciones

a Castelli o, no a textos, sino a órdenes, a

decisiones extremas: el fusilamiento de Liniers en

Cabeza de Tigre. “La junta –escribe José Luis

Busaniche– derramaba así la primera sangre de

hermanos en el Río de la Plata y la primera víctima

era el héroe de la Reconquista y de la Defensa

(Busaniche, Ibid., p. 309). Durante estos días ha

sucedido un hecho editorial inesperado y altamente

positivo. La Editorial Peña Lillo y Ediciones

Continente han reeditado el libro de un hombre

simple, de bajo perfil, un negado, un silenciado, el

anti-Halperin Donghi, un historiador formidable

que pagó muy cara su adhesión al peronismo, a un

peronismo alejado del militarismo montonerista y

del fascismo y de la burocracia del sindicalismo y

del partido: fue silenciado por la dictadura y luego

por la academia que se constituye bajo el alfonsinismo

y cuyo poder, su sombra, todavía llega hasta

el presente. Es Salvador Ferla. Autor de dos libros

notables, suficientes para asegurar su presencia

entre los mejores historiadores argentinos, que dan

solidez a su obra: Historia argentina con drama y

humor (cuya edición corrió a cargo de Granica en

1974) y Mártires y verdugos, la insurrección de Valle

y los veintisiete fusilamientos. La actual reedición

–la del primero– es de 2007. Si todo se cumple,

será presentada en la Feria del Libro de este año y

se me pidió que actuara de presentador. Que la

presentara, en suma. Tengo una deuda con Ferla.

Cuando murió no escribí nada sobre él. Yo tenía

mi columna en Humor y era bastante leído.

Habría podido hacer un gesto que rescatara su

muerte del anonimato. No lo hice. Acaso me enteré

tarde, o por otra causa. No recuerdo. Recuerdo,

sí, que alguien que me detesta, y con quien, lejos

de tener ese sentimiento, me gustaría reunirme,

tomar ese café que tomamos los porteños para dialogar

como amigos y buscar las razones de tanta

bronca, me lo reprochó duramente desde la revista

Unidos. El texto decía que nadie se había ocupado

de escribir sobre la muerte de Ferla, “ni los humoristas”.

Eso era para mí. Porque escribía en

Humor. Uno no sabe por qué algunas personas le

tienen tanta bronca. Me refiero a Arturo Armada,

que fue el director de Envido. Cierto es que nos

peleamos en 1973. Pero estamos ligados, nada

menos, que por los años juveniles y la militancia

de esos años, embellecida sin duda porque ocurrió

en esa etapa: cuando éramos jóvenes. Como fuere,

Ferla está entre nosotros. Y se acerca mucho a

Busaniche: él también es duro con Moreno, él

también detesta el asesinato de Liniers y el capítulo

primero de Filosofía y Nación le debe algunos

tópicos importantes. Y cuando digo eso no estoy

diciendo otra cosa. Digo: importantes. Espero saldar

mi deuda con Ferla, que me pesa, presentando

esta nueva edición de su libro, que lo rescata del

olvido y que llevara a que lo lean los que hoy,

todavía, leen libros. No pocos, después de todo.)

No hay un libro que respalde el Plan. Pero están

las feroces instrucciones que Moreno da a su amigo,

también jacobino, Juan José Castelli, protagonista

excluyente de la novela de Andrés Rivera, La revolución

es un sueño eterno. Busaniche, que no le

tiene la menor simpatía a Moreno, como Ferla,

cita al jefe de la Junta: “En la primera victoria que

logre dejará que los soldados hagan estragos en los

vencidos para infundir el terror en los enemigos”

(Busaniche, Ibid., p. 309). Se centra Busaniche en

el Decreto de Honores y escribe: “Pero lo verdaderamente

grave, era que el Decreto de los Honores, de

una acerbidad enfermiza, de una mordacidad

extrema, produjo una profunda escisión en la opinión

pública, y la parte más popular y numerosa,

la que no vestía de fraque y levita, se inclinó hacia

el lado de Saavedra” (Busaniche, Ibid., p. 315).

No importa aquí Saavedra ni lo corto de luces ni

la falta de grandeza o de coraje con que asumió ese

respaldo de “la parte más popular y numerosa”.

Aquí nos importa señalar que el Plan de Operaciones

está dentro del espíritu moreniano. Insisto: si

no es de Moreno, ¿de quién es? ¿Quién si no

Moreno pudo escribir eso? ¿Qué Plan tuvo el

movimiento de Mayo si el de Moreno es falso? No

perdamos el tiempo. Como tampoco con el texto

de Evita, Mi mensaje. Con ella, incluso, hay cantidad

de textos con los cuales relacionarlo. Lo que

terminó por recibir el título de Historia del peronismo

y son las clases que Eva dictó en 1951 en la

Escuela Superior Peronista, en tanto Perón dictaba

las que darían forma a Conducción política, tienen

casi todo lo que se encuentra en Mi mensaje: la

pasión, el fanatismo, el odio a las jerarquías, eclesiáticas,

a los militares, a la oligarquía. Lejos de La

razón de mi vida, que empieza a gestarse por

medio de la pluma de Manuel Penella Da Silva y

que sirve a los gorilas periodísticos, como el buen

Gambini o como Osiris Troiani, que forjó la Historia

del peronismo que publica Primera Plana, esa

revista que ha permanecido entre las glorias del

periodismo argentino y que preparó, en complicidad

con los militares, el golpe de Onganía (qué

pena: unos señores tan cultos, tan educados, tan

buenas plumas, corriendo, al final, detrás del culo

del bruto de Onganía, ultracatólico, cursillista,

que habría de consagrarle el país a la Virgen; víctima,

esa inteligente muchachada, de su antiperonismo

feroz, que advertía, y aquí aparece su lucidez,

que el bueno de Illia no frenaba el pesadilleco

regreso de Perón –que llevaría a la negrada otra

vez a las cumbres del desprecio, y al insolente desparpajo–,

sino que lo haría el bravuconazo de

Onganía, de aquí que la intelligentzia se atara al

carro militar: ser tan, pero tan gorila siempre termina

teniendo su precio) que describen a un

Penella Da Silva leyéndole a Eva el manuscrito de

La razón de mi vida y a ella húmeda de llanto en

tanto exclama: “¡Así fue, así mismo!” Como si se

embobara porque un ultraoceánico señor con

denso acento español le escribiera páginas sentimentales

ante las que su alma simple se rendía en

lágrimas de radioteatro. Ni por asomo, señores.

“YO NO ME DEJÉ ARRANCAR EL

ALMA QUE TRAJE DE LA CALLE

Eva había sido clara en sus clases sobre Historia

del peronismo. Hay que buscar ahí la verosimilitud

de Mi mensaje. En cuanto a la veracidad del texto

valdrá con que diga que lo conocí de manos de

Fermín Chávez, cuando lo fui a ver para que me

ilustrara sobre algunos pasajes de la vida de Juan

Duarte, que yo ignoraba, para el film Ay Juancito.

Ahí estaban: 79 páginas y cada una llevaba la firma

de Eva Perón. De modo que no perdamos más

tiempo y metámonos en texto. Es Evita en estado

puro. Lo escribe desde su cama de moribunda. Lo

escribe cuando sabe que se muere. Que tal vez no

tendrá tiempo de escribirlo. No lo escribe, lo dicta.

Pues no le quedan fuerzas. Es el texto de una mujer

que se muere y se va de este mundo sin dejar de

decir nada. Con precisión, escribe Tomás Eloy

Martínez (un notable escritor antiperonista, que

llega a sus cimas cuando escribe sobre aquello que

sitúa en sus antípodas, menos en Santa Evita, en la

que cede, gozoso y fascinado, ante la grandeza del

personaje) escribe: “El lenguaje escrito de Eva aparece

allí (en Mi mensaje, JPF) por primera vez sin

ningún encubrimiento. Hasta el modo de ver a

Perón es otro en este libro. Perón aparece como un

cóndor que vuela en soledad, tal como sucedía en

La razón de mi vida, pero esta vez Evita, ‘a pesar

de mi pequeñez’, decide acompañarlo (...) Eva se

sitúa por primera vez en un plano superior: ella es

la que cuida de Perón y del pueblo, ella es la que

desenmascara a los enemigos, por primera vez reivindica

su fanatismo (...) Hay una declaración

incesante de rebeldía, de sublevación contra la

injusticia. Y en ese campo, el pueblo aparece como

valor supremo, por encima de Perón (...) En Mi

mensaje no hay lugar para la representación, para

el simulacro, para la confusión de papeles. Eva es

ella misma, sin mediadores” (Tomás Eloy Martínez,

“El libro secreto de Evita”, Nº 328, revista Humor,

octubre de 1992).

Mi mensaje se escribe ante la presencia de la

muerte. La situación tiene algo de teatralidad shakespereana.

La Muerte, en penumbras, espera. Le

ha cedido, generosa, un tiempo a esa mujer para

que se exprese por última vez. Pero las dos se ven y

saben que comparten la misma habitación. Eva ve

a la Muerte. Y la muerte espera por ella. Mi mensaje,

según dije, fue dictado a un par de amanuenses,

de escribientes, a un par de laboriosos Bartlebys

que sí, que prefirieron hacerlo (Nota: Ver la

notable edición de Bartleby, el escribiente de Editorial

Pre-textos, Valencia, 2005, con textos adicionales

de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José

Luis Pardo). Se dictó entre marzo y junio de

1952. Eva pesaba 38 kilos.

“Durante las horas de mi enfermedad (...) tengo

que escribir una vez más” (Eva Perón, Mi mensaje,

Futuro, Buenos Aires, p. 31). ¿Por qué una vez

más? Porque no ha escrito nunca. Pueden tomarse

como textos sus clases en la Escuela Superior Peronista

o sus discursos. Pero éste, Mi mensaje, es un

texto escrito. Lo dicta porque sus fuerzas no le dan,

pero, dictándolo, lo escribe. “No quiero recibir ya

ningún elogio. Me tienen sin cuidado los odios y las

alabanzas de los hombres que pertenecen a la raza

de los explotadores (...) Quiero decirles la verdad

que nunca fue dicha por nadie, porque nadie fue

capaz de seguir la farsa como yo, para saber toda la

verdad. Porque todos los que salieron del pueblo

para recorrer mi camino no regresaron nunca. Se

dejaron deslumbrar por la fantasía maravillosa de

las alturas y se quedaron ahí para gozar de la mentira”

(Ibid., p. 32). No quiere recibir nada de los que

pertenecen “a la raza de los explotadores”. Sólo se

ha hecho Cenicienta principesca para seguir la farsa,

para conocer desde adentro la verdad de lo que ahora

se prepara a denunciar. Y, con toda claridad, lúcidamente,

pero sin referenciarse a ninguna Cenicienta,

establece su diferencia con todas ellas. Todas las trepadoras

(tal como las ve la célebre ópera-rock) se fueron

para no volver. Cenicienta no regresará, no sólo

a la casa en que la explotaban, sino al espacio existencial

de los explotados, para ayudarlos. Esa frase,

perdón por insistir en ella, es una joya, define por

completo al personaje que tratamos: sabe que salió

del pueblo, sabe que todos los que salen de ahí

(desde las humildes niñas de los tangos hasta los

políticos y, muy claramente, los sindicalistas) salen

para no volver. En Eva hay un viaje de ida (ascenso)

y un viaje de vuelta (retorno hacia la pobreza, para

unirse al destino de quienes la sufren y ayudarlos).

Ella no se queda en lo alto. Ahí se cumple la fantasía

“maravillosa” del trepador. Ella no lo es. Quedarse

en lo alto es “gozar de la mentira”. Hay dos

niveles en que la realidad (o el Ser) se escinde: está

el arriba. Arriba hay fantasías. Hay maravillas. Las

fantasías se realizan. Pero son vanas. No son auténticas.

Son frágiles, de papel. “De una noche”, como

dice el tango. Y está el abajo. Abajo está la pobreza,

el dolor de la escasez. O, por decirlo con la excepcional

categoría de la Crítica de la razón dialéctica,

abajo está la rareza. No hay para todos. Lo raro,

entendido como escaso, como ausencia, como

carencia (no alla Lacan), es, sin más, lo que no hay.

Lo que constituye a los pobres en tanto víctimas de

la rareza es que no hay para todos. El viaje de Evita

“hacia abajo” tiene el sentido de emprender una

lucha contra la rareza. Derrotarla: tiene que haber

para todos. O, por lo menos, tiene que desaparecer

la rareza. Aquello de lo que se carece debe ser posible.

No es lo absolutamente raro, escaso. Es lo que

aún no se tiene. Pero se tendrá. La posibilidad de su

tenencia está abierta. El viaje de descenso de Eva

cobra el sentido de una búsqueda de la plenitud

para los otros. Es un viaje hacia los pobres y hacia la

pobreza. Un viaje para derrotar la pobreza y para

hacer de los pobres otra cosa. No hombres hundidos

en el mundo de lo escaso. Tampoco habitantes del

territorio de la abundancia. (Recordemos las palabras

del padre Benítez: Eva ha enseñado “la lección

de la sobriedad, del ahorro y del sacrificio”.) Sino

hombres pertenecientes al universo de la justicia

social. Es la justicia social la que erradicará a la rareza.

Ya no será raro tener una plancha, una heladera,

una máquina de coser, una casa propia. La rareza

retrocede. Hay una lucha: tanto retrocede la rareza

como la justicia social avanza. Como parte de esa

lucha Eva se constituye. Deja de ser una bastarda.

Ahora es, definitivamente, lo que buscó ser. Ahora

pertenece a los pobres y su fin es sacarlos de la

pobreza. Para eso deberá ser parte de ellos. Eva

encuentra el ser en el ser de los que quiere ayudar y,

para hacerlo, se torna como ellos, se hace parte de

ellos. Es como ellos. Si lo es, es porque no se dejó

tentar por las alturas. Porque no se quedó ahí,

maravillada, para gozar de la mentira. No: “Yo no

me dejé arrancar el alma que traje de la calle (...)

Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo

y pude ver sus grandezas” (Ibid., p. 33). Esta

última frase es perfecta, tiene una precisión inusual.

Discépolo la habría firmado.